¿Dónde está tu Dios? La fe cristiana ante la increencia religiosa: Introducción
Páginas relacionadas
Autor: Card. Paul Poupard
1. La fe cristiana, al alba
del nuevo milenio, se ve confrontada con el desafío de la increencia y de la
indiferencia religiosa. El
Concilio Vaticano II, hace ya cuarenta años, compartía esta grave
constatación: «muchos de nuestros contemporáneos no perciben de ninguna
manera esta unión íntima y vital con Dios o la rechazan explícitamente,
hasta tal punto que el ateísmo debe ser considerado entre los problemas más
graves de esta época y debe ser sometido a un examen especialmente atento»
(Gaudium et spes, 19).
Con este objetivo, el papa Pablo VI creó en 1965 el Secretariado para los no
creyentes, confiado a la dirección del Cardenal Franz König. Cuando en 1980
Juan Pablo II me llamó a sucederlo, me pidió también que pusiera en marcha
el Consejo Pontificio de la Cultura, que más tarde, en 1993, fusionó con el
Secretariado, convertido mientras tanto en Consejo Pontificio para el
Diálogo con los No creyentes. Su motivación, expresada en la Carta
apostólica en forma demotu proprio Inde a Pontificatus, es
clara: promover «el encuentro entre el mensaje salvífico del Evangelio y las
culturas de nuestro tiempo, a menudo marcadas por la no creencia y la
indiferencia religiosa» (art. 1) y «el estudio del problema de la no
creencia y la indiferencia religiosa presente, bajo diferentes formas, en
los diversos ambientes culturales, investiga sus causas y consecuencias por
lo que atañe a la Fe cristiana» (art. 2) 1.
Para cumplir este mandato, el Consejo Pontificio de la Cultura ha llevado a
cabo una investigación a escala mundial. Sus resultados —más de 300
respuestas procedentes de todos los continentes— fueron presentados a los
miembros del Consejo Pontificio de la Cultura durante la Asamblea plenaria
de marzo de 2004, siguiendo dos ejes principales: en primer lugar, cómo
acoger «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias» de los
hombres de este tiempo, lo que hemos llamado «puntos de anclaje para la
transmisión del Evangelio»; y en segundo lugar, qué vías privilegiar para
llevar la buena noticia del Evangelio de Cristo a los no creyentes, a los
mal creyentes y a los indiferentes de nuestro tiempo, cómo suscitar su
interés, cómo hacer que se interroguen sobre el sentido de la existencia y
cómo ayudar a la Iglesia a transmitirles su mensaje de amor en el corazón de
las culturas, novo millennio
ineunte.
Para ello, es necesario, ante todo, responder a algunas preguntas: ¿quiénes
son los no creyentes? ¿cuál es su cultura? ¿qué nos dicen? ¿qué podemos
decir a propósito de ellos? ¿qué diálogo se puede entablar con ellos? ¿qué
hacer para despertar su interés, suscitar su preguntas, alimentar sus
reflexiones y transmitir la fe a las nuevas generaciones, a menudo víctimas
de la indiferencia religiosa de la que está impregnada la cultura dominante?
Estas preguntas de los pastores de la Iglesia expresan uno de los desafíos
más preocupantes de «nuestra época, a la vez dramática y fascinante» (Redemptoris
missio, 38), el desafío de
una cultura de la increencia y de la indiferencia religiosa que, desde un
Occidente secularizado, se extiende a través de las megápolis de todos los
continentes.
En efecto, en amplios espacios culturales donde la pertenencia a la Iglesia
sigue siendo mayoritaria, se observa una ruptura de la transmisión de la fe,
íntimamente ligada a un proceso de alejamiento de la cultura popular,
profundamente impregnada de cristianismo a lo largo de los siglos. Es
también importante tener en cuenta los datos que condicionan este proceso de
alejamiento, debilitamiento y oscurecimiento de la fe en el ambiente
cultural cambiante donde viven los cristianos, con el fin de presentar
propuestas pastorales concretas que respondan a los desafíos de la nueva
evangelización. El habitat
cultural donde el hombre se
halla, influye sobre sus maneras de pensar y de comportarse, así como sobre
los criterios de juicio y los valores, y no deja de plantear cuestiones
difíciles y a la vez decisivas.
Tras la caída de los regímenes ateos, el secularismo, vinculado al fenómeno
de la globalización, se extiende como un modelo cultural post-cristiano.
«Cuando la secularización se transforma en secularismo (Evangelii
Nuntiandi, n. 55), surge una
grave crisis cultural y espiritual, uno de cuyos signos es la pérdida del
respeto a la persona y la difusión de una especie de nihilismo antropológico
que reduce al hombre a sus instintos y tendencias» 2
Para muchos, la desaparición de las ideologías dominantes ha cedido el
puesto a un déficit de esperanza. Los sueños de un futuro mejor para la
humanidad, característicos del cientificismo y del movimiento de la
Ilustración, del marxismo y de la revolución del ’68, han desaparecido, y en
su lugar ha aparecido un mundo desencantado y pragmático. El fin de la
guerra fría y del peligro de destrucción total del planeta, ha dado paso a
otros peligros y a graves amenazas para la humanidad: el terrorismo a escala
mundial, los nuevos focos de guerra, la contaminación del planeta y la
disminución de las reservas hídricas, los cambios climáticos ocasionados por
el comportamiento egoísta de los hombres, las técnicas de intervención sobre
los embriones, el reconocimiento legal del aborto y la eutanasia, la
clonación... Las esperanzas de un futuro mejor han desaparecido para muchos
hombres y mujeres, que se repliegan desencantados sobre un presente que con
frecuencia se presenta oscuro, ante el temor de un futuro todavía más
incierto. La rapidez y la profundidad de las mutaciones culturales que han
tenido lugar en los últimos decenios, son como el trasfondo de una
gigantesca transformación en numerosas culturas de nuestro tiempo. Este es
el contexto cultural en que se plantea a la Iglesia el enorme desafío de la
increencia y la indiferencia religiosa: ¿cómo abrir nuevos caminos de
diálogo con tantas y tantas personas que, a primera vista, no sienten algún
interés por ello y mucho menos la necesidad, aun cuando la sed de Dios no
puede extinguirse nunca en el corazón del hombre, donde la dimensión
religiosa está profundamente anclada.
La actitud agresiva hacia la Iglesia, sin haber desaparecido completamente,
ha dejado lugar, a veces, a la ridiculización y al resentimiento en
determinados medios de comunicación y, a menudo, a una actitud difusa de
relativismo, de ateísmo práctico y de indiferencia. Es la aparición de lo
que yo llamaría —tras el homo
faber, el homo sapiens y el homo religiosus— elhomo
indifferens, incluso entre
los mismos creyentes, contagiados de secularismo. La búsqueda individual y
egoísta de bienestar y la presión de una cultura sin anclaje espiritual,
eclipsan el sentido de lo que es realmente bueno para el hombre, y reducen
su aspiración a lo trascendente a una vaga búsqueda espiritual, que se
satisface con una nueva religiosidad sin referencia a un Dios personal, sin
adhesión a un cuerpo de doctrina y sin pertenencia a una comunidad de fe
vivificada por la celebración de los misterios.
2. El drama espiritual que el
Concilio Vaticano II considera como «uno de los hechos más graves de nuestro
tiempo» (Gaudium et spes, 19), se
presenta como el alejamiento silencioso de poblaciones enteras de la
práctica religiosa y de toda referencia a la fe. La Iglesia hoy tiene que
hacer frente a la indiferencia y la increencia práctica, más que al ateísmo,
que retrocede en el mundo. La indiferencia y la increencia se desarrollan en
los ambientes culturales impregnados de secularismo. Ya no se trata de la
afirmación pública de ateísmo, si exceptuamos algunos Estados –pocos– en el
mundo, sino de una presencia difusa, casi omnipresente, en la cultura. Menos
visible, es por ello mismo más peligrosa, pues la cultura dominante la
extiende de forma sutil en el subconsciente de los creyentes, en todo el
mundo Occidental, y también en las grandes metrópolis de África, de América
y de Asia: verdadera enfermedad del alma, que lleva a vivir «como
si Dios no existiera», neopaganismo
que idolatra los bienes materiales, los beneficios de la técnica y los
frutos del poder.
Al mismo tiempo, se manifiesta lo que algunos llaman «el retorno de lo
sagrado», y que consiste más bien en una nueva religiosidad. No se trata de
un retorno a las prácticas religiosas tradicionales, sino más bien de una
búsqueda de nuevos modos de vivir y expresar la dimensión religiosa
inherente al paganismo. Este «despertar espiritual», va acompañado del
rechazo de toda pertenencia, sustituida por un itinerario totalmente
individual, autónomo y guiado por la propia subjetividad. Esta religiosidad,
más emotiva que doctrinal, se expresa sin referencia a un Dios personal. El Dios
sí, Iglesia no de los años sesenta, se ha convertido en un religión sí, Dios
no, o al menos religiosidad sí, Dios no, a
comienzos del nuevo milenio: ser creyente, sin adherirse al mensaje
transmitido por la Iglesia. En el corazón mismo de lo que llamamos
indiferencia religiosa, la necesidad de espiritualidad se deja sentir de
nuevo. Este resurgir, sin embargo, lejos de coincidir con un regreso a la fe
o a la práctica religiosa, constituye un auténtico desafío para el
cristianismo.
En realidad, las nuevas formas de increencia y la difusión de esta «nueva
religiosidad» están estrechamente unidas. Increencia y mal-creencia con
frecuencia van juntas. En sus raíces más profundas, ambas manifiestan a la
vez el síntoma y la respuesta —equivocada— a una crisis de valores de la
cultura dominante. El deseo de autonomía, incapaz de suprimir la sed de
plenitud y de eternidad que Dios ha puesto en el corazón del hombre, busca
paliativos en el gigantesco supermercado religioso donde gurús de todo tipo
ofrecen al consumidor recetas de felicidad ilusoria. Sin embargo, es posible
encontrar en esta sed de espiritualidad un punto de anclaje para el anuncio
del Evangelio, mediante lo que hemos denominado «la evangelización del
deseo»3.
En los últimos años se han multiplicado numerosos estudios sociológicos
sobre el hecho religioso, elaborados tanto a partir de los datos del censo
de población como de sondeos de opinión y encuestas. Las estadísticas que
ofrecen son tan interesantes como variadas, basadas unas en la frecuencia de
la misa dominical, otras sobre el número de bautismos, otras sobre la
preferencia religiosa y otras aún sobre los contenidos de la fe. Los
resultados, complejos y variados, no se prestan a una interpretación
uniforme, como lo demuestra la gran cantidad de términos empleados para
expresar la importante gama de actitudes posibles en relación con la fe:
ateo, increyente, no creyente, mal creyente, agnóstico, no practicante,
indiferente, sin religión, etc. Además, muchos de los que habitualmente
participan en la misa dominical, no se sienten en sintonía con la doctrina y
la moral de la Iglesia católica, mientras que en otros, que dicen no
pertenecer a religión o confesión alguna, no están completamente ausentes la
búsqueda de Dios y la pregunta por la vida eterna, incluso en algunos casos
como una cierta forma de oración.
Comprender estos fenómenos, sus causas y consecuencias, para discernir los
remedios que se han de aplicar, con la ayuda de la gracia de Dios, es hoy,
sin duda, una de las tareas más importantes para la Iglesia. Esta
publicación del Consejo Pontificio de la Cultura quisiera aportar su
contribución específica, presentando un nuevo estudio sobre la increencia,
la indiferencia religiosa y las nuevas formas de religiosidad, que van
surgiendo y difundiéndose a gran escala, como alternativas a las religiones
tradicionales.
3. Las respuestas a la
encuesta que el Consejo Pontificio de la Cultura ha recibido presentan un
cuadro complejo, cambiante y
en continua evolución, con características diversificadas. Con todo, es
posible extraer algunos datos significativos:
1. Globalmente hablando, la increencia no aumenta en el mundo. Este
fenómeno se da sobre todo en el mundo occidental. Pero el modelo cultural
que éste propone se difunde a través de la globalización en todo el mundo,
con un impacto real sobre las diversas culturas, debilitando su sentimiento
religioso popular.
2. El ateísmo militante, en franco retroceso, no ejerce ya un influjo
determinante sobre la vida pública, excepto
en los regímenes donde sigue en vigor un régimen ateo. En cambio,
especialmente a través de los medios de comunicación, se difunde una cierta
hostilidad cultural hacia las religiones, sobre todo el cristianismo y
concretamente el catolicismo, compartida por los ambientes francmasones
activos en diferentes organizaciones.
3. El ateísmo y la increencia, que
se presentaban hasta hace poco como fenómenos
más bien masculinos y urbanos, especialmente entre personas de un cierto
nivel cultural superior a la media, han
cambiado aspecto. Hoy, el fenómeno parece más bien vinculado a un cierto
estilo de vida, en el que la distinción entre hombres y mujeres no es
significativa. De hecho, entre las mujeres que trabajan fuera de casa, la
increencia aumenta y alcanza niveles prácticamente iguales a los de sus
colegas masculinos.
4. La indiferencia religiosa o ateísmo práctico está
en pleno auge, y el agnosticismo se mantiene. Una parte importante de las
sociedades secularizadas vive de hecho sin referencia a los valores y las
instancias religiosas. Para el homo
indifferens «puede que Dios
no exista, pero carece de importancia y, en cualquier caso, no sentimos su
ausencia». El bienestar y la cultura de la secularización provocan en las
conciencias un eclipse de la necesidad y el deseo de todo lo que no es
inmediato. Reducen la aspiración del hombre hacia lo trascendente a una
simple necesidad subjetiva de espiritualidad y la felicidad, al bienestar
material y a la satisfacción de las pulsiones sexuales.
5. En el conjunto de las sociedades secularizadas aparece una importante
disminución del número de personas que asisten regularmente a la iglesia. Este
dato indudablemente preocupante no comporta, sin embargo, un aumento de la
increencia como tal, sino una forma degradada de creencia: creer
sin pertenecer. Es él
fenómeno de la «desconfesionalización» del homo
religiosus, que rechaza toda
forma de pertenencia confesional obligatoria y conjuga en una permanente
reelaboración elementos de procedencia heterogénea. Numerosas personas que
declaran no pertenecer a ninguna religión o confesión religiosa, se declaran
al mismo tiempo religiosas. Mientras continúa el «éxodo silencioso» de
numerosos católicos hacia las sectas y los nuevos movimientos religiosos 4 especialmente
en América Latina y en África Subsahariana.
6. Una nueva búsqueda, más espiritual que religiosa, que
no coincide sin más con el regreso a las prácticas religiosas tradicionales,
se desarrolla en el mundo occidental, donde la ciencia y la tecnología
moderna no han suprimido el sentido religioso ni lo han logrado colmar. Se
busca con ello nuevas maneras de vivir y de expresar el deseo de
religiosidad ínsito en el corazón del hombre. En la mayor parte de los
casos, el despertar espiritual se desarrolla de forma autónoma, sin relación
con los contenidos de la fe y la moral transmitidas por la Iglesia.
7. En definitiva, al alba
del nuevo milenio se va afianzando una desafección, tanto por lo que
respecta al ateísmo militante, como a la fe tradicional en las culturas del
Occidente secularizado, presa del rechazo, o más simplemente, del abandono
de las creencias tradicionales, ya sea en lo que concierne a la práctica
religiosa, como en la adhesión a los contenidos doctrinales y morales. El
hombre que hemos denominado homo
indifferens, no deja por ello
de ser homo religious en
busca de una nueva religiosidad perpetuamente cambiante. El análisis de este
fenómeno descubre una situación caleidoscópica, donde se da donde se da a la
vez todo y lo contrario de todo: por una parte, los que creen sin pertenecer
y, por otra, los que pertenecen sin por ello creer íntegramente el contenido
de la fe y sobre todo los que no tienen intención de asumir la dimensión
ética de la fe. Verdaderamente, sólo Dios conoce el fondo de los corazones,
donde su gracia trabaja en lo escondido. La Iglesia no cesa de recorrer
caminos nuevos para hacer llegar a todos el mensaje de amor del que es
depositaria.
El presente documento se estructura en dos partes. La primera presenta un
análisis sumario de la increencia y la indiferencia religiosa, así como de
sus causas, y una exposición de las nuevas formas de religiosidad en
estrecha relación con la increencia. La segunda, ofrece una serie de
proposiciones concretas para el diálogo con los no creyentes y para
evangelizar las culturas de la increencia y de la indiferencia. Con ello, el
Consejo Pontificio de la Cultura no pretende ofrecer recetas milagro, pues
sabe bien que la fe es siempre una gracia, un encuentro misterioso entre
Dios y la libertad del hombre. Desea solamente sugerir algunas vías
privilegiadas para la nueva evangelización a la que Juan Pablo II nos llama,
nueva en su expresión, sus métodos y su ardor, para salir al encuentro de
los no creyentes y los mal-creyentes, y por encima de todo presentarse ante
los indiferentes: cómo alcanzarlos en lo más profundo de ellos mismos, más
allá del caparazón que los aprisiona. Este itinerario se inscribe en la
«nueva etapa de su camino», que el Papa Juan Pablo II invita a toda la
Iglesia a recorrer «para asumir con nuevo impulso su misión evangelizadora »
«respetando debidamente el camino siempre distinto de cada persona y
atendiendo a las diversas culturas en las que ha de llegar el mensaje
cristiano» (Novo millennio
ineunte, nn. 1.51.40).