El martirio de Cristo y de los cristianos
José María Iraburu
vea también 10 lecciones sobre el martirio
Índice
Introducción
1. El martirio continuo de Jesús
–Jesucristo, el mártir. –El Verbo divino entra en el mundo. –Se anonada en
la Encarnación. –Escándalo para los judíos. –Locura para los paganos.
–La mente humana de Jesús. –Jesús conoce siempre su identidad y su vocación
a la Cruz. –Jesús es el más feliz de los hombres. –Jesús, mártir toda su
vida. –Jesús se reconoce en las Escrituras.
–La vida pública de Cristo avanza rectamente hacia la Cruz. –El Cordero de
Dios. –Primera Pascua y subida a Jerusalén. Enfrentamiento con los
sacerdotes. –Se retira a Galilea. –Segunda Pascua y subida a Jerusalén.
–Nueva retirada. Odio creciente de fariseos y letrados. –Sermón del Monte.
–Subida breve a Jerusalén y retirada. –Enfrentamientos con fariseos y
escribas. –Hostilidad creciente. –Hasta en Nazaret lo odian. –La sombra de
la Cruz.
–Tercera Pascua. –Anuncio de la Eucaristía. –Grave pérdida de seguidores.
–Exiliado por prudencia. –Anuncio primero de la Pasión. –La Transfiguración.
–Anuncio segundo de la Pasión. –Sube a Jerusalén y crece la tensión. –La
hora de Jesús está próxima.
–El Sanedrín. –Pena de muerte y excomuniones. –Primera sesión del Sanedrín
contra Jesús, y excomunión de sus seguidores. –Fiesta de la Dedicación y
nueva huída. –Segunda sesión del Sanedrín, condenando a muerte a Jesús.
–Anuncio tercero de la Pasión. –Última entrada en Jerusalén.
–Llega la hora de morir. –Terrible discurso. –Tercera sesión del Sanedrín
contra Jesús, considerando el modo de matarle. –La Cena pascual de Jesús.
–Víctima sacrificial. –Últimas profecías de Jesús. –En el Huerto de
Getsemaní. –Jesús comparece ante el Sanedrín, que ya había decidido matarlo.
–Juicio nocturno del Sanedrín. –Juicio diurno del Sanedrín. –Ante Herodes y
Pilato. –El misterio de la Cruz.–Todo se ha cumplido. –Jesús descansa en
paz. –Oración final.
2. Por qué Cristo fue mártir
–Errores sobre la identidad martirial de Jesús. –El lenguaje católico sobre
el martirio de Cristo. –Dos tendencias cristológicas. –Actualidad del
nestorianismo. –La pasión del Verbo encarnado. –Un Cristo que ignora su
destino a la Cruz. –Un Cristo «muy humano». –Visión católica de «lo humano».
–Jesucristo quiso la Cruz. –Dios quiso la Cruz de Cristo. –La Voluntad
divina, lo que Dios quiere o quiere-permitir. –El lenguaje de la fe
católica. –¿Por qué quiso Dios que Cristo fuera mártir en su vida y en su
muerte? –para revelar el amor divino. –para revelar la verdad. –para revelar
todas las virtudes. –para revelar el horror al pecado. –para expiar
sobreabundamente por el pecado. –para revelar a los hombres que solo por la
Cruz pueden salvarse.
–La gloria suprema de la Cruz. –La Justicia divina no es cruel. –La Justicia
y la Misericordia de Dios. –La devoción católica a la Pasión de Cristo.
–El dolor de Cristo por el pecado del mundo. –La agonía de Getsemaní. –El
martirio de la Virgen. –La Cruz gloriosa.
3. El martirio en la Escritura
–Terminología griega del martirio. –Mártires en la Biblia de los Setenta.
–Los profetas. –Los hombres justos.–Los Macabeos. –El martirio en el Nuevo
Testamento. –Los Sinópticos. –Esteban y Pablo. –San Pedro. –San Juan. –El
Apocalipsis.
4. El martirio en la Iglesia antigua
–En la Iglesia primitiva. –La persecución judía. –La persecución romana.
–Crónicas martiriales. –Notas propias de la espiritualidad martirial:
-alegría, -victoria, -victoria de Cristo y derrota del Diablo, -preparación
para el combate, -visión del cielo, -esperanza de la resurrección,
-expiación del pecado y plena salvación, -agradecimiento, -oración por los
enemigos, -sacrificio eucarístico, -fortaleza, -desprendimiento de los
bienes materiales. –Asistencia de la Iglesia a los mártires. –La devoción a
los mártires. –Culto a los mártires. –Fuerza evangelizadora del martirio.
5. Espiritualidad pascual y martirial
–Sacerdotes y víctimas en Cristo. –Persecución necesaria. –Persecución
anunciada. –Confesores y testigos. –Espiritualidad cristiana, espiritual
pascual-martirial: –en la Liturgia de la Iglesia; –en todo el bien que
hacemos; –en todo el mal que padecemos; –en el martirio.
6. Teología del martirio
–Teología del martirio según Santo Tomás. –Art.1, el martirio es un acto de
virtud. –Art.2: es un acto de la virtud de la fortaleza. –Art. 3: es el acto
más perfecto. –Art. 4: es morir por Cristo. –Art. 5: no solo la fe es causa
propia del martirio. –Perseguidos por odio a Cristo y muertos por amor a
Cristo.
–Observaciones complementarias sobre el martirio: –¿es lícito desear el
martirio, pedirlo a Dios? –¿es lícito procurar y buscar el martirio? –¿es
lícito huir la persecución? –¿son necesarias ciertas condiciones
espirituales para que, por parte del cristiano, pueda darse propiamente el
martirio? –Efectos del martirio. –Teología moral y martirio; encíclica
Veritatis splendor. –Teología espiritual y martirio.
7. La evitación sistemática del martirio
–Los innumerables mártires de nuestro tiempo. –Los innumerables apóstatas de
nuestro tiempo. –Causas hoy principales del rechazo del martirio: –el horror
a la Cruz; –la seducción de un mundo lleno de riqueza; –el pelagianismo y el
semipelagianismo; –el liberalismo. –La fuga del martirio es muy triste.
–Cristianismo sin Cruz o con Cruz.
8. El testimonio de la verdad
–Aceptación o rechazo de la vocación martirial cristiana. –Iglesia alegre,
Iglesia triste. –Mártires a causa de la verdad. –San Pablo.
–1. La afirmación de la verdad divina. –Parresía. –De la Cruz viene la
fuerza para predicar la Palabra divina.
–2. La negación de los errores. –Misiones y martirio.–San Francisco de
Javier. –Teología y martirio. –San Buenaventura. –Una Notificación tardía.
–Algunas reflexiones sobre la citada Notificación. –Una Notificación aún más
tardía. –La multiplicación de las herejías. –La lucha insuficiente contra el
error. –Los Santos combaten «los errores de su tiempo». –San Atanasio.
–Santo Tomás Moro. –San Luis María Grignion de Montfort.
–3. El gobierno pastoral al servicio de la verdad divina. –La crisis de la
autoridad. –La Viña devastada. –San Bernardo. –Santa Hildegarda y Santa
Catalina. –San Juan de Ávila. –San Carlos Borromeo. –La autoridad pastoral
en la tradición doctrinal y práctica de la Iglesia. –Mundanización de la
autoridad pastoral. –La gran batalla de los mártires. –La urgente renovación
de la Iglesia. –«Yo os he dado el ejemplo, para que vosotros hagáis también
como yo he hecho».
Final
–Escritura. –Iglesia primera. –Padres. –Magisterio. –Un mártir. –Santa
Brígida.
Bibliografía.
Introducción
Cristo, el testigo (mártir) veraz, avanza toda su vida por un camino que
conduce a la Cruz, donde consuma nuestra salvación. Y nosotros, si queremos
ser discípulos suyos, hemos de ser también mártires, llevando su Cruz cada
día hasta nuestra muerte. El Maestro nos lo enseña claramente:
«entrad por la puerta estrecha, porque es ancha la puerta y espacioso el
camino que lleva a la perdición, y son muchos los que van por allí. Pero es
angosta la puerta y estrecho el camino que lleva a la Vida, y son pocos los
que lo encuentran» (Mt 7,13-14).
Así pues, «si alguno quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su
cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, y quien
perdiere su vida por mi causa y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8,34-35).
Perder la vida, por entregarla con amor a Cristo y a los hermanos, lleva a
la alegría, la paz, la fecundidad, la salvación. Guardar la vida, por no
darla a Dios y al prójimo, conduce a la tristeza y a la angustia, a la
esterilidad y a la perdición.
Al pueblo cristiano se le ofrecen, pues, dos caminos: el verdadero, el del
Evangelio, que se recorre con la cruz y que lleva a la vida, y el sendero
falso de un falso Evangelio, que intenta eludir la cruz y que lleva a la
muerte.
Elegir el camino que se quiere andar es una elección necesaria. Y hoy esta
elección se plantea con especial dramatismo, pues de nuevo y m��s que nunca
estamos viviendo el tiempo de los mártires. Por eso, quien prefiera eludir
el martirio, quizá lo consiga, pero ha de saber que deja el seguimiento de
Cristo y que entra en un camino de perdición. Y quien hoy decide ser
cristiano, ha de estar firmemente determinado a ser mártir con Cristo y a
llevar cada día su cruz.
En las apariciones de Fátima, en 1917, la Virgen María anuncia a los beatos
Francisco y Jacinta y a la Hermana Lucía que el siglo XX será un tiempo de
grandes persecuciones contra la Iglesia:
«Rusia, si no se convierte, esparcirá sus errores por el mundo, promoviendo
guerras y persecuciones contra la Iglesia. Los buenos serán martirizados; el
Santo Padre tendrá que sufrir mucho; varias naciones serán aniquiladas.
Finalmente, mi Corazón Inmaculado triunfará».
No siempre es fácil entender las profecías o discernir si son verdaderas o
falsas. Hay que reconocer, sin embargo, que la verificación más segura de
las profecías es su cumplimiento. Y no podrá negarse que aquellos avisos de
la Virgen en Fátima, menospreciados por tantos orgullosos, han tenido
cumplimiento exacto.
En un libro, I nuovi perseguitati, que Antonio Socci, según la prensa
(13-V-2002), ha publicado en Italia se calcula que en los dos milenios de
cristianismo han sido mártires, es decir, han muerto a causa de la fe, 70
millones de cristianos, y que de ellos 45 millones y medio (el 65 %) han
sido mártires del siglo XX.
Sí, no cabe duda, estamos actualmente en el glorioso tiempo de los mártires.
Pero estamos también en el vergonzoso tiempo de los apóstatas.
Por eso la situación de la época en que vivimos nos está pidiendo con
especial urgencia una meditación espiritual profunda sobre el martirio de
Cristo y de los cristianos.
1. El martirio continuo de Jesús
Jesucristo, el mártir
Durante su vida temporal, Jesucristo es mártir permanente de Dios en el
mundo. Él es «el Testigo (mártir) veraz y fidedigno» (Ap 1,5; 3,14). Él es
mártir no solo en cuanto testigo continuo de la verdad de Dios, es decir,
como profeta, sino también lo es durante toda su vida en el sentido doloroso
que este término tiene en la tradición cristiana. En efecto, durante toda su
vida en la tierra, Cristo avanza consciente, libre y amorosamente hacia la
Cruz. Toda su vida es, pues, un grandioso via crucis, que se consuma en el
Calvario, en la Cruz sagrada.
Esta condición martirial y dolorosa de Jesucristo siempre ha sido conocida
por los santos, que son quienes mejor lo han comprendido. Así Santa Teresa:
«¿Qué fue toda su vida sino una cruz, siempre delante de los ojos nuestra
ingratitud y ver tantas ofensas como se hacían a su Padre, y tantas almas
como se perdían? Pues si acá una que tenga alguna caridad le es gran
tormento ver esto, ¿qué sería en la caridad de este Señor?» (Camino, Esc.
72,3).
Santa Teresa entiende perfectamente los sentimientos de Cristo porque, como
quería San Pablo (Flp 2,5), ella tiene los mismos sentimientos que Él.
Cristo está viviendo en ella con toda plenitud, y por eso siente Teresa los
mismos sentimientos de Jesús, y experimenta también la vida presente como
una cruz continua. Esa fue la experiencia de Cristo, lo misma de San Pablo:
«cada día muero» (1Cor 15,31).
El Verbo divino entra en el mundo
Al entrar en este mundo pecador, el divino Hijo encarnado sabe perfectamente
la suerte que le espera. Sabe que Él es Luz divina, hecha visible por la
Encarnación, y que las Tinieblas del mundo no la soportarán, y tratarán de
apagarla violentamente (Jn 1,5). La Pasión de Cristo se inicia en Belén, en
el exilio de Egipto, y continúa in crescendo majestuoso hasta la Cruz.
Por eso, dice al Padre «entrando en el mundo: no quisiste sacrificios ni
oblaciones, pero me has preparado un cuerpo. “Los [antiguos] holocaustos y
sacrificios por el pecado no los recibiste. Entonces yo dije: Heme aquí que
vengo –en el volumen del Libro está escrito de mí– para hacer, oh Dios, tu
voluntad”» (Heb 10,5-9; cf. Sal 39,7-9).
Se anonada en la Encarnación
Cuando el Verbo divino se hace hombre en María, por obra del Espíritu Santo,
entra en la raza humana sabiendo bien dónde entra. –El Eterno, el que abarca
todos los tiempos en un presente total e interminable, acepta encarcelarse
en un presente infinitamente angosto, indeciblemente efímero, en un instante
que, situado entre el futuro y el pasado, «es pasando». –El Santo se
introduce, para salvarnos del pecado, en medio de una humanidad hundida en
el barro del pecado del mundo. –El Omnipotente, «sin desdeñar el seno de la
Virgen», quiere hacerse niño mínimo, inválido, inerme, sin fuerza, lleno de
necesidades, totalmente vulnerable. –La Sabiduría eterna del Padre acepta
hacerse niño sin pensamiento, perdido entre ensoñaciones, inconsciente,
absolutamente ignorante. –El Rico, de quien proceden todos los bienes
materiales o espirituales, se hace pobre, nace en un lugar para animales.
–El Primogénito de toda criatura, cuando entra en la miserable vida de sus
hermanos, enseguida es perseguido, y a toda prisa, de noche, sin preparativo
alguno, se hace prófugo y exiliado en Egipto, en un país extranjero, del que
María y José no conocen la lengua, ni las posibilidades de trabajo, ni
nada...
«Envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Gál 4,4), el cual, «siendo rico, se
hizo pobre por amor a nosotros, para enriquecernos con su pobreza» (2Cor
8,9). Él, «existiendo en la forma de Dios, no reputó codiciable tesoro
mantenerse igual a Dios, sino que se anonadó, tomando la forma de siervo...
y en la misma condición de hombre se humilló» (Flp 2,5-8).
Todo esto es «escándalo para los judíos y locura para los gentiles, pero
fuerza y sabiduría de Dios para los llamados, sean judíos o griegos» (1Cor
1,23-24).
Escándalo para los judíos
Yavé es el Altísimo, el Señor, el Creador omnipotente: «en presencia del
Señor se estremece la tierra» (Sal 113,7); «cuando Él mira la tierra, ella
tiembla, cuando toca los montes, humean» (103,32). Él es magnífico y
deslumbrante, terrible en su potencia (Sal 75). Sus teofanías son
lógicamente formidables. Y en medio de los estremecimientos de la
naturaleza, «solo su voz» llega a los hombres:
«Vosotros os acercásteis, y os quedásteis al pie de la montaña, mientras la
montaña ardía envuelta en un fuego que se elevaba hasta lo más alto del
cielo, entre negros nubarrones y una densa oscuridad. Entonces os habló el
Señor desde el fuego, y escuchásteis el sonido de sus palabras; pero no
visteis figura alguna: era solo una voz» (Dt 4,11-12)
Pues bien, tal como la Providencia divina dispone la Encarnación del Verbo,
¿cómo los judíos podrán reconocer en Jesús de Nazaret la presencia divina
del Señor? ¿«No es éste el hijo del carpintero» (Mt 13,55). No tiene
estudios académicos que lo prestigien (Mc 6,2). Y para colmo «viene desde
Nazaret, de Galilea» (Mc 1,9; +Mt 21,11). Pero ¿«acaso de Nazaret puede
salir algo bueno?» (Jn 1,46). ¿Y cuándo Galilea, la «Galilea de los paganos»
(Mt 5,15; +Is 9,1), ha dado profetas o jefes a Israel?... Para los judíos el
caso es claro: predicar a Jesús y creer en él es una estupidez, más aún, es
un pecado, es un escándalo. «Se escandalizaban de Él» (Mc 6,3).
Y ese escándalo se acrecienta si la locura de la predicación evangélica
propone al monoteísmo de Israel la fe en una Trinidad de personas divinas,
iguales entre sí en eternidad, santidad y potencia.
Locura para los paganos
Para los intelectuales paganos, concretamente para los griegos, es evidente
que Dios, si existe, es puro Espíritu. Y que los seres corporales, por el
mero hecho de ser materiales, ya certifican su propia miseria y precariedad
en el orden del ser. Así las cosas, ¿es posible que una mente sana crea que
el Logos divino, «siendo Dios y estando desde el principio en Dios», ha
entrado en el devenir humano para «hacerse carne» (Jn 1,1-14)? ¿No es
simplemente una locura afirmar que Jesús es al mismo tiempo Dios verdadero y
hombre verdadero? ¿Qué diferencia hay entre afirmar eso y asegurar que se ha
logrado trazar «un círculo cuadrado»? Absurdo.
Y sin embargo, eso fue lo que predicaron los Apóstoles, un grupo de
iletrados, que, por obra del Espíritu Santo, ya en el primer siglo,
encendieron la fe en Cristo por todas las naciones.
«A ver. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el hombre culto? ¿No ha demostrado Dios
que la sabiduría de este mundo es una necedad? En efecto, ya que el mundo,
con toda su sabiduría, no reconoció a Dios en las obras que manifiestan su
sabiduría, quiso Dios salvar a los que creen por la locura de la
predicación» (1Cor 1,20-21).
La Encarnación del Verbo divino, por ser la grandiosa «epifanía de la bondad
y del amor de Dios hacia los hombres» (Tit 3,4), precisamente por eso, se
realiza en la más profunda humildad e indefensión. No se realiza en gloria,
majestad y potencia, sino en humilde pobreza, sencillez y desvalimiento.
Pero justamente por eso, a causa de la maldad de los hombres, el Verbo
encarnado va a ser despreciado, perseguido y muerto en la Cruz. Esto Jesús
lo supo siempre, desde niño.
¿Realmente lo supo siempre?
La mente humana de Jesús
Nuestro Señor Jesucristo, el Verbo encarnado, según su eterna naturaleza
divina, posee una ciencia divina omnisciente, por la que conoce todo, en sí
mismo, desde siempre. Este conocimiento, que está vivo y actuante en Jesús,
se expresa no pocas veces en los evangelios: «Yo hablo lo que he visto junto
al Padre» (Jn 8,38).
Pero a partir de la Encarnación, al asumir la naturaleza humana, en cuerpo y
alma, Jesús posee también realmente una ciencia humana. Así lo enseña el
Catecismo de la Iglesia:
«el alma humana que el Hijo de Dios asumió está dotada de un verdadero
conocimiento humano. Como tal, éste no podía ser de por sí ilimitado: se
desenvolvía en las condiciones históricas de su existencia en el espacio y
en el tiempo. Por eso el Hijo de Dios, al hacerse hombre, quiso progresar
“en sabiduría, en estatura y en gracia” e igualmente adquirir aquello que en
la condición humana se adquiere de manera experimental (cf. Mc 6,38; 8,27;
Jn 11,34). Eso correspondía a la realidad de su anonadamiento voluntario en
“la condición de esclavo” (Flp 2,7)» (n.472).
El alma humana de Cristo en la tierra posee, efectivamente, esta ciencia
adquirida o experimental (Sto. Tomás, STh III, 9,4), propia de la naturaleza
humana, una ciencia verdaderamente progresiva y creciente (III,12,2).
El Verbo divino, en efecto, al asumir la naturaleza humana, la asume de
verdad, se hace semejante a nosotros en todo, menos en el pecado (Heb
2,11-17; 4,15; 5,8). Y por eso realmente «Jesús crece en sabiduría y edad y
gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52).
Hay además en el alma de Cristo, más allá de su ciencia experimental, una
ciencia infusa, directamente recibida de Dios, por la que conoce el fondo de
los corazones, acontecimientos futuros y todo cuanto conviene para el
cumplimiento fiel de su misión redentora.
Y el Cristo de la tierra tiene también una ciencia beatífica, por la que ve
al mismo Dios. La majestad divina de la unión hipostática hace inconcebible
que Jesús, el Verbo encarnado, en su vida terrena, no «viera» a Dios, sino
que lo conociera por «fe».
Que Jesús tuvo en la tierra la ciencia beatífica es la doctrina tradicional
de la Iglesia. Y por eso el Santo Oficio, en 1918, para corregir un
kenotismo moderno desviado, prohibe enseñar, como doctrina temeraria, que
«no está establecido con certeza que el alma de Cristo, durante su vida
entre los hombres, tuviera la ciencia que poseen los bienaventurados» en el
cielo (Dz 3645).
Sin embargo, como dice Daniel Ols, O. P., entre los autores de cristologías
contemporáneas, «todos o casi todos» mantienen que afirmar la visión
beatífica en el Cristo viador es alejarse del realismo de la encarnación,
que está en el corazón de la fe cristiana (Le Cristologie contemporanee e le
loro posizioni fundamentali al vaglio della dottrina di S. Tommaso, Lib.
Edit. Vaticana 1991, 164). Incluso Jean Galot, tan crítico frente a las
nuevas cristologías, coincide con ellas en la negación de esta ciencia en el
Cristo de la tierra (Chi sei tu, o Cristo? Florencia 1979, p.V, cp.12;
Cristo, ¿tú quién eres? Madrid 1982).
La convicción tradicional de la Iglesia, sin embargo, es otra, como he
dicho. Santo Tomás, por ejemplo, afirma que «la ciencia de los
bienaventurados consiste en el conocimiento de Dios. Pero él [Cristo]
conocía plenamente a Dios, también en cuanto hombre, según aquello: “Yo lo
conozco, y guardo su palabra” (Jn 8,55). Luego tuvo Cristo la ciencia
beatífica» (III,9, 2 sed contra).
No entro aquí en esta cuestión, aunque sí recomiendo estudiarla en el
excelente estudio citado de Daniel Ols.
Pues bien, que Jesús tenía de su identidad personal y de su misión una
ciencia divina perfecta es algo obvio. Ahora bien, que de todo ello tenía
también una clara y segura ciencia humana es lo que en el resto del capítulo
voy a mostrar, advirtiendo previamente lo que sigue:
«Santo Tomás subraya que la ciencia adquirida es la única ciencia
propiamente humana [en Cristo], ya que procede de los principios de la
naturaleza humana: las otras ciencias poseídas por Cristo no son propiamente
humanas» (Ols 160).
Comprobemos, pues, ahora cómo Jesús, en su ciencia humana, es siempre
consciente de su propia identidad personal, conoce su final en la Cruz, y
toda su vida camina hacia ella libremente.
Jesús conoce siempre su identidad
y su vocación a la Cruz
Primera cuestión. ¿Cuándo el alma humana de Jesús se hace consciente de su
identidad personal divina? Parece imposible retrasar el despertar de esta
conciencia, como algunos lo han hecho, hasta los treinta años, hasta su
bautismo en el Jordán, o más, como alguno ha sugerido ¡hasta su
resurrección! Es absurdo pensar que el hombre perfecto ha ignorado quién es
hasta edad tan avanzada.
Cuando Jesús tiene doce años, en una visita al Templo de Jerusalén, «cuantos
lo oyen quedan estupefactos de su inteligencia y de sus respuestas» (Lc
2,47), y habla ya con María y José de «mi Padre», refiriéndose a Dios
(2,49). Todo hace pensar que Jesús tiene conciencia humana de su identidad
divina desde que tiene uso de razón, y que en él, además, la razón despierta
mucho antes que en sus hermanos, los hombres deteriorados por el pecado.
Segunda cuestión. ¿Cuándo va teniendo Jesús conocimiento humano de que su
vida está destinada a la Cruz? En cuanto Él se conoce a sí mismo y conoce al
mundo pecador, se hace consciente de que le esperan la persecución y la
muerte.
En 1985 la Comisión Teológica Internacional estimó conveniente afirmar,
frente a errores bastante difundidos, que Cristo conoce en su vida mortal su
identidad divina y es consciente de su misión redentora sacrificial.
En efecto, «la vida de Jesús testifica la conciencia de su relación filial
al Padre... Él tenía conciencia de ser el Hijo único de Dios y, en este
sentido, de ser, él mismo, Dios» (Proposición 1ª). También «conocía el fin
de su misión... Se sabía enviado por el Padre para servir y para dar su vida
“por la muchedumbre”» (Prop. 2ª). Merece la pena leer los textos que
justifican y desarrollan estas proposiciones.
Pues bien, contemplaremos ahora esta conciencia clara que Cristo tiene de su
condición de mártir, testigo de Dios hasta la muerte. Pero antes quiero
hacer una consideración importante.
Jesús es el más feliz de los hombres
Vamos a considerar en seguida el curso de los Evangelios, prestando especial
atención a la conciencia que Cristo tenía de su destino a la Cruz. Y esto
podría generar en las próximas páginas la impresión falsa de que Jesús fue
un hombre triste, ya que toda su vida estaba oscurecida por la sombra de la
Cruz.
Por el contrario, ningún hombre ha sido tan feliz en este mundo como Jesús.
A medida que va creciendo, Cristo se conoce, se reconoce, cobra conciencia
de ser el Amado del Padre, el Primogénito de toda criatura, el que «sustenta
con su poderosa palabra todas las cosas» (Heb 1,3). Él se sabe amado por
María, por José, por todos los ángeles y santos. Nadie ha gozado como Cristo
de la hermosura del mundo. Nadie ha captado tan bien como Él la belleza y la
bondad de las criaturas. Nadie se ha alegrado tanto como Él de vivir en
Dios, de moverse y de existir en Dios (Hch 17,28). Nadie ha captado como
Jesús la bondad de las personas buenas, y todo cuanto de bueno hay en obras,
instituciones y culturas humanas. Nadie ha entendido como Él los planes de
la Providencia divina, ni se ha gozado tanto en ellos. Nadie ha mirado a los
pecadores con tanta compasión y benignidad, con tanta esperanza en las
posibilidades de su conversión y salvación.
Y si nada alegra tanto como amar, es preciso reconocer que ningún ser humano
ha experimentado como Jesús la alegría de amar a Dios con todo el corazón y
al prójimo como a sí mismo. Tampoco ha habido hombre que se haya sabido tan
amado por tantos hombres como Cristo. En fin, nadie en este mundo ha tenido
tanta paz interior y tanto gozo espiritual, pues nadie se ha identificado
tan perfectamente con la Voluntad divina. Es evidente, pues, que ningún
hombre ha sido en este mundo tan feliz como Cristo.
Es indudable que los Evangelios nos manifiestan más el dolor que el gozo de
Cristo. Pero ciertamente que en su vida mortal hubo muchísimos momentos como
éste que describe San Lucas: «En aquella hora se sintió inundado de gozo en
el Espíritu Santo, y dijo: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la
tierra... Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el
Hijo sino el Padre, y quién es el Padre sino el Hijo”... Y vuelto a los
discípulos, les dijo aparte: “dichosos los ojos que ven lo que vosotros
veis”»... (Lc 10,21-24).
Jesús, mártir toda su vida
El pecado del mundo es casi totalmente ignorado o inadvertido por los
hombres. Y esto por dos razones: primera, porque en él han vivido sumergidos
desde siempre; y segunda, porque en mayor o menor medida son cómplices de
ese mal, y están, por decirlo así, con-naturalizados con él.
Pero Jesús, a medida que crece en experiencia y sabiduría, vive horrorizado
por el mal del mundo; y este horror es creciente, hasta hacerse en Getsemaní
«pavor, angustia, sudor de sangre» (Mc 14,33; Lc 22,44).
En la Tercera Memoria (1941) de las apariciones de Fátima, escrita por la
Hna. Lucía se narra la visión del infierno. «Visteis el infierno –dice la
Virgen a los tres niños– a donde van las almas de los pobres pecadores». La
Beata Jacinta, la menor, «se horrorizó de tal manera, que todas las
penitencias y mortificaciones le parecían pocas para salvar de allí a
algunas almas... Algunas personas no quieren hablar a los niños pequeños
sobre el infierno, para no asustarles. Pero Dios no dudó en mostrarlo a
tres, y una de ellas contando apenas seis años, y Él bien sabía que había de
horrorizarse». ¿Habrá que pensar que lo que «ven» los Beatos niños de Fátima
no lo alcanza a «ver» el Niño Jesús?
El mal que sacerdotes y rabinos, tan expertos en las Escrituras, no alcanzan
a ver, pues ellos mismos lo hacen, Jesús niño, que a los doce años asombra a
los doctores con su sabiduría, lo ve con toda claridad desde que tiene uso
de razón. Desde niño dice Jesús al Padre celestial: «arroyos de lágrimas
bajan de mis ojos por los que no cumplen tu voluntad» (Sal 118,136).
A medida que crece, pero ya desde muy niño, Jesús ve y entiende que las
autoridades, en lugar de servir a sus súbditos, «los tiranizan y oprimen»
(Mc 10,42). Ve, en el mismo Pueblo elegido, la generalizada profanación del
matrimonio, que ha venido a ser una caricatura de lo que el Creador «desde
el principio» quiso que fuera (Mt 19,3-9). Ve, lo ve en el mismo Israel,
cómo una secular adicción a la mentira, al Padre de la Mentira, hace casi
imposible que los hombres, criaturas racionales, capten la verdad (Jn
8,43-45). Ve cómo el hombre, habiendo sido hecho a imagen de Dios, ha
endurecido su corazón en la ambición, en la avaricia, en la venganza y en
los castigos rigurosos, ignorando el perdón y la misericordia; y cómo
escribas y fariseos, los hombres de la Ley divina, han venido a ser una
«raza de víboras», unos «sepulcros blanqueados», que «ni entran, ni dejan
entrar» por el camino de la salvación (Mt 23,13-33). Ve claramente que están
«llenos de codicia y desenfreno, llenos de hipocresía y de iniquidad»
(23,25.28), y cómo, por la avidez económica de unos y la complicidad pasiva
de otros, el Templo de Dios se ha convertido en una cueva de ladrones
(21,12-13)...
Ese enorme abismo mundano de pecado lo ve Jesús toda su vida con plena
claridad, y concretamente lo ve en el Pueblo elegido, especialmente en sus
dirigentes. Y sabe bien, al mismo tiempo, que todo eso no lo ven las
autoridades, ni los sacerdotes, ni tampoco los teólogos de Israel. Conoce
también que Él ha sido enviado por el Padre para revelar a Israel, cuando ya
sea adulto, la plena verdad de todo y para denunciar completamente la
mentira, rescatando de ella por el Evangelio a todos los hombres, todos
ellos más o menos sujetos al Padre de la Mentira. Y es consciente de que no
podrá cumplir esa misión sin grandes sufrimientos, sin sufrir un rechazo
total, una persecución a muerte.
Jesús se reconoce en las Escrituras
Jesús, desde muy niño, escucha las sagradas Escrituras en las celebraciones
sabáticas de la sinagoga. Aprende a leer, lee las Páginas divinas, y cada
vez va comprendiendo mejor, en su conocimiento humano adquirido, cómo todas
las Escrituras se están refiriendo a Él continuamente. Mientras es niño y
muchacho, permanece callado; pero cuántas veces en Nazaret habría podido
decir lo que dirá años más tarde allí mismo: «hoy se cumple [en Mí] esta
Escritura que acabáis de oir» (Lc 4,21).
Cuando Jesús lee o escucha cómo en el monte Moriah, por orden de Yavé,
Abraham está dispuesto a sacrificar a su único hijo, Isaac, y le oye decir
«Dios proveerá el cordero para el holocausto» (Gén 22), sabe que Abraham e
Isaac son figura del Padre celestial y de Él mismo; es consciente de que el
Padre divino, con todo amor, «no escatima a su propio Hijo, sino que lo
entrega por todos» (Rm 8,32).
A medida que año tras año participa Jesús en la celebración anual de la
Pascua, ve que en el día catorce del mes de Nisán, el mes primero del
calendario judío, en la primavera, se sacrifica un cordero inmaculado, al
que no se quebranta hueso alguno, y que de su sangre recibe Israel la
liberación de la esclavitud y de la muerte (Éx 12). Y entiende, sin duda, en
todo ello el anuncio profético de su propia Pasión y muerte.
Cuando Jesús medita en el establecimiento de la Alianza Antigua, sellada en
el Sinaí con aquel sacrificio ofrecido por Moisés, en un altar construido
sobre doce piedras, es consciente de que las palabras que entonces se
pronunciaron van a tener en sí mismo una realización nueva y definitiva:
«ésta es la sangre de la Alianza que hace con vosotros Yavé sobre todos
estos preceptos» (Éx 24). Moisés, al decir esto, esparcía sobre los judíos
la sangre del sacrificio. Esa sangre, en la Alianza nueva, será la propia
sangre de Cristo.
Jesús conoce también la profecía de Isaías, y sin dudas ni perplejidades,
con una conciencia humana cada vez más clara y segura, se reconoce en el
Siervo de Yavé, profetizado para la plenitud de los tiempos:
«He aquí a mi Siervo, a quien yo sostengo, mi Elegido, en quien se complace
mi alma. He puesto mi espíritu sobre él, y él dará la Ley a las naciones...
Yo te he formado y te he puesto por Alianza para mi pueblo, y para luz de
las gentes»... (42,1.6). «Tú eres mi siervo, en ti seré glorificado» (49,3).
«No hay en él apariencia ni hermosura que atraiga las miradas, no hay en él
belleza que agrade. Despreciado, desecho de los hombres, varón de dolores,
conocedor de todos los quebrantos, ante quien se vuelve el rostro,
menospreciado, estimado en nada.
«Pero fue él, ciertamente, quien tomó sobre sí nuestras enfermedades, y
cargó con nuestros dolores, y nosotros lo tuvimos por castigado y herido por
Dios y humillado. Fue traspasado por nuestras iniquidades y triturado por
nuestros pecados. El castigo salvador pesó sobre él, y en sus llagas hemos
sido curados. Todos nosotros andábamos errantes, como ovejas, siguiendo cada
uno su camino, y Yavé cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros...
«Ofreciendo su vida en sacrificio por el pecado, tendrá posteridad y vivirá
largos días, y en sus manos prosperará la obra de Yavé... El Justo, mi
siervo, justificará a muchos, y cargará con las iniquidades de ellos. Por
eso yo le daré por parte suya muchedumbres, y recibirá muchedumbres por
botín: por haberse entregado a la muerte, y haber sido contado entre los
pecadores, cuando llevaba sobre sí los pecados de todos e intercedía por los
pecadores» (53,2-12; +1Pe 2,21-25).
Jesús conoce las Escrituras, y sabe que Israel mata a los profetas que Dios
les envía –los mata siempre, más pronto o más tarde: a todos–. Por eso se
lamenta: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los
que te son enviados!» (Mt 23,37; cf. 5,12; 23,30-39). En su vida pública
acusa abiertamente a los judíos de ser «asesinos de los profetas»,
anunciando así su propia pasión con toda claridad. Por otra parte, el mismo
asesinato de Juan Bautista es para Cristo anuncio cierto de su propia
pasión.
Sí, Jesús conoce perfectamente a los judíos de su tiempo, y conoce además
desde niño las profecías. Sabe muy bien lo que le espera:
«Desde el día en que vuestros padres salieron de Egipto hasta hoy, les he
enviado a mis siervos, los profetas, día tras día. Pero no me escucharon, no
me prestaron oído, y endurecieron su cerviz, y obraron peor que sus padres.
Cuando tú les digas todo esto, no te escucharán; les llamarás y no te
responderán» (Jer 7,25-26).
Jesús reza los salmos, consciente de que ellos se refieren a él: «soy un
extraño para mis hermanos, un extranjero para los hijos de mi madre, porque
me devora el celo de tu templo, y las afrentas con que te afrentan caen
sobre mí» (Sal 68,9-10).
Jesús se reconoce en el Justo que describe el libro de la Sabiduría,
terriblemente perseguido por la muchedumbre de los pecadores:
«Tendamos trampas al justo, porque nos fastidia, oponiéndose a nuestro modo
de obrar, y echándonos en cara las transgresiones a la Ley, reprochándonos
nuestros extravíos. Él se gloría de poseer el conocimiento de Dios, y a sí
mismo se llama hijo del Señor. Es un vivo reproche contra nuestra conducta,
y sólo verle nos resulta insoportable, porque lleva una vida distinta de los
otros, y sus caminos son muy diversos de los nuestros. Nos tiene por
escoria, y se aparta de nuestras sendas como de inmundicias. Ensalza el fin
de los justos y se gloría de tener a Dios por padre. Veamos si sus palabra
son verdaderas y comprobemos cómo le irá al final. Porque si el justo es
hijo de Dios, Él lo acogerá y lo librará de las manos de sus enemigos.
Pongámosle a prueba con ultrajes y tormentos, veamos su resignación,
probemos su paciencia. Condenémosle a muerte afrentosa, ya que dice que Dios
lo protegerá» (Sab 2,12-20).
Sí, Jesús conoce bien las Escrituras y sabe que todas ellas se refieren a Él
y que solo en Él hallan su pleno cumplimiento. Y esto Jesús lo sabe no solo
cuando es adulto, es decir, cuando actúa como Maestro de Israel, sino ya
cuando es niño y adolescente. Y lo sabe en un grado siempre creciente.
Reconoce que las Escrituras van cumpliéndose a lo largo de su vida. Por eso
dice a los judíos: «examinad las Escrituras, ya que en ellas esperáis hallar
la vida eterna: ellas dan testimonio de mí» (Jn 5,39). Y también les dice
estas verdades a sus discípulos.
«“Esto es lo que yo os decía estando aún con vosotros, que era preciso que
se cumpliera todo lo que está escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas
y en los Salmos de mí”. Entonces les abrió la inteligencia para que
entendiesen las Escrituras, y les dijo: “Así estaba escrito, que el Mesías
debía padecer y al tercer día resucitar de entre los muertos... Vosotros
daréis testimonio de esto”» (Lc 24,44-48; +24,27.32). Y los Apóstoles, en
efecto, aprendieron esta enseñanza y la transmitieron en su predicación:
«Vosotros pedisteis la muerte para el autor de la vida, a quien Dios
resucitó de entre los muertos... Dios ha dado así cumplimiento a lo que
había anunciado por boca de todos los profetas, la pasión de Cristo» (Hch
3,15-18).
¿Quién puede atreverse a pensar que Cristo ignoró durante muchos años «lo
que Dios había anunciado por boca de todos los profetas», esto es, su propia
pasión? Los evangelistas, especialmente Mateo, que escribe para judíos,
insiste una y otra vez en esta verdad: «todo esto sucedió para que se
cumpliesen las Escrituras de los profetas» (Mt 26,56).
Decir, pues, que, al menos al comienzo de su vida pública, Cristo espera
instaurar con éxito histórico el Reino de Dios entre los hombres, y que solo
a lo largo de su campaña pública, cada vez más hostilizada, va
decepcionándose y se va enterando de que todo su empeño va a acabar en
fracaso y en Cruz, es un gran error: equivale a afirmar que Jesús ignora las
Escrituras o que si las conoce, no las entiende, las interpreta mal, pues no
capta lo que éstas realmente anuncian tantas veces acerca de Él y de su
pasión. Es una hipótesis absurda.
¿Cómo Cristo hubiera reprochado a sus Apóstoles no haber descubierto en las
Escrituras el anuncio de su pasión, si Él mismo, durante años, no hubiera
visto su pasión anunciada en ellas? ¿Cómo pensar que Jesús, al menos al
comienzo de su vida pública, hubiera albergado una vana esperanza de que su
Evangelio triunfaría en Israel?
Más adelante, en nuestro recuerdo de la vida pública de Cristo,
comprobaremos con qué certeza y claridad anuncia Jesús su pasión y muerte,
es decir, su «fracaso» en Israel.
La vida pública de Cristo
avanza rectamente hacia la Cruz
El martirio de Jesús se consuma en la Cruz, pero se inicia desde que
despierta al uso de la razón, y en cierto modo antes, desde que empieza a
ser perseguido de niño y ha de huir a Egipto. Meditemos, pues, ahora en la
pasión de Cristo, contemplándola ya en el curso de su vida pública.
Este curso de la vida de Cristo ha sido reconstruido por los escrituristas
en sus Sinopsis, y aquí nos atendremos a sus líneas generales más seguras.
Puede verse, por ejemplo, la Sinopse des quatre Évangiles, de los dominicos
P. Benoit y M.-E. Boismard (Cerf 1965), o la Sinopsis de los cuatro
Evangelios, del jesuita J. Leal (BAC 124, 19612), a quien sigo en esta
exposición.
El Cordero de Dios
«Jesús, al empezar», cuando hizo su retiro en el desierto y recibió después
el bautismo en el Jordán, «tenía unos treinta años» (Lc 3,23). Y ya en ese
momento inicial de su misión, estando en el desierto, el Diablo,
«mostrándole de un monte muy alto todos los reinos del mundo y la gloria de
ellos», lo tienta a un mesianismo glorioso, potente, sin cruz alguna. Pero
Jesucristo, ya entonces, al comienzo mismo de su ministerio público, rechaza
a Satanás, consciente de que su camino lleva a la Cruz (Mt 4,1-11).
En este mismo comienzo del ministerio de Jesús sitúan los evangelios, y
también los escrituristas, su encuentro en el Jordán con Juan Bautista,
medio año mayor que él. Juan, por inspiración del cielo (Jn 1,31-34),
enseguida de bautizar a Jesús, lo señala y presenta diciendo: «éste es el
Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (1,29). Al oír esto, los
Apóstoles no entienden casi nada. Pero Juan sí sabe lo que está diciendo
iluminado por el Espíritu Santo. Está diciendo que «éste es el verdadero
Cordero pascual, y es en la sangre de su sacrificio personal donde el mundo
pecador va a encontrar por fin el perdón».
Y esa identidad pascual-martirial que Juan sabe de Jesús, la sabe Jesús de
sí mismo. Juan y Jesús pre-conocen el misterio de la Pasión. Y María.
Jesús obra con una valentía aparentemente temeraria: «no se guarda» en lo
que dice o en lo que hace; no «guarda su propia vida», porque desde el
principio la da por «perdida» (cf. Lc 9,24).
Primera Pascua y subida a Jerusalén.
Enfrentamiento con los sacerdotes
«Estaba cerca la Pascua de los judíos y subió Jesús a Jerusalén» (Jn 2,13).
Comienza el Maestro su ministerio en el corazón mismo de Israel. Y lo
primero que hace al entrar al templo es arrojar violentamente a cuantos en
él compraban y vendían, volcando las mesas, y acusándoles de haber
convertido el lugar santo en «cueva de ladrones» (Mt 21,12-13).
Desde entonces los sacerdotes del Templo lo odian, lo odian a muerte. Y los
judíos, llenos al mismo tiempo de espanto y de indignación, le arguyen:
«¿qué señal nos das para proceder así?»... Jesús les asegura que si
destruyen su cuerpo, en tres días lo levantará de nuevo (2,18-22). Y aunque
muchos en esos días creyeron en Jesús, él «no se fiaba de ellos, porque los
conocía a todos» (2,23-24).
Desde luego, este primer encuentro, o mejor encontronazo, de Jesús con el
centro religioso de Israel no augura para Él grandes triunfos y
prosperidades. La casta sacerdotal es muy poderosa tanto en el Sanedrín como
ante el pueblo. Denunciarla públicamente es convertirla en feroz enemigo, y
esto significa colocarse en grave peligro de muerte... ¿No hubiera podido
proceder Jesús más suavemente, con una gradualidad más prudente?... Por
supuesto. Pero no lo quiso.
En aquellos mismos días, Jesús anuncia: «como Moisés levantó la serpiente en
el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado» (3,14).
En efecto, el Padre ama al mundo y le entrega al Hijo como salvador (3,16).
Por eso se condenan a sí mismos los que se niegan a creer en Él y lo
rechazan. Y es que «la luz vino al mundo y los hombres amaron más las
tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas» (3,18-19).
Se retira a Galilea
«Muchos iban a él» (Jn 3,26), pero, como hemos visto, Él no por eso se
confiaba. Y «cuando oyó que Juan había sido entregado, se retiró a Galilea»
(Mt 4,12; plls. + Jn 4,3). Es su primera retirada prudente. Judea se va
haciendo peligrosa.
Por entonces, sin embargo, la campaña evangelizadora es en Galilea
relativamente pacífica. Predica Jesús en muchos lugares, llama a los
hermanos Simón y Andrés, Santiago y Juan, realiza muchas curaciones
milagrosas, algunas incluso en sábado (Mt 8,16-17 y plls.), sin que ocurra
nada contra Él. Pero la difusión de su fama va siendo tan grande que Jesús
siente el peligro, «de manera que no podía ya entrar públicamente en una
ciudad, sino que se quedaba fuera en los parajes desiertos, y venían a él de
todas partes» (Mc 1,45). En el campo es menor el peligro que en los centros
urbanos.
Segunda Pascua y subida a Jerusalén
«Después de esto, venía la fiesta de los judíos, y subió Jesús a Jerusalén»
(Jn 5,1). Allí, en la piscina de Betsata, arriesgando su propia vida, porque
era un sábado, sana a un hombre que lleva enfermo treinta y ocho años:
«levántate, toma tu camilla y marcha». Esta curación en sábado, en efecto,
ocasiona grave escándalo. No olvidemos que la violación del sábado era
castigada por la ley de Moisés con la muerte (Éx 31,14; 35,1-2; Núm
15,32-36). Y los judíos se escandalizan aún más al oír cómo justifica su
acción: «“mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo”. Y por esto
deseaban los judíos más todavía matarlo, porque no sólo quebrantaba el
sábado, sino que llamaba a Dios Padre propio, haciéndose a sí mismo igual a
Dios» (Jn 5,2-18).
Su predicación en Judea se vuelve desde entonces muy dura y tensa no solo en
relación a los sacerdotes, sino al mismo pueblo:
«El Padre, que me ha enviado, ha dado testimonio de mí. Pero vosotros nunca
habéis oído su voz, ni habéis visto su rostro; tampoco tenéis su palabra
morando en vosotros, pues no creéis en aquél que él ha enviado... No queréis
venir a mí para poseer la vida... Yo os conozco bien: no tenéis en vosotros
amor de Dios... Si creyérais en Moisés, creeríais en mí, porque él escribió
sobre mí» (Jn 5,37-47).
Nueva retirada
Odio creciente de fariseos y letrados
En esta situación seguir en Judea es un peligro. Por eso, «al cabo de algún
tiempo, vino de nuevo a Cafarnaúm. Corrió la voz de que estaba en casa, y
acudieron tantos, que no cabían ni junto a la puerta. Y él les explicaba el
Evangelio» (Mc 2,1-2).
Pero también allí hay enemigos, especialmente entre los fariseos y letrados
de la ley, celosos fanáticamente de la observancia del sábado y de los
ayunos. Ante ellos, una vez más, Jesús no guarda su vida, y actúa con
plenitud de verdad y de amor, fiel a su misión evangelizadora y salvadora.
Así, cuando un día en Cafarnaúm perdona los pecados a un paralítico y en
seguida le cura de su enfermedad, no faltan escribas y fariseos que
murmuran: «¿pero quién es éste, que blasfema? ¿Quién puede perdonar los
pecados, sino sólo Dios?» (Lc 5,21). Cuando Jesús perdona los pecados ante
sus enemigos, realiza una acción peligrosísima, por la que será acusado de
blasfemia. Por esta acusación está Jesús alguna vez a punto de ser lapidado
(Jn 10,31-33), y por ella será, finalmente, condenado a la cruz (Mt
26,65-66).
En esta etapa temprana de su ministerio, se va produciendo una división
apasionada de opiniones sobre Él. Unos dicen: «jamás hemos visto cosa
parecida» (Mc 2,12), «hoy hemos visto cosas admirables» (Lc 5,26). Pero en
otros sigue creciendo el odio contra Jesús, como se ve por ejemplo en la
vocación de Mateo: «¿por qué come y bebe con los pecadores y publicanos?»
(Mc 2,16). Lo acusan también de que mientras «los discípulos de Juan ayunan
con frecuencia y hacen oraciones, lo mismo que los de los fariseos», los
discípulos suyos «comen y beben». La respuesta de Cristo anuncia veladamente
su propia muerte: «ya vendrán días en que se les quite al esposo, y
entonces, en ese tiempo, ayunarán» (Lc 5,33-35).
Sin ahorrarse nuevos y graves peligros, Jesús se proclama «Señor del Sábado»
(Mc 2,28). Y así un sábado, en una sinagoga, cura a un hombre que tenía la
mano seca, y lo hace ante escribas y fariseos, que «lo observaban para ver
si curaba en sábado, para acusarle». Él, indignado, les dice:
«“¿Es lícito en sábado hacer el bien o hacer el mal, salvar una vida o
matarla?”. Ellos se callaban. Entonces él, mirándoles con ira, entristecido
por la dureza de sus corazones, dice al hombre: “extiende la mano”. La
extendió y quedó curada. Cuando salieron los fariseos enseguida se
concertaron con los herodianos en contra de él para matarle» (Mc 3,4-6).
Sermón del Monte
Jesús elige muy pronto el grupo de los doce Apóstoles, y sigue predicando y
realizando curaciones: «toda la gente quería tocarle, porque salía de él una
virtud que curaba a todos» (Lc 6,19). Es entonces, en pleno ministerio
galileo, en la mitad de su segundo año de ministerio público, cuando predica
el Sermón de la Montaña, lleno de luz y de gracia. En él, sin embargo,
incluye Jesús la trágica bienaventuranza de la persecución «por causa de la
justicia» (Mt 5,10), y la pone como la más alta de las bienaventuranzas, la
que culmina su enumeración: «bienaventurados seréis vosotros cuando los
hombres os odien, os excluyan, os insulten y proscriban vuestro nombre como
infame a causa del Hijo del hombre» (Lc 6,22).
En el Sermón del Monte se atreve Jesús a decir cosas durísimas sobre los que
entonces eran guías espirituales de los judíos: «si vuestra justicia no
supera a la de escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos»
(Mt 5,20). Denuncia a los «hipócritas que en las sinagogas y en las calles»
hacen ostentosamente sus limosnas, oraciones y ayunos (Mt 6,16-23). Tiene
también fuertes avisos acerca de los ricos (6,24-25), y en general sobre
todos aquellos que triunfan en el presente y que, como los falsos profetas,
son aclamados por el mundo (6,26). Deja claro que es incompatible el culto a
las riquezas y el culto a Dios (6,24), y que el camino que lleva a la vida
es angosto, y que son pocos los que entran por él (7,13-14).
Jesús tiene ya, por tanto, contra Él a los sacerdotes, a los escribas y
fariseos, y también a los ricos. Y no ha hecho nada por evitarlo, pues Él
ama tanto a los pecadores, es decir, a los hombres, que está decidido a
predicarles la verdad, que es lo único que puede librarles del pecado, de la
muerte y de la opresión del Padre de la Mentira. Está Jesús decidido a
predicar a los hombres la verdad que los salva, aun perdiendo Él con ello su
propia vida.
Subida breve a Jerusalén y retirada
Poco después, quizá en junio, con ocasión de la fiesta de Pentecostés,
«cuando estaba por cumplirse el tiempo de que se lo llevaran, Jesús decidió
irrevocablemente ir a Jerusalén» (Lc 9,51). La Vulgata traduce la expresión
griega (kai autos to prosopon esterisen) por faciem suam firmavit: puso
firme su rostro, tomó una resolución valiente de ir a Jerusalén. Entra de
nuevo, pues, en la zona más hostil y peligrosa para Él.
El Bautista está entonces en la cárcel de Maqueronte, en la costa oriental
del mar Muerto, y apenas le queda medio año de vida. Mucha gente buena y
sencilla del pueblo ha recibido su bautismo, «pero los fariseos y los
escribas despreciaron el plan de Dios, y no recibieron el bautismo de él»
(Lc 7,29-30). Están ciegos: no reconocen a Juan, que ayuna, y tampoco a
Jesús, a quien acusan de ser «un hombre comedor y bebedor, amigo de
publicanos y pecadores» (7,31-34).
Prosigue Cristo por otros lugares, fuera de Judea, su ministerio
evangelizador, realizando diversos milagros. Increpa duramente a aquellas
ciudades, Corazaín y Betsaida, donde han sido testigos de tantos milagros,
pero no por eso hacen penitencia, sino que desprecian al Enviado de Dios (Lc
10,13-16). Por este tiempo, llega a Cafarnaúm, «y cuando se enteraron sus
parientes, fueron a echarle mano, porque decían que no estaba en sus
cabales» (Mc 3,21).
Durante estos viajes evangelizadores no faltan los gestos hostiles a Jesús.
En una ocasión, «un doctor de la ley para tentarle» le hace una pregunta (Lc
10,25). En otra ocasión son los fariseos quienes lo acusan: «éste echa los
demonios por el poder de Beelzebul, príncipe de los demonios» (Mt 12,24); y
no es la primera vez que lo hacen (9,32-34). En el fondo, con esa
interpretación de sus milagros lo acusan de estar endemoniado: «tiene un
espíritu inmundo» (Mc 3,30), y de ahí vienen sus milagros.
Otros, por el contrario, le exigen más milagros: «“Maestro, queremos ver una
señal tuya”. Y Jesús», aludiendo de nuevo a su muerte y resurrección, «les
respondió diciendo: “esta generación malvada y adúltera reclama un signo;
pero no le será dado otro que el del profeta Jonás. Porque así como Jonás
estuvo tres días y tres noches en el vientre de la ballena, así estará el
Hijo del hombre tres días y tres noches en el seno de la tierra”» (Mt
12,38-40).
En sus campañas evangelizadoras, Jesús «enseñaba por medio de parábolas
muchas cosas» (Mc 4,2). Sirviéndose de breves relatos, cargados de
significación, da Jesús una doctrina que resulta inteligible para quienes
están abiertos a la gracia de Dios, pero que permanece ininteligible para
quienes se cierran en sus propios pensamientos y poderes.
«Por eso les hablo en parábolas, porque viendo no ven y oyendo no oyen ni
entienden. En ellos se cumple la profecía de Isaías... “Oiréis, pero no
entenderéis; miraréis, pero no veréis... El corazón de este pueblo se ha
endurecido”» (Mt 13,13-15; cf. Is 6,9-10).
Enfrentamientos
con fariseos y escribas
A lo largo de su vida pública, Jesús choca cada vez más fuertemente con la
soberbia de los intelectuales de Israel, fariseos, saduceos y doctores de la
ley.
–Los fariseos, dentro del judaísmo, se caracterizan por su dedicación al
estudio de la Ley (la Torá) y de las tradiciones de los padres (la Misná).
Son laicos devotos, que creen en los ángeles, en la resurrección y en la
inmortalidad. Hay entre ellos hombres excelentes, pero en general, están
llenos de hipocresía y de formalismos legalistas, exigen el cumplimiento del
sábado, la pureza ritual y los diezmos con un rigorismo extremo, que ni
ellos mismos cumplen.
Los fariseos, sin ambiciones políticas, son en tiempos de Cristo los
verdaderos guías espirituales del pueblo. Por lo demás, fariseísmo y
Evangelio son irreconciliables, y esto lo saben desde el principio tanto los
fariseos como Jesús. Por eso la cortesía con que a veces los fariseos tratan
a Jesús no logra esconder el odio terrible que le tienen. Ellos son los
primeros en tramar su muerte (Mc 3,6).
En una ocasión «un fariseo lo convidó a comer» y enseguida quedó
escandalizado porque Jesús «no se lavó antes de la comida», según está
exigido por las reglas de la pureza. La respuesta del Maestro es durísima:
«Vosotros, los fariseos, purificáis el exterior de copas y platos, pero
vuestro interior está lleno de rapacidad y malicia. ¡Insensatos!... ¡Ay de
vosotros, fariseos, que dais el diezmo de la menta, de la ruda, de toda
legumbre, pero dejáis a un lado la justicia y el amor de Dios!... ¡Ay de
vosotros, fariseos, que amáis los primeros puestos en las sinagogas y que os
saluden en las plazas públicas! ¡Ay de vosotros, que sois como sepulcros que
no se ven, y sobre los que pasan los hombres sin darse cuenta!» (Lc
11,37,45).
–Los doctores de la ley (maestros, rabinos) son hombres de gran prestigio,
que conocen la Ley, la interpretan y la aplican a la vida concreta de cada
día. Muchos de ellos son fieles al fariseísmo, y tienen gran influjo en la
religiosidad del pueblo, pues al enseñar semanalmente la Torá en las
sinagogas, al margen del culto ritual, de hecho, prevalecen sobre la casta
sacerdotal.
Un cierto número de ellos están también presentes en el convite aludido. Y
«uno de los doctores de la Ley le dijo en aquella ocasión: “Maestro, al
decir esas cosas nos ofendes también a nosotros”». Jesús le responde:
«¡Ay también de vosotros, doctores de la Ley, que echáis sobre los hombres
pesadas cargas y vosotros no las tocáis ni con uno de vuestros dedos! ¡Ay de
vosotros, que levantáis monumentos a los profetas, a quienes vuestros padres
dieron muerte!... Ya dice la sabiduría de Dios: “Yo les envío profetas y
apóstoles, y ellos los matan y persiguen, para que sea pedida cuenta a esta
generación de la sangre de todos los profetas derramada desde el principio
del mundo”... ¡Ay de vosotros, doctores de la Ley, que os habéis apoderado
de la llave de la ciencia, y ni entráis ni dejáis entrar!
«Cuando salió de allí, comenzaron los escribas y fariseos a acosarle
terriblemente y exigirle respuesta sobre muchas cuestiones, tendiéndole
trampas para poder atraparle por alguna palabra. Entre tanto, el público
había aumentado por millares y se estrujaban los unos a los otros. Y él dijo
a sus discípulos: “guardáos de la levadura, es decir, de la hipocresía de
los fariseos» (Lc 11,45-54).
–Los saduceos, en tiempos de Jesús, forman un grupo menor que los fariseos,
pero son también muy influyentes, pues muchos de ellos pertenecen a familias
sacerdotales, con gran influjo en el Sanedrín.
Son ortodoxos y reconocen la Torá, pero no admiten las «tradiciones de los
padres», a diferencia de los fariseos, y mantienen con éstos no pocas
disputas en cuestiones rituales, jurídicas, e incluso doctrinales –ellos
niegan, por ejemplo, la resurrección–. Alejados de la estricta observancia
de los fariseos, y siendo a veces ricos y notables, se implican en la vida
política, y llevan una vida más mundana, más asimilada a la mentalidad
helenista o a las costumbres de los romanos.
Los saduceos son poco aludidos en los evangelios, y parece que en un
principio tienen menos conflictos con Jesús; pero en sus últimos días (Mt
22,23-34; Lc 20,20-240), uniéndose a escribas y fariseos, lo acosan y
persiguen, y es Caifás, sumo sacerdote saduceo, quien da la sentencia de
muerte contra Cristo.
Hostilidad creciente
Sigue Jesús su campaña evangelizadora, predicando y sanando enfermos,
arriesgando una y otra vez su vida con unas obras y palabras que no buscan
sino salvar la vida de los pecadores. Busca a veces al pueblo en la
sinagoga, aprovechando que en ella se reúne los sábados. Y siendo sábado, no
evita allí sus actos de sanación, aunque sabe bien que esto atraerá sobre él
grandes hostilidades.
En una sinagoga, cura en sábado a una mujer que estaba encorvada desde hacía
dieciocho años. «El jefe de la sinagoga reaccionó encolerizándose, porque
Jesús había curado en sábado... “Hay seis días en los que se puede trabajar.
Venid, pues, para ser curados en esos días y no en sábado”». Jesús le
responde, acusándole de hipocresía con irrebatible lógica. «Y con estas
cosas que decía se avergonzaban sus adversarios, mientras que el pueblo
entero se alegraba de todas las maravillas que obraba» (Lc 13,10-17).
Estos encontronazos tan fuertes de Jesús, principalmente los que tiene con
los fariseos, van a traer sobre Él consecuencias mortales. Pero éstos son
efectos que Él conoce y no teme, y que incluso ansía: «Yo he venido a
encender fuego en la tierra y ¡cómo deseo que arda ya! Con un bautismo tengo
que ser bautizado ¡y qué angustias las mías hasta que se cumpla! ¿Pensáis
que yo he venido a traer la paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino más
bien división» (Lc 12,49-51ss).
Estas palabras se entienden mejor cuando se recuerda lo que de Jesús, recién
nacido, había dicho el anciano Simeón: «Éste está puesto para que muchos en
Israel caigan o se levanten. Será una bandera discutida, mientras que a ti
[María] una espada te atravesará el corazón. Y así quedarán patentes los
pensamientos de muchos corazones» (Lc 2,34-35).
Hasta en Nazaret lo odian
El odio a Jesús va a encenderse hasta en la sinagoga de su pueblo, Nazaret,
en Galilea. Esto sucede, concretamente, cuando, con ocasión de una visita a
su sinagoga, alude en su enseñanza a que la salvación de Dios, rechazada por
Israel, va a extenderse a muchos extranjeros.
«Al oir esto, se llenaron de cólera cuantos estaban en la sinagoga, y
levantándose, lo arrojaron fuera de la ciudad, y lo llevaron a la cima del
monte sobre el cual está edificada la ciudad, para precipitarle desde allí.
Pero él, atravesando por medio de ellos, se fue» (Lc 4,24-30).
No ha llegado todavía su hora. Por eso Jesús no se deja matar aún. Pero, sin
embargo, no modifica su predicación, no procura guardarse, sino que sigue
poniendo su vida en grave peligro al predicar esa misma doctrina: «habrá
llanto y rechinar de dientes, cuando veáis a Abraham, a Isaac, a Jacob y a
todos los profetas en el reino de Dios, mientras vosotros sois arrojados
fuera» (Lc 13,28).
En una ocasión, «se acercaron a él unos fariseos y le dijeron: “sal y escapa
de aquí, porque Herodes quiere matarte”». A esta preocupación hipócrita por
su salud, responde Jesús: «Id a decirle a esa zorra: “Yo arrojo los demonios
y obro curaciones hoy y mañana y al tercer día debo consumar mi obra. Pero
he de seguir mi camino hoy, mañana y al día siguiente, porque no puede ser
que un profeta muera fuera de Jerusalén”».
Y prosigue con esta lamentación: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los
profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces he querido
reunir a tus hijos como la gallina que cubre su nidada bajo las alas, y no
quisiste! Vuestra casa quedará desierta» (Lc 13,31-35).
La sombra de la Cruz
Jesús sabe bien que la sombra de la cruz va oscureciendo cada vez más su
propia vida. Pero Él no se asusta ni se extraña por eso, e incluso enseña a
sus seguidores que sin tomar la cruz nadie podrá ser discípulo suyo.
«Se le juntaron numerosas muchedumbres, y volviéndose a ellas, les dijo: “si
alguno viene a mí, y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus
hijos, a sus hermanos y hermanas, más aún, a sí mismo, no puede ser mi
discípulo. El que no toma su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo”»
(Lc 14,25-27).
Tampoco Jesús cambia su línea de conducta. Sigue haciendo en sábado
curaciones, sigue tratando con pecadores y publicanos, a pesar de que
«fariseos y escribas murmuraban de él» (Lc 15,2). Sigue alertando sobre el
gran peligro de las riquezas, otra doctrina que también escandaliza: «los
fariseos, aficionados al dinero, oían todo esto y se burlaban de él». A lo
que Él les dice: «vosotros sois los que os proclamáis justos ante los
hombres, pero Dios conoce vuestros corazones; porque lo que es para los
hombres estimable es abominable ante Dios» (16,3-15).
Jesús sabe que, en un ambiente tan hostil, sus enviados corren grave
peligro, el mismo peligro que a Él le amenaza, y los pone sobre aviso:
«Mirad que yo os envío como ovejas en medio de lobos. Sed, pues, prudentes
como serpientes y sencillos como palomas. Guardáos de los hombres, porque os
entregarán a los sanedrines y en sus sinagogas os azotarán. Por mi causa
seréis llevados ante gobernadores y reyes, para que déis testimonio ante
ellos y los gentiles» (Mt 10,16-18). «No creáis que vine a traer paz sobre
la tierra; no vine a traer paz, sino espada... El que busca guardar su vida
la perderá, y el que la pierde por mí la encontrará. Quien os recibe a
vosotros, me recibe a mí» (10,34.39-40).
Es por entonces cuando llegan noticias de que Herodes, por no desagradar a
Herodías y a la hija de ésta, Salomé, ha asesinado en la cárcel a Juan
Bautista. Éste, actuando como Jesús y arriesgando su vida gravemente, había
denunciado el gran escándalo público del adulterio del rey: «no te es lícito
tener la mujer de tu hermano». Y ahora ha tenido que pagar las consecuencias
de su atrevimiento profético (Mc 6,17-29).
Tercera Pascua
«Se retiró después Jesús al otro lado del mar de Galilea o de Tiberíades. Y
le seguía una gran muchedumbre, porque veían los milagros que hacía con los
enfermos... Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos» (Jn 6,1-4). El
apoyo popular es ahora en Galilea muy grande.
Una primera multiplicación de panes realizada en ese lugar, junto al mar,
acrecienta el entusiasmo por Jesús: «cuando los hombres vieron el milagro
que hizo, decían: “éste es verdaderamente el profeta que había de venir al
mundo”. Y conociendo Él que iban a venir para tomarle y proclamarle rey, se
retiró nuevamente al monte él solo» (Jn 6,14-15). Nada tiene Él que ver con
un mesianismo mundano y triunfal. Él es el Cordero de Dios, que va a quitar
el pecado del mundo con el derramamiento mortal de su propia sangre.
Anuncio de la Eucaristía
Sin embargo, ese entusiasmo popular tan ferviente va a decaer bruscamente.
En efecto, «al día siguiente», ya en Cafarnaúm, Jesús va a dar a los
testigos de la multiplicación de los panes la altísima doctrina de la
Eucaristía. Y lo hace sin fiarse nada de su éxito popular reciente:
«Vosotros me buscáis no porque habéis visto milagros, sino porque comisteis
de los panes hasta saciaros. Tenéis que trabajar no por el alimento
perecedero, sino por el alimento que dura hasta la vida eterna, el que os
dará el Hijo del hombre: porque él es quien tiene el sello de Dios» (Jn
6,22-27).
Seguidamente, les dice: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si alguno come
de este pan, vivirá eternamente». Estas palabras provocan en sus oyentes una
perplejidad suma: «los judíos discutían entre sí: “¿cómo puede éste darnos a
comer su carne?”». Pero Jesús insiste: «en verdad, en verdad os digo que si
no coméis la carne del Hijo del hombre y si no bebéis su sangre, no tendréis
vida en vosotros... Mi carne es verdadera comida, y mi sangre, verdadera
bebida. Quien come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él... Todo
esto lo dijo en Cafarnaúm, enseñando en la sinagoga» (Jn 6,51-59).
Grave pérdida de seguidores
Con el anuncio de la Eucaristía, el crédito inmenso que ha ganado Jesús con
la reciente multiplicación de los panes lo va a perder bruscamente. No es
para Él ninguna sorpresa. Una vez más, ha dado al pueblo una verdad
vivificante que va a ocasionar rechazos para Él mortales. En efecto, «muchos
de sus discípulos, que lo oyeron, dijeron: “dura es esta doctrina; ¿quién
puede oírla?”... Y desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron
atrás, y ya no lo seguían» (Jn 6,60.66).
El Maestro, ante esta crisis tan grave, tan brusca, no se ve sorprendido o
desmoralizado. Simplemente dice: «“hay algunos de vosotros que no creen”.
Porque sabía Jesús desde el principio quiénes eran los que no creían y quién
era el que había de entregarle» (6,64).
Solo permanecen con Él los doce apóstoles. Y ni siquiera todos le son
fieles. Ya sabe Cristo que uno de ellos lo va a traicionar: «uno de vosotros
es un diablo. Se refería a Judas, el de Simón Iscariote; porque éste, uno de
los Doce, lo había de entregar» (Jn 6,60-71).
Exiliado por prudencia
«Después de esto, andaba Jesús por Galilea, pues no quería entrar en Judea,
porque los judíos lo buscaban para matarle» (Jn 7,1). Se le van terminando
al Maestro las posibilidades de evangelizar públicamente: en Judea lo odian
a muerte, y en Galilea apenas le quedan ya seguidores. Se ve obligado a
buscar lugares retirados, a dedicarse a la formación privada e intensiva de
los Doce, y a viajar, como exiliado, por tierra de paganos. Pero sus
enemigos lo persiguen donde quiera que vaya. No escapa con esa huída a su
hostilidad.
«Los fariseos y algunos escribas, llegados de Jerusalén, vinieron adonde él
estaba». Esta vez lo acosan porque sus discípulos no se purifican las manos
antes de comer. Jesús les replica con fuerza: «vosotros, anulando la palabra
de Dios, os aferráis a tradiciones de hombres» (Mc 7,1-13). «Hipócritas, con
razón profetizó Isaías de vosotros: “este pueblo me honra con los labios,
pero su corazón está lejos de mí”» (Mt 15,7-8; cf. Is 29,13).
Son palabras muy fuertes, y los adversarios acusan el golpe. «Entonces,
acercándose los discípulos, le dicen: “¿sabes que los fariseos se han
escandalizado al oír tus palabras?” Y Él les responde:... “dejadles, son
ciegos que guían a otros ciegos”» (Mt 15,12.14).
Jesús entonces, «partiendo de allí, se retiró a la región de Tiro y de
Sidón» (Mt 15,21). Es Fenicia, al norte de Galilea, junto al Mediterráneo.
Viaja de incógnito, «no queriendo ser conocido de nadie» (Mc 7,24). Pero es
reconocido por algunos, como por aquella mujer cananea de humildad tan
admirable y de fe tan ejemplar (7,25-30).
«Partiendo nuevamente de la región de Tiro, vino por Sidón al mar de
Galilea, a través del territorio de la Decápolis» (7,31). Pasando por el
Líbano, y rodeando por el norte el mar de Tiberíades, llega a unas ciudades
paganas, helenistas –Damasco, Gerasa y otras–, que forman la Decápolis, en
la parte oriental del Jordán. También allí hace milagros «y glorificaron al
Dios de Israel» (Mt 15,31).
De allá pasa en barca a un lugar de localización incierta: «al territorio de
Magadán» (Mt 15,39), «a la región de Dalmanuta» (Mc 8,10). Y también le
alcanza allá la implacable persecución de fariseos y saduceos, que para
tentarle, «le piden una señal del cielo». Jesús les rechaza: «¡generación
mala y adúltera!», y advierte a los discípulos: «guardáos de la levadura de
los fariseos y saduceos» (Mt 16,1-6; Mc 8,11-12). «Y dejándolos, se embarcó
de nuevo y marchó hacia la otra orilla» (8,13). Probablemente, la orilla
oriental de nuevo.
En todos estos viajes, se guarda bien Jesús de acercarse a Judea. Va ahora a
Betsaida (Mc 8,22), aldea pesquera del norte del lago de Genesaret, en el
lado oriental de la desembocadura del Jordán. De allí son los hermanos Simón
y Andrés, y también Felipe. «Hacía oración en un lugar solitario y estaban
con él los discípulos» (Lc 9,18).
Anuncio primero de la Pasión
Jesús va acercándose a su hora. El Maestro, en varias ocasiones, ha
anunciado ya veladamente su muerte a sus discípulos. Será herido el pastor y
se dispersarán las ovejas (Mc 14,17-28; cf. Zac 13,7). Es un pastor bueno,
que da la vida por su rebaño (Jn 10,11). Él, Jesús, es el novio que les va a
ser arrebatado a sus amigos (Mc 2,19-20). Ha de ser bautizado con un
bautismo, que desea con ansia (Lc 12,50). Ha de beber del cáliz doloroso
reservado a los pecadores por la justicia de Dios (Mc 10,38; 14,36; Sal
74,9). Como se ve, son muchas las imágenes empleadas por Jesús para ir
desvelando a sus discípulos el misterio de su muerte sacrificial y
redentora.
Pero ahora ya Jesús anuncia su pasión con toda claridad. «Entonces comenzó a
manifestarles que era necesario que el Hijo del hombre sufriera mucho, que
fuese reprobado por los ancianos, los príncipes de los sacerdotes y los
escribas, que fuera muerto y resucitara tres días después. Y esto se lo
decía claramente» (Mc 8,31).
La reacción de Pedro fue muy dura: «tomándole aparte, comenzó a reprenderle:
“¡no quiera Dios, Señor, que eso suceda!”». No menos fuerte es la respuesta
de Jesús: «¡Apártate de mi vista, Satanás! Tú eres para mí un escándalo,
porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mt
16,22-23).
Jesús enseña claramente que la salvación de Dios está en la Cruz, y no solo
en la suya, sino también en la que han de llevar todos los que quieran
seguirle:
«Y llamando a la muchedumbre, juntamente con sus discípulos, dijo: “si
alguno quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y que me
siga. Quien quiera salvar su vida, la perderá. Pero quien pierda su vida por
mi causa y por el Evangelio, la salvará... Y quien se avergüence de mí y de
mis palabras ante esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del
hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los
santos ángeles”» (Mc 8,34-38).
La Transfiguración
Los apóstoles, ante estos anuncios de la pasión cada vez más claros,
comienzan a sentir miedo. Y Jesús quiere confortarles. Por eso se va a un
monte con sus más íntimos, Pedro, Santiago y Juan, y allí se transfigura
ante sus ojos. Mientras resuena majestuosa la voz del Padre, la presencia de
Moisés, a un lado de Jesús, y de Elías, al otro, acredita la condición
celestial de su misión. Los discípulos, extasiados, querrían quedarse allí
para siempre. Pero la palabra del Señor los vuelve a la dura realidad,
anunciándoles una vez más su propia pasión:
«Cuando bajaban del monte, les prohibió decir a nadie lo que habían visto
hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Y ellos
guardaron aquella orden, pero se preguntaban entre sí qué significaba
aquello de “cuando resucitara de entre los muertos”». Apenas osan
preguntarle algo. Y Jesús les dice: «¿no dice la Escritura del Hijo del
hombre que padecerá mucho y será deshonrado?» (Mc 9,9-12).
Jesús padece la persecución del mundo que lo rodea, y se ve malentendido,
calumniado, acorralado, rechazado; pero también le hace padecer, y no poco,
la ceguera espiritual de los que lo escuchan, y aún la de sus propios
discípulos. Así lo revela aquella exclamación suya: «¡generación incrédula!
¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo habré de soportaros?» (Mc
9,14-19).
Anuncio segundo de la Pasión
«Salieron de allí y caminaban a través de Galilea», donde Jesús continúa sus
maravillosas predicaciones y milagros. Pero de nuevo, «preparando así a sus
discípulos», les predice con toda claridad que va a ser muerto y que
resucitará a los tres días. Sin embargo, «ellos no entendían este lenguaje y
les daba miedo preguntarle» (Mc 9,30-32).
Por otra parte, ese deambular último de Jesús, siempre lejos de Judea,
parece demorar indefinidamente el enfrentamiento directo de sus problemas.
Algunos de sus más íntimos están ya impacientes. ¿Hasta cuándo el Maestro va
a andar como un prófugo?
«Estaba próxima la fiesta judía de los Tabernáculos, y por eso le dijeron
sus parientes: “sal de aquí y vete a Judea, para que vean también allí tus
discípulos las obras que haces; pues nadie anda ocultando sus obras, si
pretende manifestarse. Ya que haces tales cosas, manifiéstate al mundo”.
Jesús les respondió: “para mí todavía no es el momento; para vosotros, en
cambio, cualquier momento es bueno. El mundo no tiene motivo para odiaros a
vosotros; pero a mí sí me odia, porque yo declaro que sus acciones son
malas. Subid vosotros a la fiesta; yo no subo a esta fiesta, pues para mí el
momento no ha llegado aún”. Dicho esto, se quedó en Galilea» (Jn 7,2-9).
Sube a Jerusalén y crece la tensión
Va Jesús, sin embargo, a Jerusalén inesperadamente, hallando un ambiente
cada vez más peligroso.
«Después que sus parientes subieron a la fiesta, subió él también, no
públicamente, sino de incógnito. Los judíos lo buscaban durante la fiesta, y
se preguntaban: “¿dónde está?”. Y había en la muchedumbre muchas habladurías
sobre él. Unos decían: “es bueno”. Y otros: “no, engaña al pueblo”. Pero
nadie se atrevía a hablar de él en público por miedo a los judíos.
«A mitad ya de la fiesta, subió Jesús al templo y enseñaba en él». Su
predicación expresa clara conciencia de que se ve definitivamente rechazado:
«¿no os dió Moisés la Ley, y ninguno de vosotros la cumple? ¿Por qué, pues,
pretendéis matarme? La turba le responde: “Tú estás endemoniado. ¿Quién
pretende matarte?”». La tensión es muy fuerte. Y «algunos de Jerusalén
decían: “¿pero no es éste al que buscan para matarle? Habla públicamente y
no le dicen nada. ¿Será acaso que realmente los jefes han reconocido que es
el Mesías?”» (Jn 7,10-26). Discuten unos con otros, y todos con él.
«Querían, pues, prenderle; pero nadie le echó mano, porque aún no había
llegado su hora. Muchos del pueblo creyeron en él, y decían: “cuando venga
el Mesías ¿hará por ventura más milagros de los que ha hecho éste?”. Oyeron
los fariseos a la muchedumbre que hablaba acerca de él, y enviaron los
príncipes de los sacerdotes y los fariseos unos alguaciles para que lo
prendiesen» (Jn 7,30-31). La tensión es máxima y la situación se hace ya
insostenible para el Sanedrín. «Algunos de la muchedumbre decían:
“verdaderamente éste es el Profeta”. Y otros: “éste es el Mesías”»
(7,40-41).
«Vuelven los alguaciles a los príncipes de los sacerdotes y fariseos», no
traen preso a Jesús, y dan como explicación: «“Jamás hombre alguno habló
como éste”. Los fariseos le responden: “¿también vosotros os habéis dejado
embaucar? ¿Acaso ha creído en él alguno de entre los magistrados o fariseos?
Pero esa turba, que no conoce la Ley, son unos malditos”». Nicodemo
interviene: «“¿por ventura nuestra Ley condena al reo si primero no oye su
declaración y sin averiguar lo que hizo?”. Le respondieron: “¿también tú
eres de Galilea? Estudia, y verás que de Galilea no ha salido profeta
alguno”» (7,45-52).
En este ambiente tan tenso, todavía Cristo llama con fuerza a creer en Él.
«En el último día, el más solemne de la fiesta, Jesús, erguido en pie clama:
“si alguno tiene sed, venga a mí y beba. Como ha dicho la Escritura, de su
seno correrán ríos de agua viva» (Jn 7,38). «Yo soy la luz del mundo: el que
me sigue no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida»
(8,12). Pero el asedio se hace cada vez más fuerte. Cualquier palabra suya
suscita contradicción.
«Yo no estoy solo. Está conmigo el Padre, que me ha enviado». Le replican:
«“¿dónde está tu Padre?”. Jesús les dice: “no me conocéis a mí, y tampoco
conocéis a mi Padre. Si me conociéseis a mí, conoceríais también a mi
Padre”. Esto lo dijo en el Tesoro, enseñando en el Templo. Y nadie lo
apresó, porque no había llegado aún su hora» (8,16-20).
«Y otra vez les dice: “yo me voy, y me buscaréis y moriréis en vuestro
pecado”... “Cuando levantéis al Hijo del hombre, entonces conoceréis quién
soy yo y que nada hago por mí mismo, sino que enseño lo que mi Padre me ha
enseñado”... “Sé que sois descendencia de Abraham, pero pretendéis matarme,
porque mi palabra no cabe en vosotros”... “Ahora pretendéis matarme a mí,
que os he dicho la verdad que oí de Dios”... “¿Por qué no comprendéis mis
palabras? Porque no podéis admitir mi doctrina. El padre de quien vosotros
procedéis es el diablo, y queréis hacer lo que quiere vuestro padre. Él fue
homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay
verdad en él. Cuando dice la mentira, habla de lo suyo, porque es mentiroso
y el padre de la mentira. A mí, en cambio, porque digo la verdad, no me
creéis... El que es de Dios, oye las palabras de Dios; vosotros no las oís
porque no sois de Dios”» (8,21-59).
Palabras durísimas, a las que los judíos responden con odio: «“¿no decimos
con razón que eres samaritano y estás endemoniado?... ¿Quién pretendes ser
tú?”... Les dice Jesús: “en verdad, en verdad os digo: antes de que Abraham
existiera, existo yo”. Entonces ellos cogieron piedras del suelo para
arrojarlas contra él. Pero Jesús se ocultó y salió del templo» (8,48-59).
Algunos de los milagros realizados por Jesús en esos días son tan clamorosos
que se acrecienta en sus enemigos la rabia y el escándalo. Cuando da la
vista a un ciego de nacimiento, y la gente argumenta a los fariseos: «¿cómo
puede un pecador hacer semejantes prodigios?», ellos le responden con una
iracundia irracional, y se revuelven también contra el mismo ciego ya
curado: «tú naciste lleno de pecado ¿y tú pretendes enseñarnos a nosotros? Y
lo excomulgaron» (Jn 9,1-33).
La hora de Jesús está próxima
Jesús conoce que su hora, la hora de la Cruz, está próxima. Va a cumplirse
en Él, y así lo anuncia, el drama de los viñadores desleales y homicidas:
«éste es el heredero; vamos a matarlo y así nos quedamos con su herencia. Lo
prendieron, lo echaron fuera de la viña y lo mataron» (Mt 21,38-39). Ha
llegado ya el momento en que Jesús va a entregar su vida por los hombres:
«Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas... Por esto
el Padre me ama, porque yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la
quita, soy yo quien la doy por mí mismo. Tengo poder para darla y poder para
volverla a tomar» (Jn 10,17-18). Llegará, como un relámpago, el día del Hijo
del hombre; «pero primero es necesario que padezca mucho y que sea reprobado
por esta generación» (Lc 17,24-25).
Mientras tanto, en torno a Jesús la tensión en Jerusalén se va haciendo
insoportable. Sacerdotes, fariseos y ancianos ven agravarse más y más el
peligro de que el pueblo reconozca a Jesús como Mesías. Es necesario tomar
medidas urgentes. El Sanedrín entiende que ha llegado la hora de dar los
pasos decisivos para matar al Maestro de Nazaret.
El Sanedrín
El Sanedrín era el tribunal supremo de los judíos, y fue establecido en
Jerusalén al volver del exilio de Babilonia, en la época de los Macabeos,
entre los años 170 y 106 antes de Cristo (Lémann 17-18). Se componía de
setenta miembros, según el número de los consejeros de Moisés (Éx 24,1; Núm
11,16), más el presidente, que era el sumo Sacerdote en funciones. En
tiempos de Jesús constaba el Sanedrín de tres tercios. Y los Evangelios
dicen claramente que Jesús fue juzgado y condenado precisamente por el
Sanedrín, en sesión plena de sus tres tercios, es decir, por los sacerdotes,
los escribas y los ancianos (Mt 16,21; Mc 14,53; 15,1; Jn 11,47; Hch 4,5).
El Sanedrín era un tribunal supremo, que juzgaba únicamente los casos más
graves, los que se referían, por ejemplo, a un falso profeta, a una tribu
entera, a un sumo sacerdote, a la declaración de una guerra, a la
proscripción e interdicto de una ciudad impía. Éstas eran sus tres
secciones:
—La sección de los sacerdotes era la principal del Sanedrín, y estaba
formada sobre todo por «algunas familias sacerdotales, aristocracia poderosa
y brillante, que no tenían ningún cuidado por los intereses y la dignidad
del altar, y se disputaban los puestos, las influencias y las riquezas»
(Lémann 40). Solía haber en esta sección un cierto número, una docena quizá,
de sumos sacerdotes, que sucesivamente habían sido puestos y depuestos. A la
hora de designar el sumo sacerdote, sobre todo, reinaba un nepotismo
descarado. Varias de las familias representadas en el proceso contra Jesús,
las de Anás, Simón Boeto, Cantero, Ismael ben Fabi, son malditas en escritos
del Talmud y calificadas como verdaderas plagas (Lémann 47-48). A éstos
Jesús los había acusado pública y violentamente de haber convertido la Casa
de Dios en «cueva de ladrones» (Mt 21,13). Por esto, y porque muchos de
ellos profesaban el fariseismo, odiaban a Jesús, que tan clara y duramente
había denunciado su codicia, su hipocresía, su dureza de corazón.
—La sección de los escribas, la segunda en prestigio social, estaba
constituida por eruditos y doctores de la Ley, que podían ser levitas o
laicos. Éstos eran los que discutían sobre el diezmo y el comino, los que
colaban un mosquito y se tragaban un camello. Odiaban y despreciaban a
Jesús, el iletrado profeta de Galilea, acompañado de discípulos ignorantes,
y que se permitía denunciarles a ellos con palabras terribles: «guardáos de
los escribas, que gustan de pasearse con sus amplios ropajes y de ser
saludados en las plazas y de ser llamados por los hombres rabbi», que
significa «señor» (Mt 23,6-7). Estos títulos de tan alta dignidad no eran
tradicionales; aparecieron por vez primera en el tiempo de Jesús. Entre
todos ellos, quizá Gamaliel era el único que unía en grado sumo ciencia y
conciencia. Él se negó a condenar a Jesús (Hch 5,38-39) y abrazó más tarde
el cristianismo.
—La sección de los ancianos, por último, estaba formada por notables del
pueblo, sobresalientes a veces por su riqueza. El saduceísmo, que
predominaba en las clases ricas de la sociedad judía, infectaba con su
materialismo –negaban la resurrección y la existencia de espíritus angélicos
(Hch 23,8)– a la mayoría de los ancianos sanedritas. A pesar de todo, siendo
el tercio del Sanedrín menos influyente, era quizá más sano que los otros
dos. Dos de sus miembros eran favorables a Cristo, pero no parece que
estuvieran presentes en la reunión criminal nocturna del Sanedrín. Eran
Nicodemo, el discípulo secreto y nocturno de Jesús (Jn 3), que una vez había
intentado defenderle sin éxito alguno (Jn 7,50-52), y José de Arimatea,
«hombre rico» (Mt 27,57), «ilustre sanedrita, que también él estaba
esperando el Reino de Dios» (Mc 15,43); «varón bueno y justo, que no había
dado su asentimiento al consejo y al acto de los judíos» contra Jesús, y que
le prestó su propio sepulcro (Lc 23,50-53).
Pena de muerte y excomuniones
El Sanedrín tenía, entre otros, poder de excomulgar (Jn 9,22), encarcelar
(Hch 5,17-18) y flagelar (16,22). En cuanto a la pena de muerte, solamente
había una sala, situada en una dependencia del Templo, en la que el Sanedrín
había tenido poder para dictar una pena capital: la sala gazit o sala de las
piedras de sillería. Sin embargo, veintitrés años antes de la Pasión de
Cristo, el Sanedrín judío –como todos los pueblos sujetos a Roma– había
perdido el derecho de condenar a muerte (el ius gladii).
Los escritos rabínicos reflejan que esta restricción se experimentó en
Israel como una gran tragedia nacional, y no solamente por la humillación
que suponía esta limitación del poder judío, sino por otra razón todavía más
grave. La profecía de Jacob, la que hizo el patriarca poco antes de morir,
había asegurado a sus hijos: «no se retirará de Judá el cetro ni el bastón
de mando de entre sus piernas hasta que venga Aquél a quien pertenece y a
quien deben obediencia los pueblos» (Gén 49,10).
Según esta profecía, la venida del Mesías había de verse precedida de una
pérdida de soberanía nacional y de poder judicial. En ese sentido interpreta
el Talmud esta profecía: «el Hijo de David no ha de venir antes de que hayan
desaparecido los jueces en Israel» (Lémann 33). Por eso, si Israel se niega
a reconocer a Jesús como Mesías, pero se ve en esa pérdida evidente de
autonomía nacional y judicial, ya no queda sino exclamar, como lo hace el
Talmud de Babilonia: «¡Malditos seamos, porque se le ha quitado el cetro a
Judá y el Mesías no ha venido!» (Lémann 27-35).
Se comprende, pues, bien que si la Sinagoga rechaza reconocer a Jesús como
el Mesías, se esfuerza cuanto puede en impedir o ignorar el cumplimiento de
la antigua profecía. De hecho, es evidente que el Sanedrín infringe la ley
romana al condenar a muerte a Jesús, e igualmente cuando lapida a Esteban
(Hch 6,12-15; 7,57-60)
Por otra parte, las condenaciones del Sanedrín eran temibles. Ya la antigua
Sinagoga distingue «tres grados de excomunión o anatema: la separación
(niddui), la execración (herem) y la muerte (schammata)» (Lémann 77).
La separación condenaba a un aislamiento de treinta días, y podía ser
formulada en cualquier ciudad por los sacerdotes encargados de actuar como
jueces; el separado podía acudir al Templo, aunque en un lugar aparte. La
execración era un anatema que solo podía ser dictado por el Sanedrín estando
reunido en Jerusalén; por él se excluía al reo totalmente del Templo y de la
sociedad de Israel, y era entregado al demonio. Por último, la condena a
muerte, que era pronunciada entre horribles maldiciones, solo podía ser
decidida por el Sanedrín, aunque, como hemos visto, en tiempos de Jesús
únicamente podía penar a una muerte espiritual, siendo solo el poder romano
capaz de dictar y ejecutar la muerte física.
Pues bien, antes de que Jesús compareciera el Viernes Santo ante el
Sanedrín, éste se había reunido ya tres veces para tramar su muerte.
Primera sesión del Sanedrín contra Jesús,
y excomunión de sus seguidores
La primera reunión del Sanedrín contra Cristo se produce a fines de
septiembre (tisri) del penúltimo año de su vida pública (Lémann 75-79). Se
reúne el Sanedrín con ocasión de la tensión producida con la subida de Jesús
a Jerusalén, antes referida (Jn 7). En esos días los fariseos promueven con
urgencia una sesión del Sanedrín, en la que se trata probablemente de la
condena a muerte de Jesús, pero en la que de momento se decide solamente
excomulgar a cuantos se declaren seguidores suyos.
Se sabe, en efecto, que dos días más tarde, cuando se produce la curación
del ciego de nacimiento, «ya los judíos habían acordado [en el Sanedrín] que
si alguno lo reconocía por Mesías, fuera expulsado de la sinagoga» (Jn
9,22). Este decreto de excomunión indica que, efectivamente, hubo una sesión
del Sanedrín, pues solo él podía dictar tan grave amenaza y pena.
Fiesta de la Dedicación
y nueva huída
Estando así la situación, «llegó entonces la fiesta de la Dedicación en
Jerusalén. Era invierno y Jesús se paseaba en el templo, en el pórtico de
Salomón. Los judíos lo rodearon y le preguntaron:.
«“¿hasta cuándo nos tendrás en la incertidumbre? Si eres el Mesías, dínoslo
claramente”. Jesús les responde: “ya os lo he dicho y no me creéis. Las
obras que yo hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí; pero vosotros
no creéis, porque no sois de mis ovejas... Yo y mi Padre somos una sola
cosa”. Los judíos de nuevo tomaron piedras para apedrearlo... “Te apedreamos
por blasfemo, porque tú, siendo un hombre, te haces Dios”... Pretendían
nuevamente apresarlo, pero él se les escapó de las manos» (Jn 10,22-39).
Jesús se libra de la lapidación, pero ha de huir de Judea, y atravesando la
frontera oriental, se va a Perea: «se fue de nuevo al otro lado del Jordán,
al sitio donde al principio había bautizado Juan, y allí se quedó» (Jn
10,40). Estando en aquel lugar le llega un mensajero de Marta y María,
avisándole que Lázaro está gravemente enfermo. «Vamos otra vez a Judea»,
decide Jesús, sabiendo que así se mete de nuevo en la boca del lobo.
«Maestro –le dicen los discípulos–, hace poco los judíos querían apedrearte
¿y quieres volver allí?». Él está firmemente decidido; pero el estado de
ánimo de los discípulos queda bien expresado en las palabras de Tomás:
«vamos también nosotros a morir con Él» (11,1-16).
La resurrección de Lázaro, que llevaba cuatro días muerto, realizada en
Betania, aldea muy próxima a Jerusalén, produce en esos días una conmoción
enorme: «Muchos de los judíos que habían ido a casa de María y vieron lo que
había hecho, creyeron en él. Pero otros fueron a ver a los fariseos y les
contaron lo que había hecho Jesús» (11,45-46).
Segunda sesión del Sanedrín,
condenando a muerte a Jesús
La resurrección de Lázaro, a las mismas puertas de Jerusalén, es finalmente
como un estallido que provoca una segunda sesión del Sanedrín, celebrada
hacia febrero (adar) del último año de la vida de Cristo (Lémann 79-80).
Esta vez el Sanedrín sí va a pronunciar contra Él la terrible schammata, la
pena de muerte.
«Convocaron entonces los príncipes de los sacerdotes y los fariseos una
reunión, y dijeron: “¿qué hacemos?, porque este hombre realiza muchos
milagros”... Uno de ellos, Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les
dijo:... “¿no comprendéis que conviene que muera un hombre por todo el
pueblo, y no que perezca todo el pueblo?”... Como era pontífice aquel año,
profetizó que Jesús había de morir por el pueblo, y no solo por el pueblo,
sino para reunir en uno a todos los hijos de Dios que están dispersos. Desde
aquel día tomaron la decisión de matarle» (Jn 11,47-53). Condena a muerte y
también, lógicamente, orden de detención: «Los príncipes de los sacerdotes y
los fariseos habían ordenado que si alguno supiera dónde estaba, lo
indicase, para detenerlo» (11,57).
Nadie, al parecer, se opone en el Sanedrín a la condena de muerte de Jesús.
Su suerte está ya decidida. Ha llegado su hora. Sabiendo, pues, todo esto,
«Jesús ya no andaba en público entre los judíos, sino que fue a una región
próxima al desierto, a una ciudad llamada Efrem, y allí se quedó con sus
discípulos» (Jn 11,54). El peligro se ha hecho tan grande contra Jesús, que
en la última fase de su vida se ve obligado a interrumpir su público
ministerio profético. La Palabra divina encarnada ha de reducirse totalmente
al silencio.
La ausencia de Jesús, sin embargo, también era en Jerusalén ocasión de
perturbaciones y ansiedades. «Estaba próxima la Pascua de los judíos...
Buscaban, pues, a Jesús, y unos a otros se decían en el templo: “¿qué os
parece? ¿vendrá a la fiesta o no?”» (Jn 11,55-56). «Seis días antes de la
Pascua, vino Jesús a Betania», con Lázaro y sus hermanas. Allí, en la cena,
recibe de María una unción preciosa de nardo, y dice: «la tenía guardada
para el día de mi sepultura» (Jn 12,1-7). Aquella vuelta a Betania resulta
extremadamente peligrosa:
«Una gran muchedumbre de judíos supo que estaba allí, y vinieron, no solo
por Jesús, sino por ver a Lázaro, a quien había resucitado. Los príncipes de
los sacerdotes habían resuelto matar también a Lázaro, pues a causa de él
muchos judíos se les iban y creían en Jesús» (12,9-10).
Anuncio tercero de la Pasión
En estas circunstancias, ya se comprende, subir a Jerusalén es para Jesús lo
mismo que entregarse a la muerte. Y sin embargo, lo hace. «Caminando
delante» de los discípulos con ánimo decidido, les anuncia por tercera vez
su Pasión.
«Cuando iban subiendo a Jerusalén, Jesús caminaba delante, y ellos iban
sobrecogidos y lo seguían con miedo. Entonces reunió de nuevo a los Doce y
comenzó a decirles lo que le iba a suceder. “Ahora subimos a Jerusalén. Allí
el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas.
Lo condenarán a muerte y lo entregarán a los paganos. Ellos se burlarán de
él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán. Y tres días después,
resucitará”» (Mc 10,32).
El anuncio de la Pasión ha sido esta tercera vez más explícito aún que las
veces anteriores. Pero, aún así, los discípulos «no entendieron nada de lo
que les decía; estas palabras les eran oscuras, y no las entendieron» (Lc
18,34). Más aún, Santiago y Juan andan todavía en esa hora pensando en
ocupar un lugar preferente en el Reino que esperan próximo. Jesús ha de
decirles: «el que quiera ser el primero entre vosotros, deberá ser esclavo
de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para
servir y dar su vida como rescate de muchos» (Mc 10,44-45).
Última entrada en Jerusalén
Jesús sigue caminando decididamente hacia Jerusalén, es decir, hacia su
muerte. «Caminaba el primero subiendo hacia Jerusalén» (Lc 19,28). Y al
darle vista en lo alto del monte, «cerca ya, al ver la ciudad, se echó a
llorar por ella, diciendo: “¡si en este día hubieras conocido tú también la
visita de la paz, pero se oculta a tus ojos!”». Y anuncia, con inmenso
dolor, su próxima ruina total (Lc 19,41-44; +21,6).
Por eso, cuando su entrada en Jerusalén se ve acogida con gran éxito
popular, este aparente triunfo no lo engaña. Él vive esa entrada en la
Ciudad santa más bien como el introito solemne de su Misa, es decir, de su
Pasión.
Sus discípulos, en aquella hora, «no entendieron nada», no vieron que en
aquella entrada se estaba cumpliendo la Escritura (Zac 9,9); «pero después,
cuando fue glorificado Jesús, entonces recordaron que todo lo que había
sucedido era lo que decían las Escrituras de él. La multitud que había
estado con Jesús, cuando ordenó a Lázaro que saliera del sepulcro y lo
resucitó, daba testimonio de él. Por eso la gente salió a su encuentro,
porque se enteraron de que había hecho este milagro» (Jn 12,12-18). «Cuando
él entró en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió» (Mt 21,10). Todos lo
aclamaban con entusiasmo, con un fervor tan grande que «algunos fariseos, de
entre la turba, le dijeron: “Maestro, reprende a tus discípulos”. Pero Él
les respondió: “yo os digo que si éstos callan, clamarán las piedras”» (Lc
19,39-40).
En todo caso, conoce bien Jesús la vanidad de su triunfo mundano, y prevé
que solo va a servir para acrecentar aún más el odio de sus enemigos, como
así fue. «Entre tanto los fariseos se decían: “ya veis que no adelantamos
nada. Ya veis que todo el mundo se va detrás de él» (Jn 12,19).
Llega la hora de morir
Jesús entonces se prepara a la muerte, y dispone también el ánimo de sus
discípulos:
«“Ya ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado. En
verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo no cae en tierra y muere,
quedará solo; pero si muere, llevará mucho fruto. El que tiene apego a su
vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo la
conservará para la Vida eterna... Mi alma está ahora turbada. ¿Y qué diré?
¿Padre, líbrame de esta hora? ¡Pero para esto he venido yo a esta hora!
Padre, glorifica tu nombre”.
«Se oyó entonces una voz del cielo: “Lo glorifiqué y de nuevo lo
glorificaré”... Jesús dice: “cuando yo sea levantado en alto sobre la
tierra, atraeré a todos hacia mí”. Decía esto Jesús para indicar cómo iba a
morir» (Jn 12,23-33).
Aún hace el Señor una última llamada al pueblo judío: «“La luz está todavía
entre vosotros, pero por poco tiempo... Mientras tenéis luz, creed en la
luz, para ser hijos de la luz”. Esto dijo Jesús, y partiendo, se ocultó de
ellos» (12,35-36).
Pero no, es evidente: las tinieblas rechazan la luz. «Aunque había hecho tan
grandes milagros en medio de ellos, no creían en Él». Otros sí habían creído
en Él, pero no se atrevían a confesar su fe: «muchos de los jefes creyeron
en Él, pero no lo confesaban, temiendo ser excluídos de la sinagoga, porque
amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios» (12,37-43).
Hombres ya proscritos y reprobados, como el publicano Zaqueo, son ya casi
los únicos que todavía se atreven a recibirle en sus casas. Pero esto no
supone para Jesús ningún apoyo; más bien confirma a sus enemigos en sus
razones para rechazarle y procurar su muerte: «ha ido a hospedarse a la casa
de un pecador» (Lc 19,1-10).
Siguen, en estos últimos días, acosándole sus adversarios. Fariseos y
herodianos «deliberaron cómo sorprenderle en alguna palabra» (Mt 22,15; +Mc
12,13), y le plantean la cuestión del tributo al César. En otra ocasión son
los saduceos, los que pretenden atraparle con el tema de la resurrección,
poniéndole una cuestión aparentemente insoluble. Pero Jesús les dice:
«estáis errados, y ni conocéis las Escrituras ni el poder de Dios» (Mt
22,29). Con ocasión de estas disputas, «la muchedumbre que lo oía se
maravillaba de su doctrina» (22,33). Y sus adversarios «no se atrevían ya a
plantearle más preguntas» (Lc 20,40; +Mc 12,34).
Terrible discurso
Jesús en esos días da su vida por terminada en este mundo. Ya no es preciso
que denuncie con un cierto cuidado los errores religiosos de Israel, para
poder seguir vivo un tiempo, cumpliendo su misión profética. No. Ya ha
llegado su hora. Y antes de ser ejecutado, por amor a todos los hombres,
descubre esta vez plenamente la falsificación enorme que escribas y fariseos
han hecho de la Ley antigua. Es el discurso durísimo que nos recoge San
Mateo (Mt 23).
Escribas y fariseos son guías ciegos e hipócritas, que cierran a los hombres
el camino del Reino. Ni entran en él, ni dejan entrar. Su proselitismo sólo
consigue hacer «hijos del infierno». Cuelan un mosquito y se tragan un
camello. Su justicia es exterior, sólo aparente, no interior y verdadera.
Son como sepulcros blanqueados, llenos de podredumbre en su interior, aunque
tengan apariencia de justicia ante los hombres. Son, como sus padres,
asesinos de todos los profetas que Dios les envía. Son serpientes, raza de
víboras. También perseguirán a los cristianos: «estad atentos; os entregarán
al Sanedrín, seréis azotados en la sinagogas y compareceréis ante
gobernadores y reyes por mi causa, para dar testimonio ante ellos» (Mc
13,9).
Jesús se manifiesta en estos discursos plenamente consciente del rechazo que
sufre de Israel, y de la persecución que también han de sufrir sus
discípulos. Sin embargo, no se siente abatido, vencido o fracasado; por el
contrario, tiene confianza plena en su victoria final: «aparecerá en el
cielo el signo del Hijo del hombre y se lamentarán todas las tribus de la
tierra, y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con gran
poder y gloria» (Mt 24,30). Al final de todo, el Hijo del hombre beberá con
sus amigos el vino de la alegría «en el reino de Dios» (Mc 14,25).
Tercera sesión del Sanedrín contra Jesús,
considerando el modo de matarle
«Jesús dijo a sus discípulos: “sabéis que dentro de dos días es la Pascua y
el Hijo del hombre será entregado para que lo crucifiquen”» (Mt 26,2). Este
último anuncio de la Pasión se produce el miércoles 12 de marzo (nisan), dos
días antes de la Cruz. Y ese día el Sanedrín va a realizar una tercera
sesión contra Cristo, no para deliberar su muerte, ya decidida, sino para
determinar cómo y cuándo realizarla (Lémann 81-83).
«Se reunieron entonces los príncipes de los sacerdotes y los ancianos del
pueblo en el palacio del sumo sacerdote, llamado Caifás, y acordaron prender
a Jesús con engaño y darle muerte. Pero decían: “no durante la fiesta, no
sea que se arme alboroto en el pueblo“» (Mt 26,3-5; +Lc 22,1-2).
Como se ve, el fervor popular por Jesús, al menos en una cierta manera de
fascinación, dura hasta el final de su vida. Todavía en esta fase última de
su vida, «todo el pueblo madrugaba por Él, para escucharle en el templo» (Lc
21,38). Pero es precisamente este entusiasmo del pueblo lo que suscita en
los jefes de Israel una mayor determinación de matarle, aunque no en la
fiesta, «porque tenían miedo al pueblo» (22,3).
Sin embargo, los acontecimientos van a precipitarse. Inesperadamente, Judas,
uno de los Doce, se ofrece a los príncipes de los sacerdotes para entregar a
Jesús: «¿qué me daréis si os lo entrego?». Treinta siclos de plata es el
precio que le ponen al Salvador (Mt 26,14-16).
La Cena pascual de Jesús
La Pascua y los Ázimos eran dos fiestas distintas. El cordero pascual se
comía el 14 del mes de Nisán por la noche. Y la fiesta de los Ázimos, que
comenzaba el día 15, duraba hasta el 21.
Los evangelios sinópticos parecen indicar que Jesús celebra su última cena
con los discípulos el 14; en tanto que San Juan parece señalar el 13. Según
parece, el Señor anticipa la comida pascual al jueves, y muere el viernes,
el 14 de Nisán, el día en que oficialmente se comía el cordero pascual.
Sea de esto lo que fuere, Jesús, la noche en que va a ser entregado, se
reúne con sus discípulos por última vez para celebrar la cena.
«Antes de la fiesta de la Pascua, viendo Jesús que llegaba su hora de pasar
de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo,
al fin los amó hasta el extremo» (Jn 13,1).
Comienza Jesús la última cena lavando los pies a los discípulos. En esta
celebración litúrgica de la cena va a darnos la revelación plena de su amor
a Dios: «conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre, y que según me
ha mandado el Padre, así hago», dice refiriéndose a su cruz (Jn 14,31). Y al
mismo tiempo nos da Jesús la revelación plena de su amor a los hombres:
«nadie tiene un amor mayor que aquél que da la vida por sus amigos» (Jn
115,13).
Por eso Jesús, que tanto ha deseado expresar totalmente su amor, dice a los
suyos: «he deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros antes de mi
Pasión» (Lc 22,15). Ha llegado para Él la hora, preconocida y tan largamente
esperada, de consumar plenamente la ofrenda de su vida, para salvación de
los pecadores; ha llegado la hora de expresar completamente su amor al Padre
y a los hombres; de instituir la Eucaristía; de establecer en favor de todos
la Nueva Alianza en el sacrificio redentor; de instituir el sacerdocio
cristiano; de quitar el pecado del mundo, comunicando la filiación divina;
de entregar su Espíritu a los hombres entregando por ellos en la Cruz su
cuerpo y su sangre, es decir, su vida humana. Ardientemente ha deseado
siempre llegar a esta hora culminante. El vuelo recto de la flecha de su
vida está ya cerca de alcanzar la diana final.
Víctima sacrificial
En los sacrificios del Antiguo Testamento la carne es comida o quemada y la
sangre es derramada en el altar. Carne y sangre, por tanto, se separan en el
momento de la muerte sacrificial (Lev 17,11-14; Dt 12,33; Ez 39,17-19; Heb
13,11-12).
Por eso, cuando en la cena pascual Jesús toma el pan primero y después el
cáliz, y dice «éste es mi cuerpo, que se entrega por vosotros», y «ésta es
mi sangre, que se derrama para el perdón de los pecados vuestros y de todos
los hombres», está empleando un lenguaje claramente cultual y sacrificial;
es decir, está ejerciendo conscientemente como sacerdote y víctima; está
sellando con su sangre la Alianza nueva, como la antigua fue sellada en el
Sinaí con la sangre de animales sacrificados (Éx 24,8). Él, pues, es
plenamente consciente de que ha venido, de que ha sido enviado por el Padre,
como Redentor, es decir, «para dar su vida como rescate por muchos» (Mt
20,28; Mc 10,45).
Escrituristas protestantes, como Joachim Jeremias, acercándose a la unánime
tradición católica, estiman que «este sentido sacrificial es el único que
cuadra cuando Jesús habla de su carne y de su sangre» (La última cena,
Madrid 1980, 246). Jesús, por tanto, va a la muerte como verdadera víctima
pascual (cf. J. A. Sayés, Señor y Cristo, EUNSA, Pamplona 1995, 225-226).
Ya en el Sermón Eucarístico, con ocasión de la multiplicación de los panes,
habla Jesús de dar su carne en comida y su sangre en bebida (Jn 6,51-58), y
el escándalo que sus palabras ocasionan no se hubiera producido si con esos
términos solo quisiera expresar la entrega benéfica y fraterna de su
«persona» (Sayés 226).
La sangre derramada «por muchos (upér pollon)», o como dice San Juan, la
carne entregada «por la vida del mundo» (Jn 6,51), está expresando
claramente que la ofrenda total que Cristo hace de sí mismo la entiende como
un sacrificio expiatorio en favor de los hombres y a causa de sus pecados.
«Entregado, derramada», es la fórmula pasiva que evoca al Siervo de Yahvé,
Cristo, que es entregado por el Padre (Sayés 227).
Últimas profecías de Jesús
–Anunciando su victoria final definitiva, dice Jesús a los suyos en la
última Cena: «ya no la comeré hasta que llegue a su pleno cumplimiento en el
Reino de Dios... Ya no beberé del fruto de la vid hasta que llegue el Reino
de Dios» (Lc 22,16-18).
–Anuncia entonces la traición de Judas Iscariote:
«no todos estáis limpios... Desde ahora os lo digo, antes de que suceda,
para que cuando suceda creáis que yo soy... Uno de vosotros me va a
entregar». Y volviéndose a Judas: «lo que has de hacer, hazlo pronto» (Jn
13,11.19-17).
–Anuncia el abandono de los apóstoles:
Y lo predice en un momento en que ellos parecen sentirse seguros en su fe,
pues le dicen: «“ahora vemos que sabes todas las cosas... Por eso creemos
que has salido de Dios”. Jesús les responde: “¿ahora creéis? Mirad, llega la
hora, y ya ha llegado, en que vosotros os dispersaréis cada uno por su
parte, y me dejaréis solo; pero no estoy solo, porque el Padre está conmigo»
(Jn 16,30-32). En efecto, «todos vosotros os escandalizaréis de mí en esta
noche, porque está escrito: “heriré al pastor y se dispersarán las ovejas
del rebaño”» (Mt 26,31; +Zac 13,7). Simón Pedro le asegura entonces que
«aunque todos se escandalicen, yo no nunca me escandalizaré... Aunque tenga
que morir contigo, no te negaré». Predice entonces Jesús a Simón que lo
negará tres veces (26,33-35).
–Anuncia una vez más su Pasión, ya inmediata:
«Os digo que ha de cumplirse en mí esta palabra de la Escritura: “fue
contado entre los malhechores”. Ya llega a su fin todo lo que se refiere a
mí» (Lc 22,37; +Is 53,12). Los discípulos entonces, por fin, parecen
entender el realismo de las palabras de Jesús, y le dicen: «Señor, aquí hay
dos espadas». Pero Él les detiene: «Basta» (Lc 22,38).
–Anuncia la fecundidad de su sangre derramada, la fuerza salvadora que ella
va a tener en los discípulos: «el que cree en mí, ése hará obras mayores que
las que yo hago» (Jn 14,12).
–Anuncia al Espíritu Santo que va a comunicar: «Yo rogaré al Padre y os dará
otro Consolador, para que esté con vosotros siempre... No os dejaré
huérfanos. Volveré a vosotros... En aquel día conoceréis que yo estoy en mi
Padre y vosotros en mí y yo en vosotros» (14,16-20).
–Anuncia persecuciones contra sus discípulos:
«si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros... Si
me han perseguido a mí, también os perseguirán a vosotros... Os he dicho
estas cosas para que no os escandalicéis; os expulsarán de las sinagogas, y
llegará un tiempo en que todos los que os maten creerán hacer un servicio a
Dios. Y harán estas cosas porque no conocieron al Padre ni a mí» (Jn
15,18-16,3). «En verdad, en verdad os digo: vosotros lloraréis y gemiréis,
mientras el mundo se alegrará... Pero de nuevo os veré, y se alegrará
vuestro corazón y nadie podrá quitaros vuestra alegría» (16,20-22).
–Anuncia su Ascensión: «salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo
y vuelvo al Padre» (16,28).
Pide Jesús por sí mismo: «Padre ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo,
para que el Hijo te glorifique a ti» (Jn 17,1). Pide al Padre por sus
discípulos, para que los mantenga en la unidad y en la santidad (17,6-26).
Pide al Padre que puedan ellos ser fieles mártires suyos en el mundo:
«Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del
mundo, como yo no soy del mundo. No pido que los saques del mundo, sino que
los guardes del Maligno. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo.
Santifícalos en la verdad. Tu palabra es la verdad. Como a mí me has enviado
al mundo, así yo los he enviado a ellos» (Jn 17,14-18).
En el Huerto de Getsemaní
Después de rezar los salmos propios de la celebración pascual, salió Jesús
con sus discípulos, según la costumbre, hacia el monte de los Olivos, al
otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto que se llamaba
Getsemaní (Mt 26,30; Jn 26,36). Allí Jesús, acompañado de sus tres íntimos,
apartándose un poco de ellos, se entrega a la oración, y en ella «comenzó a
sentir pavor y angustia» (Mc 14,33), y «entrando en agonía, oraba con más
fervor y su sudor vino a ser como gotas de sangre» (Lc 22,44). «Padre, si
quieres, aparta de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la
tuya» (Lc 22,42).
Por tres veces viene Jesús a sus discípulos, a los tres más íntimos, los
tres que fueron testigos de su transfiguración en el monte, y siempre los
halla dormidos. La tercera les dice:
«¡Dormid ya y descansad! ¡Basta! Ha llegado la hora en que el Hijo del
hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levantáos! ¡Vamos!
Mirad que está cerca el que me entrega» (Mc 14,41-42).
Aún está Jesús diciendo esto, cuando entra Judas con una turba armada de
espadas y palos. Lo besa, para señalarle así a los que han de prenderle...
«¿Con un beso entregas al Hijo del hombre?» (Lc 22,48)... Se identifica
Jesús claramente, y al decir «“yo soy”, retrocedieron y cayeron por tierra»
(Jn 18,6). Detiene entonces un conato de violencia de uno que trata de
defenderle: «¿piensas tú que no puedo invocar a mi Padre y me enviaría en
seguida más de doce legiones de ángeles? ¿Pero cómo se cumplirían entonces
las Escrituras, según las cuales debe suceder así?» (Mt 26,51-54).
En ese momento «la cohorte, el tribuno y los alguaciles de los judíos
prendieron a Jesús y lo ataron» (Jn 18,12). Y «todos los discípulos,
abandonándole, huyeron» (Mt 26,56). La obscuridad, el espanto, el horror se
hacen totales. «Ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas» (Lc
22,53).
Jesús comparece ante el Sanedrín,
que ya había decidido matarlo
El Hijo de Dios, el hijo de María Virgen, nuestro Señor Jesucristo, el
Santo, comparece ante el Sanedrín, para ser juzgado por sus setenta y un
miembros, agrupados en tres tercios, como ya vimos. Comparece ante
sacerdotes, que lo odian desde que purificó violentamente el Templo; ante
fariseos y doctores de la ley, que lo odian por las terribles denuncias que
de Él han recibido, y además en público, desprestigiándoles ante el pueblo;
y ante los ricos y notables, que también lo odian, pues de ellos ha dicho el
Nazareno que por sus egoísmos e injusticias muy difícilmente entrarán en el
Reino celestial.
El Verbo encarnado, el Hijo del Altísimo, va a ser juzgado por esta asamblea
miserable. Ya sabemos, por lo demás, que este mismo Sanedrín ha celebrado
tres sesiones previas, y que en ellas ha decidido ya la muerte de Cristo. No
vamos a asistir, pues, en realidad, sino a una parodia de juicio, como
señalan los hermanos Lémann:
«Nosotros ahora preguntamos a todo israelita de buena fe: cuando el Sanedrín
haga comparecer ante él a Jesús de Nazaret, como si fuera a deliberar sobre
su vida, ¿no se tratará de una burla sangrante, de una mentira espantosa? Y
el acusado, por inocente que pueda ser su vida, ¿no será indudablemente
condenado a muerte veinte veces?» (La asamblea que condenó a Cristo,
Criterio, Madrid 1999,83).
Pero de todos modos el proceso homicida va a celebrarse. Primero es llevado
Jesús a casa de Anás (Jn 18,13-14), antiguo pontífice; no propiamente para
ser juzgado, sino por pura deferencia de su yerno Caifás, sumo sacerdote
entonces.
Juicio nocturno del Sanedrín
Después, de noche todavía, es llevado Jesús a casa de Caifás. Allí estaban
también ya reunidos, a la espera, «los escribas y los ancianos» (Mt 26,57).
Ahora es cuando se va a consumar el proceso judicial homicida, en el que el
Sanedrín, que ya ha decidido previamente la muerte de Jesús, infringe sin
vergüenza casi todas las principales leyes procesales de la Misná.
El pueblo hebreo, extremadamente culto y civilizado, regulaba sus procesos
judiciales por leyes de altísima calidad, procedentes unas veces del mismo
Dios, según los libros de la Escritura sagrada, y otras veces elaboradas por
la sabiduría de los legisladores judíos. A fines del siglo II de la era
cristiana, el Rabí Judá compiló diecisiete siglos de leyes y tradiciones de
la jurisprudencia judía en una magna obra, la Misná, que completando y
desarrollando la ley primera, el Pentateuco mosaico, era considerada la
segunda Ley. El estudio de los hermanos Lémann, al que me remitiré
continuamente –aunque sin dar las referencias de los antiguos textos judíos,
que ellos consignan en cada caso– muestra con toda erudición documental cómo
en el proceso de Jesús se quebrantan casi todas las principales leyes
procesales judías vigentes en la época.
El prendimiento y la primera comparecencia de Jesús ante el Sanedrín se
produce «de noche». El Maestro sabe bien que esto es ilegal: «diariamente
estaba entre vosotros en el Templo y no alzasteis las manos contra mí. Pero
ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas» (Lc 22,53). De noche, sí,
va a producirse el juicio.
La ley judía ordenaba que el Sanedrín solo podía reunirse «desde el
sacrificio matutino al sacrificio vespertino»; que todo proceso con posible
pena de muerte «debía suspenderse durante la noche»; que los jueces no han
de juzgar «ni la víspera del sábado, ni la víspera de un día de fiesta».
Toda norma procesal es ahora atropellada.
«El sumo sacerdote [Caifás] interrogó a Jesús sobre sus discípulos y sobre
su doctrina» (Jn 18,19). El mismo Caifás, que, en referencia a Cristo,
convenció al Sanedrín –«vosotros no sabéis nada»–, de que era conveniente
«que muera un hombre por todo el pueblo, y no que perezca todo el pueblo»
(11,49-50), es quien ahora va a dirigir el «juicio» contra Jesús. Hace,
pues, al mismo tiempo de acusador y de juez.
Las enormidades antijurídicas son continuas. No comparece Jesús acusado de
un «delito» concreto, ni se substancia el proceso con una «causa» señalada
previamente. Más bien Caifás interroga a Jesús buscando con preguntas
capciosas, un poco a ciegas, alguna causa que permita condenarlo a muerte,
apoyándose en el propio testimonio del acusado. Pero la Misná dice: «tenemos
como principio fundamental que nadie se puede incriminar a sí mismo». Por
eso Jesús le responde: «yo he hablado públicamente al mundo; yo siempre
enseñé en la sinagoga y en el Templo... ¿Por qué me interrogas a mí?
Interroga a los que han oído lo que yo les hablé» (Jn 18,20-21). Es decir:
no pretendas condenarme por mis palabras, cosa que la Ley prohibe, sino por
el testimonio de quienes me acusen.
Entonces «los sacerdotes y todo el Sanedrín buscaban un falso testimonio
contra Jesús para matarlo. Pero no lo encontraron, aunque se presentaron
muchos testigos falsos» (Mt 26,59-60). Es obvio: no estamos ante una
asamblea judicial, que pretende juzgar rectamente con toda justicia, en la
presencia del Señor y participando de Su autoridad suprema sobre los
hombres, sino ante un conjunto de asesinos, que pretenden buscar formas
legales para cometer el homicidio que hace meses han decidido. Pero tampoco
consigue nada el Sanedrín por este lado.
«Los testimonios no eran acordes» (Mc 14,56.59), invalidándose así unos a
otros. Pero además eran falsos: nunca, por ejemplo, Jesús había dicho «yo
destruiré este Templo» (14,58), sino que, «hablando del santuario de su
propio cuerpo» (Jn 2,21), había profetizado que si lo destruían los judíos,
él lo reedificaría a los tres días. Crecen con todo esto los abusos
procesales: contra toda ley y costumbre, unos y otros testigos –estando, al
parecer, juntos, y no separados– acusan al detenido. No era ésa la norma
procesal de Israel; por el contrario, como se ve en el caso de los
acusadores de Susana: «separadlos lejos uno de otro, y yo los examinaré»
(Dan 13,51).
A pesar de todas estas artimaña perversas, los intentos de hallar una causa
suficiente para condenar a Jesús se muestran inútiles. Y la noche avanza,
sin que el proceso adelante un paso. El Sanedrín no consigue su propósito
homicida. Se hace, pues, preciso que Caifás intervenga de nuevo.
«Levantándose el sumo sacerdote y adelantándose al medio, interroga a Jesús,
diciendo: “¿no respondes nada? ¿Qué es lo que éstos testifican contra ti?»
(Mc 14,60).
El Sumo Pontífice, el juez supremo en Israel, está provocando al Santo, está
buscando su muerte... Si no es posible atrapar a Jesús por las palabras de
los acusadores, habrá que intentar cazarlo por sus propias palabras. «Pero
Él se mantenía callado y no respondía nada» (14,61). No entraba en aquel
juego homicida.
Notemos que es extremadamente raro que un hombre amenazado de muerte
renuncie a todo modo de defensa... El silencio de Jesús acusa, pues, con
terrible elocuencia la perversidad del Sanedrín. Y ese majestuoso silencio,
a medida que se prolonga, espanta aún más a los sanedritas que, conociendo
bien las Escrituras, ven en aquella escena el cumplimiento patente de
antiguas profecías:
«Maltratado y afligido, no abrió la boca, como cordero llevado al matadero,
como oveja muda ante los trasquiladores. Fue arrebatado por un juicio
inicuo, sin que nadie defendiera su causa» (Is 53, 78). Ninguno de los
sanedritas, ninguno sale en defensa del inocente: «todo el Sanedrín»
procuraba su muerte (Mt 26,59). Y su silencio, su terrible silencio, se
prolonga, cumple más y más las profecías: «me tienden lazos los que atentan
contra mí, los que desean mi daño me amenazan de muerte... Pero yo, como un
sordo, no oigo, como un mudo, no abro la boca; soy como uno que no oye y no
puedo replicar. En ti, Señor, espero, y tú me escucharás, Señor Dios mío»
(Sal 37,13-16).
El Sanedrín se ve ante un callejón sin salida, y el silencio de Cristo le
resulta cada vez más angustioso. La causa no avanza, el tiempo nocturno
pasa. Hay que buscar una salida, algo que rompa aquella situación
insostenible.
Caifás entonces, el juez principal, surge otra vez con iniciativa hábil y
terrible. De nuevo se levanta e interroga a Jesús personalmente: «te conjuro
por el Dios vivo: di si tú eres el Cristo [el Mesías], el Hijo de Dios» (Mt
26,63; +Mc 14,61).
Con esto se da al juicio un giro procesal completo. Ya se dejan a un lado,
por inútiles, los testimonios falsos y contradictorios. Ya se reconoce que
no hay modo de hallar un delito claro por el que condenar a muerte a Jesús,
muerte que, sin embargo, está decidida con odio unánime. Solo se intenta
ahora, en un último intento, atrapar a Jesús –contra toda ley procesal
judía– por sus propias palabras auto-incriminatorias. Y la pregunta de
Caifás, a este fin, es perfecta: si niega Jesús su identidad mesiánica y
divina, será condenado por impostor, pues muchas otras veces ha hecho en
público esas afirmaciones; pero si su respuesta es afirmativa, será acusado
entonces de blasfemo.
Más aún, Caifás exige que Jesús responda con juramento: «Te conjuro por el
Dios vivo que nos digas» (Mt 26,63), algo que la ley procesal prohibía para
evitar perjurios y al mismo tiempo para impedir que un acusado pudiera ser
condenado por su propio testimonio.
Jesús entiende perfectamente su situación, y sin embargo afirma no solo su
identidad personal divina, sino también la inminencia de su triunfo
definitivo: «Sí, yo lo soy; y veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha
del Todopoderoso y venir en las nubes del cielo» (Mc 14, 62). Caifás, gozoso
de su triunfo, finge al instante una indignación extrema: «entonces el Sumo
Sacerdote rasgó sus vestiduras» (Mt 26,65).
¿Qué es esto? ¿Un juez que, en medio del proceso judicial, que él ha de
dirigir con toda serenidad y prudencia, deja que públicamente estalle su
cólera ante el testimonio del acusado? Y además, el gesto extremo de «rasgar
las vestiduras», dado el carácter sagrado de éstas, venía expresamente
prohibido por la ley al Sumo Sacerdote (Lev 21,10).
«¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos?» (Mt 26,65). Otro
horror procesal. El presidente del Tribunal supremo, sin examinar
previamente las palabras del acusado –sin analizar su sentido exacto, su
alcance, su intención–, y sin deliberación alguna de la corte de jueces,
adelanta su juicio personal, condenando definitivamente al acusado por su
declaración, y condicionando gravemente el discernimiento de los jueces,
pues la autoridad del sumo sacerdote era considerada como infalible. Y aún
se permite preguntar a los sanedritas: «¿qué os parece?» (Mt 26,66). «Y
todos sentenciaron que era reo de muerte» (Mc 14,64).
Completamente en contra de este expeditivo modo de proceder, la ley procesal
judía manda que, tratándose de pena capital, no puede acabar el proceso en
el mismo día en que ha comenzado –y recordemos que el día judío transcurría
de tarde a tarde (p. ej., Lev 23,32)–. Prescribe, en efecto, la ley que en
la noche intermedia los jueces, en sus casas, reunidos de dos en dos, y
guardando especial sobriedad en la comida y la bebida, han de reconsiderar
atentamente la causa. Y más aún, dispone que al día siguiente, «los jueces
absuelven y condenan por turno», uno a uno, mientras que dos escribas
recogen cada testimonio, uno las sentencias de absolución y otro las de
condenación.
Bien podía Jesús, en su silencio acusa-torio, rezar internamente aquello del
salmo: «me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de
malhechores» (Sal 21,17). Todas las normas procesales, prácticamente todas,
han sido pisoteadas por el Sanedrín en aquella noche satánica, en aquella
hora de tinieblas.
Y nadie ha defendido la causa de Jesús. Ningún sanedrita ha objetado nada,
ni siquiera en cuestiones de procedimiento: «todos lo condenaron» (Mc
14,64). Nicodemo y José de Arimatea, ausentes, no han querido participar de
esta asamblea criminal, nocturna e ilegal. Y tampoco ningún judío de buena
voluntad, salido de entre el público asistente, cosa autorizada por la ley
judía, ha intervenido en su favor.
Y en cuanto a sus más íntimos seguidores, en aquella noche tenebrosa...
«todos los discípulos lo abandonaron y huyeron» (Mt 26,56). Simón Pedro, que
hasta ahora, aunque a medrosa distancia, ha seguido a Jesús, lleno de pánico
al ser preguntado por algunos, llega a negarle tajantemente tres veces: «yo
no conozco a ese hombre» (26,74).
Jesús se ha quedado absolutamente solo y abandonado. Ya no le queda sino su
oración al Padre: «soy la burla de todos mis enemigos, la irrisión de mis
vecinos, el espanto de mis conocidos: me ven por la calle y escapan de mí.
Me han olvidado como a un muerto, me han desechado como a un cacharro
inútil» (Sal 30,12-3).
Todo es en aquella noche increíblemente malvado y cruel. En el proceso
contra Jesús no solo se infringe toda norma prescrita por la ley, sino
también las normas exigidas por la más elemental humanidad. Estamos en un
juicio celebrado por Israel, uno de los pueblos más cultos de la historia
humana, y en un pueblo civilizado, el acusado queda durante el juicio, antes
y después de él, bajo la protección eficaz de sus jueces. Sin embargo, el
Sanedrín y su presidente permiten que un guardia «dé una bofetada a Jesús»
(Jn 18,22). Y una vez dictada la sentencia criminal, de nuevo dejan que se
produzca una escena que avergonzaría a un pueblo degenerado:
«Entonces le escupieron en su rostro y lo abofetearon, y algunos lo
golpeaban, diciendo: “profetízanos, Cristo: ¿quién te ha golpeado?”» (Mt
26,63-68). «Y decían contra él otras muchas injurias» (Lc 22,65).
¿Estamos realmente en Jerusalén, en el Sanedrín, en el Tribunal Supremo de
Israel? ¿O estamos más bien en el juicio que unos salvajes celebran bajo un
árbol en la selva antes de comerse al enemigo extranjero? ¿Estamos quizá en
el sótano de unos mafiosos actuales, donde, ateniéndose a sus «leyes»
internas, se disponen a ajustar cuentas con un traidor?
Juicio diurno del Sanedrín
Caifás y los sanedritas, temiendo que el proceso nocturno contra Jesús, en
el que lo sentenciaron a muerte, pudiera ser nulo por sus graves
irregularidades de procedimiento, deciden celebrar una nueva sesión del
Sanedrín. «Llegada la mañana, celebraron consejo contra Jesús para poder
darle muerte» (Mt 27,1). Esta vez, renunciando a buscar testimonios
acusa-torios o posibles delitos cometidos por Jesús, van directamente a
procurar su muerte, como en la noche pasada, basándose en el testimonio que
Él da de sí mismo.
Lo que se pretende con esto es dar una mejor formalidad jurídica a la
condena de muerte ya acordada. Pero con esta nueva sesión matutina no
consigue el Sanedrín sino reiterar y multiplicar las graves irregularidades
acumuladas ya en el proceso. Ahora, en efecto, contra toda ley, en el mismo
día grande de la Pascua, se reúne antes del sacrificio matutino, sentencia
sin deliberación previa, emiten el voto todos los miembros en conjunto, no
uno a uno, y no se difiere la sentencia al día siguiente, al sábado,
tratándose de una pena capital.
«Cuando amaneció, se reunió el Consejo de los ancianos del pueblo, los
sacerdotes y los escribas. Y lo llevaron ante su tribunal. Y le dijeron: “si
tú eres el Cristo, dínoslo”. Él les respondió: “si os lo digo, no me
creeréis. Y si pregunto, no me responderéis. Desde ahora el Hijo del hombre
se sentará a la derecha del Poder de Dios”» (Lc 22,66-69). Jesús les
responde: vuestra pregunta es inútil y malvada, pues ya habéis decidido mi
muerte; pero sabed que por la pena mortal que me aplicaréis llegaré al trono
de Dios, a la diestra del Poder divino. Con tal confesión grandiosa afirma
claramente su propia identidad divina, y así lo entienden los sanedritas.
«“¿Entonces, eres tú el Hijo de Dios?“ Él les dijo: “vosotros lo decís; lo
soy”. Ellos respondieron: “¿qué necesidad tenemos de testigos? Nosotros
mismos lo hemos oído de su boca”. Todo el Consejo se levantó» (Lc 22,70-71),
clausurando de este modo la sesión bruscamente, y prescindiendo de más
deliberaciones. «Y habiéndole atado, lo llevaron ante Pilato, el gobernador,
y se lo entregaron» (Mt 27,2).
Ante Herodes y Pilato
Como el Sanedrín no podía ejecutar la muerte de Cristo, por eso lo entrega a
la autoridad romana. Busca, pues, que Pilato dicte la muerte de Jesús,
alegando: «nosotros no tenemos poder de matar a nadie» (Jn 18,31). Pero el
Sanedrín, incurriendo en otra irregularidad jurídica enorme, cambia
totalmente de pronto la causa jurídica por la que pide la muerte de Cristo,
y lo acusa de otras causas que puedan perjudicarle más gravemente ante la
autoridad romana:
Y así «comenzaron a acusarle diciendo: “hemos averiguado que éste anda
amotinando a nuestra nación, prohibiendo que se paguen los impuestos al
César y que se llama a sí mismo Mesías y Rey”» (Lc 23,2).
Pilato, sin embargo, comprende en seguida que Jesús es inocente, y a pesar
de las acusaciones de los judíos, se resiste a condenarle. Después, al saber
que es galileo, «lo remite a Herodes, que aquellos días estaba en Jerusalén»
(Lc 23,6). Ante Pilato y ante Herodes, Jesús sigue manteniendo su silencio.
Tampoco Herodes encuentra culpa en Jesús, y lo remite de nuevo a Pilato (Lc
23,13-15), que persiste en considerarle inocente. Lo compara entonces a
Barrabás; pero el pueblo, «persuadido por los príncipes de los sacerdotes y
por los ancianos» (Mt 27,20), exige su muerte, concretamente su crucifixión,
aquella terrible pena romana, aplicada solo a los infames.
Pilato intenta hasta el último momento salvar a Jesús. Lo manda azotar,
permite que lo coronen de espinas, deja que lo golpeen y abofeteen, y lo
muestra así, humillado y castigado al pueblo, diciendo de nuevo: «no
encuentro en él culpa alguna». Pero la muchedumbre sigue exigiendo a grandes
gritos su crucifixión. Finalmente Pilato cede, por temor a ser acusado ante
el César, y entrega a Jesús a la cruz (Jn 19,1-16).
Y otra vez asistimos con espanto a una escena de increíble barbarie, a cargo
ahora de los romanos, tan cultos ellos y respetuosos del derecho.
«Entonces los soldados del gobernador metieron a Jesús en el pretorio y
reunieron en torno a él a toda la cohorte», entre 500 y 600 soldados; «lo
desnudaron, le echaron encima un manto de púrpura», golpeándole y burlándose
de Él, en una parodia de homenaje real: «“salve, rey de los judíos”. Y
escupían en él, cogían una caña y golpeaban su cabeza... Le volvieron a
poner sus vestidos y lo llevaron a crucificar» (Mt 27,27-31).
El misterio de la Cruz
«Jesús, cargando sobre sí la cruz, salió de la ciudad para dirigirse al
lugar llamado Calvario, en hebreo, Gólgota» (Jn 16,17). «Lo seguían muchos
del pueblo y un buen número de mujeres, que se golpeaban el pecho y se
lamentaban por él» (Lc 23,27). Llegados al llamado Calvario, lugar del
Cráneo, lo crucificaron a la hora de tercia. Y lo primero que hizo Jesús en
la Cruz fue pedir al Padre que nos perdonase a todos (Lc 23,34).
Entonces, «se cumplió la Escritura, y “fue contado entre los malhechores”»
(Mc 15,28: +Is 53,12). Según lo predicho en las Escrituras, «se repartieron
sus vestidos, echando suertes sobre ellos» (Mt 27,35; +Sal 21,19); «eso
precisamente hicieron los soldados» (Jn 19,24). Dando también cumplimiento a
las Escrituras, «los que pasaban lo insultaban y decían... “Ha puesto su
confianza en Dios, pues que él lo libre ahora si lo ama”» (Mt 27,39.43; +Sal
21,9; Sab 2,18-20).
Con ésta y otras ironías, todos se burlaban de Él, también «los príncipes de
los sacerdotes, los escribas y los ancianos» (Mt 27,41). En efecto, también
el Sanedrín en pleno se asocia a la abominable perversidad del pueblo, que
se burla ignominiosamente de un inocente que agoniza torturado.
Cumpliendo las Escrituras, dice Jesús: «tengo sed», y le dan a beber vinagre
(Jn 19,28; +Sal 68,22). Se apiada entonces el Salvador del malhechor
arrepentido, crucificado junto a Él, y le promete el Paraíso (Lc 23,39-43).
Y se apiada de nosotros, dando a María por madre a Juan, «el discípulo», que
al pie de la Cruz, acompaña a Jesús y a María, la Madre dolorosa,
representándonos a todos los discípulos (Jn 19,25-27).
Todo se ha cumplido
«Todo se ha cumplido» (Jn 19,30). El Salvador ha terminado ya en la cruz el
via crucis de toda su vida. Todo lo anunciado en las Escrituras se ha
cumplido en Él exactamente, hasta en los menores detalles. Por fin ha
llegado Jesús a su hora tan ansiada; por fin le es dado consumar la ofrenda
sacrificial de su vida, manifestar la plenitud de su amor al Padre y a los
hombres, expresar la totalidad de su obediencia filial, y perfeccionar así
la salvación del mundo, expiando sobreabundantemente por los pecadores.
Pero no vive Jesús esa hora con gozo espiritual, no. Él quiere descender a
lo más profundo de la angustia humana, y hace suya la oración del salmo 21:
«¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). No es éste en
Él un gemido de desesperación y menos aún de protesta, sino de puro dolor
filial, pues muere diciendo precisamente: «Padre, en tus manos entrego mi
espíritu» (Lc 23,46). «Y Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, entregó su
espíritu» (Mt 27,50).
Jesús descansa en paz
Los soldados quebraron las piernas de los dos malhechores crucificados con
Jesús, pero a Él no, porque ya había muerto. Uno de los soldados, sin
embargo, le atravesó el pecho con la lanza, «y en seguida salió sangre y
agua... Todas estas cosas sucedieron para que se cumpliese la Escritura: “no
le quebrarán ninguno de sus huesos”. Y otro pasaje de la Escritura que dice:
”verán a aquel que traspasaron”» (Jn 19,31-37; +Éx 12,46; Sal 33,21; y Zac
12,10).
«Nuestra víctima pascual, Cristo, ya ha sido inmolada» (1Cor 5,6), y un
estremecimiento de espanto, de esperanza, de gozo, sacude a toda la
creación:
«Desde el mediodía hasta las tres de la tarde las tinieblas cubrieron toda
la región» (Mt 27,45). «Inmediatamente el velo del Templo se rasgó en dos,
de arriba abajo, la tierra tembló, las rocas se partieron y las tumbas se
abrieron... El centurión y los hombres que custodiaban a Jesús, al ver el
terremoto y todo lo que pasaba, se llenaron de miedo y dijeron:
“¡Verdaderamente, éste era Hijo de Dios!”» (27,51-54).
Oración final
Nuestro Salvador descansa ahora en la fría oscuridad del sepulcro. Y el alma
viva de Jesús muerto ora en su tumba:
«Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti...
Por eso se me alegra el corazón,
se gozan mis entrañas,
y mi carne descansa serena:
porque no me entregarás a la muerte
ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.
Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha»
(Sal 15,1.8-11).
Éste es el misterio de nuestra fe: que «Cristo murió por los pecados una vez
para siempre, el inocente por los culpables, para conducirnos a Dios. Como
era hombre, lo mataron; pero como poseía el Espíritu, fue devuelto a la
vida. Llegó al cielo, se le sometieron ángeles, autoridades y poderes, y
está a la derecha de Dios» (1Pe 3,18.22). Ahora, a causa de su encarnación,
de su muerte y de su resurrección, le ha sido dado «todo poder en el cielo y
en la tierra» (Mt 28,18). Por eso
«que su Nombre sea eterno,
y su fama dure como el sol.
Que Él sea la bendición de todos los pueblos y
lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra.
Bendito el Señor, Dios de Israel,
el único que hace maravillas.
Bendito por siempre su Nombre glorioso;
que su gloria llene la tierra.
¡Amén, amén!» (Sal 71,17-19).
2. Por qué Cristo fue mártir
En el capítulo precedente, hemos contemplado a la luz de los Evangelios la
pasión de Cristo, que comienza en Belén y se consuma en la Cruz. Jesús no
vive «guardando su vida» cuidadosamente, sino que en todas sus palabras y
acciones «entrega su vida», hasta consumar esa entrega en la Cena, en la
Cruz: «éste es mi cuerpo, que se entrega por vosotros y por todos los
hombres». Nuestro Salvador, en todas las fases de su vida, es el
testigo-mártir de la verdad, que, en perfecta abnegación de sí mismo,
entrega su vida a la muerte para darnos la verdad que va a darnos la vida. Y
lo hace, como dice el poeta, con todo conocimiento y libertad.
«En plenitud de vida y de sendero,
dio el paso hacia la muerte porque Él quiso».
Tan altos y profundos misterios nos exigen una meditación teológica
posterior. Y esta exigencia se hace más apremiante porque actualmente se
difunden muchos errores en torno al misterio de la Cruz.
Errores
sobre la identidad martirial de Cristo
Según algunos, ni Dios quiso la pasión de Cristo, ni éste conocía desde el
principio su muerte sacrificial redentora, sino que fueron las decisiones
adversas de los hombres las que produjeron el horror de la Cruz. Estos
errores son hoy frecuentes en las cristologías nuevas, y son muy graves,
pues falsean la vocación martirial de Cristo, y no solo la suya, sino
también la nuestra, pues nuestra vocación en el mundo es la misma vocación y
misión que Cristo recibe del Padre.
El profesor Olegario González de Cardedal, en su Cristología (B.A.C.,
Manuales de Teología Sapientia Fidei 24: BAC, Madrid 2001), dice así de la
pasión de Cristo (los subrayados son míos):
«Esa muerte no fue casual, ni fruto de una previa mala voluntad de los
hombres, ni un destino ciego, ni siquiera un designio de Dios, que la
quisiera por sí misma, al margen de la condición de los humanos y de su
situación bajo el pecado. La muerte de Jesús es un acontecimiento histórico,
que tiene que ser entendido desde dentro de las situaciones, instituciones y
personas en medio de las que él vivió... [...] Menos todavía fue [...]
considerada desde el principio como inherente a la misión que tenía que
realizar en el mundo [...] Su muerte fue resultado de unas libertades y
decisiones humanas en largo proceso de gestación, que le permitieron a él
percibirla como posible, columbrarla como inevitable, aceptarla como
condición de su fidelidad ante las actitudes que iban tomando los hombres
ante él y, finalmente, integrarla como expresión suprema de su condición de
mensajero del Reino»... (94-95).
«En los últimos siglos ha tenido lugar una perversión del lenguaje en la
soteriología cristiana [...] El proyecto de Dios está condicionado y
modelado por la reacción de los hombres. Dios no envía su Hijo a la muerte,
no la quiere, ni menos la exige: tal horror no ha pasado jamás por ninguna
mente religiosa» (517; cf. ss).
Así pues, la pasión de Cristo no estaba en el plan de la Providencia divina,
ni había sido anunciada por los profetas, y tampoco fue conocida por Jesús
desde el principio. Estas afirmaciones, contrarias a la Biblia y a la
Tradición, son inadmisibles.
Claro está que no quiso Dios la muerte de Cristo «por sí misma, al margen de
la condición de los humanos y de su situación bajo el pecado». ¿Cómo la
Voluntad divina providente va a establecer plan alguno en la historia de la
salvación ignorando la condición pecadora de los hombres y el juego
histórico de sus libertades? Nunca la Iglesia lo ha entendido así. Nunca se
ha dado en la Iglesia «tal degradación, que asigna la muerte de Cristo a un
Dios violento y masoquista» (517).
En ese falso planteamiento cristológico, Jesús no habría conocido desde el
principio que estaba destinado a una muerte sacrificial redentora, sino que
habría estimado durante un tiempo que podría instaurar el Reino en este
mundo, es decir, que el mundo iba a recibirle; pero más tarde, al
experimentar la creciente hostilidad de los judíos, habría ido conociendo y
aceptando su pasión de modo progresivo.
Ni la Biblia ni la Tradición católica entiende así el caminar de Cristo
hacia su Cruz. Por el contrario, la Iglesia predica, desde el principio y en
forma universal, que «Dios quiso que su Hijo muriese en la cruz», que
«Cristo quiso morir en la cruz para nuestra salvación», que «era necesario
que el Mesías padeciera», y que por eso Jesús avanzó consciente y libremente
hacia la Cruz, sin evitar aquellas palabras o acciones que a ella le
conducían. Renunciar a este lenguaje, o estimarlo inducente a error, es
contra-decir el lenguaje de la Revelación y de la fe católica. Es algo
inadmisible en teología.
El lenguaje católico
sobre el martirio de Cristo
Olegario González de Cardedal, en su Cristología, pone también en guardia
acerca de los peligros de otros términos soteriológicos usados por la Biblia
y por la Tradición católica constante. Dice así:
«Sacrificio. Esta palabra suscita en muchos [¿en muchos católicos?] el mismo
rechazo que las anteriores [sustitución, expiación, satisfacción]. Afirmar
que Dios necesita sacrificios o que Dios exigió el sacrificio de su Hijo
sería ignorar la condición divina de Dios, aplicarle una comprensión
antropomorfa y pensar que padece hambre material o que tiene sentimientos de
crueldad. La idea de sacrificio llevaría consigo inconscientemente la idea
de venganza, linchamiento... [...] Ese Dios no necesita de sus criaturas: no
es un ídolo que en la noche se alimenta de las carnes preparadas por sus
servidores» (540-541).
El profesor González de Cardedal, tratando de purificar el sentido de estas
palabras y de salvarlas, fracasa en su intento, pues lo que consigue más
bien es transferir al campo católico –que pacíficamente lleva veinte siglos
usando, amando y entendiendo rectamente esas palabras– ciertas alergias
profundas del protestantismo liberal moderno, perfectamente ajenas a la
tradición católica. ¿Qué católico, educado en la vida, en la liturgia, en la
sensibilidad de la Madre Iglesia, y formado en la enseñanza de sus grandes
maestros espirituales antiguos o modernos, siente rechazo por palabras como
sacrificio o expiación, o las entiende mal?... González de Cardedal muestra
con excesiva eficacia la peligrosidad de esas palabras, y afirma con
insuficiente fuerza su indudable validez actual. El resultado es que, en la
práctica, deja inservibles esas palabras que son tan preciosas para vivir la
fe y la espiritualidad de la Iglesia.
«Ciertos términos han cambiado tanto su sentido originario que casi resultan
impronunciables. Donde esto ocurra, el sentido común exige que se los
traduzca en sus equivalentes reales [...] Quizá la categoría soteriológica
más objetiva y cercana a la conciencia actual sea la de “reconciliación”»
(543).
Lenguaje teológico extremadamente antropomórfico es aquel que habla de un
«Dios masoquista», de «linchamiento», de «ídolo hambriento de carnes
preparadas por sus servidores», etc. Hay que reconocer honradamente que los
antropomorfismos de la Escritura sagrada resultan mucho menos peligrosos que
estos antropomorfismos arbitrarios, hoy no poco frecuentes en teología.
Para no aumentar innecesariamente el disgusto de mis lectores, he preferido
no hacer citas de otras nuevas cristologías de habla hispana, cuya novedad
radica casi exclusivamente en el hecho de haber sido enseñadas en el campo
católico, pues contienen errores ya bastante viejos en el campo protestante
liberal: Jon Sobrino, S. J., Cristología desde América Latina, CRT, México
19772; Xabier Pikaza, Los orígenes de Jesús; ensayos de cristología bíblica,
Sígueme, Salamanca 1976; José Ignacio González Faus, S. J., La humanidad
nueva; ensayo de cristología, Sal Terræ, Santander 19847; Juan Luis Segundo,
S. J., La historia perdida y recuperada de Jesús de Nazaret, Sal Terrae,
Santander 1991.
Dios «masoquista», «linchamiento», «ídolo hambriento»... La buena teología
católica se ha expresado siempre con más mesura y exactitud, evitando este
terrorismo verbal, que solo sirve para oscurecer la ratio fide illustrata,
por la que se investigan y expresan los grandes misterios de la fe.
Y en cuanto al lenguaje de la Iglesia, que se dice usado «en los últimos
tiempos», es el lenguaje del misterio de la redención tal como viene
expresado por la Revelación desde los profetas de Israel hasta nuestros
días, pasando por los evangelistas, Pablo, la Carta a los Hebreos y el
Apocalipsis. No es un lenguaje peligroso, proclive a interpretaciones
falsas, ni tampoco es un lenguaje inconveniente para el hombre de hoy.
Requiere, sin duda, ser explicado en la catequesis y en la misma predicación
de la Iglesia. Pero ésta es una exigencia del lenguaje de la fe en todos los
tiempos y culturas.
Por otra parte, esas renuncias verbales, sugeridas acerca de la expresión
tradicional de la fe católica, llevan consigo necesariamente otras renuncias
inadmisibles a no pocas expresiones claves de la Revelación, como, por
ejemplo, «no se haga mi voluntad, sino la tuya», «obediente hasta la
muerte», «para que se cumplan las Escrituras», y tantas otras.
Dos tendencias cristológicas
Para considerar más a fondo estas cuestiones, se hace preciso recordar que
ya en la cristología de los primeros siglos se distinguen dos tendencias:
–la alejandrina, que partiendo del Verbo hacia el hombre, pone en la
humanidad de Cristo cuantas perfecciones son compatibles con la condición
humana y con su misión redentora; y
–la antioquena, que partiendo del hombre hacia el Verbo, admite en Jesús
cuantas imperfecciones de la condición humana son compatibles con su
santidad personal, ateniéndose al principio de encarnación humillada
(kenosis; cf. Flp 2,7).
Las dos tendencias son ortodoxas y complementarias, y hallan su síntesis en
el concilio de Calcedonia (451), que confiesa «un solo y el mismo Cristo
Señor, Hijo unigénito en dos naturalezas» (Dz 302). Pero las dos
orientaciones doctrinales, cuando pierden la armoniosa síntesis de la fe
católica, derivan necesariamente hacia grandes errores:
–la tendencia alejandrina, llevada al extremo, conduce al monofisismo, en el
que la divinidad de Cristo hace desaparecer la realidad de su humanidad
(herejía condenada en Calcedonia, 451); y
–la antioquena, indebidamente acentuada, lleva al nestorianismo, en el que
de tal modo se afirma la humanidad de Cristo, que se oscurece su condición
divina (herejía condenada en el concilio de Efeso, 431, y en el de
Calcedonia, 451).
Para los nestorianos, Cristo, en realidad, es un hombre elegido,
ciertamente, pero no más que un hombre. Hay en Cristo dos sujetos distintos,
el Verbo divino y el Jesús humano, de tal modo que si aquél es Hijo eterno
de Dios, éste es solo hijo de María en el tiempo. Esta teología trae consigo
gravísimos errores en el entendimiento del misterio de Cristo. Uno de ellos
–sin duda uno de los más odiosos– es el error de afirmar que, propiamente,
María no es Madre de Dios, sino madre simplemente de Jesús, hombre
perfectamente unido a Dios. Los arrianos y los adopcionistas derivan hacia
errores semejantes.
Actualidad del nestorianismo
La conciencia que Cristo tiene, durante su vida mortal, tanto de su
identidad personal divina como de su misión redentora sacrificial, viene
atestiguada claramente por la sagrada Escritura y por la Tradición católica.
Esa conciencia, sin embargo, ha sido negada desde el siglo XIX por el
protestantismo crítico liberal, y hoy también, más o menos abiertamente, por
los teólogos católicos progresistas. En efecto, es indudable que los errores
cristológicos de nuestro tiempo se acercan mucho más al polo nestoriano que
al polo monofisista.
La antigua posición nestoriana se refleja bien en este claro texto del
antioqueno Teodoro de Mopsuestia (+428), cuya cristología fue condenada en
el concilio II de Constantinopla (553): «Uno es el Dios Verbo y otro Cristo,
el cual sufrió las molestias de las pasiones del alma y de los deseos de la
carne, que poco a poco se fue apartando de lo malo y así mejoró por el
progreso de sus obras, y por su conducta se hizo irreprochable, que como
puro hombre fue bautizado en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo y fue hecho digno de la filiación divina; y que a semejanza de una
imagen imperial, es adorado como efigie de Dios Verbo, y que después de la
resurrección se convirtió en inmutable en sus pensamientos y absolutamente
impecable» (Dz 434).
Hay que reconocer que las palabras de este nestoriano resuenan hoy con un
acento muy moderno. En efecto, no pocos teólogos actuales vienen a decir lo
mismo, aunque en términos más ambiguos y oscuros. Varios de ellos sugieren
que en Cristo se unen de modo perfecto la persona divina del Verbo eterno y
la persona humana de Jesús de Nazaret. Reiteran así el viejo error
nestoriano, pues, como dice el Catecismo, «la herejía nestoriana veía en
Cristo una persona [humana] junto a la persona divina del Hijo de Dios» (n.
466).
Esta renovación moderna del nestorianismo ya fue reprobada por Pío XI en
1931 (Lux veritatis 12) y por la Congregación para la Doctrina de la Fe en
1972 (Decl. Mysterium Filii Dei 3).
Juan Pablo II rechazando también ese «nuevo lenguaje» teológico, en el que
«se ha llegado a hablar de la existencia de una persona humana en
Jesucristo», insiste en que la humanidad de Cristo «ha servido para revelar
la divinidad, su persona de Verbo-Hijo. Y al mismo tiempo, Él, como
Dios-Hijo, no era por esto menos hombre. Más aún, por este hecho Él era
plenamente hombre, o sea, en la asunción de la naturaleza humana en unidad
con la Persona divina del Verbo, Él realizaba en plenitud la perfección
humana» (Aud. general 23-III-1988).
La pasión del Verbo encarnado
A la hora de contemplar la identidad martirial de Jesucristo tiene suma
importancia saber y creer que todo en Él ha de ser atribuido a una persona
única y divina, no solo los milagros, también los sufrimientos y la misma
muerte, pues «el que ha sido crucificado en la carne, nuestro Señor
Jesucristo, es verdadero Dios, Señor de la gloria y uno de la Santísima
Trinidad» (Constantinopla II: Dz 432; cf. 424).
El Verbo divino, para poder redimirnos con sus padecimientos, asumió una
naturaleza humana, y en ella, Él mismo, experimentó penalidades, dolores y
muerte, que tuvieron para nosotros infinita fuerza expiatoria y redentora:
Dice San Luis María Grignion de Montfort: «De lo anterior debemos inferir,
con Santo Tomás [cf. p.ej., STh III,46,8] y los Santos Padres, que el buen
Jesús padeció más que todos los mártires que han existido o existirán hasta
el fin del mundo. Si, pues, el menor de los dolores del Hijo de Dios es más
valioso y debe conmovernos más que si todos los ángeles y hombres hubieran
muerto y sido aniquilados por nosotros, ¿cuál no debe ser nuestro dolor,
agradecimiento y amor para con Él, ya que padeció por nosotros cuanto es
posible y con tales excesos de amor, sin estar obligado a ello? “Por la
dicha que le esperaba sobrellevó la cruz” (Heb 12,2). Es decir, que
Jesucristo, la Sabiduría eterna, habiendo podido permanecer en la gloria del
cielo, infinitamente alejado de nuestra indigencia, prefirió, por nuestro
amor, bajar a la tierra, encarnarse y ser crucificado. Una vez hecho hombre,
podía comunicar a su cuerpo el gozo, la inmortalidad y la alegría de que
ahora goza. Pero no quiso obrar así para poder padecer» (El amor de la
Sabiduría eterna 163).
Un Cristo
que ignora su destino a la Cruz
Atribuir, pues, a Cristo una ignorancia más o menos duradera de su pasión
solo es posible si de Él se tiene una visión teológica de corte nestoriano o
arriano o adopcionista, en alguna de sus innumerables modalidades explícitas
o implícitas.
Si González de Cardedal en su Cristología reconoce esa ignorancia en Cristo,
que solo poco a poco fue «columbrando como inevitable» su pasión (95), esa
posición es coherente con su teología acerca de la humanidad de Jesús.
Considera este profesor, en efecto, un «malentendido» partir «del hecho de
que Cristo es la gran excepción, el gran milagro o enigma de lo humano, [y]
que por tanto habría que pensarlo con otras categorías al margen de como
pensamos la relación de Dios con cada hombre y la relación del hombre con
Dios» (450).
¿Qué se quiere decir con esas palabras?... Los teólogos católicos, sin duda,
pensamos la relación del Verbo divino con la humanidad de Jesús con
«categorías distintas de las que nos valen para afirmar la relación de Dios
con cada hombre y la relación de cada hombre con Dios». Y si así no
hiciéramos, no nos sería posible confesar la unión hipostática, es decir,
permanecer en la fe católica, sino que solo podríamos afirmar en Cristo una
unión de gracia con el Verbo divino, que por muy perfecta que fuere, no
podría sacarnos de alguna de las innumerables variantes del arrianismo, del
nestorianismo o del adopcionismo.
Un Cristo «muy humano»
Ese Cristo «muy humano», que ignora durante años su vocación a una muerte
redentora, y que solo poco a poco la va conociendo, aceptando e integrando
en su fidelidad a Dios, no es el Cristo de los evangelios, no es el Cristo
de la fe católica. Es el Cristo nestoriano del protestantismo liberal
decimonónico y del catolicismo progresista actual, que no reconocería como
verdadera la humanidad de Jesús si no hubiera en ella concupiscencia
–verdadera inclinación al mal–, aunque, de hecho, nunca Jesús se hubiera
dejado llevar por ella.
El teólogo luterano Oscar Cullmann, por ejemplo, estima que Cristo, sin esa
inclinación al mal y esa dificultad para el bien, aunque se reconozca que de
hecho no pecó nunca (Jn 8,46), no hubiera sido «absolutamente humano», no se
habría hecho por nosotros pecado (2Cor 5,21) y maldición (Gál 3,13), ni
podría decirse que fue tentado de verdad.
Cuando vemos a Cristo, escribe Cullmann, «tentado en todo (kata panta) a
semejanza nuestra» (Heb 4,15), «en realidad estas palabras aluden a la
tentación general que está vinculada a nuestra debilidad humana y a la que
estamos todos expuestos. La expresión como nosotros no se emplea por mera
fórmula; tiene sentido profundo. Esta declaración de la Carta a los Hebreos,
que va más allá del testimonio de los Sinópticos, es tal vez la afirmación
más osada de todo el Nuevo Testamento sobre el carácter absolutamente humano
de Jesús» (Cristología del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1997, 152).
Estamos ante el Cristo del novelista griego Niko Kazantakis, cuya novela fue
llevada recientemente al cine con el título de La última tentación de
Cristo. Estamos ante un Jesús que solo tardíamente y con grandes luchas
interiores acepta su propia muerte. Es un extraño Jesús que, según esos
planteamientos cristológicos, en la mayor parte de su vida sufre aquella
misma ignorancia que varias veces reprocha a sus discípulos, cuando los
acusa de no haber entendido que todas las Escrituras antiguas anuncian la
Pasión del Mesías, y que en todas ellas se afirma que «era necesario que el
Mesías padeciera» la muerte para la salvación de todos.
Los errores de las cristologías católicas nuevas se difunden tanto en los
últimos decenios que la Comisión Teológica Internacional, en 1985, estima
conveniente reafirmar la fe católica impugnada. Cristo, afirma la Comisión,
conoce durante su vida su propia identidad personal divina y es también
plenamente consciente de su misión redentora sacrificial, claramente
anunciada y revelada en las Escrituras (propos. 1 y 2).
Muy pesimistas son los que piensan que lo más humano es lo más defectuoso, o
incluso pecaminoso. Esta visión les lleva a considerar «poco humanos» a los
santos, al ser éstos tan perfectos. Los santos, al haberse despojado tan
radicalmente de la condición pecadora, por obra del Espíritu Santo, son
vistos por ellos como des-humanizados. Terrible error, según el cual los
pecadores serían más humanos que los santos. Este error causa en la
cristología estragos enormes y en toda la espiritualidad cristiana,
especialmente en la «teología de la perfección» referente a la vida
religiosa.
Visión católica de «lo humano»
La visión católica es justamente la contraria. La fe muestra que el hombre
débil, vulnerable a la tentación, apenas libre, sujeto a su propia voluntad,
al mundo y al diablo, es decir, el hombre pecador, viene a ser escasamente
humano. En efecto, la verdad real del hombre es ser imagen de Dios y gozar
de la libertad de los hijos de Dios. La visión católica estima, pues, muy al
contrario de las versiones modernas del nestorianismo, que solo el santo es
plenamente humano, pues solo él realiza, con la gracia de Dios, la verdad
plena de su propia vocación originaria: ser «imagen y semejanza de Dios».
Es, por ejemplo, la perspectiva mental y terminológica de un San Ignacio de
Antioquía (+110?), cuando entiende su próximo martirio como verificación
total de su propia persona en la visión de Dios: «llegado allí seré de
verdad hombre» (Romanos VI,2). Jesucristo es «el hombre perfecto», el Adán
segundo que concede al hombre la posibilidad de ser plenamente humano,
haciéndole hijo de Dios (Juan Pablo II, Redemptor hominis 1979, 23).
Jesucristo es perfectamente humano no a pesar de conocer su identidad
personal divina, y a pesar de ser consciente de que toda su vida está
destinada a consumarse en el sacrificio de la Cruz, sino a causa de ello
precisamente.
Jesucristo quiso la Cruz
Jesús, en su vida pública, actúa y habla con la absoluta libertad propia de
un hombre que se sabe condenado a muerte y que, por tanto, no tiene por qué
proteger su vida. Él sabe que es el Cordero de Dios destinado al sacrificio
redentor que va a traer la salvación del mundo.
Que esto es así lo hemos visto y comprobado claramente en el capítulo
anterior. Jesús es siempre consciente de su vocación martirial, de la que su
ciencia humana tiene un conocimiento progresivo, pero siempre cierto. Y si,
además, anuncia a sus discípulos que en este mundo van a ser perseguidos
como Él lo ha sido; y si les enseña que también ellos han de «dar su vida
por perdida», si de verdad quieren ganarla (Lc 9,23), es porque, habiendo
sido esa vocación martirial la actitud suya de toda su vida, quiere que ésa
misma actitud martirial constante sea la de todos los suyos: «Yo os he dado
el ejemplo, para que vosotros hagáis también como yo he hecho» (Jn 13,15).
Jesús, como hemos visto, con toda conciencia, se enfrenta duramente desde el
principio de su vida pública con los tres estamentos de Israel más capaces
de decidir su proscripción social y su muerte: se enfrenta con la clase
sacerdotal, se enfrenta con los maestros de la Ley, escribas, fariseos y
saduceos, y se enfrenta con los ricos, notables y poderosos. No choca hasta
la muerte contra estos poderes mundanos por un vano espíritu de
contradicción, que sería despreciable e injustificable. En absoluto. Jesús
arriesga su vida hasta el extremo de perderla porque ama a los hombres
pecadores, porque quiere salvarlos. Él no duda en perder su vida, predicando
a los pecadores muertos aquella verdad que es capaz de vivificarles.
Jesús, desde el principio de su vida pública, choca frontalmente con los
sacerdotes, teólogos y notables de su tiempo, y lo hace con palabras y
acciones que perfectamente hubiera podido omitir o suavizar. Jesús,
conociendo el corazón de estos hombres, consciente del odio que sus
intervenciones van a ocasionar en ellos, conocedor del gran poder social que
ellos tienen, sabiendo perfectamente por la Escritura, por sus conocimientos
adquiridos y por sus iluminaciones interiores que «Israel mata a todos los
profetas» y que «es necesario que el Mesías padezca hasta la muerte», camina
desde el principio derechamente hacia su muerte, con toda conciencia y
libertad.
–La sagrada Escritura, por lo demás, nos «dice» abiertamente que Jesús quiso
morir por nosotros en la Cruz.
Cristo «sabía todo lo que iba sucederle» (Jn 18,4), lo anuncia con todo
detalle en varias ocasiones, y hubiera podido evitarlo. Pero no, «entrega»
su cuerpo en la Cena y «derrama» en ella su sangre. Jesús se acerca a su
hora libremente, para dar su vida y para volverla a tomar (Jn 10,18). Él
quiere que se cumplan en su muerte todas las predicciones de la Escritura
(Lc 24,25-27). Nadie le quita la vida: es Él quien la entrega libremente (Jn
10,17-18). En la misma hora del prendimiento, Él sabe bien que legiones de
ángeles podrían venir para evitar su muerte (Mt 26,53). Pero Él no pide esa
ayuda, ni permite que lo defiendan sus discípulos (Jn 18,10-11). Tampoco se
defiende a sí mismo ante sus acusadores, sino que permanece callado ante
Caifás (Mt 26,63), Pilatos (27,14), Herodes (Lc 23,9) y otra vez ante
Pilatos (Jn 19,9). Sí, Él «se entrega», se ofrece verdaderamente a la
muerte, a una muerte sacrificial y redentora. Y nosotros hemos de confesar,
como San Pablo, que el Hijo de Dios nos amó y, con plena libertad, se
entregó hasta la muerte para salvarnos (Gál 2,20).
–La liturgia, que diariamente confiesa y celebra la fe de la Iglesia, «dice»
una y otra vez lo mismo que la sagrada Escritura. Solo un ejemplo:
Cristo «con la inmolación de su cuerpo en la cruz, dio pleno cumplimiento a
lo que anunciaban los sacrificios de la antigua alianza, y ofreciéndose a sí
mismo por nuestra salvación, quiso ser al mismo tiempo sacerdote, víctima y
altar» (Pref. V Pascua).
–Los Padres y los santos «dicen» lo mismo:
Es el lenguaje, por ejemplo, que San Alfonso María de Ligorio emplea, con
abundantes citas de la Biblia y de los Padres, en sus Meditaciones sobre la
Pasión de Jesucristo: «Del amor que Jesucristo nos ha manifestado, queriendo
satisfacer él mismo a la justicia divina por nuestros pecados» (I.p, cp.1);
«Jesucristo quiso padecer tantos trabajos por nuestro amor para
manifestarnos el grande amor que nos tiene» (ib. cp.2); «Jesucristo quiso
por nuestro amor padecer desde el principio de su vida todas las penas de su
Pasión» (ib. cp.3); «Del gran deseo que tuvo Jesucristo de padecer y morir
por nuestro amor» (ib. cp.4); «Del amor que nos ha mostrado Jesucristo
queriendo morir por nosotros» (ib. cp.16); etc. (Cito las Meditaciones sobre
la Pasión de Jesucristo de Ligorio por la ed. de Palabra, Madrid 1996,18, en
la que se reúnen varias obras suyas).
Si así «dicen», si así se expresan la Escritura, la liturgia, los Padres y
la tradición, ¿cómo nos atreveremos nosotros a «contra-decirles»?
Cristo quiso la Cruz, y la quiso porque Dios quiso la Cruz, es decir, porque
ésta era la eterna voluntad salvífica de Dios providente. Y los cristianos
católicos están familiarizados desde niños con estas realidades de la fe y
con los modos bíblicos y tradicionales de expresión –sacrificio, expiación,
voluntad de Dios, plan de la Providencia divina, obediencia de Cristo,
ofrenda sacrificial de su propia vida, etc.–, y no les producen, obviamente,
ningún rechazo, sino amor al Señor, devoción y estímulo espiritual.
Los gravísimos errores de los protestantes sobre el misterio de la Cruz
hicieron necesario que el Concilio de Trento (1545-1563) diera la luz
católica de la Iglesia sobre tema tan alto. Poco después, el Catecismo de
Trento (1566, también llamado de San Pío V o Catecismo Romano) difundió a
toda la Iglesia, especialmente a los párrocos, la doctrina conciliar. En ese
Catecismo se enseña:
«Cristo murió porque quiso morir por nuestro amor. Cristo Señor murió en
aquel mismo tiempo que él dispuso morir, y recibió la muerte no tanto por
fuerza ajena, cuanto por su misma voluntad. De suerte que no solamente
dispuso Él su muerte, sino también el lugar y tiempo en que había de morir».
El Catecismo cita seguidamente Jn 10,17-18 y Lc 13,32-33.
«Y así nada hizo él contra su voluntad o forzado, sino que Él mismo se
ofreció voluntariamente, y saliendo al encuentro a sus enemigos, dijo: “Yo
soy”, y padeció voluntariamente todas aquellas penas con que tan injusta y
cruelmente le atormentaron». Y esto ha de provocar especialmente nuestro
afecto agradecido, «porque cuando uno padece por nosotros todo género de
dolores, si no los padece por su voluntad, sino porque no los puede evitar,
no estimamos esto por grande beneficio; pero si por solo nuestro bien recibe
gustosamente la muerte, pudiéndola evitar, esto es una altura de beneficio
tan grande» que suscita el más alto agradecimiento. «En esto, pues, se
manifiesta bien la suma e inmensa caridad de Jesucristo, y su divino e
inmenso mérito para con nosotros» (I p., cp.V,82).
Dios quiso la Cruz de Cristo
Venimos ya con esto al tema principal. ¿Quiso Dios realmente la muerte
espantosa de Jesús o ésta debe ser atribuida solamente a la maldad de
Pilatos, del Sanedrín y del pueblo judío de entonces? La tradición católica,
basándose en la Escritura y expresándose tantas veces en la Liturgia, da una
respuesta absolutamente afirmativa. Quiso Dios que Cristo muriese para
nuestra salvación, ofreciendo el sacrificio de su vida en la Cruz.
–Las Escrituras antiguas y nuevas lo «dicen» clara y frecuentemente:
La Escritura asegura que Jesús se acerca a la Cruz «para que se cumplan» en
todo las predicciones de la Escritura, es decir, los planes eternos de Dios
(Lc 24,25-27; 45-46). Es la verdad que, desde el principio mismo de la
Iglesia, confiesa Simón Pedro predicando a los judíos, cuando les dice:
Cristo «fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de
Dios» (Hch 2,23); «vosotros pedisteis la muerte para el Autor de la vida...
Ya sé que por ignorancia lo hicisteis... Y Dios ha dado así cumplimiento a
lo que había anunciado por boca de todos los profetas, la pasión de su
Cristo. Arrepentíos, pues, y convertíos» (Hch 3,15-19). El hecho de que la
Providencia divina quiera permitir tal crimen no elimina en forma alguna la
culpabilidad de quienes entregan a la muerte al Autor de la vida, por lo que
es necesario el arrepentimiento.
Según la voluntad de Dios, por el modo admirable de la Cruz, «hemos sido
rescatados con la sangre preciosa de Cristo, cordero sin defecto ni mancha,
ya previsto antes de la creación del mundo, pero manifestado [ahora] al
final de los tiempos» (1Pe 1,18-19). Y sigue diciendo el mismo Pedro, esta
vez orando al Señor: «Herodes y Poncio Pilato se aliaron contra tu santo
siervo, Jesús, tu Ungido; y realizaron el plan que tu autoridad había de
antemano determinado» (Hch 4,27-28).
Es la misma fe de Juan evangelista: Dios «nos amó y envió a su Hijo, como
víctima expiatoria de nuestros pecados» (1Jn 4,10). Es la misma fe de San
Pablo: el Siervo de Yavé, el Hijo fiel, el nuevo Adán obediente, realiza «el
plan eterno» que Dios, «conforme a su beneplácito, se propuso realizar en
Cristo, en la plenitud de los tiempos» (Ef 1,9-11; 3,8-11; Col 1,26-28). Por
eso Cristo fue «obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz» (Flp 2,8);
obediente, por supuesto, a la voluntad del Padre (Jn 14,31), no a la de
Pilatos o a la del Sanedrín. Y para obedecer ese maravilloso plan de Dios,
para eso «se entregó por nosotros, ofreciéndose a Dios en sacrificio de
agradable perfume» (Ef 5,2).
–La Liturgia antigua y la actual de la Iglesia «dice» con frecuencia que
quiso Dios la cruz redentora de Jesús. Solo dos ejemplos:
«Dios todopoderoso y eterno, tú quisiste que nuestro Salvador se hiciese
hombre y muriese en la cruz, para mostrar al género humano el ejemplo de una
vida sumisa a tu voluntad» (Or. colecta Dom. Ramos). «Oh Dios, que para
librarnos del poder del enemigo, quisiste que tu Hijo muriera en la cruz»
(Or. colecta Miérc. Santo).
–La Tradición católica de los Padres, del Magisterio y de los grandes
maestros espirituales «dice» una y otra vez que «Dios quiso» en su
providencia el sacrificio redentor de Cristo en la Cruz.
Es el lenguaje católico empleado, por ejemplo, por Luis de la Palma, S. J.,
en su obra Historia de la sagrada Pasión sacada de los cuatro Evangelios, en
la que expresa maravillosamente la tradición teológica y espiritual de los
Padres y de los santos. Es la fe que San Alfonso María de Ligorio profesa
lleno de asombro: «La Iglesia [en el Exultet de la Vigilia Pascual],
henchida de gozo, exclama: “¡Oh admirable dignación de tu piedad para con
nosotros!, ¡oh inefable y nunca bastante ponderado amor!, ¡para rescatar al
esclavo entregaste el Hijo a la muerte!”... ¡Oh Dios de infinito amor! ¿Cómo
os llevó vuestro corazón a usar con nosotros de una piedad tan admirable?
¿Quién jamás acertará a sondear este profundo abismo de amor?» (Med. sobre
la Pasión de Cristo, I p., cp.15).
El Catecismo de Trento «dice» lo mismo:
«No fue casualidad que Cristo muriese en la Cruz, sino disposición de Dios.
El haber Cristo muerto en el madero de la Cruz, y no de otro modo, se ha de
atribuir al consejo y ordenación de Dios, “para que en el árbol de la cruz,
donde tuvo origen la muerte, de allí resurgiera la vida” (Pref. Cruz).
«Ha de explicarse con frecuencia al pueblo cristiano la historia de la
pasión de Cristo... Porque este artículo es como el fundamento en que
descansa la fe y la religión cristiana. Y también porque, ciertamente, el
misterio de la Cruz es lo más difícil que hay entre las cosas [de la fe] que
hacen dificultad al entendimiento humano, en tal grado que apenas podemos
acabar de entender cómo nuestra salvación dependa de una cruz, y de uno que
fue clavado en ella por nosotros.
«Pero en esto mismo, como advierte el Apóstol, hemos de admirar la suma
providencia de Dios: “ya que el mundo, con su sabiduría, no reconoció a Dios
en las obras que manifiestan su sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes
por la locura de la predicación... y predicamos a Cristo crucificado,
escándalo para los judíos y locura para los paganos” (1Cor 1,21)... Y por
esto también, viendo el Señor que el misterio de la Cruz era la cosa más
extraña, según el modo de entender humano, después del pecado [primero]
nunca cesó de manifestar la muerte de su Hijo, así por figuras como por los
oráculos de los Profetas» (I p., V,79-81).
La Voluntad divina,
lo que Dios quiere o quiere-permitir
El misterio de la voluntad de Dios pro-vidente, que quiere y que permite, es
revelado desde muy antiguo, al menos en sus líneas esenciales, a Israel y a
la Iglesia. Es uno de los misterios de la fe más pronto iluminados por la
Revelación divina. Otras verdades fueron reveladas mucho más tarde. Pero
estas verdades formidables han sido siempre conocidas por los creyentes.
–La voluntad de Dios es omnipotente: «el Señor todo lo que quiere lo hace:
en el cielo y en la tierra» (Sal 134,6); «¿quién puede resistir Su
voluntad?» (Rm 9,19). Y Dios no ama el mal: «tú no eres un Dios que ame la
maldad» (Sal 5,5).
–Pero Dios ha querido crear al hombre libre, porque ha querido hacerlo a
imagen suya: «Dios hizo al hombre desde el principio, y lo dejó en manos de
su albedrío» (Eclo 15,14). Y Dios quiere respetar esa libertad del hombre,
que es una libertad de criatura, y que, por tanto, puede fallar, y a veces
falla en el pecado.
–Dios, por tanto, quiere-permitir el pecado, en la medida fijada por su
amorosa providencia. Es decir, Él quiere-promover el bien y quiere-permitir
el mal en la medida y el modo que su Sabiduría omnipotente y misericordiosa
decide.
–Y Él sabe sacar bienes de los males, pues todo lo domina con una
providencia bondadosa: «vosotros creíais hacerme mal –dice José a sus
hermanos–, pero Dios ha hecho de él un bien» (Gén 50,20).
–Nada, pues, puede suceder en la historia humana que escape al dominio del
Señor, que prevalezca en contra de la Voluntad divina providente. Es
imposible. Es impensable.
La Revelación afirma una y otra vez que «Dios reina sobre las naciones» (Sal
46,9). «Sí, lo que yo he decidido llegará, lo que yo he resuelto se
cumplirá... Si Yavé Sebaot toma una decisión ¿quién la frustrará? Si él
extiende su mano ¿quién la apartará?» (Is 14,24.27). «De antemano Yo anuncio
el futuro; por adelantado, lo que aún no ha sucedido. Yo digo: “mi designio
se cumplirá, mi voluntad la realizo”... Lo he dicho y haré que suceda, lo he
dispuesto y lo realizaré» (46,10-11).
–Todo esto los fieles lo saben de siempre por la fe, y están perfectamente
familiarizados con ese lenguaje: «lo ha dicho Él ¿y no lo hará? Lo ha
prometido ¿y no lo mantendrá?» (Núm 23,9). La potencia irresistible y
bondadosa de la Voluntad divina providente ha sido conocida siempre por los
creyentes. Gracias a esa maravillosa eficacia de la Voluntad divina, estamos
los fieles bien seguros de que «todas las cosas cooperan al bien de los que
aman a Dios» (Rm 8,28; cf. Catecismo 309-314).
–Algunas distinciones teológicas se establecieron en la Iglesia muy pronto
para ayudar a penetrar y a expresar este misterio. Ya Tertuliano (+220?)
distingue en Dios una voluntas prior y una voluntas posterior (Adversus
Marcionem 2,11); y San Juan Damasceno (+749), de modo semejante, distingue
una voluntad divina primaria o antecedente y otra consecuente (De fide
orthodoxa 2,29):
–la voluntad antecedente de Dios no es absoluta, sino condicionada: quiere
Dios en principio, por ejemplo, la santidad de cada hombre, pero la quiere
con voluntad antecedente, condicionada a otras disposiciones del mismo Dios,
es decir, la quiere si no se opone a ello un bien mayor, por Él mismo
querido; la quiere, pero queriendo al mismo tiempo respetar la libertad que
Él mismo da al hombre. Por eso la voluntad antecedente de Dios no siempre se
realiza.
–la voluntad consecuente de Dios, en cambio, es infalible y absolutamente
eficaz: es lo que Dios quiere en concreto, aquí y ahora, dentro del orden
maravilloso de su Providencia, llena de sabiduría y de bondad, de amor y de
misericordia.
En referencia a la Cruz de Cristo, por supuesto, la voluntad divina no es en
principio y antecedente, sino en concreto, providente y consecuente. Pero es
una verdadera y real voluntad de Dios: Dios la quiso. Y los fieles de todas
las épocas, educados en la atmósfera luminosa de la Iglesia católica, aunque
no conozcan esas distinciones teológicas, enseñados por el Espíritu Santo,
asumen con toda sencillez y confianza esos misterios, también el misterio de
la Cruz de Cristo, un misterio, por cierto, que ellos mismos están viviendo
en sus propias vidas.
El lenguaje de la fe católica
Quiso Dios que Cristo nos redimiera mediante la muerte en la Cruz. Quiso
Cristo entregar su cuerpo y su sangre en la Cruz, como Cordero sacrificado,
para quitar el pecado del mundo. Ésta es una verdad formalmente revelada en
muchos textos de la Escritura, y que por tanto no puede ser discutida, ni
aludida con reticencia por ningún teólogo, como si su expresión fuera
equívoca. Podrán y deberán ser explicadas esas palabras, pero en forma
alguna es admisible que sean contra-dichas.
Allí donde la Escritura dice que Dios quiso, no puede el teólogo decir que
Dios no quiso. O allí donde la Escritura dice que Cristo es sacerdote, el
teólogo no puede decir que Cristo no fue sacerdote, sino explicar que lo
fue, en qué sentido lo fue, y en cuál no.
El teólogo niega su propia identidad si contra-dice la Palabra divina. No
puede preferir sus modos personales de expresar el misterio de la fe a los
modos elegidos por el mismo Dios en la Escritura y en la Tradición eclesial.
No puede suscitar en los fieles alergias indebidas al lenguaje empleado por
Dios en la Revelación de sus misterios. Puesto que Dios, para expresar
realidades sobre-naturales, emplea el lenguaje humano, necesariamente usará
de antropomorfismos. Pero en la misma necesidad ineludible se verá el
teólogo: también su lenguaje se verá indefectiblemente afectado de
antropomorfismos, pues emplea una lengua humana. La diferencia –bien
decisiva– está en que el lenguaje de la Revelación, asistido siempre por el
Espíritu Santo en la Tradición viva de la Iglesia, jamás induce a error,
sino que lleva a la verdad completa. Mientras que un lenguaje contradictorio
al de la Revelación, arbitrariamente producido por los teólogos, puede
llevar y lleva a graves errores.
Los cristianos viven desde niños su fe en el sentido católico de la Madre
Iglesia. Ella les ha enseñado no solo a hablar de los misterios de la fe,
sino también a entenderlos rectamente, a la luz de una Tradición luminosa y
viviente. Si los fieles «permanecen atentos a la enseñanza de los apóstoles»
(Hch 2,42), esas limitaciones inevitables del lenguaje humano religioso
jamás podrán inducirles a error.
Pero demos un paso más en nuestra meditación teológica.
¿Por qué quiso Dios que Cristo fuera
mártir en su vida y en su muerte?
¿Por qué quiso Dios restaurar el mundo mediante el martirio de Jesús? ¿Por
qué quiso Dios ese plan, al parecer tan cruel y absurdo, prefiriéndolo a
otros posibles?
Recordaré las principales razones teológicas, que clásicamente responden esa
pregunta. Algunas de ellas están enseñadas en la misma Revelación. Quiso
Dios la pasión de Cristo porque quiso revelar así plenamente 1) el amor
divino, 2) la verdad que salva, 3) el valor de la obediencia y de todas las
virtudes, 4) el horror del pecado, 5) la necesidad de expiarlo con amor y
dolor, y 6) la necesidad que el hombre tiene de cruz para alcanzar la
salvación.
1.– para revelar el amor divino
«Dios es caridad... Y a Dios nunca lo vio nadie» (1Jn 4,8.12). La cruz de
Cristo es la epifanía máxima de un Dios, que es amor eterno trinitario. La
cruz es la máxima manifestación posible del Amor divino. Por eso quiso Dios
la cruz de Cristo. Dios declara su amor por primera vez en la creación,
sobre todo en la creación del hombre. Pero oscurecida la mente de éste por
el pecado, esa revelación natural no basta. Se amplía, pues,
cualitativa-mente en la encarnación del Verbo, en toda la vida y el
ministerio profético de Cristo. Y llega al máximo en la cruz, donde el Verbo
encarnado «nos amó hasta el extremo» (Jn 13,1).
Si la misión de Cristo era revelar a Dios, que es amor, «necesitaba» Cristo
llegar a la cruz para «finalizar» de expresarnos el Amor divino. Sin su
muerte en la cruz, la revelación del Amor divino hubiera sido insuficiente,
y no hubiera conmovido el corazón de los pecadores. Si expresando Dios su
amor por los hombres en el dolor de la cruz, sin embargo, hay tantos que ni
aun así se conmueven, ¿cómo los pecadores hubieran podido creer en el amor
que Dios les tiene sin la elocuencia suprema de la Cruz?
–El amor que nos tiene el Padre se declara totalmente en la cruz, «epifanía
de la bondad y del amor de Dios hacia los hombres» (Tit 3,4). Pues «Dios
acreditó (demostró) su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores todavía
[enemigos suyos], Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8; +Ef 2,4-5). «Tanto amó
Dios al mundo que le entregó a su Hijo único» en Belén y en el Calvario, en
la encarnación y en la cruz (Jn 3,16).
–El amor de Cristo al Padre, amor infinito, inefable, solo en la cruz
alcanza su plena epifanía. «Conviene que el mundo conozca que yo amo al
Padre y que, según el mandato que me dio el Padre, así hago» (Jn 14,31). En
la Cena, entiende Jesús su muerte sangrienta como la declaración suprema de
su amor al Padre y como la proclamación plena del primer mandamiento: amar a
Dios con todo el corazón. Así hay que amar a Dios, hasta la muerte, hasta
dar la vida por Él.
–El amor que Cristo nos tiene se declara totalmente solo en la Cruz. Cuando
uno ama a alguien, da pruebas de su amor comunicándole su ayuda, su tiempo,
su compañía, su dinero, su casa. Pero, ciertamente, «nadie tiene un amor
mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Ésa es la
epifanía máxima del amor, la entrega hasta la muerte. Pues bien, Cristo es
el buen Pastor, que entrega su vida por sus ovejas (10,11), que da su vida
para congregar en un Cuerpo único a quienes andaban dispersos (12,51-52).
Nadie, pues, podrá ya dudar del amor de Cristo. Él ha entregado su vida en
la cruz por nosotros, pudiendo sin duda evitarla. Por eso cada uno de
nosotros ha de decir como Pablo: «el Hijo de Dios me amó y se entregó por
mí» (Gál 2,20).
–El amor que nosotros hemos de tener a Dios ha de ser como el de Cristo,
hasta dar la vida por Su gloria. Sin la cruz de Cristo no hubiéramos llegado
a conocer plenamente la profundidad total del primer mandamiento de la ley
judía y cristiana.
–El amor que nosotros hemos de tener a los hombres, sin la cruz, tampoco
hubiera podido ser conocido por nosotros, pues es en ella donde se nos
revela plenamente. «Habéis de amaros los unos a los otros como yo os he
amado», hasta la marginación total, el dolor, la ignominia, hasta la muerte
(Jn 13,34). Cristo «dio su vida por nosotros, y nosotros debemos dar nuestra
vida por nuestros hermanos» (1Jn 3,16). Sin la cruz, esta norma no hubiera
quedado claramente promulgada.
2.– para revelar la verdad
Cristo es enviado «para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37). En efecto,
sabe Dios que el hombre, sujeto al Padre de la Mentira y engañado por el
pecado, solamente podrá ser liberado de la mentira si halla el camino en la
verdad. Y por eso nos envía a su Salvador, que es «camino, verdad y vida»
(+Jn 14,6).
Pero si el testimonio de la verdad es la clave de la salvación de la
humanidad, es preciso que Cristo lo dé con la máxima fuerza persuasiva,
sellando con su sangre la veracidad de lo que dice. Es la manera más
fidedigna de afirmar la verdad.
Aquél que para confirmar la veracidad de su testimonio acerca de una verdad
o de un hecho está dispuesto a perder su trabajo, sus bienes, su casa, su
salud, su prestigio, su familia, es indudablemente un testigo fidedigno de
esa verdad. Pero nadie es tan creíble como aquél que llega a entregar la
vida por afirmar la verdad que enseña.
Nótese bien que, ante todo, a Cristo lo matan por decir la verdad. En el
último capítulo volveré sobre este tema. No mataron a Jesús tanto por lo que
hizo, sino por lo que dijo. Jesucristo es mártir en cuanto testigo de la
verdad de Dios en medio de un mundo sujeto al Padre de la Mentira (Jn
8,43-59. Él es «el Testigo (mártir) fidedigno y veraz» (Apoc 1,5; 3,14). Por
eso lo matan.
En la Cruz, por tanto, nos enseña Cristo que la salvación del mundo está en
la verdad, y que sus discípulos, por afirmarla, hemos de llegar hasta la
muerte, si es preciso.
3.– para revelar todas las virtudes
Santo Tomás de Aquino, en una de su Conferencias, se plantea una cuestión
clásica: ¿por qué Cristo hubo de sufrir tanto? Cur Christus tam doluit?
Porque la muerte de Cristo en la Cruz, responde, es la enseñanza total del
Evangelio.
«¿Era necesario que el Hijo de Dios padeciera por nosotros? Lo era,
ciertamente, y por dos razones fáciles de deducir: la una, para remediar
nuestros pecados; la otra, para darnos ejemplo de cómo hemos de obrar.
«Para remediar nuestros pecados, en efecto, porque en la pasión de Cristo
encontramos el remedio contra todos los males que nos sobrevienen a causa
del pecado. La segunda razón es también importante, ya que la pasión de
Cristo basta para servir de guía y modelo a toda nuestra vida. Pues todo
aquel que quiera llevar una vida perfecta no necesita hacer otra cosa que
despreciar lo que Cristo despreció en la cruz y apetecer lo que Cristo
apeteció.
«En la cruz hallamos el ejemplo de todas las virtudes.
«Si buscas un ejemplo de amor: “nadie tiene más amor que el que da la vida
por sus amigos” (Jn 15,13). Esto es lo que hizo Cristo en la cruz. Y, por
esto, si él entregó su vida por nosotros, no debemos considerar gravoso
cualquier mal que tengamos que sufrir por él.
«Si buscas un ejemplo de paciencia, encontrarás el mejor de ellos en la
cruz. Dos cosas son las que nos dan la medida de la paciencia: sufrir
pacientemente grandes males, o sufrir, sin rehuirlos, unos males que podrían
evitarse. Ahora bien, Cristo, en la cruz, sufrió grandes males y los soportó
pacientemente, ya que “en su pasión no profería amenazas; como cordero
llevado al matadero, enmudecía y no abría la boca” (Is 53,7; Hch 8,32).
Grande fue la paciencia de Cristo en la cruz: “corramos en la carrera que
nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra
fe: Jesús, que, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando
la ignominia” (Heb 12,1-2).
«Si buscas un ejemplo de humildad, mira al crucificado: él, que era Dios,
quiso ser juzgado bajo el poder de Poncio Pilato y morir.
«Si buscas un ejemplo de obediencia, imita a aquel que se hizo obediente al
Padre hasta la muerte: “Si por la desobediencia de uno [Adán] todos se
convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno [Cristo] todos se
convertirán en justos” (Rm 5,19).
«Si buscas un ejemplo de desprecio de las cosas terrenales, imita a aquel
que es “Rey de reyes y Señor de señores” (Ap 17,14), “en quien están
encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” (Col 2,4), que
está desnudo en la cruz, burlado, escupido, flagelado, coronado de espinas,
y a quien finalmente, dieron a beber hiel y vinagre. No te aficiones a los
vestidos y riquezas, ya que “se repartieron mis ropas” (Sal 21,19) ; ni a
los honores, ya que él experimentó las burlas y azotes; ni a las
dignidades, ya que “le pusieron una corona de espinas, que habían trenzado”
(Mt 27,29); ni a los placeres, ya que “para mi sed me dieron vinagre” (Sal
68,22)».
Cristo en la cruz nos revela que si a Dios hemos de amarle con todas
nuestras fuerzas, eso significa que hemos de obedecerle con toda nuestra
alma, sean cuales fueren las circunstancias y las consecuencias. Él obedece
hasta la muerte al Padre, porque lo ama con todo su ser. Y quiere que su
obediencia en la cruz sea entendida precisamente como la suprema
manifestación de su amor y de su obediencia al Padre: «conviene que el mundo
conozca que yo amo al Padre y que, según el mandato que me ha dado el Padre,
así hago» (Jn 14,31).
4.– para revelar el horror del pecado
¿Cómo pudo Dios querer-permitir la muerte de su Hijo encarnado? Porque quiso
al mismo tiempo respetar la libertad que Él dio a los hombres y manifestar
el horror del pecado, el horror de una libertad que se ejercita contra la
voluntad divina.
En efecto, cuando el Santo entra en el mundo de los pecadores, el mundo lo
mata; las tinieblas tratan de apagar la luz que las denuncia (+Jn 3,19-21;
7,7). Era esto perfectamente previsible, y no solo por el anuncio de los
profetas. Por eso, para evitar el destino crucificado de la Encarnación
hubiera tenido Dios que violentar con su omnipotencia las libertades de los
pecadores, sujetándolas todas en el bien. Pero no quiso hacerlo. Quiso más
bien que el horror del pecado se pusiera de manifiesto en la muerte de su
Hijo, el Santo de Dios. El pecado del mundo exige la muerte del Justo y la
consigue, y en esta muerte manifiesta todo el horror de su culpa. Y en esa
misma muerte redentora de Cristo va a ser vencido el pecado, el demonio y la
muerte.
Mirando la Cruz, podrán los pecadores descubrir el horror del pecado. Si
pensaban que sus pecados eran cosa trivial, algo que no tenía gran
importancia ni mayor trascendencia, conocerán lo que es el pecado mirando la
Cruz de Cristo.
Pero al mismo tiempo, solo mirando la Cruz podrán conocer los pecadores el
valor inmenso que tienen sus vidas ante Dios, ante el Amor divino. Allí,
mirando al Crucificado, verán que el precio de su salvación no va a ser oro
o plata, sino la sangre de Cristo, humana por su naturaleza, divina por su
Persona (+1Pe 1,18; 1Cor 6,20). Por tanto, sin la Cruz redentora los hombres
no hubiéramos conocido ni el horror del pecado, ni el precio de nuestra vida
ante Dios.
5.– para expiar
sobreabundantemente por el pecado
¿Y no hubiera bastado «una sola gota de sangre» de Cristo para expiar
nuestros pecados? Por supuesto que sí. Santo Tomás, cuando considera cómo
Cristo sufrió toda clase de penalidades, termina expresando la convicción
común de los Padres antiguos:
«En cuanto a la suficiencia, una minima passio de Cristo hubiera bastado
para redimir al género humano de todos sus pecados; pero en cuanto a la
conveniencia, lo suficiente fue que padeciera omnia genera passionum (todo
género de penalidades)» (STh III,46,5 ad3m; +6 ad3m).
Por tanto, si Cristo sufrió mucho más de lo que era preciso en estricta
justicia para expiar por nuestros pecados, es porque, previendo nuestra
miserable colaboración a la redención, quiso, por exigencia de su amor,
redimirnos sobreabundantemente. En efecto, el buen Pastor quiso así
conseguir para sus ovejas «vida y vida en abundancia» (Jn 10,10). Así
realizó Dios lo que había anunciado en las Escrituras.
6.– para revelar a los hombres que
solo por la cruz pueden salvarse
«Yo os he dado el ejemplo, para que vosotros hagáis también como yo he
hecho» (Jn 13,15). Cristo se abraza con toda su alma a la Cruz para que el
hombre también se abrace a ella, llegado el momento, y no la tema, no la
rechace, sino que la reciba como medio necesario para llegar a la vida
eterna. Él toma primero la amarga medicina que nosotros necesitamos beber
para nuestra salvación. Él nos enseña la necesidad de la Cruz no solo de
palabra, sino de obra.
El hombre pecador, en efecto, no puede salvarse sin Cruz. Y la razón es
obvia. El hombre viejo, según Adán pecador, coexiste en cada uno de nosotros
con el hombre nuevo, según Cristo; y entre los dos hay una absoluta
contrariedad de pensamientos y deseos, de tal modo que no es posible vivir
según Dios sin mortificar, a veces muy dolorosamente, al hombre viejo. Sin
la cruz propia no llega el hombre a la vida. Por Jesús «decía a todos: el
que quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y
sígame. Porque quien quiere salvar su vida, la perderá, y quien perdiere su
vida por mi causa, la salvará» (Lc 9,23-24).
Ahora bien, ¿cómo Cristo hubiera podido enseñar a sus discípulos el valor y
la necesidad absoluta de la Cruz, si Él, valiéndose de sus especiales
poderes, la hubiera eficazmente evitado? Desde el primer momento de la
Iglesia, los cristianos se entendieron a sí mismos como discípulos del
Crucificado.
San Pedro, por ejemplo, enseña a los siervos que sufrían bajo la autoridad
de sus señores: «agrada a Dios que por amor suyo soporte uno las ofensas
injustamente inferidas. Pues ¿qué mérito tendríais si, delinquiendo y
castigados por ello, lo soportáseis? Pero si por haber hecho el bien
padecéis y lo lleváis con paciencia, esto es lo grato a Dios. Pues para esto
fuisteis llamados, ya que también Cristo padeció por vosotros y os dejó
ejemplo para que sigáis sus pasos» (1Pe 2,19-21).
Así es. Fue conveniente, más aún, fue «necesario que el Mesías padeciera»
tanto por nuestra salvación, para que los cristianos pudiésemos ser
discípulos suyos, es decir, para que pudiéramos seguirle tomando la cruz de
cada día, a veces extremadamente dolorosa. Por eso quiso el Señor ser para
nosotros en la Cruz ejemplo perfecto de vida siempre crucificada, hasta la
muerte. Por eso el Señor quiso ser para nosotros causa eficiente de su
gracia vivificante, por la cual, muriendo Él, nos hace posible morir a
nosotros mismos, y resucitando Él, nos da renacer día a día para la vida
eterna.
La Iglesia, como he dicho, desde sus primeras generaciones, entiende
perfectamente esta dimensión crucificada de toda vida cristiana, esta
condición pascual de la vida nueva. Luego hemos de considerarlo en un
capítulo propio.
San Ignacio de Antioquía: «permitid que [mediante el martirio] imite la
pasión de mi Dios» (Romanos 6,3). Y San Fulgencio de Ruspe: «Suplicamos
fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse
crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestros
propios corazones, con objeto de que consideremos al mundo como crucificado
para nosotros, y nosotros sepamos vivir crucificados para el mundo [+Gál
5,14]» (Trat. contra Fabiano 28, 16-19).
La gloria suprema de la Cruz
La Iglesia ha entendido siempre que la Cruz de Jesús es la epifanía total
del Amor, de la Sabiduría, de la Misericordia, de la Justicia de Dios. Es la
obra más perfecta de Dios Salvador. La Liturgia ha educado siempre a los
fieles en esta contemplación amorosa de la Cruz, en la que reconoce la
victoria de Cristo.
Pange, lingua, gloriosi / Lauream certaminis / Et super Crucis trophæo / Dic
triumphum nobilem... Canta, lengua, el glorioso combate de Cristo, y celebra
el noble triunfo que tiene a la Cruz como trofeo...
Vexilla Regis prodeunt: / Fulget crucis mysterium... Los estandartes del Rey
avanzan, y brilla misterioso el esplendor de la Cruz...
Quiere el Señor y quiere la Iglesia que la Cruz se alce en los campanarios,
presida la liturgia, aparezca alzada en los cruces de los caminos, cuelgue
del cuello de los cristianos, presida los dormitorios, las escuelas, las
salas de reunión, sea pectoral de los obispos y de personas consagradas, se
trace siempre en los ritos litúrgicos de bendición y de exorcismo. Que la
Cruz sea besada por los niños, por los enfermos, por los moribundos, por
todos, siempre y en todo lugar. Que una y otra vez sea trazada de la frente
al pecho y de un hombro al otro. Que la devoción a la Cruz sea reconocida,
como siempre lo ha sido, la más santa y santificante:
«Oh Dios, que hiciste a Santa Catalina de Siena arder de amor divino en la
contemplación de la Pasión de tu Hijo»... (29 abril). «Te rogamos nos
dispongas para celebrar dignamente el misterio de la cruz, al que se
consagró San Francisco de Asís con el corazón abrasado en tu amor» (4
octubre). «Concédenos, Señor, que San Pablo de la Cruz, cuyo único amor fue
Cristo Crucificado, nos alcance tu gracia, para que estimulados por su
ejemplo, nos abracemos con fortaleza a la Cruz de cada día» (19 octubre)...
La Justicia divina no es cruel
–Los primeros protestantes, Lutero y sus discípulos, dieron a la Pasión de
Cristo una interpretación durísima, en la que la Justicia divina descargaba
sobre Cristo su cólera, estrujándolo en la Cruz con todos los tormentos
posibles, y haciendo de él un maldito, que desciende a los infiernos, y
experimenta la más terrible reprobación de los condenados. Esta visión de la
Pasión, que solo ve en ella una implacable compensación penal por los
pecados, deja a la Misericordia divina absolutamente ausente del misterio de
la Cruz.
En vano eran citados algunos textos de la Escritura para sustentar esta
siniestra teología, como: «Cristo nos redimió de la maldición de la Ley,
haciéndose por nosotros maldición, pues está escrito: “maldito todo el que
es colgado del madero”» (Gál 3,13). Pero en realidad nada tiene que ver esta
teología de la Pasión con la tradición católica. Más relacionada está con
las neurosis de Lutero y con su experiencia personal patológica del peso del
pecado. Aunque también el tétrico Calvino participa de esa misma teología.
–Los protestantes liberales modernos, por el contrario, reaccionando contra
el error de los primeros protestantes, vienen a caer en el extremo opuesto,
error también gravísimo. La muerte de Cristo, dicen, no tiene propiamente un
sentido de sacrificio, destinado a expiar nuestras culpas y alcanzarnos la
gracia. Y por otra parte, la muerte de Cristo no ha de atribuirse a una
predestinación misteriosa ni a un plan eterno de la Providencia divina, sino
al libre juego maligno de las voluntades de los hombres pecadores.
Estas dos visiones teológicas, falsificando el misterio de la Cruz,
desfiguran al mismo Dios, que en la Cruz tiene su más plena epifanía.
La Justicia y la Misericordia de Dios
La teología de la Iglesia católica, libre de esos dos errores, ha afirmado
siempre la unión perfecta de la Justicia y de la Misericordia divinas en la
Pasión del Salvador. Siguiendo la doctrina del Doctor Angélico, el dominico
Garrigou-Lagrange, escribe:
«La Misericordia y la Justicia divinas, muy lejos de destruirse entre sí, se
unen maravillosamente en la Cruz, y se apoyan la una en la otra, como los
dos arcos que forman la curva de una ojiva, de modo que las exigencias de la
Justicia aparecen en ella como las consecuencias del Amor. El Amor del bien
exige que el mal sea reparado, y por eso nos da al Redentor, para que esta
reparación se realice y nos sea devuelta la vida eterna» (Le Sauveur et son
amour pour nous, Cerf 1933?, 240; cf. El Salvador y su amor por nosotros,
Rialp, Madrid).
En la Cruz se revela de modo máximo la Justicia divina, pues Dios la ha
dispuesto «para manifestación de su justicia», es decir, «para manifestar su
justicia en el tiempo presente, y para probar que es justo y que justifica a
todo el que cree en Jesús» (Rm 3,25-26). Pero la Cruz es, al mismo tiempo,
la revelación máxima de la Misericordia divina y de su Amor hacia los
hombres, pues en ella «Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo
pecadores, murió Cristo por nosotros» (5,8).
«Según Santo Tomás, continúa Garrigou-Lagrange, el sentido exacto del dogma
de la Redención es éste: el amor de Cristo, que muere por nosotros en la
Cruz, agrada más a Dios que lo que le desagradan todos los pecados reunidos
de los hombres (STh III, 48,2 y 4).Y para penetrar más adentro en este
misterio, es necesario considerar cómo en él se manifiesta el Amor divino
increado hacia su Hijo y hacia nosotros» (ib. 241).
«Puede parecer a primera vista, como dicen hoy los protestantes liberales,
en reacción al pensamiento de Lutero y Calvino, que Dios Padre se mostraría
así cruel hacia su Hijo, castigando al inocente por los culpables. Podría
parecer, según eso, que Dios Padre nos ama más que a su Hijo, pues lo
entrega por nosotros. Pero no hay nada de esto. Ésa es una manera muy
inferior de ver las cosas. Este misterio es incomparablemente superior
(ib.).
«Dios ha querido para su Hijo la gloria de la Redención. De Santo Tomás son
estas profundas palabras:
«“El amor increado de Dios es la causa de la bondad de todas las cosas, y
consiguientemente ninguno sería mejor que otro si no hubiera sido más amado
por Dios, es decir, si Dios no hubiera querido para él un bien más grande.
Pues bien, Dios ama a Cristo no solamente más que a todo el género humano,
sino más que a todas las criaturas del universo en su conjunto, pues ha
querido para Él un bien mayor y “le ha dado un Nombre sobre todo nombre”,
pues es el Hijo de Dios y verdadero Dios. La excelencia de Cristo en nada ha
disminuido por el hecho de que Dios lo ha entregado a la muerte para la
salvación del género humano, sino que, por el contrario, así ha venido a ser
Cristo el vencedor glorioso [del pecado, del demonio y de la muerte], y por
eso le ha sido dado todo poder [Mt 2818] (STh I, 20,4 in c. et ad1m)”.
«Esta altísima idea es desarrollada por Santo Tomás en su tratado sobre la
Encarnación, cuando se pregunta Si el mismo Dios Padre entregó su Hijo a la
pasión. Y da ahí la respuesta explicando aquellas palabras de San Pablo:
“Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros”
(Rm 8,32):
«“Dios Padre “entregó a su Hijo” de tres modos:
–Primero, queriendo desde toda la eternidad ordenar la Pasión del Señor para
la liberación del género humano, según aquello de Isaías: “Dios cargó sobre
él la iniquidad de todos... Quiso Dios quebrantarle con sufrimientos”
(53,6-10).
–Segundo, Dios lo ha entregado [a la pasión] inspirándole la voluntad de
sufrir por nosotros y dándole la plenitud de la caridad [de modo que ésta
desbordara sobre nosotros]. Por eso “se ofreció a sí mismo porque quiso”
(53, 7).
–Tercero, Dios ha entregado a su Hijo absteniéndose de protegerle de sus
perseguidores durante la Pasión. Por eso Cristo decía pendiente de la cruz:
“Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46), es decir, por qué me has
abandonado al poder de los perseguidores, como explica San Agustín (Epist.
140 ad Honorat. 10)» (STh III, 47,3)”.
«Lo que es preciso considerar aquí –sigue diciendo Garrigou-Lagrange– es el
amor de Dios Padre por su Hijo, en el mismo hecho por el que lo entrega por
nosotros. Hay en ello una verdad altísima, que frecuentemente queda ignorada
a causa de su misma elevación, y que debe ser contemplada...
«A pesar de todas las apariencias, la Cruz, en la que Cristo parece vencido,
es el trofeo de su victoria. Jesús mismo dice: “cuando sea elevado sobre la
tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). Dios Padre, por amor a su
Hijo, ha querido desde toda la eternidad para Él este triunfo doloroso, esta
victoria sobre el pecado y sobre el espíritu del mal. Pero esto es algo que
sobrepasa nuestros conceptos humanos, y por eso apenas hallamos aquí abajo
un ejemplo para expresar estas sublimidades del Amor divino» (243).
«El Amor del bien exige la reparación del mal; y cuanto ese amor es más
fuerte, más lo exige. El amor de Dios hacia el bien exige la reparación del
pecado que arrasa las almas, que las desvía de su último fin, hundiéndolas
en “la concupiscencia de la carne, de los ojos y del orgullo de la vida”
[1Jn 2,16], y finalmente en la muerte eterna.
«Es verdad que Dios Padre, entregándonos a su Hijo para rescatarnos, hubiera
podido contentarse con un mínimo acto de caridad del Verbo encarnado, pues
al ser acto de la divina persona del Verbo hubiera tenido un valor infinito
para satisfacer y merecer. Pero nosotros no hubiéramos comprendido el horror
profundo del pecado, pues ni siquiera ahora lo entendemos del todo, aún
después de todos los sufrimientos soportados por el Salvador en favor de
nosotros...
«Yendo así hasta los últimos rigores de su Justicia, no experimenta Dios
placer alguno en castigar. Por el contrario, es así como Él manifiesta hasta
dónde llega su amor al bien y su santo odio contra el mal, que no es sino el
reverso del amor. Nadie ama sinceramente el bien sin detestar el mal; y
nadie puede amar la verdad sin detestar la mentira. Dios no puede tener un
infinito amor del Bien sin tener este santo odio al mal. Es así, pues, como
se nos revela que las exigencias de la Justicia divina se identifican con
las del Amor, según aquello: “el amor es fuerte como la muerte, y es cruel
la pasión como el abismo” (Cant 8,6).
«Es, pues, el Amor increado del bien, unido al santo odio del mal, quien ha
exigido al Salvador el acto más heroico, enviándole a la muerte gloriosa de
la Cruz... Allí se realiza el Consummatum est, el coronamiento de la vida de
Cristo, la victoria sobre el pecado y sobre el espíritu del mal... Es, pues,
por amor a su Hijo por lo que Dios Padre le ha mandado morir por nosotros.
Él lo ha predestinado por amor a esta gloria de la redención. ¿Qué hubiera
sido la vida de Jesús sin el Calvario? Y guardadas las proporciones, ¿que
hubiera sido la vida de Santa Juan de Arco sin su martirio, y la de tantos
otros que fueron llamados a derramar su sangre en testimonio de la verdad
del Evangelio?... Sin esta coronación su vida ahora nos hubiera parecido
truncada» (245-246).
«Estas profundidades del misterio de la Redención nos ayudan a entender por
qué Dios envía por amor a ciertas personas sufrimientos tan grandes, para
hacerles colaborar unidas a nuestro Señor, y un poco como Él, para la
salvación de los pecadores. Es ésta la más alta de las vocaciones posibles,
superior a la que se dedica a enseñar. Como también Jesús es más grande
elevado en la Cruz que predicando el Sermón de la montaña. ¿Qué prueba del
amor de Dios puede haber más grande que hacer de una persona una víctima de
amor, unida al Crucificado? Lo mismo que la causa primera no hace inútil la
causa segunda, sino que le comunica la dignidad de causar, así los méritos y
sufrimientos del Salvador no hacen inútiles los nuestros, sino que los
suscitan para hacernos participar de su vida» (247).
«Éste ha sido el objeto habitual de la contemplación de los santos. Las
exigencias de la Justicia terminan identificándose con las del Amor, y es la
Misericordia la que prevalece, pues es ella la expresión más diáfana y
profunda del Amor de Dios por los pecadores. La terrible Justicia, que capta
en un primer momento nuestra mirada, no es sino el aspecto secundario de la
Redención. Ésta es ante todo obra del Amor y de la Misericordia. Así lo
enseña Santo Tomás:
«“Toda obra de justicia supone en Dios una obra de misericordia o de pura
bondad... La Misericordia divina es así como la raíz o el principio de todas
las obras de Dios, y penetra su virtud, dominándolas. Y según esto, la
Misericordia sobrepasa la Justicia, que viene solamente en un lugar segundo”
(STh I, 21,4)» (249).
La devoción católica
a la Pasión de Cristo
Esta consideración de la Pasión de Cristo, en la que la contemplación del
divino Amor misericordioso integra la majestad de su Justicia, es la visión
católica tradicional, la que cantan San Pablo, San Juan, los Padres
antiguos, la que expresa Santo Tomás en su gran síntesis especulativa o la
que halla expresión lírica en la Liturgia.
San Juan de Ávila, en su plática 4 a los padres de la Compañía de Jesús,
dice: «Los que predican reformación de Iglesia, por predicación e imitación
de Cristo crucificado lo han de hacer. Pues dos hombres escogió Dios para
esto, Santo Domingo y San Francisco. El uno mandó a sus frailes que tuviesen
en sus celdas la imagen de Jesucristo crucificado, por lo cual parece que lo
tenía él en su corazón, y que quería que lo tuviesen todos. Y el otro fue
San Francisco: su vida fue una imitación de Jesucristo, y en testimonio de
ello fue sellado con sus llagas».
«La pasión se ha de imitar, lo primero, con compasión y sentimiento, aun de
la parte sensitiva y con lágrimas... Allende de la compasión de Jesucristo
crucificado, debemos tener imitación, porque cosa de sueño parece llorar por
Jesucristo trabajado y afrentado y huir el hombre de los trabajos y
afrentas; y así debemos imitar los trabajos de su cuerpo con trabajar
nosotros el nuestro con ayunos, disciplinas y otros santos trabajos... Y
también lo hemos de imitar en la mortificación de nuestras pasiones... Lo
postrero, hemos de juntarnos [con Él] en amor, y débesele más al Señor
crucificado amor, y hase de atender más al amor con que padece que a lo que
padece, porque de su corazón salen rayos amorosos a todos los hombres»
(+Modo de meditar la Pasión, en Audi filia de 1556).
Esta devoción al crucificado, tan profunda en la antigüedad y en la Edad
Media, es popularizada después por todas las escuelas espirituales, por
franciscanos y dominicos, también por jesuitas, como Luis de la Palma, por
San Pablo de la Cruz y los pasionistas, por San Luis María Grignion de
Montfort (Carta a los Amigos de la Cruz) y sus misioneros de la Compañía de
María, por los redentoristas y su fundador San Alfonso María de Ligorio.
Éste escribe:
«El padre Baltasar Álvarez [jesuita] exhortaba a sus penitentes a que
meditasen a menudo la Pasión del Redentor, diciéndoles que no creyesen haber
hecho cosa de provecho si no llegaban a grabar en su corazón la imagen de
Jesús Crucificado.
«“Si quieres, alma devota, crecer siempre de virtud en virtud y de gracia en
gracia, procura meditar todos los días en la Pasión de Jesucristo”. Esto lo
dice San Buenaventura, y añade: “ no hay ejercicio más a propósito para
santificar tu alma que la meditación de los padecimientos de Jesucristo”. Y
ya antes había dicho San Agustín que vale más una lágrima derramada en
memoria de la Pasión, que ayunar una semana a pan y agua...
«Meditando San Francisco de Asís los dolores de Jesucristo, llegó a trocarse
en serafín de amor. Tantas lágrimas derramó meditando las amarguras de
Jesucristo, que estuvo a punto de perder la vista. Lo encontraron un día
hechos fuentes los ojos y lamentándose a grandes voces. Cuando le
preguntaron qué tenía respondió: “¡qué he de tener!... Lloro los dolores y
las ignominias de mi Señor, y lo que me causa mayor tormento, añadió, es ver
la ingratitud de los hombres que no lo aman y viven de Él olvidados”»
(Meditaciones sobre la Pasión de Jesucristo I p., cp. preliminar).
Lo mismo enseña San Pablo de la Cruz: por la devoción a «la Pasión de
Jesucristo, su Divina Majestad hará llover en los corazones de todos las más
abundantes bendiciones del cielo, y les hará gustar la dulzura de los frutos
que produce la tierna, devota, constante, fiel y perseverante devoción a la
divina santísima Pasión.
«Por tanto, este pobrecito que les escribe desea que quede bien arraigada
esta devoción, y que no pase día sin que se medite alguno de sus misterios,
al menos por un cuarto de hora, y que ese misterio lo lleven todo el día en
el oratorio interior de su corazón y que a menudo, en medio de sus
ocupaciones, con una mirada intelectual, vean al dulce Jesús [...] ¡Un Dios
que suda sangre por mí! ¡Oh amor, oh caridad infinita! ¡Un Dios azotado por
mí! ¡Oh entrañable caridad! ¿Cuándo me veré todo abrasado de santo amor?
Estos afectos enriquecen el alma con tesoros de vida y de gracia» (Carta a
doña Agueda Frattini 25-III-1770).
El Dios sádico y cruel, hambriento de sacrificios humanos, que los exige
implacablemente para calmar el furor de su cólera, nada tiene que ver con la
Escritura y la tradición de la Iglesia católica. Habrá podido introducirse
algo de esa interpretación morbosa de la Pasión en ciertos libros católicos
de teología o de espiritualidad. Pero el antecedente de esas teologías
morbosas de la Cruz no habrá de buscarse en la tradición católica, sino
sobre todo en Lutero y Calvino.
Completaremos nuestra meditación teológica sobre el misterio de la Cruz con
algunas consideraciones sobre el dolor que sentía Cristo en el mundo por el
pecado, su agonía en Getsemaní, y los dolores de la Virgen María.
El dolor de Cristo
por el pecado del mundo
En el capítulo primero, antes de adentrarnos en el estudio de la vocación
martirial de Cristo, comencé por afirmar que Jesús es el más feliz de los
hombres. Ahora bien, al mismo tiempo que esa afirmación verdadera, hay que
hacer otra igualmente cierta: Cristo sufre la pasión durante toda su vida.
Esta doble y simultánea experiencia de Jesús, enseñada por la teología y la
tradición espiritual de la Iglesia, es lógicamente, decisiva para conocer el
misterio de Cristo y para la orientación de toda espiritualidad católica.
Ésta ha sido en la tradición de la Iglesia, a lo largo de los siglos, una
convicción común. En su introducción magistral a los escritos de Santa Gema
Galgani, el padre Antonio María Artola, haciendo honor a su condición de
pasionista, escribe: «es evidente que en el Cristo histórico se dio un
verdadero dolor expiatorio a lo largo de toda su vida. Y ese dolor culminó
en la pasión» (La gloria de la Cruz, BAC, Madrid 2002, XVII). Hoy, en
cambio, muchos ignoran esta realidad, y algunos la niegan.
El pecado del mundo, ese pecado multiforme e innumerable, es la Cruz en la
que Cristo vive permanentemente crucificado. En otro escrito he estudiado el
«horror de Cristo ante el pecado del mundo» (De Cristo o del mundo,
Fundación GRATIS DATE, Pamplona 1997,17-18). Es preciso advertir en esto que
los pecadores no ven el pecado del mundo en toda su terrible realidad
–abortos, guerras, hambres, injusticias y violencias, mentiras y homicidios,
desfiguraciones del ser humano, terrorismo, falsificaciones masivas del
matrimonio, y sobre todo olvido o negación de Dios y de la vida eterna,
etc–. En todo caso, si en algún momento les es dado a los pecadores ver
estos pecados, no se afligen mayormente por ellos, al menos mientras no se
trate de males que hagan caer sobre ellos su peso bien concreto.
Por el contrario, Cristo, durante toda su vida, ve ese abismo de mal con
absoluta lucidez, y por él se duele de un modo indecible, pues Él es quien
de verdad ama al Padre, al hombre y al mundo. Esta pasión continua del
Salvador en medio del pecado del mundo, esta pasión que dura en él desde que
tiene uso de razón, esta pasión dolorosa que halla su culminación en
Getsemaní y en la Cruz, es la que hace de su vida un via crucis permanente.
La profundidad amorosa de ese dolor apenas puede ser imaginada por nosotros;
pero sí ha sido contemplada por los místicos. Ellos entienden que Cristo no
sufre tanto por su Cruz, sino por el pecado del mundo, por el mal pasado,
presente y futuro de los pecadores. En este sentido, Santa Teresa, por
ejemplo, comentando la frase de Jesús «ardientemente he deseado comer esta
Pascua con vosotros antes de padecer» (Lc 22,15), afirma que Cristo sufrió
más por el pecado del mundo que por la misma Cruz en la que agonizó y murió.
Santa Teresa, por obra del Espíritu Santo en ella, lo entendió
perfectamente:
–«Pues ¡cómo, Señor!, ¿no se os puso delante la trabajosa muerte que habéis
de morir, tan penosa y espantosa?
–«No; porque el grande amor que tengo y deseo de que se salven las almas
sobrepuja sin comparación a esas penas, y las muy grandísimas que he
padecido y padezco después que estoy en el mundo, son bastantes para no
tener ésas en nada en su comparación.
«Es así que muchas veces he considerado en esto y sabiendo yo el tormento
que pasa y ha pasado cierta alma que conozco [se refiere a ella misma] de
ver ofender a nuestro Señor, tan insufridero que se quisiera mucho más morir
que sufrirla, y pensando si una alma con tan poquísima caridad, comparada a
la de Cristo –que se puede decir casi ninguna en esta comparación– que
sentía este tormento tan insufridero, ¿qué sería el sentimiento de nuestro
Señor Jesucristo y qué vida debía pasar, pues todas las cosas le eran
presentes y estaba siempre viendo las grandes ofensas que se hacían a su
Padre?
«Sin duda creo yo que [estas penas] fueron muy mayores que las de su
sacratísima Pasión; porque entonces [en la cruz] ya veía el fin de estos
trabajos, y con esto y con el contento de ver nuestro remedio con su muerte
y de mostrar el amor que tenía a su Padre en padecer tanto por Él, moderaría
los dolores; como acaece acá a los que con fuerza de amor hacen grandes
penitencias, que no las sienten casi, antes querrían hacer más y más, y todo
se les hace poco. Pues ¿qué sería a Su Majestad, viéndose en tan gran
ocasión, para mostrar a su Padre cuán cumplidamente cumplía el obedecerle, y
con el amor del prójimo? ¡Oh, gran deleite, padecer en hacer la voluntad de
Dios! Mas en ver tan continuo tantas ofensas a Su Majestad hechas e ir
tantas almas al infierno, téngolo por cosa tan recia, que creo, si no fuera
más de hombre, un día de aquella pena bastaba para acabar muchas vidas,
cuánto más una» (V Moradas 2,13-14).
La agonía de Getsemaní
Es un misterio, sin duda, que el mismo Cristo que «desea ardientemente»
cumplir su Pascua, el mismo que, «adelantándose» a sus discípulos, camina y
sube con toda decisión hacia Jerusalén, es decir, hacia su muerte, el mismo
que en la turbación ha confirmado «¡para esto he venido yo a esta hora!» (Jn
12,27), ese mismo Cristo, al hacerse inminente esta hora terrible, pida
agónicamente al Padre: «¡pase de mí este cáliz!»... ¿Es que el miedo al
dolor, a la humillación y a la muerte ha ofuscado la mente de Cristo y hace
temblar su voluntad? Así parece que piensan algunos:
«Jesús se muestra profundamente humano y perfectamente fiel –escribe Pere
Franquesa (subrayados míos)–. Es el conflicto entre la voluntad de Jesús y
la del Padre. Es el Hijo que protesta ante una decisión que no entiende en
cuanto hombre como tampoco la entienden hoy los que sufren. ¿Cómo podía
Dios-Amor pedir la muerte de un hombre y que debía morir para que fuera una
satisfacción digna de Dios?» (El sufrimiento, Barcelona 2000, 322).
«Algunas mentes, saturadas de teología, hacen intervenir convicciones
dogmáticas para justificar el hecho, diciendo que Jesús sabía de antemano
que su sangre no impediría la condenación de muchos. De ahí su tristeza.
Pero esto no satisface a quien se ciñe al texto que refleja la humanidad de
Jesús y no su seguridad ni su divinidad» (324).
Por el contrario, no parece creíble que quien ha asumido la naturaleza
humana justamente para morir por nosotros, en sacrificio de sobreabundante
expiación, llegada la hora de entregar su vida, ofuscado por el terror, pida
al Padre «¡pase de mí este cáliz!» y lo pida en el mismo sentido de Simón
Pedro, ante el anuncio de la cruz: «¡no quiera Dios que esto suceda!» (Mt
16,22). No, en absoluto. No incurre Cristo en Getsemaní en el error
espantoso que tan duramente rechazó en Pedro: «¡apártate de mí, Satanás!». Y
esta perfección maravillosa de la humanidad de Cristo en modo alguno le
quita ser profundamente humano, sino que se lo da.
En otro lugar he escrito que «el cáliz que abruma a Jesús es el conocimiento
de los pecados, con sus terribles consecuencias, que a pesar del Evangelio y
de la Cruz, van a darse en el mundo: ese océano de mentiras y maldades en el
que tantos hombres van a ahogarse, paganos o bautizados, por rechazar su
Palabra y por menospreciar su Sangre» (Síntesis de la Eucaristía, Fund.
GRATIS DATE, Pamplona 1995, 19-20).
El testimonio de los santos místicos, los más lúcidos intérpretes del
misterio de Cristo, es unánime. Sin estar ellos saturados de teología, han
entendido a esa luz la pasión de Getsemaní y la del Calvario. Ellos han
escuchado el grito de Jesús en la cruz: «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me
has abandonado?» (Mc 15,34). Ha llegado a los oídos de su corazón la voz del
Crucificado, que «ofrece en su vida mortal oraciones y súplicas, con
poderosos clamores y lágrimas, al que era poderoso para librarle de la
muerte» (Heb 5,7). Pero han sabido entender, como ya hemos visto en Santa
Teresa, que también en la hora de las tinieblas Cristo sufre más por los
pecados del mundo que por su propia Cruz, ya inminente.
Sor María de Jesús de Ágreda, por ejemplo, escribe en su Mística Ciudad de
Dios estas impresionantes meditaciones:
1212. «Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz. Esta oración hizo
Cristo nuestro bien después que bajó del cielo con voluntad eficaz de morir
y padecer por los hombres, después que despreciando la confusión de su
pasión [Heb 12,2] la abrazó de voluntad y no admitió el gozo de su
humanidad, después que con ardentísimo amor corrió a la muerte, a las
afrentas, dolores y aflicciones, después que hizo tanto aprecio de los
hombres que determinó redimirlos con el precio de su sangre. Y cuando con su
divina y humana sabiduría y con su inextinguible caridad sobrepujaba tanto
al temor natural de la muerte, no parece que solo él pudo dar motivo a esta
petición. Así lo he conocido en la luz que se me ha dado de los ocultos
misterios que tuvo esta oración de nuestro Salvador.
1213. «... aunque el morir por los amigos y predestinados era agradable y
como apetecible para nuestro Salvador, pero morir y padecer por la parte de
los réprobos era muy amargo y penoso, porque de parte de ellos no había
razón final para sufrir el Señor la muerte. A este dolor llamó Su Majestad
cáliz, que era el nombre con que los hebreos significaban lo que era muy
trabajoso y grande pena, como lo significó el mismo Señor hablando con los
hijos de Zebedeo [Mt 20,22]... Y este cáliz fue tanto más amargo para Cristo
nuestro bien, cuanto conoció que su pasión y muerte para los réprobos no
solo sería sin fruto, sino que sería ocasión de escándalo [1Cor 1,23] y
redundaría en mayor pena y castigo para ellos, por haberla despreciado y
malogrado.
1214. «Entendí, pues, que la oración de Cristo nuestro Señor fue pedir al
Padre pasase de él aquel cáliz amarguísimo de morir por los réprobos, y que
siendo ya inexcusable la muerte, ninguno, si era posible, se perdiese, pues
la redención que ofrecía era superabundante para todos y, cuanto era de su
voluntad, a todos la aplicaba para que a todos aprovechase, si era posible,
eficazmente y, si no lo era, resignaba su voluntad santísima en la de su
eterno Padre.
«Esta oración repitió nuestro Salvador tres veces por intervalos orando
prolijamente con agonía, como dice San Lucas [22,43], según lo pedía la
grandeza y peso de la causa que se trataba. Y, a nuestro modo de entender,
en ella intervino una como altercación y contienda entre la humanidad
santísima de Cristo y la divinidad. Porque la humanidad, con íntimo amor que
tenía a los hombres de su misma naturaleza, deseaba que todos por su pasión
consiguieran la salud eterna, y la divinidad representaba que por sus
juicios altísimos estaba fijo el número de los predestinados y, conforme a
la equidad de su justicia, no se debía conceder el beneficio a quien tanto
le despreciaba y de su voluntad libre se hacían indignos de la vida de las
almas, resistiendo a quien se la procuraba y ofrecía. Y de este conflicto
resultó la agonía de Cristo y la prolija oración que hizo, alegando el poder
de su eterno Padre, y que todas las cosas le eran posible a su infinita
majestad y grandeza.
1215. «Creció esta agonía en nuestro Salvador con la fuerza de la caridad y
con la resistencia que conocía de parte de los hombres para lograr en todos
su pasión y muerte, y entonces llegó a sudar sangre, con tanta abundancia de
gotas muy gruesas que corrían hasta llegar al suelo» (lib. VI, cp.12).
El martirio de la Virgen
La visión nestoriana de Cristo, antes aludida, que entiende a Cristo
profundamente humano, en el sentido más peyorativo, a la hora de contemplar
a la Virgen María como profundamente humana alcanza extremos delirantes.
María, la Llena-de-gracia, la Madre del Hijo del Altísimo, no es para ellos
más que una pobre mujer de pueblo, ignorante, llena de preocupaciones y
ansiedades, que en referencia a la vida de Jesús, y mucho más en lo que mira
a su muerte y resurrección, no entiende nada y se retuerce en una angustia
total, inmoderada y sin consuelo.
La Virgen María, en La última tentación de Cristo, novela ya citada de
Kazantzakis, es una mujer tan profundamente humana que, en cierta ocasión,
nos es presentada «con expresión feroz», a punto de maldecir a su hijo.
Estos atrevimientos literarios extasían a los progresistas: «por fin,
suspiran, se ha recuperado la condición humana de María, despojándola de
disfraces celestiales».
La verdad, sin embargo, es muy diferente, y desde luego, mucho más hermosa.
A la Madre dolorosa, es cierto, «una espada de dolor le atraviesa el
corazón». Sufre ella todo lo que se puede sufrir conociendo perfecta y
continuamente el pecado espantoso del mundo, la posible condenación temporal
y eterna de los pecadores, y los dolores indecibles de su Hijo amado en toda
su vida y especialmente en su Cruz. Pero Ella –vida, dulzura, esperanza
nuestra– sufre sostenida por el amor inmenso a Dios, expresado en la
infinita e incondicional obediencia de la cruz. Ella sufre sostenida por su
amor maternal a los hombres, cuya salvación contempla en el Crucificado.
Y además Ella, la Virgen fiel, sufre sostenida por la roca de la Palabra
divina: es decir, confortada siempre por las antiguas profecías y por las
mismas palabras que Jesús ha dicho a los discípulos y probablemente a Ella
misma. Su Hijo, en efecto, ha asegurado varias veces que va a ser muerto y
que va a resucitar al tercer día. Y cuando ninguno de los discípulos
entiende ni lo uno ni lo otro –«no entendían nada», confiesan los
evangelistas–, Ella sí cree con firmísima fe que su Hijo va a morir y va a
resucitar. ¿Cómo ella, la Virgen fiel, no va a creer y esperar lo que Cristo
ha afirmado «con toda claridad»?... María bendita, «¡feliz tú, que [siempre]
has creído que se cumplirá lo que se te ha prometido de parte del Señor!»
(Lc 1,45). Dice San Bernardo:
«El martirio de María queda atestiguado por la profecía de Simeón:... “una
espada te atravesará el alma”... No os admiréis, hermanos, de que María sea
llamada mártir en el alma... Quizá alguno dirá: “¿es que María no sabía que
su Hijo había de morir?”. Sí, y con toda certeza. “¿Es que no sabía que
había de resucitar al cabo de muy poco tiempo?” Sí, y con toda seguridad.
“¿Y a pesar de ello, sufría por el Crucificado?” Sí, y con toda vehemencia.
Y si no, ¿qué clase de hombre eres tú, hermano, o de dónde te viene esta
sabiduría, que te extrañas más de la compasión de María que de la pasión del
Hijo de María? Éste murió en su cuerpo ¿y ella no pudo morir en su corazón?
Aquella muerte fue motivada por un amor superior al que pueda tener
cualquier otro hombre; esta otra tuvo por motivo un amor que, después de
aquel, no tiene semejante» (Sermón dom. infraoctava Asunción 14-15).
La Cruz gloriosa
Gran error es afirmar que la Cruz no es providencia eterna de Dios,
realizada por Cristo en la plenitud de los tiempos. Gran error es atribuir
solo o principalmente a decisiones criminales de los hombres la Obra más
gloriosa de todas las Obras divinas.
La Iglesia canta la gloria de Dios por todos los misterios de Cristo, pero
muy especialmente la canta por el misterio de su Pasión en la Cruz. Ésta es
la fe de la Iglesia. Ésta es la enseñanza de la Iglesia antigua, la que los
Padres transmitían a los fieles en sus Catequesis más elementales. Es la
catequesis del obispo San Cirilo de Jerusalén (+386), doctor de la Iglesia:
«Cualquier acción de Cristo es motivo de gloria para la Iglesia universal;
pero el máximo motivo de gloria es la Cruz. Así lo expresa con acierto
Pablo, que tan bien sabía de ello: “en cuanto a mí, Dios me libre de
gloriarme si no es en la Cruz de Cristo” [Gál 6,14]» (Catequesis 13,1).
3. El martirio en la Escritura
Terminología griega del martirio
Acerca de la terminología bíblica en relación al martirio, baste aquí
recordar que en griego
–martis es el «testigo», la persona que, sobre todo en el campo jurídico,
está en condiciones de afirmar por su experiencia la veracidad de un hecho;
o incluso de unas verdades, sentido ampliado al que se llega posteriormente.
Esta duplicidad de sentido tendrá gran alcance en el cristianismo.
–martireo significa «testimoniar», ser testigo de algo.
–martiria y martirion significan más bien el propio «testimonio», o a veces
la acción de testimoniar.
En este aspecto filológico resumo los estudios de H. STRATHMANN, martis,
etc. en G. KITTEL, The-ologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, IV,
Stuttgart 1942 = Grande Lessico del Nuovo Testamento, VI, Paideia, Brescia
1970; y M. GUERRA, Diccionario morfológico del Nuevo Testamento, Aldecoa,
Burgos 19882.
Mártires en la Biblia de los Setenta
En la Biblia de los LXX, este grupo de palabras se usa con frecuencia, y se
emplea en los sentidos comunes ya aludidos. Por ejemplo, martis unas 60
veces, martirein unas 10, martirion 250 veces.
En ocasiones, sin embargo, tiene este vocabulario un sentido religioso
propio. En el Deutero-Isaías 43,9-13 y 44,7-11, por ejemplo, Yavé se
enfrenta procesal-mente con los pueblos gentiles, para que se demuestre
quién es el Dios verdadero, Yavé o los dioses de los gentiles. Y el Pueblo
elegido ha de ser testigo que testimonie en favor de Yavé ante los demás
pueblos, ateniéndose a la experiencia que tiene de hechos formidables
realizados por el Señor (43,9; 44,9). Los adversarios de Yavé serán así
vencidos y avergonzados (44,11), pues sus dioses no ven ni oyen, son nada
(44,9-11).
«Vosotros sois mis testigos –oráculo de Yavé– y mis siervos, que Yo he
elegido, para que lo reconozcáis y creáis en Mí, y comprendáis que soy Yo:
antes de Mí no ha sido formado ningún dios y tras de Mí no existirá. Yo, Yo
soy Yahvé, y no hay fuera de Mí Salvador alguno. Yo soy el que anuncia, el
que salva, el que habla, y no ha habido entre vosotros [dios] extraño.
Vosotros sois mis testigos, dice Yavé. Yo soy Dios desde la eternidad»
(43,10-12; cf. 44,7-9).
Los hijos de Israel han sido, pues, elegidos y llamados por Yavé para
conocer las maravillas del único Dios, y para ser testigos suyos ante los
pueblos (42,4; 49,6; 62,10). Adviértase que aquí el martirio no tiene
todavía relación directa con el sufrimiento o con la muerte –relación
inherente al martirio cristiano–, pero ya ofrece un sentido de gran valor
religioso y cristiano.
En cuanto al término martirion hay que señalar que, aún teniendo sentidos
profanos, pronto y con frecuencia asume también un sentido religioso.
Un montón de piedras, por ejemplo, testimonia el pacto hecho entre Jacob y
Labán (Gén 31,44-48); y un altar (Jos 22), una piedra (24,27), un cántico
(Gén 31,19) o un libro guardado en el arca (31,26), constituyen igualmente
monumentos-testimoniales.
Hechas estas elementales observaciones filológicas, consideremos el martirio
en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. En la historia de Israel nos
fijaremos especialmente en los profetas, en los hombres justos y en los
Macabeos, pues son preciosos precedentes del martirio cristiano.
Los profetas
El profeta de Israel da la figura de un hombre santo, por su misión y por su
religiosidad, que en el nombre de Dios denuncia al pueblo sus pecados, llama
a conversión, y anuncia gracia y salvación. Este enviado de Dios suele
sufrir rechazos y marginaciones, ultrajes, persecuciones y con frecuencia la
muerte.
Así, por ejemplo, Elías, para el indigno rey Ajab, aparece como un personaje
siniestro: «¿Eres tú, ruina de Israel?» (1Re 18,17). Su esposa Jezabel hace
matar a todos los profetas de Israel, y queda Elías solo, que ha de huir
para salvar su vida (19,10). De modo semejante, sacerdotes, falsos profetas
y pueblo persiguen todos juntos a Jeremías, decididos a matarle por la
dureza de su mensaje (Jer 26,8-24).
El profeta, por ser testigo público de Dios, y por ser enviado por Dios a
prestar su testimonio muchas veces en circunstancias de infidelidad
generalizada, es mártir, está destinado al martirio.
Dice el Señor: «mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni mis
caminos son vuestros caminos» (Is 55,8). El profeta, al ser enviado al
pueblo para denunciar sus pensamientos y caminos y para anunciar los de
Dios, llamando así a conversión, corre grave peligro, y con frecuencia
pierde la vida al cumplir la misión recibida.
En tiempos de Jesús era bien sabido que Israel mata a los profetas que Dios
les envía, precisamente porque ellos, hablando en el nombre de Dios y con su
autoridad, denuncian los pecados y llaman a conversión (Mt 5,11-12; 23,37).
Por eso Jerusalén los persigue, los apedrea, los mata fuera de la Ciudad
santa (Lc 13,33), y luego adorna y venera sus tumbas, reconociendo así su
propio crimen (Mt 23,30-33).
Los hombres justos
Los hombres santos, los justos, por ser fieles a la Alianza establecida con
Dios, sufren igualmente grandes persecuciones, e incluso la muerte, cuando
en el pueblo predomina la infidelidad.
«Rebosa ya el rosal de rosas escarlatas, / la luz del sol tiñe de rojo el
cielo, / la muerte estupefacta contempla vuestro vuelo, / enjambre de
profetas y justos perseguidos» (L. Horas, com. mártires).
El hombre justo se lamenta de ello ante el Señor, pues se halla solo y
abandonado de todos:
«por Ti he aguantado afrentas, la vergüenza cubrió mi rostro. Soy un extraño
para mis hermanos, un extranjero para los hijos de mi madre; porque me
devora el celo de tu templo, y las afrentas con que te afrentan caen sobre
mí» (Sal 68,8-10). Nótese, por lo demás, que el justo, viéndose asfixiado
por el pecado del mundo, sufre un tormento diario aun en el caso de que el
mundo no lo persiga, sino que lo ignore: «arroyos de lágrimas bajan de mis
ojos por los que no cumplen tu voluntad» (118,136).
Es verdad que a veces el justo no está solo. Hay un Resto fiel, un grupo de
hombres justos, que ha de sufrir por su fidelidad a la Alianza: «por tu
causa nos degüellan cada día, nos tratan como ovejas de matanza» (Sal
43,23).
Estas realidades históricas eran perfectamente conocidas en tiempos de
Jesús. La carta a los Hebreos, por ejemplo, recuerda a muchos justos, que
padecieron grandes penalidades a causa de la fe:
Por fidelidad a la fe, «unos fueron sometidos a tormento, y rehusaron la
liberación, queriendo alcanzar una resurrección mejor. Otros soportaron la
prueba de burlas y azotes, más aún, de cadenas y cárceles. Otros fueron
apedreados, tentados, aserrados, murieron pasados a cuchillo, anduvieron
errantes, vestidos con pieles de oveja y de cabra, indigentes, atribulados,
maltratados –¡el mundo no se los merecía!–, perdidos por los desiertos y los
montes, por las cavernas y por las grietas de la tierra» (Heb 11,35-38).
Por eso la convicción hoy generalizada por la cultura democrática liberal,
de que el hombre más valioso es el más apreciado por el conjunto de su
pueblo, es una idea completamente ajena, y aún contraria, a la tradición
bíblica judía o cristiana. Esta tradición considera evidente que el justo o
los justos, sobre todo en tiempos de infidelidad generalizada, serán
necesariamente marginados y perseguidos, desprestigiados o incluso matados.
Los Macabeos
La cumbre más alta del martirio en el Antiguo Testamento la encontramos en
el martirio de siete hermanos y de su madre, tal como aparece en el texto de
los Macabeos. Estos dos libros bíblicos narran hechos ocurridos en Israel
entre los años 175-135 antes de Cristo. Refieren sobre todo las
persecuciones terribles que los fieles de Israel sufren bajo Antíoco
Epifanes, «raíz de pecado», hijo de uno de los herederos del imperio de
Alejandro Magno.
«En aquellos días, el rey Antíoco decretó la unidad nacional para todos los
súbditos de su imperio, obligando a cada uno a abandonar su legislación
particular. Todas las naciones acataron la orden del rey, e incluso muchos
israelitas adoptaron la religión oficial, ofrecieron sacrificios a los
ídolos y profanaron el sábado» (1Mac 1,43-45).
Muchos israelitas, contaminados por el paganismo griego o atemorizados por
las amenazas del poder invasor, ceden, tratan de salvar sus vidas, y aceptan
cambiar las instituciones de la Alianza por las del helenismo pagano:
«abandonaron la santa Alianza, y haciendo causa común con los gentiles, se
vendieron al mal» (1,16). De este modo llega a «instalarse sobre el altar la
abominación de la desolación, y en las ciudades de Judá de todo alrededor se
edificaron altares» idolátricos (1,57). El tiempo actual, sobre todo en el
Occidente descristianizado, ofrece situaciones muy semejantes a las que aquí
evoco.
El Señor suscita entonces la sublevación de Matatías y de sus cinco hijos,
los Macabeos:
«¡Ay de mí! ¿Por qué nací yo, para ver la ruina de mi pueblo, y la ruina de
la Ciudad santa, obligado a habitar aquí, cuando está en poder de enemigos y
su Templo en poder de extraños?... ¿Para qué vivir?» (1Mac 2,7-8.13). Tras
una larga lamentación, «rasgaron Matatías y sus hijos sus vestiduras, y se
vistieron de saco e hicieron gran duelo» (2,14), declarando: «Aunque todas
las naciones que formen el imperio abandonen el culto de sus padres y se
sometan a vuestros mandatos, yo y mis hijos y mis hermanos viviremos en la
Alianza de nuestros padres. Líbrenos Dios de abandonar la Ley y sus
mandamientos. No escucharemos las órdenes del rey para salirnos de nuestro
culto, ni a la derecha ni a la izquierda» (2,19-22).
Matatías y los suyos pasan pronto de la palabra a la acción: «¡todo el que
sienta celo por la Ley y sostenga la Alianza, sígame! Y huyeron él y sus
hijos a los montes, abandonando cuanto tenían en la ciudad. Entonces muchos
de los que suspiraban por la justicia y el derecho bajaron al desierto, para
habitar allí, así ellos como sus hijos, sus mujeres y sus ganados, pues la
persecución había llegado al colmo» (2,27-30).
La sublevación toma forma de guerra armada, guiada sucesivamente por Judas,
Jonatán y Simón. Y gracias a la fe y al valor martirial de la familia de
Matatías logra Israel la independencia nacional de los seleúcidas, creando
la nueva dinastía levítica de los Asmoneos.
Pues bien, en la crónica de estas heroicas gestas, la crónica martirial más
impresionante se halla en el libro II de los Macabeos, capítulo 7.
Verdaderamente «es muy digno de memoria lo ocurrido a siete hermanos que con
su madre fueron presos, y a quienes el rey quería forzar a comer carnes de
cerdo prohibidas, y por negarse a comerlas fueron azotados con látigos y
nervios».
El primero de los hermanos confiesa: «estamos dispuestos a morir antes que
violar las Leyes de nuestros padres»; y por eso es atrozmente mutilado y
quemado, mientras unos a otros se animan diciendo: «el Señor Dios está
viéndolo, y tendrá compasión de nosotros».
El segundo, antes de morir igualmente atormentado, dice: «Tú, malvado, nos
privas de la vida presente, pero el Rey del universo nos resucitará a una
vida eterna a los que morimos por sus Leyes».
El tercero dice antes de ser mutilado y morir: «del cielo tenemos estos
miembros, que por amor de sus Leyes yo desdeño, esperando recibirlos otra
vez de Él».
El cuarto dice: «Más vale morir a manos de los hombres, poniendo en Dios la
esperanza de ser de nuevo resucitado por Él; pues para ti no habrá
resurrección a la vida».
El quinto: «no creas que nuestra raza ha sido abandonada por Dios. Tú
espera, y verás su grandioso poder, y cómo te atormentará a ti y a tu
descendencia».
El sexto tampoco cede y dice: «nosotros estamos sufriendo esto por nuestra
culpa, por haber pecado contra nuestro Dios; pero tú no pienses que quedarás
sin castigo después de haber intentado luchar contra Dios».
Al menor de los hermanos se le prometen grandes favores y prosperidades si
se distancia de la obstinación suicida de su familia. Pero su madre, después
de elevar una altísima oración al Creador de todo el universo, le anima con
preciosas verdades, y finalmente confiesa como los otros: «¿a quién
esperáis? No obedezco el mandato del rey, obedezco el mandato de la Ley que
fue dada a nuestros padres por Moisés... Mis hermanos, después de soportar
un breve tormento, beben el agua de la vida eterna en virtud de la Alianza
de Dios; pero tú pagarás en el juicio divino las justas penas de tu
soberbia».
Éste fue atormentado aún más cruelmente que sus hermanos, y «así murió
limpio de toda contaminación, totalmente confiado en el Señor. La última en
morir fue la madre».
A pesar de que estas páginas de los libros de los Macabeos son tan
explícitamente martiriales, la terminología griega de martirio no aparece
todavía en ellas.
El martirio en el Nuevo Testamento
El vocabulario martirial es frecuente en el Nuevo Testamento: martis aparece
34 veces, martiria 37, martirion 20, martirein 47, etc. Y en sus páginas se
halla la doble acepción del vocablo mártir, testigo de un hecho y testigo de
una verdad. Todavía, sin embargo, estos textos no dan el sentido cristiano
exacto del martirio, aunque sin duda llevan ya en sí mismos el gérmen de ese
sentido pleno que pronto adquirirán.
En la acepción de testigos de un hecho, son varios los textos
neotestamentarios, a veces en un marco judicial (Mc 14,63; Mt 18,16; 26,65;
Mc 14,63; Hch 6,13; 7,58; 1Tim 5,19; 2Cor 13,1; Heb 10,28) o fuera de ese
marco (Lc 11,48). Pablo a veces pone a Dios por testigo (Rm 1,9; 2Cor 1,23;
Flp 1,8; 1Tes 2,5) o a ciertos hombres (1Tes 2,10; 1 Tim 6,12; 2Tim 2,2;
+Heb 12,1) para confirmar, por ejemplo, la rectitud de su vida y ministerio.
Los Sinópticos
Lucas da al término testigo-mártir un sentido más pleno: «vosotros sois
testigos (mártires) de estas cosas» (Lc 24,48). El mártir certifica con su
testimonio ciertos hechos, concretamente, determinados acontecimientos de la
historia de Jesús, en especial su pasión y su resurrección. Ahora bien,
tales acontecimientos no pueden ser adecuadamente testificados sin
testimoniar al mismo tiempo su verdad profunda, su significado salvífico en
la fe. Y como vemos, se trata efectivamente de un testimonio: no se trata de
hechos, ni de verdades de la fe a ellos conexas, que puedan ser comprobados
en forma empírica, sino que han de ser creídos a causa del testimonio
fidedigno que de ellos se da. En tal perspectiva, pues, el mártir afirma
simultáneamente un hecho y una verdad de fe.
Por otra parte, adviértase que el Evangelio es una Buena Noticia, que ha de
ser difundida por unos testigos que, afirmando la veracidad de una historia
bien concreta, la de Jesús, afirman al mismo tiempo la significación
salvífica de esos hechos, ocurridos, en lugares y tiempos bien determinados.
En ese preciso sentido, los apóstoles son llamados por Cristo para ser
testigos-mártires, con la ayuda del Espíritu Santo, de todos esos hechos y
de su significado en la fe: «vosotros seréis mis testigos» (Hch 1,8);
«vosotros seréis testigos de estas cosas» (Lc 24,48). Ellos, pues, habrán de
atestiguar la vida de Jesús en general, como corresponde a quienes han sido
compañeros suyos desde su bautismo hasta su resurrección (Hch 1,22; 10,39):
«ellos son sus testigos ante el pueblo» (13,31), y muy especialmente habrán
de atestiguar todo lo referente a su resurrección (1,22; 2,32; 3,15;
5,30-32; 10,41).
«Vosotros seréis mis testigos». Es misión de todos los cristianos, y
especialmente de los apóstoles, «confesar a Cristo ante los hombres» (cf. Mt
10,32; Lc 12,8). Ya vimos en el Deutero-Isaías cómo Yavé encomendaba a los
israelitas la función de confesarle ante los pueblos gentiles, para que
éstos lo reconociesen como único Dios y Salvador: «vosotros sois mis
testigos» (Is 43,9-13; 44,7-11). En una perspectiva análoga, Cristo,
rechazado por el mundo, encomienda a los cristianos, y especialmente a los
apóstoles, que sean sus testigos ante las naciones, y les avisa que en el
cumplimiento de esa misión van a hallar persecución, cárceles o incluso
muerte (Mt 5,10-12; Mc 10,30; Lc 6,21-23; Hch 5,41; Rm 12,14). Por tanto, el
sentido pleno del martirio cristiano está ya implícito en estos textos
evangélicos.
Esteban y Pablo
El testimonio de Esteban, como es prestado hasta la muerte, da a su martirio
el significado principal que el término adquirirá en la Iglesia pocos años
más tarde; y así se dice en su crónica: «fue derramada la sangre de tu
testigo (mártir) Esteban» (Hch 22,20). Aquí ya se trata, pues, de un
testimonio en el que la veracidad de ciertos hechos y doctrinas de la fe
llegan a ser afirmadas por el testigo y confirmadas con su propia muerte.
Por lo que a San Pablo se refiere, conviene observar que, aunque él no ha
sido compañero de Jesús desde su bautismo a su resurrección, sin embargo, ha
podido «ver al Justo» y «oir» su voz, de modo que el mismo Cristo le da el
nombre de mártir suyo: «serás testigo ante todos los hombres de lo que has
visto y oído» (Hch 22,14-15; 26,16). Y por eso, «como diste testimonio en
Jerusalén de lo que a mí se refiere, así es preciso que también des
testimonio de mí en Roma» (Hch 23,11).
San Pedro
Otros autores del Nuevo Testamento, aunque apenas usen la terminología
martirial, expresan con otras palabras la misma substancia del martirio. Así
San Pedro dice, afirmando la función testimonial de los apóstoles: «nosotros
no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (Hch 4,20); «nosotros
os dimos a conocer el poderío y advenimiento de nuestro Señor Jesucristo no
siguiendo artificiosas fábulas, sino como testigos oculares de su majestad»
(2Pe 2,16).
Pero también en San Pedro hallamos el término mártir cuando, exhortando a
los presbíteros de la comunidad, se declara a sí mismo «copresbítero,
testigo de la pasión de Cristo y participante de la gloria que ha de
revelarse» (1Pe 5,2). No declara, sin embargo, con eso que él fuera testigo
ocular de la cruz, sino que él testimonia los padecimientos del Señor y su
gloria, como también han de hacerlo todos los fieles cristianos que
participan en los padecimientos del Señor y en su gloria (4,13). Los
cristianos, en efecto, no hablan de la pasión del Señor como pueda un ciego
hablar de los colores, sino como quienes participan directamente en ella,
así como en la gloria que le va unida.
San Juan
El vocabulario martirial es muy frecuente en los escritos del apóstol Juan.
Aunque en no siempre lo usa en sentido teológico (Jn 2,25; 3,28; 4,39.44;
12,17; 13,21; 18,23), normalmente San Juan emplea el lenguaje martirial con
un sentido teológico explícito, refiriéndose al testimonio de Jesús, es
decir, a la confesión de su persona, de su obra, de su misterio: «el Padre
dará testimonio de mí, y también vosotros daréis testimonio, porque desde el
principio estáis conmigo» (Jn 15,27).
Los términos martiriales de San Juan en esta acepción son muy frecuentes y
llevan consigo una gran riqueza de contenido y de matices. Merece la pena
leer atentamente los lugares siguientes (Jn 1,7.15.34; 3,11.32-33; 5,31-39;
8,12-18; 10,25; 15,26-27; 21,24; 1Jn 1,2; 4,14; 5,6-11).
Juan evangelista es consciente de que él, como los otros apóstoles, es
testigo ocular del Cristo histórico: «hemos visto su gloria, gloria como de
Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14). Y por eso los
apóstoles, habiéndole oído, visto y palpado, «dan testimonio» de Él a todos
los hombres (1Jn 1,1-3). Ellos son, en efecto, apóstoles, esto es,
testigos-enviados.
El Apocalipsis
La condición martirial de Cristo fue inmediatamente asumida por su Esposa,
la primera Iglesia, mártir de Cristo, mártir con Cristo. La misma
persecución sufrida por Cristo viene a ser sufrida en el mundo por sus
discípulos. Por eso el Apocalipsis del apóstol San Juan, a fines del siglo
I, es escrito para confortar a las primeras generaciones cristianas, que ya
estaban recibiendo los terribles zarpazos de la Bestia romana.
La perfecta actualidad, sin embargo, del libro del Apocalipsis es hoy
indiscutible. El mundo ha perseguido, persigue y perseguirá siempre a Cristo
y quienes guarden el testimonio de Cristo fielmente. El Maestro lo anunció y
lo aseguró (Mt 5,11-12; Jn 15,18-21). En efecto, «todos los que aspiran a
vivir religiosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones» (2Tim 3,12). En
el libro del Apocalipsis, por lo demás, se dice claramente que ha sido
escrito para las generaciones presentes y las futuras (Ap 2,11; 22,16.18).
Jesucristo es contemplado en el Apocalipsis como «el Testigo [mártir]
fidedigno y veraz» (1,5; 3,14). Y Él es plenamente consciente de esta
vocación: «Yo he nacido para esto y para esto he venido al mundo: para dar
testimonio de la verdad» (Jn 18,37). Ahora bien, como el mundo entero yace
bajo el poder del Maligno, Padre de la Mentira (1Jn 5,19; Jn 8,44), nada es
tan peligroso en el mundo como afirmar la verdad, sobre todo si se afirma en
el nombre de Dios, es decir, con infinita autoridad. Por esto muere Cristo,
por dar testimonio de la verdad, como «Testigo fiel y veraz», y por esto
mueren muchos de sus discípulos.
Jesucristo es, pues, para siempre el prototipo del mártir cristiano: Él es
el testigo que muere a causa de la fe y de la fidelidad; el testigo fiel que
es muerto por dar en el mundo el testimonio de la verdad. Él mismo es «la
verdad» (Jn 14,6), y por eso «dar testimonio de la verdad» (5,33; 18,37), es
igual a dar testimonio de él (3,26; 5,32), como único «Salvador del mundo»
enviado por Dios (4,42; 1Jn 4,14).
De él han dado testimonio las Escrituras (Jn 5,39), el Bautista
(1,7ss.15.32.34; 3,26; 5,33), el mismo Dios (5,32.38; 8,18), las obras que
el Padre le da hacer (5,36; 10,25). Y después de su pasión y resurrección,
en medio de un mundo enemigo, el Espíritu Santo seguirá dando testimonio de
Él (15,26; 1Jn 5,6). Y de Él darán testimonio en el mundo sus discípulos (Jn
15,27; 1Jn 4,14). Ahora bien, arriesgarán sus vidas gravemente, y con
frecuencia la perderán, aquellos que «mantienen el testimonio de Jesús»,
expresión frecuente en el Apocalipsis (1,2.9; 12,17; 19,10; 20,4), o lo que
viene a ser lo mismo, aquellos que guardan «la palabra de Dios» (1,2.9; 6,9;
20,4) o «los mandamientos de Dios» (12,17). Son realmente mártires de
Cristo.
A esta luz se presenta el martirio de Antipas en la Iglesia de Pérgamo:
«Conozco dónde moras, donde está el trono de Satán, y que mantienes mi
nombre, y no negaste mi fe, aun en los días de Antipas, mi testigo, mi fiel,
que fue muerto entre vosotros, donde Satán habita» (Ap 2,13).
Igualmente, cuando envía el Señor «dos testigos para que profeticen»,
cumplieron éstos su misión fielmente y con gran poder. Pero «cuando hubieren
acabado su testimonio, la Bestia, que sube del abismo, les hará la guerra y
los vencerá y les quitará la vida. Sus cuerpos yacerán en la plaza de la
gran Ciudad, que espiritualmente se llama Sodoma y Egipto, donde su Señor
fue crucificado... No permitirán que sus cuerpos sean puestos en el
sepulcro. Y los moradores de la tierra se alegrarán, porque estos dos
profetas eran el tormento de los moradores de la tierra». Tres días y medio
después, Dios los resucita y los eleva al cielo (Ap 13,1-14).
El libro del Apocalipsis da un fundamento muy patente a la condición
martirial de la Iglesia en el mundo a lo largo de todos los siglos. La
historia de la humanidad se acelera inmensamente con la encarnación del Hijo
de Dios. Con ella se introduce en el mundo un infinito Poder de salvación:
la verdad de Dios. Pero eso mismo produce espasmos de horror y de ira en el
Padre de la Mentira, «la Serpiente antigua, el llamado Diablo o Satanás, el
que engaña al mundo entero», que frustrado en su intento de devorar a
Cristo, resucitado de la muerte y ascendido al cielo, «se va a hacer la
guerra contra su descendencia, los que guardan los mandamientos de Dios y
mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,9.17).
En efecto, a lo largo de toda la historia de la Iglesia, el Dragón infernal
dará poder a Bestias sucesivas, que reciben de él un poder muy grande en el
mundo:
«Toda la tierra seguía admirada a la Bestia. Adoraron al Dragón, porque
había dado el poder a la Bestia, y adoraron a la Bestia, diciendo: “¿quién
como la Bestia?”... La adoraron todos los moradores de la tierra» (Ap
13,2-4). La Bestia «hizo que a todos, pequeños y grandes, ricos y pobres,
libres y siervos, se les imprimiese un sello en la mano derecha [en la
conducta] y en la frente [en la mentalidad], de modo que nadie pudiese
comprar y vender [en el mundo] sino el que tuviera el sello, el nombre de la
Bestia o el número de su nombre» (13,16-17).
Prepárense, pues, los discípulos de Cristo, y conozcan bien, según lo
enseñado por Dios en este Libro de la Revelación, que dar en este mundo
testimonio de la verdad y testimonio de Cristo muy fácilmente podrá
llevarles a la muerte social o incluso física. El mundo, Babilonia, la Gran
Ramera, es «la mujer embriagada con la sangre de los mártires de Jesús» (Ap
17,1.6). «Aquí está la paciencia de los santos, aquellos que guardan los
mandamientos de Dios y la fe en Jesús» (14,12).
Sabe el Diablo, por otra parte, que el poder de Cristo Salvador es mucho
mayor que el suyo, pues a Él «le ha sido dado todo poder en el cielo y en la
tierra» (Mt 28,18). Conoce perfectamente que «le queda poco tiempo» (Ap
12,12), y esto mismo redobla su furor contra los santos, los
testigos-mártires de Jesús.
Todo lo dicho muestra claramente que el libro del Apocalipsis, lejos de ser
un libro derrotista, es un libro de consolación, en el que Cristo vence
siempre a las Bestias sucesivas que en la historia encarnan el poder del
Diablo. Y siempre las vence, nótese bien, con «la espada que sale de su
boca», es decir, por la afirmación potentísima de la verdad en el mundo (Ap
1,16; 2,16; 19,5.21; +2Tes 2,8). Estas victorias de Cristo, en efecto,
encienden una y otra vez las páginas del Apocalipsis en alegres
celebraciones, que proclaman en liturgias formidables los triunfos de Dios y
de su Cordero (4-5; 7,9-12; 8,3-4; 11,15-19; 14,1-5; 15,1-4; 16,5-7;
19,1-8).
«Los que habían triunfado de la Bestia y de su imagen... cantan el cántico
del Cordero, diciendo: “grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios
omnipotente; justos y verdaderos son tus caminos, oh Rey de los siglos... Tú
solo eres santo, y vendrán todas las naciones y se postrarán en tu
acatamiento» (15,2-4).
No durarán mucho los tormentos de los mártires de Cristo, pues Él mismo
asegura a su Iglesia: «vengo pronto; mantén con firmeza lo que tienes, para
que nadie te arrebate tu corona» (Ap 3,12): «vengo pronto» (22,12.20; +1,1;
2,16; 22,7).
4. El martirio en la Iglesia antigua
En la Iglesia primitiva
Si en un principio la palabra mártir designaba principal o exclusivamente a
quien da testimonio de un hecho o de una verdad, muy pronto la Iglesia,
después de tantos mártires, da al término una connotación decisiva.
Considera mártires a los cristianos que han confirmado ese testimonio con
sufrimiento y muerte. Según esto, el martirio es la afirmación de la verdad
de Cristo, que ha sido sellada con la muerte corporal.
Como dice Strathmann, «en los escritos de San Juan, particularmente en el
Apocalipsis, y también en algunos pasajes de los Hechos, se aprecia como in
nuce aquel concepto de testimonio, en el sentido de mártir, que muy pronto
vendrá a establecerse decisivamente en la Iglesia primitiva» (Kittel
IV,508/VI,1355).
Así San Clemente Romano (+96) vincula la muerte de los santos apóstoles
Pedro y Pablo al «testimonio» que dieron de Cristo ante los hombres.
Murieron porque fueron sus testigos:
«Pedro, después de dar su testimonio, marchó al lugar de la gloria que le
era debido... Pablo, después de haber enseñado a todo el mundo la
justicia... y dado su testimonio ante los príncipes, salió así de este mundo
y marchó al lugar santo, dejándonos el más alto ejemplo de paciencia»
(IClem. 5,4.7).
La Iglesia, desde el principio, sabe que el martirio es un bautismo de
sangre, que produce la total purificación del pecado y la perfecta santidad.
Así, el Pastor de Hermas, en el siglo II, animando a aquellos fieles que, en
la persecución, dudan entre confesar o negar a Cristo, les exhorta:
«Cuantos un día sufrieron por el Nombre, son gloriosos delante de Dios, y a
todos ellos se les quitaron sus pecados por el hecho de haber sufrido por el
nombre del Hijo de Dios. Todos aquellos que, llevados ante la autoridad,
fueron interrogados y no negaron, sino que padecieron animosamente, son los
más gloriosos delante del Señor» (Compar. 9,28; +Vis. 3,1,9).
De todos modos, en los documentos citados, lo mismo que en las cartas de San
Ignacio de Antioquía (+107), aunque se da ya claramente la teología y la
espiritualidad del martirio, no se usa apenas todavía la terminología
martirial.
Ésta aparece ya con su significación clara y plena en el martirio de
Policarpo, ocurrido en el año 155. De este santo obispo sirio se dice que
«no solo fue maestro insigne, sino también mártir excelso, cuyo martirio
todos aspiran a imitar, pues ocurrió tal como el Evangelio describe que fue
el de Cristo» (Polic. 19,1; +13,2).
A mediados, pues, del siglo II, en el Asia Menor, donde precisamente se ha
escrito el Apocalipsis, el término mártir es usado ya en su pleno sentido
teológico, designando al que muere por ser testigo de Cristo. Y en ese mismo
tiempo, en las Galias, en las Actas de los mártires de Lyon y Vienne (177),
hallamos una distinción precisa, que se hace común en la Iglesia: ante el
desafío de la persecución,
–hay apóstatas, que por temor a la cárcel, al dolor y a la muerte, se niegan
a confesar a Cristo;
–hay confesores-homologoi, que habiendo confesado al Señor en la
persecución, sobreviven a la prueba;
–y hay testigos-mártires, aquellos que por dar «el buen testimonio», como el
obispo Potino, pierden su vida.
En ese mismo documento, sin embargo, se conoce también la primera acepción
claramente misionera del término mártir. Y así, cuando comparece Átalo en el
anfiteatro, se dice de él, aludiendo a tiempos anteriores a su martirio:
«siempre había sido entre nosotros un testigo-mártir de la verdad» (5,1,43).
En adelante, en la historia de la Iglesia, como dice Orígenes (+253),
«fueron llamados mártires propiamente solo aquéllos que, derramando su
propia sangre, dieron testimonio del misterio de la piedad» (Comm. in Io.
2,210). La Iglesia latina hace suyo el término griego mártir, con su
significado espiritual preciso, sin traducirlo por el de testis, pues aquel
término santo y venerable ha arraigado ya profundamente en todas las
Iglesias de oriente y occidente.
La persecución judía
Como dice San Pedro, los israelitas alzaron a Cristo en la cruz «por mano de
los infieles» romanos (Hch 2,22-23). Y el Maestro había anunciado a sus
discípulos que también ellos, como Él, sufrirían la persecución de los
judíos (Mt 5,11-12; 10,16-38; palls.; Jn 15,18-22; 16,1-4). Muy pronto se
cumple su profecía, y los judíos desencadenan la primera persecución sufrida
por los cristianos.
Esteban es el primero en morir. Los judíos lo lapidan porque les predica a
Jesús y porque los acusa de haber «resistido siempre al Espíritu Santo» (Hch
6,8-15; 7). El año 42 decapitan a Santiago, el hijo de Zebedeo, y Pedro se
libra por poco de su persecución (12,1-11). El 62, precipitan desde el
pináculo del Templo al otro Santiago, el Menor, y lo lapidan (Eusebio, Hist.
ecles. II,223). Y en el año 70, cumpliéndose también la profecía del Señor,
Jerusalén es arrasada por Tito.
También en la diáspora, los judíos denuncian a veces a los cristianos ante
las autoridades paganas, o en todo caso no ven con malos ojos que aquéllos
sean perseguidos (W. Rordorf, martyre, en Dictionnaire de Spiritualité,
Beauchesne, París 1978,10, 718). Como decía Tertuliano, «synagogas Iudæorum
fontes persecutionum» (Scorpiace 10).
Varios Padres señalan a los judíos como perseguidores de los cristianos
(Justino, Diálogo 16,4; 17,1.3-4; 110,5; 131,2; IApol. 31,5; Mart. Policarpo
12,2; 13,1; 17,2; 18,1; Ireneo, Adv. hæreses IV,21,3; 28,3; Orígenes, Contra
Celso VI,27).
San Pablo recuerda a los cristianos de la gentilidad que la persecución,
antes que a ellos, golpeó a los judíos cristianos:
«Os habéis hecho, hermanos, imitadores de las Iglesias de Dios en Cristo
Jesús, de Judea, pues habéis padecido de vuestros conciudadanos lo mismo que
ellos de los judíos, de aquellos que dieron muerte al Señor Jesús y a los
profetas, y a nosotros nos persiguen» (1Tes 2,14-15).
La persecución romana
En un primero momento, el Imperio mira al cristianismo como una secta judía
y, por tanto, como una religio licita. Pero enseguida capta que es una
religión distinta, que tiene pretensiones de universalidad, y que se muestra
inconciliable con los cultos romanos. Por eso pronto comienza a perseguir a
los cristianos. Una buena historia de las antiguas persecuciones romanas la
hallamos en Paul Allard, Diez lecciones sobre el martirio (GRATIS DATE,
Pamplona 2000). Las principales son éstas:
La primera persecución romana, en la que mueren Pedro y Pablo, con muchos
otros fieles, se produce por iniciativa personal de Nerón (54-68), cuyo
famoso institutum neronianum («christiani non sint»), al parecer, no es
tanto una norma jurídica, como una intención política.
Domiciano (81-96) desencadena otra gran persecución en el 96.
Trajano (98-117) responde a una consulta de Plinio, gobernador de Bitinia,
donde los cristianos son numerosísimos, enviándole un rescripto que
establece las bases jurídicas de la persecución contra la Iglesia. Es la
norma persecutoria que estará vigente hasta mediados del siglo III: –los
cristianos no han de ser buscados, pero han de ser castigados si son
denunciados y confiesan su fe; –deben quedar libres los que reniegan de la
fe y consienten en sacrificar según el culto romano; –deben ignorarse las
denuncias anónimas (cf. Actas de los Mártires, BAC 75, Madrid 1962,
244-247).
Bajo Septimio Severo (202-203) son perseguidos los catecúmenos judíos y los
cristianos.
Decio (249-251) instaura un régimen nuevo de persecución, mucho más duro y
eficaz que el anterior, pues pretende exterminar a los cristianos de modo
sistemático y general. Todos los cristianos, sacrificando en honor de los
dioses, deben probar su fidelidad al Imperio. Esta persecución produce
muchos mártires, pero también muchos lapsi, cristianos caídos, que aceptan
sacrificar o que consiguen con fraude cédulas que lo acreditan.
Las últimas persecuciones (303-324) son las más prolongadas y sangrientas.
Diocleciano y Galerio, concretamente, por medio de cuatro edictos sucesivos
(303-304), deciden la destrucción de los bienes de la Iglesia, prohiben el
culto, persiguen al clero y a los fieles nobles, y exigen el sacrificio
público como prueba de lealtad imperial.
Las persecuciones romanas contra los cristianos, dentro de un mundo de alta
cultura jurídica, son un gravísimo atentado contra la justicia. No tratan de
castigar hechos delictivos, sino que pretenden penalizar a hombres y mujeres
por el solo hecho de confesarse cristianos. Aplican además penas durísimas:
degradación cívica, cárcel, exilio, destino a las minas del Estado, expolio
de bienes, muerte por la espada, la cruz, el fuego, el ahogamiento o las
fieras. Y todas estas penas están normalmente precedidas de terribles
tormentos, en los que la autoridad imperial intenta doblegar la voluntad del
mártir cristiano, cuando éste se obstina en mantener su fe.
Los «procesos» de los mártires son una absoluta singularidad dentro del
mundo jurídico romano, especialmente notable por las instituciones de su
derecho y por la prudencia de sus normas procesales. Son procesos que no
requieren ni la demostración de las acusaciones, ni la defensa jurídica de
abogados. El juez, simplemente, pregunta al acusado si es cierto, según se
le acusa, que es cristiano. Si él lo confirma y confiesa a Cristo, es
condenado, sin más. Y si renuncia a su fe, queda libre. Esta monstruosidad
jurídica, con unas u otras modalidades, estuvo vigente durante tres siglos,
hasta el año 311, produciendo innumerables mártires, sin que los juristas
romanos más eminentes experimentaron ante ellos ninguna dificultad de
conciencia.
En el 311, Galerio, estando moribundo, firma el primer edicto de tolerancia.
Licinio sigue su política, en oposición a Maximino Daia, a quien vence en el
313. En este año Licinio acuerda con Constantino el edicto de Milán, por el
que se inicia la libertad cívica definitiva de los cristianos en el Imperio
(Rordorf 720).
Crónicas martiriales
La Iglesia no guarda memoria personal exacta de la gran mayoría de los
mártires de los primeros siglos, pues no se conservó de ellos documentación
escrita. Pero de los más notables sí tenemos conocimientos seguros, pues sus
datos nos han llegado por las Actas de los mártires, los Martirologios y los
Epitafios.
–Actas de martirios. Unas son auténticas, contemporáneas de los martirios
que refieren. Otras, tardías, son más o menos legendarias, y aunque no
tengan validez histórica, tienen a veces un valor teológico y espiritual
notable, pues expresan los ideales de una época; y no pocas veces están
escritas a imitación de las actas auténticas.
Las Actas de los mártires reproducen el proceso judicial, según los
documentos oficiales, a los que los fieles pudieron tener acceso una vez
legalizado el cristianismo en el Imperio. Y también nos han llegado en la
forma de Pasiones o Martirios, que son relatos detallados, a veces en forma
de carta, acerca de los martirios ocurridos. Rordof (721) da la relación de
las crónicas martiriales indudablemente auténticas:
En los primeros tiempos: Policarpo y compañeros (Esmirna 156), Lucio (Roma
155/160); Justino y compañeros (Roma 163/167), Carpo, Papilo y Agathonica
(Pérgamo 161/169), Lyon y Vienne (177), Scilitanos (Cartago 180), Apolonio
(Roma 180/192), Perpetua, Felicidad y compañeros (Cartago 202/203),
Potamiana y Basílides (Alejandría 202/2203).
En la persecución de Decio (+251): Pionio y compañeros (Smirna), Máximo
(Éfeso?), Apolina y otros, Acacio (Antioquía de Pisidia), y otros mártires
aludidos en las cartas de San Cipriano.
Bajo Valeriano (+260): Cipriano (Cartago 258), Montano, Lucio y otros
(Cartago 258?), Mariano , Santiago y otros (Numidia 259), Conon (Magidos, en
Pamfilia), Fructuoso y compañeros (Tarragona 259).
Bajo Galieno (+268): Marino (Cesarea, Palestina 260).
Bajo Diocleciano (+305) se producen un gran número de martirios, de los que
se guardan numerosas Actas y Pasiones auténticas.
–Martirologios. El culto muy pronto nacido hacia los mártires obliga a las
Iglesias a elaborar calendarios litúrgicos en los que se recogen sus
nombres, y también los datos, al menos los fundamentales, de sus pasiones.
Entre los más antiguos martirologios tenemos la Depositio martyrum (Roma,
ca. 354), el Martirologio siríaco (anterior al 400), el Martirologio de
Cartago (posterior a 505), el Martirologio jeronimiano (del siglo V)
(Rordorf 722).
–Los testimonios epigráficos, iconográficos y arqueológicos son de muy
diversas clases, y suministran también a veces datos importantes sobre los
mártires.
Notas propias
de la espiritualidad martirial
En las antiguas Actas y Pasiones de los mártires se muestran con fuerza
algunas líneas de espiritualidad, que proceden, evidentemente, del Nuevo
Testamento.
–Alegría. Los Apóstoles, despreciados, insultados y azotados, «salieron del
Sanedrín alegres, porque habían sido hallados dignos de padecer ultrajes por
el nombre de Jesús» (Hch 5,41); salieron, en efecto, alegres y reforzados en
su decisión de seguir predicando el Nombre santo (5,42; 4,19-20). Es de
notar que Cristo murió con gran angustia, sintiéndose abandonado por el
Padre, y dando un fuerte grito. Así es como Él ganó para sus discípulos
mártires la gracia frecuente de sufrir persecución y muerte con gran paz y
alegría. Los Apóstoles, como hemos visto, dieron ejemplo de una admirable
alegría martirial, y la inculcaron en su predicación a los cristianos.
San Pedro exhorta: «alegráos, aunque de momento tengáis que sufrir un poco
en diversas pruebas. Así la comprobación de vuestra fe –que vale más que el
oro, que, aunque perecedero, es aquilatado al fuego– llegará a ser alabanza
y gloria y honor cuando se manifieste Cristo, a quien amáis sin haber visto»
(1Pe 1,6-8). Y la Carta a los Hebreos dice de los que padecen prisión por la
fe cristiana: «recibisteis con alegría el despojo de vuestros bienes,
conociendo que teníais una hacienda mejor y perdurable» (10,34).
En este sentido, resulta impresionante la crónica que refiere la muerte en
las fieras de las catecúmenas Perpetua, Felicidad y otros hermanos de
Cartago. En ese relato, como en tantas otras passiones antiguas, no se
describe el martirio como un suceso terrible y atroz, sino como un día
triunfal de fiesta y de gloria: «el día de su victoria». Salieron de la
cárcel al anfiteatro como si fueran al cielo, radiantes de alegría y
hermosos de rostro» (18). Uno de ellos, Sáturo, escribe –él, personalmente–
que al salir Perpetua a las fieras, le dijo él: «–Ya tienes lo que quieres.
Y ella le contestó: –Doy gracias a Dios que, como fui alegre en la carne,
aquí soy más alegre todavía» (12).
Innumerables datos antiguos –crónicas, epitafios, cartas– nos permiten
afirmar que en la Iglesia primera de los mártires ha habido más alegría que
en ninguna otra época de la Iglesia. Las Actas de los mártires,
concretamente, son uno de los libros más alegres de la historia de la
espiritualidad. Ver, por ejemplo, a una niña de doce años, firme en su fe,
discutir atrevidamente con los juristas del tribunal que la acosan; ver a un
aldeano analfabeto ridiculizar los ídolos que sus jueces veneran, cuando son
éstos los que enseguida van a decidir el modo de sus tormentos y de su
muerte; ver el valor y la confianza, ver la seguridad y la alegría de los
mártires, no puede menos que alegrar a los creyentes. Dentro de la historia
de la literatura, las trágicas y gozosas Actas de los mártires cristianos
forman, en su conjunto numeroso, un monumento absolutamente único.
Mientras los jueces discutían con el obispo Pionio, «vieron que Sabina reía,
y amenazándola, con fiera voz, le dijeron: –¿Tú te estás riendo? Y ella
respondió: –Me río, así lo quiere Dios, porque soy cristiana» (Pionio 7).
–Victoria de Cristo. Desde el principio, el martirio es entendido y vivido
siempre por la Iglesia como una nueva victoria de Cristo glorioso, que esta
vez, en sus mártires, vuelve a vencer al pecado, al demonio y al mundo. Por
obra del Espíritu Santo, la victoria de los mártires es la prolongación de
la victoria de Cristo en la Cruz.
Léanse «estos ejemplos, que no ceden a los antiguos, para edificación de la
Iglesia, a fin de que también las nuevas virtudes atestigüen que es un solo
y siempre el mismo Espíritu Santo el que obra hasta ahora, y a Dios Padre
omnipotente y a su hijo Jesucristo, Señor nuestro, que es claridad y
potestad sin medida por los siglos de los siglos. Amén». Con esta
proclamación victoriosa termina la crónica del terrible martirio de
Perpetua, Felicidad y compañeros.
Las crónicas de los martirios nunca son historias tristes, llenas de pena y
aflicción, sino partes de victoria y de triunfo. Muchas de ellas terminan
con solemnes doxologías, en las que queda bien patente que, sobre todas las
vicisitudes del mundo y sobre todos los cónsules y príncipes, emperadores y
reyes, reina Jesucristo de modo absoluto e irresistible, pues a Él le ha
sido dado todo poder en el cielo y en la tierra.
Recordemos el final, por ejemplo, de la pasión de Pionio: «Sucedieron estas
cosas bajo el procónsul Julio Proclo Quintiliano; siendo cónsules el
emperador Cayo Mesio Quinto Trajano Decio y Vitio Grato; cuatro días antes,
como los romanos dicen, de los Idus de marzo y, según los asiáticos, el mes
sexto, el sábado, a la décima hora. Así sucedieron tal como nosotros lo
hemos escrito, imperando nuestro Señor Jesucristo, a quien es honor y gloria
por los siglos de los siglos. Amén».
–Derrota del Diablo. En las Actas martiriales se entiende claramente que el
combate del cristiano no es «contra la carne y la sangre, sino contra los
espíritus malignos» (Ef 6,12). Y queda igualmente patente que es el mismo
Cristo quien, fortaleciendo a su mártir, combate contra el Diablo y lo
vence.
Estando Perpetua en la cárcel tiene una visión, que escribe de su propia
mano: «entendí que mi combate no había de ser tanto contra las fieras, sino
contra el diablo». Y en aquella total obscuridad de la siniestra cárcel
tiene también una visión resplandeciente del Cristo glorioso, que la
conforta diciéndole: «yo estaré contigo y combatiré a tu lado» (10).
Las Actas de San Acacio comienzan así: «Siempre que recordamos los gloriosos
hechos de los siervos [mártires] de Dios, referimos la gracia a Aquél que
los sostuvo en la pena y los coronó en la gloria». No había nacido todavía
en la Iglesia el pelagianismo. Todavía la primacía de la gracia era el dato
de la fe más evidente y conocido por todos.
–Preparación para el combate. Es Cristo, sin duda, quien vence en el combate
del martirio; pero sus siervos se preparan al combate con la oración, el
ayuno, la comunión eucarística, y con las mutuas exhortaciones, para
colaborar así en esa victoria, es decir, para mejor recibir de Cristo la
gracia de su confortación.
Los santos mártires en la cárcel «ocupaban el día y la noche en lecturas y
oración, de suerte que alternaron las discusiones sobre religión con los
pertinaces, las enseñanzas de la fe y la preparación para el suplicio»
(Pionio 12).
–Visión del cielo. Ya el primero de los mártires, Esteban, llegada la hora
de ser lapidado, tiene una visión en la que contempla «los cielos abiertos y
al Hijo del hombre en pie a la derecha de Dios» (Hch 7,56). En los años
posteriores, también los mártires son frecuentemente fortalecidos por
visiones celestiales, en las que contemplan al Señor y a aquellos bienes
eternos que esperan a los que permanecen fieles (Perpetua y Felicidad 4;
7-8; 10; 11-12; Montano y Lucio 5; 7-8). Como dice San Cipriano, «en la
persecución se cierra el mundo, pero se abre el cielo» (Trat. a Fortunato
13).
En esa prueba final, como se dice en el martirio de Policarpo, los mártires,
«sostenidos por la gracia de Cristo, desprecian los tormentos terrenos, pues
por el sufrimiento de una sola hora se adquieren la vida eterna... Y con los
ojos del corazón contemplan ya los bienes reservados a los que valerosamente
resisten. El Señor se los muestra, como a quienes no son ya hombres, sino
ángeles» (2,3; +5).
A Carpo, clavado en un madero, «se le vió sonreir. Los presentes,
sorprendidos, le preguntaron: –¿Qué te pasa, por qué ríes? Y el
bienaventurado respondió: –He visto la gloria del Señor y me he alegrado»
(Carpo 38-39).
–Esperanza de la resurrección. La fe en la resurrección futura tiene su
afirmación más extrema en el testimonio de los mártires. Ellos pierden su
vida libremente en este mundo, porque están ciertos de ganarla en la vida
eterna. Esa fe en la resurrección, que parece tan absurda a griegos y
romanos, los mártires la proclaman con absoluta seguridad, sellando su
certeza con su propia sangre. Ante sus jueces, igual que aquellos siete
hijos del libro de los Macabeos, confiesan no tener nada que temer: aseguran
con alegría que Dios les resucitará para siempre, llaman a sus jueces a la
fe y a la conversión, e incluso a veces les amenazan con una resurrección de
condena.
El obispo Pionio, puesto encima de la pira en la que iba a ser quemado, y
atravesados sus miembros a unos maderos con gruesos clavos, dice: «la causa
principal que me lleva a la muerte es que quiero que todo el pueblo entienda
que hay una resurrección después de la muerte» (21).
–Expiación del pecado y plena salvación. El que muere por Cristo en ese
bautismo segundo del martirio, a veces llamado «bautismo de sangre», por esa
entrega suya de amor supremo, queda libre de todos sus pecados. Dios se los
perdona, aunque no haya recibido el bautismo sacramental.
En la pasión de Perpetua y Felicidad se habla, en efecto, del martirio como
de un «segundo bautismo» (18; +Tertuliano, Apologético 50,15-16; Orígenes,
Exhort. ad mart. 30). El mártir atraviesa la muerte y llega al cielo
inmediatamente (+Lc 23,43; Tertuliano, De anima 55,4-5; Orígenes, Exhort. ad
mart. 13). El mártir «ha purgado todos los pecados por el martirio», y por
eso «es coronado enseguida por el Señor» (Cipriano, Cta. 55,20,3).
–Agradecimiento. Muchos mártires, cuando escuchan al tribunal que dicta su
sentencia de muerte, responden gozosos: Deo gratias!, pues entienden su
martirio como un privilegio, como una participación gloriosa en la Cruz de
Cristo, como la más alta de las gracias posibles.
Carpo, antes de morir, dice: «bendito seas, Señor Jesucristo, Hijo de Dios,
pues te has dignado darme parte a mí, pecador, en esta suerte tuya» (41).
–Oración por los enemigos. «Orad por los que os persiguen, para que seais
hijos de vuestro Padre celestial» (Mt 5,44; +Lc 6,27-28). Esta norma de
Jesús, la cumple Él mismo al morir en la cruz: «Padre, perdónales, que no
saben lo que hacen» (Lc 23,34). Y también Esteban: «Señor, no les imputes
este pecado» (Hch 7,60). Y de igual modo los mártires, fieles a la
recomendación del Salvador, mueren siempre rogando por los jueces que les
han condenado y por sus verdugos.
«Humillábanse a sí mismos bajo la poderosa mano de Dios, por la que ahora
han sido maravillosamente exaltados [1Pe 5,6]. Y en aquel momento, a todos
defendían y a nadie acusaban, a todos desataban y a nadie ataban, y rogaban
incluso por quienes les sometían a tan terribles suplicios» (Lyon y Vienne).
–Sacrificio eucarístico. En las crónicas de los mártires se ve con
frecuencia cómo éstos son confortados en la cárcel por diáconos o fieles
cristianos que les llevan a Cristo, el pan de vida eterna. Es en el memorial
eucarístico de la pasión del Señor donde los mártires hallan el ejemplo y la
fuerza que necesitan para sufrir santamente su propia pasión y muerte. La
ofrenda crucificada del mártir queda, pues, perfectamente integrada en la
ofrenda sacrificial que Cristo hace de sí mismo en la Cruz.
Esta manera de entender el martirio está perfectamente expresada por San
Ignacio de Antioquía, que habiendo recibido el Pan eucarístico, quiere venir
a ser él mismo pan triturado, completamente unido al Crucificado, como
perfecto discípulo suyo (Romanos 2,2; 4,1.3; 7,3; Magnesios 5,2; Efesios 12;
Esmirniotas 3,2; Trallanos 5,2). El sacrificio del mártir es el mismo
sacrificio de Cristo prolongado en su cuerpo.
Esta visión sacrificial y eucarística del martirio la encontramos igualmente
en el obispo sirio Policarpo, que reza al morir: «Señor Dios omnipotente...
yo te bendigo, porque me tuviste por digno de esta hora, a fin de tomar
parte entre tus mártires del cáliz de Cristo... ¡Sea yo con ellos recibido
hoy en tu presencia, en sacrificio santo y aceptable, conforme de antemano
me lo preparaste y me lo revelaste, y ahora lo has cumplido» (Polic. 14;
+Carta Polic. 9).
–Fortaleza. Los paganos veían ya como un hombre admirable, como un héroe, al
que era capaz de sufrir libremente grandes penalidades o incluso la muerte
por sus convicciones o por otras grandes causas nobles, como la patria. Y en
esta entrega de la vida veían el máximo ejemplo de la fortaleza, una de las
cuatro virtudes cardinales que ellos conocían.
Los estoicos, concretamente, consideraban perfecto al hombre que había
alcanzado la ataraxia, es decir, la independencia, la total libertad de
pensamiento y conducta respecto a las circunstancias exteriores, aunque
éstas fueran el sufrimiento y la muerte. También los Padres consideran el
martirio como la más alta afirmación de la virtud de la fortaleza
(Tertuliano, Ad martyras 4,4-6; Apologético 50,4-9; Ad nationes 1,18;
Clemente de Alejandría, Stromata IV,8,44-69; 19,120-125). Es una doctrina
que se hará clásica en el cristianismo (STh II-II,124,2).
–Desprendimiento de los bienes temporales. Bien fundados en la fe y en la
esperanza, los mártires están completamente seguros de que a través del
martirio, sufrido con Cristo y por Él, dejando los bienes presentes, pasan a
poseer inmediatamente los bienes celestiales. Al estar totalmente decididos
a «perder su vida» por Cristo, se muestran ante sus jueces
desconcertantemente valientes, porque están libres de cualquier temor, ya
que no tienen «nada que perder».
En algunos mártires puede apreciarse, incluso, una actitud excesivamente
negativa respecto del mundo visible, cuando lo ven como una prisión, de la
que más vale escapar cuanto antes (Tertuliano, Ad martyras 2; Orígenes,
Exhort. ad mart. 3-4; Clemente de Alejandría, Stromata IV,11,80,1). Esta
posible desviación causa especial horror a cierto cristianismo de nuestro
tiempo, que, arrodillado ante el mundo presente, tanto ignora sus propias
miserias y tan propenso es a escandalizarse de los errores antiguos reales o
presuntos.
De todos modos hay que ser cautelosos al considerar excesivo, y por tanto
morboso, este menos-precio del mundo temporal que a veces parecen mostrar
algunos mártires y otros santos de la historia de la Iglesia. Con excesiva
facilidad los pecadores se escandalizan de los santos y los encuentran
excesivos en esto y en todo.
Esa cautela se hace necesaria, por una parte, si se tiene cuenta que no
siempre la literalidad de las palabras expresa con exactitud los
pensamientos y sentimientos verdaderos. Y por otra, si se recuerda que el
mismo Cristo, el supremo modelo de vida evangélica, en toda su vida pública,
desde el principio, da también la imagen de alguien que parece «dar su vida
por perdida» en este mundo. A Jesús se le ve, en efecto, anhelando siempre
consumar la entrega total de su vida, para consumar la obra de la redención,
para pasar de este modo al Padre, y para escapar así de los males de este
mundo: «¡gente sin fe y perversa! ¿Hasta cuándo tendré que estar con
vosotros? ¿Hasta cuándo habré de soportaros?» (Mt 17,17). No hay razón
alguna para que nos avergoncemos de aquellos cristianos que viven esta misma
experiencia espiritual.
Asistencia de la Iglesia
a los mártires
La Madre Iglesia sufre con las penalidades de los confesores de Cristo, les
acompaña y asiste en sus pruebas, ora y suplica por ellos, les hace llegar
alimentos, cartas, saludos, envía a sus diáconos para que les visiten en la
cárcel, en el exilio, en la mina, para que recen con ellos y les conforten
con la comunión eucarística. Esta caridad eclesial ha fortalecido siempre a
los confesores de la fe, como se dice en la carta a los Hebreos: «habéis
tenido compasión de los presos» (10,34).
La solicitud de la Iglesia por los confesores de la fe tiene múltiples
testimonios en los primeros siglos, como en las cartas de San Ignacio de
Antioquía (Efes. 11,2; Magnes. 14; Trall. 12,3; Rom. 8,3; Filad. 5,1;
Esmirn.11,1). También da preciosas muestras de esa solicitud el obispo San
Cipriano (+258). A dos presbíteros suyos Moisés y Máximo, largo tiempo
encarcelados, les escribe así:
«También estamos nosotros en cierto modo ahí con vosotros en la cárcel, y
nos parece sentir con vosotros los dones de la divina gracia; de tal manera
os estamos unidos. Vuestra caridad tan grande hace que vuestra gloria sea la
nuestra, y el espíritu no permite que los que se aman se separen. A vosotros
os tiene encerrados la confesión, a mí el afecto. Pensando en vosotros día y
noche, tanto cuando elevamos súplicas en común durante el sacrificio, como
cuando en nuestro retiro rogamos por vosotros privadamente, pedimos al Señor
que os proteja para que consigáis vuestra corona de gloria».
Con relativa frecuencia, los cristianos permanecían largamente en la
prisión, antes de consumar en el martirio la ofrenda de su vida. Y esa
prolongación, como hace notar San Cipriano, solo servía para perfeccionar su
testimonio y su mérito:
«Más dais vosotros cuando os acordáis de nosotros en la oración, puesto que
esperando como estáis solo lo celestial, y meditando solamente las cosas
divinas, subís a las más altas cimas por la demora misma de vuestro martirio
y, con el largo transcurso del tiempo, no retrasáis vuestra gloria, sino que
la aumentáis. Ya la primera confesión realizada hace bienaventurado a uno
por sí sola. Pero vosotros tantas veces confesáis cuantas, invitados a que
abandonéis la cárcel, la preferís por vuestra fe y valor. Tantos son
vuestros títulos de gloria cuantos días. Y cuantos meses transcurren, más
aumentan vuestros méritos. Vence una vez quien sufre de un golpe. Pero el
que continúa todos los días en el tormento y lucha con el dolor, sin ser
vencido, ése todos los días es coronado» (Cta. 37,1).
La devoción a los mártires
El pueblo cristiano, desde el principio, ha tenido una inmensa devoción
hacia los mártires, que son venerados como discípulos perfectos del Señor.
Los mártires son considerados como portadores del Espíritu divino, pues,
llevados ante los tribunales, no hablan ya por sí mismos, sino que el
Espíritu Santo habla por ellos (Mt 10,20). Son tan respetados como los
sacerdotes ministros, aunque no hayan recibido el sacramento del orden
(Traditio apostolica 9). A veces incluso se les reconoce, en forma abusiva,
una autoridad espiritual para reconciliar con la Iglesia a los lapsi
(Eusebio, Hist. ecles. V,2,6-7; Tertuliano, Ad martyras 1).
Y si Cristo mártir, junto al Padre, «vive siempre para interceder» por los
hombres (Heb 7,25), también los mártires de Cristo, junto a Dios, viven
siempre para interceder por nosotros. Ellos son con el Salvador y su santa
Madre los intercesores máximos ante la misericordia de Dios. Por eso los
cristianos visitan a los mártires en la cárcel, y en ella, o cuando son
llevados al martirio, suplican su intercesión. San Cipriano, por ejemplo, en
una carta a aquellos dos presbíteros suyos presos en la cárcel, les dice:
«Solo me queda, hermanos bienaventurados, pediros que os acordéis de mí, que
entre vuestros pensamientos altos y divinos nos tengáis en vuestra mente y
tenga yo un puesto en vuestras súplicas y oraciones, cuando vuestra voz,
purificada por una confesión gloriosa y digna de elogio por la constancia en
mantener Su honor, llegue a los oídos de Dios, y cuando se les abra el
cielo, al pasar de este mundo que han vencido a las alturas, logren de la
bondad del Señor lo que ahora piden.
«¿Qué podéis pedir vosotros a la misericordia del Señor que no merezcáis
obtener? Vosotros habéis observado los preceptos del Señor, vosotros
mantuvisteis la enseñanza del Evangelio con la energía de una fe sincera,
vosotros que, permaneciendo intacto el honor de vuestro valor, os
conservasteis firmes y valientes en los preceptos del Señor y de sus
apóstoles, y afirmásteis así la fe vacilante de muchos con el ejemplo de
vuestro martirio. Vosotros, como testigos del Evangelio y verdaderos
mártires de Cristo (Evangelii testes et vere martyres Christi), clavados en
sus raíces, cimentados sobre la dura roca, habéis sabido unir la disciplina
con el valor, llevando al temor de Dios a los demás, y haciendo de vuestro
martirio un ejemplo» (Cta. 37,4).
Y a otros confesores de la fe les escribe: «Ahora, ya que vuestras súplicas
son más poderosas y logran con más facilidad lo que piden en medio de los
tormentos, pedid insistentemente y rogad que la gracia de Dios lleve a
perfección la confesión de todos nosotros, para que como a vosotros, también
a nosotros nos libre, intactos y gloriosos, de estas tinieblas y lazos del
mundo, de modo que los que aquí estamos unidos por los vínculos de la
caridad y de la paz nos mantengamos en pie igualmente unidos contra los
ultrajes de los herejes y las persecuciones de los paganos, y así lleguemos
a alegrarnos todos juntos en el reino celestial» (Cta. 76,7).
Culto a los mártires
La inmensa devoción que el pueblo cristiano siente hacia los mártires va a
dar origen a un culto litúrgico, cuyos elementos integrantes aparecen
referidos claramente en este breve texto del martirio de San Policarpo:
«Pudimos nosotros recoger los huesos del mártir, más preciosos que piedras
de valor y más estimados que oro puro, y los depositamos en un lugar
conveniente. Allí, según nos era posible, reunidos con júbilo y alegría, nos
concederá el Señor celebrar el día natal de su martirio, para memoria de los
que acabaron ya su combate, y para ejercicio y preparación de los que aún
tienen que combatir» (18,2-3).
–Las reliquias del mártir, en las que se afirma la esperanza cristiana de la
resurrección, son cuidadosamente recogidas, siempre que ello es posible, y
guardadas con inmenso aprecio (Actas Justino 6,2; Actas Cipriano 5,6). Esta
veneración fue desde el principio aprobada y recomendada por los Padres.
«El diablo, rival nuestro, envidioso y perverso... dispuso de tal modo las
cosas que ni siquiera nos fuera dado apoderarnos de su cuerpo, por más que
muchos deseaban hacerlo y poseer sus santos restos» (Policarpo 17,1). El
centurión manda quemarlo, según el uso pagano, y los fieles recogen con
extrema solicitud los huesos restantes (18,1).
–Un monumento adecuado es dispuesto para guardar esas preciosas reliquias
martiriales. Y son muchos los cristianos que deciden ser enterrados junto a
la tumba de los mártires, y que ponen a sus hijos el nombre de éstos.
Después de Constantino, a semejanza de aquellos martyria construídos en
Tierra Santa para señalar lugares teofánicos, se construyen sobre las tumbas
de los mártires iglesias, que son llamadas también martyria. Allí los
mártires son invocados especialmente, allí se celebra su culto, allí se va
en peregrinación y allí se producen numerosos milagros, de los que hoy se
conservan no pocas relaciones antiguas, como aquella de San Agustín en La
Ciudad de Dios (XXII,8).
–El dies natalis del mártir, el día de su definitivo nacimiento a la vida
eterna, la asamblea cristiana se reúne para celebrarlo en su liturgia.
–La memoria del mártir es celebrada por la comunidad entera, por la Iglesia
local, no solamente por unos pocos familiares y amigos.
–Así se prepara al conjunto de todos los fieles para un posible martirio,
que ellos mismos puedan sufrir más adelante.
El culto a los mártires tuvo en alguna ocasión contradictores. Es famosa la
disputa entre Vigilancio y San Jerónimo. El primero considera que el culto
de los mártires significa una restauración de las antiguas costumbres
paganas supersticiosas. San Jerónimo, en cambio, defiende el valor de esa
devoción extendida en Oriente y Occidente, y muestra que es muy distinta de
la tributada a Dios y a su Cristo (Contra Vigilantium 7). El error de
Vigilancio es actualizado por los protestantes del XVI, quienes, como aquél,
no respetan ni entienden la unánime tradición católica de la Iglesia.
San Agustín distingue bien el culto a los mártires cristianos del culto
pagano a los héroes: «Los mártires no son para nosotros dioses, pues sabemos
perfectamente que el mismo Dios es único para nosotros y para ellos... A
nuestros mártires no les construimos templos, como si fueran dioses, sino
sepulcros, como a mortales cuyos espíritus viven en Dios. Tampoco erigimos
altares para sacrificar a los mártires, sino al Dios único de los mártires y
de nosotros. Durante el sacrificio, los mártires son nombrados en su lugar y
momento como hombres de Dios, que vencieron al mundo confesando su nada.
Pero no son invocados por el sacerdote que realiza el sacrificio. Es a Dios,
y no a ellos, a quien se ofrece el sacrificio, aunque éste se celebre en
memoria de ellos. Y el sacerdote es sacerdote de Dios, no de los mártires.
En cuanto al sacrificio, es el cuerpo de Cristo, que no se ofrece a ellos,
pues ellos mismos son miembros de ese cuerpo» (Ciudad de Dios XXII,10).
Como es sabido, el culto a los santos, tan fundamental en la vida de la
Iglesia, encuentra su origen en el culto a los mártires. La costumbre, hasta
hace poco universal, de guardar reliquias de los mártires en los altares
expresa del modo más elocuente la comunión que por sus pasiones alcanzaron
con el Crucificado, con el Salvador del mundo.
Fuerza evangelizadora del martirio
Los paganos, ante los mártires, oscilan entre el desprecio y la admiración.
Para no pocos paganos el martirio de los cristianos viene a ser considerado
como un hecho lamentable y vergonzoso, como el mayor de los fracasos
posibles. Estiman que los cristianos, por su mismo martirio, han de ser
calificados como hombres «tercos y obstinadamente inflexibles» (Plinio, Ep.
10,96,3), que entregan a la muerte sus vidas miserables con «una vulgar
valentía» (Marco Aurelio, Pensam. 11,3,2), y que por tanto quedan «convictos
de ser enemigos del género humano» (Tácito, Anales 15,44,6).
Muchos otros hay, sin embargo, y a veces también intelectuales, como Justino
(+163) o Tertuliano (+220), que llegan a la fe cristiana persuadidos por el
testimonio misterioso de los mártires.
Justino: «Viéndoles tan valientes ante la muerte... llegué a convencerme de
que era imposible que estos hombres vivieran en el vicio y el amor a los
placeres» (2 Apol. 12). Tertuliano: «¿Quién habrá que, ante el espectáculo
dado por los mártires, no se vea conmovido y no trate de buscar lo que hay
al fondo de ese misterio? ¿Y quién hay que lo haya buscado y que no haya
llegado a unirse a nosotros?» (Apol. 50,15).
En otras ocasiones, los que se ven deslumbrados por la fuerza testimonial
del mártir, y encuentran gracias a él la fe cristiana, son personas
sencillas, soldados, carceleros, ciudadanos presentes al proceso del mártir,
compañeros de cárcel.
Entre los mártires de Alejandría, del año 202, por ejemplo, se halla la
virgen Potamiena. Cuando es conducida al suplicio por el soldado Basílides,
la muchedumbre se le echa encima con insultos y obscenidades. Basílides la
defiende con energía, y ella le promete que en el cielo «ha de alcanzarle la
gracia de su Señor». La matan después «derramando sobre las distintas partes
de su cuerpo, lentamente, en pequeñas porciones, pez derretida». Días más
tarde, Basílides, habiendo de prestar juramento en la milicia, se niega a
ello en absoluto «por ser cristiano y confesarlo públicamente». La santa
mártir se le ha aparecido tres días después de su muerte, y poniendo una
corona en su cabeza, le ha anunciado su próximo martirio. Efectivamente, es
decapitado, y viene a ser así el séptimo de los mártires de Alejandría. «Y
de otros varios alejandrinos se cuenta que pasaron de pronto a la doctrina
de Cristo en tiempo de estos mártires por habérseles aparecido en sueños
Potamiana y haberles exhortado a ello» (in fine).
Igualmente, la actitud de Perpetua, llena de majestad, ante el tribunal
consigue que «el mismo lugarteniente de la cárcel abrace la fe» (Perp. y
Felic. 16). Y efectos semejantes obtiene el valor de Sáturo, que a aquellos
morbosos que se burlan de él y de sus compañeros, viéndoles próximos al
martirio, les dice: «–“¿cómo es qué miráis con tanto gusto lo que tanto
odiáis?... Fijáos bien en nuestras caras, para que nos podáis reconocer en
aquel último día”. Con eso todos se retiraron estupefactos y muchos de ellos
creyeron» (ib. 17). El mismo Sáturo, inmediatamente antes de ser echado a
las fieras, le dice al soldado Pudente, a quien trata de evangelizar hasta
el último instante: «“adiós, y acuérdate de la fe y de mí, y que estas cosas
no te turben, sino que te confirmen”. Al mismo tiempo, pidió a Pudente un
anillo del dedo y, empapado en la propia herida, se lo devolvió en herencia,
dejándoselo como recuerdo de su sangre» (21).
En toda la historia de la Iglesia es un hecho confirmado que la mayor fuerza
evangelizadora ha sido siempre la de los mártires, testigos invencibles de
Cristo Salvador. Es el grano de trigo que cae en tierra el que, muriendo, da
mucho fruto (Jn 12,24). Del mismo modo, es también un dato cierto en la
historia de la Iglesia antigua o actual, que cuando el pueblo cristiano se
cuida mucho de «conservar su vida» en este mundo, pierde toda eficacia
apostólica y evangelizadora.
La irresistible fuerza evangelizadora de los mártires es afirmada con
argumento convincente en aquel Discurso a Diogneto, del siglo II o III: «¿No
ves cómo [los cristianos] son arrojados a las fieras, para obligarlos a
renegar de su Señor, y no son vencidos? ¿No ves cómo cuanto más se les
castiga a muerte, más se multiplican otros? Reconoce que eso no parece obra
de hombre: eso pertenece al poder de Dios; ésas son pruebas de Su presencia»
(7,7-8).
5. Espiritualidad pascual y martirial
Sacerdotes y víctimas en Cristo
Nuestras meditaciones se han iniciado contemplando el via Crucis de Cristo,
que dura toda su vida consciente y que se consuma en el Calvario. Él es,
ciertamente, el Cordero de Dios, enviado al mundo «para dar testimonio de la
verdad» (Jn 18,37), y que por eso mismo, como todos los profetas anteriores
enviados por Dios, es asesinado por los hombres, de modo que en el
sacrificio de su sangre se logra la salvación del mundo.
Pues bien, ahora nos preguntamos acerca de nuestra propia condición de
cristianos, discípulos Suyos: ¿también los cristianos estamos llamados a ser
«corderos de Dios inmolados con Cristo para quitar el pecado del mundo»?
¿También nosotros, como Cristo, hemos de dar en medio del mundo un
testimonio de la verdad que nos lleve a sufrir persecución y cruz?
Sí, ciertamente; ésa es nuestra vocación: confesar a Cristo ante los
hombres, ser Sus testigos en el mundo. En Cristo se confunden su condición
sacerdotal y su identidad victimal: Él es sacerdote y víctima al mismo
tiempo. Y en todos los cristianos, que ya desde el bautismo participamos de
la condición sacerdotal de Cristo, por eso mismo, se da necesariamente una
vocación victimal. Hemos de ser corderos de Dios inmolados con el Cordero
humano-divino para la salvación del mundo.
«Para esto fuisteis llamados, ya que también Cristo padeció por vosotros, y
él os dejó ejemplo para que sigáis sus pasos» (1Pe 2,21; + Jn 13,15).
Nuestra vida, normalmente, no implicará una vocación divina tan intensamente
victimal; pero lo que sí es cierto es que, como corderos en el Cordero
pascual, estamos destinados desde el bautismo a «completar en nuestra carne
lo que falta a los sufrimientos de Cristo en favor de su cuerpo, que es la
Iglesia» (Col 1,24). Esta vocación victimal en algunas personas –y en los
sacerdotes, en general– se da con especial intensidad. Y en tales casos ha
de tenerse como una gloria: «en cuanto a mí, no quiera Dios que me gloríe
sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está
crucificado para mí y yo para el mundo» (Gál 6,14).
Persecución necesaria
Los cristianos experimentamos a lo largo de nuestra vida la persecución
constante de tres enemigos, y por eso estamos siempre en «lucha con la
carne, con el mundo y con el diablo» (Trento: Dz 1541; +Iraburu, De Cristo o
del mundo 4-6). Así nos lo enseña Jesús en varias ocasiones, concretamente
en la parábola del sembrador (Mt 13,1-8.18-23):
El demonio: «viene el Maligno y le arrebata lo que se había sembrado en su
corazón». El mundo: «los cuidados del siglo y la fascinación de las riquezas
ahogan la Palabra y la dejan sin fruto». La carne: «no tiene raíces en sí
mismo, sino que es voluble, y en cuanto se levanta una tormenta o
persecución a causa de la Palabra, cae en seguida», porque «el espíritu está
pronto, pero la carne es flaca» (Mt 26,41).
–La persecución del mundo, que envuelve siempre al hombre con unos
condicionamientos adversos al Reino, es completamente necesaria. No podrá el
cristiano confesar a Cristo y ser testigo de su santo Evangelio sin resistir
fuertes impugnaciones, porque los pensamientos y los caminos del mundo no
son los pensamientos y caminos de Dios (+Is 54,8). El cristiano sale del
mundo, sale de Egipto, está libre del mundo, de sus pensamientos y de sus
caminos, y en un duro éxodo por el desierto, avanza con alegría hacia la
Tierra Prometida.
–La persecución de la carne en la vida cristiana, es igualmente necesaria,
pues «la carne tiene tendencias contrarias a las del espíritu, y el espíritu
tendencias contrarias a las de la carne, pues uno y otro se oponen, de
manera que no hagáis lo que queréis» con vuestra voluntad carnal (Gál 5,17).
–La persecución del demonio es también necesaria, pues ése es el oficio
propio del Tentador, y el hombre, desde Adán y Eva, se ve por él combatido.
Por lo demás, como es bien sabido, los tres enemigos están aliados contra el
cristiano y atacan a éste con una coordinación permanente, reforzándose
mutuamente. El diablo es el príncipe de este mundo, y lo que el mundo quiere
eso es lo que la carne desea. Por eso, como avisa San Juan de la Cruz, «para
vencer a uno de estos enemigos es menester vencerlos a todos tres» (Cautelas
a un religioso 3).
Persecución anunciada
Jesús, al anunciar persecuciones a sus discípulos, habla muy claramente de
la persecución del mundo:
«Si el mundo os odia, sabed que me odió a mí antes que a vosotros. Si
fueseis del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo,
sino que yo os elegí del mundo, por esto el mundo os odia. Acordáos de la
palabra que yo os dije... Si me persiguieron a mí, también a vosotros os
perseguirán... Y todas estas cosas las harán con vosotros por causa de mi
nombre» (Jn 15,18-21).
«Os perseguirán; y os perseguirán por causa de mi nombre». Es un hecho
cierto, anunciado, previsible. Pero tal persecución ha de ser vivida con
gozo y como un honor.
«Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan y con mentira digan de
vosotros todo género de mal por mí. Alegráos y regocijáos, porque grande
será en el cielo vuestra recompensa, pues así persiguieron a los profetas
que hubo antes que vosotros» (Mt 5,11-12). «Felices seréis si os odiaran los
hombres y os apartaran y os expulsaran y os maldijeran como a malvados por
causa del Hijo del hombre. Gozáos en ese día y regocijáos, pues vuestra
recompensa será magnífica en el cielo» (Lc 6,22-23).
Es, pues, muy importante que los cristianos, siendo en Cristo
sacerdotes-víctimas, y siendo en Él profetas del Reino, es decir, testigos
en el mundo de la Verdad divina, sepan que necesariamente van a ser
perseguidos en este tiempo presente. En efecto, «todos los que aspiran a
vivir religiosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones» (2Tim 3,12).
Todos.
¿Qué sentido tiene, pues, que un padre de familia, o un obispo, o el
director de un colegio católico, o un periodista o político, renuncie a
ciertas acciones cristianas, y calle el testimonio de la verdad de Cristo, o
ponga en duda su oportunidad, porque prevé que a causa de esas acciones y
palabras se le habría de venir encima la persecución del mundo? ¿Acaso no la
espera? ¿O es que estima que puede ser fiel a Cristo evitando la
persecución, es decir, el martirio? Hablando y obrando cristianamente
¿esperaba quizá del mundo –incluso de los hombres de Iglesia mundanizados,
que son tantos– otra reacción distinta, acogedora y favorable? ¿Cómo se
explica, pues, que ponga en duda la calidad evangélica de sus propias
acciones a causa de la persecución que ellas le ocasionan o pueden
ocasionarle, si precisamente la persecución del mundo es el sello de
garantía de cualquier acción evangélica?
Confesores y testigos
Ante la necesaria y anunciada persecución del mundo, no caben, como ya
vimos, sino dos alternativas: los cristianos fieles son los confesores de
Cristo y sus mártires, los que padecen alegremente por amor a Él la
persecución, y permanecen fuertes en la Palabra divina, y por tanto en la
verdad y en el bien. Por el contrario, los cristianos infieles son los
pecadores y los apóstatas, es decir, aquellos que, avergonzándose de la cruz
de Cristo, aceptan en su frente y en su mano –en su pensamiento y en su
conducta– el sello de la Bestia, y escapan así a la persecución del mundo.
Quede claro, en todo caso, que los cristianos en este mundo han de verse
necesariamente puestos a prueba por sus tres enemigos, demonio, mundo y
carne. ¿Cuál será su respuesta? ¿Y cuáles serán las consecuencias de la
fidelidad o de la infidelidad?
«A todo el que me confesare delante de los hombres, yo también lo confesaré
delante de mi Padre, que está en los cielos. Pero a todo el que me negare
delante de los hombres, yo lo negaré también delante de mi Padre, que está
en los cielos» (Mt 10,32-33).
El Nuevo Testamento, en éste y en otros lugares, habla de la necesidad de
confesar a Cristo, de ser fieles a la confesión de la fe (homologeo,
homologia; por ejemplo, Hch 23,8; Jn 9,22; 2Cor 9,13; Heb 3,1). Los
confesores son semejantes a los mártires, pues también ellos dan testimonio
de Cristo, de la Palabra divina, ante el mundo, arriesgan su vida y padecen
persecución. Ellos son bienaventurados porque, a causa del Hijo del hombre,
sufren el odio de sus contemporáneos, que les desprecian y apartan, les
expulsan y maldicen (Lc 6,22-23).
La prueba, insisto, es inevitable, y por ella ha de pasar en este mundo todo
verdadero cristiano. Por ejemplo, San Pedro niega tres veces al Señor en una
ocasión muy grave (Mt 26,7-74), y confiesa a Cristo en una opción de amor
que va a ser decisiva para él (Mt 16,16).
Espiritualidad cristiana,
espiritualidad pascual-martirial
La vida cristiana es una participación continua en la Cruz y en la
Resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Cristo, en efecto, fue «entregado
por nuestros pecados, y resucitado para nuestra justificación» (Rm 4,25). Y
desde entonces el martirio de Cristo es continuamente el modelo y la causa
de nuestra vida martirial, vida nueva, santa, sobrenatural.
«Cristo ofreció por los pecados, para siempre jamás, un solo sacrificio...
Con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los que van siendo
consagrados» (Heb 10,12.14). «Cristo murió una vez por los pecados –el Justo
por los injustos–, para llevarnos a Dios» (1Pe 3,18). «Nosotros sufrimos con
Cristo para ser también con Él glorificados» (Rm 8,17). Todo el lenguaje del
Nuevo Testamento está penetrado de esta estructura pascual: muerte-vida;
cruz-resurrección; pecado-gracia... Y lo mismo nos dice la Liturgia: Cristo,
«muriendo, destruyó nuestra muerte [y el pecado, su causa]; y resucitando,
restauró la vida» (Pref. I de Pascua).
Vivimos, pues, siempre, en cada instante de nuestra vida cristiana, de la
virtualidad santificante del Misterio Pascual de Cristo. Vivimos
permanentemente de Cristo, de su Cruz y de su Resurrección. «Él subió al
madero, para que nosotros, muertos al pecado, vivamos para la justicia» (1Pe
2,23). Así pues, nosotros, «si morimos con Él, viviremos con Él» (2Tim
2,11). Podemos, en efecto, seguirle si llevamos la cruz de cada día.
Participamos de Su vida en la medida en que participamos de su muerte. Y por
eso «los que son de Cristo Jesús han crucificado su carne con sus pasiones y
concupiscencias» (Gál 5,24).
El P. Ángel María Rojas, S.J., escribe: «Jesús realiza la Redención con el
sufrimiento de su Cuerpo Físico. Pero la abre para que se continúe con el
sufrimiento del Cuerpo Místico. La Redención no excluye, sino que exige la
participación de cada hombre en el Sacrificio de Cristo» (¿Para qué sufrir?
EDAPOR, Madrid 1990,65).
Pues bien, esa participación salvífica en el misterio pascual de Cristo ha
de hacerse por varias vías fundamentales: 1) en la Liturgia y en los
sacramentos; 2) en todo el bien que hacemos; 3) en todo el mal que
padecemos; 4) y a veces, incluso, en el martirio.
1.– en la Liturgia de la Iglesia
–En el Bautismo participamos sacra-mentalmente de la pasión del Señor,
muriendo al hombre viejo, y nos unimos a su resurrección gloriosa,
renaciendo a una vida nueva, la vida sobrenatural de los hijos de Dios.
«¿Ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados
en su muerte? Fuimos con él sepultados por el bautismo en su muerte, a fin
de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de
la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rm 6,3-4;
+Col 2,12-13).
–En la Eucaristía es donde más plenamente obra sobre nosotros el misterio
pascual del Salvador, pues ella es precisamente el memorial de su pasión y
de su resurrección. Nuestro Señor Jesucristo, por la fuerza de su Cruz, nos
fortalece para que podamos matar en nosotros al hombre viejo, con todos sus
pecados y malas inclinaciones; y por la fuerza de su Resurrección, nos
vivifica y renueva, dándonos los impulsos de gracia que nos son precisos
para crecer en toda clase de bienes.
Los cristianos, pues, vivimos de la Eucaristía. Con toda razón se dice que
es «fuente y cumbre de toda la vida cristiana» (LG 11a).
Y por eso hay que pensar que los cristianos que habitualmente viven alejados
de la Eucaristía apenas han entendido nada del cristianismo: apenas tienen
fe o no la tienen. Viven quizá una visión ético-voluntarista de la condición
cristiana, que tiene muy poco que ver con la fe verdadera, la única que
salva.
–En la Penitencia: cuando el pecado ha disminuido o suprimido de nosotros la
vida de Cristo, de nuevo su Cruz y Resurrección nos hace posible
sacramental-mente morir al pecado y renacer a la vida.
«Dios, Padre misericordioso –reza el sacerdote ministro del sacramento–, que
reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo, y
derramó el Espíritu Santo para el perdón de los pecados, te conceda, por el
ministerio de la Iglesia el perdón y la paz. Y yo te absuelvo + ... La
pasión de nuestro Señor Jesucristo, la intercesión de la Bienaventurada
Virgen María y de todos los santos, el bien que hagas y el mal que puedas
sufrir, te sirvan como remedio de tus pecados, aumento de gracia y premio de
vida eterna» (Ritual de la Penitencia).
–Y en los demás sacramentos esa misma virtualidad santificante del Misterio
Pascual de Cristo opera santificando a los fieles bien dispuestos.
Ahora bien, aunque nuestra participación en la pasión y resurrección de
Cristo la hacemos tan eficazmente en la Eucaristía y los sacramentos,
también en toda nuestra vida, instante por instante, hemos de hacer nuestra
la fuerza salvadora de la cruz de Jesús: lo mismo en el bien que hacemos,
que en el mal que padecemos. Bien claramente nos lo enseña el Maestro: «si
alguno quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz
(muerte) y sígame (vida)» (Lc 9,29). Es el Misterio Pascual vivido día a
día, instante por instante. Es ésta la vida cristiana. No hay otra posible.
2.– en todo el bien que hacemos
«Si morimos con Él, viviremos con Él». En cada obra buena, merecedora de
vida eterna, en cada instante de la vida de la gracia, morimos-resucitamos
con Cristo: tomamos su cruz y lo seguimos, pues es la fortaleza de su cruz
la que nos permite vencer las impugnaciones de la carne, del mundo y del
demonio; y es la fuerza de su resurrección la que nos mueve eficazmente a la
obra buena, grata a Dios.
En efecto, coexisten en nosotros el hombre carnal y el hombre espiritual,
que tienen deseos contrarios, absolutamente inconciliables. Por tanto, si no
matamos los malos deseos del hombre carnal (cruz), será imposible dejar
obrar en nosotros al Espíritu de Cristo (resurrección).
Ya no hemos de vivir «según la carne, sino según el Espíritu... La tendencia
de la carne es muerte, pero la del espíritu es vida y paz... Si vivís según
la carne, moriréis; pero si con el Espíritu mortificáis las obras de la
carne, viviréis» (Rm 8,4-13; +Gál 5,16-25).
Todas nuestras victorias están, pues, precedidas y causadas por la victoria
pascual de Cristo. Nuestro Salvador, con el martirio de su vida, consiguió
que nosotros, bajo el influjo de su gracia martirial, pudiéramos morir a las
obras de la carne y perseverar en las obras buenas del Espíritu.
Y así como en Cristo son inseparables la muerte y la resurrección, también
en nosotros se da esa inseparabilidad entre muerte y vida. Si no
participamos de la cruz, es imposible que tengamos acceso a la vida del
Resucitado. Pero es imposible igualmente que, participando de la Pasión de
Cristo, no vengamos a experimentar la vida de su Resurrección.
A veces, hacemos el bien con gozo, sin experimentar apenas la cruz que lo
hace posible. Otras veces, por el contrario, obramos el bien con dolor, sin
apenas ver sus frutos ni en nuestro interior ni en el exterior. En
principio, cuanto mayor es el amor en la obra buena, menor es la cruz a la
hora de realizarla. Pero en todo caso, que al hacer el bien no sintamos el
peso de la cruz o que los experimentemos en mayor o menor grado, viene a ser
algo accidental. Lo substancial es que todas nuestras buenas obras están
causadas por la Pasión y la Resurrección del Salvador.
Por otra parte, a la realización de la obra buena se opone no solamente la
debilidad y la mala inclinación de la carne, sino también la persecución del
mundo. Y ya sabemos que carne y mundo luchan siempre juntos, confortados por
el diablo, aunque su persecución se produzca normalmente en forma oculta.
Veamos con algunos ejemplos cómo cualquier obra buena, siendo contraria a la
carne, el mundo y el demonio, se realiza con la fuerza de Cristo, es decir,
en virtud de su pasión y de su resurrección.
–Perdonar una ofensa es un gran gozo, que nos permite guardar la unidad
fraterna y vivir en paz y alegría (resurrección); pero no es posible
perdonar de verdad, y menos sonriendo, si no se matan los deseos rencorosos
del hombre carnal, incapaz de «amar a los enemigos» (cruz).
–Dar una limosna alegra mucho a nuestro hermano, y también a nosotros, pues
así mejoramos su situación y estrechamos con él nuestra amistad
(resurrección); pero requiere negar el egoísmo de la carne, que odia el dar
y que nunca estima suficiente lo que ya posee (cruz). Es verdad que, en
principio, si se da con gran amor, ni se nota la cruz: sólo el gozo. «Dios
ama al que da con alegría» (2Cor 9,7). Pero cuando el amor es pequeño, la
limosna duele, y no puede darse sin cruz. Notemos, sin embargo, que en ambos
casos la limosna está causada por la pasión y la resurrección de Cristo.
–Aceptar la vocación apostólica, tenga ésta la forma concreta que sea, sólo
es posible dejándolo todo (cruz) y siguiendo a Jesús (resurrección). En
otras palabras: si un cristiano lo deja todo y sigue a Jesús, esto es algo
que solamente ha podido hacer en virtud de la Cruz y de la Resurrección de
Cristo. Por eso –dicho sea de paso– es normalmente imposible que un
cristiano alejado de la Eucaristía pueda oir y pueda seguir la llamada del
Señor.
–Perseverar en la oración, que muchas veces es una muerte tan penosa para el
hombre carnal (cruz), introduce al hombre en el país de la vida, en un mundo
de verdad, de amor y de paz (resurrección), que verifica e ilumina el mundo
presente, desde la intimidad con las Personas divinas. Pero esto sólo es
posible porque Cristo murió y resucitó para salvarnos.
–Abrir para Dios el propio horario, reservándole y dedicándole especialmente
algunos tiempos –misa, lectura espiritual, obras de apostolado y servicio–,
lleva a la paz y al gozo (resurrección). Pero como el horario de cada día es
tan limitado –veinticuatro horas–, eso no será posible sin privar al hombre
carnal en alguna medida de ciertas actividades que le son muy gratas (cruz).
Es necesario quitar tiempo de un lado para ponerlo en otro. Y es que no es
posible volverse más al Creador sin dedicarse menos al consumo y gozo de sus
criaturas. Concretamente, por ejemplo, apagar el televisor, terminar una
conversación o una lectura, dejar para mañana un trabajo atractivo, es algo
que al hombre carnal le cuesta no poco (cruz), pero le abre a una vida más
luminosa, digna y alegre, más libre y fecunda (resurrección). Salga el
hombre carnal de Egipto, adéntrese en el desierto, y gozará llegando a la
Tierra Prometida.
–Adoptar costumbres cristianas (vida), con perfecta libertad del mundo
circundante y de sus miserias, partiendo de la originalidad absoluta del
Evangelio, es una maravilla, pero no es posible sin renunciar a los
criterios, costumbres y modas perversas del mundo (muerte). Sin esta muerte,
no puede conseguirse aquella vida. Y esto lo vemos en todos los aspectos
concretos de nuestra vida: en la distribución del horario o del dinero, en
la conducta con amigos, novios o esposos, en los modos de pasar el fin de
semana o las vacaciones, en la asistencia a playas y piscinas o a ciertas
fiestas y espectáculos, en la compra de cosas superfluas.
–Vivir la pobreza evangélica es mortificar el egoísmo y las codicias del
mundo (muerte) y renacer a la caridad fraterna (vida). Pensemos por ejemplo
en un joven rico, que desea comprarse una gran moto de lujo, semejante a la
que tienen todos sus amigos: una máquina tan cara e innecesaria como
peligrosa. Negarse ese gusto injustificable, le puede llevar a quedarse
solo, a tener peleas con los amigos, y no pocas veces a hacer el ridículo
(cruz). Se ve este joven rico en la situación de un caballero antiguo que
tuviera que ir a reunirse con sus compañeros, todos ellos jinetes de
magníficos caballos, caminando a pie o montado en una mula. Sí, ciertamente,
para este joven renunciar a esa moto es morir; pero es morir para poder
vivir una vida nueva, preciosa, sobreabundante (resurrección). Es imposible
vivir el Evangelio sin entrar en duros contrastes con la vida común del
mundo que nos rodea.
–Decir la verdad en este mundo, en muchas ocasiones, apenas es posible sin
aceptar muertes muy duras de burla y marginación (cruz); pero solo así nos
es dado vivir en el Espíritu, vivir la alegría del Evangelio, y vivificar a
otros (resurrección).
–Sin amor a la cruz no solo es imposible hacer la voluntad concreta de Dios,
sino que incluso es imposible discernirla. Sin amor a la cruz, tanto el
discernimiento recto como la buena acción que le sigue son imposibles, ya
que, por principio, el hombre carnal trata por todos los medios de evitar el
sufrimiento, autorizándose a sí mismo a rechazar la cruz.
Es la cruz la que nos permite ser confesores de Cristo y mártires suyos,
haciendo el bien contra carne, mundo y diablo. Es la cruz la que nos lleva a
una vida nueva en Cristo tan maravillosa que ni siquiera hubiéramos llegado
a soñarla.
Es la unión al Crucificado la que nos posibilita orar y perseverar en la
oración, ser castos y laboriosos, decir la verdad, perdonar las ofensas,
realizar obras de servicio o de apostolado, perseverar en ellas, guardar la
unidad conyugal o fraternal... Todas estas maravillas son inaccesibles sin
amor a la cruz. Por el contrario, el rechazo de la cruz nos cierra a la
verdadera Vida, nos deja en nuestra miseria, en nuestra mediocridad maligna
y estéril, nos mantiene cautivos de la carne, del mundo y del demonio.
—Siempre que pecamos rechazamos la cruz. Es importante que conozcamos esto
claramente. Siempre que pecamos, nos negamos confesar a Cristo y a ser
mártires, testigos suyos. Siempre, en todo pecado, sea éste cual fuere, nos
avergonzamos de la cruz de Cristo, pues en lugar de mortificar al hombre
viejo y carnal, le permitimos seguir su voluntad nefasta. La cruz hubiera
podido matar sus malas tendencias, pero la hemos rechazado. Pecar es, pues,
siempre despreciar la Sangre de Cristo, hacerla estéril, avergonzarse del
Crucificado. «¡Se eliminó el escándalo de la cruz!» (Gál 5,11).
San Pablo expresa con gran fuerza este aspecto martirial y crucificado de la
vida cristiana: «no te avergüences jamás del testimonio de nuestro Señor, ni
tampoco de mí, que soy su prisionero. Al contrario, soporta conmigo los
sufrimientos por el Evangelio, ayudado por la fuerza de Dios... Por esta
causa sufro yo, pero no me avergüenzo, porque sé bien a quién me he
confiado» (2Tim 1,8.12)
–Siempre que obramos el bien es porque, tomando la cruz de Cristo, entramos
a participar de su Resurrección, venciendo martirialmente carne, mundo y
demonio.
«Vosotros tenéis que consideraros muertos al pecado (cruz), pero vivos para
Dios en Cristo Jesús (resurrección)» (Rm 6,11). Por tanto, «mortificad
vuestros miembros terrenos, la fornicación, la impureza, la liviandad, la
concupiscencia y la avaricia... Despojáos del hombre viejo con todas sus
obras (cruz), y vestíos del nuevo (resurrección)» (Col 3,5-10).
Es así como el Padre «nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha
trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la
redención, el perdón de los pecados» (1,13-14). Es de este modo como los
cristianos vienen a ser confesores y mártires de Cristo:
Los fieles cristianos han rechazado el signo de la Bestia en su frente y en
su mano, y aceptando la persecución del mundo, a veces muy dura, han
guardado la verdad de Cristo, permaneciendo en el bien de su gracia (Ap 13).
De este modo todos ellos han sido «degollados por la palabra de Dios y por
el testimonio que han guardado» (Ap 6,9). En efecto, todos los que llegan a
la victoria final decisiva «vienen de la gran tribulación y lavaron sus
túnicas y las blanquearon en la sangre del Cordero» (7,14). Sin tomar la
cruz, no hubieran podido llegar a la Resurrección. Todos ellos son, pues,
confesores y mártires de Cristo.
3.– en todo el mal que padecemos
«Si morimos con Él, viviremos con Él». En cada pena que padecemos, en cada
instante doloroso de nuestra vida, tomamos la cruz de Cristo y lo seguimos.
Nuestras cruces son realmente cruz de Cristo, y por tanto son ofrendas
gratas a Dios, que tienen inmensa fuerza para santificarnos y para
santificar a los hombres.
–Es importantísimo que sepamos reconocer en nuestras cruces la cruz del
Señor. Son muy variadas las penas que sufrimos, penas corporales, afectivas
o espirituales, o mezcla de unas y otras. Unas veces son penalidades sin
culpa (limpias), otras veces proceden de culpa propia o de culpa ajena
(sucias). Pero siempre son penas que afligen a quienes somos miembros del
Cuerpo de Cristo, y por tanto son siempre cruz de Cristo, también aquellas
que tienen un origen culpable.
Santa Teresa sabe que en sus penas personales está sufriendo el mismo Jesús,
y que de Él, del Crucificado, reciben su mérito: «para que las persecuciones
e injurias dejen en el alma fruto y ganancia es bien considerar que [la
ofensa] primero se hace a Dios que a mí, porque cuando llega a mí, el golpe
ya está dado a esta Majestad por el pecado... Si Él lo sufre, ¿por qué no lo
sufriremos nosotros? El sentimiento había de ser por la ofensa de Su
Majestad, pues a nosotros no nos toca en el alma, sino en esta tierra de
este cuerpo, que tan merecido tiene el padecer. Morir y padecer han de ser
nuestros deseos» (Apuntaciones 3).
–Es importantísimo, igualmente, que hagamos siempre nuestras, por la
aceptación libre, amorosa y esperanzada, todas y cada una de las penas que
puedan afligirnos, sean pequeñas o grandes, dignas o lamentables,
espectaculares o triviales, limpias o sucias: son siempre penas nuestras y,
por tanto, penas de Cristo Crucificado, cuyos miembros somos nosotros.
–Hemos de evitar, pues, siempre ver las penas como absolutas negatividades.
Nunca un discípulo de Cristo debe consentir en sentimientos de negatividad
ante ciertas penalidades: «qué asco, qué rabia, qué contrariedad, qué
calamidad»... Nunca ha de experimentar esas circunstancias adversas como
contrariedades. Aquel que en todo momento busca únicamente cumplir la
voluntad de Dios no sufre jamás propiamente contrariedad alguna, pues en
todo lo que sucede reconoce la Voluntad divina providente: «sabemos que Dios
hace concurrir todas las cosas para el bien de los que lo aman» (Rm 8,28).
Aquel que, como Cristo, no ha venido al mundo a hacer su voluntad propia,
sino la voluntad del Padre (Jn 6,38), en nada sufre contrariedad alguna.
–El único que puede sufrir contrariedades es el hombre carnal, cuya pobre
voluntad se ve, sin duda, contrariada muchas veces por tantas condiciones
adversas. Pero para el hombre espiritual, que ama la cruz, todo es
favorable, tanto lo adverso como lo agradable.
El cristiano carnal, empeñado en hacer su voluntad en todo, experimenta sin
cesar contrariedades, o si se quiere negatividades, y es como un moscardón
encerrado en una habitación, que vuela descontroladamente, golpeándose con
las paredes y los vidrios: «qué rabia, qué asco, qué contrariedad». El que
mantiene esta actitud espiritual tan torpe, más o menos conscientemente,
rechaza la cruz de Cristo, se avergüenza de ella, y piensa con frecuencia
que tal situación o circunstancia es lamentable, inútil, que no sirve de
nada, y que ha de ser eliminada cuanto antes. Para ello, por supuesto,
estima que todos los medios son legítimos, pues considera esa situación tan
penosa como algo realmente inadmisible.
–El cristiano carnal rechaza la cruz en su vida. Venera la cruz en el
Calvario, en la liturgia del Viernes Santo, en la vida de los santos; pero
no tiene ninguna facilidad para reconocer y venerar la cruz de Cristo en su
propia vida. Muchos cristianos incurren en este error terrible, que les
amarga la vida, y que les priva miserablemente de los más preciosos méritos
de su existencia en la tierra.
Y en ese error, aunque parezca increíble, incurren también personas de vida
religiosa. «La priora nos hace trabajar demasiado –dirá una monja con
amargura–. A veces, a última hora, en vez de estar rezando en el coro, nos
vemos obligadas a terminar trabajos en el obrador» («qué rabia, qué asco,
qué contrariedad» –es lo que se escucha en el fondo de esa queja–). «Nuestro
Obispo es terriblemente indeciso y cambiante –dirá un párroco–: un día
dispone una cosa, otro día otra. Es un horror» (al fondo se oye: «no hay
modo así de hacer un trabajo pastoral con fruto»). Etc.
Esas quejas tan sinceras están expresando una profunda ignorancia del
misterio de la cruz. Parecen afirmar que, obviamente, la santificación
propia y ajena serían procuradas mejor y más rápidamente si la Providencia
divina dispusiera medios más positivos –una priora más prudente o un Obispo
más estable, etc.–. Como si Dios obrase el bien solamente a través de cosas
buenas, y no consiguiera realizarlo a través de las malas. Sin embargo, ¡la
cruz de Cristo está hecha, en cada una de sus astillas, de pura miseria,
pecado y abominación!
–Tiene que haber, pues, un empeño orante, solícito, continuo y sistemático,
para ir «positivizando» (+) todas las presuntas «negatividades» (–) de
nuestras vidas, viendo en ellas y aceptando en ellas la cruz misma de Jesús.
Y con ese fin hemos de revisar continuamente cuáles son «nuestras penas» más
habituales, para reconocer en ellas la cruz del Señor, la que nos salva, y
de este modo, aceptando las penas de verdad, hacer de ellas «penas
nuestras», realmente nuestras. Pues nuestras penas, mientras las
consideramos como pura negatividad, avergonzándonos de la cruz de Cristo, no
son realmente nuestras, puesto que las rechazamos con asco y desprecio.
Esta verdad es tan importante y tan ignorada que convendrá reafirmarla con
ejemplos bien concretos y variados, aún a riesgo de cansar al lector:
–«Como mi hermana apenas trabaja, yo tengo que trabajar el doble. Qué
miseria de vida» (–) ... Positivizado esto con la cruz de Cristo, queda así:
(+) «Bendito sea Dios que, gracias a que mi hermana apenas trabaja, me
concede diariamente la gracia de trabajar el doble». Para la persona que así
piensa en fe, trabajar el doble es una cruz igualmente preciosa y aceptable
si es limpia –la hermana no trabaja porque está enferma– o si es sucia –la
hermana no trabaja por perezosa–. En ambos casos acepta la cruz igualmente,
reconociendo en su propia cruz personal la cruz de Cristo, santa y
santificante.
–«Estoy desmemoriado, todo se me olvida o se me pierde, y cualquier trabajo
me cuesta el doble de lo normal. Qué miseria. Y lo peor es que no tiene
remedio. Más aún, todo hace pensar que esto irá a peor» (–)... La luz de la
fe cambia por completo en positivo esa visión: (+) «Alabado sea Jesucristo
que, a mí, incapaz de mortificaciones voluntarias, me da con tanto amor, en
su peso y grado justos, la cruz continua, no pequeña, de la poca memoria.
Más grandes penas merezco».
–«Soy fea, nadie me busca... Soy tímido, tengo mala salud... Soy débil y
triste, y acciones para otros fáciles e incluso gratas, son para mí un
tormento, un imposible... Qué mala suerte he tenido en esta vida» (–) .
Positivizado: (+) «Soy un privilegiado de Dios, que, con ocasión de mis
grandes limitaciones y defectos, me ha configurado al “Varón de dolores,
conocedor de todos los quebrantos”, haciéndome participar así
maravillosamente de la obra de la Redención»
–«Por mi culpa –o por la culpa de tal persona– fallé y fracasé, y ahora me
veo obligado a seguir este camino horrible. Y esto ya no tiene arreglo. Es
sencillamente desesperante. ¿Cómo no voy a estar amargado?» (–)
Positivizado: (+) «Gracias, Señor, que me concedes pagar por mis culpas –o
por las culpas de otros– en esta vida, y me lo descuentas para el
purgatorio. Todas estas penas mías, unidas a tu cruz, valgan para expiación
de mis pecados y de los del mundo entero».
–Procurar el remedio de los males concretos en modo alguno se opone a la
aceptación de la cruz. Más aún, esas positivaciones de los males, realizadas
en virtud de la cruz poderosa de Cristo, no solamente no impiden ponerles
remedio, sino que lo facilitan muchas veces.
Si la hermana del primer ejemplo mantiene todo su cariño hacia su hermana
perezosa, será mucho más probable que ésta vuelva a cumplir sus deberes. Si
el enfermo lleva con buen ánimo su enfermedad, es mucho más probable que
recupere la salud.
–Recordemos bien, por otra parte, que nuestras culpas son siempre mucho
mayores que las penas que nos oprimen. El Señor «no nos trata como merecen
nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas» (Sal 102,10). A la hora
de aceptar las cruces personales es muy importante tener esto bien claro.
Quizá, en un asunto concreto, no haya proporción exacta entre culpa y pena,
pero siempre la hay, en el conjunto de la vida, entre nuestras culpas y
nuestras penas.
–Si viéramos el valor de nuestras cruces, no querríamos que éstas nos
faltaran nunca. Conoceríamos que la cruz es lo más valioso que hay en
nuestras vidas. Diríamos como Santa Teresa: «o padecer o morir». O como San
Juan de la Cruz: «jamás, si quiere llegar a la posesión de Cristo, le busque
sin la cruz» (Cta. 24).
«Porque para entrar en estas riquezas de Su sabiduría, la puerta es la cruz,
que es angosta, y desear entrar por ella es de pocos, mas desear los
deleites a que se viene por ella es de muchos» (Cántico 36,13).
–En fin, todas las mortificaciones voluntarias, corporales, espirituales o
afectivas, asumidas por iniciativa nuestra, nos asocian más hondamente al
misterio de la Redención, es decir, a la cruz y a la resurrección de Cristo.
De muchos modos, pues, los cristianos, aceptando los diversos males de esta
vida, nos configuramos al Crucificado, y así venimos a ser en este mundo
confesores de Cristo y mártires suyos.
4.– en el martirio
«Si morimos con Cristo, viviremos con Él». Los cristianos que son fieles a
su vocación en este mundo «guardan los mandamientos de Dios y mantienen el
testimonio de Jesús» (Ap 12,17). Pero esto es precisamente porque no se
avergüenzan de su cruz. Por eso pueden confesar a Cristo ante los hombres y
ser entre ellos Sus testigos. Éstos son los que, con tal de seguir a Jesús,
no dudan en «perder sus bienes», los que sean, e incluso no vacilan en
«negarse a sí mismos» y «perder la propia vida». Llegada la ocasión y si es
preciso, no vacilan en arrancarse ojo, pié o mano. Y si así lo quiere Dios,
no dudan en «dejarlo todo» para «seguir» a Jesús en la vita apostolica. En
fin, si así lo dispone Dios, tampoco vacilarán en elegir el martirio, cuando
la otra alternativa sea la apostasía.
Según todo lo que hemos visto, queda claro que los cristianos viven del
Resucitado, participando continuamente del misterio de su Pasión. Día a día
participan del Misterio Pascual: 1–en la eucaristía, recibiendo a Cristo,
que entrega su cuerpo y derrama su sangre, aprenden a darse y entregarse al
Padre y a los hombres con Cristo, y son potenciados por el Espíritu Santo
para hacerlo; y es así como vienen a ser capaces de 2–hacer bienes y
3–padecer males cristianamente, por la fuerza de la Cruz y de la
Resurrección de Jesús. Y si así lo dispone Dios en su providencia, están
siempre bien dispuestos a 4–padecer el martirio, «perdiendo la propia vida»,
aceptando la muerte corporal «por Cristo», «por causa de su Nombre».
En la historia de la Iglesia las Actas de los Mártires han sido uno de los
libros más leídos por los fieles. Y así debe ser. Si nada ilumina y mueve
tanto como la meditación de la Pasión del Señor, ninguna lectura espiritual
transmite tanta luz y gracia como las Pasiones de los Mártires antiguos o
recientes. A la luz de esos ejemplos es donde los cristianos aprenden a
discernir el bien y el mal, a conocer la voluntad de Dios, a permanecer en
el bien y a evitar el mal a costa si es preciso de todos los bienes y de la
propia vida. Es difícil, por no decir imposible, que los cristianos no se
pierdan en medio de las tormentas de carne, mundo y diablo, si no tienen
siempre ante los ojos la cruz, el Martirio de Cristo y de los cristianos.
Santo Tomás dice: «basta la pasión de Cristo para guía y modelo de toda
nuestra vida» (Confer. Credo 6). Y San Pablo de la cruz: «es cosa muy buena
y santa pensar en la pasión del Señor y meditar sobre ella, ya que por este
camino se llega a la santa unión con Dios. En esta santísima escuela se
aprende la verdadera sabiduría: en ella la han aprendido todos los santos»
(Cta. 1,43).
Dígase más o menos lo mismo de las Pasiones de los mártires. La devoción a
los mártires y al martirio es, pues, una dimensión de suma importancia en la
vida del cristiano, concretamente es una de las devociones populares más
profundas. Y la razón es simple: la devoción al martirio es la misma
devoción a la cruz, pero contemplada ésta en los miembros de Cristo. La
pasión de los cristianos es pasión de Cristo, según se ve en aquellas
palabras de Jesús: «Saulo, Saulo ¿por qué me persigues?... Yo soy Jesús, a
quien tú persigues» (Hch 9,4-5; 22,7-8;26,14-15).
–Toda la vida cristiana, vivida con fidelidad, es, pues, un continuo
martirio, es un testimonio permanente de la verdad del Evangelio, es una
ofrenda espiritual que no cesa, siempre impulsada por Cristo desde su Cruz y
su Eucaristía.
San Ambrosio dice que «si muchas son las persecuciones, también son muchos
los martirios. Día a día eres testigo (mártir) de Cristo.
«Fuiste tentado con el deseo de fornicación, pero, por temor al juicio
venidero de Cristo, no creíste que debías mancillar la pureza del alma y del
cuerpo. Mártir eres de Cristo.
«Te tentó el afán de la avaricia, de asaltar la heredad de tu inferior,
violar el derecho de la viuda indefensa; sin embargo, por la contemplación
de los mandatos divinos, te decidiste antes a prestar ayuda que a ocasionar
injuria. Testigo eres de Cristo.
«Tu tentación fue un impulso de soberbia; pero, al ver al pobre y
necesitado, te compadeciste piadosamente, preferiste abajarte que mostrarte
arrogante. Testigo eres de Cristo...
«¿Quién es más testigo veraz que aquel que, cumpliendo los preceptos
evangélicos, confiesa que el Señor se hizo hombre?... ¡Cuán numerosos, pues,
son cada día los mártires ocultos de Cristo, cuán numerosos los que lo
confiesan!» (Com. Salmo 118, sermón 20,47).
Consideremos, pues, ahora más detenidamente el misterio del martirio
cristiano, su naturaleza teológica, su definición descriptiva, su identidad
profunda en el ámbito de la Iglesia.
6. Teología del martirio
Teología del martirio
según Santo Tomás
Siendo el concepto teológico de martirio una elaboración de la tradición de
la Iglesia, nos interesa especialmente la doctrina de Santo Tomás de Aquino,
pues en este tema, como en otros, el Doctor Angélico no hace sino
sistematizar teológica-mente la doctrina de la Biblia y de la Tradición. Por
otra parte, la enseñanza tomista sobre el martirio, tal como se expone en la
Summa Theologica II-II, cuestión 124, en cinco artículos, ha marcado mucho
la enseñanza de los teólogos.
Art. 1: El martirio es un acto de virtud
Propio de la virtud es hacer que la persona permanezca en la verdad y en el
bien. Y «es esencial al martirio mantenerse por él firme en la verdad y en
la justicia contra los ataques de los perseguidores. Es, pues, evidente que
el martirio es un acto virtuoso».
Los santos Niños Inocentes, honrados desde antiguo por la Iglesia como
mártires, constituyen una excepción, pues no pueden obrar virtuosamente, ya
que carecen del uso de razón y de voluntad. Convendrá, pues, pensar en esto
que «así como en los niños bautizados los méritos de Cristo obran en ellos
por la gracia bautismal para obtener la gloria, así a los niños muertos por
Cristo dichos méritos les dan la palma del martirio».
Podría objetarse: si es un acto virtuoso, ¿por qué la Iglesia ha prohibido
desde antiguo buscar el martirio voluntariamente? Santo Tomás responde que
ciertos mandamientos de la Ley divina nos exigen solamente una «disposición
del alma» para cumplirlos «en el momento oportuno». Es, pues, virtuoso y
necesario estar pronto a sufrir por Cristo persecuciones, si éstas llegan.
Pero no es lícito buscar estas persecuciones o provocarlas; por una parte,
sería en el mártir una temeridad, y por otra, sería incitar a los
perseguidores para que realicen un crimen.
Art. 2: El martirio es un acto
de la virtud de la fortaleza
Muchas virtudes son ejercitadas por el mártir: la paciencia, la caridad, la
fortaleza, etc. Ha de considerarse, sin embargo, que el martirio es un acto
elícito de la virtud de la fortaleza, que obra bajo el imperio de la
caridad; y que también la paciencia de los mártires es alabada por la
tradición cristiana.
Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, estima que «la fortaleza se ocupa de
vencer el temor más que de moderar la audacia», y que lo primero es más
difícil y principal que lo segundo. Por eso enseña que «resistir, esto es,
permanecer firme ante el peligro, es un acto más principal [de la fortaleza]
que atacar» (II-II, 123,6).
En efecto, «por tres razones resistir es más difícil que atacar». El que
resiste permanece firme ante quien se supone en principio que es más fuerte.
Por otra parte, el peligro está presente en la resistencia, pero es futuro
en el ataque. Y en tercer lugar, el ataque puede ser breve o instantáneo,
mientras que la resistencia puede exigir una larga tensión de la fortaleza.
Pues bien, el mártir ejercita la virtud de la fortaleza resistiendo un mal
extremo, la muerte corporal, y «no abandona la fe y la justicia ante los
peligros de muerte». Por eso la fortaleza es la virtud, es decir, «el hábito
productor» del martirio (124,2).
Pero también es cierto que es la caridad, es la fuerza del amor, la que
mantiene fiel al mártir. «De ahí que el martirio sea acto de la caridad como
virtud imperante, y de la fortaleza como principio del que emana. Pero el
mérito del martirio le viene de la caridad» (ib.), pues «si repartiere toda
mi hacienda y si entregara mi cuerpo al fuego, no teniendo caridad, nada me
aprovecha» (1Cor 13,3).
Art. 3: El martirio es el acto más perfecto
Si el martirio se considerara solo como un acto de la fortaleza, habría
otros posibles actos cristianos más perfectos y meritorios. Pero si se
considera como el acto supremo de la caridad es, sin duda, el más perfecto y
meritorio acto cristiano. Y el martirio se sufre precisamente por amor «a
Cristo», a su Reino, a la Comunión de los Santos. Él mismo Jesús dice a sus
discípulos: todas esas persecuciones las sufriréis «por mí» (Mt 5,11), «por
causa del Hijo del hombre» (Lc 6,22), «por causa de mi nombre» (Jn 15,21).
Así pues, «el martirio es, entre todos los actos virtuosos, el que más
demuestra la perfección de la caridad, ya que tanto mayor amor se demuestra
hacia alguien cuanto más amado es lo que se desprecia por él y más odioso
aquello que por él se elige. Y es evidente que el hombre ama su propia vida
sobre todos los bienes de la vida presente y que, por el contrario,
experimenta el odio mayor hacia la muerte, sobre todo si es inferida con
dolores y tormentos corporales. Según esto, parece evidente que el martirio
es, entre los demás actos humanos, el más perfecto en su género, pues es
signo de la mayor caridad, ya que “nadie tiene un amor mayor que éste de dar
uno la vida por sus amigos” [Jn 15,13]» (STh II-II, 124,3).
Otras virtudes, unidas a la caridad, alcanzan también en el martirio su
absoluta perfección: así, la abnegación, por la que el mártir «se niega a sí
mismo», «perdiendo su vida» (Lc 9,23-24); la fe, por la que da «testimonio
de la verdad» hasta morir por ella (Jn 18,37), y la obediencia a Dios y a
sus mandatos, por la que el mártir se hace «obediente hasta la muerte, y
muerte de cruz» (Flp 2,8).
Art. 4: El martirio es morir por Cristo
Es la propia vida la que el mártir entrega con suprema fortaleza a causa de
un supremo amor a Jesucristo. Por eso la tradición de la Iglesia reserva el
nombre de mártir a quien «por Cristo» ha sufrido la muerte, en tanto que
llama confesor a quien por Él ha sufrido azotes, exilio, prisión, expolios,
cárcel, torturas.
Nótese, sin embargo, que en la Iglesia primera todavía se da a veces el
nombre de mártires a cristianos que han confesado la fe con grandes
sufrimientos, pero sin morir por ello (p. ej., Tertuliano, +220, Ad
martyres; S. Cipriano, +258, Cta. 10, ad martyres et confessores
Jesus-Christi; Ctas. 12, 15, 30).
La muerte es, pues, esencial al martirio. En efecto, solo el mártir es
testigo perfecto de la fe cristiana, pues sufre por ella la pérdida de su
propia vida. Por eso a aquél que permanece en la vida corporal, por mucho
que haya sufrido a causa de su fe en Cristo, no le ha sido dado demostrar
del más perfecto modo posible su adhesión a Cristo, así como su menos-precio
hacia todos los bienes de la tierra, incluida la propia vida. Por eso, dice
Santo Tomás, «para que se dé la noción perfecta de martirio es necesario
sufrir la muerte por Cristo».
La Virgen María es también aquí una excepción. Ella, al pie de la Cruz,
sufre todo cuanto puede sufrir una persona humana. Y aunque no quiso Dios
que fuera muerta violentamente, sino elevada en su día gloriosamente a los
cielos en cuerpo y alma, es considerada por la piedad cristiana como la
Reina de los Mártires. Así San Jerónimo: «yo diré sin temor a equivocarme
que la Madre de Dios fue juntamente virgen y mártir, aunque ella no terminó
su vida en una muerte violenta» (Epist. 9 ad Paul. et Eustoch.). Y San
Bernardo: «el martirio de la Virgen queda atestiguado por la profecía de
Simeón [una espada te traspasará el alma; Lc 2,35] y por la misma historia
de la pasión del Señor... Éste murió en su cuerpo, ¿y ella no pudo morir en
su corazón?» (Serm. infraoct. Asunción 14).
Art. 5: No solo la fe
es la causa propia del martirio
«Mártires –dice Santo Tomás– significa testigos, pues con sus tormentos dan
testimonio de la verdad hasta morir por ella; y no de cualquier verdad, sino
de “la verdad que es según la piedad” [Tit 1,1], la que nos ha sido dada a
conocer por Cristo. Y así se les llama “mártires de Cristo”, porque son Sus
testigos. Y tal verdad es la verdad de la fe. Por eso la fe es la causa de
todo martirio.
«Ahora bien, a la verdad de la fe pertenece no solo la creencia del corazón,
sino también su manifestación externa, que se hace tanto con palabras como
con hechos, por los que uno muestra su creencia, según aquello de Santiago:
“yo por mis obras te mostraré mi fe» [2,18]. Y San Pablo dice de algunos que
“alardean de conocer a Dios, pero con sus obras lo niegan” [Tit 1,16].
«Según esto, todas las obras virtuosas, en cuanto referidas a Dios, son
manifestaciones de la fe. Y bajo este aspecto pueden ser causa de martirio.
Y así, por ejemplo, la Iglesia celebra el martirio de San Juan Bautista, que
no sufrió la muerte por defender la fe, sino por haber reprendido un
adulterio» (II-II, 124,5).
Recordemos, sigue diciendo Santo Tomás, que «“los que son de Cristo Jesús
han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias” [Gál 5,24]. Por
consiguiente, sufre pasión un cristiano no solo si padece por la confesión
verbal de la fe, sino si, por Cristo, padece por hacer un bien y evitar un
mal, porque todo ello cae dentro de la confesión de la fe» (5 ad1m). Más
aún, «como todo bien humano puede hacerse divino al referirse a Dios,
cualquier bien humano puede ser causa de martirio en cuanto es referido a
Dios» (5 ad3m).
Perseguidos por odio a Cristo
y muertos por amor a Cristo
«Por mí», «por causa de mi nombre», dice Cristo en los evangelios. En
efecto, el mártir muere por Cristo (Santo Tomás, IV Sent. dist. 49,5,3).
Actualmente, incluso en ambientes cristianos, se concede el título de mártir
con una gran amplitud, pero no es ésa la norma de la Iglesia antigua y la de
hoy. Y en el mundo se tergiversa el término hasta degradar su sentido
original. Así se habla de los «mártires» de la Revolución soviética o
maoista o castrista o sandinista o feminista, etc.
Sin embargo, que el perseguidor obre por odio a Cristo, o como suele
decirse, ex odio fidei, y que el mártir muera por amor a Cristo, es causa
necesaria para que se dé el martirio cristiano en el sentido estricto. Ha de
darse «odio a la fe» o bien odio a cualquier obra buena en tanto que viene
exigida por la fe en Cristo. No pueden ser, pues, considerados mártires sino
aquellos que, habiendo sido perseguidos y muertos por odio a Cristo o a lo
cristiano, han sufrido la muerte por amor a Cristo. Es el criterio que hoy
también está vigente en la Iglesia para discernir en las causas para la
canonización de los mártires. Y a veces, como se comprende, es muy difícil
aplicar con seguridad este criterio a cada caso concreto.
No es, pues, mártir, en el pleno sentido cristiano del término, aquel que
muere por defender una verdad natural, o por servir hasta el extremo una
causa buena, un valor, si ese heroísmo no va referido a Cristo. Ni tampoco
aquel que muere por su adhesión a una fe herética.
San Cipriano enseña que «los discordes, los disidentes, los que no están en
paz con sus hermanos [en la Iglesia] no se librarán del pecado de su
discordia, aunque sufran la muerte por el nombre de Cristo, como atestigua
el Apóstol» (Trat. sobre Padrenuestro 24). Si uno se separa de la Iglesia,
«no teniendo caridad, nada le aprovecha», ni dar su hacienda a los pobres,
ni entregar su cuerpo a las llamas (1Cor 13,3).
Y tampoco es mártir el que se suicida por guardar una virtud cristiana, ya
que el suicidio es siempre ilícito. Esto último tiene excepciones, como
cuando la Iglesia da culto a vírgenes mártires, que por defender su castidad
se dieron la muerte. En algunos casos, en efecto, advierte San Agustín,
citado por Santo Tomás, «la autoridad divina de la Iglesia, basándose en
testimonio fidedignos, ha aprobado el culto de estas santas mártires»
(II-II, 124,1 ad2m).
Observaciones
complementarias sobre el martirio
La exacta fisonomía espiritual del martirio ofrece en algunos casos perfiles
discutibles, sobre los cuales han tratado con frecuencia teólogos y
canonistas. Entre éstos destaca Benedicto XIV, en su tratado De servorum Dei
beatificatione et beatorum canonizatione (Bolonia 1737; lib. III, c.
XI-XXII). Sin entrar en prolijos análisis y argumentos, recordaré aquí
brevemente algunas de las cuestiones más importantes.
–¿Es lícito desear el martirio, pedirlo a Dios? Sí, ciertamente, pues es el
martirio el acto más perfecto de la caridad, el que más directamente hace
participar de la Pasión de Cristo y de su obra redentora, y el que produce
efectos más preciosos tanto en la santificación del mártir como en la
comunión de los santos.
Es, por tanto, el martirio altamente deseable, pues por él se configura el
cristiano plenamente a Cristo Crucificado: «para esto fuisteis llamados, ya
que también Cristo padeció por vosotros y os dejó ejemplo para que sigáis
sus pasos» (1Pe 2,21).
Santo Tomás afirma la bondad del deseo del martirio. Hace suya la doctrina
de San Gregorio Magno, que comenta la frase de San Pablo, «el que desea el
episcopado, desea algo bueno» (1Tim 3,1), recordando que cuando el Apóstol
hacía esa afirmación, eran los obispos los primeros que iban al martirio
(STh II-II, 185,1 ad1m). Y de hecho, muchos santos, como Santo Domingo y San
Francisco de Asís, Santa Teresa y San Francisco Javier, desearon el martirio
intensamente, y en ocasiones dieron forma de oración a sus persistentes
deseos.
En cierto sentido, así como se habla de un bautismo de deseo y se reconoce
su eficacia santificante, también podría hablarse de un martirio de deseo,
con efectos análogos, aunque no iguales, a los del martirio real.
–¿Es lícito procurar y buscar el martirio? Como regla general hay que decir
que no (STh II-II, 124,1 ad3m). Ésa ha sido la norma de la Iglesia desde
antiguo. Fácilmente habría en ese intento presunción poco humilde en el
aspirante a mártir y una cierta complicidad con el crimen del perseguidor.
Algunos autores, apoyándose, por ejemplo, en el concilio de Elvira
(303-306), no consideran mártires a quienes son muertos por haber destruido
o profanado los templos e ídolos de los paganos.
Benedicto XIV (c. XVII), sin embargo, distingue entre las provocaciones
producidas en el mismo martirio –como las que recordamos en los Macabeos o
en San Esteban– y aquéllas que han podido preceder y dar ocasión al mismo.
También hay excepciones en esto. La Iglesia ha reconocido como santos
mártires a no pocos fieles que, movidos por el Espíritu Santo, han buscado
el martirio, han destruido ídolos, han acudido espontáneamente «ante los
tribunales» para declararse cristianos, sabiendo que tales acciones, u otras
semejantes, les traerían la muerte. No pocos mártires antiguos del santoral
cristiano obran así. E incluso la disciplina de la Iglesia antigua permite
la búsqueda del martirio a aquellos cristianos lapsi, que de este modo
quieren expiar y retractar públicamente su anterior infidelidad ante el
martirio.
–¿Es lícito huir la persecución? Sí, ciertamente. Cristo lo aconseja en
determinadas ocasiones (Mt 10,23), y Él mismo, cuando lo estima conveniente,
rehuye la muerte, como cuando tratan de despeñarlo en Nazaret (Lc 4,28-30).
San Pedro huye de la cárcel, auxiliado por un ángel (Hch 12). Y también San
Pablo escapa a la persecución del rey Aretas (2Cor 11,33).
Sin embargo, los obispos y pastores, que han recibido encargo de velar por
el pueblo de Dios, no deben abandonarlo en la persecución (STh I-II, 85,5).
Norma que, sin duda, tiene también lícitas excepciones prudenciales.
San Cipriano, por ejemplo, siendo obispo de Cartago, cuando más arreciaba la
persecución de Valeriano, permanece huido bastante tiempo porque entiende
que, en circunstancias tan difíciles, no conviene que el rebaño quede sin la
guía y asistencia de su pastor. Y finalmente se entregó al martirio.
En nuestros días hemos visto, en situaciones de grave persecución, cómo unos
misioneros permanecían con su pueblo, sin abandonarlos en el peligro, en
tanto que otros huían, para poder seguir sirviéndolos una vez pasada la
persecución. Y no puede decirse sin más que una actitud es en sí mejor que
la otra, sino que es una elección que debe hacerse buscando la voluntad de
Dios y el bien del pueblo cristiano, a la luz de la prudencia y el don de
consejo, o si es el caso, sometiendo la elección al mandato de los
superiores.
–¿Son necesarias ciertas condiciones espirituales para que, por parte del
cristiano, pueda darse propiamente el martirio? ¿O más bien es indiferente
la actitud espiritual del cristiano, con tal de que acepte morir por Cristo?
La respuesta verdadera es que son necesarias, ciertamente, en el adulto
algunas actitudes espirituales. Y por eso no puede ser considerado mártir
aquel que, aunque no rechace la muerte, pudiendo hacerlo, la acepta con odio
a sus perseguidores, o permaneciendo apegado a ciertos pecados, sin
propósito de romper con ellos, si sobrevive.
El adulto es mártir si muere por Cristo teniendo contrición por los pecados
pasados, o al menos atrición por ellos. Si el bautismo no borra los pecados
del adulto cuando éste no tiene, al menos, atrición, tampoco el martirio.
Por otra parte, Cristo manda –no es un simple consejo; es un mandato– «amar»
a los enemigos y «orar» por ellos (Mt 5,43-46). En efecto, si el martirio es
un acto supremo de la caridad, ha de ser una afirmación de amor no solo a
Cristo y a la comunión de los santos, sino también hacia los perseguidores.
El mártir manifiesta este amor perdonando a sus enemigos y orando por ellos.
Así es como en el martirio se configura plenamente a Cristo, a Esteban y a
todos los santos mártires. Como dice Santo Tomás, «la efusión de la sangre
no tiene razón de bautismo [es decir, de martirio, de bautismo de sangre] si
se produce sin la caridad» (STh III,66,12 ad2m).
El martirio, además, superando los miedos y angustias propios de la
debilidad natural, ha de ser sufrido con paciencia y en confiada obediencia
a la Voluntad divina providente. Más aún, Cristo anima y concede morir por
él con alegría: «alegráos y regocijáos» (Mt 5,12; +Lc 6,22); y de hecho, por
Su gracia, así han muerto los mártires cristianos: gozosos de poder consumar
la ofrenda permanente de sus vidas, gozosos de poder llevar su amor a Dios y
a los hombres a su más alta cumbre, gozosos de recibir de la Providencia la
ocasión oportuna para dar ante el mundo el máximo testimonio de la verdad,
el más persuasivo.
Efectos del martirio
El martirio es un bautismo de sangre que opera en el hombre los mismos
efectos que el bautismo sacramental: borra el pecado original y los pecados
actuales, tanto en la culpa cuanto en la pena; es decir, santifica
plenamente al hombre, sea virtuoso o pecador, esté o no bautizado, sea niño
o adulto. Así lo ha creído la Iglesia desde el principio.
San Cipriano escribe a Fortunato: «nosotros, que con el permiso del Señor
hemos administrado a los creyentes el primer bautismo, debemos preparar
asímismo a todos para el otro bautismo [del martirio], enseñándoles que éste
es superior en gracia, más alto en eficacia, más ilustre en honor; un
bautismo en el que son los ángeles quienes bautizan, un bautismo en que Dios
y su Cristo se alegran, un bautismo tras el cual ya nadie peca, un bautismo
que completa el crecimiento de nuestra fe, un bautismo que nos une a Dios en
el instante de partir de este mundo. En el bautismo de agua se recibe el
perdón de los pecados; en el de sangre, la corona de las virtudes. Es, por
tanto, cosa digna de nuestros deseos y de pedirla con todas nuestras
súplicas, para llegar a ser amigos de Dios los que somos ahora sus
servidores» (De exhort. martyrii pref. 4).
Y San Agustín afirma, aduciendo numerosos textos bíblicos, que «cuantos
mueren por confesar a Cristo, aunque no hayan recibido el baño de la
regeneración, tienen una muerte que produce en ellos, en cuanto a la
remisión de los pecados, tantos efectos cuantos produciría el baño en la
fuente sagrada del bautismo» (Ciudad de Dios XIII,7). Por el martirio se
unen perfectamente a la pasión de Cristo, da la que viene la virtualidad
santificante del bautismo.
Por eso la Iglesia nunca ha rezado por los mártires, sino que siempre ha
invocado su intercesión ante Dios. Lo único que es discutido entre los
teólogos es si la santificación obrada por el martirio se produce ex opere
operato (por la misma virtualidad de la obra) o ex opere operantis (por la
actitud espiritual del mártir), es decir, por el acto sumo de la caridad que
lleva a la aceptación del martirio.
Según esta última doctrina, dice Santo Tomás, el martirio, «como el
ejercicio de todas las virtudes, recibe su mérito de la caridad; y por eso
sin la caridad, no vale» (II-II, 124,2 ad2m). En todo caso, antes del
martirio, si el adulto es catecúmeno, debe en lo posible recibir el bautismo
sacramental. Y si ya está bautizado, debe recibir el sacramento de la
penitencia y la comunión eucarística (+STh III, 66,11).
Por lo que se refiere a la vida eterna, la Iglesia ha creído siempre que los
mártires, por su victoria heroica en la tierra, gozan en el cielo de una
especial bienaventuranza, o como dice Santo Tomás usando el lenguaje
simbólico de la tradición, reciben por su victoria una aureola, una especial
corona de oro (IV Sent. dist. 49,5,5; +San Cipriano, De exhort. martyrii
12-13).
Teología moral y martirio.
Encíclica Veritatis splendor
Un buen criterio para discernir la teología moral verdadera de la falsa está
en considerar si su autor enseña que, llegado el caso, la aceptación del
martirio es un grave deber.
El papa Juan Pablo II escribe la encíclica Veritatis splendor (6-VIII-1993)
frente a una moral cristiana «nueva», suave, acomodaticia, llevadera con las
solas fuerzas de la naturaleza –asequible, pues, a todos, también a los que
no oran ni reciben los sacramentos–, es decir, frente a una moral moderna
que excluye el martirio, que se avergüenza de la cruz de Jesús, y que se
cree con el derecho, e incluso con el deber, de eliminar la cruz que a veces
abruma al hombre. En esa encíclica hallamos sobre el martirio palabras
admirables, que extracto aquí, subrayándolas a veces.
90. «La relación entre fe y moral resplandece con toda su intensidad en el
respeto incondicionado que se debe a las exigencias ineludibles de la
dignidad personal de cada hombre, exigencias tutela-das por las normas
morales que prohíben sin excepción los actos intrínsecamente malos. La
universalidad y la inmutabilidad de la norma moral manifiestan y, al mismo
tiempo, se ponen al servicio de la absoluta dignidad personal, o sea, de la
inviolabilidad del hombre, en cuyo rostro brilla el esplendor de Dios (cf.
Gén 9,5-6).
«El no poder aceptar las teorías éticas “teleológicas”, “consecuencialistas”
y “proporcionalistas” que niegan la existencia de normas morales negativas
relativas a comportamientos determinados y que son válidas sin excepción,
halla una confirmación particularmente elocuente en el hecho del martirio
cristiano, que siempre ha acompañado y acompaña la vida de la Iglesia.
91. «Ya en la antigua alianza encontramos admirables testimonios de
fidelidad a la ley santa de Dios llevada hasta la aceptación voluntaria de
la muerte. Ejemplar es la historia de Susana: a los dos jueces injustos, que
la amenazaban con hacerla matar si se negaba a ceder a su pasión impura,
responde así: “¡Qué aprieto me estrecha por todas partes! Si hago esto, es
la muerte para mí; si no lo hago, no escaparé de vosotros. Pero es mejor
para mí caer en vuestras manos sin haberlo hecho que pecar delante del
Señor” (Dan 13,22-23).
«Susana, prefiriendo morir inocente en manos de los jueces, atestigua no
sólo su fe y confianza en Dios sino también su obediencia a la verdad y al
orden moral absoluto: con su disponibilidad al martirio, proclama que no es
justo hacer lo que la ley de Dios califica como mal para sacar de ello algún
bien. Susana elige para sí la mejor parte: un testimonio limpidísimo, sin
ningún compromiso, de la verdad y del Dios de Israel, sobre el bien; de este
modo, manifiesta en sus actos la santidad de Dios.
«En los umbrales del Nuevo Testamento, Juan el Bautista, rehusando callar la
ley del Señor y aliarse con el mal, “murió mártir de la verdad y la
justicia” (Misal romano, colecta) y así fue precursor del Mesías incluso en
el martirio (cf. Mc 6,17-29). Por esto, “fue encerrado en la oscuridad de la
cárcel aquel que vino a testimoniar la luz y que de la misma luz, que es
Cristo, mereció ser llamado lámpara que arde e ilumina... Y fue bautizado en
la propia sangre aquel a quien se le había concedido bautizar al Redentor
del mundo” (San Beda, Hom. Evang. libri II,23).
«En la nueva alianza se encuentran numerosos testimonios de seguidores de
Cristo –comenzando por el diácono Esteban (cf. Hch 6,8–7,60) y el apóstol
Santiago (cf. Hch 12,1-2)–, que murieron mártires por confesar su fe y su
amor al Maestro y por no renegar de él. En esto han seguido al Señor Jesús,
que ante Caifás y Pilato, “rindió tan solemne testimonio” (1Tm 6,13),
confirmando la verdad de su mensaje con el don de la vida. Otros
innumerables mártires aceptaron las persecuciones y la muerte antes que
hacer el gesto idolátrico de quemar incienso ante la estatua del emperador
(cf. Ap 13,7-10). Incluso rechazaron el simular semejante culto, dando así
ejemplo también del rechazo de un comportamiento concreto contrario al amor
de Dios y al testimonio de la fe. Con la obediencia, ellos confían y
entregan, igual que Cristo, su vida al Padre, que podía liberarlos de la
muerte (cf. Heb 5,7).
«La Iglesia propone el ejemplo de numerosos santos y santas, que han
testimoniado y defendido la verdad moral hasta el martirio o han preferido
la muerte antes que cometer un solo pecado mortal. Elevándolos al honor de
los altares, la Iglesia ha canonizado su testimonio y ha declarado verdadero
su juicio, según el cual el amor implica obligatoriamente el respeto de sus
mandamientos, incluso en las circunstancias más graves, y el rechazo de
traicionarlos, aunque fuera con la intención de salvar la propia vida.
92. «En el martirio, como confirmación de la inviolabilidad del orden moral,
resplandecen la santidad de la ley de Dios y a la vez la intangibilidad de
la dignidad personal del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. Es una
dignidad que nunca se puede envilecer, aunque sea con buenas intenciones,
cualesquiera que sean las dificultades. Jesús nos exhorta con la máxima
severidad: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su
vida?” (Mc 8,36).
«El martirio demuestra como ilusorio y falso todo significado humano que se
pretendiese atribuir, aunque fuera en condiciones excepcionales, a un acto
en sí mismo moralmente malo; más aún, manifiesta abiertamente su verdadero
rostro: el de una violación de la “humanidad” del hombre, antes aún en quien
lo realiza que en quien lo padece (Vat.II, GS 27). El martirio es, pues,
también exaltación de la perfecta humanidad y de la verdadera vida de la
persona, como atestigua San Ignacio de Antioquía dirigiéndose a los
cristianos de Roma, lugar de su martirio: «por favor, hermanos, no me
privéis de esta vida, no queráis que muera... dejad que pueda contemplar la
luz; entonces seré hombre en pleno sentido. Permitid que imite la pasión de
mi Dios» (Romanos VI,2-3).
93. «Finalmente, el martirio es un signo preclaro de la santidad de la
Iglesia: la fidelidad a la ley santa de Dios, atestiguada con la muerte, es
anuncio solemne y compromiso misionero “usque ad sanguinem” para que el
esplendor de la verdad moral no sea ofuscado en las costumbres y en la
mentalidad de las personas y de la sociedad. Semejante testimonio tiene un
valor extraordinario a fin de que no sólo en la sociedad civil sino incluso
dentro de las mismas comunidades eclesiales no se caiga en la crisis más
peligrosa que puede afectar al hombre: la confusión del bien y del mal, que
hace imposible construir y conservar el orden moral de los individuos y de
las comunidades.
«Los mártires, y de manera más amplia todos los santos en la Iglesia, con el
ejemplo elocuente y fascinador de una vida transfigurada totalmente por el
esplendor de la verdad moral, iluminan cada época de la historia despertando
el sentido moral. Dando testimonio del bien, ellos representan un reproche
viviente para cuantos trasgreden la ley (cf. Sb 2,2), y hacen resonar con
permanente actualidad las palabras del profeta: «¡ay, los que llaman al mal
bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan
amargo por dulce, y dulce por amargo!» (Is 5,20).
«Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que
relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de
coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día,
incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios. En efecto, ante
las múltiples dificultades, que incluso en las circunstancias más ordinarias
puede exigir la fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando con su
oración la gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le
sostiene la virtud de la fortaleza, que –como enseña San Gregorio Magno– le
capacita a “amar las dificultades de este mundo a la vista del premio
eterno” (Moralia in Job VII, 21,24).
94. «En el dar testimonio del bien moral absoluto los cristianos no están
solos. Encuentran una confirmación en el sentido moral de los pueblos y en
las grandes tradiciones religiosas y sapienciales del Occidente y del
Oriente, que ponen de relieve la acción interior y misteriosa del Espíritu
de Dios. Para todos vale la expresión del poeta latino Juvenal: “considera
el mayor crimen preferir la supervivencia al pudor y, por amor de la vida,
perder el sentido del vivir” (Satiræ VIII,83-84). La voz de la conciencia ha
recordado siempre sin ambigüedad que hay verdades y valores morales por los
cuales se debe estar dispuestos a dar incluso la vida. En la palabra y sobre
todo en el sacrificio de la vida por el valor moral, la Iglesia da el mismo
testimonio de aquella verdad que, presente ya en la creación, resplandece
plenamente en el rostro de Cristo: “Sabemos –dice San Justino– que también
han sido odiados y matados aquellos que han seguido las doctrinas de los
estoicos, por el hecho de que han demostrado sabiduría al menos en la
formulación de la doctrina moral, gracias a la semilla del Verbo que está en
toda raza humana” (II Apología II,8)».
La grandeza sobrehumana que la fe cristiana infunde en la vida moral tiene
su clave permanente en la Cruz de Cristo, que da acceso a la vida gloriosa
del Resucitado. La participación en la Cruz de Jesús, es decir, el martirio,
asegura a la moral cristiana una fidelidad amorosa a la ley divina que no
vacila ni ante peligros, perjuicios, marginaciones sociales, sufrimientos,
ni siquiera vacila ante la muerte.
En mi libro El matrimonio en Cristo (Fundación GRATIS DATE, Pamplona 1996),
al rechazar ciertas enseñanzas morales de Häring, Marciano Vidal, Hortelano,
Forcano, López Azpitarte, etc., termino mi argumentación con un subcapítulo
titulado La nueva moral no puede dar mártires (108-121). En efecto, «el
situacionismo es causa de inmensos males, pero todavía es peor por los
bienes grandiosos que nos quita. Hagamos, si no, memoria de los mártires.
¿Cuántos mártires cristianos hubieran podido salvar su vida –en este mundo,
claro– si hubieran recurrido al “conflicto de valores” o a alguna otra de
las “salidas” que la nueva moral ofrece?» (121).
Teología espiritual y martirio
Nuestra consideración teológica del martirio ha de verse completada con un
estudio breve del martirio espiritual, que puede darse en modalidades muy
diversas. La Virgen María, Regina martyrum, como antes hemos recordado,
sufrió sin duda un verdadero martirio al pie de la cruz, compadeciendo la
pasión de su Hijo. Pero también, ya desde muy antiguo, se ha considerado,
por ejemplo, la virginidad como una forma de martirio, y sobre todo la vida
monástica. La renuncia permanente al matrimonio, a los hijos, al hogar
familiar, o bien el enclaustramiento perpetuo en un monasterio o en una
ermita, son sin duda un testimonio (martirio) altamente fidedigno en favor
de Cristo. Virginidad y vida monástica proclaman con voz fuerte, clara y
persuasiva: solo Dios basta.
Los cristianos irlandeses, en la Edad Media, consideraban tres tipos de
martirio: rojo, con efusión de sangre, blanco, por la virginidad y la vida
ascética, y verde, por la penitencia y por el exilio voluntario, decidido
con el fin de llevar la fe a otro país (A. Solignac, martyre, en
Dictionnaire de Spiritualité, Beauchesne, París 1978,10,735).
Y San Bernardo habla también de tres géneros de martirio: se da «en Esteban
la obra y la voluntad del martirio; tenemos la sola voluntad en el
bienaventurado Juan [apóstol]; y sola la obra en los Santos Inocentes
(Sermón SS. Inocentes). Es una idea sobre la que vuelve con frecuencia (cf.
Sermón en octava de Pascua; de S. Clemente, de las tres aguas; Sermones
sobre los Cantares 28,10; 47, tres especies de flores; 61,7-8).
Éstos y muchos otros antecedentes nos hablan de ese martirio de amor,
siempre conocido en la tradición de la Iglesia: no implica necesariamente la
efusión de la sangre; pero es real, es espiritual, tiene la máxima realidad
de las entidades espirituales.
San Pablo ofrece en esto un ejemplo perfecto. Su vida en el mundo presente
es un continuo martirio. Él sabe que mientras vive en el cuerpo, está
ausente del Señor, y por eso quisiera más partir del cuerpo y estar presente
al Señor (2Cor 5,8); y confiesa: «deseo morir para estar con Cristo, que es
mucho mejor» (Flp 1,23). Para él, con tal de gozar de Cristo, todo lo tiene
por estiércol (3,8). San Pablo, viendo el pecado del mundo y añorando día a
día la presencia visible del Señor, sufre, sin duda, un martirio de amor:
«yo me muero cada día» (1Cor 15,31).
Muchos santos han vivido en forma peculiar el martirio espiritual por la
frecuente contemplación de la pasión de Cristo, hasta verse en ocasiones,
como San Francisco de Asís o el santo Padre Pío, estigmatizados con las
cinco marcas del Crucificado. A no pocos santos les ha sido dado sufrir un
verdadero martirio espiritual, y han padecido con estremecedora realidad los
mismos dolores de la Pasión de Cristo.
En su comentario sobre los Cantares, San Bernardo describe bien este
martirio del alma enamorada del Crucificado:
«De ahí que el Esposo le diga: “mi paloma ha puesto su nido en los agujeros
de la piedra”, porque ella pone toda su devoción en ocuparse sin cesar en la
memoria de las llagas de Cristo, y en detenerse y permanecer allí meditando
de continuo. Esto la hace sufrir el martirio» (61,7).
Santa Teresa de Jesús, siendo niña, se concertó con un hermanito suyo para
ir a tierra de moros, «pidiendo por amor de Dios para que allá nos
descabezasen»: ardía en ansias de martirio; «el tener padres nos parecía el
mayor embarazo» (Vida 1,5). No se logró su infantil proyecto, pero sí fue
mártir en su vida religiosa.
En efecto, escribe: «quien de verdad comienza a servir al Señor, lo menos
que le puede ofrecer es la vida... Si es verdadero religioso y verdadero
orador [orante] y pretende gozar regalos de Dios, no ha de volver las
espaldas a desear morir por él y pasar martirio. Pues ¿no sabéis, hermanas,
que la vida del buen religioso y que quiere ser de los allegados amigos de
Dios, es un largo martirio? Largo, porque comparado a los que de pronto los
degollaban, puede llamarse largo; pero toda vida es corta, y algunas
cortísimas» (Camino 12,2).
Este martirio de amor, propio de todo cristiano, pero especialmente de todo
religioso, fue vivido y expresado con gran profundidad por Santa Juana
Francisca de Chantal (+1641). En una ocasión, dijo a sus hijas religiosas de
la Visitación:
«Muchos de nuestros santos Padres y columnas de la Iglesia no sufrieron el
martirio. ¿Por qué creéis que ocurrió esto?... Yo creo que esto es debido a
que hay otro martirio, el del amor, con el cual Dios, manteniendo la vida de
sus siervos y siervas, para que sigan trabajando por su gloria, los hace, al
mismo tiempo, mártires y confesores... Sed totalmente fieles a Dios y lo
experimentaréis. Conocí a un alma [se refiere a ella misma] a quien el amor
separó de todo lo que le agradaba, como si un tajo, dado por la espada del
tirano, hubiera separado su espíritu de su cuerpo...
«Se le preguntó con insistencia [a la Madre Chantal] si este martirio de
amor podría igualar al del cuerpo. Respondió la madre Juana:
«No nos preocupemos por la igualdad. De todos modos, creo que no tiene menor
mérito, pues “el amor es fuerte como la muerte”, y los mártires de amor
sufren dolores mil veces más agudos en vida, para cumplir la voluntad de
Dios, que si hubieran de dar mil vidas para testimoniar su fe, su caridad y
su fidelidad» (Mémoires sur la vie et les vertus de s. Jeanne-Françoise de
Chantal, París 18533, III,3).
En fin, todos los santos, aunque algunos con una intensidad especial, han
vivido de uno u otro modo este martirio espiritual mientras permanecían en
este mundo. San Pablo de la Cruz (+1775), el fundador de los pasionistas, en
su Diario espiritual, declaraba:
«yo sé que, por la misericordia de nuestro buen Dios, no deseo saber otra
cosa ni quiero gustar consuelo alguno, sino solo deseo estar crucificado con
Jesús» (26-XI-1720). Este gran santo sufría lo indecible especialmente por
las ofensas sufridas por Cristo en la Eucaristía: «deseaba morir mártir,
yendo allí donde se niega el adorabilísimo misterio del Santísimo
Sacramento» (26-XII).
Santa Teresa del Niño Jesús quería más que nada, ante todo y sobre todo,
padecer el martirio por Cristo y por la salvación de los hombres:
«Ser tu esposa, Jesús, ser carmelita, ser por mi unión contigo madre de
almas, debería bastarme... Pero no es así... Siento en mi interior otras
vocaciones, siento la vocación de guerrero, de sacerdote, de apóstol, de
doctor, de mártir... Pero sobre todo y por encima de todo, amado Salvador
mío, quisiera derramar por ti hasta la última gota de mi sangre...
«¡El martirio! ¡El sueño de mi juventud! Un sueño que ha ido creciendo
conmigo en los claustros del Carmelo... Pero siento que también este sueño
mío es una locura, pues no puedo limitarme a desear una sola clase de
martirio... Para quedar satisfecha, tendría que sufrirlos todos...
«Como tú, adorado Esposo mío, quisiera ser flagelada y crucificada...
Quisiera morir desollada, como San Bartolomé... Quisiera ser sumergida, como
San Juan, en aceite hirviendo... Quisiera sufrir todos los suplicios
infligidos a los mártires» (Manuscristos autobiográficos B, 2v-3r).
Se trata, sí, de un martirio puramente espiritual, pero de un martirio de
amor ab-solutamente real y verdadero. La persona enamorada del Crucificado
se consume en las llamas del amor que le tiene. O mejor, arde sin
consumirse. Así lo expresa Santa Teresita en una Poesía (32):
«Tu amor es mi martirio, mi único martirio.
Cuanto más él se enciende en mis entrañas,
tanto más mis entrañas te desean...
¡¡¡Jesús, haz que yo muera
de amor por ti!!!
7. La evitación sistemática del martirio
Los innumerables mártires
de nuestro tiempo
El Señor «decía a todos:... Quien quiera salvar su vida [en el mundo
presente], la perderá [para el mundo futuro]; y quien perdiere su vida por
mi causa, la salvará» (Lc 9,24; + Mt 16,25; Mc 8,35).
Jesús, ciertamente, perdió su vida para dárnosla a nosotros, que estábamos
muertos por la mentira; en efecto, para sustraernos de la cautividad del
Padre de la Mentira, para decir la verdad que había de hacernos libres, no
temió enfrentarse con sacerdotes, letrados y potentados, aún sabiendo que
ellos lo conducirían a la muerte más ignominiosa (capítulos 1 y 2 de esta
obra).
La Iglesia, esposa fiel del Crucificado, en todos los tiempos, ha seguido el
ejemplo del Señor, y sus hijos, por dar al mundo la verdad divina que lo
salva, no han temido afrontar persecuciones terribles, exilios,
deportaciones, expolios, calumnias y la misma muerte (capítulos 3 y 4).
También la Iglesia de nuestro tiempo ha tenido innumerables mártires. De los
40 millones de mártires habidos en toda la historia de la Iglesia, cerca de
27 millones son del siglo XX, según se informó en un Symposium del Jubileo
celebrado en Roma el año 2000. Juan Pablo II, en la celebración jubilar de
«los testigos de la fe en el siglo XX», dijo:
«La experiencia de los mártires y de los testigos de la fe no es
característica sólo de la Iglesia de los primeros tiempos, sino que marca
también todas las épocas de su historia. En el siglo XX, tal vez más que en
el primer período del cristianismo, son muchos los que dieron testimonio de
la fe con sufrimientos a menudo heroicos. Cuántos cristianos, en todos los
continentes, a lo largo del siglo XX, pagaron su amor a Cristo también
derramando su sangre. Sufrieron formas de persecución antiguas y recientes,
experimentaron el odio y la exclusión, la violencia y el asesinato. Muchos
países de antigua tradición cristiana volvieron a ser tierras donde la
fidelidad al Evangelio se pagó con un precio muy alto...
«¡Y son tantos!... Bajo terribles sistemas opresores, que desfiguraban al
hombre, en los lugares de dolor, entre durísimas privaciones, a lo largo de
marchas insensatas, expuestos al frío, al hambre, torturados, sufriendo de
tantos modos, ellos manifestaron admirablemente su adhesión a Cristo muerto
y resucitado...
«Que permanezca viva la memoria de estos hermanos y hermanas nuestros a lo
largo del siglo y del milenio recién comenzados. Más aún ¡que crezca!»
(7-V-2000).
Los mártires cristianos antiguos y actuales, como Cristo, aceptan «perder su
vida» en este mundo por causa del Reino de Dios. No buscan «salvar su vida»
a toda costa, menos aún pretenden situarse confortablemente en el siglo
presente, aceptando para ello las complicidades que sean precisas en
pensamientos y costumbres. Entienden bien que, siendo luz en medio de
tinieblas, han de ser distintos del mundo. Entienden claramente que no es
posible ser discípulo de Jesús sin tomar cada día la cruz. No piensan, ni de
lejos, evaluar el cristianismo considerando su eventual éxito o fracaso en
este mundo. Tampoco se les pasa por la mente despreciar a la Iglesia cuando
la ven rechazada y perseguida por los paganos. No sueñan siquiera que pueda
ser lícito omitir o negar aquellas doctrinas o conductas que vienen exigidas
por el Evangelio, pero que traen consigo marginación, penalidades y muerte.
Y están dispuestos a perder prestigio, familia, situación social y económica
o la misma vida con tal de seguir unidos a Cristo, colaborando así con Él en
la salvación del mundo.
Los innumerables apóstatas
de nuestro tiempo
En todos los siglos, sin embargo, ha habido cristianos que han rechazado el
martirio, avergonzándose de la Cruz de Cristo y quebrantando así el
seguimiento del Redentor. Según tiempos y circunstancias, han sido llamados
lapsi, caídos, apóstatas, cristianos infieles. En todos los tiempos los ha
habido, y siempre los habrá, hasta que Cristo vuelva. Pero por lo que se
refiere al rechazo del martirio en nuestra época, hay que hacer notar varias
características propias:
–Primera. No se halla en la historia de la Iglesia un período en el que la
apostasía haya sido tan numerosa como en nuestro tiempo. Son incontables los
cristianos de nuestra época que han apostatado de la fe, que han despreciado
los mandamientos de Jesús, que han aceptado el sello de la Bestia mundana en
la frente y en la mano, en el pensamiento y la acción, y que se han alejado
masivamente de la Penitencia y de la Eucaristía, es decir, que se han
desconectado de la Pasión y Resurrección del Señor, abandonando así la vida
de la gracia y de la Iglesia.
Y estos innumerables cristianos lapsi (caídos), al menos en muchos países
ricos de antigua filiación cristiana, se han alejado de Cristo no tanto
perseguidos por el mundo, sino más bien seducidos por él, es decir,
engañados por el Padre de la Mentira. He tratado de este tema con cierta
amplitud en el libro De Cristo o del mundo (Fund. GRATIS DATE, Pamplona
1997).
En efecto, hoy, especialmente en los países más ricos, ha crecido tanto el
pecado del mundo que ya los cristianos, para guardar la fidelidad a
Jesucristo, se ven en la necesidad de ser mártires, es decir, se ven
obligados a desmundanizarse, a distinguirse netamente del mundo en que
viven. Y son realmente muchos los bautizados que, antes que ser mártires,
han preferido ser apóstatas. Han dejado de seguir a Cristo, porque la cruz
necesaria para ello se les hacía demasiado pesada. Muchas veces, incluso,
como veremos, se han sentido con derecho a evitar el martirio; más aún, con
la obligación de eludirlo. No solo para evitar grandes males, sino por el
mismo bien de la Iglesia.
–Segunda. Es de notar que muchos de los apóstatas de nuestro tiempo han ido
perdiendo su fe sin darse cuenta, sin renegar de ella conscientemente. La
han ido perdiendo, en la mayoría de los casos, poco a poco, en una
gradualidad casi imperceptible. Simplemente, se han mundanizado de tal modo
en sus pensamientos y costumbres que, sin apenas notarlo, han dejado los
sacramentos, los mandamientos, finalmente la fe, y han abandonado así, sin
apenas trauma alguno, la Iglesia de Cristo. Viviendo según el espíritu del
mundo, se han cerrado al Espíritu Santo. Y rechazando ser mártires, han
venido a ser apóstatas; irremediablemente.
Ya dice el Apóstol que es preciso «sostener el buen combate con fe y buena
conciencia; y algunos que perdieron ésta, naufragaron en la fe». Son
cristianos que no supieron «guardar el misterio de la fe en una conciencia
pura» (1Tim 1,19; 3,9).
–Tercera. El gran crecimiento del pelagianismo y del semipelagianismo entre
los católicos actuales ha dado a éstos una aparente «justificación»
doctrinal y moral para evitar el martirio. Esta justificación ideológica del
anti-martirio es relativamente nueva en la historia de la Iglesia, y por eso
habremos de estudiarla con particular atención. En otros siglos, la negación
del martirio era captada normalmente como un gran pecado de traición a
Cristo y de abandono de la Iglesia. Hoy, por el contrario, el deber
principal del cristiano y de la Iglesia es, al parecer, evitar el martirio.
Y antes, por supuesto, evitar la misma persecución. Que ésta no se de.
Causas hoy principales
del rechazo del martirio
Muchas causas pueden llevar al cristiano a rechazar el martirio. Aquí
señalaré brevemente las que estimo principales. Unas han estado presentes en
todos los siglos; otras, en cambio, han obrado más especialmente en un
tiempo y lugar determinados. Y por otro lado, las causas de siempre son
captadas con matices muy peculiares en cada época. A mi juicio, en nuestro
tiempo, la fuga masiva del martirio entre los cristianos se debe
principalmente a 1) la falta de devoción a la cruz y pasión de Cristo, 2) al
aumento acelerado de las riquezas, 3) al auge del pelagianismo y del
semipelagianismo, y 4) al relativismo cultural generalizado por el
liberalismo.
1.– el horror a la cruz
La devoción a la Pasión de Cristo ha sido tradicionalmente el centro de la
devoción cristiana. Entre los primeros cristianos, concretamente, la
conciencia de ser discípulos del Crucificado les daba facilidad para
entender el misterio del martirio y para recibirlo, llegada la hora, con
fidelidad. Es cierto que la terrible dureza del martirio ocasionó a veces
entre ellos no pocas deserciones. Pero normalmente los desertores (lapsi),
lo mismo que sus pastores, familiares y amigos, eran conscientes de que tal
deserción era un gran pecado; se daban, pues, cuenta de que, rechazando la
cruz en la hora de la persecución, habían roto culpablemente el seguimiento
del Crucificado. Por eso, reconociendo su grave culpa, llegaban muchas veces
a la conversión y volvían a la Iglesia.
Estos cristianos, al aceptar la fe y bautizarse, ya sabían que si Cristo fue
perseguido, ellos también iban a serlo (Jn 15,18ss). La persecución y la
muerte les hacía sufrir, pero no les causaba perplejidad alguna: ya sabían
lo que hacían al decidirse a ser discípulos del Crucificado, Salvador del
mundo. La deserción, pues, del martirio era vivida como un grave pecado.
En cambio, muchos cristianos modernos de tal modo ignoran el misterio de la
Cruz de Cristo, que no quieren saber nada de ella, pensando que también
ellos, como los hombres mundanos, tienen derecho a evitarla como sea. Ellos
quieren realizarse plenamente en este mundo, sin obstáculos o limitaciones,
y estiman que si aceptan ciertas cruces echarían a perder sus vidas. Eso de
«perder la propia vida», «tomar la cruz y seguir» a Jesús, etc., les parece
una locura, o bien modos semíticos de hablar, que deben ser interpretados
negando su sentido verdadero. No aceptan de ningún modo y en ninguna
circunstancia, si llega el caso, «arrancarse» un ojo, una mano, un pie.
Jamás puede darse en la vida cristiana una circunstancia en la que esas
pérdidas vengan a ser una obligación moral grave. Ellos, en fin, de ningún
modo están dispuestos a sufrir por Cristo y por su propia salvación. Ni
siquiera un poquito.
Y lo peor, lo más decisivo, es que estos apóstatas actuales tienen no pocos
maestros espirituales que no sólo justifican, sino que recomiendan
positivamente su actitud. Son los teólogos y pastores que les enseñan trucos
morales para poder cometer graves pecados con buena conciencia. «Guías
ciegos que guían a otros ciegos» (Mt 15,14). Para estos maestros, un
cristianismo signado por la cruz y el martirio viene a ser un cristianismo
fanático e impracticable. O solamente viable para unos pocos elegidos.
Estos maestros del error «no sirven a nuestro Señor Cristo, sino a su
vientre, y con discursos suaves y engañosos seducen los corazones de los
incautos» (Rm 16,18). «Son enemigos de la cruz de Cristo. El término de
éstos será la perdición, su Dios es el vientre, y la confusión será la
gloria de los que tienen el corazón puesto en las cosas terrenas» (Flp
3,18-19).
Aquellos martirios, por ejemplo, que en ocasiones son necesarios para
guardar heroicamente la santidad de la vida conyugal, han sido eludidos por
muchos cristianos con buena conciencia, gracias a las falsas enseñanzas de
no pocos moralistas actuales, que les han enseñado a «guardar la propia
vida» por encima de todo, es decir, a realizar con buena conciencia actos
que son grave e intrínsecamente malos: «Dios no puede exigiros eso», «el
Señor quiere que seáis felices», «podéis hacerlo en buena conciencia, como
un mal menor», «la encíclica del Papa no es infalible, y vosotros, en todo
caso, debéis regiros por vuestra conciencia», etc.
2.– la seducción de un mundo
lleno de riqueza
Hemos de tener hoy muy en cuenta, sin olvidarlo nunca, que el mundo jamás ha
tenido una época de riqueza económica tan grande y tan generalizada como la
que en nuestro tiempo se ha dado en un tercio o un cuarto de la humanidad.
Pues bien, especialmente en esos países ricos de nuestro tiempo, es donde
más cuantiosa ha sido la apostasía. Muchos cristianos en esos pueblos,
teniendo que elegir necesariamente entre dar culto a Dios o dar culto a las
Riquezas, han elegido a éstas. No hay apenas vocaciones, pues los fieles no
están dispuestos a «dejarlo todo» para seguir a Cristo (Lc 14,26-27.33;
18,28-29). No hay fidelidad a los mandamientos divinos, porque los
bautizados de ningún modo aceptan «perder la propia vida» por causa de su
Nombre (Lc 9,24). En este sentido, a muchos cristianos de nuestro tiempo les
ha pasado lo mismo que a aquel joven rico, que se negó a seguir a Cristo:
«se fue triste, porque tenía muchos bienes» (Mt 19,22).
3.– el pelagianismo
y el semipelagianismo
El voluntarismo, en cualquiera de sus formas –pelagianismo,
semipelagianismo– es otro gran condicionante del rechazo actual del
martirio.
–Los católicos, como discípulos humildes de Jesús, saben que todo el bien es
causado por la gracia de Dios, y que el hombre colabora en la producción de
ese bien dejándose mover libremente por la moción de la gracia, es decir,
dejando que su energía sea activada por la energía de la gracia divina. Dios
y el hombre se unen en la producción de la obra buena como causas
subordinadas, en la que la principal es Dios y la instrumental y secundaria
el hombre.
Por eso, al combatir el mal y al promover el bien bajo la acción de la
gracia, no temen verse marginados, encarcelados o muertos. Llegada la
persecución –que en uno u otro modo es continua en el mundo–, ni se les pasa
por la mente pensar que aquella fidelidad martirial, que puede traerles
desprecios, marginaciones, empobrecimientos, desprestigios y disminuciones
sociales o incluso la pérdida de sus vidas, va a frenar la causa del Reino
en este mundo. Están ciertos de que la docilidad incondicional a la gracia
de Dios es lo más fecundo para la evangelización del mundo, aunque
eventualmente pueda traer consigo proscripciones sociales, penalidades y
muerte. Están, pues, prontos para el martirio.
–El voluntarismo antropocéntrico, por el contrario, en los últimos siglos ha
producido un falso cristianismo, que ignora la primacía de la gracia, y que
hace pensar a muchos cristianos que la obra buena, en definitiva, procede
solo de la fuerza del hombre (pelagianismo), o a lo más que procede «en
parte» de Dios y «en parte» del hombre (semipelagianismo). En este último
caso, Dios y el hombre se unen como causas coordinadas para producir la obra
buena, la cual procede en parte de Dios y en parte del hombre.
Y lógicamente, en esta perspectiva voluntarista, los cristianos, tratando de
proteger la parte suya humana, no quieren perder la propia vida o ver
disminuída su fuerza y prestigio; más aún, estiman imposible que Dios quiera
hacer unos bienes que puedan exigir en los fieles marginación, persecución o
muerte. Dios «no puede querer» en ninguna circunstancia que el hombre se
arranque el ojo, la mano o el pie, pues esta disminución de la parte humana
debilitaría necesariamente la obra de Dios.
En consecuencia, rehuyen el martirio como sea, en principio, en cualquiera
de sus formas. Y lo hacen con buena conciencia. Es decir, pelagianos y
semipelagianos, y tantos otros que les son próximos, rehuyen
sistemáticamente el martirio: tratan por todos los medios de estar bien
situados y considerados en el mundo; procuran, haciéndose cómplices al menos
pasivos de tantas abominaciones mundanas, estar a bien con los poderosos del
mundo presente. Así, de este modo, podrán servir mejor a Dios en la vida
presente. «Salvando su vida» en este mundo, esperan conseguir que la «parte»
humana que les corresponde colabore mejor y más eficazmente con la «parte»
de Dios en la salvación del mundo.
Igualmente la Iglesia, en su conjunto, debe evitar cualquier enfrentamiento
con el mundo, debe eludir cuidadosamente toda actitud que pueda
desprestigiarla o marginarla ante los mundanos, o dar ocasión a
persecuciones, pues una Iglesia debilitada y mártir no podrá en modo alguno
servir en el siglo presente la causa del Reino. Esto es lo que muchos
piensan con una ceguera que está influída por el Padre de la Mentira.
La Iglesia, y cada cristiano, según esto, deben evitar por todos los medios
las trágicas miserias y disminuciones que trae consigo el martirio en este
mundo. Deben evitarlas por amor a Cristo, por amor a los hombres. El
martirio de un cristiano o de la Iglesia es algo pésimo: es una pérdida de
influjo social, de posibilidad de acción, de imagen atrayente; es una
miseria, no tiene ninguna gracia. El martirio es malo incluso para la
salud...
En el libro mío que antes he citado describo este lamentable proceso:
La Iglesia voluntarista, puesta en el mundo en el trance del Bautista, «se
dice a sí misma: “no le diré la verdad al rey, pues si lo hago, me cortará
la cabeza, y no podré seguir evangelizando”. Por el contrario, sabiendo que
la salvación del mundo la obra Dios, la Iglesia [la Iglesia verdadera de
Cristo] dice y hace la verdad, sin miedo a verse pobre y marginada. Y
entonces es cuando, sufriendo persecución, evangeliza al mundo».
«El cristianismo semipelagiano [y más aún el pelagiano] entiende que la
introducción del Reino en el mundo se hace en parte por la fuerza de Dios y
en parte por la fuerza del hombre. Y así estima que los cristianos,
lógicamente, habrán de evitar por todos los medios aquellas actitudes ante
el mundo que pudieran debilitar o suprimir su parte humana –marginación o
desprestigio social, cárcel o muerte–.
«Y por este camino tan razonable se va llegando poco a poco, casi
insensiblemente, a silencios y complicidades con el mundo cada vez mayores,
de tal modo que cesa por completo la evangelización de las personas y de los
pueblos, de las instituciones y de la cultura. ¡Y así actúan quienes decían
estar empeñados en impregnar de Evangelio todas las realidades temporales!
«No será raro así que al abuelo, piadoso semipelagiano conservador, le haya
salido un hijo pelagiano progresista; y es incluso probable que el nieto
baje otro peldaño, y llegue a la apostasía» (De Cristo o del mundo 137).
En fin, únicamente los católicos, «perdiendo la propia vida», se inscriben
en el glorioso gremio de los mártires; uniéndose al Crucificado, se
configuran al Resucitado, y así dan fruto y transforman el mundo con la
fuerza de Dios, que llega al máximo en la suprema debilitación del hombre
mártir. Los pelagianos o semipelagianos, por el contrario, evitan
decididamente el martirio con buena conciencia –conflicto de valores, moral
de actitudes, opción por el mal menor, situacionismo, consecuencialismo,
etc.–, porque así, «guardando la propia vida», conservan fuerte la parte
humana, que por sí sola (pelagianismo) o unida a la parte de la acción de la
gracia de Dios (semipelagianismo) introduce en el mundo los bienes del
Reino.
4.– el liberalismo
En el siglo XIX, como consecuencia de la Ilustración, se generaliza el
liberalismo, que afirma la libertad humana en sí misma, sin sujeción alguna
a la verdad objetiva, al orden natural y a la ley divina. Viene a ser, pues,
un naturalismo militante, un ateísmo práctico, una rebelión contra Dios:
«seréis como dioses» (Gén 3,5). León XIII pone bien de manifiesto la
irreligiosidad congénita del liberalismo (Libertas 1888). Y Pío XI demuestra
que socialismo y comunismo son hijos naturales del liberalismo (Divini
Redemptoris 1937).
Pues bien, cuando el pensamiento filosófico y religioso del liberalismo
alcanza a difundirse ampliamente en el mundo de antigua filiación cristiana
por medio de las democracias liberales, el martirio va eliminándose de la
vida del pueblo cristiano, porque habiéndose éste mundanizado, asimila unos
marcos mentales –muchas veces inconscientes– que lo hacen prácticamente
imposible. He aquí algunos:
1. La aversión al héroe y la veneración consecuente del hombre normal –se
entiende: estadísticamente normal; que está lejos, sin embargo, de ser
conforme a la norma–. Este culto a la normalidad, en sus formas más
radicales, llega incluso a promover la admiración del anti-héroe. En esta
perspectiva liberal e igualitaria, el mártir, que no se doblega a la
ortodoxia vigente del mundo, es un fanático, un raro, un inadaptado.
Asumiendo esta perspectiva, para los cristianos mundanizados, el cristiano
fiel al Evangelio, y por tanto muy distinto del mundo en pensamientos y
costumbres, es un mal cristiano.
2. El relativismo doctrinal y moral. Ya se comprende que si nadie tiene la
verdad, si existen en la mentalidad liberal muchas «verdades»
contradictorias entre sí, igualmente válidas, queda eliminada la posibilidad
del martirio. En efecto, el mártir, entregando su vida para afirmar la
verdad inmutable y universal de una doctrina y la unicidad de un Salvador,
no es más que un pobre iluso, un fanático. ¿Qué se ha creído, para dar su
vida por la verdad? ¿Acaso estima, pobre ignorante, que tiene el monopolio
de ella frente a todos?
3. La estimación mercantil de la persona humana. Erich Fromm analizaba cómo,
con frecuencia, el hombre moderno se estima y se aprecia a sí mismo «como
una mercancía, y al propio valor como un valor de cambio» (Ética y
psicoanálisis, México 1969,82). El cristiano que asume –muchas veces sin
saberlo– esta actitud mundana actual, se prohibe en absoluto hacer todo
aquello que el mundo desprecia, persigue y condena, porque si lo hiciera se
sentiría devaluado e inútil.
Pero adviértase bien que eso no lo hace necesariamente por cobardía o por
oportunismo –aunque a veces también pueda hacerlo por eso–. Hay más en su
desvío del Evangelio. Y es que, experimentándose a sí mismo «como vendedor
y, al mismo tiempo, como mercancía, su autoestima depende de condiciones
fuera de su control. Si tiene éxito, es valioso; si no lo tiene, carece de
valor» (ib. 86). Es decir, si sus pensamientos y caminos difieren de los de
la inmensa mayoría y son, pues, rechazados, deja de creer en ellos, o al
menos vacila mucho en su convicción, y desde luego no está dispuesto a
sacrificar su prosperidad mundana, y menos su vida, por esas verdades.
4. Cuando el bien y el mal es dictado por la mayoría, trátese de una mayoría
real o ficticia, inducida por los poderes mediáticos y políticos, el
martirio aparece como una opción morbosa, excéntrica, opuesta al bien común,
insolidaria con la sociedad general.
Según esta visión –insisto, muchas veces inconsciente– el obispo, el rector
de una escuela o de una universidad católica, el político cristiano, el
párroco en su comunidad, el teólogo moralista en sus escritos, es un
cristiano impresentable, que no está a la altura de su misión, si por lo que
dice o lo que hace ocasiona grandes persecuciones del mundo. Con sus
palabras y obras, es evidente, desprestigia a la Iglesia, le ocasiona odios
y desprecios del mundo, dificulta, pues, las conversiones, y es causa de
divisiones entre los cristianos. Debe, por tanto, ser silenciado, marginado
o retirado por la misma Iglesia. Aunque lo que diga y haga sea la verdad y
el bien, aunque sea el más puro Evangelio, aunque guarde perfecta fidelidad
a la tradición católica, aunque diga o haga lo que dijeron e hicieron todos
los santos. Fuera con él: no queremos mártires. En la vida de la Iglesia los
mártires son un lastre, una vergüenza, un desprestigio. No deben ser
tolerados, sino eficazmente reprimidos por la misma Iglesia.
Si el martirio implica un fracaso total –la cruz del Calvario–, si es un
rechazo absoluto del mundo, está claro que el martirio es algo sumamente
malo, algo que debe evitarse como sea. Por el mismo bien de la Iglesia.
La fuga del martirio es muy triste
Podría pensarse que la Iglesia evitadora del martirio, la que «guarda su
vida» en este mundo, sería una Iglesia próspera y alegre en la vida
presente. Pero eso es como suponer que la esposa infiel, que se entrega al
adulterio, será una mujer alegre. No, es todo lo contrario; es una mujer muy
triste. Lo que alegra el corazón humano es el amor, la fidelidad, la
abnegación, la entrega en el amor. Por el contrario, la infidelidad es
traición al amor, y solo puede traer tristeza.
«En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo no cae en la tierra y
muere, quedará solo; pero si muere, llevará mucho fruto. El que ama su vida,
la pierde; pero el que aborrece su alma en este mundo la guardará para la
vida eterna» (Jn 12,24,25). Es así. No puede ser de otro modo. Lo vemos
comprobado cada día en la vida de los obispos o sacerdotes mártires, que son
testigos fieles y veraces, en los matrimonios verdaderamente católicos, en
los religiosos realmente coherentes a su profesión evangélica...
Es así y no puede ser de otro modo. Los mártires son alegres y los apóstatas
son tristes. Esto ha sido así siempre. Recordemos, por ejemplo, cómo esta
realidad es claramente consignada en las actas de los mártires de Lyon y
Vienne (177). Pero lo comprobamos también hoy cada día. El cristianismo que
silencia la cruz y se avergüenza de ella es el más triste e infecundo, es el
más débil en el amor y en las obras...
Qué Iglesia tan triste y languideciente aquella en la que los pastores
predican «prudentemente», procurando «guardar su vida» y su consideración
ante el mundo, evitando en absoluto todo lo que pudiera producir un choque
frontal con él, un estrellamiento martirial. De otro modo podría el mundo
ridiculizarles, marginarles, cortarles incluso la cabeza, como a Juan
Bautista, ¿y quién cuidaría entonces en este tiempo presente, tan hostil, de
la Iglesia de Dios? Son pastores, por otra parte, que, del mismo modo que
guardan su propia vida con toda solicitud, tienen buen cuidado en «guardar
la vida de la Iglesia» en este mundo, evitando toda afirmación de la verdad
y, sobre todo, toda denuncia de los pecados del mundo que a éste pueda
molestarle. Ésa estiman que es la moderación pastoral prudente, que deben
seguir en conciencia, por el bien de la Iglesia.
Qué Iglesia tan triste y languideciente aquella en la que los políticos
cristianos siguen el «prudente» ejemplo de aquellos pastores, de tal modo
que ya en nada se nota que son políticos cristianos: en nada le son molestos
al mundo. Y lo mismo los periodistas y los teólogos, los maestros y
profesores. Y los padres de familia. Unos y otros, todos, aunque difieran en
muchas otras cuestiones, coinciden de forma unánime en esta convicción: el
deber principal del cristiano y de la Iglesia en este mundo es evitar como
sea el martirio... «guardar la vida» cuidadosamente, para gloria de Dios,
por supuesto, y para bien de los hombres.
Cristianismo sin Cruz o con Cruz
–El Cristianismo sin Cruz, que se avergüenza del martirio, es una caricatura
tristísima del Cristianismo. No hay en él conversiones, ni hay mártires; no
puede haberlos. Los matrimonios no tienen hijos, ni surgen vocaciones para
la vida sacerdotal, religiosa o misionera. No hay fuerza de amor para
perseverar en el amor célibe o en el amor conyugal, desfallece la
generosidad y la entrega, falta impulso para obras grandes, se ve imposible
la profesión de unos votos religiosos perpetuos... Todo se hace en formas
cuidadosamente medidas y tasadas, oportunistas y moderadas, sin el impulso
crucificado del amor de Cristo, que es entrega apasionada, «locura y
escándalo» (1Cor 1,23).
El Cristianismo sin Cruz, evitando el martirio, espera ser más fuerte y
atrayente. Pero eso es como si a un hombre se le quita el esqueleto,
alegando que el esqueleto es feo y triste. Queda entonces privado sin duda
de toda belleza, fuerza y armonía, queda reducido a un saco informe de
grasa.
Ésta es la perspectiva miserable de ciertos moralistas tenidos por
católicos, para los cuales una doctrina moral no puede ser verdadera si en
ocasiones implica cruz. Ellos enseñan trucos –conflictos de valores o de
bienes, males menores, etc.– para rechazar en estos casos la cruz con buena
conciencia.
Aplican esto, p. ej., a la moral conyugal, a la anticoncepción, a la
práctica de la homosexualidad, a la posibilidad de divorcio o de acceso de
los divorciados a la comunión eucarística, etc. Y el mismo criterio
aplicarán para resolver sin cruz casos extremos, como el de un joven casado
que se ve abandonado por su esposa. Es previsible que le digan: «a un casado
joven como tú, abandonado por su esposa, Dios no le puede pedir que se
mantenga célibe desde los treinta años hasta la muerte. Vete, pues, buscando
arreglar tu vida con una buena esposa. Tienes derecho a rehacer tu vida. El
Señor es bueno y misericordioso, te ama y quiere que seas feliz», etc. Con
una asesoría moral como ésta, podrá el joven casado establecer una relación
adúltera con buena conciencia.
Esos nuevos moralistas –y tan «nuevos»–, en una situación extrema, en la que
no es posible ser cristiano sin ser mártir, no ven el martirio como un
excelso don de Dios, que se ha de recibir con fidelidad y gratitud: en
efecto, por don de Dios, el hombre, en esa situación límite dispuesta por la
Providencia con todo amor, va a ser asistido por la gracia para realizar
unos actos intensos y heroicos de virtud, que de otro modo nunca hubiera
realizado. No, ellos, como buenos pelagianos, no ven en esa situación tan
dura sino la exigencia de un esfuerzo del hombre, de un esfuerzo tan arduo
que Dios no puede exigirlo al hombre. No entienden nada: «alardeando de
sabios, se hicieron necios» (Rm 1,12).
Ya hemos visto que el pelagianismo y el semipelagianismo son una de las
causas fundamentales de la actual evitación sistemática –en conciencia– del
martirio.
Los que así piensan, consideran dura, sin misericordia, y por tanto, falsa
la doctrina moral católica. No tienen la menor idea de que los cristianos,
como «corderos en el Cordero pascual», estamos llamados a completar en
nuestra carne lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo, que es la
Iglesia (+Col 1,24). Por eso, «con lágrimas os digo que éstos son enemigos
de la Cruz de Cristo. El término suyo será la perdición» (Flp 3,18).
–El Cristianismo con Cruz. Nosotros, por el contrario, predicamos «a Cristo
Crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles, pero
fuerza y sabiduría de Dios para los llamados, ya judíos, ya griegos» (1Cor
1,23-24). Es decir, nosotros predicamos el martirio.
Y sabemos ciertamente, a priori y también a posteriori, que el cristianismo
centrado en la Cruz de Cristo es un cristianismo alegre, fuerte, fecundo,
expansivo, coherente, luminoso, atrayente.
En él los pastores dicen la verdad siempre y en todo, sin miedo a nada; no
se ven afectados ante el mundo ni por temores ni por complejos, luchan
fuertemente contra los lobos que acechan a sus ovejas, muestran siempre el
camino de la salvación, que es el mismo Cristo, y avisan inmediatamente de
los peligros, en cuanto se produce alguna desviación. En él los teólogos y
predicadores son fuentes inagotables, que manan la doctrina bíblica y
tradicional de la Iglesia. Hay en ese cristianismo matrimonios unidos y
estables, matrimonios que tienen hijos y que respetan la santidad de la
unión conyugal consagrada, hay castidad en el celibato y entre los esposos,
hay vocaciones numerosas...
En fin, es una gracia de Dios muy grande entender y vivir que toda la vida
cristiana es una participación continua en la pasión y la resurrección de
Cristo, y que todo lo que la integra –el bautismo, la penitencia, la
eucaristía, el hacer el bien y el padecer el mal, el martirio en cualquiera
de sus modos–, todo forma una unidad armoniosa, en la que unas partes
completan las otras, y se potencian mutuamente. Y que el centro, la fuente,
la cima de toda la vida cristiana es el Sacrificio eucarístico, el memorial
perenne de la pasión y resurrección de Cristo (+Vat. II: SC 5-6).
La Cruz se alza en el centro del jardín del Señor, y es el árbol que da
frutos más dulces y abundantes.
8. El testimonio de la verdad
Aceptación o rechazo
de la vocación martirial cristiana
Los cristianos mártires de la Iglesia primera, como fieles discípulos de
Cristo, dan en el mundo «el testimonio de la verdad» con una firmeza que
resulta hoy desconcertante para muchos cristianos que tratan de conciliar
como sea el seguimiento de Cristo y su adicción al mundo presente.
Y en todo esto no se trata sólo de que aquellos cristianos primeros tuvieran
una voluntad más fuerte ante el terrible acoso de la persecución. Se trata
más bien de que, a la luz de la fe, tenían un entendimiento muy distinto de
la misión del cristiano en el mundo.
Los cristianos sabían y aceptaban que, en un momento dado, podrían sufrir «a
causa de Cristo» cárcel, degradación social, azotes, exilio, expolio de
bienes, trabajos forzados, muerte. Y si un día se veían ante la prueba
extrema, o daban testimonio y eran mártires de Cristo, o desfallecían y eran
lapsi, caídos, vencidos. Pero, en todo caso, no se les ocurría pensar que el
deber principal de los cristianos en este mundo era «conservar la vida» y
evitar por todos los medios marginaciones, desprecios y persecuciones del
mundo. No consideraban que eso venía exigido «por el bien de la Iglesia». No
se les pasaba por la mente que para evitar la persecución del mundo la
Iglesia debía modificar su doctrina o su conducta.
Los primeros discípulos de Cristo y de los Apóstoles tenían una mentalidad
muy distinta a la de aquellos cristianos de hoy que, según dicen, «no tienen
vocación de mártires» –sí, así lo confiesan a veces, medio en broma, medio
en serio–. Muchos cristianos de hoy, en efecto, con más amor al mundo que a
la Cruz de Cristo, se creen no solo en el derecho, sino en el deber moral de
«guardar la vida» propia y la de la Iglesia, evitando la persecución a toda
costa. «Los que quieren ser bien vistos en lo humano, ponen su mayor
preocupación en evitar ser perseguidos a causa de la cruz de Cristo» (Gál
6,12).
Cuando vemos en la primera Iglesia que un soldado analfabeto, afrontando la
muerte, muestra un valor mayor al de un teólogo actual, que no se atreve a
transmitir al mundo –¡ni siquiera a los cristianos!– la verdad de Cristo
sobre cielo e infierno, castidad conyugal, necesidad de los sacramentos,
etc.; o cuando vemos que una cristiana de doce años se encara con el
tribunal imperial, afirmando sin vacilar palabras de vida que le van a
ocasionar la muerte, y miramos a un obispo actual que permite en su Iglesia
herejías y sacrilegios para evitar enfrentamientos con los progresistas y
para que no se produzcan ataques de ciertos medios de comunicación, llegamos
a pensar que estamos ante dos nociones de la Iglesia muy distintas: en una
se acepta el martirio, en la otra se rechaza. Es evidente.
Los innumerables mártires del siglo XX, con la luz radiante de su
testimonio, encarcelados, exilados, despojados, marginados, torturados,
muertos, denuncian las tinieblas de tantas apostasías actuales, patentes o
encubiertas.
Hay que optar entre el cristianismo verdadero de la Cruz o el falso sin
Cruz. Y esta elección ha de ser realizada hoy consciente y necesariamente,
pues los dos caminos son, de hecho, ofrecidos cada día al pueblo cristiano.
–Iglesia con Cruz. Cuando celebramos la memoria gloriosa de tantos mártires
cristianos que, en los primeros siglos de la Iglesia o en tiempos recientes,
en misiones, fueron capaces de derramar su sangre por Cristo al poco tiempo
de ser bautizados o incluso siendo todavía catecúmenos –mártires japoneses
de Nagasaki, San Carlos Luanga y compañeros en Ruanda, niños mártires
mexicanos de Tlaxcala, etc.–, no podemos menos de pensar que aquellos
cristianos tuvieron misioneros que les predicaron el verdadero Evangelio,
según al cual no es posible seguir a Cristo sin tomar la cruz cada día.
–Iglesia sin Cruz. Por el contrario, cuando hoy vemos, por ejemplo, ciertos
Grupos de Matrimonios que, siendo bautizados de muchas generaciones, y
estando asociados para procurar la perfección de la vida en el matrimonio,
sin embargo, en determinadas circunstancias –conflictos de valores, mal
menor, dictamen de la propia conciencia contrario al Magisterio apostólico,
etc.–, se autorizan a sí mismos los anticonceptivos, pues a la hora de
regular su fertilidad se consideran con derecho a rechazar la cruz de una
abstinencia periódica o total, nos vemos obligados a pensar que, con la
colaboración activa o pasiva de pastores negligentes, han recibido de falsos
profetas un falso Evangelio.
No está fundamentalmente la diferencia en que aquellos primeros cristianos,
puestos ante una prueba extrema, fueron fieles a la fe católica y éstos en
cambio no. La diferencia entre unos y otros ha de verse más bien en que unos
recibieron el Evangelio verdadero, el de la Cruz, y otros un Evangelio
falso, que elimina la Cruz cuidadosamente, con «buena conciencia», en forma
sistemática y coherente.
Iglesia alegre, Iglesia triste
–La Iglesia martirial, centrada en la Cruz, es fuerte y alegre, clara y
firme, unida y fecunda, irresistiblemente expansiva y apostólica. «Confiesa
a Cristo» ante los hombres. Prolonga en su propia vida el sacrificio que
Cristo hizo de sí mismo en la cruz, para salvación de todos.
Dice San Agustín: «está escrito en el Evangelio: “Jesús oraba con más
insistencia y sudaba como gotas de sangre”. ¿Qué quiere decir el flujo de
sangre de todo su cuerpo sino la pasión de los mártires de la Iglesia?»
(Com. Salmo 140,4).
–La Iglesia no-martirial, por el contrario, que se avergüenza de la Cruz, es
débil y triste, oscura y ambigua, dividida, estéril y en disminución
continua. «No confiesa a Cristo» en el mundo, a no ser en aquellas verdades
cristianas que no suscitan persecución. Se atreve, por ejemplo, a predicar
bravamente la justicia social, cuando también ésta viene exigida y predicada
por los mismos enemigos de la Iglesia; pero no se atreve a predicar la
obligación de dar culto a Dios o la castidad o la obediencia, o tantas otras
verdades fundamentales, allí donde son despreciadas por el mundo. Teme ser
rechazada por dar un testimonio claro de la verdad. Y por eso, calla. O
habla bajito, y así, al mismo tiempo, evita la persecución y se hace la
ilusión de que ya ha cumplido con su deber.
Mártires a causa de la verdad
El martirio, en cuanto testimonio supremo, sellado con la entrega de la
propia vida, puede darse por la caridad –cuidando apestados hasta morir con
ellos–, por la castidad –prefiriendo la muerte al pecado–, y por tantas
otras virtudes. Pero, en definitiva, el martirio tiene siempre por causa la
fe, la fe en la verdad de Cristo. Así lo ha entendido siempre la tradición
de la Iglesia.
San Agustín: «los que siguen a Cristo más de cerca son aquellos que luchan
por la verdad hasta la muerte» (Trat. evang. S.Juan 124,5).
Santo Tomás: «mártires significa testigos, pues con sus tormentos dan
testimonio de la verdad hasta morir por ella... Y tal verdad es la verdad de
la fe. Por eso la fe es la causa de todo martirio» (STh II-II, 124,5). Ya
estudiamos antes esta cuestión (capítulo 6).
Cuando consideramos El martirio en la Escritura (capítulo 3), pudimos
comprobar que tanto en el Antiguo Testamento –los profetas–, como en el
Nuevo –el Apocalipsis–, los mártires morían principalmente por dar entre los
hombres el testimonio de la verdad de Dios. Así seguían fielmente a Cristo,
que murió por dar testimonio de la verdad.
Cristo muere por dar en Israel el testimonio pleno de la verdad de Dios. Si
hubiera suavizado mucho su afirmación de la verdad y su negación del error,
si hubiera propuesto la verdad muy gradualmente, poquito a poco, si no
hubiera predicado la verdad con tanta fuerza a los sacerdotes –diciéndoles
que habían hecho de la Casa de Dios «una cueva de ladrones»–, a los escribas
y fariseos –«raza de víboras, sepulcros blanqueados»–, a los ricos –«a un
camello le es más fácil pasar por el ojo de una aguja que a vosotros entrar
en el Reino»–, no hubiera sido expulsado violentamente del mundo en el
Calvario. Y de eso era Él perfectamente consciente. Sin embargo, dice la
verdad que para él va a ser muerte y para los hombres vida. Ésa es su
misión, y así la declara ante sus jueces: «Yo he venido al mundo para dar
testimonio de la verdad» (Jn 18,37).
Cristo no murió por curar enfermos, por calmar tempestades, por devolver la
vista a los ciegos o la vida a los muertos. Fue muerto por «dar testimonio
(martirion) de la verdad», por ser el «testigo (martis) veraz» (Ap 1,5).
Nada hay en el mundo tan peligroso como decir la verdad, porque «el mundo
entero está puesto bajo el poder del Maligno» (1Jn 5,19), y el Maligno es
«homicida desde el principio... Él es mentiroso y Padre de la Mentira» (Jn
8,44).
Los Apóstoles, igualmente, fueron desde el principio perseguidos por
evangelizar la verdad de Jesús. Se les ordenó severamente «no hablar en
absoluto ni enseñar en el nombre de Jesús». Pero ellos, obstinados,
afirmaron: «juzgad por vosotros mismos, si es justo ante Dios que os
obedezcamos a vosotros más que a Él; porque nosotros no podemos dejar de
decir lo que hemos visto y oído» (Hch 4,18-20).
De nuevo el Sanedrín los apresa, y «después de azotados, les conminaron que
no hablasen en el nombre de Jesús y los despidieron. Ellos se fueron alegres
de la presencia del Consejo, porque habían sido dignos de padecer ultrajes
por el nombre de Jesús; y en el templo y en la casas no cesaban todo el día
de enseñar y anunciar a Cristo Jesús» (Hch 5,40-42).
San Pablo
La experiencia martirial de San Pablo refleja también innumerables
sufrimientos por dar el testimonio fiel de la verdad evangélica. Por eso en
sus cartas hallamos muchas referencias a la fortaleza extrema que es precisa
para atreverse a predicar el Evangelio a los hombres entre muchas
contradicciones y penalidades.
«Yo no me avergüenzo del Evangelio, que es la fuerza de salvación de Dios
para todo el que cree» (Rom 1,16). Los Apóstoles, en efecto, «investidos de
este ministerio de la misericordia, no nos acobardamos, y nunca hemos
callado nada por vergüenza, ni hemos procedido con astucia o falsificando la
Palabra de Dios. Por el contrario, hemos manifestado abiertamente la verdad»
(2Cor 4,1-2).
«Después de sufrir mucho y soportar muchas afrentas en Filipos, como sabéis,
confiados en nuestro Dios, os predicamos el Evangelio de Dios en medio de
mucho combate. Nuestra predicación no se inspira en el error, ni en la
impureza, ni en el engaño. Al contrario, Dios nos encontró dignos de
confiarnos el Evangelio, y nosotros lo predicamos procurando agradar no a
los hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones» (1Tes 2,2-4; +Gál
1,10).
Y en este sentido exhorta a sus colaboradores para que sirvan con toda
fortaleza el ministerio de la Palabra, arriesgando sus vidas en ello: «no
nos ha dado Dios un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de
templanza. No te avergüences jamás del testimonio de nuestro Señor y de mí,
su prisionero. Al contrario, comparte conmigo los sufrimientos que es
necesario padecer por el Evangelio, animado con la fortaleza de Dios» (2Tim
1,7-9).
Deben imitar su ejemplo: «A mí nadie me asistió, antes me desampararon
todos... Pero el Señor me asistió y me dio fuerzas para que por mí fuese
cumplida la predicación y todas las naciones la oigan» (2Tim 4,16-17).
El testimonio de la verdad divina, el que hace mártires, implica tres
aspectos que conviene distinguir: 1) la afirmación de la verdad, 2) la
negación de los errores que le son contrarios, y 3) el gobierno pastoral
consecuente. Los tres aspectos se iluminan y potencian mutuamente. Los tres
son necesarios.
1.– La afirmación de la verdad divina
Según hemos visto, la predicación de la Palabra de Dios entre los hombres
requiere una fuerza espiritual sobre-humana; es decir, no puede ser
realizada fielmente sin una asistencia proporcionada por el mismo Señor, que
es quien envía, y que conoce bien los peligros de esta misión: «os envío
como ovejas entre lobos» (Mt 10,16).
–Todos los fieles cristianos, participando del profetismo de Cristo desde su
bautismo y aún más desde el sacramento de la confirmación, han de estar
prontos a confesar a Cristo y las verdades de su Evangelio ante los hombres;
lo que no pocas veces requerirá un valor heroico, es decir, hará necesaria
una especial asistencia del Espíritu de la verdad.
«A todo el que me confesare delante de los hombres, yo también lo confesaré
delante de mi Padre, que está en los cielos». Esta confesión es, en
conciencia, gravemente obligatoria, pues, como sigue diciendo Jesús: «a todo
el que me negare delante de los hombres, yo lo negaré también delante de mi
Padre, que está en los cielos» (Mt 10, 10,32-33). Por eso exhorta San Pedro
a los fieles laicos: «glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor, y
estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os
la pidiere» (1Pe 3,15).
–Pero los Pastores apostólicos, enviados como testigos de Cristo ante los
hombres, han de ejercitar esa confesión con mucha mayor fuerza y frecuencia,
sin esperar a que los hombres soliciten su testimonio, es decir, «con
oportunidad o sin ella» (2Tim 4,2), pues han sido enviados al mundo
precisamente como ministros de la Palabra divina.
Ellos, por tanto, Obispos, presbíteros y diáconos, todos los misioneros,
necesitarán para poder cumplir tan ardua misión una especial confortación
del Espíritu de la verdad. Y Cristo les anuncia y asegura esta asistencia:
«recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y
seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta en los
últimos confines de la tierra» (Hch 1,8). Ellos, los apóstoles, reciben esa
confortación en Pentecostés, y ahora, todos los sagrados ministros de la
Palabra, continúan recibiéndola sacramentalmente en el Orden sagrado.
Los Obispos, por obra especial del Espíritu Santo, tienen la autoridad
suprema –la fuerza suprema– para anunciar la Palabra divina, como maestros
de la fe ante los hombres (Vat.II, ChD 2). Ellos han de ser testigos de
Cristo en sus Iglesias, han de predicar íntegramente la enseñanza de Cristo,
y deben vigilar la doctrina que niños, jóvenes y adultos reciben (ib.
11-14). Y también los presbíteros, por el orden sagrado, reciben del
Espíritu Santo una especial confortación para enseñar a los hombres la
verdad de la fe, y «tienen por deber primero el anunciar a todos el
Evangelio de Dios» (PO 2,4).
Parresía
La sagrada Escritura emplea a veces el término parresía para designar la
audaz confianza con que los enviados por Dios dan entre los hombres valiente
testimonio de las verdades divinas, aún arriesgando a veces su prestigio o
incluso su vida. (El Diccionario de la Real Academia da a la palabra otro
significado).
Parresía significa libertad de espíritu o de palabra, confianza, sinceridad,
valentía; parresiázomai quiere decir hablar con franqueza, abiertamente, sin
temor, con atrevida confianza (cf. Hans-Christoph Hahn, Diccionario
teológico del NT, Sígueme, Salamanca 19852, I,295-297).
«De acuerdo con su sentido originario, el término parresía (pan-rhêsis-erô,
de la raíz wer-, de donde deriva también el latino verbum, y quizá el alemán
wort y el inglés word, palabra) expresa la libertad para decirlo todo»
(295). Y como la realización concreta de esa libertad ha de superar a veces
dificultades muy grandes, surgen como significados ulteriores de parresía la
intrepidez y la valentía.
En el griego profano estas palabras se usan primero en el campo de la
política, para adquirir más tarde un sentido moral más general. En la
versión que los LXX hicieron de las antiguas Escrituras son términos que se
emplean raramente (12 veces el sustantivo, 6 el verbo) (295-296).
En cambio, en la plenitud de los tiempos, cuando la revelación de la Palabra
divina alcanza su máxima luminosidad y, consiguientemente, cuando el
enfrentamiento entre la luz divina y la tiniebla humana viene también en
Cristo a ser máxima, estas palabras tienen mucho más uso. Y así «en el Nuevo
Testamento parresía aparece 31 veces (13 en los escritos de Juan, 8 en
Pablo, 5 en Hechos, 4 en Hebreos). Y el verbo parresiázomai se halla 9 veces
(7 en Hechos, 2 en Pablo)» (296).
Jesús habla a los hombres con absoluta libertad, sin temor alguno, con
parresía irresistible, sin «guardar su vida». Hasta sus contradictores lo
reconocen: «Maestro, sabemos que eres sincero, y que con verdad enseñas el
camino de Dios, sin que te dé cuidado de nadie» (Mt 22,16).
Él habla en el nombre de Dios públicamente, sin temor a nadie, libremente,
sin ambigüedades (cf. Jn 7,26; 18,20; Mc 8,32). Como ya pudimos comprobar
ampliamente en el primer capítulo, Él, cuando habla, cuando actúa, no trata
de guardar su vida. Solo la protege, eso sí, hasta que llegue su hora, como
cuando quieren matarle en Nazaret (Lc 4,30). No ejercita una parresía
imprudente, como en algún momento hubieran querido sus familiares (Jn
7,3ss). Pero es evidente que hablando y actuando se entrega a la muerte.
La prudencia de Jesús, que es según el Espíritu divino, nada tiene que ver
con la prudencia de la carne, que ante todo pretende evitar la cruz y
obtener ventajas temporales. Por eso en Cristo prudencia y parresía no están
en contradicción, sino que se identifican. Es prudente Jesús porque
entregando su vida, la pierde, para la gloria de Dios y el bien de los
hombres.
En los apóstoles, por obra del Espíritu Santo, sigue viva y actuante la
misma prudente parresía del Maestro. «Los apóstoles daban con gran fortaleza
el testimonio (martyrion) que se les había confiado acerca de la
resurrección de Jesús» (Hch 4,33; con parresía, Hch 4,13; 9,27 y passim).
«Los Hechos nos narran continuamente que Pedro, Pablo y otros se presentaban
y anunciaban sin temor alguno ante los judíos y ante los paganos las obras
de Dios» (Hahn 296).
Esa fuerza espiritual para comunicar a los hombres mundanos la Palabra
divina no es una fuerza humana, es sobre-humana, es fruto del Espíritu
Santo, «desciendo del Padre de las luces» (Sant 1,17), y es don recibido
como respuesta a la oración de petición:
«Ahora, Señor, mira sus amenazas, y da a tus siervos firmeza (parresía) para
hablar con toda libertad tu Palabra... Y cuando acabaron su oración,
retembló el lugar en que estaban reunidos, y quedaron todos llenos del
Espíritu Santo, y hablaban la Palabra de Dios con osada libertad (parresía)»
(Hch 4,29.31).
San Pablo, por ejemplo, manda a los efesios «suplicar por todos los santos,
y por mí, para que al hablar se me pongan palabras en la boca con que
anunciar con franca osadía (parresía) el misterio del Evangelio, del que soy
mensajero, en cadenas, a fin de que halle yo en él fuerzas para anunciarlo
con libre entereza (parresía), como debo hablarlo» (Ef 6,19-20; cf. Flp
1,20; 1Tes 2,2; 1Tim 3,13; Flm 8; 1Jn 2,28; 3,21; 4,17; 5,14; Heb 3,6;
10,35).
Todos los fieles cristianos, pero de un modo muy especial quienes han sido
consagrados por Dios para el ministerio apostólico, deben estar llenos de
parresía en el Espíritu Santo, de modo que, sin amilanarse en absoluto ante
los hombres y los ambientes mundanos –vecinos y familiares, prensa, radio,
televisión, políticos e intelectuales de moda–, den vigorosamente el
testimonio de Cristo, pues Él, «despojando a los principados y a las
potestades [del mundo y del diablo], los expuso a la vista del mundo con
osada gallardía (parresía), triunfando de ellos por la Cruz» (Col 2,15).
De la Cruz viene la fuerza
para predicar la Palabra divina
Obviamente, la parresía recibe toda su fuerza de la Cruz de Jesús. Se posee
en el Espíritu esa fuerza espiritual en la medida en que se toma la Cruz.
Puede el enviado ser «testigo-mártir de la verdad» que salva en la medida en
que da su vida por «perdida», es decir, en la medida en que no tenga nada
propio que conservar, proteger o guardar, en la medida en que, centrado en
la Cruz y en la Eucaristía, «entregue» su vida para la gloria de Dios y el
bien de los hombres. Por eso, allí donde disminuye el amor a la Cruz y a la
Eucaristía, cesa la fuerza apostólica evangelizadora. El vigor espiritual no
alcanza ya sino para proponer a los hombres aquellos valores que el mismo
mundo acepta, al menos en teoría.
Santa Teresa echaba de menos en la Iglesia la palabra de profetas y de
apóstoles, encendida en el fuego poderoso del Espíritu divino: «... no se
usa ya este lenguaje. Hasta los predicadores van ordenando sus sermones para
no descontentar. Buena intención tendrán y la obra lo será; mas así se
enmiendan pocos. Mas ¿cómo no son muchos los que por los sermones dejan los
vicios públicos? ¿Sabe qué me parece? Porque tienen mucho seso los que los
predican. No están sin él, no están con el gran fuego de amor de Dios, como
lo estaban los apóstoles, y así calienta poco esta llama. No digo yo sea
tanta como ellos tenían, más querría que fuese más de lo que veo. ¿Sabe
vuestra merced en qué debe ir mucho? En tener ya aborrecida la vida y en
poca estima la honra; que no se les daba más, a trueco de decir una verdad y
sustentarla para gloria de Dios, perderlo todo que ganarlo todo; que a quien
de veras lo tiene todo arriscado por Dios, igualmente lleva lo uno que lo
otro» (Vida 16,7).
2.– La negación de los errores
Adviértase, por otra parte, que si la fuerza sobre-humana del Espíritu es
precisa para afirmar la verdad entre los hombres, todavía esa parresía es
más necesaria para denunciar y rechazar el error. La historia de Cristo y de
la Iglesia nos asegura que la refutación de los errores presentes es mucho
más peligrosa que la afirmación de las verdades que les son contrarias, y
por tanto requiere mayor fuerza espiritual. Los mártires, en efecto, sufren
persecución y muerte no tanto por afirmar las verdades divinas, sino por
decir a los hombres que sus pensamientos son falsos y que sus caminos llevan
a perdición.
Allí, por ejemplo, donde las absoluciones colectivas se han generalizado
casi completamente, hará falta un gran valor para afirmar la verdad,
asegurando que la confesión individual es el modo ordinario en que debe
celebrarse el sacramento de la penitencia. Pero mucho más valor hará falta
para rechazar y condenar la práctica generalizada de las absoluciones
colectivas, entendiéndolas como un sacrilegio, es decir, como un abuso grave
en materias sacramentales. En efecto, sacrilegio es «tratar indignamente los
sacramentos y las demás acciones litúrgicas», y es «un pecado grave»
(Catecismo 2120).
En ocasiones, no cumplen, pues, fielmente el ministerio de la Palabra, ni
dan plenamente el testimonio de la verdad en el mundo, aquellos Obispos y
presbíteros que afirman la verdad, pero que no rechazan con fuerza
suficiente los errores contrarios. El vigor profético (parresía), en estos
casos, es claramente insuficiente, pues no da de sí para aquello que es
mucho más peligroso, es decir, para aquello que propiamente desencadena la
persecución por la Palabra: denunciar el error.
No basta, por ejemplo, predicar a un grupo de matrimonios la castidad
conyugal –no basta, ¡aunque es ya mucho!–. Es preciso decir además que los
métodos artificiales, químicos o mecánicos, que desvinculan amor y posible
fertilidad, son intrínseca y gravemente pecaminosos, y que su empleo –a no
ser que venga exigido por un fin terapéutico– no puede ser justificado por
ninguna intención o circunstancia. En ciertos ambientes, la predicación
positiva de la castidad conyugal quizá suscite reticencia o rechazo. Pero es
la reprobación firme de los anticonceptivos lo que dará lugar a
persecuciones, descalificaciones y marginaciones, lo que vendrá a ser
ocasión de martirio, es decir, de testimonio doloroso de la verdad de
Cristo. Eso explica hoy que en tantas Iglesias locales sea tan rara la
predicación completa –afirmando y negando– de la verdadera espiritualidad
conyugal cristiana.
Debemos ser muy conscientes de que no se acaba de manifestar la verdad de
Dios en la predicación, si al afirmar ésta, no se señalan y rechazan al
mismo tiempo los errores que le son contrarios.
Los profetas no se limitan a afirmar la realidad de un Dios único, sino que
denuncian la falsedad de los dioses múltiples y de los ídolos, llegando a
ridiculizarlos y a reirse de su vanidad.
Jesús no afirma solo la primacía de lo interior –«el Reino de Dios está
dentro del hombre»–, sino que denuncia el exteriorizo perverso de la
religiosidad rabínica –«sepulcros blanqueados», «coláis un mosquito y os
tragáis un camello»–. Él no solo afirma la santidad del Templo, como «Casa
de Dios», sino que acusa a los sacerdotes de haberlo convertido en una
«cueva de ladrones». Y por eso a Cristo no lo matan tanto por las verdades
que predica, sino por los pecados y mentiras que denuncia. Pero solo
haciendo al mismo tiempo lo uno y lo otro alcanza Jesús a cumplir la misión
para la que vino al mundo: «dar testimonio de la verdad», y solo así
consigue salvar a los hombres de la mentira en la que están cautivos.
Ya Jesús anuncia y denuncia a los «falsos profetas, que vienen a vosotros
con vestiduras de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces» (Mt 7,15).
Dentro del campo de trigo de la Iglesia, ellos son «cizaña, hijos del
maligno. Y el enemigo que la siembra es el diablo» (Mt 13,38-39). Éstos son
los que «amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas»,
y no querían que fueran denunciadas por la luz (Jn 3,19-20).
Los Apóstoles sirven el ministerio de la Palabra divina imitando fielmente
el ejemplo de Jesús, tanto cuando hablan a los judíos o a los paganos, como
cuando adoctrinan a la comunidad cristiana. San Pablo, por ejemplo, enseña
en sus cartas grandes y altísimas verdades de la fe, pero al mismo tiempo
denuncia las miserias y errores de los paganos y de los judíos (Rm 1-2). Y,
dentro ya del mismo campo de la Iglesia, dedica fuertes y frecuentes ataques
contra los falsos doctores del evangelio, haciendo de ellos un retrato
implacable:
«Resisten a la verdad, como hombres de entendimiento corrompido» (2Tim 3,8),
son «hombres malos y seductores» (3,13), que «pretenden ser maestros de la
Ley, cuando en realidad no saben lo que dicen ni entienden lo que
dogmatizan» (1Tim 1,7; +6,5-6.21; 2Tim 2,18; 3,1-7; 4,4.15; Tit 1,14-16;
3,11). Y si al menos revolvieran sus dudas en su propia intimidad... Pero
todo lo contrario: les apasiona la publicidad, dominan los medios de
comunicación social del mundo –que, lógicamente, se les abren de par en
par–, y son «muchos, insubordinados, charlatanes, embaucadores» (Tit 1,10).
«Su palabra cunde como gangrena» (2Tim 2,17).
A causa de ellos muchos «no sufrirán la sana doctrina, sino que, deseosos de
novedades, se agenciarán un montón de maestros a la medida de sus deseos, se
harán sordos a la verdad, y darán oído a las fábulas» (4,3-4). Así se quedan
estos cristianos como «niños, zarandeados y a la deriva por cualquier
ventolera de doctrina, a merced de individuos tramposos, consumados en las
estratagemas del error» (Éf 4,14; +2Tes 2,10-12). «Pretenden pervertir el
Evangelio de Cristo», pero ni siquiera a un ángel que bajara del cielo
habría que dar crédito si enseñase un Evangelio diferente del enseñado por
los apóstoles (Gál 1,7-9).
¿Qué buscan estos hombres maestros del error? ¿Prestigio? ¿Poder?
¿Dinero?... En unos y en otros será distinta la pretensión. Pero lo que
ciertamente buscan todos es el éxito personal en este mundo presente (Tit
1,11; 3,9; 1Tim 6,4; 2Tim 2,17-18; 3,6). Éxito que normalmente consiguen.
Basta con que se distancien de la Iglesia y la acusen, para que el mundo les
garantice el éxito que desean.
Y es que, como explica San Juan, «ellos son del mundo; por eso hablan el
lenguaje del mundo y el mundo los escucha. Nosotros, en cambio, somos de
Dios. Quien conoce a Dios nos escucha a nosotros, quien no es de Dios no nos
escucha. Por aquí conocemos el espíritu de la verdad y el espíritu del
error» (1Jn 4,5-6; +Jn 15,18-27).
En los otros apóstoles hallamos el mismo empeño de San Pablo por denunciar
dentro de la Iglesia toda falsificación del verdadero Evangelio (1Pe 2; 1Jn
2,18-27; 4,1-6; 2Jn 4-11; Apoc passim; Judas, toda su carta).
Misiones y martirio
En la historia de la Iglesia ha habido momentos en que algunas autoridades
civiles o eclesiásticas emplearon indebidamente la fuerza para difundir la
verdad o protegerla del error. Y en ese sentido el concilio Vaticano II
enseña que «la verdad no se impone de otra manera sino por la fuerza de la
misma verdad» (DH 1).
Pero ese principio tendría una falsa interpretación extensiva si se
entendiera como que la afirmación de la verdad es suficiente para su
difusión, sin que necesite ir unida a la refutación de los errores que le
son contrarios.
De hecho, los grandes misioneros que, por obra del Espíritu Santo, fundaron
o acrecentaron la Iglesia de Dios en los diversos pueblos, comenzando por el
mismo Cristo y los apóstoles, daban «el testimonio de la verdad» en forma
total, es decir, no solo predicando la verdad, sino señalando y refutando
los errores contrarios.
La tradición misionera de la Iglesia, de la que hoy tantos se avergüenzan,
comienza en Cristo, que purifica violentamente la Casa de Dios, convertida
en cueva de ladrones, y que denuncia con fuerza irresistible los errores de
sacerdotes y doctores de la Ley. Se continúa en Pablo y Lucas, cuando en
Éfeso, por ejemplo, dan al fuego un montón de libros de magia (Hch
19,17-19). Prosigue en las fortísimas acciones misioneras de un San Martín
de Tours en las Galias, donde arriesga su vida abatiendo ídolos y árboles
sagrados de los druídas; o en los atrevimientos de San Wilibrordo, que hace
lo mismo entre los frisones; o en los primeros misioneros de México, que
derriban los «dioses» y los destrozan, ante el pánico y el asombro de los
paganos, que pronto se convierten y vienen a la fe y en ella perseveran (J.
M. Iraburu, Hechos de los apóstoles de América, Fund. GRATIS DATE, Pamplona
19992, 117-121).
Este modo tan fuerte de afirmar entre los hombres la verdad de Dios,
combatiendo con gran potencia los errores que le son contrarios, da lugar,
lógicamente, a muchos mártires, comenzando por el mismo Señor nuestro
Jesucristo.
Por el contrario, fácilmente se comprende que una predicación misionera que
anuncia a Cristo como un Salvador más, y que elogia con entusiasmo las
religiones paganas, sin poner apenas énfasis alguno en denunciar sus errores
y miserias, no pone, desde luego, en peligro de martirio la vida del
misionero; pero tiene el inconveniente de que no convierte a casi nadie. En
realidad, es una actividad misionera fraudulenta, que no llega a «anunciar
el Evangelio a toda criatura».
Cuando hoy, por ejemplo, se afirma que nunca han sido tan buenas las
relaciones entre la Iglesia y el Judaísmo, no puede uno menos que sentir una
cierta inquietud. Son «mejores», por lo visto, que las relaciones
conseguidas por Cristo, por Esteban o por Pablo. En efecto, llega hoy a
decirse en medios católicos que «la espera judía del Mesías, no es vana» –
aunque está hecha, claro está, del rechazo de Cristo–; es más, se afirma que
para los cristianos puede llegar a ser «un estímulo para mantener viva la
dimensión escatológica de nuestra fe».
Según Joseph Levi, Rabino Jefe de la comunidad judía de Florencia, este
texto «es una absoluta novedad, y creo que llevará a un mayor conocimiento
recíproco de las dos tradiciones religiosas» («Palabra» n.454, II-2002, pg.
110). Todo hace pensar que si nuestro Salvador Jesucristo y sus fieles
discípulos Esteban, Santiago y otros, hubieran mostrado una estima tan alta
por la religiosidad de los judíos, no habrían sido asesinados por ellos. Y
muchos de éstos no se hubieran convertido. Y nosotros estaríamos sin
redimir. Aunque, eso sí, tendríamos unas relaciones excelentes con Israel.
San Francisco Javier
El patrono universal de las misiones, San Francisco Javier (1506-1552), nos
da un buen ejemplo de parresía a la hora de «dar en el mundo el testimonio
de la verdad», arriesgando en ello su propia vida. Su predicación era muy
sencilla y sustancial, normalmente a través de un intérprete que leía lo
escrito en un cuaderno, y se centraba en las grandes verdades del Credo y en
las principales oraciones cristianas. Pero no hubiera sido completo su
testimonio de la verdad, si no hubiera negado con fuerza al mismo tiempo los
errores que mantenían en las tinieblas a sus oyentes.
Estando en el Japón, pronto conoció los grandes errores y perversiones
morales que aquejaban al pueblo, especialmente a los bonzos y principales.
«A la poligamia se unía el pecado nefando, mal endémico, propagado por los
bonzos, como práctica celestial, introducida desde China y compartida hasta
en la alta sociedad públicamente y sin respetos... Los bonzos traían consigo
sus afeminados muchachos... Los nobles principales tenían alguno o algunos
pajes para lo mismo...» (J. M. Recondo, S. J., San Francisco Javier, BAC,
Madrid 1988, 765).
Así las cosas, estando Javier en Yamaguchi en 1550, se le da ocasión de
predicar la ley de Dios ante numerosa y docta audiencia en la residencia del
daimyo Ouchi Yoshitaka, personalmente adicto a la secta Zen. «Mientras el
buen hermano [Juan Fernández, el intérprete] predicaba [leyendo del libreto
preparado], Javier estaba en pie, orando mentalmente, pidiendo por el buen
efecto de la predicación y por sus oyentes». La predicación trataba primero
de la Creación del mundo, realizada por un Dios único todopoderoso, y de
cómo en aquella nación, el Japón, ignorando a Dios, «adoraban palos, piedras
y cosas insensibles, en las cuales era adorado el demonio», el enemigo de
Dios y del hombre. En segundo lugar, denunciaba «el pecado abominable», que
hace a los hombres peores que las bestias. Y el tercer punto de que trataba
es del gran crimen del aborto, también frecuente en aquella tierra (762; cf.
765-766).
La predicación de Javier, desde luego, a ninguno deja indiferente. Unos la
oyen con admiración, otros se ríen, mostrando quizá compasión, o más bien
desprecio. Pero va llegando un momento en que la situación se hace
gravemente peligrosa. Había «mucha atención en casi todos los nobles, pero
no faltaban quienes, recalcitrantes contra el aguijón, lo insultaban.
Perdida la cortesía y las buenas manera proverbiales, los nobles les
tuteaban; entonces Javier mandaba a Fernández que no les diera tratamiento.
“Tutéales –decía– como ellos me tutean”.
Juan Fernández temblaba, y la emoción se acrecentaba cuando, tras los
insultos, el noble samurai acariciaba tal vez la empuñadura de la espada.
Horrorizado, confesaba [el Hermano Fernández] que era tal la libertad, el
atrevimiento del lenguaje [parresía] con que el Maestro Francisco les
reprochaba sus desórdenes vergonzosos, que se decía a sí mismo: “Quiere a
toda costa morir por la fe de Jesucristo”.
«Cada vez que, para obedecer al Padre, Juan Fernández traducía a sus nobles
interlocutores lo que Javier le dictaba, se echaba a temblar esperando por
respuesta el tajo de la espada que había de separar su cabeza de los
hombros. Pero el P. Francisco no cesaba de replicarle: “en nada debéis
mortificaros más que en vencer este miedo a la muerte; por el desprecio de
la muerte nos mostramos superiores a esta gente soberbia; pierden otro tanto
los bonzos a sus ojos, y por este desprecio de la vida que nos inspira
nuestra doctrina podrán juzgar que es de Dios”» (765-766).
En aquella ciudad de Yamaguchi había un centenar de templos sintoístas y
budistas, y unos cuarenta monasterios de bonzos y de bonzas. Las escenas que
hemos evocado se produjeron a finales de 1550, y ya a mediados de 1551 se
habían convertido y bautizado unos quinientos japoneses: y «eran sobre todo
cristianos de verdad» (784), como pudo comprobarse al paso de los años y de
los siglos. Los mártires japoneses de Nagasaki (1597), por ejemplo,
admirablemente valerosos, eran hijos del mártir Javier. La predicación
fuerte del Evangelio engendra hijos fuertes de Dios en este mundo.
Teología y martirio
El método teológico de afirmar la verdad y negar los errores contrarios es
igualmente el que siguió la Escolástica en el tiempo de su mayor perfección
científica. En cada cuestión –recuérdese la Summa de Santo Tomás– era
afirmada en el cuerpo del artículo la verdad, pero antes habían sido
expuestas las posiciones erróneas, y después eran éstas refutadas una a una.
Solo así la verdad era expresada y comunicada plenamente a los hombres.
Pues bien, actualmente, en no pocas Iglesias, por falta de parresía, por
deficiente espiritualidad martirial, no se niegan suficientemente los
errores en el campo teológico.
Con frecuencia, los mismos autores que son ortodoxos denuncian muy
escasamente los errores contrarios a las verdades que, gracias a Dios, ellos
exponen. Consciente o inconscientemente, temen la persecución que otra
actitud pudiera traer consigo. O quizá se ven afectados por la pedantería
progresista y liberal, que estima académicamente incorrecta toda refutación
de las doctrinas contrarias.
Podemos ver, por ejemplo, autores ortodoxos, especialistas de sagrada
Escritura, cristología, moral o de otros campos teológicos que apenas
denuncian con clara firmeza, ni refutan vigorosa y persuasivamente, las
gravísimas falsedades que se dicen y publican acerca de esas mismas materias
que ellos tratan. Sus escritos afirman la verdad, es cierto –que no es
poco–, pero ignoran graves errores, como si no supieran que están
ampliamente difundidos, o los señalan levemente de pasada, ateniéndose al
espíritu de tolerancia que hoy es académicamente correcto. No son, pues, en
eso fieles al ejemplo de Cristo y de los santos doctores. Otros hay que,
gracias a Dios, son fieles, y casi todos ellos, por supuesto, son mártires.
San Buenaventura
La Tradición nos da como un dato permanente que los teólogos católicos han
combatido con todas sus fuerzas los errores que surgían entre sus
contemporáneos. Se podrían multiplicar los ejemplos indefinidamente. Pero
recordemos solo un caso histórico de polémica teológica. Cuando a comienzos
del siglo XIII nacen las Ordenes mendicantes, con su extremada forma de
pobreza, no pocos teólogos, por razones e intereses diversos, impugnan la
licitud de esta forma de vida. Concretamente Gerardo de Abbeville, maestro
parisiense, escribe un libelo Contra adversarium perfectionis christianæ et
prælatorum et facultatum Ecclesiæ, arremetiendo contra la pobreza en general
y la de los frailes Mendicantes en particular.
Siendo entonces San Buenaventura (+1274) Ministro general de los
franciscanos, entra en la polémica con su opúsculo Apologia pauperum; contra
calumniatorem. En esta obra el Doctor seráfico no solo enseña la pobreza
evangélica, sino que combate con gran vehemencia los errores de quien la
impugna. Algunas frases del prólogo pueden dar una idea del tono que emplea:
«En estos últimos días, cuando con más evidente claridad brillaba el fulgor
de la verdad evangélica –no podemos referirlo sin derramar abundantes
lágrimas–, hemos visto propagarse y consignarse por escrito cierta doctrina,
la cual, a modo de negro y horroroso humo que sale impetuoso del pozo del
abismo e intercepta los esplendorosos rayos del Sol de justicia, tiende a
obscurecer el hemisferio de las mentes cristianas. Por donde, a fin de que
tan perniciosa peste no cunda disimulada, con ofensa de Dios y peligro de
las almas, máxime a causa de cierta piedad aparente que, con serpentina
astucia, ofrece a la vista, es necesario quede desenmascarada, de suerte
que, descubierto claramente el foso, pueda evitarse cautamente la ruina. Y
puesto que este artífice de errores, siendo como es viador todavía, puede
corregirse, según se espera, por la divina clemencia, han de elevarse en
favor suyo ardientes plegarias a Cristo, a fin de que, acordándose de
aquella compasión con que en otro tiempo miró a Saulo, se digne usar de la
eficacia de su palabra y de la luz de su sabiduría, atemorizando al
insolente, humillando al soberbio y buscando, corrigiendo y reduciendo al
descarriado».
Tras esta introducción poderosa, en la fuerza profética del Espíritu Santo,
desarrolla Buenaventura su argumentación favorable a la pobreza con gran
rigor persuasivo.
Sí, es cierto que los modos de esta disputación teológica están en gran
medida marcados por un estilo de época, que hoy no convendría usar en una
controversia teológica, porque se faltaría con ello a la caridad. Luego he
de volver sobre este punto.
Queda, sin embargo, como dato unánime de la tradición de la Iglesia, tanto
en Oriente como en Occidente, que en cada siglo los teólogos de la ortodoxia
han combatido con fuerza, claridad y caridad a los teólogos de la
heterodoxia. Por tanto, aquellos que, negando las exigencias de su
ministerio teológico o pastoral, mantienen silencios sistemáticos ante los
gravísimos errores teológicos difundidos en nuestro tiempo, introducen en la
historia de la Iglesia una novedad contraria al ejemplo de Cristo y de sus
apóstoles. La actitud que mantienen solo es conforme con el relativismo
generalizado en la cultura liberal de nuestro tiempo, pero es ciertamente
ajena a todos los modelos bíblicos y tradicionales.
Una Notificación tardía
El padre redentorista Marciano Vidal (1937-) publica a partir de 1974 su
Moral de actitudes, en tres tomos. Pronto la obra es traducida y publicada
en otras lenguas (portugués, 1975ss; italiano, 1976ss), alcanzando así una
enorme difusión. La edición italiana de 1994ss, por ejemplo, traduce la 8ª
edición española. Pues bien, este autor, que ha publicado otras muchas
obras, especialmente sobre la moral de la sexualidad, ha difundido en la
Iglesia numerosos y graves errores durante un cuarto de siglo.
Por fin, el 15 de mayo de 2001, una Notificación de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, después de analizar tres de las principales obras de
Marciano Vidal, Moral de actitudes, el Diccionario de ética teológica y La
propuesta moral de Juan Pablo II, estima necesario advertir que estos textos
«no pueden ser utilizados para la formación teológica».
En efecto, la moral de Marciano Vidal, afirma la Congregación de la Fe, no
está enraizada en la Escritura: «no consigue conceder normatividad ética
concreta a la revelación de Dios en Cristo». Es «una ética influida por la
fe, pero se trata de un influjo débil». Atribuye «un papel insuficiente a la
Tradición y al Magisterio moral de la Iglesia», adolece de una «concepción
deficiente de la competencia moral del Magisterio eclesiástico». Su
tendencia a usar «el método del conflicto de valores o de bienes» lo lleva
«a tratar reductivamente algunos problemas», y «en el plano práctico, no se
acepta la doctrina tradicional sobre las acciones intrínsecamente malas y
sobre el valor absoluto de las normas que prohiben esas acciones».
Estos planteamientos generales falsos conducen, lógicamente, a graves
errores concretos acerca de los métodos interceptivos y anticonceptivos, la
esterilización, la homosexualidad, la masturbación, la fecundación in vitro
homóloga, la inseminación artificial y el aborto.
La Congregación de la Fe, dice al final de su Notificación, que «confía» en
que el autor, «mediante su colaboración con la Comisión Doctrinal de la
Conferencia Episcopal Española, se llegue a un manual apto para la formación
de los estudiantes de teología moral».
Un año más tarde, después de haber dialogado con la citada Comisión,
Marciano Vidal declara: «he decidido no hacer nueva edición». Es lógico. Su
obra es absolutamente irrecuperable. No se trata de modificar en ella unos
cuantos párrafos, en los que llega a conclusiones abiertamente contrarias a
la doctrina católica. Tendría Vidal que reconstruir todo el edificio mental
de su moral, desde sus cimientos filosóficos, antropológicos, bíblicos y
teológicos. Tarea que para él es prácticamente imposible. Y ad impossibilia
nemo tenetur. Nadie está obligado a hacer lo que no puede.
Algunas reflexiones sobre
la citada Notificación
La Notificación sobre algunos escritos del profesor Marciano Vidal resulta
extremadamente tardía. Puede decirse que en la mitad de la Iglesia, que es
de habla hispana, durante un cuarto de siglo, la mayor parte de los
estudiantes católicos de teología han tenido como principal referencia los
textos de Marciano Vidal –y de otros autores afines–, que hoy se dice «no
pueden ser utilizados para la formación teológica». Muchos de los moralistas
formados en los últimos decenios han recibido esas doctrinas falsas y las
han difundido ampliamente. Y otros moralistas de orientaciones semejantes
–como López Azpitarte, Hortelano o Forcano–, han conseguido con Vidal que en
no pocas Iglesias locales la mentalidad moral predominante en sacerdotes,
religiosos y laicos esté gravemente falsificada.
El daño producido en la conciencia moral del pueblo católico, muy
especialmente en los temas referentes a la castidad, es muy grande. Pero aún
más grave es la deformación de las conciencias de muchos católicos por la
difusión de esos planteamientos morales, que son falsos no solamente en sus
conclusiones, sino en sus mismos principios. La nueva Moral propuesta tiene
en su antropología una pésima base filosófica, está lejos de la Biblia y de
la Tradición católica, y contraría con frecuencia las enseñanzas del
Magisterio apostólico. ¿Qué mentalidades ha podido formar una tal teología
moral en los últimos decenios?
La Notificación aludida cae en un campo de trigo en el que durante un cuarto
de siglo, «mientras todos dormían» (Mt 13,25), se ha sembrado con gran
abundancia la cizaña. Eso explica que el documento de la Congregación, de
hecho, haya sido resistido o menospreciado por muchos, cuya mentalidad ya
estaba profundamente maleada por las mismas obras que la Notificación
reprueba, y que ésta, en no pocos lugares, al menos donde se ha podido, ha
sido silenciada, ocultándola en forma casi total.
Un artículo publicado en «L’Osservatore Romano» con tres asteriscos, a
propósito de la Notificación sobre algunos escritos del P. Marciano Vidal
(18-V-2001) parece salir al encuentro de estas objeciones previsibles, pues
insiste en la necesidad que la Iglesia tiene del paso del tiempo para llegar
en ciertas doctrinas teológicas a discernimientos prudentes:
«Cabría recordar, en la historia reciente de la Iglesia, las tensiones que
existieron entre algunos teólogos y el Magisterio en la década de 1950. Esas
tensiones –como ha reconocido el mismo Magisterio– revelaron su fecundidad
sucesivamente hasta el punto de convertirse en estímulo para el concilio
Vaticano II. Admitir las tensiones no significa descuido e indiferencia. Se
trata más bien de “la paciencia en la maduración” (Juan Pablo II, Donum
veritatis 11), que la tierra requiere para permitir que la semilla germine y
produzca nuevos frutos.
«Dejando de lado la metáfora, se reconoce la necesidad de permitir que las
nuevas ideas se adecuen gradualmente al patrimonio doctrinal de la Iglesia,
para abrirlo después a las riquezas insospechables que contenía dentro de
sí. El Magisterio adopta prudentemente esta actitud y le concede particular
relieve, porque sabe que de ese modo se alcanzan las comprensiones más
profundas de la verdad para el mayor bien de los fieles. Es la actitud de
Juan Pablo II cuando, en la encíclica citada, se abstiene de “imponer a los
fieles ningún sistema teológico particular” (Veritatis splendor 29). Llegará
la hora de la poda y del discernimiento, pero nunca antes de que surja y se
abra lo que está germinando».
A estas consideraciones, que tienen tanto de verdad, cabe, sin embargo,
hacer notar que los errores de Marciano Vidal no eran tan nuevos, como para
que necesitaran largo tiempo de discernimiento y maduración, pues en
realidad eran muy antiguos en el campo del protestantismo liberal y del
modernismo. La novedad de sus tesis afectaba más bien a ciertas formas
verbales y mentales, y al hecho de que, no siendo católicas, fueran
enseñadas en el campo católico.
Por otra parte, los errores del sistema moral que examinamos eran tales,
tanto en sus planteamientos generales como en sus consecuencias concretas,
que, al ser tolerados, no hacían esperar ninguna «adecuación gradual» al
patrimonio doctrinal de la Iglesia, sino más bien una radicalización
creciente en su error, como así ha sido.
Una Notificación aún más tardía
El 24 de junio de 1998 la Congregación para la Doctrina de la Fe publica una
Notificación señalando los graves errores que están contenidos en varias de
las obras del padre Anthony de Mello, S.J. (1931-1987).
«El Autor sustituye la revelación acontecida en Cristo con una intuición de
Dios sin forma ni imágenes, hasta llegar a hablar de Dios como de un vacío
puro... Nada podría decirse sobre Dios... Este apofatismo radical lleva
también a negar que la Biblia contenga afirmaciones válidas sobre Dios...
Las religiones, incluido el Cristianismo, serían uno de los principales
obstáculos para el descubrimiento de la verdad... A Jesús, del que se
declara discípulo, lo considera un maestro al lado de los demás... La
Iglesia, haciendo de la palabra de Dios en la Escritura un ídolo, habría
terminado por expulsar a Dios del templo», etc.
Con razón la Notificación advierte que este autor «es muy conocido debido a
sus numerosas publicaciones, las cuales, traducidas a diversas lenguas, han
alcanzado una notable difusión en muchos países». Es cierto, sin duda. Sus
obras han sido ampliamente difundidas durante decenios entre los católicos
en seminarios, noviciados, centros teológicos, asociaciones de laicos,
parroquias, librerías religiosas, ambientes catequéticos, etc. Parece
increíble, pero así ha sido.
Felizmente, once años después de la muerte del Autor –once años después– una
Notificación de la Congregación de la Doctrina de la Fe ha considerado
oportuno poner en guardia sobre sus enormes errores. Esto hace temer que los
errores hoy más vigentes en la Iglesia sean reprobados públicamente dentro
de un cuarto de siglo.
Decir estas cosas resulta muy penoso, pero estimo que el bien de la Iglesia
presente y de la futura exige a nuestra conciencia afirmarlas con fuerza y
claridad.
El Código de Derecho Canónico, por su parte, establece que los fieles
«tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio
conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los Pastores sagrados
su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia», etc. (art.
212,3).
Dada la gravedad del tema que trato, creo que en conciencia es un deber
manifestar sobre él estas opiniones, que están bien fundadas en el ejemplo
de los santos, y que son hoy, por otra parte, profesadas por no pocos viri
prudentes.
La multiplicación de las herejías
En su Informe sobre la fe, de 1984, el Cardenal Ratzinger daba una visión
autorizada del estado de la fe en la Iglesia, sobre todo en el Occidente
descristianizado, y señalaba la proliferación innumerable de las doctrinas
falsas, tanto en temas dogmáticos como morales (BAC, Madrid 198510).
«Gran parte de la teología parece haber olvidado que el sujeto que hace
teología no es el estudioso individual, sino la comunidad católica en su
conjunto, la Iglesia entera. De este olvido del trabajo teológico como
servicio eclesial se sigue un pluralismo teológico que en realidad es, con
frecuencia, puro subjetivismo, individualismo que poco tiene que ver con las
bases de la tradición común» (80)...
Así se ha producido un «confuso período en el que todo tipo de desviación
herética parece agolparse a las puertas de la auténtica fe católica» (114).
Entre los errores más graves y frecuentes, en efecto, pueden señalarse temas
como el pecado original y sus consecuencias (87-89, 160-161), la visión
arriana de Cristo (85), el eclipse de la teología de la Virgen (113), los
errores sobre la Iglesia (53-54, 60-61), la negación del demonio (149-158),
la devaluación de la redención (89), y tantos otros errores relacionados
necesariamente con éstos.
Éstos son los errores más graves contra la fe católica; pero actualmente
corren otros muchos en el campo católico, referidos a la divinidad de
Jesucristo, a la condición sacrificial y expiatoria de su muerte, a la
veracidad histórica de sus milagros y de su resurrección, al purgatorio, a
los ángeles, al infierno, a la presencia eucarística, a la Providencia
divina, a la necesidad de la gracia, de la Iglesia, de los sacramentos, al
matrimonio, a la vida religiosa, al Magisterio, etc. Puede decirse,
prácticamente, que las herejías teológicas actuales han impugnado hoy todas
las verdades de la fe católica.
En todo caso, los errores más ruidosos son los referidos a las cuestiones
morales. «Muchos moralistas occidentales, con la intención de ser todavía
creíbles, se creen en la obligación de tener que escoger entre la
disconformidad con la sociedad y la disconformidad con la Iglesia... Pero
este divorcio creciente entre Magisterio y nuevas teologías morales provoca
lastimosas consecuencias» (94-95).
Estimo, pues, que pueden y deben hacerse tres afirmaciones sucesivas:
1.– Nunca el pueblo católico ha sufrido un cúmulo semejante de dudas,
errores y confusiones sobre los temas más graves de la fe. Ha habido en la
historia de la Iglesia, en lugares y tiempos determinados, situaciones de
grave degradación moral, semejantes o mayores a la actual. También ha habido
en ciertas etapas históricas algún error concreto –y grave, como el
arrianismo– que se ha difundido ampliamente entre los católicos, antes de
ser reducido por la Iglesia a la verdad. Pero no se conoce ninguna época en
que los errores y las dudas en la fe hayan proliferado en el pueblo católico
de forma tan generalizada como hoy, particularmente en las Iglesias de los
países ricos de Occidente.
2.– Nunca, sin embargo, la Iglesia docente ha tenido tanta luz como ahora.
Nunca la Iglesia ha tenido un cuerpo doctrinal tan amplio, coherente y
perfecto, sobre cuestiones bíblicas, dogmáticas, morales, litúrgicas,
sociales, sobre sacerdocio, laicado, vida religiosa, sobre todas y cada una
de las cuestiones referentes a la fe y a la vida cristiana. Esta afirmación
parece también indudable.
Pero entonces, ¿cómo se explica que sufra hoy el pueblo cristiano tan
generalizadas confusiones y errores en temas de fe, teniendo la Iglesia
actual doctrina tan luminosa y amplia? La respuesta parece obligada:
3.– Nunca se han dejado correr como hoy en la Iglesia tan libremente los
errores contra la fe y la moral. No parece que pueda haber otra respuesta
verdadera.
La lucha insuficiente contra el error
Es normal que la lucha contra el error sea hoy muy insuficiente en un marco
secular imbuido ampliamente de liberalismo, en el que «hay que respetar
todas las ideas»; en una cultura que espera el bien común no de la verdad,
no del respeto a la naturaleza de los seres y a su Creador, sino de una
tolerancia universal, que lo admite todo, menos la intolerancia de unas
convicciones dogmáticas; en un tiempo en el que la buena amistad de la
Iglesia con el mundo moderno es pretendida por muchos como un bien supremo;
en unos tiempos de riqueza, que engendra soberbia, y que generaliza una
soberbia hostil a toda corrección autoritativa; en una época que no une
suficientemente la verdad ortodoxa a la firme adhesión a la Cruz de Cristo,
y que, afectada por el protestantismo, no siente devoción alguna ni por la
ley eclesial, ni por la autoridad pastoral, ni por la obediencia, ni por los
dogmas, ni por el Magisterio apostólico.
En un tiempo como éste, no pocos hombres de Iglesia han mostrado más celo y
respeto por la libertad de expresión que por la verdad ortodoxa. Y no han
combatido los errores contra la fe con la fuerza y la eficacia necesarias.
Solamente así puede entenderse que en algunas Iglesias locales agonizantes
la cizaña del error sea más abundante que el trigo de la verdad. En estas
Iglesias ciertos errores doctrinales corren libremente, se han establecido
ya pacíficamente; en tanto que algunas verdades de la fe solo son afirmadas
por unos pocos con penalidades martiriales.
Iglesias locales, digo, agonizantes, debido a la abundancia del error. En
efecto, la Iglesia universal es indefectible y las fuerzas infernales nunca
podrán vencerla. Pero una Iglesia local, que quizá, al paso de los siglos,
ha sido capaz de superar tiempos muy duros, persecuciones, y también graves
pecados y miserias morales, sean del pueblo o de sus mismos Pastores, en
cambio, se tambalea, agoniza, y sucumbe cuando es herida por graves errores
en la propia fe católica, que es su fundamento. Las herejías tienen
muchísima más fuerza que las inmoralidades para debilitar o matar una
Iglesia.
Pero por otra parte, conviene recordar que la Iglesia Católica, a diferencia
de otras comunidades cristianas, es en plenitud «columna y fundamento de la
verdad» (1Tim 3,9). Por eso el error doctrinal no puede arraigarse
durablemente en la Iglesia Católica. Los nestorianos o los monofisitas o los
luteranos pueden perseverar durantes siglos en los mismos errores
doctrinales. La Iglesia Católica no, ni siquiera en sus realizaciones
locales. Una Iglesia local o pierde su condición de católica, o más pronto o
más tarde recupera la verdad católica. Su comunión universal con el colegio
episcopal, presidido por Pedro, le asegura su condición de «Casa de Dios,
Iglesia del Dios vivo, columna y fundamento de la verdad».
Los santos combaten
«los errores de su tiempo»
La verdad católica fluye siempre de la Escritura y de la Tradición, tal como
el Magisterio lo enseña (Dei Verbum 7-10). La verdad católica es, pues,
siempre bíblica y tradicional. Ahora bien, la historia de la Iglesia nos
presenta como un dato tradicional que los Padres, los santos y los mejores
teólogos, así como los Papas, han enseñado siempre la verdad católica,
impugnando a la vez «los errores de su tiempo».
La mayor virulencia del error suele darse, precisamente, en su fascinante
novedad. Los errores, cuando se hacen viejos, pierden mucho de su peligroso
atractivo. Por eso, el fuego accidental ha de ser apagado al instante, para
que no se difunda. Una vez que ha quemado un gran bosque, a veces, él mismo
se apaga, porque no queda ya nada por consumir.
San Agustín (354-430), por ejemplo, combatió con todas sus fuerzas contra
los errores que su contemporáneo Pelagio (354-427) estaba difundiendo acerca
de la gracia. Y así lo hizo, asistido por Dios, para bien de la Iglesia,
aunque aquellos errores fueron en un principio aprobados por varios Obispos
–Jerusalén, Cesarea, sínodo de Dióspolis (415), e incluso por el papa
Zósimo–, pues éstos no habían alcanzado a comprender todavía su grave
malicia, al no estar quizá bien informados y al no haber aún una doctrina
dogmática de la Iglesia sobre esos temas. Y ejemplos como éste podrían
multiplicarse indefinidamente. La impugnación de los errores presentes es un
dato unánime de la Tradición católica.
Para comprobar lo que he afirmado basta recordar la información que la
Liturgia de las Horas nos ofrece, al hacer una brevísima biografía en la
memoria de los santos. Cuando se trata de santos pastores o teólogos, son
casi constantes los datos que subrayan que combatieron los errores y las
desviaciones morales de su tiempo, y que ello con frecuencia les atrajo
grandes penalidades, persecuciones, exilios, cárcel, muerte. Fueron, pues,
mártires de la verdad de Cristo, ya que dieron «testimonio de la verdad» con
todas sus fuerzas, sin «guardar su vida».
San Justino (+165; 1-VI), «escribió diversas obras en defensa del
cristianismo... Abrió en Roma una escuela donde sostenía discusiones
públicas. Fue martirizado».
San Ireneo (+200; 28-VI), obispo y mártir, autor de Adversus hæreses,
«escribió en defensa de la fe católica contra los errores de los gnósticos».
San Calixto I (+222; 14-X), antiguo esclavo, Papa y mártir, «combatió a los
herejes adopcionistas y modalistas».
San Antonio Abad (+356; 17-I), padre de los monjes, apoyó «a San Atanasio en
sus luchas contra los arrianos».
San Hilario (+367; 13-I), obispo y doctor de la Iglesia, «luchó con valentía
contra los arrianos y fue desterrado por el emperador Constancio».
San Atanasio (+373; 2-V), obispo y doctor de la Iglesia, «peleó
valerosamente contra los arrianos, lo que le acarreó incontables
sufrimientos, entre ellos varias penas de destierro».
San Efrén (+373; 9-VI), diácono y doctor de la Iglesia, fue «autor de
importantes obras, destinadas a la refutación de los errores de su tiempo».
San Basilio (+379; 2-II), obispo y doctor de la Iglesia, «combatió a los
arrianos».
San Cirilo de Jerusalén (+386; 18-III), obispo y doctor de la Iglesia, «por
su actitud en la controversia arriana, se vio más de una vez condenado al
destierro... [pues] explicaba a los fieles la doctrina ortodoxa, la Sagrada
Escritura y la Tradición».
San Eusebio de Vercelli (+371; 2-VIII), obispo, «sufrió muchos sinsabores
por la defensa de la fe, siendo desterrado por el emperador Constancio. Al
regresar a su patria, trabajó asiduamente por la restauración de la fe,
contra los arrianos».
San Dámaso (+384; 11-XII), Papa, «hubo de reunir frecuentes sínodos contra
los cismáticos y herejes».
San Ambrosio (+397; 7-XII), obispo y doctor de la Iglesia, «defendió
valientemente los derechos de la Iglesia y, con sus escritos y su actividad,
ilustró la doctrina verdadera, combatida por los arrianos».
San Juan Crisóstomo (+407; 13-IX), obispo y doctor de la Iglesia, en
Constantinopla, se esforzó «por llevar a cabo una estricta reforma de las
costumbres del clero y de los fieles. La oposición de la corte imperial y de
los envidiosos lo llevó por dos veces al destierro. Acabado por tantas
miserias, murió [desterrado] en Comana, en el Ponto».
San Agustín (+430; 28-VIII, obispo y doctor de la Iglesia, «por medio de sus
sermones y de sus numerosos escritos contribuyó en gran manera a una mayor
profundización de la fe cristiana contra los errores doctrinales de su
tiempo».
San Cirilo de Alejandría (+444; 27-VI, obispo y doctor de la Iglesia,
«combatió con energía las enseñanzas de Nestorio y fue la figura principal
del Concilio de Éfeso».
San León Magno (+461; 10-XI), obispo y doctor de la Iglesia, «combatió
valientemente por la libertad de la Iglesia, sufriendo dos veces el
destierro».
San Hermenegildo (+586; 13-IV) «es el gran defensor de la fe católica de
España contra los durísimos ataques de la herejía arriana... Su verdadera
gloria consiste en haber padecido el martirio por negarse a recibir la
comunión arriana y en ser, de hecho, el primer pilar de la unidad religiosa
de la nación».
San Martín I (+656; 13-III), Papa y mártir, «celebró un concilio en el que
fue condenado el error monotelita. Detenido por el emperador Constante el
año 653 y deportado a Constantinopla, sufrió lo indecible; por último fue
trasladado al Quersoneso, donde murió».
San Ildefonso (+667; 23-I), obispo de Toledo, hizo «una gran labor
catequética defendiendo la virginidad de María y exponiendo la verdadera
doctrina sobre el bautismo».
San Juan Damasceno (+mediados VIII; 4-XII), doctor de la Iglesia, «escribió
numerosas obras teológicas, sobre todo contra los iconoclastas».
San Romualdo (+1027; 19-VI), abad, «luchó denodadamente contra la relajación
de costumbres de los monjes de su tiempo».
San Gregorio VII (+1085; 25-V), Papa, trabajó «en la obra de reforma
eclesiástica... con gran denuedo... Su principal adversario fue el emperador
Enrique IV. Murió desterrado en Salerno».
San Anselmo (+1109; 21-IV), obispo y doctor de la Iglesia, «combatió
valientemente por la libertad de la Iglesia, sufriendo dos veces el
destierro».
Santo Tomás Becket (+1170; 29-XII), obispo y mártir, «defendió valientemente
los derechos de la Iglesia contra el rey Enrique II, lo cual le valió el
destierro a Francia durante seis años. Vuelto a la patria, hubo de sufrir
todavía numerosas dificultades, hasta que los esbirros del rey lo
asesinaron».
San Estanislao (+1079; 11-IV), obispo y mártir, «fue asesinado por el rey
Boleslao, a quien había increpado por su mala conducta».
Santo Domingo de Guzmán (+1221; 8-VIII), fundador de la Orden de
Predicadores, «con su predicación y con su vida ejemplar, combatió con éxito
la herejía albigense».
San Antonio de Padua (+1231; 13-VI), doctor de la Iglesia, se dedicó a la
predicación, «convirtiendo muchos herejes».
San Vicente Ferrer (+1419; 5-IV), «como predicador recorrió muchas comarcas
con gran fruto, tanto en la defensa de la verdadera fe como en la reforma de
costumbres».
San Juan de Capistrano (+1456; 23-X), sacerdote de los Frailes Menores, hizo
su apostolado por toda Europa, «trabajando en la reforma de costumbres y en
la lucha contra las herejías».
San Casimiro (+1484; 4-III), «gran defensor de la fe».
San Juan Fisher (+1535; 22-VI), obispo y mártir, «escribió diversas obras
contra los errores de su tiempo».
Santo Tomás Moro (+1535; 22-VI), «escribió varias obras sobre el arte de
gobernar y en defensa de la religión». Igual que San Juan Fisher, por
oponerse a los errores y abusos del rey Enrique VIII, fue decapitado en
1535.
San Pedro Canisio (+1597; 21-XII), doctor de la Iglesia, «destinado a
Alemania, desarrolló una valiente labor de defensa de la fe católica con sus
escritos y predicación».
San Roberto Belarmino (+1621; 17-IX), obispo y doctor de la Iglesia,
«sostuvo célebres disputas en defensa de la fe católica [frente a los
protestantes] y enseñó teología en el Colegio Romano».
San Fidel de Sigmaringa (+1622; 24-IV): «la Congregación de la Propagación
de la Fe le encargó fortalecer la recta doctrina en Suiza. Perseguido de
muerte por los herejes, sufrió el martirio».
San Pedro Chanel (+1841; 28-IV), misionero: «en medio de dificultades de
toda clase, consiguió convertir a algunos paganos, lo que le granjeó el odio
de unos sicarios que le dieron muerte».
San Pío X (+1914; 21-VIII), «tuvo que luchar contra los errores doctrinales
que en ella [la Iglesia] se infiltraban».
Según esto puede afirmarse que aquellos círculos de la Iglesia de nuestro
tiempo, sean teológicos, populares o episcopales, que sistemáticamente
descalifican y persiguen a los maestros católicos que hoy defienden la fe de
la Iglesia y que combaten abiertamente las herejías, se sitúan fuera de la
tradición católica y contra ella. En la guerra que hay entre la verdad y la
mentira, aunque no lo pretendan conscientemente, ellos se ponen del lado de
la mentira y son los adversarios peores de los defensores de la verdad.
También si ellos están entre quienes la predican.
Los santos pastores y doctores de todos los tiempos combatieron a los lobos
que hacían estrago en las ovejas adquiridas por Cristo al precio de su
sangre. Estuvieron siempre vigilantes, para que el Enemigo no sembrara de
noche la cizaña de los errores en el campo de trigo de la Iglesia. En
tiempos en que las comunicaciones eran muy lentas, se enteraban, sin
embargo, muy pronto –estaban vigilantes– cuando el fuego de un error se
había encendido en algún lugar del campo eclesial, y corrían a apagarlo.
No se vieron frenados en su celo pastoral ni por personalidades fascinantes,
ni por Centros teológicos prestigiosos, ni por príncipes o emperadores, ni
por levantamientos populares. No dudaron en afrontar marginaciones,
destierros, pérdidas de la cátedra académica o de la sede episcopal,
calumnias, descalificaciones y persecuciones de toda clase. Y gracias a su
martirio –gracias a Dios, que en él los sostuvo– la Iglesia Católica
permanece en la fe católica.
También aquí convendrá recordar algunos ejemplos.
San Atanasio
A comienzos del siglo IV, cuando Constantino abre las puertas del Imperio
romano a la Iglesia, entran en ésta muchos que aún tienen mentalidad pagana.
En ciertos campos coexisten todavía elementos paganos y cristianos en
peligrosa mezcolanza. El mismo Constantino, por ejemplo, sigue siendo
Pontífice supremo de los colegios sacerdotales paganos.
En este mundo cristiano-pagano, parece inevitable que surjan aquí y allá
herejías que traten de acomodar la fe cristiana a las exigencias mentales
del mundo pagano. Es precisamente lo que hace Arrio (+336), presbítero
notable de Alejandría, uno de los centros teológicos principales de la
época. Con fórmulas razonables y persuasivas, presenta el misterio de Cristo
en modos asequibles al pensamiento griego y romano, pero inconciliables con
la fe católica tradicional.
Niega Arrio la divinidad de Jesucristo, pues el Verbo que él predica no es
eterno, ni engendrado por el Padre, sino una criatura excelsa, adoptada
especialmente por Dios, pero que no es Dios en sentido propio y verdadero.
Esta doctrina se difunde con gran rapidez, amenazando el fundamento mismo de
la fe católica. Pero también muy pronto el concilio de Nicea (325), primer
concilio ecuménico, excluye, contra los arrianos, toda subordinación del
Logos al Padre, pues afirma que Jesucristo es «Dios verdadero de Dios
verdadero... consubstancial al Padre» (Dz 125).
Por eso, cuando Atanasio (+373) es elevado en el año 328 al episcopado,
entiende bien que su misión primera ha de ser afirmar la fe católica en
Cristo, reafirmar la fe de Nicea. Pero esta misión va a exigirle un
verdadero y prolongado martirio, pues casi todos los obispos de la Iglesia
oriental son entonces partidarios, más o menos moderados, del arrianismo;
cómplices activos o pasivos de esa herejía. Son tiempos en que San Jerónimo
exclama: ingemuit totus orbis et arianum se esse miratus est (gimió el orbe
entero, asombrándose al comprobar que era arriano: Dial. adu. Lucif. 19).
Pues bien, si en esta situación del Oriente cristiano, Atanasio, en posesión
tranquila de la sede de Alejandría, se hubiera limitado a profesar la verdad
de Nicea, pero sin empeñarse en combatir los graves errores de la
cristología arriana, no hubiera sufrido persecución alguna ni de sus
hermanos en el episcopado, ni del Emperador, adicto a los arrianos. Para
evitar exilios, difamaciones y persecuciones de todo tipo, hubiera sido
suficiente que, aun predicando la fe católica de Nicea, guardara, sin
embargo, un discreto silencio sobre los graves errores vigentes a su
alrededor sobre el misterio de Cristo.
Por el contrario, Atanasio no se limita a predicar la verdad sobre Cristo,
sino que, enfrentándose con la mayoría de sus hermanos Obispos, y empleando
todos los medios a su alcance –cartas, visitas, concilios, disputas–, se
entrega con todas sus fuerzas a combatir el arrianismo, que de haber
prevalecido, hubiera acabado con la Iglesia Católica.
Pues bien, el testimonio martirial de Atanasio tuvo un precio altísimo.
Obispo de Alejandría del 328 al 373, cinco veces se vio expulsado de su sede
episcopal (335-337, 339-346, 356-362, 363, 365-366), y durante esos cinco
destierros hubo de sufrir penalidades incontables: violencias, disputas,
carencias de toda clase, calumnias, penurias, despojamientos, sufrimientos
físicos y morales, marginación y desprestigio.
San Hilario (+367), el «Atanasio de Occidente», movilizó de modo semejante a
los obispos de la Galia contra el arrianismo, combatiéndolo con todas sus
fuerzas a través de escritos, sínodos, viajes y cartas, lo que también
ocasionó que fuera exiliado por el Emperador de su sede de Poitiers al Asia
Menor (356-359). Refiere su biógrafo Sulpicio Severo que era llamado por los
arrianos «perturbador de la paz en Occidente» (2,45,4).
Pues bien, la historia nos asegura que gracias al martirio de San Atanasio,
de San Hilario y de otros testigos fieles –que podían haberse mantenido
callados en su sede, sin «perturbar la paz» eclesial, discretamente
camuflados en la masa circundante de Obispos arrianos–, la Iglesia vive hoy
su fe católica en Jesucristo.
Santo Tomás Moro
El gran humanista inglés Santo Tomás Moro (1478-1535), en cuanto escritor,
es conocido ante todo por su obra Utopía, escrita en 1516, al mismo tiempo
que El Príncipe de Maquiavelo. En el Libro I finge un diálogo con el
navegante Rafael, conocedor ocasional de la isla Utopía. Leyendo este libro
se comprenden las grandes facilidades que el género literario utópico ofrece
para la más atrevida crítica social. En él se muestra Moro como un confesor
tan apasionado de la verdad y un acusador tan valiente de los males de su
tiempo, que resulta extraño que no le hubieran cortado la cabeza antes.
Según él dice, considerando la realidad de su tiempo, señores nobles y
caballeros, Obispos, abades y frailes, no se contentan con ser «los mayores
vagos del mundo», sino que además son cruelmente nocivos, sobre todo con los
pobres.
«Cuando miro los Estados que hoy día florecen por todas partes, no veo en
ellos, así Dios me salve, otra cosa que la conspiración de los ricos, que
hacen sus negocios so pretexto y en nombre de la república. Y estas
maquinaciones las promulgan como ley los ricos en nombre de la sociedad y,
por tanto, también en nombre de los pobres».
Ante una posición tan crítica, Rafael le invita a un posibilismo realista,
que procure al menos en cuestiones políticas la búsqueda del mal menor:
«Aunque no podáis desarraigar las opiniones malvadas ni corregir los
defectos habituales, no por ello debéis desentenderos del Estado y abandonar
la nave en la tempestad porque no podáis dominar los vientos... Hace falta
que sigáis un camino oblicuo, y que procuréis arreglar las cosas con
vuestras fuerzas, y, si no conseguís realizar todo el bien, esforzáos por lo
menos en menguar el mal».
El consejo es prudente. Pero en el fingido diálogo, Moro se muestra muy
reticente en cuanto a las posibilidades que la honradez tiene en la
política:
«Tampoco sería yo de ninguna utilidad en los consejos de los príncipes, ya
que si opinase de manera diferente de la mayoría sería como si no opinase; y
si opinase de igual manera, sería auxiliar de su locura. No distingo el fin
de vuestro camino oblicuo, según el cual decís que hay que procurar, a falta
de poder realizar el bien, evitar el mal por todos los medios posibles. No
es aquel [el Consejo real] lugar para disimulos, ni es posible cerrar los
ojos. Se hace preciso aprobar allí las peores decisiones y suscribir los
decretos más pestilentes. Y pasa por espía, por traidor casi, quien no hace
elogio de medidas malignamente aconsejadas. Así pues, no hay ocasión de
realizar ninguna acción benéfica, ya que es más probable que el mejor de los
hombres sea corrompido por sus colegas [políticos], que no que les corrija,
ya que el perverso trato con éstos o bien le deprava o le obliga a disfrazar
su integridad e inocencia con la maldad y la necedad ajenas. Tan lejos está,
pues, de obtener el resultado propuesto con vuestro camino oblicuo».
Este diálogo literario, de 1516, en el que Moro describe con viveza
posiciones dialécticas irreconciliables, no expresa, por supuesto,
exactamente su pensamiento. De hecho, acepta que el rey Enrique VIII le
designe Lord Canciller de Inglaterra en 1529. Muy pronto, sin embargo, su
conciencia no le permite aprobar las terribles decisiones del rey, que van
configurando en su Reino un estado de cisma y herejía. Es un tiempo de
prueba durísima, en el que innumerables Obispos, abades y sacerdotes, nobles
e intelectuales católicos ingleses, al menos con su silencio, se hacen
cómplices de gravísimos males.
Santo Tomás Moro es mártir, es testigo de la verdad de Cristo y de su
Iglesia. Dimite de su cargo, se retira al campo en 1532, y socialmente se
queda prácticamente solo. No mucho más tarde, en 1535, es decapitado en la
Torre de Londres. No pocos autores actuales –como Vázquez de Prada o
Prévost– han recordado en valiosos estudios su heroísmo cristiano extremo.
Louis Bouyer escribe a este propósito:
Moro «fue al suplicio sin hacer concesiones, cuando le hubiera bastado
aceptar un compromiso equívoco, que todo el mundo esperaba de él, para
hallarse de nuevo en el otium cum dignitate...
Y es que para él «la aceptación de la cruz que hay que llevar para seguir a
Cristo no le pareció nunca un deber exclusivo del monje o del religioso [que
ha renunciado al mundo], sino de todo bautizado» (Tomás Moro, humanista y
mártir, Encuentro, Madrid 1986,88).
El 31 de octubre de 2000, el año del Jubileo, Juan Pablo II declaró a Santo
Tomás Moro patrono de los gobernantes y políticos, con ocasión del jubileo
celebrado por éstos en Roma.
San Luis María Grignion de Montfort
En la Francia de 1700 estaba tan difundida la herejía jansenista que la
predicación católica y tradicional de Montfort, aunque hallaba entusiasta
acogida en el pueblo sencillo de muchos lugares, fue sistemáticamente
perseguida por los altos eclesiásticos de la época.
Grignion de Montfort (1673-1716) hubo de andar de una diócesis a otra, sin
poder arraigarse en ninguna. El alto clero jansenista, con frecuencia culto
y elegante, perteneciente a veces a familias aristocráticas, hallaba
detestable la figura de aquel cura paupérrimo y de predicación
insoportablemente tradicional.
En Nantes, por ejemplo, le fue prohibido predicar y confesar. También fue
expulsado de la diócesis de Poitiers. En esta diócesis, el Obispo, «influido
por los jansenistas o jansenizantes, por su mismo vicario general, un día,
cuando estaba el Santo dando ejercicios a las religiosas de Santa Catalina,
le intimó la orden de salir inmediatamente de la diócesis. El santo varón
obedeció al punto» (N. Pérez – C. Abad, Obras de San Luis María Grignion de
Montfort, BAC 111, Madrid 1954,29).
A su hija espiritual, María Luisa Trichet, le escribe: «me encuentro
empobrecido, crucificado y humillado como nunca. Hombres y demonios, en esta
gran ciudad de París, me arman una guerra muy amable y dulce. ¡Que me
calumnien, que me ridiculicen, que hagan jirones mi reputación, que me
encierren en la cárcel! ¡Qué regalos tan preciosos!... Son el equipaje y
acompañamiento de la divina Sabiduría, que Ella introduce consigo en casa de
aquellos con quienes quiere morar» (24-X-1703).
Y unos años más tarde, en febrero o marzo de 1706, escribe a los fieles de
Montbernage, amigos suyos, a quienes había predicado una misión: «tengo
frente a mí grandes enemigos: a todos los mundanos que me desprecian, me
ridiculizan y persiguen, y a todo el infierno, que se ha conjurado para
perderme y que hará levantarse contra mí en todas partes a todos los
poderosos».
Poco después, en ese mismo año, «en vista de las dificultades que por todas
partes se presentaban a su apostolado en Francia, pensó de nuevo en
ofrecerse para las misiones de ultramar, y con este intento decidió
encaminarse a Roma para pedir la bendición del Vicario de Cristo». Pero
Clemente XI, gran impugnador del jansenismo (bula Vineam Domini, 1705; y más
tarde, en 1713, la Unigenitus), le nombra misionero apostólico, y le ordena
seguir predicando en Francia, trabajando siempre allí, donde tanta falta
hace, «en perfecta sumisión a los obispos de las diócesis a donde seáis
llamado» (30-31). Solo en los últimos años de su vida (1711-1716) se vio
Montfort relativamente libre de persecuciones.
«Dios, por fin, le deparaba dos diócesis en las que iba a poder trabajar con
santa libertad: la de Luçon y la de la Rochela. Sus obispos eran de los
poquísimos que en Francia no se habían dejado doblegar por el espíritu
jansenista... No faltaban en Luçon clérigos jansenizantes, y en la de la
Rochela... Pero el siervo de Dios podía contar, y contó siempre, con el
apoyo de los dos fervorosos prelados» (41).
3.– El gobierno pastoral
al servicio de la verdad divina
Los Obispos, y en su medida los presbíteros, han recibido de Cristo
autoridad para enseñar, para santificar y para regir pastoralmente la
Iglesia (ChD 2; PO 4-6). Y para dar el «testimonio de la verdad», los tres
ministerios apostólicos, no solo el primero, son necesarios y han de
ejercitarse unidos, potenciándose mutuamente.
1) La enseñanza de la verdad y 2) la refutación de los errores no libran
completamente de la mentira al pueblo cristiano si, junto con ello, no se
ejercita suficientemente 3) el gobierno pastoral, que reprueba a tiempo un
libro, retira a un profesor de su cátedra, promueve a un maestro de la
verdad católica, frena a una editorial religiosa que difunde errores,
clausura un centro que ha perdido irremediablemente la ortodoxia, y apoya
valientemente a las personas y las obras que realmente «dan testimonio de la
verdad».
Es muy sencillo: la verdad católica –la ortodoxia y la ortopraxis– no puede
mantenerse donde la autoridad apostólica pastoral no se ejercita en forma
suficiente. Y esta insuficiencia del ejercicio autoritativo del ministerio
pastoral puede tener diversas causas, externas e internas.
–Causas externas (mundo). Es cierto que quizá nunca como hoy ha sido tan
arduo el ejercicio de la autoridad apostólica. Nunca, en efecto, el mundo
católico se había visto tan aquejado de las alergias a la ley y a la
autoridad que comenzaron a afectar la Cristiandad a partir del «libre
examen» de los protestantes, y que se difundieron en todo el Occidente,
hasta constituir una forma mentis propia de nuestra época, desde la
ilustración y el liberalismo, con sus ilimitados dogmas cívicos de «la
libertad de pensamiento» y «la libertad de expresión».
Es cierto, sí, que en un marco mundano como el presente la autoridad
pastoral apostólica apenas puede ejercitarse en muchas ocasiones si no es
pasando verdaderos martirios. Pero tendrá que pasarlos. Lo exige el bien
común del pueblo cristiano. Por otra parte, los Pastores habrán de sufrir de
todos modos: tanto si ejercen la autoridad de su ministerio pastoral, pues
viene la persecución, como si no la ejercita, y se impone la rebeldía y la
anarquía. Pero mejor es sufrir haciendo el bien que haciendo el mal; mejor
es padecer en el cumplimiento de lo debido que en el incumplimiento de la
propia misión.
«Agrada a Dios que por amor suyo soporte uno las ofensas injustamente
inferidas... Que si por haber hecho el bien padecéis y lo lleváis con
paciencia, esto es lo grato a Dios. Pues para esto fuiste llamados, ya que
también Cristo padeció por vosotros y os dejó ejemplo para que sigáis sus
pasos» (1Pe 2,19-21).
El Pastor que ejerza hoy la autoridad apostólica, siguiendo el ejemplo de
Cristo y de todos los Pastores santos, habrá de sufrir una muy dura
persecución no solo de parte del mundo, sino sobre todo en el mismo interior
de la Iglesia. Será perseguido y descalificado por todos los cristianos que
desobedecen la ortodoxia y la ortopraxis de la Iglesia, que son muchos, y
también por aquellos Pastores que no se atreven a ejercer su autoridad
pastoral, sancionando, promoviendo, quitando o poniendo, y que se ven
implícitamente denunciados por los Pastores que sí la ejercen.
–Causas internas (carne). Un Pastor puede frenar el ejercicio de su
autoridad pastoral por otras muchas causas internas. Quizá las principales
sean: –por temor al sufrimiento, es decir, por miedo al martirio; –por
deseos de agradar y de ser estimado; –por una errónea apreciación del mal
menor en la Iglesia; –por no fiarse del todo de la doctrina y disciplina
católicas; –por no tener una fe segura en el misterio de la autoridad
apostólica.
Un Obispo, por ejemplo, que, ejercitando su autoridad pastoral, no se atreve
a retirar de su Seminario a un brillante profesor de moral, que en graves
cuestiones lleva años enseñando contra el Magisterio católico, se niega a
ser mártir, no da el testimonio de la verdad de modo completo, aun en el
supuesto de que en su magisterio episcopal enseñe la verdad moral de la
Iglesia y combata los errores contrarios. Teme la reacción de quienes en la
diócesis apoyan a ese sacerdote, que quizá sean muchos e influyentes, y teme
verse descalificado en las publicaciones progresistas católicas y en los
medios mundanos.
Pero quizá no obre así por temor o por oportunismo, sino porque cree
erróneamente que «por el bien de la Iglesia», «por guardar en ella la paz y
la unidad», conviene, como mal menor, mantener en el Seminario a ese
profesor que enseña a despreciar el Magisterio apostólico o a interpretarlo
fraudulentamente.
En fin, también puede paralizar su acción autoritativa la debilidad de su fe
en la doctrina y disciplina de la Iglesia: «¿y si resulta después que la
Iglesia reconoce que lleva razón éste que ahora se le opone?».
El apóstol Pablo hubo de tomar a veces decisiones pastorales muy enérgicas,
y en ocasiones abiertamente impopulares. Por eso, a la luz del Espíritu
Santo, pero también por experiencia propia, decía:
«¿acaso yo ando buscando la aprobación de los hombres o la de Dios? ¿Pensáis
que quiero congraciarme con los hombres? Si quisiera quedar bien con los
hombres, no sería servidor de Cristo» (Gál 1,10). «Yo de muy buena gana me
gastaré y me desgastaré hasta agotarme por vuestro bien, aunque, amándoos
con mayor amor, sea menos amado» (2Cor 12,15).
Él sabía bien que, en determinadas situaciones –que en un lugar y época
pueden ser habituales y generalizadas– no puede ejercitarse el ministerio
apostólico sin martirio. O apostolado y martirio, o mundo, carne y, por
supuesto, demonio.
La crisis de la autoridad
Antes he dicho que un Pastor puede frenar el ejercicio de su autoridad
pastoral por muy diversas causas, sean éstas internas o externas. La más
decisiva, sin duda, es por la falta de una fe firme en el misterio de la
autoridad apostólica. Ésta es una causa interna, falta de fe, pero también
externa, mentalidad generalizada en la sociedad civil y, en su medida,
también en la sociedad eclesial.
La doctrina de la Iglesia acerca de la autoridad en general y de la
autoridad pastoral, tal como se propone en las encíclicas sacerdotales, en
el concilio Vaticano II o en el Catecismo es la que siempre ha sido enseñada
por la Biblia y la Tradición: el poder espiritual de toda autoridad legítima
viene de Dios, no de la soberanía del pueblo. La autoridad pastoral procede
de Cristo, el Señor, el Buen Pastor, y es recibida por vía sacramental, en
el sacramento del Orden.
Pero siendo en esta cuestión tan extremadamente diverso el pensamiento del
Evangelio y el pensamiento del mundo, solamente «el justo, que vive de la
fe» (Hab 2,4; Rm 1,17; Gál 3,11; Heb 10,38), podrá entender y vivir la
autoridad según Cristo y los santos pastores, porque solo la luz de la fe le
libra de las tinieblas del pensamiento mundano del siglo. La crisis actual
de la autoridad pastoral es ante todo una crisis de fe.
Cuántos son hoy los Obispos, párrocos, superiores religiosos, padres de
familia, maestros y profesores que, aunque mantengan teóricamente la fe
verdadera sobre la autoridad –en el mejor de los casos–, la ejercen
prácticamente según aquella falsa doctrina igualitaria de la autoridad, que
fundamenta las democracias liberales. (La democracia en sí es buena; pero la
democracia liberal adolece de todos los errores y las perversidades de aquel
liberalismo que la Iglesia ha condenado muchas veces). Son por eso incapaces
–en conciencia– de tomar decisiones impopulares, pretenden ante todo hacerse
con una votación favorable mayoritaria, toleran lo absolutamente
intolerable, no combaten a veces herejías, cuando han arraigado en una
mayoría, ni impiden eficazmente sacrilegios, y buscan equilibrios centristas
entre los mantenedores de la verdad y los seguidores del error –centristas
en el mejor de los casos, porque no pocas veces son duramente autoritarios
con los hijos de la luz y liberalmente permisivos con los hijos de las
tinieblas–.
Y esta dimisión de la autoridad se produce muchas veces no por temor o por
oportunismo, es decir, por rechazo de la Cruz y del martirio, sino, insisto,
en conciencia, entendiendo que si ellos frenan las decisiones autoritativas
o las eliminan totalmente es por humildad personal, por abnegación y
benignidad, y sin buscar otra cosa que «el bien de la Iglesia», «la paz de
la Iglesia»: de otro modo estallarían guerras terribles en la comunidad
cristiana, que por encima de todo han de ser evitadas. Hay que guardar la
paz.
No entienden que con esa actitud su gobierno pastoral se distancia
inmensamente del ejemplo y de la enseñanza de Cristo, de Pablo y de toda la
tradición de Pastores santos.
«Yo he venido a echar fuego en la tierra, ¿y qué he de querer sino que se
encienda?... ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? Os digo que no,
sino la división» (Lc 12,49.51).
La cosa es clara: sin darse cuenta, esos Pastores pacifistas han asimilado
el pensamiento mundano sobre la autoridad. Basta leer la grandes encíclicas
de la Iglesia sobre la autoridad (por ejemplo, de León XIII, Diuturnum illud
1881, Immortale Dei 1885, Libertas 1888), y las que impugnaron la
devaluación de la autoridad iniciada en la Reforma protestante y consumada
en el liberalismo, para advertir que, tanto los errores, como los pésimos
efectos en el pueblo, descritos en esos documentos, son justamente los que
hoy se han generalizado.
Primero se niega la fe en la autoridad, en cuanto dada por nuestro Señor
Jesucristo, y enseguida se debilita su ejercicio. Y entonces, «herido el
pastor», o paralizado al menos, «se dispersan las ovejas del rebaño» (Zac
13,7; Mt 26,31).
La Viña devastada
Sin la parresía necesaria en los Pastores, la Viña del Señor es devastada,
son derribadas sus cercas, es saqueada por los viandantes, pisoteada por los
jabalíes y arrasada por las alimañas (Sal 79).
De los malos pastores dice Jesús a Santa Catalina de Siena:
«Cometen injusticia con sus súbditos y prójimos y no corrigen los vicios [ni
los errores], sino que, como ciegos, no los ven a causa del desordenado
temor a desagradar a las criaturas, a las que dejan dormir y permanecer en
su enfermedad...
«Algunas veces corrigen, para justificarse, con una pequeña reprensión...
Así cometen injusticia por miserable amor a sí mismos. Este amor propio ha
envenenado al mundo y al cuerpo místico de la Iglesia, y ha convertido en
salvaje el jardín de esta esposa; lo han sembrado de flores podridas.
«El jardín estuvo cultivado cuando había verdaderos trabajadores, es decir,
ministros santos, plantado de muchas y fragantes flores, porque la vida de
los súbditos, por medio de los buenos pastores, no era mala, sino virtuosa,
honesta y santa. Hoy no es así, sino lo contrario, pues a causa de los malos
pastores hay malos súbditos. La Esposa se llena de toda clase de espinas, de
muchos y variados pecados» (Diálogo cp. 122).
En el volumen IX del Manual de Historia de la Iglesia dirigido por Hubert
Jedin y Konrad Repgen, dedicado al siglo XX, el padre Joahnnes Bots, S. J.
describe en un capítulo la profunda crisis sufrida después del Concilio
Vaticano II por la Iglesia en los Países Bajos.
Desaparece prácticamente la confesión individual; en el decenio de 1965-1975
la secularización de sacerdotes fue tres veces superior a la media mundial;
en 1960-1976 las ordenaciones disminuyeron un noventa por ciento; en
1961-1976 se perdió una mitad de la asistencia a la misa dominical, pasó del
70 al 34 por ciento...
Estos cambios y otros muchos tan extremadamente negativos son dirigidos por
intelectuales y teólogos. «A partir de entonces la provincia eclesiástica de
Holanda es un ejemplo gráfico de la suerte que espera a una Iglesia cuando
sustituye el poder de dirección de los legítimos portadores de los
ministerios por el de unas cuantas personalidades que dominan los medios de
opinión» (Herder, Barcelona 1984, 826 y 827).
En la misma obra el padre Ludwig Volk, S. J., describe y analiza la crisis,
también grave, sufrida en esos mismos años por la Iglesia en Alemania, y al
señalar las causas indica sobre todo el mal uso de la autoridad pastoral.
«El pasivo dejar hacer en unos casos y la resolutiva actuación en otros han
forzado la inevitable sospecha de que las decisiones del ministerio pastoral
no han sido dictadas en primer término por consideraciones objetivas, sino
por la medida de obediencia que podía esperarse de cada uno de los grupos.
Ahora bien, si el uso de la autoridad episcopal se guía demasiado por
consideraciones pragmáticas, que cederían a la tentación de tratar a los
progresistas con talante liberal y a los conservadores, en cambio, de forma
autoritaria o –para decirlo con fórmula más punzante– si se pretende salir
al encuentro de los unos con el amor sin autoridad de la Iglesia y al de los
otros con autoridad sin amor, el resultado final sólo puede ser un creciente
distanciamiento» (ib. 810).
El pueblo cristiano, cuando en doctrina, disciplina y vida no está
suficientemente regido y protegido por sus Pastores sagrados, se parece a la
Viña devastada, saqueada por los viandantes y arrasada por las alimañas. El
Rebaño de Cristo, que ha sido congregado en la unidad al precio de Su sangre
(Jn 11,52), inhibida la autoridad pastoral, la única que puede guardarlo en
la unidad, no tiene ya «un solo corazón y un alma sola» (Hch 4,32), no tiene
ya «el mismo pensar, la misma caridad, el mismo ánimo, el mismo sentir» (Flp
2,2), sino que, contagiado por los errores de la época, pierde vitalidad,
alegría y fecundidad, se divide en grupos contrapuestos, y finalmente se
disgrega, es decir, se dispersa, se muere.
Un pueblo que aguanta impertérrito la difusión de graves herejías y la
multiplicación habitual de ciertos sacrilegios; un pueblo en el que los
matrimonios cristianos evitan los hijos habitualmente, por modos gravemente
ilícitos, porque le han dicho que pueden emplearlos; un pueblo en el que la
inmensa mayoría de los bautizados no va a Misa, porque le han dicho que
propiamente no es obligatorio, sino que la asistencia ha de ser voluntaria;
un pueblo en el que los fieles hace años que no se confiesan o que solo
reciben alguna vez una absolución colectiva, porque le han dicho... está
agonizante.
Pobres cristianos: están perdidos por malos pastores, que no han sabido
proteger sus ovejas de los lobos, que no han sabido asegurarles los buenos
pastos y las aguas puras, que les han entregado a la guía de falsos
profetas. Pobres bautizados, que han dejado así «la fuente de aguas vivas,
para excavarse cisternas agrietadas, incapaces de contener el agua» (Jer
2,13).
El resultado es terrible: oscurecimiento de las mentes, debilitación de las
voluntades, desorden de los sentidos, desquiciamiento de la sociedad, de la
cultura, de las costumbres, amor conyugal habitualmente profanado,
incapacidad para la oración, para la abnegación, para la buena educación de
los hijos, falta de alegría por falta de cruz en el seguimiento fiel de
Cristo, profundas divisiones dentro de la comunidad cristiana, carencia casi
total de vocaciones sacerdotales y religiosas, divorcios, drogas, abortos,
apostasías innumerables...
Un horror. Pero ¿quién se compadecerá de esta pobre gente? ¿quién le hará
pasar de la oscuridad a la luz, de la cizaña al trigo, de la muerte a la
vida, de la tristeza a la alegría?
«Jesús vio una gran muchedumbre, y se compadeció de ella, pues estaban como
ovejas sin pastor» (Mc 6,34).
Es cierto que los pecados cometidos sin conocimiento suficiente, con una
ignorancia invencible, bajo un engaño no superable, son pecados solamente
materiales, no formales. Pero los pecados, aunque solo sean materiales,
producen efectos objetivos terriblemente malos, privan además de muchos
bienes y disponen a las personas para los pecados formales, debilitándolas,
enfermándolas espiritualmente.
¿Quién desengañará a esos pobres cristianos engañados por las malas
doctrinas? ¿Quién les dará «el testimonio de la verdad», de la verdad que
les haga libres, y que les permita crecer y florecer bajo la acción del
Espíritu Santo?... El pastor bueno que un día el Buen Pastor les envíe, para
que puedan volver al camino del Evangelio, será sin duda un pastor mártir.
Consideremos humildemente ante el Señor –que dentro de poco ha de ser
finalmente nuestro Juez– si estos diagnósticos son hoy verdaderos y en qué
medida nos afectan personalmente, pues todos los cristianos –cada uno en su
lugar y ministerio propio: párrocos, padres de familia, profesores, Obispos,
teólogos, dirigentes laicos–, todos participamos de la autoridad pastoral
del Señor y de los apóstoles. Nadie puede decir como Caín: «¿acaso soy yo el
guardián de mi hermano?» (Gén 4,9).
San Bernardo
Los santos han denunciado en la Iglesia los errores y los pecados con
absoluta parresía, señalando también sus causas. No se hubieran atrevido a
decir lo que dijeron, concretamente de los malos pastores, si su amor a la
Iglesia hubiera sido menor, y mayor su amor a sí mismos.
En una obra sobre San Bernardo (1090-1153), Dom Jean Leclercq escribe:
«Cuando Bernardo, con una libertad de lenguaje que nos asombra, hace
reproches a Obispos y Papas, no busca su interés humano, que más bien le
aconsejaría ganarse a los grandes. Solo la caridad puede moverle a actuar
así: lo que él pretende es el bien de estos prelados, aunque haya de
molestarlos. Lo dice muchas veces: “más vale suscitar un escándalo que
abandonar la verdad” [Apología VII,15, citando a San Gregorio Magno, Homil.
7 sobre Ez.]. Es preciso saber escandalizar para enfrentar a los que se ama
con sus deberes, llevándoles a elegir entre el bien y el mal. Bernardo no es
hombre de compromisos... Mediocres y fariseos podrán maldecir y criticar,
pero “si se pone en Dios la esperanza, nada se teme de los hombres”. Las
cóleras de Bernardo son consentidas y mantenidas, pues son benéficas: son en
él un medio para conmover, convertir, hacer conocer el ideal de santidad que
él pretende y al que quisiera elevar a los demás» (Saint Bernard mystique,
Desclée de Brouwer 1948,93).
San Bernardo es con todos extraordinariamente amable y abnegado. Son notas
predominantes de su carácter a un tiempo la dulzura y el dominio de sí. Pues
bien, por eso mismo –no a pesar de ello– su parresía es inmensa cuando
pretende apasionadamente el bien de la Iglesia y el bien de sus pastores.
De los males pastores de su tiempo dice: «quisiera Dios que fuesen tan
vigilantes en desempeñar las funciones de sus cargos como son ardientes en
pretenderlos. Velarían sobre sí mismos y no darían motivo a que pudiera
decirse de ellos: “mis amigos y mis deudos se juntaron contra mí para
combatirme” [Sal 37,12]. Esta queja, muy justificada por cierto, coge de
lleno la época actual. Nuestros centinelas no se contentan con no guardarnos
de las asechanzas de los enemigos, sino que, además de esto, nos hacen
traición entregándoles la plaza. Sumidos en el más profundo sueño, no se
despiertan ni al estallar sobre sus cabezas los rayos de las divinas
amenazas, sin percatarse siquiera de su propio peligro. De ahí se sigue que
no cuidan para nada de alejar de sí ni de sus rebaños el terrible peligro
que les amenaza, pereciendo en la común catástrofe pastores y ovejas»
(Cantares 77,2; cf. Sobre la consideración, De las costumbres y oficios de
los obispos).
Santa Hildegarda y Santa Catalina
Este ejemplo de San Bernardo no es algo aislado en su tiempo. En la Edad
Media –hoy tan ignorada y falsificada–, la parresía que ante las autoridades
de la Iglesia muestran los santos –también si son mujeres– da unos ejemplos
que en los tiempos modernos y actuales son, sin duda, menos frecuentes.
Cuando, por ejemplo, el Papa Anastasio IV escribe a Santa Hildegarda de
Bingen (1098-1179), solicitándole que le ilumine con alguna carta, él no se
espera sin duda lo que ella, una humilde abadesa alemana, le va a decir:
«Oh hombre, que por atender tu ciencia has dejado de reprimir la jactancia
del orgullo de los hombres que han sido puestos bajo tu protección... ¿por
qué no cortas de raíz el mal que ahoga las hierbas buenas y útiles?»...
(Régine Pernoud, Hildegarda de Bingen, Paidós 1998,68). La carta de esta
monja al Papa abunda en expresiones de un atrevimiento asombroso.
Santa Catalina de Siena (1347-1380), doctora de la Iglesia y patrona de
Europa, se caracteriza por su amor a la Iglesia y por su devoción al Papa,
«el dulce Cristo en la tierra». Pero también se caracteriza por libertad
absoluta para declarar los males de la Iglesia, que se dan, a su juicio,
sobre todo en los sacerdotes y Obispos, aunque también en el pueblo, pero en
gran parte por culpa de aquellos.
«Reformada la Iglesia, los súbditos se enmendarán, porque de casi todo lo
malo que hacen tienen la culpa los malos pastores. Si éstos se corrigiesen y
en ellos brillase la margarita de la justicia por su honesta y santa vida,
no obrarían los súbditos de ese modo» (Diálogo cp. 129).
San Juan de Ávila
Reformados los Pastores, se enmendarán los fieles. Es la idea central de los
Tratados de reforma compuestos en la época del concilio de Trento por el
santo Maestro Juan de Ávila (1500-1569).
Cuando hoy leemos el Memorial primero al concilio de Trento (1551), sobre
«la reformación del estado eclesiástico», y sobre «lo que se debe avisar a
los Obispos», y el Memorial segundo (1561), acerca de las «causas y remedios
de las herejías», tenemos la certeza de que todo lo que allí se dice es la
verdad. El Maestro Ávila escribe con su sangre, con una veracidad sangrante,
confesando así su amor a Jesucristo y su dolor por los males de la Iglesia,
desgarrada por la herejía y el cisma de la rebelión de Lutero (1517).
«Juntose con la negligencia de los pastores, el engaño de falsos profetas»
(Mem.II, 9), pues «así como, por la bondad divinal, nunca en la Iglesia han
faltado prelados que, con mérito propio y mucho provecho de las ovejas,
hayan ejercitado su oficio, así también, permitiéndolo su justicia por
nuestros pecados, ha habido, y en mayor número, pastores negligentes, y hase
seguido la perdición de las ovejas» (10).
«No nos maravillemos, pues, que tanta gente haya perdido la fe en nuestros
tiempos, pues que, faltando diligentes pastores y legítimos ministros de
Dios que apacentasen el pueblo con tal doctrina que fuese luz... y fuese
mantenimiento de mucha substancia, y le fuese armas para pelear, y en fin,
que lo fundase bien en la fe y encendiese con fuego de amor divinal, aun
hasta poner la vida por la confesión de la fe y obediencia de la ley de
Dios», han entrado tantos males, y «así muchos se han pasado a los reales
del perverso Lutero, haciendo desde allí guerra descubierta al pueblo de
Dios para engañarlo acerca de la fe» (17).
¿Cómo pudieron entrar en el pueblo cristiano tantos errores y males sino a
causa de los falsos profetas, tolerados por unos pastores negligentes? ¿Cómo
no se dio la alarma a su tiempo para prevenir tan grandes pérdidas?
«Cosa es de dolor cómo no hubo en la Iglesia atalayas, ahora sesenta o
cincuenta años [hacia 1517], que diesen voces y avisasen al pueblo de Dios
este terrible castigo... para que se apercibiesen con penitencia y enmienda,
y evitasen tan grandísimo mal» (34).
En realidad, ya hubo quienes en su momento dieron voces de alarma; pero no
fueron escuchados.
Y recuerda San Juan de Ávila, por ejemplo, el tratado de Juan Gersón, De
signis ruinæ Ecclesiæ, publicado en París en 1521 (Sermo de tribulationibus
ex defectuoso ecclesiasticorum regimine adhuc ecclesiæ proventuris et de
signis earumdem; Acerca de las tribulaciones que todavía más han de
sobrevenir por las deficiencias del régimen eclesiástico, y acerca de sus
signos).
En estos Memoriales de San Juan de Ávila al Concilio, o en otras cartas y
conferencias suyas, no hay retórica, no hay ideología: solo se halla la
luminosidad de la Biblia y de la mejor Tradición católica. Estos escritos,
tan llenos de luz y de vida, claros, objetivos, directos, prácticos, tan
diferentes del «lenguaje eclesiástico» centrista y políticamente correcto,
hacen patente que el autor, entre tantos pastores y teólogos solícitos de
sus propios intereses, busca solo «los intereses de Jesucristo» (Flp 2,21),
el bien del pueblo cristiano. Se capta en ellos la fuerza divina,
sobrehumana, del Espíritu Santo, el único que puede reformar la Iglesia y
renovar la faz de la tierra.
San Carlos Borromeo
Entre aquellos Obispos que sirven martirialmente a la verdad de Cristo con
sobrehumana parresía en el ejercicio de su autoridad apostólica es preciso
recordar al arzobispo San Carlos Borromeo (1538-1584). A él le encomienda el
Señor la dificilísima misión de aplicar la reforma del concilio de Trento en
la enorme y maleada diócesis de Milán.
Muchas horas pasa San Carlos de rodillas ante el Santísimo Sacramento, es
decir, ante Cristo mismo, el Buen Pastor; la devoción eucarística es su
devoción predilecta. Muchas son, incontables, sus predicaciones y visitas
pastorales, enseñando la verdad y combatiendo el error. Pero también son no
pocas las acciones enérgicas de su autoridad pastoral, como podemos
comprobar con algunos ejemplos.
Los Canónigos de la Scala forman un cabildo degradado, intolerable,
urgentemente necesitado de reforma. Pero son tantas las complicidades
activas o pasivas que hallan en la ciudad, que el Arzobispo Borromeo se
encuentra solo a la hora de intentar su reforma. «Abandonado por todos los
funcionarios del Tribunal [del Arzobispado], condenado por el Gobernador,
anatematizado por el Senado y por los Canónigos, Carlos sigue tranquilamente
su camino y manifiesta que llevará a cabo su visita el 30 de agosto de
1569»... Cuando llega el Arzobispo montado en una mula, con su escaso
séquito, y precedido de la Cruz alzada, desmonta y, tomando la Cruz,
«pronunció la sentencia de excomunión... Hombres armados dispararon algunos
tiros, quedando dañada la Cruz por una bala» (Margaret Yeo, San Carlos
Borromeo, Castilla, Madrid 1962, 126-127). La resistencia de los Canónigos
no era ninguna broma. Pero la autoridad del Arzobispo, es decir, la de
Cristo, era la que se imponía siempre.
«Lejos de acobardarse por la insolencia de los Canónigos de la Scala,
comenzó la reforma, que también era muy necesaria, de otra orden. Los
Umiliati», fraternidad de laicos y sacerdotes, procedente del siglo XII, que
había llegado a dominar «la industria de la lana en Milán y que se hicieron
inmensamente ricos». La resistencia que éstos ofrecieron fue también
absoluta y bélica. Un día, estando el Arzobispo de rodillas en su oratorio,
rezando Vísperas con sus sacerdotes, sonó un disparo y «se vio vacilar la
arrodillada figura vestida de escarlata y blanco... Una bala había penetrado
en la muceta y el roquete del Arzobispo», quedando éste ileso; lo que se
consideró un milagro. «El autor del disparo era uno de los Umiliati, un
sacerdote de nombre Farina, que había sido incitado y sobornado por otros
tres sacerdotes de su Orden... La Orden de los Umiliati fue suprimida»
(128-131).
Cuando San Carlos Borromeo asumió la diócesis de Milán en 1566, «había
encontrado muchas cosas y personas en un lamentable estado de abandono e
inmoralidad. De los noventa conventos de religiosos existentes en la
Diócesis tuvieron que ser suprimidos veinte, y algunos de los que quedaron
estuvieron al principio en abierta rebeldía» (195).
San Carlos estimaba que la santidad de la Iglesia no podía permitir ni en el
clero ni en los religiosos graves infracciones habituales de leyes
fundamentales. Por eso él llamaba con toda caridad y paciencia a la
conversión, y cuando ésta no se producía, ejercitaba su autoridad apostólica
para sancionar, suspender o suprimir. No dejaba que se pudrieran los males
durante decenios o que se extinguieran por sí mismos, por la mera muerte de
las personas.
Los ejemplos aducidos de la vida de San Carlos se refieren a errores
morales, más bien que a desviaciones doctrinales. Pero viene a ser lo mismo:
la autoridad pastoral, recibida de Cristo y de los apóstoles, debe ser
ejercitada en el pueblo cristiano para combatir juntamente pecados y
herejías. Y todos los santos Pastores la han empleado para procurar el bien
de su pueblo y guardarlo de malas doctrinas o de malas costumbres.
La autoridad pastoral
en la tradición doctrinal y práctica
de la Iglesia
La autoridad de Dios es la fuerza providencial amorosa e inteligente que
todo lo acrecienta con su dirección e impulso. La misma palabra auctoritas
deriva de auctor, creador, promotor, y de augere, acrecentar, suscitar un
progreso. Dios, evidentemente, es el Autor por excelencia, porque es el
creador y dinamizador del universo, y de Él proceden todas las autoridades
creadas –padres, maestros, gobernantes civiles o pastores de la Iglesia, y
hasta los jefes de manadas en el mundo animal–. La autoridad, pues, en
principio, es una fuerza espiritual sana, necesaria, acrecentadora,
estimulante, unificadora. La autoridad es, pues, fuente de inmensos bienes,
y su inhibición causa enormes males.
Según esta disposición de Dios, que afecta tanto al orden de la naturaleza
como al de la gracia, si no hay un ejercicio suficiente de la autoridad y
una asimilación suficiente de la misma por la obediencia, no puede lograrse
ni el bien de las personas, ni el bien de las comunidades (cf. J. Rivera –
J.M. Iraburu, Síntesis de espiritualidad católica, Fund. GRATIS DATE,
Pamplona 19995, 361-389).
Por eso en la Iglesia el ejercicio de la autoridad apostólica de los
Pastores sagrados es una mediación de suma importancia en la economía divina
de la gracia. Y en cuanto a sus modos de ejercicio, convendrá recordar una
vez más que la verdad de la Iglesia es bíblica y tradicional. En efecto, si
queremos conocer cómo debe ser el ejercicio de la autoridad pastoral en la
Iglesia debemos mirar a Cristo, a Pablo, al Crisóstomo, a Borromeo, a
Mogrovejo y a tantos otros pastores santos que Dios nos propone como
ejemplos.
Sin embargo, envueltos en el presente que nos ciega y encarcela, no podemos
a veces ni siquiera imaginar otros modos de ejercicio pastoral que aquellos
que hoy son más comunes. Pero la historia, dándonos a conocer el pasado, nos
libera del presente y nos abre a un futuro distinto del tiempo actual. El
pasado fue diverso del presente, y también el futuro, ciertamente, lo será.
En otro libro he considerado la evolución histórica en la Iglesia, entre
otras cosas, de la disciplina pastoral. En la época de los Padres, los
pastores «celan vigorosamente por la santidad del pueblo cristiano.
Principalmente por la predicación y los sacramentos, pero también aplicando,
cuando es preciso, la disciplina penitencial de la Iglesia o incluso la
excomunión. En Éfeso, reunido San Juan Crisóstomo [+407, patriarca de
Constantinopla, de quien dependía un centenar de diócesis] con otros setenta
obispos, destituye a seis obispos; en el Asia Menor depone a catorce...
Ciertos errores o abusos no deben tolerarse en la Iglesia. Y él no los
tolera» (De Cristo o del mundo, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 1997, 64-65; cf.
Alejandro Vicuña, Crisóstomo, Nascimento, Santiago de Chile 1936,224-240).
Por lo que se refiere a la Edad Media, podemos recordar un ejemplo de San
Bernardo (+1153). En un escrito dirigido al Papa Eugenio III, le advierte
que es deber suyo «considerar el estado universal de la Iglesia, para
comprobar si los pueblos están sujetos al clero, el clero a los sacerdotes,
y los sacerdotes a Dios, con la humildad que es debida». Y concretamente le
recuerda que en conciencia tiene que hacer aplicar, especialmente en el
clero, las normas que él mismo promulgó en el Concilio de Reims (De
consideratione III,5).
Estos recuerdos antiguos, o los que he traído de San Carlos Borromeo,
siempre serán rechazados por algunos, alegando su antigüedad: «aquellos eran
otros tiempos». La objeción es vana, ciertamente, pues más antiguos son los
ejemplos de Cristo o de Pablo, y siguen vigentes. Pero, en todo caso,
podríamos recordar muchos otros ejemplos de energía benéfica en el ejercicio
de la autoridad pastoral tomados de años más próximos a nosotros.
San Ezequiel Moreno (+1906), obispo de Pasto, en Colombia, lucha con toda su
alma por guardar a sus fieles de la peste del liberalismo, y les prohibe la
lectura de cierta prensa liberal (José María Iraburu, Hechos de los
apóstoles de América, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 19992, 484-505).
¿Todavía es ejemplo demasiado antiguo?... Acerquémonos, pues, más a nuestro
tiempo. En 1954, ante la avalancha de ataques que la Iglesia está sufriendo
de parte de un socialismo local agresivo, los obispos holandeses anuncian en
una Carta pastoral «castigos eclesiásticos para quienes escucharan las
emisiones de radio socialistas o leyeran escritos de esta tendencia» (Manual
de historia de la Iglesia, Herder, Barcelona 1984, IX,824-825).
Podrán cambiar, y así conviene, los modos de la autoridad apostólica según
tiempos y culturas, pero el ejercicio del ministerio pastoral, un ejercicio
solícito y abnegado, paciente y eficaz, ha sido tradición unánime de la
Iglesia en los santos pastores de todos los tiempos.
Mundanización de la autoridad pastoral
Ahora bien, esa línea unánime que hemos comprobado en la tradición de la
Iglesia puede quebrarse si los Pastores sagrados se consideran más obligados
al mundo actual que a la tradición cristiana. Entonces es cuando los modelos
bíblicos y tradicionales pierden todo su vigor estimulante.
En otro libro he escrito que el catolicismo mundano –liberal, socialista,
liberacionista, etc.– considera «que la Iglesia tanto más se renueva cuanto
más se mundaniza; y tanto más atrayente resulta al mundo, cuanto más se
seculariza y más lastre suelta de tradición católica.
«Sólo un ejemplo. El cristianismo mundanizado estima hoy que los Obispos
deben asemejar sus modos de gobierno pastoral lo más posible a los usos
democráticos vigentes –en Occidente–. El cristianismo tradicional, por el
contrario, estima que los Obispos, en todo, también en los modos de
ejercitar su autoridad sagrada, deben imitar fielmente y sin miedo a
Jesucristo, el Buen Pastor, a los apóstoles y a los pastores santos,
canonizados y puestos para ejemplo perenne.
«En efecto, los Obispos que en tiempos de autoritarismo civil, se asemejan
a los príncipes absolutos, se alejan tanto del ideal evangélico como
aquellos otros Obispos que, en tiempos de democratismo igualitario, se
asemejan a los políticos permisivos y oportunistas. Unos y otros Pastores,
al mundanizarse, son escasamente cristianos. Falsifican lamentablemente la
originalidad formidable de la autoridad pastoral entendida al modo
evangélico. En un caso y en otro, el principio mundano, configurando una
realidad cristiana, la desvirtúa y falsifica» (De Cristo o del mundo, Fund.
GRATIS DATE, Pamplona 1997, 135).
La tentación principal de los Pastores sagrados de hoy no es precisamente el
autoritarismo excesivo, sino el laisser faire oportunista de los políticos
demagógicos de nuestro tiempo, más pendientes de los votos que de la verdad
y el bien común. Por eso, cuando hoy vemos en no pocas Iglesias males graves
y habituales –herejías y sacrilegios–, que vienen a tolerarse como un mal
menor y que se consideran irremediables, no podemos menos de pensar:
«efectivamente, son males irremediables, si se da por supuesto que no
conviene ejercitar con eficaz vigor sobre ellos la autoridad apostólica».
Los Obispos, párrocos y superiores religiosos que, ante graves abusos
doctrinales o disciplinares, desisten de ejercer su autoridad pastoral,
suelen declarar: «es inútil, no obedecen». Y lo mismo dicen los padres que
dejan a sus hijos abandonados a sí mismos, renunciando a ejercer sobre ellos
la autoridad familiar que necesitan absolutamente. Pero es éste un círculo
vicioso –no mandan porque no obedecen y no obedecen porque no mandan– que
sólamente puede quebrarse por la predicación de la autoridad, tal como es
conocida por la razón y la fe, y por el ejercicio caritativo, y sin duda
martirial, de la misma autoridad.
Grandes males exigen grandes remedios. Un cáncer no puede ser vencido con
tisanas, sino que requiere radiaciones, quimioterapias fuertes o
intervenciones quirúrgicas. Pero si no es vencido, irá matando el cuerpo
lentamente.
El Apóstol anima a su colaborador episcopal: «yo te conjuro en la presencia
de Dios y de Cristo Jesús, que va a juzgar a vivos y muertos, por su
manifestación y su reino: predica la Palabra, insiste a tiempo y a
destiempo, corrige, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina, pues
vendrá un tiempo en que no sufrirán la sana doctrina, sino que, deseosos de
novedades, se amontonarán maestros conformes a sus pasiones, y apartarán los
oídos de la verdad para volverlos a las fábulas. Pero tú mantente vigilante
en todo, soporta padecimientos, haz obra de evangelizador, cumple tu
ministerio» (2Tim 4,1-5).
La gran batalla de los mártires
«A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder
de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice
el Señor, hasta el día final» (Vat.II, GS 37). En esa formidable y continua
guerra, los hijos de la luz, siguiendo a Cristo, combatimos ante todo dando
el testimonio de la verdad. «La armadura de Dios» que revestimos tiene en la
verdad su arma principal (cf. Éf 6,13-15)
En todas las batallas se ve el hombre en la necesidad de optar por una u
otra de las partes en contienda. El Evangelio, los Apóstoles, muy
especialmente el Apocalipsis, nos revelan claramente que los cristianos
estamos llamados a ser mártires en este mundo, testigos veraces del Testigo
veraz, que es Cristo. Y la Revelación nos muestra que nuestra lucha no es
simplemente contra la carne y la sangre, sino contra los demonios (Éf 6,12).
Por tanto, la lucha en la que los discípulos de Cristo nos vemos
gloriosamente empeñados no es una Guerra Floral, en la que podamos combatir
a nuestros enemigos arrojándoles versos amables y pétalos de flores: es una
guerra sangrienta, a vida o muerte, en la que nosotros y nuestros hermanos
nos jugamos la vida eterna. En esa batalla, la que libran los mártires de
Cristo, según describe el Apocalipsis, hemos de combatir con todas nuestras
fuerzas, arriesgándolo todo y con todas las armas posibles, hasta la muerte,
buscando en la victoria nuestra salvación y la de los demás hombres.
A lo largo de estas páginas, que ya se terminan, hemos podido contemplar el
martirio continuo de Cristo y de todos sus santos, pues todos han llevado en
este mundo y en esta Iglesia una vida martirial. Conviene, pues, que ante
Dios reafirmemos nuestra «determinada determinación» de ser mártires con
Cristo en este mundo –y en esta Iglesia–.
Y al renovar hoy esta determinación no pensemos tanto en posibles
persecuciones sangrientas del mundo, sino más bien –pues son mucho más
frecuentes– en las persecuciones insidiosas del desprecio y la marginación.
Como observa Juan Pablo II, «sabemos que el perseguidor no asume siempre el
rostro violento y macabro del opresor, sino que con frecuencia se complace
en aislar al justo con el sarcasmo y la ironía» (aud. gral. 19-II-2003).
La urgente renovación de la Iglesia
«Los lastimeros males que en nuestros tiempos han venido sobre nuestro
pueblo cristiano, es mucha razón que despierten nuestro profundo y peligroso
adormecimiento que del servicio de nuestro Señor y del bien general de la
Iglesia y de nuestra particular salvación todos o casi todos tenemos, para
que con ojos abiertos sepamos considerar la grandeza del mal que nos ha
venido y el peligro que nos amenaza, y pongamos remedio, con el favor
divinal, en lo que tanto nos cumple» (San Juan de Ávila, II Memorial 1).
Es duro decir estas cosas, pero es necesario decirlas y repetirlas, pues
están sistemáticamente silenciadas, y mientras no se digan lo bastante no
podrán ser remediadas. La inmensa mayoría de los bautizados vive alejada de
la Eucaristía y del sacramento de la Penitencia. No uno o dos errores de
época, aún no vencidos, sino numerosos errores contra la fe entenebrecen la
vida de muchos cristianos, sin que esto produzca especial alarma. De hecho,
en filosofía, en exégesis, en temas dogmáticos y morales, en el mismo
entendimiento de la historia, falsificada en claves marxistas o liberales,
se siguen difundiendo graves errores en no pocos seminarios y facultades,
editoriales y librerías católicas. La conciencia moral de muchos, deformada
por nuevas morales, ha perdido la rectitud objetiva de la doctrina católica.
Son innumerables los matrimonios que, ignorantes o engañados, profanan la
castidad conyugal, y que apenas tienen hijos. Es ya notorio que reina entre
los cristianos la lujuria y el impudor (1Cor 5,1), y que en todos los
estamentos del Cuerpo eclesial abunda también la desobediencia, hasta el
punto de que graves rebeldías habituales a leyes de la Iglesia ya apenas
escandalizan, al estar generalizadas. Una gran mayoría de los fieles, una
vez confirmados, abandona los sacramentos. Muchas Iglesias no tienen apenas
vocaciones sacerdotales y religiosas. No pocas comunidades religiosas viven
clara y pacíficamente alejadas de la Regla de vida que han profesado,
alegando que «siguen otra línea»... «La misión específica ad gentes parece
que se va deteniendo... El número de los que aún no conocen a Cristo ni
forman parte de la Iglesia aumenta constantemente; más aún, desde el final
del Concilio casi se ha duplicado» (Juan Pablo II, Redemptoris missio
1990,2-3)...
¿Qué pensarían de esta situación Atanasio, Bernardo, Catalina, Juan de
Ávila?... ¿Y qué dirían?... Y sin embargo, lo eclesiásticamente correcto es
hoy el optimismo sereno y confiado. Toda otra actitud, se estima, es
pesimismo, alarmismo, y en definitiva, falta de esperanza en Dios y en su
providencia.
«Todo está ciego y sin lumbre» (San Juan de Ávila, II Memorial 43). «Hondas
están nuestras llagas, envejecidas y peligrosas, y no se pueden curar con
cualesquier remedio» (ib. 41). Y lo más grave es que las campanas de la
cristiandad todavía no resuenan tocando a rebato, no llaman urgentemente,
como en épocas de más humildad, a conversión, a renovación, a reforma. Falta
humildad, fortaleza y esperanza para reconocer los males y para atreverse a
averiguar sus causas reales. Falta esperanza, fe en el poder salvador de
Cristo, para atreverse a ver esos males y para intentar con buen ánimo su
remedio. No falta, no, la esperanza en quienes reconocen los graves males
actuales de la Iglesia; falta en quienes no quieren conocerlos y
reconocerlos.
«Inquiramos qué raíz ha sido esta de la cual tan pestilenciales frutos han
salido, que quien los ha comido ha perdido la fe y puesto en turbación y
peligro a la Iglesia católica» (ib. 3).
Cuando en un combate desmaya un ejército y comienza a huir, dice el Maestro
Ávila, «suelen los señores, y el mismo rey, echar mano a las armas y meterse
en el peligro, persuadiendo con palabras y obras a su ejército que cobre
esfuerzo y torne a la guerra... En tiempo de tanta flaqueza como ha mostrado
el pueblo cristiano, echen mano a las armas sus capitanes, que son los
Prelados, y esfuercen al pueblo, y autoricen la palabra y los caminos de
Dios, pues por falta de esto ha venido el mal que ha venido... Y de otra
manera será lo que ha sido» (ib.43).
«Yo os he dado el ejemplo,
para que vosotros hagáis también
como yo he hecho»
Hemos recordado palabras y acciones de una parresía que podríamos decir
suicida, en el mejor sentido evangélico que da el Señor a la expresión
«entregar», «perder» la vida, por salvar la vida propia y la de los demás.
Es cierto que cambia mucho la significación de las realidades humanas al
paso de los siglos, y que palabras o acciones que hace unos siglos pudieron
ser expresivas de la caridad pastoral, mudada hoy su significación,
resultarían objetivamente imprudentes y escandalosas.
Cuando Cristo purifica el Templo a latigazos, volcando las mesas y
pronunciando terribles palabras, su acción es entendida a la luz de los
gestos simbólicos de los antiguos profetas. Si hoy hiciera eso mismo un
Obispo al visitar un Santuario lamentablemente mercantilizado, cometería un
grave pecado.
No es preciso que discutamos de teología con el talante de San
Buenaventura... o de San Pablo («¡ojalá se castraran del todo los que os
perturban!», Gál 5,12)...
Tampoco resulta hoy viable multiplicar las excomuniones, que tantas veces
fueron realizadas por los más santos Pastores, siguiendo la norma de Cristo
y de los Apóstoles (Mt 18,17; 1Cor 5,11; etc.). La ex-comunión solo tiene
sentido y eficacia donde hay una comunión eclesial fuerte y clara. Pero hoy
son frecuentes las situaciones de la Iglesia en donde esa comunión está
sumamente difusa, ya que la inmensa mayoría de los bautizados vive
habitualmente lejos de la Eucaristía y ha perdido casi totalmente la fe
católica.
Todo eso se entiende fácilmente.
Pero lo que está claro es que nosotros estamos llamados a imitar al mártir
Jesucristo y a sus santos, mártires todos ellos en el mundo, y no pocas
veces en la Iglesia, es decir, en la parte mundana de la Iglesia. El modo en
el que demos al mundo nuestro personal «testimonio de la verdad» habrá de
ser el que Dios quiera para cada uno de nosotros. Pero de un modo o de otro
habremos de prestarlo: «Yo os he dado el ejemplo, para que vosotros hagáis
también como yo he hecho» (Jn 13,15).
Lo que está claro es que sin espíritu de martirio no puede haber renovación
de los cristianos y de la Iglesia. Solo tomando la Cruz es posible seguir a
Cristo resucitado.
Lo que está claro es que el Espíritu Santo, con modos nuevos, sin duda,
quiere actuar hoy en nosotros con la misma parresía de Cristo, de Esteban,
de Pablo, de Atanasio, de Buenaventura, de Bernardo, de Hildegarda, de
Catalina de Siena, de Francisco de Javier, de Juan de Ávila, de Borromeo, de
Montfort, de todos los santos...
¿Para qué celebramos en el Año Litúrgico los ejemplos de Cristo y de sus
santos, si nosotros debemos evitar imitarlos en todas aquellas palabras y
acciones en las que ellos «perdían su vida» en este mundo, o la disminuían o
la arriesgaban por la causa de Dios y de los hombres? ¿Queremos de verdad
«confesar a Cristo» entre los hombres con todas nuestras fuerzas? ¿Pensamos
que será eso posible sin sufrir grandes martirios? ¿Esperamos que puedan hoy
renovarse las históricas victorias formidables de la Iglesia sobre el mundo
si rehuimos combatirlo, por estimarlo eclesiásticamente incorrecto?
«En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: Yo he vencido al mundo» (Jn
16,33).
Final
Tengan en este libro la última palabra la Escritura, la Iglesia primera, los
Padres, el Magisterio apostólico, la voz de un mártir y el canto de una
santa a Cristo mártir.
Escritura
De la carta a los Hebreos, al parecer escrita en Roma entre los años 70 y
80:
«Recordad aquellos días primeros, cuando, recién iluminados, soportásteis
múltiples combates y sufrimientos: ya sea cuando os exponían públicamente a
insultos y tormentos, ya cuando os hacíais solidarios de los que así eran
tratados. En efecto, compartisteis los sufrimientos de los encarcelados,
aceptasteis con alegría que os confiscaran los bienes, sabiendo que teníais
bienes mejores, y permanentes.
«No renunciéis, pues, a vuestra valentía (parresía), que tendrá una gran
recompensa. Aún os hace falta constancia para cumplir la voluntad de Dios y
alcanzar la promesa. “Un poquito de tiempo todavía, y el que viene llegará
sin retraso” [Is 26,20].
«“El justo vivirá de la fe, pero si se vuelve atrás, dejaré de amarlo” [Hab
2,3-4]. Nosotros no somos de los que se vuelven atrás para su perdición,
sino que vivimos en la fe para salvar nuestra alma» (Heb 10,32-39).
«Así pues, salgamos hacia Él fuera del campamento, cargando con su oprobio;
pues no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos en busca de la
futura» (13,13-14).
Iglesia primera
De la carta a Diognetes, escrita en el siglo II por un cristiano anónimo a
un pagano, a petición de éste.
«Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en
que viven, ni por el lenguaje, ni por su modo de vida. Ellos, en efecto, no
tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género
de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al
talento y especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una
enseñanza basada en autoridad de hombres.
«Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las
costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su
estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y,
a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como
forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como
extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda
patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos,
pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero
no el lecho.
«Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su
ciudadanía está en el cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo
de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los
condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son
pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la
deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello
atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con
ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son
castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como
si se les diera la vida. Los judíos los combaten como a extraños, y los
gentiles los persiguen, y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no
saben explicar el motivo de su enemistad.
«Para decirlo en pocas palabras: los cristianos son en el mundo lo que el
alma es en el cuerpo. El alma, en efecto, se halla esparcida por todos los
miembros del cuerpo; así también los cristianos se encuentran dispersos por
todas las ciudades del mundo. El alma habita en el cuerpo, pero no procede
del cuerpo; los cristianos viven en el mundo, pero no son del mundo. El alma
invisible está encerrada en la cárcel del cuerpo visible; los cristianos
viven visiblemente en el mundo, pero su religión es invisible. La carne
aborrece y combate al alma, sin haber recibido de ella agravio alguno, sólo
porque le impide disfrutar de los placeres; también el mundo aborrece a los
cristianos, sin haber recibido agravio de ellos, porque se oponen a sus
placeres.
«El alma ama al cuerpo y a sus miembros, a pesar de que éste la aborrece;
también los cristianos aman a lo que los odian. El alma está encerrada en el
cuerpo, pero es ella la que mantiene unido al cuerpo; también los cristianos
se hallan retenidos en el mundo como en una cárcel, pero ellos son los que
mantienen la trabazón del mundo. El alma inmortal habita en una tienda
mortal; también los cristianos viven como peregrinos en moradas
corruptibles, mientras esperan la incorrupción celestial. El alma se
perfecciona con la mortificación en el comer y beber; también los
cristianos, constantemente mortificados, se multiplican más y más. Tan
importante es el puesto que Dios les ha asignado, que no les es lícito
desertar de él (5-6).
Padres
De las cartas de San Cipriano, obispo y mártir (210-258):
«¿Con qué alabanzas podré ensalzaros, hermanos valerosísimos? ¿Cómo podrán
mis palabras expresar debidamente vuestra fortaleza de ánimo y vuestra fe
perseverante? Tolerasteis una durísima lucha hasta alcanzar la gloria, y no
cedisteis ante los suplicios, sino que fueron más bien los suplicios quienes
cedieron ante vosotros. En las coronas de vuestra victoria hallasteis el
término de vuestros sufrimientos, término que no hallabais en los tormentos.
La cruel dilaceración de vuestros miembros duró tanto, no para hacer vacilar
vuestra fe, sino para haceros llegar con más presteza al Señor.
«La multitud de los presentes contempló admirada la celestial batalla por
Dios y el espiritual combate por Cristo, vio cómo sus siervos confesaban
abiertamente su fe con entera libertad, sin ceder en lo más mínimo, con la
fuerza de Dios, enteramente desprovistos de las armas de este mundo, pero
armados, como creyentes, con las armas de la fe. En medio del tormento, su
fortaleza superó la fortaleza de aquellos que los atormentaban, y los
miembros golpeados y desgarrados vencieron a los garfios que los golpeaban y
desgarraban.
«Las heridas, aunque reiteradas una y otra vez, y por largo tiempo, no
pudieron, con toda su crueldad, superar su fe inquebrantable, por más que,
abiertas sus entrañas, los tormentos recaían no ya en los miembros, sino en
las mismas heridas de aquellos siervos de Dios. Manaba la sangre que había
de extinguir el incendio de la persecución, que había de amortecer las
llamas y el fuego del infierno.
«¡Qué espectáculo a los ojos del Señor, cuán sublime, cuán grande, cuán
aceptable a la presencia de Dios, que veía la entrega y la fidelidad de su
soldado al juramento prestado, tal como está escrito en los salmos, en los
que nos amonesta el Espíritu Santo, diciendo: es preciosa a los ojos del
Señor la muerte de sus fieles. Es valiosa una muerte semejante, que compra
la inmortalidad al precio de su sangre, que recibe la corona de mano de
Dios, después de haber dado la máxima prueba de fortaleza.
«Con qué alegría estuvo allí Cristo, de qué buena gana luchó y venció en
aquellos siervos suyos, como protector de su fe, y dando a los que en él
confiaban tanto cuanto cada uno confiaba en recibir. Estuvo presente en su
combate, sostuvo, fortaleció, animó a los que combatían para defender el
honor de su nombre. Y el que por nosotros venció a la muerte de una vez para
siempre continúa venciendo en nosotros.
«Dichosa Iglesia nuestra, a la que Dios se digna honrar con semejante
esplendor, ilustre en nuestro tiempo por la sangre gloriosa de los mártires.
Antes era blanca por las obras de los hermanos; ahora se ha vuelto roja por
la sangre de los mártires. Entre sus flores no faltan ni los lirios ni las
rosas. Que cada uno de nosotros se esfuerce ahora por alcanzar el honor de
una y otra altísima dignidad, para recibir así las coronas blancas de las
buenas obras o las rojas del martirio» (Cta. 10,2-3.5).
Magisterio
De Pablo VI en una Audiencia general (26-I-1977):
«En esta ocasión limitamos la apertura de nuestro corazón a la impresión que
hoy domina en Nos; la que nos sugieren las circunstancias de nuestra época
en sintonía con una exhortación muchas veces repetida en el Evangelio de
Jesús, nuestro Maestro y nuestro Salvador: Que no se turbe vuestro corazón
(Jn 14,1), frase que surgen con frecuencia de los labios de Cristo (+Jn
14,27; Lc 12,32; 24,38; etc.)...
«Si el Señor nos recomienda no temer, señal es de que nos encontramos en
peligro... Nos encontramos en una condición no propicia, no fácil. No
estamos, humanamente hablando, en un período de normalidad, de tranquilidad,
de facilidad, como cristianos, decimos.
«Debemos abrir los ojos. Vivimos en tiempos difíciles. Aquel Jesús que os
infunde valor y que quiere creamos en su asistencia y en su arte divino para
orientar en nuestro beneficio espiritual todas las cosas, incluso las que
consideramos c contrarias a nosotros y dolorosas –pues “todo colabora al
bien de los que aman a Dios” (Rm 8,28)–, es el mismo Jesús que nos advierte
que vigilemos mil y mil veces (+Mt 24,42; 26,38; Mc 13,37; Lc 21,36; etc.),
que nos quiere atentos a los signos de los tiempos (Mt 16,4), que nos
anuncia anticipadamente la dureza, por así decir, connatural a la profesión
cristiana (+Jn 16,20.22), y que, una vez más, por medio del mismo Apóstol,
nos exhorta a vivir protegidos por “la armadura de Dios, para ser capaces de
resistir el mal” (Éf 6,11-13)...
«La vida cristiana es milicia (+Job 7,1). La condición de quien ha escogido
a Cristo por su modelo, por su guía, por su Redentor, no puede ser ni
tímida, ni cómoda, ni incierta (+Jn 19,37).
«Ahora bien, si así es, nuestra vocación es hoy la fortaleza. Los tiempos
son difíciles. Debemos estar preparados para vivirlos con personal y
generoso espíritu de testimonio de fe, de energía moral, de preferencia
–sobre todo cálculo de egoísmo, de miedo, de vileza, de oportunismo– por
nuestra personalidad de hombres verdaderos, convertidos en superhombres por
nuestro bautismo».
Un mártir
De una carta escrita por el P. Juan Schwingschackl, S. J., mártir del
nazismo, en la cárcel de Stadelheim-Munich (28-II-1945: Reino de Cristo
IX-1982):
«Quiero deciros adiós. Muchas veces me he separado de vosotros, pero nunca
tan alegre como ahora, aunque todos partís conmigo en mi corazón por el gran
amor que os tengo.
«Queríais saber cómo estoy. Estoy bien y contento. Mejor dicho, me siento
feliz. El proceso, y sobre todo el texto de la condena, han demostrado que
muero por la causa de Cristo... Antes de instruirse el proceso ya fui
condenado. Puedo decir que me siento feliz de morir por la causa de Cristo.
«Desde hace tiempo carezco de toda ayuda espiritual. Es el mayor sacrificio.
Pensar que ya no podría celebrar Misa me torturaba. Llevo el uniforme de
presidiario, y desde mi sentencia de muerte estoy encadenado, hace cinco
semanas. Están las cadenas siempre tan apretadas que desde el primer día se
me marcaron en la carne; se me formó un gran tumor en el brazo, y el
antebrazo se hinchó notablemente.
«He pasado mucho frío, porque no había fuego en mi celda. He pasado hambre,
y hubiera podido comer tres veces más de lo que dan. De esta manera he
esperado el sacrificio de mi vida. Ha sido un sufrimiento especial no saber
cuándo iba a suceder: a cada minuto la puerta podía abrirse, con la palabra
“¡venga usted!”. Mi salud se ha quebrantado. Con la fuerza de la tos
comienzo a escupir sangre.
«Pero las Navidades de este año han sido las más hermosas de mi vida. He
podido ocuparme bastantes horas, sobre todo por la noche, en la meditación
del amor de nuestro Redentor. Ha sido una delicia. El día del Año Nuevo me
llevaron a una celda donde me atendió un sacerdote. Cuando me arrodillé
delante de mi Señor en la Eucaristía lloré como un niño. En los once meses
de prisión he recibido siete veces solamente la sagrada Comunión.
«Alegráos conmigo. El día de mi ejecución será un día de fiesta para todos
nosotros. Si pudiera, os enviaría a mi Ángel de la Guarda para que os
anunciara la hora de mi muerte.
«Con mis manos encadenadas os doy mi bendición, y con ella termino estas
líneas.
«Adiós. Hasta el cielo».
Santa Brígida
Finalmente, de las oraciones atribuidas a santa Brígida (+1373), tomamos
esta canto final a Cristo mártir.
«Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que anunciaste por adelantado tu
muerte y, en la última cena, consagraste el pan material, convirtiéndolo en
tu cuerpo glorioso, y por tu amor lo diste a los apóstoles como memorial de
tu dignísima pasión, y les lavaste los pies con tus santas manos preciosas,
mostrando así humildemente tu máxima humildad.
«Honor a ti, mi Señor Jesucristo, porque el temor de la pasión y la muerte
hizo que tu cuerpo inocente sudara sangre, sin que ello fuera obstáculo para
llevar a término tu designio de redimirnos, mostrando así de manera bien
clara tu caridad para con el género humano.
«Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que fuiste llevado ante Caifás, y tú,
que eres el juez de todos, permitiste humildemente ser entregado a Pilato
para ser juzgado por él.
«Gloria a ti, mi Señor Jesucristo, por las burlas que soportaste cuando
fuiste revestido de púrpura y coronado con punzantes espinas, y aguantaste
con una paciencia inagotable que fuera escupida tu faz gloriosa, que te
taparan los ojos y que unas manos brutales golpearan sin piedad tu mejilla y
tu cuello.
«Alabanza a ti, mi Señor Jesucristo, que te dejaste ligar a la columna para
ser cruelmente flagelado, que permitiste que te llevaran ante el tribunal de
Pilato cubierto de sangre, apareciendo a la vista de todos como el Cordero
inocente.
«Honor a ti, mi Señor Jesucristo, que, con todo tu glorioso cuerpo
ensangrentado, fuiste condenado a muerte de cruz, cargaste sobre tus
sagrados hombros el madero, fuiste llevado inhumanamente al lugar del
suplicio, despojado de tus vestiduras, y así quisiste ser clavado en la
cruz.
«Honor para siempre a ti, mi Señor Jesucristo, que en medio de tales
angustias, te dignaste mirar con amor a tu dignísima madre, que nunca pecó
ni consintió jamás la más leve falta; y, para consolarla, la confiaste a tu
discípulo para que cuidara de ella con toda fidelidad.
«Bendito seas por siempre, mi Señor Jesucristo, que cuando estabas
agonizando, diste a todos los pecadores la esperanza del perdón, al prometer
misericordiosamente la gloria del paraíso al ladrón arrepentido.
«Alabanza eterna a ti, mi Señor Jesucristo, por todos y cada uno de los
momentos que, en la cruz, sufriste las mayores amarguras y angustias por
nosotros, pecadores; porque los dolores agudísimos procedentes de tus
heridas penetraban intensamente en tu alma bienaventurada y atravesaban
cruelmente tu corazón sagrado, hasta que dejó de latir y exhalaste el
espíritu e, inclinando la cabeza, lo encomendaste humildemente a Dios, tu
Padre, quedando tu cuerpo invadido por la rigidez de muerte.
«Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que con tu sangre preciosa y tu
muerte sagrada redimiste las almas y, por tu misericordia, las llevaste del
destierro a la vida eterna.
«Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que, por nuestra salvación,
permitiste que tu costado y tu corazón fueran atravesados por la lanza y,
para redimirnos, hiciste que de él brotara con abundancia tu sangre preciosa
mezclada con agua.
«Gloria a ti, mi Señor Jesucristo, porque quisiste que tu cuerpo bendito
fuera bajado de la cruz por tus amigos, y reclinado en los brazos de tu
afligidísima madre, que ella lo envolviera en lienzos y fuera enterrado en
el sepulcro, permitiendo que unos soldados montaran guardia.
«Honor por siempre a ti, mi Señor Jesucristo, que enviaste el Espíritu Santo
a los corazones de los discípulos y aumentaste en sus almas el inmenso amor
divino.
«Bendito seas tú, glorificado y alabado por los siglos, Señor Jesús, que
estás sentado sobre el trono en tu reino de los cielos, en la gloria de tu
divinidad, viviendo corporalmente con todos tus miembros santísimos, que
tomaste de la carne de la Virgen. Y así has de venir el día del juicio a
juzgar a las almas de todos los vivos y los muertos: tú que vives y reinas
con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.
Bibliografía
En la mejor tradición de la Iglesia se ha acostumbrado siempre leer las
Vidas de los mártires, viendo en ellas el mejor comentario al Evangelio de
Cristo.
–Actas de los mártires, BAC 75, Madrid 1962, 1.185 p., edición bilingüe,
preparada por D. RUIZ BUENO.
–Martirologio, Apostolado Mariano, Sevilla 1991, I,110 p., II,110 p., trad.
BAUDILIO LUIS RUIZ, O.S.B.
–Atti dei martiri, Paoline, Milán 19852, 782 p., traducción y notas de
GIULIANA CALDARELLI.
Sobre el martirio en los primeros siglos de la Iglesia y en nuestro tiempo:
–PAUL ALLARD, Diez lecciones sobre el martirio, Fund. GRATIS DATE, Pamplona
2000, 100 p.; estudia las persecuciones de los primeros siglos.
–CELESTINO DEL NOCE, Il martirio. Testimonianza e spiritualità nei primi
secoli, Studium, Roma 1987, 206 p.
–ANDREA RICCARDI, Il secolo del martirio, Mondadori, Milán 2000, 522 p.; da
cuenta de los mártires cristianos habidos en el siglo XX en todo el mundo.
Sobre los mártires habidos en la Guerra civil española del pasado siglo hay
una literatura abundante, de la que destaco solamente:
–ANTONIO MONTERO MORENO, Historia de la persecución religiosa en España
(1936-1939), BAC 204, Madrid 19982, 883 p.
–VICENTE CÁRCEL ORTÍ, La persecución religiosa en España durante la segunda
República (1931-1939), Rialp, Madrid 1990, 404 p.
–ID., La gran persecución, España 1931-1939; historia de cómo intentaron
aniquilar a la Iglesia católica, Planeta-Testimonio, Barcelona 2000, 370 p.
En esta obra se dice que la persecución que sufrió la Iglesia en España fue
la mayor persecución religiosa de la historia: «de los 6.832 muertos, 4.184
pertenecen al clero secular –incluidos 12 obispos, un administrador
apostólico y los seminaristas–, 2.365 religiosos y 283 religiosas. No es
posible ofrecer cifras ni siquiera aproximadas del número de seglares
católicos asesinados por motivos religiosos, pero fueron probablemente
varios millares... Con lo que tendríamos una cifra aproximada de unos 10.000
mártires» (ib. 209-210).
Además de la canonización de San Maximiliano Kolbe, Juan Pablo II, hasta
1998, había beatificado a 268 mártires del siglo XX, de los cuales 221 eran
españoles, 25 mexicanos, 10 asesinados por el nazismo, y otros varios del
Este europeo, Tailandia, Zaire, etc.
De los mártires españoles del pasado siglo existen biografías numerosas, de
las que cito únicamente:
–VICENTE CÁRCEL ORTÍ, Mártires españoles del siglo XX, BAC 555, Madrid 1995,
659 p. Da la biografía de cada uno de los 217 mártires beatificados hasta
aquella fecha.
–GABRIEL CAMPO VILLEGAS, C.M.F., Ésta es nuestra sangre. 51 claretianos
mártires, Barbastro, agosto 1936, Publicaciones Claretianas, Madrid 1990,
380 p.
–PLÁCIDO Mª (MIGUEL) GIL IMIRIZALDU, O.S.B., «...Iban a la muerte como a una
fiesta». Crónica de un testigo, Monasterio de Leyre, Navarra, 1993, 157 p.
Por esos años hubo también en México una admirable floración de mártires:
–JEAN MEYER, La Cristiada, Siglo XXI, México 19775, vols. I-III.
–JOSÉ MARÍA IRABURU, La Cristiada y los mártires de México, en Hechos de los
apóstoles de América, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 19992, 505-526 p.
Vale la pena recordar, en todo caso, que la mayor persecución religiosa de
la historia cristiana fue realmente la padecida en la Unión Soviética bajo
el comunismo marxista.
Unos 200.000 religiosos fueron asesinados, según reveló, en tiempo de Boris
Yeltsin, una comisión gubernamental rusa presidida por Alexander Yakovlev
(20-I-1998). En el período de 1917 a 1941 fueron eliminados unos 250
obispos. Y de las 48.000 iglesias que había en 1918, quedaron 7.000.
En El libro negro del comunismo (Planeta-Espasa 1998), obra de varios
autores, aunque se proporcionan escasos datos cuantitativos de la
persecución sufrida por los cristianos en la Unión Soviética, se reproducen
textos impresionantes de Lenin y de otros dirigentes marxistas, en los que
se muestran claramente decididos a eliminar la Iglesia en forma «implacable
y despiadada» (p. ej. 146-149).