Benedicto XVI: 6 Catequesis sobre San Agustín
Benedicto
XVI:
San Agustín Padre de la Iglesia
Benedicto XVI
San Agustín - Actividad intelectual
Benedicto XVI -
San Agustín, Armonía entre fe y
razón
Benedicto
XVI Las Obras de San Agustín
Benedicto
XVI: San Agustín, la conversión
Benedicto
XVI:
San Agustín Padre de la Iglesia
Queridos
hermanos y hermanas:
Después de las
grandes festividades navideñas, quiero volver a las meditaciones sobre los
Padres de la Iglesia y hablar hoy del Padre más grande de la Iglesia latina,
san Agustín: hombre de pasión y
de fe, de altísima inteligencia y de incansable solicitud pastoral. Este
gran santo y doctor de la Iglesia a menudo es conocido, al menos de fama,
incluso por quienes ignoran el cristianismo o no tienen familiaridad con él,
porque dejó una huella profundísima en la vida cultural de Occidente y de
todo el mundo.
Por su
singular relevancia, san Agustín ejerció una influencia enorme y podría
afirmarse, por una parte, que todos los caminos de la literatura latina
cristiana llevan a Hipona (hoy Anaba, en la costa de Argelia), lugar donde
era obispo; y, por otra, que de esta ciudad del África romana, de la que san
Agustín fue obispo desde el año 395 hasta su muerte, en el año 430, parten
muchas otras sendas del cristianismo sucesivo y de la misma cultura
occidental.
Pocas veces una
civilización ha encontrado un espíritu tan grande, capaz de acoger sus
valores y de exaltar su riqueza intrínseca, inventando ideas y formas de las
que se alimentarían las generaciones posteriores, como subrayó también Pablo
VI: «Se puede afirmar que todo
el pensamiento de la antigüedad confluye en su obra y que de ella derivan
corrientes de pensamiento que empapan
toda la
tradición doctrinal de los
siglos posteriores»
(AAS, 62, 1970, p. 426:
L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 31 de mayo de 1970, p.
10).
San Agustín es,
además, el Padre de la Iglesia que ha dejado el mayor número de obras. Su
biógrafo, Posidio, dice:
parecía imposible que un hombre pudiera escribir tanto durante su vida. En
un próximo encuentro hablaremos de estas diversas obras. Hoy nuestra
atención se centrará en su vida, que puede reconstruirse a través de sus
escritos, y en particular de las Confesiones, su extraordinaria
autobiografía espiritual, escrita para alabanza de Dios, que es su obra más
famosa. Las Confesiones, precisamente por su atención a la interioridad y a
la psicología, constituyen un modelo único en la literatura occidental, y no
sólo occidental, incluida la no religiosa, hasta la modernidad. Esta
atención a la vida espiritual, al misterio del yo, al misterio de Dios que
se esconde en el yo, es algo extraordinario, sin precedentes, y permanece
para siempre, por decirlo así, como una "cumbre" espiritual.
Pero,
volvamos a su vida. San Agustín nació en Tagaste, en la provincia de
Numidia, en el África romana, el 13 de noviembre del año 354. Era hijo de
Patricio, un pagano que después fue catecúmeno, y de Mónica, cristiana
fervorosa. Esta mujer apasionada, venerada como santa, ejerció en su hijo
una enorme influencia y lo educó en la fe cristiana. San Agustín había
recibido también la sal, como signo de la acogida en el catecumenado. Y
siempre quedó fascinado por la figura de Jesucristo; más aún, dice que
siempre amó a Jesús, pero que se alejó cada vez más de la fe eclesial, de la
práctica eclesial, como sucede también hoy a muchos jóvenes.
San Agustín
tenía también un hermano, Navigio, y una hermana, cuyo nombre desconocemos,
la cual, tras quedar viuda, fue superiora de un monasterio femenino. El
muchacho, de agudísima inteligencia, recibió una buena educación, aunque no
siempre fue un estudiante ejemplar. En cualquier caso, estudió bien la
gramática, primero en su ciudad natal y después en Madaura y, a partir del
año 370, retórica en Cartago, capital del África romana:
llegó a dominar perfectamente el latín, pero no alcanzó el mismo
dominio en griego, ni aprendió el púnico, la lengua de sus paisanos.
Precisamente en
Cartago san Agustín leyó por primera vez el Hortensius, obra de Cicerón que
después se perdió y que se sitúa en el inicio de su camino hacia la
conversión. Ese texto ciceroniano despertó en él el amor por la sabiduría,
como escribirá, siendo ya obispo, en las Confesiones:
«Aquel libro cambió mis aficiones» hasta el punto de que «de repente
me pareció vil toda vana esperanza, y con increíble ardor de corazón deseaba
la inmortalidad de la sabiduría» (III, 4, 7).
Pero, dado
que estaba convencido de que sin Jesús no puede decirse que se ha encontrado
efectivamente la verdad, y dado que en ese libro apasionante faltaba ese
nombre, al acabar de leerlo comenzó a leer la Escritura, la Biblia. Pero
quedó decepcionado, no sólo porque el estilo latino de la traducción de la
sagrada Escritura era deficiente, sino también porque el mismo contenido no
le pareció satisfactorio. En las narraciones de la Escritura sobre guerras y
otras vicisitudes humanas no encontraba la altura de la filosofía, el
esplendor de la búsqueda de la verdad, propio de la filosofía. Sin embargo,
no quería vivir sin Dios; buscaba una religión que respondiera a su deseo de
verdad y también a su deseo de acercarse a Jesús.
De esta
manera, cayó en la red de los maniqueos, que se presentaban como cristianos
y prometían una religión totalmente racional. Afirmaban que el mundo se
divide en dos principios: el bien y el mal. Así se explicaría toda la
complejidad de la historia humana. También la moral dualista atraía a san
Agustín, pues implicaba una moral muy elevada para los elegidos; quienes,
como él, se adherían a esa moral podían llevar una vida mucho más adecuada a
la situación de la época, especialmente los jóvenes.
Por tanto, se
hizo maniqueo, convencido en ese momento de que había encontrado la síntesis
entre racionalidad, búsqueda de la verdad y amor a Jesucristo. Y sacó
también una ventaja concreta para su vida:
la adhesión a los maniqueos abría fáciles perspectivas de carrera.
Adherirse a esa religión, que contaba con muchas personalidades influyentes,
le permitía seguir su relación con una mujer y progresar en su carrera. De
esa mujer tuvo un hijo, Adeodato, al que quería mucho, muy inteligente, que
después estaría presente en su preparación para el bautismo junto al lago de
Como, participando en los Diálogos que san Agustín nos dejó. Por desgracia,
el muchacho falleció prematuramente.
Cuando tenía
alrededor de veinte años, fue profesor de gramática en su ciudad natal, pero
pronto regresó a Cartago, donde se convirtió en un brillante y famoso
maestro de retórica. Con el paso del tiempo, sin embargo, comenzó a alejarse
de la fe de los maniqueos, que le decepcionaron precisamente desde el punto
de vista intelectual, pues eran incapaces de resolver sus dudas; se trasladó
a Roma y después a Milán, donde residía entonces la corte imperial y donde
había obtenido un puesto de prestigio, por recomendación del prefecto de
Roma, el pagano Simaco, que era hostil al obispo de Milán, san Ambrosio.
En Milán,
san Agustín adquirió la costumbre de escuchar, al inicio con el fin de
enriquecer su bagaje retórico, las bellísimas predicaciones del obispo san
Ambrosio, que había sido representante del emperador para el norte de
Italia. El retórico africano quedó fascinado por la palabra del gran prelado
milanés; y no sólo por su retórica. Sobre todo el contenido fue tocando cada
vez más su corazón.
El gran
problema del Antiguo Testamento, de la falta de belleza retórica y de altura
filosófica, se resolvió con las predicaciones de san Ambrosio, gracias a la
interpretación tipológica del Antiguo Testamento:
san Agustín comprendió que todo el Antiguo Testamento es un camino
hacia Jesucristo. De este modo, encontró la clave para comprender la
belleza, la profundidad, incluso filosófica, del Antiguo Testamento; y
comprendió toda la unidad del misterio de Cristo en la historia, así como la
síntesis entre filosofía, racionalidad y fe en el Logos, en Cristo, Verbo
eterno, que se hizo carne.
Pronto san
Agustín se dio cuenta de que la interpretación alegórica de la Escritura y
la filosofía neoplatónica del obispo de Milán le permitían resolver las
dificultades intelectuales que, cuando era más joven, en su primer contacto
con los textos bíblicos, le habían parecido insuperables.
Así, tras la
lectura de los escritos de los filósofos, san Agustín se dedicó a hacer una
nueva lectura de la Escritura y sobre todo de las cartas de san Pablo. Por
tanto, la conversión al cristianismo, el 15 de agosto del año 386, llegó al
final de un largo y agitado camino interior, del que hablaremos en otra
catequesis. Se trasladó al campo, al norte de Milán, junto al lago de Como,
con su madre Mónica, su hijo Adeodato y un pequeño grupo de amigos, para
prepararse al bautismo. Así, a los 32 años, san Agustín fue bautizado por
san Ambrosio el 24 de abril del año 387, durante la Vigilia pascual, en la
catedral de Milán.
Después del
bautismo, san Agustín decidió regresar a África con sus amigos, con la idea
de llevar vida en común, al estilo monástico, al servicio de Dios. Pero en
Ostia, mientras esperaba para embarcarse, su madre repentinamente se enfermó
y poco más tarde murió, destrozando el corazón de su hijo.
Tras
regresar finalmente a su patria, el convertido se estableció en Hipona para
fundar allí un monasterio. En esa ciudad de la costa africana, a pesar de
resistirse, fue ordenado presbítero en el año 391 y comenzó con algunos
compañeros la vida monástica en la que pensaba desde hacía bastante tiempo,
repartiendo su tiempo entre la oración, el estudio y la predicación. Quería
dedicarse sólo al servicio de la verdad; no se sentía llamado a la vida
pastoral, pero después comprendió que la llamada de Dios significaba ser
pastor entre los demás y así ofrecerles el don de la verdad. En Hipona,
cuatro años después, en el año 395, fue consagrado obispo.
Al seguir
profundizando en el estudio de las Escrituras y de los textos de la
tradición cristiana, san Agustín se convirtió en un obispo ejemplar por su
incansable compromiso pastoral:
predicaba varias veces a la semana a sus fieles, ayudaba a los pobres y a
los huérfanos, cuidaba la formación del clero y la organización de
monasterios femeninos y masculinos.
En poco tiempo,
el antiguo retórico se convirtió en uno de los exponentes más importantes
del cristianismo de esa época:
muy activo en el gobierno de su diócesis, también con notables implicaciones
civiles, en sus más de 35 años de episcopado, el obispo de Hipona influyó
notablemente en la dirección de la Iglesia católica del África romana y, más
en general, en el cristianismo de su tiempo, afrontando tendencias
religiosas y herejías tenaces y disgregadoras, como el maniqueísmo, el
donatismo y el pelagianismo, que ponían en peligro la fe cristiana en el
Dios único y rico en misericordia.
Y san Agustín
se encomendó a Dios cada día, hasta el final de su vida:
afectado por la fiebre mientras la ciudad de Hipona se encontraba
asediada desde hacía casi tres meses por los vándalos invasores, como cuenta
su amigo Posidio en la Vita Augustini, el obispo pidió que le transcribieran
con letras grandes los salmos penitenciales "y pidió que colgaran las hojas
en la pared de enfrente, de manera que desde la cama, durante su enfermedad,
los podía ver y leer, y lloraba intensamente sin interrupción" (31, 2). Así
pasaron los últimos días de la vida de san Agustín, que falleció el 28 de
agosto del año 430, sin haber cumplido los 76 años. A sus obras, a su
mensaje y a su experiencia interior dedicaremos los próximos encuentros.
Catequesis 1 Miércoles 9 de
enero de 2008
Benedicto XVI
San Agustín - Actividad intelectual
Queridos
hermanos y hermanas:
Hoy, al
igual que el miércoles pasado, quiero hablar del gran obispo de Hipona, san
Agustín. Cuatro años antes de morir, quiso nombrar a su sucesor. Por eso, el
26 de septiembre del año 426, reunió al pueblo en la basílica de la Paz, en
Hipona, para presentar a los fieles a quien había designado para esa misión.
Dijo: «En esta vida todos somos mortales, pero para cada persona el último
día de esta vida es siempre incierto. Sin embargo, en la infancia se espera
llegar a la adolescencia; en la adolescencia, a la juventud; en la juventud,
a la edad adulta; en la edad adulta, a la edad madura; en la edad madura, a
la vejez. Nadie está seguro de que llegará, pero lo espera. La vejez, por el
contrario, no tiene ante sí otro período en el que poder esperar; su misma
duración es incierta... Yo, por voluntad de Dios, llegué a esta ciudad en el
vigor de mi vida; pero ahora mi juventud ha pasado y ya soy viejo» (Ep. 213,
1).
En ese
momento, san Agustín dio el nombre de su sucesor designado, el sacerdote
Heraclio. La asamblea estalló en un aplauso de aprobación repitiendo
veintitrés veces: «¡Demos gracias a Dios! ¡Alabemos a Cristo!». Con otras
aclamaciones, los fieles aprobaron, además, lo que después dijo san Agustín
sobre sus propósitos para su futuro: quería dedicar los años que le quedaban
a un estudio más intenso de las sagradas Escrituras (cf. Ep. 213, 6).
De hecho, en
los cuatro años siguientes llevó a cabo una extraordinaria actividad
intelectual: escribió obras
importantes, emprendió otras no menos relevantes, mantuvo debates públicos
con los herejes —siempre buscaba el diálogo—, promovió la paz en las
provincias africanas amenazadas por las tribus bárbaras del sur.
En este sentido
escribió al conde Darío, que había ido a África para tratar de solucionar la
disputa entre el conde Bonifacio y la corte imperial, de la que se estaban
aprovechando las tribus de los moros para sus correrías:
«Acabar con la guerra mediante la palabra, y buscar o mantener la paz
con la paz y no con la guerra, es un título de gloria mucho mayor que matar
a los hombres con la espada. Ciertamente, incluso quienes combaten, si son
buenos, buscan sin duda la paz, pero a costa de derramar sangre. Tú, por el
contrario, has sido enviado precisamente para impedir que haya derramamiento
de sangre» (Ep. 229, 2).
Por desgracia,
la esperanza de una pacificación de los territorios africanos quedó
defraudada: en mayo del año 429
los vándalos, invitados a África como venganza por el mismo Bonifacio,
pasaron el estrecho de Gibraltar y penetraron en Mauritania. La invasión se
extendió rápidamente por las otras ricas provincias africanas. En mayo o
junio del año 430, «los destructores del imperio romano», como califica
Posidio a esos bárbaros (Vida, 30, 1), ya rodeaban Hipona, asediándola.
En la ciudad
se había refugiado también Bonifacio, el cual, habiéndose reconciliado
demasiado tarde con la corte, trataba en vano de bloquear el paso a los
invasores. El biógrafo Posidio describe el dolor de san Agustín: «Las
lágrimas eran, más que de costumbre, su pan día y noche y, habiendo llegado
ya al final de su vida, vivía su vejez en la amargura y en el luto más que
los demás» (Vida, 28, 6). Y explica: «Ese hombre de Dios veía las matanzas y
las destrucciones de las ciudades; las casas destruidas en los campos y a
los habitantes asesinados por los enemigos o desplazados; las iglesias sin
sacerdotes y ministros; las vírgenes consagradas y los religiosos dispersos
por doquier; entre ellos, algunos habían desfallecido en las torturas, otros
habían sido asesinados con la espada, otros habían sido hechos prisioneros,
perdida la integridad del alma y del cuerpo e incluso la fe, reducidos a una
dolorosa y larga esclavitud por los enemigos» (ib., 28, 8).
Aunque era
anciano y estaba cansado, san Agustín permaneció en la brecha, confortándose
a sí mismo y a los demás con la oración y con la meditación de los
misteriosos designios de la Providencia. Al respecto, hablaba de la "vejez
del mundo" —y en realidad ese mundo romano era viejo—; hablaba de esta vejez
como lo había hecho ya algunos años antes para consolar a los refugiados
procedentes de Italia, cuando en el año 410 los godos de Alarico invadieron
la ciudad de Roma.
En la vejez
—decía— abundan los achaques: tos, catarro, legañas, ansiedad, agotamiento.
Pero si el mundo envejece, Cristo es siempre joven. Por eso, hacía la
invitación: «No rechaces rejuvenecer con Cristo, incluso en un mundo
envejecido. Él te dice: "No
temas, tu juventud se renovará como la del águila"» (cf. Serm. 81, 8). Por
eso el cristiano no debe abatirse, incluso en situaciones difíciles, sino
que ha de esforzarse por ayudar a los necesitados.
Es lo que el
gran doctor sugiere respondiendo al obispo de Tiabe, Honorato, el cual le
había preguntado si, ante la amenaza de las invasiones bárbaras, un obispo o
un sacerdote o cualquier hombre de Iglesia podía huir para salvar la vida:
«Cuando el peligro es común a todos, es decir, para obispos, clérigos
y laicos, quienes tienen necesidad de los demás no deben ser abandonados por
aquellos de quienes tienen necesidad. En este caso, todos deben refugiarse
en lugares seguros; pero si algunos necesitan quedarse, no los han de
abandonar quienes tienen el deber de asistirles con el ministerio sagrado,
de manera que o se salven juntos o juntos soporten las calamidades que el
Padre de familia quiera que sufran» (Ep. 228, 2). Y concluía:
«Esta es la prueba suprema de la caridad» (ib., 3). ¿Cómo no
reconocer en estas palabras el heroico mensaje que tantos sacerdotes, a lo
largo de los siglos, han acogido y hecho propio?
Mientras
tanto la ciudad de Hipona resistía. La casa-monasterio de san Agustín había
abierto sus puertas para acoger a sus hermanos en el episcopado que pedían
hospitalidad. Entre estos se encontraba también Posidio, que había sido su
discípulo, el cual de este modo pudo dejarnos el testimonio directo de
aquellos últimos y dramáticos días.
«En el tercer
mes de aquel asedio —narra— se acostó con fiebre:
era su última enfermedad» (Vida, 29, 3). El santo anciano aprovechó
aquel momento, finalmente libre, para dedicarse con más intensidad a la
oración. Solía decir que nadie, obispo, religioso o laico, por más
irreprensible que pudiera parecer su conducta, puede afrontar la muerte sin
una adecuada penitencia. Por este motivo, repetía continuamente entre
lágrimas los salmos penitenciales, que tantas veces había recitado con el
pueblo (cf. ib., 31, 2).
Cuanto más
se agravaba su enfermedad, más necesidad sentía el obispo moribundo de
soledad y de oración: «Para que nadie le molestara en su recogimiento, unos
diez días antes de abandonar el cuerpo nos pidió a los presentes que no
dejáramos entrar a nadie en su habitación, a excepción de los momentos en
los que los médicos iban a visitarlo o cuando le llevaban la comida. Su
voluntad se cumplió escrupulosamente y durante todo ese tiempo él se
dedicaba a la oración» (ib., 31, 3). Murió el 28 de agosto del año 430: su
gran corazón finalmente pudo descansar en Dios.
«Para la
inhumación de su cuerpo —informa Posidio— se ofreció a Dios el sacrificio,
al que asistimos, y después fue sepultado» (Vida, 31, 5). Su cuerpo, en
fecha incierta, fue trasladado a Cerdeña y, hacia el año 725, a Pavía, a la
basílica de San Pedro en el Cielo de Oro, donde descansa en la actualidad.
Su primer biógrafo da de él este juicio conclusivo: «Dejó a la Iglesia un
clero muy numeroso, así como monasterios de hombres y de mujeres llenos de
personas con voto de continencia bajo la obediencia de sus superiores,
además de bibliotecas que contenían los libros y discursos suyos y de otros
santos, gracias a los cuales se conoce cuál ha sido por gracia de Dios su
mérito y su grandeza en la Iglesia, y en los cuales los fieles siempre lo
encuentran vivo» (Posidio, Vida, 31, 8).
Es un juicio
que podemos compartir: en sus escritos también nosotros lo «encontramos
vivo». Cuando leo los escritos de san Agustín no tengo la impresión de que
se trate de un hombre que murió hace más o menos mil seiscientos años, sino
que lo siento como un hombre de hoy:
un amigo, un contemporáneo que me habla, que nos habla con su fe
lozana y actual.
En san
Agustín, que nos habla, que me habla a mí en sus escritos, vemos la
actualidad permanente de su fe, de la fe que viene de Cristo, Verbo eterno
encarnado, Hijo de Dios e Hijo del hombre. Y podemos ver que esta fe no es
de ayer, aunque haya sido predicada ayer; es siempre actual, porque Cristo
es realmente ayer, hoy y para siempre. Él es el camino, la verdad y la vida.
De este modo san Agustín nos impulsa a confiar en este Cristo siempre vivo y
a encontrar así el camino de la vida.
Catequesis 2 Miércoles 16 de
enero de 2008
Benedicto XVI -
San Agustín, Armonía entre fe y
razón
Queridos
amigos:
Después de
la Semana de oración por la unidad de los cristianos volvemos hoy a hablar
de la gran figura de san Agustín. Mi querido predecesor Juan Pablo II le
dedicó, en 1986, es decir, en el decimosexto centenario de su conversión, un
largo y denso documento, la carta apostólica Augustinum Hipponensem (cf.
L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de septiembre de 1986,
pp. 15-21). El mismo Papa definió ese texto como «una acción de gracias a
Dios por el don que hizo a la Iglesia, y mediante ella a la humanidad
entera, gracias a aquella admirable conversión» (n. 1).
Sobre el tema
de la conversión hablaré en una próxima audiencia. Es un tema fundamental,
no sólo para su vida personal, sino también para la nuestra. En el evangelio
del domingo pasado el Señor mismo resumió su predicación con la palabra:
"Convertíos". Siguiendo el camino de san Agustín, podríamos meditar
en lo que significa esta conversión:
es algo definitivo, decisivo, pero la decisión fundamental debe
desarrollarse, debe realizarse en toda nuestra vida.
La
catequesis de hoy está dedicada, en cambio, al tema de la fe y la razón, un
tema determinante, o mejor, el tema determinante de la biografía de san
Agustín. De niño había aprendido de su madre, santa Mónica, la fe católica.
Pero siendo adolescente había abandonado esta fe porque ya no lograba ver su
racionalidad y no quería una religión que no fuera también para él expresión
de la razón, es decir, de la verdad. Su sed de verdad era radical y lo llevó
a alejarse de la fe católica. Pero era tan radical que no podía contentarse
con filosofías que no llegaran a la verdad misma, que no llegaran hasta
Dios. Y a un Dios que no fuera sólo una hipótesis cosmológica última, sino
que fuera el verdadero Dios, el Dios que da la vida y que entra en nuestra
misma vida. De este modo, todo el itinerario intelectual y espiritual de san
Agustín constituye un modelo válido también hoy en la relación entre fe y
razón, tema no sólo para hombres creyentes, sino también para todo hombre
que busca la verdad, tema central para el equilibrio y el destino de todo
ser humano.
Estas dos
dimensiones, fe y razón, no deben separarse ni contraponerse, sino que deben
estar siempre unidas. Como escribió san Agustín tras su conversión, fe y
razón son "las dos fuerzas que nos llevan a conocer" (Contra academicos,
III, 20, 43). A este respecto, son justamente célebres sus dos fórmulas (cf.
Sermones, 43, 9) con las que expresa esta síntesis coherente entre fe y
razón: crede ut intelligas
("cree para comprender") —creer abre el camino para cruzar la puerta de la
verdad—, pero también y de manera inseparable, intellige ut credas
("comprende para creer"), escruta la verdad para poder encontrar a Dios y
creer.
Las dos
afirmaciones de san Agustín expresan con gran eficacia y profundidad la
síntesis de este problema, en la que la Iglesia católica ve manifestado su
camino. Históricamente esta síntesis se fue formando, ya antes de la venida
de Cristo, en el encuentro entre la fe judía y el pensamiento griego en el
judaísmo helenístico. Sucesivamente, en la historia, esta síntesis fue
retomada y desarrollada por muchos pensadores cristianos. La armonía entre
fe y razón significa sobre todo que Dios no está lejos:
no está lejos de nuestra razón y de nuestra vida; está cerca de todo
ser humano, cerca de nuestro corazón y de nuestra razón, si realmente nos
ponemos en camino.
San Agustín
experimentó con extraordinaria intensidad esta cercanía de Dios al hombre.
La presencia de Dios en el hombre es profunda y al mismo tiempo misteriosa,
pero puede reconocerse y descubrirse en la propia intimidad:
no hay que salir fuera —afirma el convertido—; "vuelve a ti mismo. La
verdad habita en lo más íntimo del hombre. Y si encuentras que tu naturaleza
es mudable, trasciéndete a ti mismo. Pero, al hacerlo, recuerda que
trasciendes un alma que razona. Así pues, dirígete adonde se enciende la luz
misma de la razón" (De vera religione, 39, 72). Con una afirmación
famosísima del inicio de las Confesiones, autobiografía espiritual escrita
en alabanza de Dios, él mismo subraya:
"Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta
que descanse en ti" (I, 1, 1).
La lejanía
de Dios equivale, por tanto, a la lejanía de sí mismos. "Porque tú —reconoce
san Agustín (Confesiones, III, 6, 11)— estabas más dentro de mí que lo más
íntimo de mí, y más alto que lo supremo de mi ser" ("interior intimo meo et
superior summo meo"), hasta el punto de que, como añade en otro pasaje
recordando el tiempo precedente a su conversión, "tú estabas, ciertamente,
delante de mí, mas yo me había alejado también de mí, y no acertaba a
hallarme, ¡cuánto menos a ti!" (Confesiones, V, 2, 2).
Precisamente
porque san Agustín vivió a fondo este itinerario intelectual y espiritual,
supo presentarlo en sus obras con tanta claridad, profundidad y sabiduría,
reconociendo en otros dos famosos pasajes de las Confesiones (IV, 4, 9 y 14,
22) que el hombre es "un gran enigma" (magna quaestio) y "un gran abismo"
(grande profundum), enigma y abismo que sólo Cristo ilumina y colma. Esto es
importante: quien está lejos de
Dios también está lejos de sí mismo, alienado de sí mismo, y sólo puede
encontrarse a sí mismo si se encuentra con Dios. De este modo logra llegar a
sí mismo, a su verdadero yo, a su verdadera identidad.
El ser humano
—subraya después san Agustín en el De civitate Dei (XII, 27)— es sociable
por naturaleza pero antisocial por vicio, y quien lo salva es Cristo, único
mediador entre Dios y la humanidad, y "camino universal de la libertad y de
la salvación", como repitió mi predecesor Juan Pablo II (Augustinum
Hipponensem, 21). Fuera de este camino, que nunca le ha faltado al género
humano —afirma también san Agustín en esa misma obra— "nadie ha sido
liberado nunca, nadie es liberado y nadie será liberado" (De civitate Dei X,
32, 2). Como único mediador de la salvación, Cristo es cabeza de la Iglesia
y está unido místicamente a ella, hasta el punto de que san Agustín puede
afirmar: "Nos hemos convertido
en Cristo. En efecto, si él es la cabeza, nosotros somos sus miembros; el
hombre total es él y nosotros" (In Iohannis evangelium tractatus, 21, 8).
Según la
concepción de san Agustín, la Iglesia, pueblo de Dios y casa de Dios, está
por tanto íntimamente vinculada al concepto de Cuerpo de Cristo,
fundamentada en la relectura cristológica del Antiguo Testamento y en la
vida sacramental centrada en la Eucaristía, en la que el Señor nos da su
Cuerpo y nos transforma en su Cuerpo. Por tanto, es fundamental que la
Iglesia, pueblo de Dios, en sentido cristológico y no en sentido
sociológico, esté verdaderamente insertada en Cristo, el cual, como afirma
san Agustín en una página hermosísima, "ora por nosotros, ora en nosotros;
nosotros oramos a él; él ora por nosotros como sacerdote; ora en nosotros
como nuestra cabeza; y nosotros oramos a él como a nuestro Dios; por tanto,
reconocemos en él nuestra voz y la suya en nosotros" (Enarrationes in
Psalmos, 85, 1).
En la
conclusión de la carta apostólica Augustinum Hipponensem, Juan Pablo II
pregunta al mismo santo qué quería decir a los hombres de hoy y responde,
ante todo, con las palabras que san Agustín escribió en una carta dictada
poco después de su conversión:
"A mí me parece que hay que conducir de nuevo a los hombres... a la
esperanza de encontrar la verdad" (Ep., 1, 1), la verdad que es Cristo
mismo, Dios verdadero, a quien se dirige una de las oraciones más hermosas y
famosas de las Confesiones (X, 27, 38):
"Tarde te amé, hermosura tan antigua, y tan nueva, tarde te amé. Y he
aquí que tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y fuera te buscaba yo, y me
arrojaba sobre esas hermosuras que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no
estaba contigo. Me mantenían lejos de ti aquellas cosas que, si no
estuviesen en ti, no existirían. Llamaste y gritaste, y rompiste mi sordera;
brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu
fragancia, la respiré y suspiro por ti; te gusté y tengo hambre y sed de ti;
me tocaste y me abrasé en tu paz".
San Agustín
encontró a Dios y durante toda su vida lo experimentó hasta el punto de que
esta realidad —que es ante todo el encuentro con una Persona, Jesús— cambió
su vida, como cambia la de cuantos, hombres y mujeres, en cualquier tiempo,
tienen la gracia de encontrarse con él. Pidamos al Señor que nos dé esta
gracia y nos haga encontrar así su paz.
Catequesis 3 Miércoles 30 de
enero de 2008
Benedicto
XVI Las Obras de San Agustín
Queridos
hermanos y hermanas:
Tras la pausa
de los ejercicios espirituales de la semana pasada, hoy volvemos a presentar
la gran figura de san Agustín, sobre el que ya he hablado varias veces en
las catequesis del miércoles. Es el Padre de la Iglesia que ha dejado el
mayor número de obras, y de ellas quiero hablar hoy brevemente. Algunos de
los escritos de san Agustín son de fundamental importancia, no sólo para la
historia del cristianismo, sino también para la formación de toda la cultura
occidental: el ejemplo más
claro son las Confesiones, sin duda uno de los libros de la antigüedad
cristiana más leídos todavía hoy. Al igual que varios Padres de la Iglesia
de los primeros siglos, aunque en una medida incomparablemente más amplia,
también el obispo de Hipona ejerció una influencia amplia y persistente,
como lo demuestra la sobreabundante tradición manuscrita de sus obras, que
son realmente numerosas.
Él mismo las
revisó algunos años antes de morir en las Retractationes y poco después de
su muerte fueron cuidadosamente registradas en el Indiculus ("índice")
añadido por su fiel amigo Posidio a la biografía de san Agustín, Vita
Augustini. La lista de las obras de san Agustín fue realizada con el
objetivo explícito de salvaguardar su memoria mientras la invasión de los
vándalos se extendía por toda el África romana y contabiliza mil treinta
escritos numerados por su autor, junto con otros "que no pueden numerarse
porque no les puso ningún número".
Posidio,
obispo de una ciudad cercana, dictaba estas palabras precisamente en Hipona,
donde se había refugiado y donde había asistido a la muerte de su amigo, y
casi seguramente se basaba en el catálogo de la biblioteca personal de san
Agustín. Hoy han sobrevivido más de trescientas cartas del obispo de Hipona,
y casi seiscientas homilías, pero estas originalmente eran muchas más, quizá
entre tres mil y cuatro mil, fruto de cuatro décadas de predicación del
antiguo retórico, que había decidido seguir a Jesús, dejando de hablar a los
grandes de la corte imperial para dirigirse a la población sencilla de
Hipona.
En años
recientes, el descubrimiento de un grupo de cartas y de algunas homilías ha
enriquecido nuestro conocimiento de este gran Padre de la Iglesia. "Muchos
libros —escribe Posidio— fueron redactados y publicados por él, muchas
predicaciones fueron pronunciadas en la iglesia, transcritas y corregidas,
ya sea para confutar a herejes ya sea para interpretar las sagradas
Escrituras para edificación de los santos hijos de la Iglesia. Estas obras
—subraya el obispo amigo— son tan numerosas que a duras penas un estudioso
tiene la posibilidad de leerlas y aprender a conocerlas" (Vita Augustini,
18, 9).
Entre la
producción literaria de san Agustín —por tanto, más de mil publicaciones
subdivididas en escritos filosóficos, apologéticos, doctrinales, morales,
monásticos, exegéticos y contra los herejes, además de las cartas y
homilías— destacan algunas obras excepcionales de gran importancia teológica
y filosófica. Ante todo, hay que recordar las Confesiones, antes
mencionadas, escritas en trece libros entre los años 397 y 400 para alabanza
de Dios. Son una especie de autobiografía en forma de diálogo con Dios. Este
género literario refleja precisamente la vida de san Agustín, que no estaba
cerrada en sí misma, dispersa en muchas cosas, sino vivida esencialmente
como un diálogo con Dios y, de este modo, una vida con los demás.
El título
Confesiones indica ya lo específico de esta autobiografía. En el latín
cristiano desarrollado por la tradición de los Salmos, la palabra
confessiones tiene dos significados, que se entrecruzan. Confessiones
indica, en primer lugar, la confesión de las propias debilidades, de la
miseria de los pecados; pero al mismo tiempo, confessiones significa
alabanza a Dios, reconocimiento de Dios. Ver la propia miseria a la luz de
Dios se convierte en alabanza a Dios y en acción de gracias porque
Dios nos ama
y nos acepta, nos transforma y nos eleva hacia sí mismo.
Sobre estas
Confesiones, que tuvieron gran éxito ya en vida de san Agustín, escribió él
mismo: "Han ejercido sobre mí
un gran influjo mientras las escribía y lo siguen ejerciendo todavía cuando
las vuelvo a leer. Hay muchos hermanos a quienes gustan estas obras"
(Retractationes, II, 6): y
tengo que reconocer que yo también soy uno de estos "hermanos". Gracias a
las Confesiones podemos seguir, paso a paso, el camino interior de este
hombre extraordinario y apasionado por Dios.
Menos
difundidas, aunque igualmente originales y muy importantes son, también, las
Retractationes, redactadas en dos libros en torno al año 427, en las que san
Agustín, ya anciano, realiza una labor de "revisión" (retractatio) de toda
su obra escrita, dejando así un documento literario singular y sumamente
precioso, pero también una enseñanza de sinceridad y de humildad
intelectual.
De civitate
Dei, obra imponente y decisiva para el desarrollo del pensamiento político
occidental y para la teología cristiana de la historia, fue escrita entre
los años 413 y 426 en veintidós libros. La ocasión fue el saqueo de Roma por
parte de los godos en el año 410. Muchos paganos de entonces, y también
muchos cristianos, habían dicho:
Roma ha caído, ahora el Dios cristiano y los apóstoles ya no pueden
proteger la ciudad. Durante la presencia de las divinidades paganas, Roma
era caput mundi, la gran capital, y nadie podía imaginar que caería en manos
de los enemigos. Ahora, con el Dios cristiano, esta gran ciudad ya no
parecía segura. Por tanto, el Dios de los cristianos no protegía, no podía
ser el Dios a quien convenía encomendarse. A esta objeción, que también
tocaba profundamente el corazón de los cristianos, responde san Agustín con
esta grandiosa obra, De civitate Dei, aclarando qué es lo que debían
esperarse de Dios y qué es lo que no podían esperar de él, cuál es la
relación entre la esfera política y la esfera de la fe, de la Iglesia. Este
libro sigue siendo una fuente para definir bien la auténtica laicidad y la
competencia de la Iglesia, la grande y verdadera esperanza que nos da la fe.
Este gran libro
es una presentación de la historia de la humanidad gobernada por la divina
Providencia, pero actualmente dividida en dos amores. Y este es el designio
fundamental, su interpretación de la historia, la lucha entre dos amores:
el amor a sí mismo "hasta el desprecio de Dios" y el amor a Dios
"hasta el desprecio de sí mismo", (De civitate Dei, XIV, 28), hasta la plena
libertad de sí mismo para los demás a la luz de Dios. Este es, tal vez, el
mayor libro de san Agustín, de una importancia permanente.
Igualmente
importante es el De Trinitate, obra en quince libros sobre el núcleo
principal de la fe cristiana, la fe en el Dios trino, escrita en dos
tiempos: entre los años 399 y
412 los primeros doce libros, publicados sin saberlo san Agustín, el cual
hacia el año 420 los completó y revisó toda la obra. En ella reflexiona
sobre el rostro de Dios y trata de comprender este misterio de Dios, que es
único, el único creador del mundo, de todos nosotros:
precisamente este Dios único es trinitario, un círculo de amor. Trata
de comprender el misterio insondable:
precisamente su ser trinitario, en tres Personas, es la unidad más
real y profunda del único Dios.
El libro De
doctrina christiana es, en cambio, una auténtica introducción cultural a la
interpretación de la Biblia y, en definitiva, al cristianismo mismo, y tuvo
una importancia decisiva en la formación de la cultura occidental.
Con gran
humildad, san Agustín fue ciertamente consciente de su propia talla
intelectual. Pero para él era más importante llevar el mensaje cristiano a
los sencillos que redactar grandes obras de elevado nivel teológico. Esta
intención profunda, que le guió durante toda su vida, se manifiesta en una
carta escrita a su colega Evodio, en la que le comunica la decisión de dejar
de dictar por el momento los libros del De Trinitate, "pues son demasiado
densos y creo que son pocos los que los pueden entender; urgen más textos
que esperamos sean útiles a muchos" (Epistulae, 169, 1, 1). Por tanto, para
él era más útil comunicar la fe de manera comprensible para todos, que
escribir grandes obras teológicas.
La gran
responsabilidad que sentía por la divulgación del mensaje cristiano se
encuentra en el origen de escritos como el De catechizandis rudibus, una
teoría y también una práctica de la catequesis, o el Psalmus contra partem
Donati. Los donatistas eran el gran problema del África de san Agustín, un
cisma específicamente africano. Los donatistas afirmaban:
la auténtica cristiandad es la africana. Se oponían a la unidad de la
Iglesia. Contra este cisma el gran obispo luchó durante toda su vida,
tratando de convencer a los donatistas de que incluso la africanidad sólo
puede ser verdadera en la unidad. Y para que le entendieran los sencillos,
los que no podían comprender el gran latín del retórico, dijo:
tengo que escribir incluso con errores gramaticales, en un latín muy
simplificado. Y lo hizo, sobre todo en este Psalmus, una especie de poesía
sencilla contra los donatistas para ayudar a toda la gente a comprender que
sólo en la unidad de la Iglesia se realiza realmente para todos nuestra
relación con Dios y crece la paz en el mundo.
En esta
producción destinada a un público más amplio reviste particular importancia
su gran número de homilías, con frecuencia improvisadas, transcritas por
taquígrafos durante la predicación e inmediatamente puestas en circulación.
Entre estas destacan las bellísimas Enarrationes in Psalmos, muy leídas en
la Edad Media. La publicación de las miles de homilías de san Agustín —con
frecuencia sin el control del autor— explica su amplia difusión y su
dispersión sucesiva, así como su vitalidad. Inmediatamente las predicaciones
del obispo de Hipona, por la fama del autor, se convirtieron en textos
sumamente requeridos. Para los demás obispos y sacerdotes servían también de
modelos, adaptados a contextos siempre nuevos.
En la
tradición iconográfica, un fresco de Letrán que se remonta al siglo VI,
representa a san Agustín con un libro en la mano (véase la foto), no sólo
para expresar su producción literaria, que tanta influencia ejerció en la
mentalidad y en el pensamiento cristianos, sino también para expresar su
amor por los libros, por la lectura y el conocimiento de la gran cultura
precedente. A su muerte, cuenta Posidio, no dejó nada, pero "recomendaba
siempre que se conservara diligentemente para las futuras generaciones la
biblioteca de la iglesia con todos sus códices", sobre todo los de sus
obras. En estas, subraya Posidio, san Agustín está "siempre vivo" y es muy
útil para quien lee sus escritos, aunque —concluye— "creo que pudieron sacar
más provecho de su contacto los que lo pudieron ver y escuchar cuando
hablaba personalmente en la iglesia, y sobre todo los que fueron testigos de
su vida cotidiana entre la gente" (Vita Augustini, 31).
Sí, también
a nosotros nos hubiera gustado poderlo escuchar vivo. Pero sigue realmente
vivo en sus escritos, está presente en nosotros y de este modo vemos también
la permanente vitalidad de la fe por la que dio toda su vida.
Catequesis 4 miércoles 20 de
febrero de 2008
Benedicto
XVI: San Agustín, la conversión
Queridos
hermanos y hermanas:
Con el
encuentro de hoy quiero concluir la presentación de la figura de san
Agustín. Después de comentar su vida, sus obras, y algunos aspectos de su
pensamiento, hoy quiero volver a hablar de su experiencia interior, que hizo
de él uno de los más grandes convertidos de la historia cristiana. A esta
experiencia dediqué en particular mi reflexión durante la peregrinación que
realicé a Pavía, el año pasado, para venerar los restos mortales de este
Padre de la Iglesia. De ese modo le expresé el homenaje de toda la Iglesia
católica, y al mismo tiempo manifesté mi personal devoción y reconocimiento
con respecto a una figura a la que me siento muy unido por el influjo que ha
tenido en mi vida de teólogo, de sacerdote y de pastor.
Todavía hoy
es posible revivir la historia de san Agustín sobre todo gracias a las
Confesiones, escritas para alabanza de Dios, que constituyen el origen de
una de las formas literarias más específicas de Occidente, la autobiografía,
es decir, la expresión personal de la propia conciencia. Pues bien,
cualquiera que se acerque a este extraordinario y fascinante libro, muy
leído todavía hoy, fácilmente se da cuenta de que la conversión de san
Agustín no fue repentina ni se realizó plenamente desde el inicio, sino que
puede definirse más bien como un auténtico camino, que sigue siendo un
modelo para cada uno de nosotros.
Ciertamente,
este itinerario culminó con la conversión y después con el bautismo, pero no
se concluyó en aquella Vigilia pascual del año 387, cuando en Milán el
retórico africano fue bautizado por el obispo san Ambrosio. El camino de
conversión de san Agustín continuó humildemente hasta el final de su vida, y
se puede decir con verdad que sus diferentes etapas —se pueden distinguir
fácilmente tres— son una única y gran conversión.
San Agustín
buscó apasionadamente la verdad: lo hizo desde el inicio y después durante
toda su vida. La primera etapa en su camino de conversión se realizó
precisamente en el acercamiento progresivo al cristianismo. En realidad,
había recibido de su madre, santa Mónica, a la que siempre estuvo muy unido,
una educación cristiana y, a pesar de que en su juventud había llevado una
vida desordenada, siempre sintió una profunda atracción por Cristo, habiendo
bebido con la leche materna, como él mismo subraya (cf. Confesiones, III, 4,
8), el amor al nombre del Señor.
Pero también
la filosofía, sobre todo la platónica, había contribuido a acercarlo más a
Cristo, manifestándole la existencia del Logos, la razón creadora. Los
libros de los filósofos le indicaban que existe la razón, de la que procede
todo el mundo, pero no le decían cómo alcanzar este Logos, que parecía tan
lejano. Sólo la lectura de las cartas de san Pablo, en la fe de la Iglesia
católica, le reveló plenamente la verdad. San Agustín sintetizó esta
experiencia en una de las páginas más famosas de las Confesiones: cuenta
que, en el tormento de sus reflexiones, habiéndose retirado a un jardín,
escuchó de repente una voz infantil que repetía una cantilena que nunca
antes había escuchado: «tolle, lege; tolle, lege», «toma, lee; toma, lee»
(VIII, 12, 29). Entonces se acordó de la conversión de san Antonio, padre
del monaquismo, y solícitamente volvió a tomar el códice de san Pablo que
poco antes tenía en sus manos: lo abrió y la mirada se fijó en el pasaje de
la carta a los Romanos donde el Apóstol exhorta a abandonar las obras de la
carne y a revestirse de Cristo (Rm 13, 13-14).
Había
comprendido que esas palabras, en aquel momento, se dirigían personalmente a
él, procedían de Dios a través del Apóstol y le indicaban qué debía hacer en
ese momento. Así sintió cómo se disipaban las tinieblas de la duda y quedaba
libre para entregarse totalmente a Cristo: «Habías convertido a ti mi ser»,
comenta (Confesiones, VIII, 12, 30). Esta fue la conversión primera y
decisiva.
El retórico
africano llegó a esta etapa fundamental de su largo camino gracias a su
pasión por el hombre y por la verdad, pasión que lo llevó a buscar a Dios,
grande e inaccesible. La fe en Cristo le hizo comprender que en realidad
Dios no estaba tan lejos como parecía. Se había hecho cercano a nosotros,
convirtiéndose en uno de nosotros. En este sentido, la fe en Cristo llevó a
cumplimiento la larga búsqueda de san Agustín en el camino de la verdad.
Sólo un Dios que se ha hecho «tocable», uno de nosotros, era realmente un
Dios al que se podía rezar, por el cual y en el cual se podía vivir.
Es un camino
que hay que recorrer con valentía y al mismo tiempo con humildad, abiertos a
una purificación permanente, que todos necesitamos siempre. Pero, como hemos
dicho, el camino de san Agustín no había concluido con aquella Vigilia
pascual del año 387. Al regresar a África, fundó un pequeño monasterio y se
retiró a él, junto a unos pocos amigos, para dedicarse a la vida
contemplativa y al estudio. Este era el sueño de su vida. Ahora estaba
llamado a vivir totalmente para la verdad, con la verdad, en la amistad de
Cristo, que es la verdad. Un hermoso sueño que duró tres años, hasta que,
contra su voluntad, fue consagrado sacerdote en Hipona y destinado a servir
a los fieles. Ciertamente siguió viviendo con Cristo y por Cristo, pero al
servicio de todos. Esto le resultaba muy difícil, pero desde el inicio
comprendió que sólo podía realmente vivir con Cristo y por Cristo viviendo
para los demás, y no simplemente para su contemplación privada.
Así,
renunciando a una vida consagrada sólo a la meditación, san Agustín
aprendió, a menudo con dificultad, a poner a disposición el fruto de su
inteligencia para beneficio de los demás. Aprendió a comunicar su fe a la
gente sencilla y a vivir así para ella en aquella ciudad que se convirtió en
su ciudad, desempeñando incansablemente una actividad generosa y pesada, que
describe con estas palabras en uno de sus bellísimos sermones:
«Continuamente predicar, discutir, reprender, edificar, estar a disposición
de todos, es una gran carga y un gran peso, una enorme fatiga» (Serm. 339,
4). Pero cargó con este peso, comprendiendo que precisamente así podía estar
más cerca de Cristo. Su segunda conversión consistió en comprender que se
llega a los demás con sencillez y humildad.
Pero hay una
última etapa en el camino de san Agustín, una tercera conversión: la que lo
llevó a pedir perdón a Dios cada día de su vida. Al inicio, había pensado
que una vez bautizado, en la vida de comunión con Cristo, en los
sacramentos, en la celebración de la Eucaristía, iba a llegar a la vida
propuesta en el Sermón de la montaña: a la perfección donada en el bautismo
y reconfirmada en la Eucaristía. En la última parte de su vida comprendió
que no era verdad lo que había dicho en sus primeras predicaciones sobre el
Sermón de la montaña: es decir, que nosotros, como cristianos, vivimos ahora
permanentemente este ideal. Sólo Cristo mismo realiza verdadera y
completamente el Sermón de la montaña. Nosotros siempre tenemos necesidad de
ser lavados por Cristo, que nos lava los pies, y de ser renovados por él.
Tenemos necesidad de una conversión permanente. Hasta el final necesitamos
esta humildad que reconoce que somos pecadores en camino, hasta que el Señor
nos da la mano definitivamente y nos introduce en la vida eterna. San
Agustín murió con esta última actitud de humildad, vivida día tras día.
Esta actitud
de humildad profunda ante el único Señor Jesús lo introdujo en la
experiencia de una humildad también intelectual. San Agustín, que es una de
las figuras más grandes en la historia del pensamiento, en los últimos años
de su vida quiso someter a un lúcido examen crítico sus numerosísimas obras.
Surgieron así las Retractationes («Revisiones»), que de este modo introducen
su pensamiento teológico, verdaderamente grande, en la fe humilde y santa de
aquella a la que llama sencillamente con el nombre de Catholica, es decir,
la Iglesia. «He comprendido —escribe precisamente en este originalísimo
libro (I, 19, 1-3)— que uno sólo es verdaderamente perfecto y que las
palabras del Sermón de la montaña sólo se realizan totalmente en uno solo:
en Jesucristo mismo. Toda la Iglesia, por el contrario —todos nosotros,
incluidos los Apóstoles—, debemos rezar cada día: Perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden».
San Agustín,
convertido a Cristo, que es verdad y amor, lo siguió durante toda la vida y
se transformó en un modelo para todo ser humano, para todos nosotros, en la
búsqueda de Dios. Por eso quise concluir mi peregrinación a Pavía volviendo
a entregar espiritualmente a la Iglesia y al mundo, ante la tumba de este
gran enamorado de Dios, mi primera encíclica, Deus caritas est, la cual, en
efecto, debe mucho, sobre todo en su primera parte, al pensamiento de san
Agustín.
También hoy,
como en su época, la humanidad necesita conocer y sobre todo vivir esta
realidad fundamental: Dios es amor y el encuentro con él es la única
respuesta a las inquietudes del corazón humano, un corazón en el que vive la
esperanza —quizá todavía oscura e inconsciente en muchos de nuestros
contemporáneos—, pero que para nosotros los cristianos abre ya hoy al
futuro, hasta el punto de que san Pablo escribió que «en esperanza fuimos
salvados» (Rm 8, 24). A la esperanza he dedicado mi segunda encíclica, Spe
salvi, la cual también debe mucho a san Agustín y a su encuentro con Dios.
En un
escrito sumamente hermoso, san Agustín define la oración como expresión del
deseo y afirma que Dios responde ensanchando hacia él nuestro corazón. Por
nuestra parte, debemos purificar nuestros deseos y nuestras esperanzas para
acoger la dulzura de Dios (cf. In I Ioannis, 4, 6). Sólo ella nos salva,
abriéndonos también a los demás. Pidamos, por tanto, para que en nuestra
vida se nos conceda cada día seguir el ejemplo de este gran convertido,
encontrando como él en cada momento de nuestra vida al Señor Jesús, el único
que nos salva, nos purifica y nos da la verdadera alegría, la verdadera
vida.
Catequesis 5 Miércoles 27 de
febrero de 2008
Benedicto XVI
San Agustín
La Búsqueda de la
verdad
Queridos
hermanos y hermanas:
En la vida
de cada uno de nosotros hay personas muy queridas, que sentimos
particularmente cercanas; algunas están ya en los brazos de Dios, otras
comparten aún con nosotros el camino de la vida: son nuestros padres, los
familiares, los educadores; son personas a las que hemos hecho el bien o de
las que hemos recibido el bien; son personas con las que sabemos que podemos
contar. Es importante, sin embargo, tener también «compañeros de viaje» en
el camino de nuestra vida cristiana: pienso en el director espiritual, en el
confesor, en las personas con las que se puede compartir la propia
experiencia de fe, pero pienso también en la Virgen María y en los santos.
Cada uno debería tener algún santo que le sea familiar, para sentirlo cerca
con la oración y la intercesión, pero también para imitarlo. Quiero
invitaros, por tanto, a conocer más a los santos, empezando por aquel cuyo
nombre lleváis, leyendo su vida, sus escritos. Estad seguros de que se
convertirán en buenos guías para amar cada vez más al Señor y en ayudas
válidas para vuestro crecimiento humano y cristiano.
Como sabéis,
yo también estoy unido de modo especial a algunas figuras de santos: entre
estas, además de san José y san Benito, de quienes llevo el nombre, y de
otros, está san Agustín, a quien tuve el gran don de conocer de cerca, por
decirlo así, a través del estudio y la oración, y que se ha convertido en un
buen «compañero de viaje» en mi vida y en mi ministerio. Quiero subrayar una
vez más un aspecto importante de su experiencia humana y cristiana, actual
también en nuestra época, en la que parece que el relativismo es,
paradójicamente, la «verdad» que debe guiar el pensamiento, las decisiones y
los comportamientos.
San Agustín
fue un hombre que nunca vivió con superficialidad; la sed, la búsqueda
inquieta y constante de la Verdad es una de las características de fondo de
su existencia; pero no la de las «pseudo-verdades» incapaces de dar paz
duradera al corazón, sino de aquella Verdad que da sentido a la existencia y
es la «morada» en la que el corazón encuentra serenidad y alegría. Su
camino, como sabemos, no fue fácil: creyó encontrar la Verdad en el
prestigio, en la carrera, en la posesión de las cosas, en las voces que le
prometían la felicidad inmediata; cometió errores, sufrió tristezas, afrontó
fracasos, pero nunca se detuvo, nunca se contentó con lo que le daba sólo un
hilo de luz; supo mirar en lo íntimo de sí mismo y, como escribe en las
Confesiones, se dio cuenta de que esa Verdad, ese Dios que buscaba con sus
fuerzas, era más íntimo a él que él mismo, había estado siempre a su lado,
nunca lo había abandonado y estaba a la espera de poder entrar de forma
definitiva en su vida (cf. III, 6, 11; X, 27, 38). Como dije comentando la
reciente película sobre su vida, san Agustín comprendió, en su inquieta
búsqueda, que no era él quien había encontrado la Verdad, sino que la Verdad
misma, que es Dios, lo persiguió y lo encontró (cf. L'Osservatore Romano,
edición semanal en lengua española, 4 de septiembre de 2009, p. 3). Romano
Guardini, comentando un pasaje del capítulo III de las Confesiones, afirma:
san Agustín comprendió que Dios es «gloria que nos pone de rodillas, bebida
que apaga la sed, tesoro que hace felices, [...él tuvo] la tranquilizadora
certeza de quien por fin comprendió, pero también la bienaventuranza del
amor que sabe: esto es todo y me basta» (Pensatori religiosi, Brescia 2001,
p. 177).
También en
las Confesiones, en el libro IX, nuestro santo refiere una conversación con
su madre, santa Mónica —cuya memoria se celebra el próximo viernes, pasado
mañana—. Es una escena muy hermosa: él y su madre están en Ostia, en un
albergue, y desde la ventana ven el cielo y el mar, y trascienden cielo y
mar, y por un momento tocan el corazón de Dios en el silencio de las
criaturas. Y aquí aparece una idea fundamental en el camino hacia la Verdad:
las criaturas deben callar para que reine el silencio en el que Dios puede
hablar. Esto es verdad siempre, también en nuestro tiempo: a veces se tiene
una especie de miedo al silencio, al recogimiento, a pensar en los propios
actos, en el sentido profundo de la propia vida; a menudo se prefiere vivir
sólo el momento fugaz, esperando ilusoriamente que traiga felicidad
duradera; se prefiere vivir, porque parece más fácil, con superficialidad,
sin pensar; se tiene miedo de buscar la Verdad, o quizás se tiene miedo de
que la Verdad nos encuentre, nos aferre y nos cambie la vida, como le
sucedió a san Agustín.
Queridos
hermanos y hermanas, quiero decir a todos, también a quienes atraviesan un
momento de dificultad en su camino de fe, a quienes participan poco en la
vida de la Iglesia o a quienes viven «como si Dios no existiese», que no
tengan miedo de la Verdad, que no interrumpan nunca el camino hacia ella,
que no cesen nunca de buscar la verdad profunda sobre sí mismos y sobre las
cosas con el ojo interior del corazón. Dios no dejará de dar luz para hacer
ver y calor para hacer sentir al corazón que nos ama y que desea ser amado.
Que la
intercesión de la Virgen María, de san Agustín y de santa Mónica nos
acompañe en este camino.
Catequesis 6
Miércoles 25 de agosto de 2010