Concilio Vaticano II: Recuerdos de Benedicto XVI
Señor Cardenal,
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio
Para mí es un don especial de la Providencia el poder ver aún a mi clero, el
clero de Roma, antes de abandonar el ministerio petrino. Es siempre una gran
alegría ver que la Iglesia vive, cómo está viva en Roma; hay pastores que
guían la grey del Señor en el espíritu del Pastor Supremo. Es un clero
realmente católico, universal, y esto se corresponde con la esencia de la
Iglesia de Roma: llevar en sí misma la universalidad, la catolicidad de
todas las naciones, de todas las razas, de todas las culturas. Al mismo
tiempo, estoy muy agradecido al Cardenal Vicario, que ayuda a despertar, a
encontrar las vocaciones en la misma Roma, puesto que, si por un lado Roma
debe ser la la ciudad de la universalidad, también debe ser una ciudad con
una fe fuerte y robusta, de la cual surgen también vocaciones. Y estoy
convencido de que, con la ayuda del Señor, podemos encontrar las vocaciones
que él mismo nos da, guiarlas y ayudarlas a madurar, para que puedan así
servir en el trabajo en la viña del Señor.
Hoy habéis profesado el Credo ante la tumba de San Pedro: me parece un acto
muy apropiado en el Año de la fe, tal vez necesario, que el clero de Roma se
reúna en la tumba del apóstol al que el Señor le dijo: «Te encomiendo mi
Iglesia. Sobre ti edifico mi Iglesia» (cf. Mt 16,18-19). Ante el Señor, y
junto con Pedro, habéis confesado: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo»
(cf. Mt 16,15-16). Así es como crece la Iglesia: junto a Pedro, confesando a
Cristo, siguiendo a Cristo. Y hagamos siempre así. Estoy muy agradecido por
vuestras oraciones, que he sentido— como dije el miércoles— casi
físicamente. Aunque ahora me retiro, estoy siempre cerca de todos vosotros
en la oración, y estoy seguro de que también vosotros estaréis cercanos a
mí, aunque para el mundo estaré oculto.
Dadas las condiciones de mi edad, no he podido preparar un grande y
verdadero discurso, como podría esperarse; pienso más bien en una pequeña
charla sobre el Concilio Vaticano II, tal como yo lo he visto. Comienzo con
una anécdota: en el año 59, yo había sido nombrado profesor de la
Universidad de Bonn, donde asisten los estudiantes, los seminaristas de la
diócesis de Colonia y de otras diócesis vecinas. Por tanto, tuve contactos
con el arzobispo de Colonia, el cardenal Frings. El Cardenal Siri, de Génova
—en el año 61, creo— organizó una serie de conferencias de diversos
cardenales sobre el Concilio, e invitó también al arzobispo de Colonia a dar
una de las conferencias, con el título: El Concilio y el mundo del
pensamiento moderno.
El cardenal me invitó —al más joven de los profesores— a que le escribiera
un borrador; el proyecto le gustó, y presentó al público de Génova el texto
tal como yo lo había escrito. Poco después, el Papa Juan le llamó para que
fuera a verle, y el cardenal estaba lleno de miedo, porque tal vez había
dicho algo incorrecto, falso, y se le llamaba para un reproche, incluso para
retirarle la púrpura. Sí, cuando su secretario le vestía para la audiencia,
dijo el cardenal: «Tal vez llevo ahora esta vestimenta por última vez».
Después entró, y el Papa Juan se acerca, lo abraza, y le dice: «Gracias,
Eminencia, usted ha dicho lo que yo quería decir, pero no encontraba las
palabras apropiadas». Así, el cardenal sabía que estaba en el camino
correcto y me invitó a ir con él al Concilio; primero como su experto
personal y después, durante el primer periodo —en noviembre de 1962, me
parece—, fui nombrado también perito oficial del Concilio.
Así pues, fuimos al Concilio no sólo con alegría, sino con entusiasmo. Había
una expectativa increíble. Esperábamos que todo se renovase, que llegara
verdaderamente un nuevo Pentecostés, una nueva era de la Iglesia, porque la
Iglesia era aún bastante robusta en aquel tiempo, la práctica dominical
todavía buena, las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa ya se
habían reducido algo, pero aún eran suficientes. No obstante, se sentía que
la Iglesia no avanzaba, se reducía; que parecía una realidad del pasado y no
la portadora del futuro. Y, en aquel momento, esperábamos que esta relación
se renovara, cambiara; que la Iglesia fuera de nuevo una fuerza del mañana y
una fuerza del hoy. Y sabíamos que la relación entre la Iglesia y el periodo
moderno, desde el principio, era un poco contrastante, comenzando con el
error de la Iglesia en el caso de Galileo Galilei; se pensaba corregir este
comienzo equivocado y encontrar de nuevo la unión entre la Iglesia y las
mejores fuerzas del mundo, para abrir el futuro de la humanidad, para abrir
el verdadero progreso. Estábamos, pues, llenos de esperanza, de entusiasmo,
y también de ganas de hacer nuestra parte para ello. Me acuerdo que se
consideraba el Sínodo Romano como un modelo negativo. Se decía —no sé si era
cierto— que habían leído en la Basílica de San Juan los textos ya
preparados, y que los miembros del Sínodo habían aclamado, aprobado
aplaudiendo, y así se había celebrado el Sínodo. Los obispos dijeron: «No,
no hagamos así. Somos obispos, y somos nosotros mismos el sujeto del Sínodo;
no queremos únicamente aprobar lo que se ha hecho, sino que queremos ser el
sujeto, los portadores del Concilio. Así, hasta el cardenal Frings, famoso
por su fidelidad absoluta al Santo Padre, casi escrupulosa, dijo en este
caso: «Estamos aquí con otra función. El Papa nos ha convocado para ser como
Padres, para ser Concilio ecuménico, un sujeto que renueve la Iglesia. Así
queremos asumir este encargo nuestro».
Esta actitud se manifestó inmediatamente en el primer momento, el primer
día. En este primer día estaba prevista la elección de las Comisiones, y se
habían preparado las listas y los nombres, de manera —se intentaba—
imparcial; y se debían votar estas listas. Pero los Padres dijeron
inmediatamente: «No, no queremos simplemente votar listas ya preparadas.
Nosotros somos el sujeto». Entonces se tuvieron que aplazar las elecciones,
porque los Padres mismos querían conocerse un poco, querían preparar ellos
mismos las listas. Y así se hizo. El cardenal Lienart de Lille, el cardenal
Frings de Colonia, habían dicho públicamente: «Así no. Queremos hacer
nuestras listas y elegir a nuestros candidatos». No era un acto
revolucionario, sino un acto de conciencia, de responsabilidad por parte de
los Padres Conciliares.
Comenzó así una intensa actividad para conocerse unos a otros,
horizontalmente, algo que no se dejó al azar. En el «Collegio dell’Anima»,
donde me alojaba, tuvimos muchas visitas. El Cardenal era muy conocido, y
vimos cardenales de todo el mundo. Me acuerdo bien de la figura alta y
delgada de monseñor Etchegaray, que era Secretario de la Conferencia
Episcopal Francesa, de los encuentros con los cardenales, etc. Después, esto
se hizo típico durante todo el Concilio: pequeños encuentros transversales.
Así conocí a grandes figuras, como el Padre de Lubac, Daniélou, Congar, y
otros. Conocimos diversos obispos; recuerdo particularmente al obispo
Elchinger, de Estrasburgo, y así sucesivamente. Esta fue una experiencia de
la universalidad de la Iglesia y de la realidad concreta de la Iglesia, que
no recibe simplemente imperativos desde arriba, sino que crece y va
adelante, naturalmente bajo la dirección del Sucesor de Pedro.
Como ya he dicho, todos venían con grandes expectativas; pero nunca se había
celebrado un Concilio de estas dimensiones, y no todos sabían cómo proceder.
Los más preparados —aquellos, digamos, con intenciones más definidas—, eran
el episcopado francés, alemán, belga, holandés: la llamada «alianza
renana».Y, en la primera parte del Concilio, eran ellos los que indicaban el
rumbo; después se amplió rápidamente la actividad y todos participaban cada
vez más en la creatividad del Concilio. Los franceses y los alemanes tenían
diversos intereses en común, aunque con matices bastante diferentes. El
primer objetivo, inicial, simple —aparentemente simple— era la reforma de la
liturgia, que había comenzado ya con el Papa Pío XII, reformando la Semana
Santa; el segundo, la eclesiología; el tercero, la Palabra de Dios, la
Revelación y, finalmente, también el ecumenismo. Mucho más que los alemanes,
los franceses tenían también el problema de tratar la situación de las
relaciones entre la Iglesia y el mundo.
Comencemos con el primero. Tras la Primera Guerra Mundial, había ido
creciendo precisamente en Europa Central y Occidental el movimiento
litúrgico, un redescubrimiento de la riqueza y profundidad de la liturgia,
que hasta entonces estaba casi encerrada en el Misal Romano del sacerdote,
mientras que el pueblo rezaba con sus propios libros de oraciones,
compuestos según el corazón de la gente; se trataba de este modo de traducir
el alto contenido, el lenguaje elevado de la liturgia clásica, en palabras
más emotivas, más cercanas al corazón del pueblo. Pero eran como dos
liturgias paralelas: el sacerdote con los monaguillos, que celebraba la Misa
según el Misal, y al mismo tiempo los laicos, que rezaban en la Misa con sus
libros de oración, sabiendo básicamente lo que se hacía en el altar. Pero
ahora se había redescubierto precisamente la belleza, la profundidad, la
riqueza histórica, humana y espiritual del Misal, y la necesidad de que no
fuera sólo un representante del pueblo, un pequeño monaguillo, el que
dijera: «Et cum spiritu tuo»..., sino que hubiera realmente un diálogo entre
el sacerdote y el pueblo; que la liturgia del altar y la liturgia de la
gente fuera realmente una única liturgia, una participación activa; que la
riqueza llegara al pueblo. Y así la liturgia se ha redescubierto, se ha
renovado.
Ahora, en retrospectiva, creo que fue muy acertado comenzar por la liturgia.
Así se manifiesta la primacía de Dios, la primacía de la adoración: «Operi
Dei nihil praeponatur». Esta sentencia de la Regla de san Benito (cf. 43,3)
aparece así como la suprema regla del Concilio. Alguno criticaba que el
Concilio hablara de muchas cosas, pero no de Dios. Pero sí que habló de
Dios. Y su primer y sustancial acto fue hablar de Dios y abrir a todos, al
pueblo santo por entero, a la adoración de Dios en la celebración común de
la liturgia del Cuerpo y la Sangre de Cristo. En este sentido, más allá de
los aspectos prácticos que desaconsejaban iniciar de inmediato con temas
polémicos, digamos que fue realmente providencial el que en los comienzos
del Concilio estuviera la liturgia, estuviera Dios, estuviera la adoración.
No quisiera entrar ahora en los detalles de la discusión, pero siempre vale
la pena volver, más allá de las aplicaciones prácticas, al Concilio mismo, a
su profundidad y a sus ideas esenciales.
Diría que había varias: sobre todo el Misterio pascual como centro del ser
cristiano, y por tanto de la vida cristiana, del año, del tiempo cristiano,
expresado en el tiempo pascual y en el domingo, que siempre es el día de la
Resurrección. Siempre recomenzamos nuestro tiempo con la Resurrección, con
el encuentro con el Resucitado y, a partir del encuentro con el Resucitado,
vamos al mundo. En este sentido, es una pena que actualmente el domingo se
haya transformado en el fin de semana, cuando es la primera jornada, es el
inicio; interiormente debemos tener presente esto: que es el inicio, el
inicio de la Creación, el inicio de la recreación en la Iglesia, encuentro
con el Creador y con Cristo Resucitado. También este doble contenido del
domingo es importante: es el primer día, o sea, fiesta de la Creación:
estamos en el fundamento de la Creación, creemos en el Dios Creador; y es
encuentro con el Resucitado, que renueva la Creación; su verdadero objetivo
es crear un mundo que sea respuesta al amor de Dios.
También había algunos principios: la inteligibilidad, en lugar de quedar
encerrados en una lengua desconocida, no hablada, y también la participación
activa. Lamentablemente, estos principios también se han malentendido.
Inteligibilidad no quiere decir banalidad, porque los grandes textos de la
liturgia —aunque se hablen, gracias a Dios, en lengua materna— no son
fácilmente inteligibles; necesitan una formación permanente del cristiano
para que crezca y entre cada vez con mayor profundidad en el misterio y así
pueda comprender. Y también la Palabra de Dios. Cuando pienso día tras día
en la lectura del Antiguo Testamento, y también en la lectura de las
epístolas paulinas, de los evangelios, ¿quién podría decir que entiende
inmediatamente sólo porque está en su propia lengua? Sólo una formación
permanente del corazón y de la mente puede realmente crear inteligibilidad y
una participación que es más que una actividad exterior, que es un entrar de
la persona, de mi ser, en la comunión de la Iglesia, y así en la comunión
con Cristo.
Segundo tema: la Iglesia. Sabemos que el Concilio Vaticano I había sido
interrumpido a causa de la guerra franco-alemana y así permaneció con una
unilateralidad, con un fragmento, porque la doctrina sobre el primado —que
se definió, gracias a Dios, en aquel momento histórico para la Iglesia, y
fue muy necesaria para el tiempo sucesivo— era sólo un elemento en una
eclesiología más vasta, prevista, preparada. Así que había quedado sólo el
fragmento. Y se podía decir: si el fragmento permanece tal como está,
tendemos a una unilateralidad: la Iglesia sería sólo el primado. Por tanto
ya desde el principio existía esta intención de completar la eclesiología
del Vaticano I, en una fecha que había que encontrar, para una eclesiología
completa. También aquí las condiciones parecían muy buenas porque, tras la
primera guerra mundial, había renacido el sentido de la Iglesia en un modo
nuevo. Romano Guardini dijo: «En las almas empieza a despertarse la
Iglesia», y un obispo protestante hablaba del «siglo de la Iglesia». Se
redescubría sobre todo el concepto, previsto también por el Vaticano I, del
Cuerpo Místico de Cristo. Se quería decir y entender que la Iglesia no es
una organización, algo estructural, jurídico, institucional —también es
esto—, sino que es un organismo, una realidad vital, que entra en mi alma,
de manera que yo mismo, precisamente con mi alma creyente, soy elemento
constructivo de la Iglesia como tal. En este sentido, Pío XII había escrito
la Encíclica Mystici Corporis Christi como un paso para completar la
eclesiología del Vaticano I.
Diría que la discusión teológica de los años 30-40, también de los 20,
estaba completamente bajo este signo de la palabra «Mystici Corporis». Fue
un descubrimiento que suscitó mucha alegría en aquel tiempo y también en
este contexto creció la fórmula: Nosotros somos la Iglesia, la Iglesia no es
una estructura; nosotros mismos, los cristianos, juntos, somos todos el
Cuerpo vivo de la Iglesia. Y, naturalmente, esto es válido en el sentido de
que nosotros, el verdadero «nosotros» de los creyentes, junto al «Yo» de
Cristo, es la Iglesia; cada uno de nosotros, no «un nosotros», un grupo que
se declara Iglesia. No: este «nosotros somos Iglesia» exige precisamente mi
inserción en el gran «nosotros» de los creyentes de todos los tiempos y
lugares. Por tanto, la primera idea era completar la eclesiología de manera
teológica, pero prosiguiendo también de modo estructural, es decir, junto a
la sucesión de Pedro, a su función única; definir mejor también la función
de los obispos, del Cuerpo episcopal. Y para hacer esto se encontró la
palabra «colegialidad», muy discutida, con debates enconados, y diría
también, un poco exagerados. Pero era la palabra —tal vez hubiera otra, pero
esta valía— para expresar que los obispos, juntos, son la continuación de
los Doce, del Cuerpo de los Apóstoles. Hemos dicho: sólo un obispo, el de
Roma, es sucesor de un determinado Apóstol, de Pedro. Todos los demás se
convierten en sucesores de los Apóstoles entrando en el Cuerpo que continúa
el Cuerpo de los Apóstoles. Así, precisamente el Cuerpo de los obispos, el
colegio, es la continuación del Cuerpo de los Doce, y de este modo se hace
necesario, tiene su función, sus derechos y deberes. A muchos les parecía
una lucha por el poder, y tal vez alguno pensaba incluso en su poder, pero
no se trataba sustancialmente de poder, sino de la complementariedad de los
factores y de la integridad completa del Cuerpo de la Iglesia con los
obispos, sucesores de los Apóstoles, como elementos sustentadores; y cada
uno de ellos es el elemento sustentador de la Iglesia, junto a este gran
Cuerpo.
Estos eran, digamos, los dos elementos fundamentales. En la búsqueda de una
visión teológica completa de la eclesiología después de los años 40, en los
años 50, ya había surgido entretanto un poco de crítica del concepto de
Cuerpo de Cristo: «místico» sería demasiado espiritual, demasiado exclusivo;
entonces se puso en juego el concepto de «Pueblo de Dios». Y el Concilio,
justamente, aceptó este elemento, que entre los Padres se consideró como
expresión de la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. En el
texto del Nuevo Testamento, la palabra «Laos tou Theou», correspondiente a
los textos del Antiguo Testamento, significa —me parece que sólo con dos
excepciones— el antiguo Pueblo de Dios, los judíos, que entre los pueblos
—«goim»— del mundo son «el» Pueblo de Dios. Y los demás, nosotros, paganos,
no somos de por sí el Pueblo de Dios, sino que nos convertimos en hijos de
Abrahán, y por tanto en Pueblo de Dios, entrando en comunión con Cristo, de
la única semilla de Abrahán. Y entrando en comunión con él, siendo uno con
él, también nosotros somos Pueblo de Dios. Es decir, el concepto «Pueblo de
Dios» implica continuidad de los Testamentos, continuidad de la historia de
Dios con el mundo, con los hombres, pero implica también el elemento
cristológico. Sólo a través de la cristología nos convertimos en Pueblo de
Dios, y así se combinan los dos conceptos. Y el Concilio decidió crear una
construcción trinitaria de la eclesiología: Pueblo de Dios Padre, Cuerpo de
Cristo, Templo del Espíritu Santo.
Sin embargo, sólo después del Concilio se aclaró un elemento que se
encuentra un poco escondido incluso en el Concilio mismo, o sea: el nexo
entre Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo es precisamente la comunión con
Cristo en la unión eucarística. Aquí nos convertimos en Cuerpo de Cristo;
esto es, la relación entre Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo crea una nueva
realidad: la comunión. Y diría que después del Concilio se ha descubierto
cómo en realidad el Concilio encontró, orientó hacia este concepto: la
comunión como concepto central. Diría que esto no estaba aún filológicamente
maduro del todo en el Concilio; pero es fruto del Concilio el que el
concepto de comunión se haya transformado cada vez más en la expresión de la
esencia de la Iglesia. Comunión en las distintas dimensiones: comunión con
el Dios Trinitario —que es Él mismo comunión entre Padre, Hijo y Espíritu
Santo—, comunión sacramental, comunión concreta en el episcopado y en la
vida de la Iglesia.
Más conflictivo todavía era el problema de la Revelación. Aquí se trataba de
la relación entre Escritura y Tradición. En esto, los exégetas eran los más
interesados en una mayor libertad. Se sentían en una situación, digamos, de
inferioridad respecto a los protestantes, los cuales hacían los grandes
descubrimientos, mientras que los católicos se sentían un poco
«obstaculizados» por la necesidad de someterse al Magisterio. Por tanto,
aquí entraba también en juego una lucha muy concreta: ¿Qué libertad tienen
los exégetas? ¿Cómo se lee bien la Escritura? ¿Qué quiere decir Tradición?
Era una batalla pluridimensional, en la que ahora no me puedo extender; pero
lo importante es que la Escritura es ciertamente la Palabra de Dios y la
Iglesia está bajo la Escritura, obedece a la Palabra de Dios, y no está por
encima de la Escritura. Y, sin embargo, la Escritura es Escritura porque
existe la Iglesia viva, su sujeto vivo; sin el sujeto vivo de la Iglesia, la
Escritura es sólo un libro y abre, se abre a diversas interpretaciones y no
llega a una claridad resolutiva.
Aquí, como he dicho, la batalla era difícil, y fue decisiva una intervención
del Papa Pablo VI. Esta intervención muestra toda la delicadeza del padre,
su responsabilidad por la marcha del Concilio, pero también su gran respeto
por el Concilio. Se difundió la idea de que la Escritura es completa, en
ella se encuentra todo; por tanto no se necesita la Tradición, y por eso el
Magisterio non tiene nada que decir. Entonces el Papa envió al Concilio me
parece que 14 fórmulas de una frase que había que introducir en el texto
sobre la Revelación, y nos daba, daba a los Padres, la libertad de escoger
una de las 14 fórmulas, pero dijo: «Hay que escoger una, para completar el
texto». Me acuerdo, más o menos, de la fórmula «non omnis certitudo de
veritatibus fidei potest sumi ex Sacra Scriptura», es decir la certeza de la
Iglesia sobre la fe non nace sólo de un libro aislado, sino que necesita del
sujeto Iglesia iluminado, sostenido por el Espíritu Santo. Sólo así la
Escritura habla y tiene toda su autoridad. Esta frase que elegimos en la
Comisión doctrinal, una de las 14 fórmulas, diría que es decisiva para
mostrar que la Iglesia es necesaria e indispensable, y entender así lo que
quiere decir Tradición, el Cuerpo vivo en el que vive desde el comienzo esta
Palabra y del que recibe su luz, en el que ha nacido. Ya el hecho del Canon
es un hecho eclesial: que estos escritos sean la Escritura resulta de la
iluminación de la Iglesia, que ha encontrado en sí misma este Canon de la
Escritura; lo ha encontrado, no creado, y siempre y sólo en esta comunión de
la Iglesia viva se puede también realmente entender, leer la Escritura como
Palabra de Dios, como Palabra que nos guía en la vida y en la muerte.
Como he dicho, esta fue una lucha bastante difícil, pero gracias al Papa y
gracias ?digamos? a la luz del Espíritu Santo, que estaba presente en el
Concilio, se creó un documento que es uno de los más bellos y también
novedosos de todo el Concilio, y que se ha de estudiar todavía más. Porque
también hoy la exégesis tiende a leer la Escritura fuera de la Iglesia,
fuera de la fe, sólo con el así llamado espíritu del método
histórico-crítico, método importante, pero no tanto como para dar soluciones
como última certeza; sólo si creemos que estas no son palabras humanas, sino
palabras de Dios, y sólo si vive el sujeto vivo al que Dios habló y habla,
podemos interpretar bien la Sagrada Escritura. Y aquí, como he dicho en el
prefacio de mi libro sobre Jesús (cf. vol. I), hay mucho que hacer todavía
para llegar a una lectura de verdad según el espíritu del Concilio. En esto,
la aplicación del Concilio no es todavía completa, está aún por hacer.
Y, en fin, el ecumenismo. No quisiera entrar ahora en estos problemas, pero
era obvio —sobre todo después de las «pasiones» de los cristianos durante el
nazismo— que los cristianos podrían encontrar la unidad, al menos buscar la
unidad, pero era claro también que sólo Dios puede dar la unidad. Y seguimos
todavía en este camino. Entonces, con estos temas, la «alianza renana» —por
decirlo así— había hecho su trabajo.
La segunda parte del Concilio es mucho más amplia. Aparecía con gran
urgencia el tema: mundo de hoy, época moderna, e Iglesia; y con ello los
temas de la responsabilidad en la construcción de este mundo, de la
sociedad; responsabilidad por el futuro de este mundo y esperanza
escatológica; responsabilidad ética del cristiano y dónde encuentra su
orientación. Y después la libertad religiosa, el progreso y la relación con
las demás religiones. En este momento, entraron realmente en discusión todas
las partes del Concilio, no sólo América, los Estados Unidos, con un gran
interés por la libertad religiosa. En el tercer período, éstos dijeron al
Papa: «No podemos volver a casa sin tener, en nuestro equipaje, una
declaración sobre la libertad religiosa votada por el Concilio». El Papa,
sin embargo, tuvo la firmeza y la decisión, la paciencia de trasladar el
texto al cuarto período, para encontrar una madurez y un consenso bastante
completo entre los Padres del Concilio. Digo: no sólo entraron con gran
fuerza en el dinamismo del Concilio los americanos, sino también
Latinoamérica, conociendo bien la miseria del pueblo, de un continente
católico, así como la responsabilidad de la fe por la situación de estos
hombres. Y también África y Asia, vieron la necesidad del diálogo
interreligioso; se habían desarrollado problemas que nosotros alemanes —debo
decir— no habíamos visto al comienzo. No puedo ahora describir todo esto. El
gran documento «Gaudium et spes» analizó muy bien el problema entre
escatología cristiana y progreso mundano, entre responsabilidad por la
sociedad del mañana y responsabilidad del cristiano ante la eternidad, y así
ha renovado también la ética cristiana, los fundamentos. Pero creció,
digamos inesperadamente, fuera de este gran documento, un texto que
respondía de modo más sintético y más concreto a los desafíos del tiempo, y
es la «Nostra aetate». Nuestros amigos judíos estaban presentes desde el
comienzo, y dijeron, sobre todo a nosotros alemanes, pero no sólo a
nosotros, que después de los tristes sucesos de este siglo nacista, del
decenio nacista, la Iglesia católica debía decir una palabra sobre el
Antiguo Testamento, sobre el pueblo judío. Dijeron: «Aunque está claro que
la Iglesia no es responsable de la Shoah, los que cometieron aquellos
crímenes eran en gran parte cristianos; debemos profundizar y renovar la
conciencia cristiana, aun sabiendo bien que los verdaderos creyentes siempre
han resistido contra estas cosas». Y así aparecía claro que la relación con
el mundo del antiguo Pueblo de Dios debía de ser objeto de reflexión. Es
comprensible también que los países árabes —los obispos de los países
árabes— no fueran tan entusiastas con esto: temían un poco una glorificación
del Estado de Israel, que naturalmente no querían. Dijeron: «Bien, una
indicación verdaderamente teológica sobre el pueblo judío es buena, es
necesaria, pero si habláis de esto, hablad también del Islam; sólo así
estamos en equilibrio; también el Islam es un gran desafío y la Iglesia debe
aclarar también su relación con el Islam». Algo que nosotros, en aquel
momento, no habíamos entendido mucho, un poco tal vez, pero no mucho. Hoy
sabemos lo necesario que era.
Cuando comenzamos a trabajar también sobre el Islam, nos dijeron: «Pero hay
también otras religiones en el mundo: toda Asia. Pensad en el budismo, el
hinduismo…». Y así, en lugar de una Declaración inicialmente pensada sólo
sobre el antiguo Pueblo de Dios, se creó un texto sobre el diálogo
interreligioso, anticipando lo que treinta años después se mostró con toda
su intensidad e importancia. No puedo entrar ahora en este tema, pero si se
lee el texto, se ve que es muy denso y preparado verdaderamente por personas
que conocían la realidad, y con pocas palabras indica brevemente lo
esencial. Así también el fundamento de un diálogo, en la diferencia, en la
diversidad, en la fe sobre la unicidad de Cristo, que es uno, y no es
posible para un creyente pensar que las religiones son todas variaciones de
un mismo tema. No, está la realidad del Dios vivo que ha hablado, y es un
Dios, es un Dios encarnado, por tanto una Palabra de Dios, que es realmente
Palabra de Dios. Pero está la experiencia religiosa, con una cierta luz
humana de la creación y, por tanto, es necesario y posible entrar en
diálogo, y así abrirse el uno al otro y abrir a todos a la paz de Dios, de
todos sus hijos, de toda su familia.
Por tanto, estos dos documentos, libertad religiosa y «Nostra aetate»,
conectados con «Gaudium et spes», son una trilogía muy importante, cuya
importancia se ha visto sólo en el curso de los decenios, y todavía estamos
trabajando para entender mejor este conjunto entre unicidad de la Revelación
de Dios, unicidad del único Dios encarnado en Cristo, y la multiplicidad de
las religiones, con las que buscamos la paz y también el corazón abierto por
la luz del Espíritu Santo, que ilumina y guía hacia Cristo.
Quisiera ahora añadir todavía un tercer punto: Estaba el Concilio de los
Padres —el verdadero Concilio—, pero estaba también el Concilio de los
medios de comunicación. Era casi un Concilio aparte, y el mundo percibió el
Concilio a través de éstos, a través de los medios. Así pues, el Concilio
inmediatamente eficiente que llegó al pueblo fue el de los medios, no el de
los Padres. Y mientras el Concilio de los Padres se realizaba dentro de la
fe, era un Concilio de la fe que busca el intellectus, que busca
comprenderse y comprender los signos de Dios en aquel momento, que busca
responder al desafío de Dios en aquel momento y encontrar en la Palabra de
Dios la palabra para hoy y para mañana; mientras todo el Concilio —como he
dicho—se movía dentro de la fe, como fides quaerens intellectum, el Concilio
de los periodistas no se desarrollaba naturalmente dentro de la fe, sino
dentro de las categorías de los medios de comunicación de hoy, es decir,
fuera de la fe, con una hermenéutica distinta. Era una hermenéutica
política. Para los medios de comunicación, el Concilio era una lucha
política, una lucha de poder entre diversas corrientes en la Iglesia. Era
obvio que los medios de comunicación tomaran partido por aquella parte que
les parecía más conforme con su mundo. Estaban los que buscaban la
descentralización de la Iglesia, el poder para los obispos y después, a
través de la palabra «Pueblo de Dios», el poder del pueblo, de los laicos.
Estaba esta triple cuestión: el poder del Papa, transferido después al poder
de los obispos y al poder de todos, soberanía popular. Para ellos,
naturalmente, esta era la parte que había que aprobar, que promulgar, que
favorecer. Y así también la liturgia: no interesaba la liturgia como acto de
la fe, sino como algo en lo que se hacen cosas comprensibles, una actividad
de la comunidad, algo profano. Y sabemos que había una tendencia a decir,
fundada también históricamente: Lo sagrado es una cosa pagana, eventualmente
también del Antiguo Testamento. En el Nuevo vale sólo que Cristo ha muerto
fuera: es decir, fuera de las puertas, en el mundo profano. Así pues,
sacralidad que ha de acabar, profano también el culto. El culto no es culto,
sino un acto del conjunto, de participación común, y una participación como
mera actividad. Estas traducciones, banalización de la idea del Concilio,
han sido virulentas en la aplicación práctica de la Reforma litúrgica;
nacieron en una visión del Concilio fuera de su propia clave, de la fe. Y
así también en la cuestión de la Escritura: la Escritura es un libro
histórico, que hay que tratar históricamente y nada más, y así
sucesivamente.
Sabemos en qué medida este Concilio de los medios de comunicación fue
accesible a todos. Así, esto era lo dominante, lo más eficiente, y ha
provocado tantas calamidades, tantos problemas; realmente tantas miserias:
seminarios cerrados, conventos cerrados, liturgia banalizada… y el verdadero
Concilio ha tenido dificultad para concretizarse, para realizarse; el
Concilio virtual era más fuerte que el Concilio real. Pero la fuerza real
del Concilio estaba presente y, poco a poco, se realiza cada vez más y se
convierte en la fuerza verdadera que después es también reforma verdadera,
verdadera renovación de la Iglesia. Me parece que, 50 años después del
Concilio, vemos cómo este Concilio virtual se rompe, se pierde, y aparece el
verdadero Concilio con toda su fuerza espiritual. Nuestra tarea,
precisamente en este Año de la fe, comenzando por este Año de la fe, es la
de trabajar para que el verdadero Concilio, con la fuerza del Espíritu
Santo, se realice y la Iglesia se renueve realmente. Confiemos en que el
Señor nos ayude. Yo, retirado en mi oración, estaré siempre con vosotros, y
juntos avanzamos con el Señor, con esta certeza: El Señor vence.
Gracias.
(Benedicto XVI, ENCUENTRO CON LOS PÁRROCOS Y EL CLERO DE ROMA, DISCURSO DEL
SANTO PADRE BENEDICTO XVI, Sala Pablo VI, Jueves 14 de febrero 2013 tres
días después de su renuncia).