Matrimonio y Familia en la Gaudium et Spes y hoy
Reflexión espiritual sobre la Gaudium et
spes del P. Cantalamessa OFMCap, Predicación cuaresmal, 11 de marzo de 2016
Dedico esta meditación a una reflexión espiritual sobre la Gaudium et spes,
la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo. De los varios
problemas de la sociedad tratados en este texto conciliar -cultura,
economía, justicia social, paz-, el más actual y problemático es el relativo
a matrimonio y familia. A esto la Iglesia ha dedicado los dos últimos
sínodos de los obispos. La mayoría de nosotros aquí presentes no vivimos
directamente este estado de vida, pero todos debemos conocer los problemas,
para entender y ayudar a la gran mayoría del pueblo de Dios que vive en el
matrimonio, hoy especialmente al centro de los ataques y amenazas por todas
partes.
La Gaudium et spes trata en profundidad de la familia al inicio de la
Segunda Parte (nrr. 46-53). No viene al caso citar sus afirmaciones, porque
no es más que la doctrina católica tradicional que todos conocemos, a parte
del relevo dado al mutuo amor entre los cónyuges, reconocido ya abiertamente
como un bien, también primario, del matrimonio, junto a la procreación.
A propósito de matrimonio y familia, la Gaudium et spes, según su buen
conocido procedimiento, destaca primero las conquistas positivas del mundo
moderno (“las alegría y las esperanzas”), y en segundo lugar los problemas y
los peligros (“las tristezas y las angustias”). Yo me propongo seguir el
mismo método, pero teniendo en cuenta los cambios dramáticos sucedidos, en
este campo, en el medio siglo que ha pasado desde entonces. Llamaré
velozmente la atención sobre el proyecto de Dios sobre matrimonio y familia,
porque es siempre desde este que nosotros creyentes debemos partir, para
después ver qué puede aportar la revelación bíblica a la solución de los
problemas actuales. Me abstengo deliberadamente de tocar algunos problemas
particulares discutidos en el sínodo de los obispos, sobre los cuáles solo
el Papa ya tiene el derecho de decir todavía una palabra.
1. Matrimonio y familia en el proyecto divino y en el Evangelio de Cristo
El libro del Génesis tiene dos historias distintas de la creación de la
primera pareja humana, que se remontan a dos tradiciones diferentes: la
jahwista (siglo X a.C.) y la más reciente (siglo VI. a.C.) llamada
“sacerdotal”. En la tradición sacerdotal (Gen 1, 26-28) el hombre y la mujer
son creados simultáneamente, no uno del otro; se pone en relación el ser
masculino y femenino con el ser a imagen de Dios: “Dios creó al hombre a su
imagen; a imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó”. El fin primario
de la unión entre el hombre y la mujer es visto en el ser fecundos y llenar
la tierra.
En la tradición jahwista que es más antigua (Gen 2, 18-25), la mujer sale
del hombre; la creación de dos sexos es vista como remedio a una petición
(“No está bien que el hombre esté solo; le quiero dar una ayuda que sea
parecido”); más que el factor procreativo, se acentúa el factor unitivo (“el
hombre se unirá a su mujer y los dos serán una sola carne”); cada uno es
libre frente a la propia sexualidad y a la del otro: “Entonces los dos
estaban desnudos, el hombre y su mujer, pero no sentían vergüenza”.
La explicación más convincente del porqué de esta “invención” divina de la
distinción de los sexos la he encontrado no en un exegeta; sino en un poeta,
Paul Claudel:
“El hombre es un ser orgulloso; no había otro modo de hacerle comprender al
prójimo que introduciéndolo en su carne. No había otro medio de hacerle
entender la dependencia y la necesidad, más que mediante la ley de otro ser
diferente [la mujer] sobre él, debida al sencillo hecho de que existe” .
Abrirse al otro sexo es el primer paso para abrirse al otro que es el
prójimo, hasta el Otro con la letra mayúscula que es Dios. El matrimonio
nace en el signo de la humildad; es reconocimiento de dependencia y por
tanto de la propia condición de criatura. Enamorarse de una mujer o de un
hombre es hacer el acto más radical de humildad. Es un hacerse mendicante y
decir al otro: “Yo no me basto por mí mismo, necesito de tu ser”.
Si, como pensaba Schleiermacher, la esencia de la religión consiste en el
“sentimiento de dependencia” (Abhaengigheitsgefühl) frente a Dios, entonces,
podemos decir que la sexualidad humana es la primera escuela de religión.
Hasta aquí el proyecto de Dios.
No se explica el resto de la Biblia si, junto con la historia de la
creación, no se tiene en cuenta también el de la caída, sobre todo lo que se
le dice a la mujer: “Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con
dolor parirás los hijos. Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará”
(Gen 3,16). El predominio del hombre sobre la mujer forma parte del pecado
del hombre, no del proyecto de Dios; con esas palabra Dios lo preanuncia, no
lo aprueba.
La Biblia es un libro divino – humano no solo porque tiene por autores a
Dios y al hombre, sino también porque describe, mezclados entre sí, la
fidelidad de Dios y la infidelidad del hombre. Esto es particularmente
evidente cuando se compara el proyecto de Dios sobre el matrimonio y la
familia con su actuación práctica en la historia del pueblo elegido. Para
permanecer en el libro del Génesis, ya el hijo de Caín, Lámek, viola la ley
de la monogamia tomando dos mujeres. Noé con su familia aparece una
excepción en medio de la corrupción general de su tiempo. Los patriarcas
Abrahán y Jacob tiene hijos de varias mujeres. Moisés sanciona la práctica
del divorcio; David y Salomón mantienen un verdadero harem de mujeres.
Más que en las particulares transgresiones prácticas, el desapego del ideal
inicial es visible en la concepción de fondo que se tiene del matrimonio en
Israel. El oscurecimiento principal tiene que ver con dos puntos cardinales.
El primero es que el matrimonio, de fin, se convierte en medio. El Antiguo
Testamento, en su conjunto, considera el matrimonio como una estructura de
autoridad de tipo patriarcal, destinada principalmente a la perpetuación del
clan. En este sentido se entienden las instituciones del levirato (Dt 25,
5-10), del concubinato (Gen 16) y de la poligamia provisoria. El ideal de
una comunión de vida entre el hombre y la mujer, fundada sobre una relación
personal y recíproca, no es olvidada, pero pasa a un segundo plano respecto
al bien de la prole. El segundo oscurecimiento grave tiene que ver con la
condición de la mujer: de compañera del hombre, dotada de igual dignidad,
esta aparece cada vez más subordinada al hombre y en función del hombre.
Un rol importante, en el mantener vivo el proyecto inicial de Dios sobre el
matrimonio, lo desempeñaron los profetas, en particular Oseas, Isaías,
Jeremías y el Cantar de los cantares. Asumiendo la unión del hombre y de la
mujer como símbolo de la alianza entre Dios y su pueblo, en consecuencia,
estos volvían a poner en primer plano los valores del amor mutuo, de la
fidelidad y de la indisolubilidad que caracterizan la actitud de Dios hacia
Israel.
Jesús, venido a “recapitular” la historia humana, implementa esta
recapitulación también a propósito del matrimonio.
“Se acercaron a él algunos fariseos y, para ponerlo a prueba, le dijeron:
«¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer por cualquier motivo?». Él
respondió: «¿No han leído ustedes que el Creador, desde el principio, los
hizo varón y mujer (Gen 1, 27) y dijo: Por eso, el hombre dejará a su padre
y a su madre para unirse a su mujer, y los dos no serán sino una sola carne?
(Gen 2, 24). De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Que el hombre
no separe lo que Dios ha unido” (Mt 19,3-6).
Los adversarios se mueven en el ámbito restringido de la casuística de
escuela (si es lícito repudiar a la mujer por cualquier motivo, o si es
necesario un motivo específico y serio), Jesús responde llevando el discurso
a la raíz, al inicio. En su citación, Jesús se refiere a ambas historias de
la institución del matrimonio, toma elementos del uno y del otro, pero de
ellos destaca, como se ve, sobre todo el aspecto de comunión de las
personas.
El texto siguiente, sobre el problema del divorcio, también se orienta en
esta dirección; reafirma, de hecho, la fidelidad e indisolubilidad del
vínculo matrimonial por encima del bien mismo de la prole, con el que se
habían justificado en el pasado poligamia, levirato y divorcio:
“Le objetaron: Pues ¿por qué Moisés prescribió dar acta de divorcio y
repudiarla? Les respondió Jesús: Moisés, teniendo en cuenta la dureza de
vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio
no fue así. Ahora bien, os digo que quien repudie a su mujer -no por
concubinato- y se case con otra, comete adulterio” (Mt 19, 7-9).
El texto paralelo de Marcos muestra cómo, también en caso de divorcio,
hombre y mujer se sitúan, según Jesús, en un plano de absoluta igualdad:
“Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra
aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete
adulterio”(Mc 10, 11-12).
Con las palabras: “Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre”, Jesús
afirma que hay una intervención directa de Dios en cada unión matrimonial.
La elevación del matrimonio a “sacramento”, es decir a un signo de la acción
de Dios, no reposa por lo tanto solo en el débil argumento de la presencia
de Jesús en las bodas de Caná ni sobre el texto de Efesios que habla del
matrimonio como un reflejo de la unión entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5,
32); empieza, implícitamente, con el Jesús terreno y forma parte también de
su conducir las cosas al inicio. Juan Pablo II define el matrimonio “el
sacramento más antiguo” .
2. Qué nos dice hoy la enseñanza bíblica
Esta es, en resumen, la doctrina de la Biblia, pero no podemos detenernos.
“La Escritura, decía san Gregorio Magno, crece con quien la lee” (cum
legentibus crescit) ; revela implicaciones nuevas a medida que se le
plantean cuestiones nuevas. Y hoy, cuestiones o provocaciones nuevas sobre
el matrimonio y la familia hay muchas.
Nos hallamos ante una contestación aparentemente global del proyecto bíblico
sobre sexualidad, matrimonio y familia. ¿Cómo comportarse frente al
fenómeno? El Concilio inauguró un nuevo método, que es de diálogo, no de
enfrentamiento con el mundo; un método que no excluye siquiera la
autocrítica. Creo que debemos aplicar este método también en la discusión de
los problemas del matrimonio y de la familia. Aplicar este método de diálogo
significa procurar ver si en el fondo incluso de las contestaciones más
radicales existe una instancia positiva que hay que acoger.
La crítica al modelo tradicional de matrimonio y de familia que ha conducido
a las actuales, inaceptables, propuestas del deconstructivismo, comenzó con
la Ilustración y el Romanticismo. Con intenciones diferentes, estos dos
movimientos se expresaron contra el matrimonio tradicional, valorado
exclusivamente por sus “fines” objetivos: la prole, la sociedad, la Iglesia,
y demasiado poco por sí mismo, en su valor subjetivo e interpersonal. Todo
se pedía a los futuros esposos, excepto que se amaran y se eligieran
libremente entre sí. Incluso hoy en día, en algunas partes del mundo hay
esposos que se conocen y se ven por primera vez el día de su boda. A tal
modelo, la Ilustración opuso el matrimonio como pacto entre los cónyuges y
el Romanticismo el matrimonio como comunión de amor entre los esposos.
Pero esta crítica se orienta en el sentido originario de la Biblia, ¡no
contra ella! El Concilio Vaticano II recibió esta instancia cuando, como
decía, reconoció como bien igualmente primario del matrimonio el mutuo amor
y la ayuda entre los cónyuges. San Juan Pablo II, en una catequesis de los
miércoles, decía:
“El cuerpo humano, con su sexo, y su masculinidad y feminidad, …es no sólo
fuente de fecundidad y de procreación, como en todo el orden natural, sino
que encierra desde el principio el atributo esponsal, o bien, de expresar el
amor: ese amor precisamente en el que el hombre-persona se convierte en don
y, mediante este don, realiza el sentido mismo de su ser y existir” .
En su encíclica “Deus caritas est”, el papa Benedicto XVI ha escrito cosas
profundas y nuevas a propósito del eros en el matrimonio y en las relaciones
mismas entre Dios y el hombre. “Esta estrecha relación entre eros y
matrimonio que presenta la Biblia no tiene prácticamente paralelo alguno
–escribía– en la literatura fuera de ella” .
Una de los equivocaciones más grandes que hacemos a Dios es terminar
haciendo de todo lo relacionado con el amor y la sexualidad un ámbito
saturado de malicia, donde Dios no debe entrar y sobra. Como si Satanás, y
no Dios, fuera el creador de los sexos y el especialista en el amor.
Nosotros, los creyentes -y también muchos no creyentes- estamos lejos de
aceptar las consecuencias que algunos sacan hoy de estas premisas: por
ejemplo, que baste con cualquier tipo de eros para constituir un matrimonio,
incluido aquél entre personas del mismo sexo, pero este rechazo adquiere
otra fuerza y credibilidad si se une al reconocimiento de la bondad de fondo
de la instancia, e igualmente a una sana autocrítica.
No podemos en efecto silenciar la contribución que los cristianos dieron a
la formación de aquella visión puramente objetivista del matrimonio contra
la cual la cultura occidental moderna se ha lanzado con vehemencia. La
autoridad de Agustín, reforzada en este punto por Tomás de Aquino, acabó por
arrojar una luz negativa sobre la unión carnal de los cónyuges, considerada
el medio de transmisión del pecado original y no privada, ella misma, de
pecado “al menos venial”. Según el doctor de Hipona, los cónyuges debían
acudir al acto conyugal “con disgusto” (cum dolore) y solo porque no había
otro modo de dar ciudadanos al Estado y miembros a la Iglesia .
Otra instancia que podemos hacer nuestra es la igual dignidad de la mujer en
el matrimonio. Como hemos visto, está en el corazón mismo del proyecto
originario de Dios y del pensamiento de Cristo, pero a lo largo de los
siglos ha sido desatendida a menudo. La Palabra de Dios a Eva: “Hacia tu
marido irá tu apetencia, y él te dominará” tuvo una trágica realización en
la historia.
En los representantes de la llamada “Gender revolution”, revolución de los
géneros, esta instancia ha llevado a propuestas desquiciadas, como la de
abolir la distinción de sexos y sustituirla con la más elástica y subjetiva
distinción de “géneros” (masculino, femenino, variable), o la de liberar a
la mujer de la “esclavitud de la maternidad” proveyendo de otros modos,
inventados por el hombre, al nacimiento de hijos. En los últimos meses hay
una sucesión de noticias sobre hombres que pronto se podrán quedar
embarazados y dar a luz a un hijo. “Adán da a luz a Eva”, se escribe
sonriendo, pero lo que daría es ganas de llorar. Los antiguos habrían
definido todo esto con un término: Hybris, la arrogancia humana contra Dios.
Precisamente la elección del diálogo y de la autocrítica nos da derecho a
denunciar estos proyectos como “inhumanos”, o sea, contrarios no solo a la
voluntad de Dios, sino también al bien de la humanidad. Traducidos a su
práctica a gran escala, conducirían a daños humanos y sociales
imprevisibles. Nuestra única esperanza es que el sentido común de la gente,
unido al “deseo” natural del otro sexo y al instinto de maternidad y de
paternidad que Dios ha inscrito en la naturaleza humana, resistan a estos
intentos de sustituir a Dios, dictados más por atrasados sentimientos de
culpa del hombre, que por un genuino respeto y amor por la mujer.
3 Un ideal que es necesario redescubrir
No menos importante que la tarea de defender el ideal bíblico del matrimonio
y de la familia es para los cristianos la tarea de redescubrirlo y vivirlo
en plenitud, de manera que se vuelva a proponer al mundo con los hechos, más
que con las palabras. Los primeros cristianos, con sus costumbres, cambiaron
las leyes del Estado sobre la familia; nosotros no podemos pensar que se
haga lo contrario, o sea cambiar las costumbres de la gente con leyes del
Estado, aunque como ciudadanos tengamos el deber de contribuir a que el
Estado haga leyes justas.
Después de Cristo, nosotros leemos justamente el relato de la creación del
hombre y de la mujer a la luz de la revelación de la Trinidad. Bajo esta
luz, la frase: “Creó Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le
creó, macho y hembra los creó”, revela por fin su significado, que había
sido enigmático e incierto antes de Cristo. ¿Qué relación puede haber entre
ser “a imagen de Dios” y ser “macho y hembra?”. El Dios bíblico carece de
connotaciones sexuales; no es ni varón ni mujer.
La semejanza consiste en esto. Dios es amor y el amor exige comunión,
intercambio interpersonal; requiere que haya un “yo” y un “tú”. No existe
amor que no sea amor por alguien; donde no hay más que un sujeto no puede
haber amor, sino sólo egoísmo o narcisismo. Allí donde Dios es concebido
como Ley o como Potencia absoluta, no hay necesidad de una pluralidad de
personas (¡el poder se puede ejercer también solos!). El Dios revelado por
Jesucristo, siendo amor, es único y solo, pero no es solitario; es uno y
trino. En Él coexisten unidad y distinción: unidad de naturaleza, de
voluntad, de intención, y distinción de características y de personas.
Dos personas que se aman -y el caso del hombre y la mujer en el matrimonio
es el más fuerte- reproducen algo de lo que ocurre en la Trinidad. Allí dos
personas -el Padre y el Hijo-, amándose, producen (“exhalan”) el Espíritu
que es el amor que les une. Alguien ha definido el Espíritu Santo como el
“Nosotros” divino, esto es, no la “tercera persona de la Trinidad”, sino la
primera persona plural .
En esto precisamente la pareja humana es imagen de Dios. Marido y mujer son
en efecto una carne sola, un solo corazón, una sola alma, aún en la
diversidad de sexo y de personalidad. En la pareja se reconcilian entre sí
unidad y diversidad. En esta luz se descubre el sentido profundo del mensaje
de los profetas acerca del matrimonio humano, que eso es por lo tanto
símbolo y reflejo de otro amor, el de Dios por su pueblo. Esto no
significaba sobrecargar de un significado místico una realidad puramente
mundana. No era cuestión sólo de simbolismo; era más bien revelar el
verdadero rostro y el objetivo último de la creación del hombre varón y
mujer.
¿Cuál es la causa de la inconclusión y de la insatisfacción que deja la
unión sexual, dentro y fuera del matrimonio? ¿Por qué este impulso cae
siempre sobre sí mismo y por qué esta promesa de infinito y de eterno
resulta siempre decepcionada? A esta frustración se busca un remedio que no
hace más que acrecentarla. En lugar de modificar la calidad del acto, se
aumenta su cantidad, pasando de un partner a otro. Se llega así al estrago
del don de Dios de la sexualidad, en marcha en la cultura y en la sociedad
de hoy.
¿Queremos, de una buena vez, como cristianos, buscar una explicación a esta
devastadora disfunción? La explicación es que la unión sexual no se vive en
el modo y con la intención pretendida por Dios. Este objetivo era que, a
través de este éxtasis y fusión de amor, el hombre y la mujer se elevaran al
deseo y tuvieran una cierta pregustación del amor infinito; recordaran de
dónde venían y a dónde se dirigían.
El pecado, empezando por Adán y Eva bíblicos, ha atravesado este proyecto;
ha “profanado” ese gesto, o sea, lo ha despojado de su valor religioso. Ha
hecho de él un gesto que es fin en sí mismo, concluso en sí mismo, y por
ello “insatisfactorio”. El símbolo ha sido desgajado de la realidad
simbolizada, privado de su dinamismo intrínseco y por lo tanto mutilado.
Jamás como en este caso se experimenta la verdad del dicho de Agustín: “Nos
hiciste Señor para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en
ti”.
Nosotros de hecho, no hemos sido creados para vivir en una eterna relación
de pareja, sino para vivir en una eterna relación con Dios, con el Absoluto.
Lo descubre incluso el Faust de Goethe, al término de su largo vagar;
pensando a su amor por Margarita, al término de su poema exclama: “Todo lo
que pasa es solamente una parábola. Solamente aquí [en el cielo] lo
inalcanzable se vuelve realidad .
En el testimonio de algunas parejas que han tenido la experiencia renovadora
del Espíritu Santo y viven la vida cristiana carismáticamente se encuentra
algo de aquel significado original del acto conyugal. No hay que asombrarse
que sea así. El matrimonio es el sacramento del don recíproco que los
esposos hacen de sí mismos, uno al otro y el Espíritu Santo es, en la
Trinidad, el “don” o mejor el “donarse” recíproco del Padre y del Hijo, no
un acto pasajero sino un estado permanente. Donde llega el Espíritu Santo,
nace o renace, la capacidad de volverse don. Es así que opera la “gracia de
estado” en el matrimonio.
4 Casados y consagrados en la Iglesia
También si nosotros los consagrados no vivimos la realidad del matrimonio,
he dicho al inicio, debemos conocerla para ayudar a quienes viven en esa.
Añado ahora un ulterior motivo: ¡tenemos necesidad de conocerla para ser,
también nosotros, ayudados por ellos!
Hablando de matrimonio y virginidad el apóstol dice: “Cada uno tiene el
propio don (chárisma) de Dios, quien de una manera y quien en otra”. (1 Cor
7, 7); o sea: los casados tienen su carisma y quien no se casa “por el
Señor” tiene su carisma.
El carisma -dice el mismo apóstol- es “una manifestación particular del
Espíritu, para la utilidad común” (1 Cor 12, 7). Aplicado a la relación
entre casados y consagrados en la Iglesia, esto significa que el celibato y
la virginidad son también para los casados y que el matrimonio es también
para los consagrados, o sea para su ventaja. Tal es la naturaleza intrínseca
del carisma aparentemente contradictoria: algo de “particular” (“una
manifestación particular del Espíritu”) que entretanto nos sirve a todos
(“para la utilidad común”).
En la comunidad cristiana, consagrados y casados pueden “edificarse”
mutuamente. Los casados están llamados, por los consagrados, al primado de
Dios y de lo que no pasa; son introducidos por el amor por la palabra de
Dios que ellos pueden profundizar y “despedazar” para los laicos. Pero
también los consagrados aprenden algo de los casados. Aprenden la
generosidad, el olvidarse de sí mismos, el servicio a la vida, y con
frecuencia una cierta “humanidad” que viene del duro contacto con la
realidad de la existencia.
Hablo por experiencia propia. Yo pertenezco a una orden religiosa donde,
hasta hace alguna década atrás nos levantábamos de noche para rezar el
oficio “Matutino”, que duraba aproximadamente una hora. Después llegó el
gran cambio en la vida religiosa, a continuación del Concilio. Pareció que
el ritmo de la vida moderna -el estudio para los jóvenes y el ministerio
apostólico para los sacerdotes- no consintieran más aquel levantarse
nocturno que interrumpía el sueño, y poco a poco esta práctica fue
abandonada, a parte de algunos lugares de formación.
Cuando más tarde el Señor me hizo conocer de cerca, en mi ministerio, a
varias familias jóvenes, descubrí una cosa que me conmovió positivamente.
Estos jóvenes papás y mamás tenían que levantarse no una, sino dos, tres o
también más veces durante la noche, para dar de comer, suministrar la
medicina, arrullar al niño que llora, o quedarse despierto cuando tiene
fiebre. Y por la mañana uno de los dos, o los dos, al mismo horario de
siempre corren al trabajo, después de haber llevado al niño o a la niña con
los abuelos o al nido o jardín de infantes. Hay una ficha que sellar, con
buen tiempo o con mal tiempo, sea con buena que con mala salud.
Entonces me he planteado: ¡si no tenemos cuidado corremos un grave peligro!
Nuestro tipo de vida si no es apoyado por una auténtica observancia de la
Regla y por un cierto rigor de horarios y costumbres, corre el riesgo de
volverse una vida al ‘agua de rosas’ y de llevarnos a la dureza del corazón.
Lo que los buenos progenitores son capaces de hacer en favor de sus hijos
carnales; el grado de olvido de sí al cual son capaces de llegar para
proveer a la salud, estudios y felicidad de ellos, tiene que ser la medida
de lo que deberemos hacer nosotros para los hijos o hermanos espirituales.
Nos da el ejemplo de esto el apóstol Pablo que decía querer “prodigarse, más
aún, consumirse”, en favor de sus hijos de Corinto (cf 2 Cor 12, 15).
Que el Espíritu Santo, dador de carismas, nos ayude a todos nosotros,
casados o consagrados, a poner en práctica la exhortación del apóstol Pedro:
“Pongan al servicio de los demás los dones que han recibido, como buenos
administradores de la multiforme gracia de Dios”, (…) para que Dios sea
glorificado en todas las cosas, por Jesucristo. ¡A él sea la gloria y el
poder, por los siglos de los siglos! Amén (1Pt 4, 10-11).
1.P. Claudel, Le soulier de satin, a.III. sc.8
(éd. La Pléiade, II, Parigi 1956, p. 804).
2.Giovanni Paolo II, Uomo e donna lo creò.
Catechesi sull’amore umano, Roma 1985, p. 365.
3.Gregorio Magno, Moralia in Job, 20, 1, 1.
4.Giovanni Paolo II, Discorso all’udienza del 16
gennaio 1980 (Insegnamenti di Giovanni Paolo II, Libreria Editrice Vaticana
1980, p. 148).
5.Benedetto XVI, Enc. Deus caritas est, 11.
6.Cf. S. Agostino, Discursos, 51, 25 (PL 38,
348).
7.Cf. Cf. H. Mühlen , Der Heilige Geist als
Person. Ich – Du – Wir, Münster in W., 1963.
8.W. Goethe, Faust, final parte segunda: „Alles
Vergängliche / Ist nur ein Gleichnis; /Das Unzulängliche,/Hier wird’s
Ereignis“.