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Scott y Kimberly Hahn:  Conversión al catolicismo de un matrimonio presbiteriano

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Lea la versión completa:
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>> Scott y Kimberly Hahn son un matrimonio norteamericano que ofrece el testimonio de su conversión al catolicismo. Ofrecemos a continuación algunos párrafos autobiográficos -alternando marido y mujer- tomados del libro "Roma, dulce hogar", publicado en castellano por Rialp.

Un mes más tarde, Jack me invitó a una especie de retiro. “No, gracias, le dije, tengo otros planes”. Pero él añadió que Kathy estaría allí, todo el fin de semana. Hombre astuto. Mis “otros planes” podían esperar.

Quien dirigía el retiro presentó el Evangelio de un modo simple pero a la vez motivador. La primera noche nos dijo: “Mirad bien la cruz; y si sentís la tentación de no tomaros en serio vuestros pecados, mirad la de nuevo de manera larga e intensa”. Me hizo caer en la cuenta, por primera vez en mi vida, de que, en efecto, eran también mis pecados los que habían clavado a Cristo en la cruz. A la noche siguiente nos retó de otro modo. Nos dijo: “Si tenéis la tentación de mostraros indiferentes ante el amor de Dios, mirad de nuevo la cruz, porque el amor de Dios es el que envió a Cristo a la cruz por vosotros”. Hasta ese monumento yo había considerado el amor de Dios como algo puramente sentimental. Pero la cruz no tiene nada de sentimental. Aquel hombre nos llamó luego a comprometernos con Cristo, y vi a un buen grupo de compañeros a mi alrededor y responder que sí, pero yo me contuve. Pensé: “No quiero dejarme llevar por la emoción. Prefiero esperar. Si esto es cierto hoy, también lo será mañana dentro de un mes”.

Así que regresé a casa posponiendo mi decisión de ofrecer mi vida a Cristo. En el retiro había comprado dos libros: “Sepa por qué cree”, de Paul Little, y “Mero cristianismo”, de C. S. Lewis, y una noche, casi un mes después, los leí de un tirón. Ambos dieron respuesta a muchas de mis preguntas acerca de la existencia de Dios, los milagros, la Resurrección de Jesús y la veracidad de las Escrituras. A eso de las dos de la mañana, apagué la luz, me di media vuelta en la cama y recé: “Señor Jesús, soy un pecador. Creo que moriste para salvarme. Quiero entregarte mi vida ahora mismo. Amén”. Y me dormí. No hubo coros angélicos, ni trompetas, ni siquiera una descarga de emociones. Todo pareció tan irrelevante... Pero por la mañana, cuando vi los dos libros, recordé mi decisión y mi oración, y supe que algo había cambiado.

* * *

Fulton Sheen había escrito que apenas habrá en Estados Unidos un centenar de personas que odien a la Iglesia Católica, pero hay millones que odian lo que erróneamente suponen que es y dice la Iglesia Católica. Nosotros dos creíamos que estábamos en primer grupo, aunque en verdad éramos del segundo.

* * *

Me dedicaba con especial entusiasmo a los católicos, por compasión hacia sus errores y supersticiones. Me alarmaba su ignorancia, no sólo de la Biblia, sino de las enseñanzas de su propia Iglesia. Me daba la impresión de que los estaban tratando como conejillos de indias en sus programas de catequesis. Por tanto, hacerles ver los errores de su Iglesia resultaba tan fácil como acertar a patitos de plástico metidos en un barril.

Trabajaba como formador en el seminario presbiteriano local. El tema de mi clase era el evangelio de San Juan. Cuando llegué al capítulo sexto tuve que dedicar varias semanas a los versículos 52 a 58. “Los judíos discutían entre sí diciendo: ‘¿cómo puede éste darnos a comer su carne?’. Jesús les dijo: ‘Os aseguro; si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Como el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así quien me come vivirá por mí. Este es el pan que baja del cielo, no como el que comieron vuestros padres y murieron; el que come este pan vivirá eternamente (…). Después de esto muchos de sus discípulos se apartaron y no volvieron con Él. Por esto preguntó Jesús a los doce: ‘¿También vosotros queréis marcharos?’ Pero Simón Pedro le respondió: ‘Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”.
Inmediatamente empecé a cuestionar lo que mis profesores me habían enseñado, y lo que yo mismo estaba predicando a mi congregación, acerca de la Eucaristía como un mero símbolo —un profundo símbolo, es cierto, pero sólo un símbolo—. Después de mucha oración y mucho estudio, vine a darme cuenta de que Jesús no podía hablar simbólicamente cuando nos invitó a comer su carne y beber su sangre; los judíos que le escuchaban no se hubieran ofendido ni escandalizado por un mero símbolo. Además, si ellos hubieran malinterpretado a Jesús tomando sus palabras de forma literal —mientras Él hablaba sólo en sentido metafórico—, le hubiera sido fácil aclarar al Señor ese punto. De hecho, ya que muchos de sus discípulos dejaron de seguirle por causa de esa enseñanza, Jesús hubiera estado moralmente obligado a explicar que sólo hablaba simbólicamente.

* * *

Les había hecho ver a mis feligreses que el único momento en el que Cristo utilizó la palabra alianza fue cuando instituyó la Eucaristía. Y sin embargo, nosotros sólo recibíamos la Comunión cuatro veces al año. Aunque al principio les resultó raro a todos, propuse al consejo de ancianos la idea de la comunión semanal.
Uno de ellos me replicó:
—Scott, ¿no crees que celebrar la Comunión cada semana puede convertirla en una rutina? Al final, la familiaridad podría engendrar indiferencia.
—Dick, hemos visto que la Comunión significa la renovación de nuestra alianza con Cristo, ¿correcto?
—Correcto.
—Pues entonces, déjame preguntarte lo siguiente: ¿preferirías renovar tu alianza matrimonial con tu esposa sólo cuatro veces al año…? Después de todo, podría convertirse en pura rutina, y la rutina engendrar indiferencia…
Dick se rió a carcajadas.
—Entiendo lo que quieres decir.
La comunión semanal fue aprobada por unanimidad. Celebrar la Comunión cada semana se convirtió en el punto culminante del servicio de culto de nuestra iglesia, y cambió nuestra vida como congregación. Empezamos a organizar un almuerzo informal después del servicio, para comentar el sermón, compartir nuestros problemas y crecer en compañerismo. De este modo, celebrábamos la Comunión y la vivíamos también, y esto nos aportó un verdadero sentido de culto y de comunidad.

* * *

A partir de entonces, la novela de detectives fue convirtiéndose en un relato de terror. De repente, y para mi desconcierto y frustración, la Iglesia católica romana, a la que yo combatía, empezaba a aportar las respuestas correctas, una tras otra. Después de algunos casos más, la cosa empezó a resultar escalofriante.

Oraba para que el Señor me ayudase a creer, vivir y enseñar Su Palabra, sin importar lo que costara. Quería mantener mi corazón y mi mente completamente abiertos a la Sagrada Escritura y al Espíritu Santo, y a cualquier recurso que me llevase a un conocimiento más profundo de la Palabra de Dios.

* * *

Un día cometí una ‘fatal metedura de pata’: decidí que había llegado del momento de ir, yo solo, a una Misa católica. Tomé al fin la resolución de atravesar las puertas del Gesú, la parroquia de Marquette University. Poco antes del mediodía me deslicé silenciosamente hacia la cripta de la capilla para la misa diaria. No sabía con certeza lo que encontraría; quizá estaría sólo con un sacerdote y un par de viejas monjas. Me senté en un banco del fondo para observar.

De repente, numerosas personas empezaron a entrar desde las calles, gente normal y corriente. Entraban, hacían una genuflexión y se arrodillaban para rezar. Me impresionó su sencilla pero sincera devoción.

Sonó una campanilla, y un sacerdote caminó hacia el altar. Yo me quedé sentado, dudando aún de si debía arrodillarme o no. Como evangélico calvinista, me habían enseñado que la misa católica era el sacrilegio más grande que un hombre podía cometer: inmolar a Cristo otra vez. Así que no sabía qué hacer.

Observaba y escuchaba atentamente a medida que las lecturas, oraciones y respuestas —tan impregnadas en la Escritura— convertían la Biblia en algo vivo. Me venían ganas de interrumpir para decir: ‘Mira, esta frase es de Isaías… El canto de los Salmos… ¡Caramba!, ahí tienen a otro profeta en esta plegaria.’ Encontré muchos elementos de la antigua liturgia judía que yo había estudiado tan intensamente.

Entonces comprendí, de repente, que éste era el lugar de la Biblia. Éste era el ambiente en el cual esta preciosa herencia de familia debe ser leída, proclamada y explicada… Luego pasamos a la Liturgia Eucarística, donde todas mis afirmaciones sobre la alianza hallaban su lugar.

Hubiera querido interrumpir cada parte y gritar: ’¡Eh!, ¿queréis que os explique lo que está pasando desde el punto de vista de la Escritura? ¡Esto es fantástico!’ Pero en vez de eso, allí estaba yo sentado, languideciendo por un hambre sobrenatural del Pan de Vida.

Tras pronunciar las palabras de la Consagración, el sacerdote mantuvo elevada la hostia. Entonces sentí que la última sombra de duda se había diluido en mí. Con todo mi corazón musité: ‘Señor mío y Dios mío. ¡Tú estás verdaderamente ahí! Y si eres Tú, entonces quiero tener plena comunión contigo. No quiero negarte nada.’

(…) Al día siguiente allí estaba yo otra vez, y así día tras día. En menos de dos semanas ya estaba atrapado. No sé cómo decirlo, pero me había enamorado, de pies a cabeza, de Nuestro Señor en la Eucaristía. Su presencia en el Santísimo Sacramento era para mí poderosa y personal.

* * *

Durante una estancia con mis suegros en Cincinnati, di con una librería de libros usados que había adquirido la biblioteca de un difunto sacerdote católico, reconocido especialista en la Sagrada Escritura. Durante los dos años siguientes fui saliendo de aquella librería con casi treinta cajas de sus libros de teología. Empecé a devorarlos leyendo durante cinco, seis y a veces hasta siete horas por las noches, y llegué a leer completamente al menos doscientos libros. Por primera vez estaba en contacto con el más genuino catolicismo, y en sus propias fuentes”.

* * *

Al ver las cuentas de aquel rosario de plástico sentí que me estaba enfrentando al obstáculo más fuerte de todos: María (los católicos no tienen ni idea de lo duro que resulta para los cristianos bíblicos aceptar las doctrinas y devociones marianas). Pero eran ya tantas doctrinas de la Iglesia católica que habían demostrado estar sólidamente basadas en la Biblia, que acepté dar también un paso de fe en ésta.

Me encerré en mi despacho y recé calladamente: “Señor, la Iglesia católica ha demostrado estar en la verdad en el noventa y nueve por ciento de los casos. El único gran obstáculo que queda es María. Te pido perdón por adelantado si lo que voy a hacer te ofende… María, si eres tan sólo la mitad de lo que la Iglesia católica dice que eres, por favor, presenta por mí esta petición al Señor mediante esta oración”. Y recé entonces mi primer Rosario.

Recé muchas veces por esa misma intención durante la semana siguiente, pero después me olvidé. Tres meses más tarde me di cuenta de que aquella petición mía había sido escuchada. Me sentí avergonzado, le agradecí al Señor su misericordia y volví a tomar el Rosario. Es una oración poderosa, un arma invencible.

(…) El Rosario me ayudó a profundizar en mi comprensión de la Biblia. La clave era, desde luego, la meditación de los quince misterios. Pero también comprendí que esa plegaria yendo más allá de la capacidad racional del intelecto, se inserta dentro de la lógica del amor.

* * *

“Poco antes de que naciera nuestra hija, tuve una importante conversación con mi padre. Él es uno de los hombres más piadosos que conozco. Detectó tristeza en mi voz y me preguntó:
—Kimberly, ¿rezas tú la oración que yo rezo diariamente? ¿Dices: ‘Señor, iré donde tú quieras que vaya, haré lo que tú quieras que haga, diré lo que tú quieras que diga, y entregaré lo que tú quieras que entregue?
—No, papá, en estos días no estoy rezando esta oración. Tengo miedo de hacerlo. Tengo miedo de rezar esa oración, podría significar mi adhesión a la Iglesia católica romana. ¡Y nunca me convertiré en católica romana!
—Kimberly, no creo que esto signifique que tengas que convertirte. Lo que sí significa es que o Jesucristo es el Señor de toda tu vida, o no es para nada tu Señor. Tú no le dices al Señor a dónde quieres o no quieres ir. Lo que le dices es que estás a su disposición. Esto es lo que más me preocupa, más que el hecho de que te hagas católica romana o no. De lo contrario, estarías endureciendo tu corazón para el Señor. Si no puedes rezar esta oración, pide a Dios la gracia de poderla rezar, hasta que puedas rezarla. Ábrele tu corazón: puedes confiar en Él.

Estaba asumiendo muchos riesgos al decir eso.

Durante treinta días recé diariamente: ‘Dios mío, dame la gracia de poder rezar esa oración’. Tenía mucho miedo de que al rezarla estuviera sellando mi destino: tendría que despojarme de mi capacidad de pensar, olvidar lo que hubiera en mi corazón, y seguir a Scott como una imbécil hacia la Iglesia católica.

Por fin, me sentí dispuesta a rezarla, confiándole al Señor las consecuencias. Lo que descubrí es que yo misma me había hecho una jaula, y, en vez de cerrarla con llave, el Señor abrió las puertas para dejarme libre. Mi corazón saltaba. Ahora me sentía libre para estudiar y comprobar, para empezar a examinar las cosas con un cierto sentido de gozo otra vez. Ahora podía decir: ‘Esta bien, Señor, no eran éstos mis planes para mi vida, pero tus planes son los mejores para mí. ¿Qué quieres hacer en mi corazón?, ¿en mi matrimonio?, ¿en nuestra familia?

* * *

María es la obra maestra de Dios, le explicaba a mi mujer: ¿Has ido alguna vez a un museo donde un artista esté exponiendo sus obras? ¿Crees que se ofendería si te entretuvieses mirando la que él considerara su obra maestra? ¿Se resentiría porque te quedas contemplando su obra en lugar de contemplarle a él? ¡Oye!, ¡es a mí a quien tienes que mirar! En vez de eso el artista se siente honrado por la atención que le estás prestando a su obra. Y María es la obra por excelencia de Dios, de principio a fin. Y si alguien elogia a uno de nuestros hijos le vas a decir demos reconocimiento a quien realmente se lo merece… No, tú sabes que recibes honra cuando nuestros hijos la reciben. Del mismo modo, Dios es glorificado y honrado cuando sus hijos reciben honra.

* * *

Mientras volcaba mi corazón ante el Señor, imaginando a mi bebé separado de mí pero en mis brazos (había fallecido), Él me trajo a la mente pasajes de la Escritura que había aprendido tiempo atrás. Es de notar qué importante fue el que yo memorizara esos textos de la Escritura, pues así Dios pudo traerlos a mi corazón en un momento de crisis, cuando no tenía acceso a su Palabra”.

Y a renglón seguido nos lanza un certero dardo: “Los católicos pueden y deben memorizar más y mejor la Escritura; ¡los protestantes no tienen ningún gen especial que les facilite su aprendizaje!”

* * *

Cuando llamé a mis padres para hacerles saber que había decidido entrar en la Iglesia católica esa Pascua, papá ni me alentó ni me desalentó. Sencillamente me dijo:
—Kimberly, es a Jesús al único a quien tienes que rendir cuentas. Cuando tienes a Jesús frente a ti, ¿qué puedes decirle con conciencia tranquila?
Y yo le dije:
—Papá, le diría con todo mi corazón: ‘Jesús, te he amado a gran precio, y he sido obediente a todo lo que he entendido, siguiéndote hacia la Iglesia católica’
—Kimberly, si es eso lo que dirías, eso es entonces lo que debes hacer”.

* * *

Durante un rato de oración, la semana anterior a Pascua, quedé maravillada de cómo la custodia parece un símbolo de la Iglesia católica. Como muchos protestantes, pensaba que María, los santos y los sacramentos eran obstáculos en el camino entre los creyentes y Dios, y que debían ser esquivados para llegar a Él. Parecían complicar innecesariamente la vida con Dios, como las adherencias sobre los tesoros sumergidos, que deben ser descartadas para lograr lo que es de verdad importante.

Pero ahora veía que era justo al contrario. El catolicismo no es una religión ausente, sino más bien orientada a la presencia. Eran los católicos los que tenían a Jesús físicamente presente en las iglesias, y se veían a sí mismos como tabernáculos vivientes después de recibir la Eucaristía. y como Jesús es la Eucaristía, tenerle a Él como centro permite que toda la riqueza doctrinal de la Iglesia emane de Él, como los bellos rayos dorados se desparraman desde la hostia en la custodia.

Mi Vigilia Pascual tendría su mezcla de gozos y pesares, como ocurrió con la de Scott. Mis padres habían decidido asistir a la misa; ya que yo estaba tomando una decisión importan te que cambiaría toda mi vida, consideraron que debían estar presentes. Me alegró que vinieran, pues esto me permitiría compartir el dolor que yo les estaba causando, aunque experimentara a la vez la alegría de ser recibida en la Iglesia católica.

Vinieron llenos de amor para estar con nosotros. Salimos a cenar la noche anterior, y tuve una maravillosa oportunidad de explicarles desde el fondo de mi corazón por qué me hacía católica. Quería que ellos supieran que era una decisión largamente meditada, y lograda tras mucha oración y estudio. De hecho -les dije- si Scott muriera el lunes después de Pascua, yo ni siquiera pensaría en volver a salir con un protestante, puesto que mi fe se había fraguado a un tan alto precio.

Quería decirles también que yo no era la causa principal de su dolor, pues el Señor estaba detrás de todo. Para mí hubiera sido muy fácil echarle la culpa a Scott por mi desgarro, o a la Iglesia católica por inmiscuirse en mi vida, en vez de ver la mano del Señor obrando. Pero ahora podía ver que Dios en su misericordia había intervenido en mi vida porque me ama muchísimo.
Cortesía de www.interrogantes.net





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