Por qué mi generación amaba a Thomas Merton
Y las que vengan
detrás seguirán haciéndolo
INMAALVAREZMIRA,
es.aleteia.org 2015
Thomas Merton, quizás mejor que ningún otro escritor del siglo XX, supo
transmitir el amor manifestado en el cristianismo. Si se puede conocer a
Dios en esta vida, de un modo personal y transformador, ¿qué podría ser más
emocionante? ¿Qué historia de amor más atractiva que esta?
Merton nació el 31 de enero de 1915. Estos días, lectores del mundo entero
celebran el centenario de su nacimiento. Se fue casi del mismo modo en que
vivió. Fue a causa de una descarga eléctrica debida a un cableado defectuoso
en el baño de un hotel en Bangkok, donde asistía a un congreso
interreligioso.
Mi generación conoció a Thomas Merton a través de La montaña de los siete
círculos, una autobiografía espiritual comparada a menudo a la Confesiones
de San Agustín. Merton concibió su libro como un retrato de su educación
religiosa. Agustín presentó un relato claramente evangélico. De la misma
manera, Merton exulta con la verdad que ha encontrado.
¡Qué joven era!, Tenía una enorme sed de vida y placeres, tanto lícitos como
ilícitos. Este es el secreto de La montaña de los siete círculos. Nos
encontramos ante un joven que disfruta de prácticamente todos los deseos que
alguien puede soñar. Es la persona que a todos nos gustaría ser.
Ama las mujeres, la bebida, los viajes y el jazz. También quiere aprender
todo lo posible, pues desea ser un gran escritor. Sus pecados son
desastrosos, pero ama a su familia y trata de ser siempre leal a sus amigos.
Una vez que descubrió la verdad del cristianismo, reconoció a Cristo como la
salvación al infierno al que le habían conducido su vida de placeres
salvajes y autodestructivos.
Su vida de desenfreno se extiende desde Francia e Italia a Inglaterra y la
Costa Este de Estados Unidos. También Las Bermudas, donde su padre vivía
como pintor, Long Island (el hogar de sus abuelos maternos), un colegio
francés donde fue acosado por sus compañeros, escuelas públicas inglesas,
las universidades de Cambridge y Columbia. Es como si Merton pasara de
Retorno a Brideshead al último día de El Gran Gatsby.
En el orden natural de las cosas, como admite, Merton fue un privilegiado en
su intelecto, su energía, y en la posibilidad de poder tener una buena
educación. Fue bendecido incluso por sus privaciones, como la temprana
muerte de sus padres, que provocó que tuviera una infancia itinerante, cosa
que enriqueció la experiencia de sus tragedias.
De todos modos, nada comparado con la posibilidad de conocer a Dios. Por esa
perla de un valor incalculable Merton lo abandonó todo y se convirtió en
monje trapense de la Abadía de Nuestra Señora de Getsemaní en Kentucky, el
10 de diciembre de 1941.
Él mismo contó la historia, y es una historia que convence. Su don para la
narrativa personal no tiene parangón; su prosa está marcada por las
descripciones poéticas de los paisajes, rápidos retratos y un ojo infalible
para los detalles, algo que solo puede tener quien posee una fabulosa
memoria visual.
Así fue sucesivamente contándonos su historia, llevándonos por los diez
primeros años de su vida como monje en El Signo de Jonás, la mejor crónica
sobre la vida monástica que he leído nunca. En ella somos testigos de lo
bueno y de lo malo de la nueva vida de Merton; de lo inapropiados que eran
los hábitos para él tanto en invierno como en verano. Pero también de los
profundamente satisfactorios momentos en los que estaba inmerso en la
liturgia. Acompañamos a Merton a través de sus estudios que le llevaron a su
ordenación como sacerdote en 1949. Se le conocía en su vida religiosa como
padre Luis.
La vida de Merton en Getsemaní le dio una perspectiva externa sobre el deseo
desenfrenado de la humanidad por el poder y la obsesión por poseer. Se dio
cuenta de que este mundo de derroche y de codicia provoca el horror. En
Jonás, como he dicho, Merton visita Louisville tras muchos meses viviendo en
Getsemaní. La naturaleza violenta y gratuita de la vida contemporánea en la
ciudad le abrumaba. Se dio cuenta de que el mundo se había vuelto loco
llevado por sus apetitos desenfrenados.
Merton anhelaba el resurgir de una cultura que fuese capaz de producir
belleza y armonía social, que no se redujese a la producción masiva de
productos y su consumo ostentoso.
Su punto de vista resonó profundamente en mi generación: los “boomers”.
Fuimos aplastados, por nuestro narcisismo, por todo lo que está mal
actualmente, y nos lo merecimos. Después de todo, los ideales de los ’60
rápidamente condujeron a un hedonismo al que siguió un holocausto
consumista.
Aún así, el impulso hacia un mejor modo de vida, hacia una mayor realización
del sentido de la comunidad, es universal. No estábamos equivocados al
pretender esto, como hace la gente hoy, pero fallamos tratando de conectar
este anhelo con algo parecido a la tradición monástica en la que Merton se
basaba.
El compromiso de Merton con las religiones orientales también fue muy
importante. Hay quien ve en La montaña de los siete círculos un abandono del
catolicismo, sin embargo Merton nunca abandonó su devoción a Cristo. Merton
se comprometió, de principio a fin, al conocimiento de Dios. No quería saber
“sobre Dios”: él quería encontrarse con Dios. Sentía que Él había premiado
el esfuerzo espiritual de los monjes orientales a través de los siglos con
un gran comprensión de la vida interior y la experiencia de lo divino. Se
dio cuenta de que el Budismo, de alguna manera, en algunas de sus
formulaciones, se podría describir como “un ateísmo sublime”. Sin embargo,
cuando vio a los monjes tibetanos rezando, reconoció una piedad sincera que
pensó que honraba a Dios. En esto estaba muy en comunión con el diálogo
interreligioso comenzado por el Vaticano II. O, como mis amigos evangelistas
dirían, reconoció que toda verdad viene de Dios.
La obra de Merton conectó con mi generación a través de las fuentes de la
espiritualidad católica, especialmente la Liturgia de las Horas. Nos enseñó
muchas cosas sobre los carismas especiales (los dones espirituales) de
varias órdenes religiosas. El modo en que podríamos, como laicos, vivir una
vida contemplativa en medio del mundo. Su obra también proveyó de un
programa de estudios sobre la espléndida tradición intelectual que respalda
la doctrina católica.
No fue perfecto y es improbable que llegue a ser canonizado. Al final de su
vida se enamoró de una estudiante de enfermería, Margie Smith, que cuidó de
él en el hospital de Louisville tras la última intervención a la que se
sometió. Después terminó con este romance, que probablemente nunca consumó,
y volvió a sus votos monásticos. A pesar de todos sus años de disciplina
espiritual, es evidente que quedó algo del rebelde y joven Tom Merton.
Merton sigue siendo un campeón espiritual, un hombre que vivió la aventura
de amar a Dios. Su muerte llegó demasiado pronto, aunque lo entregó a la
plenitud de lo que él esperaba desde hacía mucho tiempo. Como todos los que
esperan ilusionados la venida de Cristo en su Gloria.