Einstein y Dios: Ciencia y Fe
Por J. M. ALIMBAU
Albert Einstein, físico y matemático
de origen alemán, Premio Nobel de Física por su descubrimiento de la ley
del efecto fotoeléctrico, demostró matemáticamente que a las tres
dimensiones del espacio físico había que añadir una cuarta dimensión: el
concepto tiempo. Ayudó a su encumbramiento su teoría general de la
relatividad, así como otras investigaciones sobre la teoría cinética de
los gases.
Einstein ha sido considerado, a nivel mundial, según estadísticas
publicadas por los medios de comunicación social, la persona más
importante del siglo XX. Quien fue secretario del Secretariado para los
No Creyentes de la Santa Sede, el doctor Jordán Gallego Salvadores,
dominico, fue quien me entregó el testimonio, de su puño y letra, sobre
la fe en Dios del gran científico Albert Einstein. Al final publicamos
la referencia. El físico quiso dejar muy clara su posición respecto a su
fe en Dios. Manifestó: «La generalizada opinión, según la cual yo sería
un ateo, se funda en un gran error. Quien lo deduce de mis teorías
científicas, no las ha comprendido. No sólo me ha interpretado mal sino
que me hace un mal servicio si él divulga informaciones erróneas a
propósito de mi actitud para con la religión. Yo creo en un Dios
personal y puedo decir, con plena conciencia, que: en mi vida, jamás me
he suscrito a una concepción atea». Albert Einstein. (Deutsches
Pfarrblatt, Bundes-Blatt der Deutschen Pfarrvereine,1959, 11).
En La Razón, (26/02/03)
Nota de Richard Capra,
Arvo Net, 20 febrero 2000.
En 1905 Albert Einstein, un judío alemán de 26 años, publica un trabajo
titulado “Acerca de la electrodinámica de los cuerpos en movimiento”, en
el que se contenía la que más tarde se conocería como Teoría Especial de
la Relatividad. La Física de Newton, el más grande científico de la
Historia, fundada en la geometría euclidiana y los conceptos de tiempo
ansoluto de Galileo no era tan exacta como se había creído. Einsten
descubre que el espacio y el tiempo son términos de medición relativos.
Einstein en 1907 publica una demostración de que E = mc2. Esta fórmula
que a cualquier persona ajena a la investigación de las ciencias físicas
parece no sólo de sencillez extrema sino absolutamente inofensiva es el
punto de partida para la carrera hacia la bomba A. Había comenzado una
nueva y grandiosa aventura del pensamiento.
Pero Einstein no se fió de las dos primeras rigurosas pruebas de su
teoría, a pesar de que eran cientificamente concluyentes: había que
comprobar empíricamente que el efecto previsto en su teoría, existía de
hecho en la realidad. Einstein estaba convencido de que todo efecto
tiene una causa, y que puesta cierta causa se sigue cierto efecto.
Estaba seguro de que, por muchas que fuesen las coincidencias de la
experimentación con su teoría, una sola discrepancia bastaría para dar
al traste con sus predicciones y convertir su teoría en un argumento
insostenible.
Como observa Paul Johnson, la de Einstein era una actitud completamente
distinta del dogmatismo de Marx, Freud y Adler, que trataron de meter
con calzador -sin conseguirlo- la realidad en sus teorías.
El más breve resumen del propio Einstein sobre la Teoría de la
Relatividad es la siguiente: “no hay movimiento absoluto”; ¡el
movimiento en el universo es curvilíneo!. De pronto pareció al mundo que
nada era seguro en el movimiento de las esferas. La conmoción en el
ámbito de la ciencia experimental era lógica: varios siglos de creencias
científicas se venían abajo. En 1919 Einstein es una figura mundial que
gravita más sobre la Humanidad que los estadistas y guerreros.
Lo que Einstein vio con estupor fue que, en 1920, de la idea de la
relatividad del espacio y del tiempo -magnitudes físicas- se había
concluido, quién sabe por qué misteriosos paralogismos, ¡que no había
ningún valor absoluto! ¡que no existían el bien ni el mal! ¡que no había
manera de estar ciertos de cosa alguna! Se había confundido la
relatividad del movimiento con el relativismo filosófico y ético. La
Física con la Metafísica, la Gnoseología y la Ética.
Un sentencia común llegó a ser ésta: Einstein ha demostrado que la
verdad no existe; el bien y el mal son una invención de mentes engañadas
por la apariencia de los fenómenos.
Nada más lejano a la mente del físico genial. Aturdido, el 9 de
septiembre de 1920 escribe a su colega Max Born: “Como el hombre del
cuento de hadas que convertía en oro todo lo que tocaba, en mi caso todo
se convierte en escándalo periodístico”. Einstein, señala Paul Johnson,
no era un judío practicante, pero sí un hombre que reconocía la
existencia de un Dios y la existencia de normas absolutas del bien y el
mal. Incluso en el ámbito físico le repugnaba el principio de
indeterminación de la mecánica cuántica. “Usted -le escribió a Born-
cree en un Dios que juega a los dados, y yo creo en la ley y el orden
totales en un mundo que existe objetivamente y que, de un modo
absurdamente especulativo intento aprehender. Yo creo firmemente, pero
abrigo la esperanza de que alguien descubrirá un modo más realista o más
bien una base más concreta que la que me ha tocado en suerte hallar”.