Carta del prefecto de la Congregación para el Clero a las madres de sacerdotes y seminaristas
Carta del prefecto de la Congregación para el Clero, cardenal Mauro Piacenza, a las madres de sacerdotes y seminaristas y a todas aquellas que ejercen el don de la maternidad espiritual hacia ellos.
"Causa nostrae Letitiae – ¡Causa de nuestra Alegría!"
El pueblo cristiano ha venerado siempre, con profunda gratitud, a la
Bienaventurada Virgen María, contemplando en Ella la Causa de toda nuestra
verdadera Alegría.
En efecto, acogiendo la Palabra Eterna en su seno inmaculado, María
Santísima dio a luz al Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo, único Salvador
del mundo. En El, Dios mismo vino al encuentro del hombre, lo levantó del
pecado y le donó la Vida eterna, es decir Su misma Vida. Adhiriéndose a la
Voluntad de Dios, Dio, por tanto, María participó, de modo único e
irrepetible, en el misterio de nuestra redención, convirtiéndose así en
Madre de Dios, Puerta del Cielo y Causa de nuestra Alegría.
De modo análogo, la Iglesia toda mira, con admiración y profunda gratitud, a
todas las madres de los sacerdotes y de cuantos, recibida esta altísima
vocación, han emprendido el camino de formación, y con profunda alegría me
dirijo a ellas.
Los hijos, que ellas acogieron y educaron, fueron elegidos por Cristo desde
la eternidad, para convertirse en sus "amigos predilectos" y, así, vivo e
indispensable instrumento de su Presencia en el mundo. Por medio del
sacramento del orden, la vida de los sacerdotes es definitivamente asumida
por Jesús e inmenrsa en El, de modo que en ellos, es Jesús mismo el que pasa
y actúa entre los hombres.
Este misterio es tan grande que el sacerdote es también llamado “alter
Christus” –“otro Cristo”. Su pobre humanidad, elevada por la fuerza del
Espíritu Santo a una nueva y más alta unión con la persona de Jesús, es
ahora lugar del Encuentro con el Hijo de Dios, encarnado, muerto y
resucitado por nosotros. Cuando cada sacerdote enseña la fe de la Iglesia,
es Cristo el que habla en él, habla al Pueblo; cuando, prudentemente, guía a
los fieles a el confiados, es Cristo el que apacienta a las propias ovejas;
cuando celebra los sacramentos, en modo eminente la Santísima Eucaristía, es
Cristo mismo el que a través de sus ministros, obra la Salvación del hombre
y se hace realmente presente en el mundo.
La vocación sacerdotal, normalmente, tiene en la familia, en el amor de los
padres y en la primera educación en la fe, aquél terreno fértil en el cual
la disponibilidad a la voluntad de Dios puede radicarse y extraer la
indipensable nutrición. Al mismo tiempo, cada vocación es, incluso para la
misma familia en la que surge, una irreductible novedad, que huye a los
parámetros humanos y llama a todos, siempre, a la conversión.
En esta novedad, Cristo actúa en la vida de aquellos que ha elegido y
llamado, todos los familiares –y las personas más cercanas– están implicados
pero es ciertamente única y especial la participación que corresponde a la
madre del sacerdote. Únicas y especiales son los consuelos espirituales que
le afluyen por haber llevado en su seno a quien se ha convertido en ministro
de Cristo. Toda madre no puede sino alegrarse en ver la vida del propio
hijo, no sólo realizada sino investida de una especialísima predilección
divina que abraza y trabsforma para la eternidad.
Si aparentemente, en virtud de la vocación y la ordenación, se produce una
inesperada “distancia”, respecto a la vida del hijo, misteriosamente más
radical de toda otra separación natural, e realidad la bimilenaria
experiencia de la Iglesia enseña que la madre “recibe” al hijo sacerdote en
un modo totalmente nuevo e inesperado, tanto como para ser llamada a
reconocer en el fruto del proprio seno, por voluntad de Dios, un “padre”,
llamado a generar y acompañar la vida eterna en una multitud de hermanos.
Cada madre de un sacerdote es misteriosamente “hija de su hijo”. Hacia el
podrá ejercer también una nueva “maternidad”, en la discreta, pero
eficacísima e inestimablemente valiosa, cercanía de la oración y en la
ofrenda de la propia existencia por el ministerio del hijo.
Esta nueva “paternidad”, a la que el seminarista se prepara, que al
sacerdote es donada y de la cual el Pueblo Santo de Dios se beneficia,
necesita ser acompañada por la oración asidua y por el personal sacrificio,
para que la libertad de adhesión a la voluntad divina se renueve y
robustezca continuamente, para que los sacerdotes no se cansen nunca, en la
cotidiana batalla de la fe y unan, cada vez más totalmente, la propia vida
al sacrificio de Cristo Señor.
Tal obra de auténtico sostén, siempre necesaria en la vida de la Iglesia,
parace hoy más urgente que nunca, sobre todo en nuestro Occidente
secularizado, que espera y pide un nuevo y radical anuncio de Cristo y las
madres de los sacerdotes y de los seminaristas son un verdadero “ejército”
que, desde la tierra eleva al Cielo oraciones y ofrendas y, todavía más
numeroso, desde el Cielo intercede para que cada gracia sea derramada sobre
la vida de los sacros pastores.
Por esta razón, deseo con todo el corazón animar y dirigir un
particularísimo agradecimiento a todas las madres de los sacerdotes y
seminaristas y --junto a ellas- a todas las mujeres, consagradas y laicas,
que han acogido, también por la invitación dirigida a ellas durante el Año
Sacerdotal, el don de la maternidad espiritual hacia los llamados al
ministerio sacerdotal, ofreciendo la propia vida, la oración, le propios
sufrimientos y las fatigas, como también las propias alegrías, por la
fidelidad y la santificación de los ministros de Dios, haciéndose así
partícipes, a título especial, de la maternidad de la Santa Iglesia, que
tiene su modelo y su cumplimiento en la divina maternidad de María
Santísima.
Un especial agradecimiento, por último, se eleve hasta el Cielo, a aquellas
madres, que, llamadas ya de esta vida, contemplan ahora plenamente el
esplendor del Sacerdocio de Cristo, del cual sus hijos se ha convertido en
partícipes, y por ellos interceden, en modo único y, misteriosamente, mucho
más eficaz.
Junto a los más sentidos augurios por una Año Nuevo de gracia, de corazón
imparto a todas y a cada una la más afectuosa bendición, implorando para
vosotras de Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios y de los sacerdotes,
el don de una cada vez más radical identificación con Ella, discípula
perfecta e Hija de su Hijo.
Mauro Card. Piacenza
Prefecto de la Congregación para el Clero