1. Disidencia: Infidelidades en la Iglesia (J.-M. Iraburu)
–Enseñar
la verdad, más que condenar el error.
–Crisis
postconciliares.
–La
crisis de la Humanæ vitæ.
–Oposición
de algunos teólogos.
–Oposición
de algunos Episcopados.
–El
«caso Washington».
–La
disidencia tolerada.
–La
disidencia privilegiada.
–La
ortodoxia perseguida. –La
teología no teológica.
–Silenciamientos
persistentes de ciertas verdades.
–Ambigüedades
y eufemismos.
–Reprobaciones
tardías de los maestros del error; el caso Marciano Vidal; el
caso Anthony de Mello.
–¿Por
qué esas reprobaciones tardías, débiles o inexistentes?.
Enseñar la verdad, más que condenar el error
El Beato Juan XXIII (papa 1958-63), en el Discurso inaugural del Concilio Vaticano II (1962-65), afirma que éste dará «un magisterio de carácter prevalentemente pastoral». Sin embargo,
la Iglesia quiere que el Concilio «transmita la doctrina pura e íntegra, sin atenuaciones, que durante veinte siglos» ha mantenido firme entre tantas tormentas. Los errores nunca han faltado. Y «siempre se opuso la Iglesia a estos errores. Frecuentemente los condenó con la mayor severidad. En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar de la medicina de la misericordia más que de la severidad. Piensa que hay que remediar a los necesitados mostrándoles la validez de su doctrina sagrada más que condenándolos» (n.14-15; 11-XI-1962).
Una enseñanza, que se relaciona con la anteriormente subrayada, la hallamos en la Declaración conciliar Dignitatis humanæ, sobre la libertad religiosa:
«...la verdad no se impone de otra manera que por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y a la vez fuertemente en las almas» (DH 1).
Juan Pablo II considera que éste es un «principio de oro dictado por el Concilio» (1994, cta. apost. Tertio Millenio adveniente 35).
Y ciertamente el papa Pablo VI (1963-1978) se atiene a ella a lo largo de todo su pontificado. En efecto, así como en la enseñanza de la verdad y en la refutación de los errores muestra admirablemente su Autoridad apostólica docente, cohibe ésta en buena parte a la hora de frenar a los causantes de errores y abusos. Quizá, probablemente, esperaba que en años más serenos, pasadas las crisis postconciliares, se darían circunstancias favorables para ejercitar con más fuerza la potestad apostólica de corregir y sancionar.
En los años que siguen al Concilio, sin embargo, la situación de la Iglesia se va haciendo gravemente alarmante. Los errores doctrinales y los abusos disciplinares proliferan en esos años y van creciendo hasta producir conflictos muy fuertes.
Un caso de grave resistencia a muchas verdades y normas de la Iglesia se produce, por ejemplo, en el Catecismo Holandés y en el Concilio pastoral de Holanda (1967-1969).
Las propuestas doctrinales y disciplinares de éste le dejan a Pablo VI «perplejo» y le parece que «merecen serias reservas» (Cta. al Card. Alfrink y a los Obispos de Holanda, «L’Osservatore Romano» 13-I-1970).
El Cardenal croata Franjo Seper, en 1972, siendo Prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe, escribía estas palabras al padre Mikvlich:
«Me causa gran gozo que esté usted empeñado en el buen combate de la ortodoxia en materia de educación religiosa. No hay duda de que [...] se han traspasado todos los límites de lo tolerable. Hace poco tuve en las manos un “Catecismo” holandés, que no tenía nada que ver con la religión cristiana. [...]
«Soy incapaz de adivinar cuánto tiempo durará entre los católicos la locura actual. Por el momento, abunda la literatura sobre el ecumenismo; pero, en realidad, la crisis doctrinal católica es, al presente, un terrible obstáculo para el ecumenismo. El año pasado, en el día de Sábado Santo, tenía a mi mesa a un pastor protestante de Holanda, que me aseguraba que sus feligreses holandeses, protestantes, no tenían idea alguna de los interlocutores con quienes pudieran dialogar, pues no pueden discernir quién representa la doctrina católica. Y recientemente, si no me equivoco, un profesor ortodoxo griego se expresaba exactamente en el mismo sentido en un artículo publicado en un boletín del patriarcado serbio.
«Pienso que un día nuestros católicos volverán a la razón. Pero, ¡ay!, me parece que los obispos, que han obtenido muchos poderes para ellos mismos en el Concilio, son muchas veces dignos de censura, porque, en esta crisis, no ejercen sus poderes como deberían. Roma está demasiado lejos para intervenir en todos los escándalos, y se obedece poco a Roma. Si todos los obispos se ocupasen seriamente de estas aberraciones, en el momento en que se producen, la situación sería diferente. Nuestra tarea en Roma es difícil, si no encuentra la cooperación de los obispos»
Quejas semejantes ha expresado recientemente el Cardenal Ratzinger, también Prefecto de la Congregación de la Fe.
No podemos alargarnos ahora en la descripción y análisis de las tormentas doctrinales y disciplinares aludidas. Pero al menos examinaremos aquí con cierta atención la crisis, especialmente significativa, ocasionada por la encíclicaHumanæ vitæ (1968).
Quizá el acto más valioso de todo el pontificado de Pablo VI fue la publicación de la encíclica Humanæ vitæ. «En virtud del mandato que Cristo Nos confió» (6), él enseña «la doctrina de la Iglesia» sobre el matrimonio (20, 28, 31). Haciéndolo, ha de contrariar, en medio de una inmensa expectación de la Iglesia y del mundo, a la gran mayoría de los opinantes. En aquella ocasión, la autoridad de su Magisterio supremo actúa ciertamente ex sese, y no ex consensu Ecclesiæ, según los términos del Vaticano I.
Pablo VI en su encíclica enseña «la doctrina moral sobre el matrimonio propuesta por el Magisterio de la Iglesia con constante firmeza» (6). No hace, en efecto, sino continuar la doctrina de la tradición católica, de la Casti connubii(1930) de Pío XI, de las enseñanzas de Pío XII, las mismas que Juan Pablo II reitera después en la encíclica Familiaris consortio (1981) y en el Catecismo de la Iglesia Católica (1992).
Publicada la encíclica, inmediatamente se le viene encima a Pablo VI el mundo y buena parte de la Iglesia. Ya se lo esperaba:
«Se puede prever que estas enseñanzas no serán quizá fácilmente aceptadas por todos: son demasiadas las voces –ampliadas por los modernos medios de propaganda– que están en contraste con la de la Iglesia» (HV 18).
La grave maldad de la anticoncepción había sido hasta el Concilio unánimemente enseñada por los autores especializados en teología moral católica.
El P. Häring, por ejemplo, en La Ley de Cristo (I-II, Barcelona, Herder 19654), enseña que el uso de preservativos «profana las relaciones conyugales». Del onanismo –refiriéndose aquí con ese término al mal uso del matrimonio– dice que «sería absurdo pretender que tal proceder se justifica como fomento del mutuo amor. Según San Agustín, no hay allí amor conyugal, puesto que la mujer queda envilecida a la condición de una prostituta» (II,318). Por el contrario, «la continencia periódica respeta la naturaleza del acto conyugal y se diferencia esencialmente del uso antinatural del matrimonio» (316).
Ésta era, conforme al Magisterio apostólico, la enseñanza unánime de los moralistas. Pero en torno al Concilio se habían suscitado expectivas generalizadas de que la Iglesia, como no pocas confesiones protestantes, iba a aceptar la anticoncepción, al menos en ciertas condiciones. Por eso la Humanæ vitæocasionó en muchos indignación y rechazo. La rebeldía no se hizo esperar.
Mes y medio después de publicada la Humanæ vitæ, el P. Häring hace un llamamiento general a resistirla:
«Si el Papa merece admiración por su valentía en seguir su conciencia y tomar una decisión totalmente impopular, todo hombre o mujer responsable debe mostrar una sinceridad y una valentía de conciencia similares... El tono de la encíclica deja muy pocas esperanzas de que [un cambio doctrinal] suceda en vida del Papa Paulo... a menos que la reacción de toda la Iglesia le haga darse cuenta de que ha elegido equivocadamente a sus consultores y que los argumentos recomendados por ellos como sumamente apropiados para la mentalidad moderna [alude a HV 12] son simplemente inaceptables... Lo que se necesita ahora en la Iglesia es que todos hablen sin ambages, con toda franqueza, contra esas fuerzas reaccionarias» (La crisis de la encíclica. Oponerse puede y debe ser un servicio de amor hacia el Papa: «Commonweal» 88, nº20, 6-IX-1968; art. reproducido en la revista de los jesuitas de Chile, «Mensaje» 173, X-1968, 477-488).
Una parte importante de los moralistas coincide en esos años con la postura del P. Häring. Una declaración, por ejemplo, de la Universidad Católica deWashington, encabezada por el P. Charles Curran, y apoyada por unos doscientos «teólogos», rechaza la doctrina de la encíclica («Informations Catholiques Internationales», n. 317-318, 1968, suppl. p.XIV).
También en España muchos profesores de teología se han opuesto y se oponen a la doctrina de la Iglesia en temas de moral conyugal.
Oposición de algunos episcopados
En 1968 se produce en Francia, y un poco en todo el mundo, la Revolución de mayo. Y ese mismo año, en julio, estalla en la Iglesia la crisis de la Humanæ vitæ. Es un momento en el que la esperanza se pone en la rebeldía y el cambio.
El padre Marcelino Zalba, jesuita, en su estudio Las Conferencias episcopales ante la Humanæ vitæ (Cio, Madrid 1971), deja claro que son muchas más las Conferencias episcopales que aceptan claramente la encíclica, que aquellas que se muestran más o menos reticentes o a la defensiva, como si la encíclica fuera a ser causante de graves problemas de conciencia en los fieles.
Si se mira el número de Obispos de las diversas Conferencias, se aprecia que son muchos más los Obispos que aceptan claramente la inmoralidad absoluta de la contracepción que aquellos que se muestran reservados o reticentes: «hemos calculado grosso modo que [son] unos 1300 frente a unos 300-350» (Zalba, 192).
La posición, sin embargo, de los reticentes iba a tener una consecuencia histórica enorme. Con diversos matices y argumentos, varios Episcopados, como los de Alemania occidental, Austria, Bélgica, Canadá, Escandinavia, Francia, Holanda, Indonesia, Inglaterra y Gales, Rodhesia, aunque en esa hora crítica aceptan doctrinalmente la encíclica, consideran pastoralmente que, al no ser una declaración pontificia infalible, no cabe excluir absolutamente un posible disentimiento, de modo que, en casos gravemente conflictivos, habría que remitir el discernimiento del problema a la propia conciencia. Así, por ejemplo, los Obispos escandinavos: «que ninguno, por tanto, sea considerado como mal católico por la sola razón de un tal disentimiento».
Estas actitudes, producidas sobre todo en los países más ricos e influyentes de la Iglesia, van a ocasionar que la disidencia contra la moral conyugal católica, más o menos acentuada, se vaya haciendo en esos años primero lícita, y poco más tarde casi obligatoria para los católicos ilustrados o para cualquier movimiento de renovación y vanguardia.
La doctrina católica, sin embargo, da una verdad muy clara: que «esintrínsecamente mala “toda acción que se proponga como fin o como medio hacer imposible la procreación”» (Catecismo 2370; cf. Humanæ vitæ 14). Por el contrario, muchos todavía pretenden que se siga buscando y buscando argumentos teológicos –conflicto de deberes, mal menor, primacía de la conciencia, ideal y gradualidad, etc.– hasta que pueda afirmarse finalmente con toda paz lo contrario de lo que la Iglesia ha enseñado y enseña con absoluta firmeza:
«Pablo VI –afirma Juan Pablo II–, calificando el hecho de la contracepción como “intrínsecamente ilícito”, ha querido enseñar que la norma moral no admite excepciones: nunca una circunstancia personal o social ha podido, ni puede, ni podrá convertir un acto así en un acto de por sí ordenado» (12-XI-1988), es decir, moralmente lícito.
Vengamos a un caso concreto, antes aludido, muy especialmente significativo. George Weigel, famoso por su biografía de Juan Pablo II, cuenta detalladamente cómo fue la crisis de la Humanæ vitæ en la archidiócesis de Washington, y concretamente en su Catholic University of America, donde, ya antes de publicarse la encíclica, se había centrado la impugnación del Magisterio (El coraje de ser católico, Planeta, Barcelona 2003,73-77).
«Tras varios avisos, el arzobispo local, el cardenal Patrick O’Boyle, sancionó a diecinueve sacerdotes. Las penas impuestas por el cardenal O’Boyle variaron de sacerdote a sacerdote, pero incluían la suspensión del ministerio en varios casos».
Los sacerdotes apelan a Roma, y la Congregación del Clero, en abril de 1971, recomienda «urgentemente» al arzobispo de Washington que levante las aludidas sanciones, sin exigir de los sancionados una previa retractación o adhesión pública a la doctrina católica enseñada por la encíclica. Esta decisión, inmediatamente aplicada, fue precedida de largas negociaciones entre el Cardenal O’Boyle y la Congregación romana.
«Según los recuerdos de algunos testigos presenciales, todos los implicados [en la negociación] entendían que Pablo VI quería que el “caso Washington” se zanjase sin retractación pública de los disidentes, pues el papa temía que insistir en ese punto llevara al cisma, a una fractura formal en la Iglesia de Washington, y quizá en todo Estados Unidos. El papa, evidentemente, estaba dispuesto a tolerar la disidencia sobre un tema respecto al que había hecho unas declaraciones solemnes y autorizadas, con la esperanza de que llegase el día en que, en una atmósfera cultural y eclesiástica más calmada, la verdadera enseñanza pudiera ser apreciada».
Casos como éste, y muchos otros análogos producidos sobre otros temas en la Iglesia Católica, enseñaron a los Obispos, a los Rectores de seminarios y de Facultades teológicas, así como a los Superiores religiosos, que en la nueva situación creada no era necesario aplicar las sanciones previstas en la ley canónica (Código de Derecho Canónico c.1371) a quienes en la docencia o en la predicación pastoral y catequética se opusieran a la enseñanza de la Iglesia.
Más aún, todos entendieron que era positivamente inconveniente defender del error al pueblo cristiano con estas sanciones, si ello podía traer escándalos o aunque solo fuere tensiones y conflictos en la convivencia eclesial.
También los profesores de teología, religiosos y laicos líderes aprendieron con estos acontecimientos que era posible impugnar públicamente temas graves de la doctrina católica sin que ello trajera ninguna consecuencia negativa. Se hacía posible, pues, enseñar, predicar y escribir contra la doctrina propuesta solemnemente por el Papa como doctrina de la Iglesia, sin que ello trajera sanción alguna.
La presunta licitud de la disidencia corrió por los ambientes universitarios y pastorales de la Iglesia como una buena nueva.
Conocimos, por ese tiempo, el caso de un moralista que al publicarse la encíclica Humanæ vitæ resolvió en conciencia abandonar la enseñanza que venía impartiendo en una Facultad de Teología. Pero poco más tarde decidió continuar en su docencia, al comprobar que estaba permitido disentir públicamente de la doctrina de la Iglesia.
En pocos años la disidencia teológica, al menos dentro de ciertos límites, pasó de ser tolerada a ser privilegiada en bastantes medios eclesiales. Es la situación actualmente vigente en no pocas Iglesias del Occidente. En ellas es difícil que un teólogo sea prestigioso si no tiene algo o mucho de disidente respecto de «la doctrina oficial» de la Iglesia. El teólogo fiel a la doctrina y a la tradición de la Iglesia será generalmente estimado como adherente a una teología caduca, superada, meramente repetitiva, ininteligible para el hombre de hoy, creyente o incrédulo. Por el contrario, el haber tenido «conflictos con la Congregación de la Fe, el antiguo Santo Oficio», marcará en el curriculum de los autores un punto de excelencia.
El P. Häring (1912-1998), por citar el ejemplo de un disidente próspero, se jubiló como profesor de la Academia Alfonsiana en 1987. Todavía en 1989, exigía que la doctrina católica sobre la anticoncepción se pusiera a consulta en la Iglesia, pues acerca de la misma «se encuentran en los polos opuestos dos modelos de pensamiento fundamentalmente diversos» («Ecclesia» 1989, 440-443). Efectivamente, fundamentalmente diversos e irreconciliables.
Y aún tuvo ánimo para arremeter con todas sus fuerzas contra la encíclica Veritatis splendor (1993), especialmente en lo que ésta se refiere a la regulación de la natalidad: «no hay nada [...] que pueda hacer pensar que se ha dejado a Pedro la misión de instruir a sus hermanos a propósito de una norma absoluta que prohibe en todo caso cualquier tipo de contracepción» («The Tablet» 23-X-1993).
En la conmovedora página-web que la Academia Alfonsiana dedica a Bernard Häring como memorial honorífico, mientras se escucha el canon de Pachelbel, puede conocerse que a este profesor «le llovieron honores y premios» de todas partes, y que «es considerado por muchos como el mayor teólogo moralista católico del siglo XX».
Otro caso similar, de disidente próspero, es el de E. Schillebeeckx, que, después de ser amonestado por la Congregación de la Fe en varias ocasiones (1979, 1980, 1986), publica años más tarde una antología de sus errores en el libro Soy un teólogo feliz (Sociedad Educación Atenas, Madrid 1994).
Tiempos singulares en la historia de la Iglesia, en los que «teólogos» dura y largamente enfrentados con el Magisterio apostólico pueden ser considerados por muchos como los mejores.
Tiempos recios, en los que la fidelidad estricta a la doctrina católica puede llegar a ser una condición desfavorable o excluyente para enseñar en un Seminario o en una Facultad del Occidente ilustrado. Lo cual es lógico, por lo demás. Introducir en el ámbito predominantemente liberal y disidente de un Seminario o Facultad a un formador o a un profesor ortodoxo es admitir en él una bomba de relojería, pues es probable que cause graves problemas en cualquier momento.
«Tiempos recios», en la expresión de Santa Teresa. ¿Cómo está la Iglesia allí donde servir a la verdad católica y defenderla es sumamente arduo y peligroso, mientras que callar discretamente ante errores y abusos es condición para «guardar la propia vida» en la paz y la estima general? Un cierto grado de disidencia o al menos de respeto por las tesis de los disidentes es un pasaporte absolutamente exigido en muchos ambientes. Ante errores y abusos, a veces enormes, se responde con un silencio comprensivo y tácitamente anuente. En esa actitud tan frecuente, lo eclesial y académicamente correcto es no alarmarse por nada.
¿Cómo está la Iglesia allí donde un grupo de laicos que crea en la doctrina católica sobre Jesucristo, la Virgen, los ángeles, la Providencia, la anticoncepción, el Diablo, etc., y se atreva incluso a «defender» estas verdades agredidas por otros, sea marginado, perseguido y tenido por integrista?
Describir aquí, por ejemplo, el calvario inacabable que pasan ciertos grupos de laicos que pretenden difundir en sus diócesis, según la Iglesia lo quiere, los medios lícitos para regular la natalidad, excede nuestro ánimo. Se ven duramente resistidos, marginados, calumniados. Mientras otras obras, quizá mediocres y a veces malas, son potenciadas, ellos están desasistidos y aparentemente ignorados por quienes más tendrían que apoyarles.
En las Iglesias enfermas de disidencia liberal, por supuesto, sufren ese mismo calvario los Obispos, presbíteros, los religiosos y los laicos, fieles a la ortodoxia católica.
En ambientes como los descritos abunda lo que podríamos llamar teología no teológica. Puede un profesor de teología –se dicente «teólogo»– discurrir sobre temas teológicos y hablar de ellos con erudición y con terminología teológica y, sin embargo, no hacer realmente teología.
La teología es obra que la razón produce a la luz de la fe (ratio fide illustrata), y que «se apoya, como fundamento perdurable, en la Escritura unida a la Tradición» (Vat.II, Dei Verbum 24). Y «la Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia están unidos de tal modo que ninguno puede subsistir sin los otros» (ib. 10).
Pues bien, eso significa que cualquier «teología» que desarrolle su pensamiento al margen o en contra de Escritura, Tradición y Magisterio apostólico no es propiamente, para los católicos, teología. Es teodicea, teognosis, teología protestante –el libre examen luterano– o simplemente ideología. Incluso, quizá, la palabra gnosis sea la más indicada para referirse a esta pseudo-teología.
En todo caso, ¿por qué llamar teología a ciertos escritos sobre cristología, teología de la liberación, teología del matrimonio, Eucaristía, si en tantos graves aspectos enseñan tesis perfectamente contrarias a la enseñanza de la Biblia, de la Tradición y del Magisterio? Ese abuso del lenguaje no trae ventaja alguna.
Y la pregunta más grave: ¿por qué se tolera, y a veces se fomenta, la edición de esas obras ideológicas en colecciones católicas, y se permite su difusión en librerías que se dicen católicas?
Silenciamientos persistentes de ciertas verdades
«De la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34). Un silenciamiento sistemático y prolongado de una determinada verdad de la fe equivale en la práctica a su negación.
Un ejemplo, la verdad del infierno. Jesucristo conoce bien la posibilidad de una condenación eterna, y como ama mucho a los hombres y desea su salvación, en su evangelio «habla con frecuencia de “la gehena” y del “fuego que nunca se apaga”» (Catecismo 1034). Habla con mucha frecuencia. ¡Cómo no va a hacerlo!... Pues bien, hoy, al contrario, es frecuente el predicador que jamás, nunca, predica sobre el infierno. Habrá que pensar que no cree en él. O que si cree, y nunca lo menciona, es que no ama de verdad a los hombres.
Del mismo modo, si un párroco nunca habla de la necesidad de adorar a Cristo, presente en la Eucaristía, ni promueve jamás ese culto, es porque no cree en esa necesidad pastoral o quizá porque no cree en esa real Presencia sagrada.
«El justo vive de la fe... La fe es por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo» (Rm 1,17; 10,17). Si un sacerdote, por ejemplo, no tiene una fe suficientemente firme en la doctrina católica de la castidad conyugal, no podrá predicar sobre ella. Ahora bien, como el pueblo vive de la fe, y ésta se alimenta de la predicación, acabará el pueblo cristiano ignorando la verdad de la castidad conyugal. Y profanará la santidad del matrimonio sin mayores problemas de conciencia. Esto es evidente a priori, y también a posteriori.
La disidencia actual respecto a la doctrina de la Iglesia algunas veces es frontal, pero con más frecuencia se expresa en modos ambiguos, eufemísticos, indirectos, implícitos. Los ejemplos podrían multiplicarse.
En una Asamblea concreta de católicos, el Grupo B declara: «El Grupo se adhiere sin reservas a la Humanæ vitæ, pero cree que haría falta superar la dicotomía entre la rigidez de la ley y la ductilidad de la pastoral». Traducido: el Grupo no se adhiere a la encíclica aludida, o se adhiere con hartas reservas, y aconseja o exige que se ponga fin a la dura intransigencia de la doctrina conyugal católica.
Una cosa es lo que se dice, y otra lo que se quiere decir, que es lo que de hecho va a ser entendido por el oyente o lector.
Sobre el tema delicadísimo de la historicidad de los Evangelios un eminente exegeta, dice en una entrevista:
«Llegué a la conclusión de que, si bien los Evangelios no son históricos en el sentido moderno de la historia, sin embargo resulta imposible, sin ignorar una de evidencias, contradecir la verdad histórica del mensaje de Cristo».
Que el sentido de la historia no es el mismo en Jenofonte y en Toynbee, pongamos por caso, es una afirmación obvia. Ha de suponerse, pues, que lo que quiere decir este eclesiástico eminente no va por ahí. ¿No interpretarán los lectores, según eso, que a su entender los Evangelios no son históricos, aunque su mensaje sí lo es; que no son históricos los hechos que narran, o buena parte de ellos, sino el mensaje que por ellos se transmite?
El tal exegeta, pues, no tendrá razón para enojarse si muchos interpretan de este modo sus palabras, que serían ciertamente contrarias a la doctrina de la Iglesia, pues ésta «ha defendido siempre la historicidad de los Evangelios» (Vaticano II, Dei Verbum, 19; Catecismo 126; 514-515). No podrá alegar que sus palabras han sido objeto de una interpretación temeraria o abusiva.
En la antigüedad cristiana, los errores se proponen con ingenua claridad. No existiendo todavía un cuerpo doctrinal católico bien definido, hay una correspondencia patente entre lo que dicen quienes los difunden y lo que piensan.
A medida, por el contrario, que la doctrina católica se ha ido definiendo más y más, aquellos que contrarían la doctrina de la Iglesia –como los jansenistas o los modernistas– se han visto obligados a expresar su pensamiento con palabras más cautelosas y encubiertas. Hoy, pues, los errores rara vez son expresados en forma patente. Casi siempre se difunden a través de un lenguaje deliberadamente impreciso, ambiguo y eufemístico, en el que quizá podría ser aceptable lo que se dice, pero no lo que se quiere decir, que es lo realmente comunicado.
Después de todo, siempre, antes y ahora, los lobos se han vestido «con piel de oveja» (Mt 7,15). «Son falsos apóstoles, que proceden con engaño, haciéndose pasar por apóstoles de Cristo. Su táctica no debe sorprendernos, porque el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz» (2Cor 11,13-14).
Reprobaciones tardías de los maestros del error
En los decenios postconciliares la autoridad de la Iglesia siempre ha estado atenta a enseñar la verdad y a refutar los errores con fuerza persuasiva –Mysterium fidei, Sacerdotalis cælibatus, Humanæ vitæ, etc.–. Pero no pocas veces ha sido muy lenta o muy suave a la hora de reprobar a los maestros del error. Y éstos, mientras no se produce su pública y nominal reprobación, siguen difundiendo eficazmente sus errores, por luminosos que sean los documentos contemporáneos de la Iglesia, que afirman la verdad y niegan el error.
–El caso Marciano Vidal. Este profesor español redentorista (1937-) publica su Moral de actitudes a partir de 1974, y la obra es pronto traducida al portugués (1975ss), al italiano (1976ss) y a otras lenguas (la edición italiana de 1994sstraduce la 8ª edición española). Desde hace muchos años, cualquier cristiano medianamente formado en teología entendía con toda facilidad que esa obra, con otras muchas del mismo autor, difundía enseñanzas claramente inconciliables con la doctrina moral católica.
Pues bien, ha sido necesario esperar al 15 de mayo de 2001 para que la Congregación para la Doctrina de la Fe comunicara en una Notificación que esa obra y otras dos más examinadas «no pueden ser utilizadas para la formación teológica». En la Iglesia de habla hispana, es decir, en la mitad de la Iglesia, el texto de Moral aludido venía siendo uno de los más utilizados durante un cuarto de siglo.
La Moral de Marciano Vidal, afirma la Congregación de la Fe, no está enraizada en la Escritura: «no consigue conceder normatividad ética concreta a la revelación de Dios en Cristo». Es «una ética influida por la fe, pero se trata de un influjo débil». Atribuye «un papel insuficiente a la Tradición y al Magisterio moral de la Iglesia», adolece de una «concepción deficiente de la competencia moral del Magisterio eclesiástico». Su tendencia a usar «el método del conflicto de valores o de bienes» lo lleva «a tratar reductivamente algunos problemas», y «en el plano práctico, no se acepta la doctrina tradicional sobre las acciones intrínsecamente malas y sobre el valor absoluto de las normas que prohiben esas acciones».
Y estos planteamientos generales falsos conducen, lógicamente, a graves errores concretos acerca de los métodos interceptivos y anticonceptivos, la esterilización, la homosexualidad, la masturbación, la fecundación in vitro homóloga, la inseminación artificial y el aborto.
Esta obra y otras del mismo autor, con las de Häring, Curran, Forcano, Valsecchi, Hortelano, López Azpitarte, etc., son las que durante dos o tres decenios han creado en gran parte del pueblo católico, profesores, párrocos, confesores, grupos matrimoniales, seminarios y noviciados, una mentalidad moral no-católica.
–El caso Anthony de Mello. El 24 de junio de 1998 la Congregación para la Doctrina de la Fe publica una Notificación señalando los graves errores contenidos en varias de las obras del padre Anthony de Mello, S.J. (1931-1987). Este autor «es muy conocido debido a sus numerosas publicaciones, las cuales, traducidas a diversas lenguas, han alcanzado una notable difusión en muchos países». Sus obras, efectivamente, han sido ampliamente difundidas durante decenios entre los católicos de los más diversos ambientes y naciones. Pues bien, la Congregación, once años después de la muerte del autor, nos avisa que
«sustituye la revelación acontecida en Cristo con una intuición de Dios sin forma ni imágenes, hasta llegar a hablar de Dios como de un vacío puro... Nada podría decirse sobre Dios... Este apofatismo radical lleva también a negar que la Biblia contenga afirmaciones válidas sobre Dios... Las religiones, incluido el Cristianismo, serían uno de los principales obstáculos para el descubrimiento de la verdad... A Jesús, del que se declara discípulo, lo considera un maestro al lado de los demás... La Iglesia, haciendo de la palabra de Dios en la Escritura un ídolo, habría terminado por expulsar a Dios del templo», etc.
Los jesuitas que llevan la Editorial Sal Terræ han seguido difundiendo las obras de Anthony de Mello, y en 2003 han publicado su Obra completa en dos preciosos tomos, 1603 pgs., en edición cuidada por el P. Jorge Miguel Castro Ferrer, S.J., con un amplio prólogo hagiográfico de Andrés Torres Queiruga, en el que cita a Hegel, Heidegger, Ricoeur, pero no menciona, ni siquiera de paso, la Notificación romana.
Esta obra podrá hallarse hoy en casi todas las librerías diocesanas y religiosas de lengua española.
¿Por qué esas reprobaciones tardías, débiles o inexistentes?
¿Cómo es posible que durante tantos años hayan podido difundirse en la Iglesia Católica obras tan perniciosas, tan contrarias a la tradición católica y al Magisterio apostólico, sin que se haya detenido a tiempo su difusión? ¿Cómo podrá ahora remediarse el daño tan grande y extenso que esas obras –y tantas otras– han causado?
¿No conocían quienes vigilan el agua que beben los fieles que aquellas fuentes estaban infectadas, y que iban a causar muchas y graves enfermedades? Es impensable, tratándose de personas atentas y eruditas. Claro que lo sabían. ¿Por qué entonces diferían su reprobación diez, veinte o treinta años?
¿Qué ventaja puede haber en retrasar tanto la reprobación de doctrinas erróneas, cuando se sabe que están teniendo gran difusión? ¿Habremos de temer, según eso, que los errores hoy más dañinos sólo serán públicamente reprobados en la Iglesia dentro de treinta años?