Dios, la razón y la ciencia Benedicto XVI: Comentario 2 a su lección magistral en Ratisbona
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Por Pedro Morandé
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Dios, la razón y la ciencia (Benedicto XVI)
(Comentario 1)
(Comentario 3)
(Comentario 4)
Resumen
Benedicto XVI expuso en Ratisbona un texto mayor. Su afirmación esencial,
resumida en la frase de un emperador bizantino del siglo XIV -“no actuar
según la razón, no actuar con el logos, es contrario a la naturaleza de
Dios”- apoya el argumento de que “la difusión de la fe mediante la violencia
es irracional”. Algunos lo han leído desde la perspectiva de las relaciones
entre el cristianismo y el Islam. Pero su alcance se proyecta a todos los
aspectos de la relación fe y razón, incluido el diálogo con el pensamiento
occidental moderno. Destaca su preocupación en relación con las ciencias
naturales, cuya razón se basa, a su juicio, en “una síntesis entre
platonismo (que presupone la estructura matemática de la materia) y
empirismo” (por su orientación hacia la eficacia práctica y técnica). Las
ciencias humanas y sociales también habrían intentado aproximarse a ese
canon, con la consiguiente exclusión del “problema de Dios, presentándolo
como un problema a-científico o pre-científico”.
Desde esta posición reductivista de la razón no puede surgir un diálogo
entre las culturas y las religiones del mundo. “Esta exclusión de lo divino
de la universalidad de la razón constituye un ataque a sus convicciones más
íntimas”. Incluso las ciencias quedan privadas de pensar sus fundamentos,
puesto que “conllevan un interrogante que las trasciende”. Lo razonable es
que las ciencias naturales dejen a la filosofía y a la teología responder lo
que ellas sólo pueden presuponer: “la estructura racional de la materia y la
correspondencia entre nuestro espíritu y las estructuras racionales que
actúan en la naturaleza”. La condición es tener “la valentía para abrirse a
la amplitud de la razón”. El Papa pareciera querer transmitirnos que el
cristianismo es razonable por el realismo con que mira al hombre y al mundo
desde la revelación de un Cristo-Logos que asume la naturaleza humana.
Este mismo problema del pensamiento moderno se despliega en la organización
social. Desde sus inicios, pasando por la revolución industrial y la
postindustrial, la sociedad moderna comenzó a organizarse con criterios
funcionales para delimitar los riesgos y operar establemente, no obstante
los niveles de alta incertidumbre en su actual escala mundial. Tales
criterios resultan razonables por su eficiencia, pero se muestran
irracionales cuando reducen la realidad humana sólo a parámetros
funcionales. Si el principio básico de la organización funcional -todo
elemento de la realidad es sustituíble por algún equivalente- se hace
dominante, desaparece de su ángulo de visión la realidad personalizada del
ser humano insustituible. También el equilibrio ecológico necesario para la
preservación de recursos naturales no renovables. Se ignora igualmente la
originalidad histórica de cada pueblo y cultura, su identidad y su
tradición.
La exhortación de Benedicto XVI se dirige propiamente a la cultura
occidental y a su abandono de la confianza en la razón que interroga a la
realidad por el sentido último de la existencia humana. Cuando las culturas
hablan de Dios, refieren la experiencia del hombre a su origen y destino.
Buscan aquella dimensión esencial de la libertad que pone a las personas en
el camino del pensar y del actuar conforme a la naturaleza racional de su
espíritu. El cristianismo como religión del Dios-Logos, enseña el Papa, es
una pasión por la realidad humana tal como es y como ha sido diseñada por el
Creador. Y nos pone en camino hacia el cumplimiento de su significado.
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La conferencia de Benedicto XVI en Ratisbona es,
sin duda, un texto mayor, no ciertamente por su extensión, sino por el
núcleo esencial de su exposición, resumida en la frase pronunciada por el
emperador bizantino del siglo XIV Manuel II: “No actuar según la razón, no
actuar con el logos, es contrario a la naturaleza de Dios”. La frase procede
de un coloquio sobre la Biblia y el Corán y está referida de modo inmediato
al argumento de que “la difusión de la fe mediante la violencia es
irracional”. Sin embargo, el alcance de la afirmación trasciende esta
discusión específica, proyectándose a todos los aspectos involucrados en la
relación de la fe y la razón. Repitiendo un argumento que ha usado desde sus
primeros escritos teológicos, señala aquí también que “Modificando el primer
versículo del Génesis, el primer versículo de toda la Sagrada Escritura, San
Juan comenzó el prólogo de su Evangelio con las palabras En el principio
existía el Logos y el logos es Dios”, con lo que selló un principio de
síntesis entre la fe bíblica y la filosofía griega, que ha sido “un dato de
importancia decisiva no sólo desde el punto de vista de la historia de las
religiones, sino también desde el de la historia universal, un dato que se
nos impone también hoy”, como la base para un diálogo fructífero entre las
culturas y entre los distintos saberes de nuestro tiempo.
Después de referirse a distintos momentos
históricos en que se intentó deshelenizar el cristianismo, con la
consecuencia de que la razón y la fe fueron consideradas incompatibles entre
sí, o al menos, como extrínsecas una a la otra, la conferencia aborda este
mismo problema en la cultura actual, particularmente, en relación a las
ciencias naturales, cuya razón se basa, a su juicio, en “una síntesis entre
platonismo (en cuanto presupone la estructura matemática de la materia) y
empirismo” (en cuanto a su orientación hacia la eficacia práctica y
técnica). “Sólo el tipo de certeza que deriva de la sinergia de matemática y
método empírico puede considerarse científica”. Con posterioridad, las
ciencias humanas y sociales también habrían intentado aproximarse a este
mismo canon científico, con la consiguiente exclusión del “problema de Dios,
presentándolo como un problema a-científico o pre-científico”. Desde esta
posición reductivista de la razón no puede surgir un diálogo entre las
culturas y las religiones del mundo, puesto que a su juicio, “precisamente
esta exclusión de lo divino de la universalidad de la razón constituye un
ataque a sus convicciones más íntimas”. A su vez, las mismas ciencias quedan
privadas de pensar sus fundamentos, puesto que el elemento platónico que
asume su racionalidad “conlleva un interrogante que la trasciende, como
trasciende las posibilidades de su método”. Lo razonable, en consecuencia,
es que las ciencias naturales dejen a la filosofía y a la teología responder
lo que ellas sólo pueden presuponer: “la estructura racional de la materia y
la correspondencia entre nuestro espíritu y las estructuras racionales que
actúan en la naturaleza”. La condición para ello, agrega, es tener “la
valentía para abrirse a la amplitud de la razón y no a la negación de su
grandeza”. Y concluye su conferencia diciendo en relación a esta amplitud de
la razón que “redescrubrirla constantemente nosotros mismos es la gran tarea
de la universidad”.
Me parece que estas afirmaciones están en
perfecta continuidad con el camino abierto por Juan Pablo II en Fides et
ratio, especialmente, con su sorprendente afirmación “No hay, pues, motivo
de competitividad alguna entre la razón y la fe: una está dentro de la otra,
y cada una tiene su propio espacio de realización” (n.17). Sin embargo, no
he encontrado entre los comentaristas de esta encíclica una explicación
suficiente respecto a qué significa este estar “dentro” de la razón en la fe
y de la fe en la razón y, no obstante, cada una con su propio espacio. No
tengo, ciertamente, la competencia filosófica ni teológica para dar una
respuesta inequívoca a esta pregunta. Pero la lectura de esta conferencia
del Papa Benedicto XVI me sugiere que este “dentro” bien podría definirse
como “la correspondencia entre nuestro espíritu y las estructuras racionales
que actúan en la naturaleza”, donde la expresión “naturaleza” bien podría
sustituirse por la expresión “realidad”, para incluir no sólo aquella
realidad que es dada al ser humano en su ser biofísico, sino también aquella
que es descubierta, creada, transmitida, y constantemente recreada por la
cultura.
En efecto, me parece que lo que el Papa quisiera
transmitirnos es que el cristianismo es razonable por el realismo con que
mira la realidad del ser humano y del mundo desde la revelación de un
Cristo-Logos que asume la naturaleza humana. Por una parte, porque esta
Sabiduría de Dios hecha carne corresponde y satisface sobreabundantemente
las exigencias más hondas de verdad, de bondad, de belleza y de justicia que
surgen de la condición racional del espíritu humano. Por otra, porque esta
misma Sabiduría se manifiesta “en el principio” como el Espíritu creador que
llama a toda realidad desde la nada a la existencia, sosteniéndola en ella
en virtud “de las estructuras racionales que actúan” en su interior. En
consecuencia, la fe en la Revelación no anula en absoluto las preguntas de
la razón ni tampoco las censura, antes por el contrario, las proyecta en su
dimensión sapiencial a la búsqueda del sentido último de todo. Tal sentido
último se corresponde, justamente, con ese llamado interior o exhortación
inicial que nos pone en el camino del pensar y que descubre su libertad.
Como señala Heidegger con mucha profundidad, “lo que nos llama al
pensamiento, nos da por primera vez la libertad de lo libre, para que allí
pueda habitar lo humanamente libre. La esencia inicial de la libertad se
esconde en el mandato que da a pensar a los mortales lo más merecedor de
pensarse”.
Esta es la “amplitud de la razón” y “su
grandeza”, como dice Benedicto XVI, y si en su primera encíclica, siguiendo
a San Juan, este llamado inicial que moviliza toda la capacidad de
comprensión del ser humano lo identifica con el Amor, en esta conferencia lo
precisa del siguiente modo: “Ciertamente el amor, como dice San Pablo,
‘rebasa’ el conocimiento y por eso es capaz de percibir más que el simple
pensamiento (cf. Ef 3, 19); sin embargo, sigue siendo el amor del
Dios-Logos”. Es decir, amor y verdad no se contraponen, y podría decirse del
mismo modo que Fides et ratio lo hace de la razón y de la fe, que uno está
dentro del otro donde encuentran cada cual su espacio propio de crecimiento.
El amor a la verdad y la verdad del amor son dos realidades que se
corresponden y se llaman recíprocamente en la unidad del ser personal tanto
de Dios como de los seres humanos. Quien ama sólo lo puede hacer con la
totalidad y unicidad de su ser personal y la verdad que busca la sabiduría
“en el principio”, ilumina la totalidad del significado de la realidad en el
conjunto de todos sus factores.
Como cientista social quisiera señalar que la
misma problemática que el Papa analiza en relación al pensamiento moderno se
despliega en el seno de la organización social misma. Desde los inicios del
mundo moderno, pasando por la revolución industrial y la revolución
postindustrial de las comunicaciones, la sociedad ha comenzado a organizarse
con criterios funcionales para delimitar los riesgos y operar establemente,
no obstante los niveles de alta contingencia e incertidumbre que surgen del
entorno y de la complejidad de la sociedad misma así organizada. Esta forma
de codificación de las comunicaciones al interior de la sociedad, que
resulta, por una parte, razonable por su eficiencia y especialización
muestra, por otra, altos niveles de irracionalidad cuando se quiere reducir
la realidad social y humana sólo a aquello que se acomoda a los parámetros
funcionales. El principio básico de la organización funcional es que todo
elemento de la realidad es sustituíble en su función por algún tipo de
equivalente funcional. El valor de la eficiencia depende justamente de esta
sustituibilidad.
Cuando esta forma de observar la realidad se hace
dominante, lo que desaparece de su ángulo de visión es la realidad
personalizada del ser humano insustituible, como también el equilibrio
ecológico necesario para la preservación de recursos naturales no renovables
y también insustituibles. La despersonalización de las relaciones sociales,
la crisis demográfica que trae consigo la caída de la fertilidad y el
envejecimiento de la población y la depredación del entorno natural se
corresponden y se amplifican recíprocamente. Mientras nos esforzamos por
definir reglas procedimentales en el plano jurídico, político, económico,
educacional, y tantos otros, que garanticen el funcionamiento de la sociedad
con pluralismo, diversidad y tolerancia tanto en el plano nacional como
internacional, descuidamos la originalidad histórica de cada pueblo y
cultura, su identidad, su soberanía, su patrimonio, su tradición y, en
última instancia, su libertad para valorar y respetar su experiencia
original en la realización de la común vocación humana.
La cultura es, precisamente, ese espacio abierto a la amplitud de la razón
en las circunstancias históricas específicas de cada vida humana y de cada
sociedad. Si los pueblos pierden esa referencia esencial a la tradición
sapiencial que los ha constituido, debilitan la solidaridad
intergeneracional que sostiene la vida. La organización funcional de los
asuntos humanos puede resultar muy eficaz y razonable en la distribución de
los riesgos en el corto plazo, pero es algo miope para el mediano y casi
ciega para el largo plazo. La actual estructura demográfica de occidente así
lo demuestra de manera irrefutable. No existe ningún algoritmo, ni ningún
arreglo funcional capaz de dotar a las personas de un significado que traiga
consigo tal gusto por la vida que el deseo más íntimo de ellas sea
transmitirla a otros como don y bendición. Antes por el contrario, como
parece generalizarse en nuestra época, la vida de cada ser humano es
considerada como un difícil problema a resolver desde el punto de vista del
trabajo que significa sostenerla, del esfuerzo que representa educarla, de
la constante atención preventiva que significa la aparición de enfermedades
y de la muerte. Y mientras la sociedad se esfuerza por mejorar cada vez más
las condiciones sanitarias para aumentar la esperanza de vida al nacer, el
cambio en la estructura demográfica representado por el aumento de los
ancianos y la disminución de los jóvenes, augura para el futuro una
creciente vejez solitaria y abandonada.
La estrechez de una visión poco razonable que
motiva el uso de la violencia intencional en el caso de la difusión de la fe
religiosa, no es distinta de la estrechez del saber que reduce todo el
conocimiento a su valor de información en el presente y que provoca mil
formas de violencia y exclusión social: la corrupción de los espacios
públicos, el tráfico de drogas, la esclavitud de la prostitución y de la
pornografía, la violencia intrafamiliar, el abandono de los hijos en hogares
de padre ausente o desconocido, la delincuencia, la pobreza y tantas otras
lacras sociales que la sociedad se esfuerza apenas por controlar puesto que
parece ya resignada a no poder superar. Mientras se despliegan toda clase de
esfuerzos técnicos sobre estos problemas, se descuida el único esfuerzo
razonable que no es otro que proporcionar a las personas una cultura viva,
en la cual los valores derivados de la dignidad humana sean el patrimonio
más valioso que ella transmite y que puedan ser verificados cotidianamente
por la experiencia de cada una de las personas que se integran a una
comunidad de pertenencia que las acoge y las invita a trascender sus
necesidades y deseos en el servicio al bien común de todos quienes la
integran.
Lo que recuerda Benedicto XVI de la apreciación
del emperador bizantino del siglo XIV a propósito de la difusión del Islam,
está dirigido propiamente a la cultura de los pueblos occidentales y a su
inquietante abandono de la confianza en la razón que busca e interroga a la
realidad por el sentido último de la existencia humana en el mundo.
Ciertamente, no se puede negar la utilidad que representa delimitar los
problemas que enfrenta una vida social cada vez más compleja y de gran
escala en contextos funcionalmente reducidos y manejables. Pero si esta
delimitación lleva como consecuencia dejar de atender a la totalidad de la
experiencia humana, a su sentido trascendente, al valor cultural que se
despliega en el diálogo intergeneracional que sustenta la vida en el mediano
y largo plazo, a la dimensión personalizada que busca cada vida humana que
quiere vivirse en primera persona y de modo insustituible, entonces la
delimitación funcional se vuelve irrazonable para el conjunto de todos estos
factores.
Cuando las culturas hablan de Dios, refieren la
experiencia humana a la totalidad de la realidad, a su origen y destino.
Buscan aquella sabiduría que es capaz de considerar el conjunto de todos los
factores, incluida la sabiduría del propio saber acerca del mundo y de la
sabiduría. Buscan aquella dimensión esencial de la libertad humana
determinada por el acto de escuchar la exhortación primera e inicial del ser
de todo lo que existe y que pone a las personas en el camino del pensar y
del actuar conforme a la naturaleza racional del espíritu humano. Cuando por
cualquier motivo se censura este acto fundacional de la libertad del
espíritu se oscurece inevitablemente la razonabilidad de alguna dimensión de
la experiencia. Lo que el Papa Benedicto nos recuerda en su conferencia es
que el cristianismo, como religión del Dios-Logos, es una pasión por la
realidad humana tal como ella es, tal como ha sido diseñada por la
Inteligencia y Sabiduría primera que está en el origen de todo y que se
revela como el Misterio que nos asombra y nos pone en camino hacia nuestra
propia autorealización y cumplimiento. Como universitarios, nos da que
pensar su frase conclusiva: “En el diálogo de las culturas invitamos a
nuestros interlocutores a este gran logos, a esta amplitud de la razón.
Redescubrirla constantemente nosotros mismos es la gran tarea de la
universidad”.
Heidegger Martin, “¿Qué significa pensar?”, Editorial Trotta, Madrid 2005,
pg. 207