Juan Pablo II - Christifideles laici: La misión del laico en la Iglesia y en el mundo
EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POST-SINODAL
CHRISTIFIDELES LAICI
DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
SOBRE VOCACIÓN Y MISIÓN DE LOS LAICOS
EN LA IGLESIA Y EN EL
MUNDO
( vea un
Resumen)
Contenido
Las actuales cuestiones urgentes del mundo: ¿Porqué estáis aquí ociosos
todo el día?
Secularismo y necesidad de lo religioso
La persona humana: una dignidad despreciada y exaltada
Jesucristo, la esperanza de la humanidad
YO SOY LA VID, VOSOTROS LOS SARMIENTOS
La dignidad de los fieles laicos en la Iglesia-Misterio
El Bautismo y la novedad cristiana
Templos vivos y santos del Espíritu
Partícipes del oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo
Los fieles laicos y la índole secular
SARMIENTOS TODOS DE LA ÚNICA VID
La participación de los fieles laicos en la vida de la Iglesia-Comunión
El misterio de la Iglesia-Comunión
El Concilio y la eclesiología de comunión
Una comunión orgánica: diversidad y complementariedad
Los ministerios y los carismas, dones del Espíritu a la Iglesia
Los ministerios que derivan del Orden
Ministerios, oficios y funciones de los laicos
La participación de los fieles laicos en la vida de la Iglesia
Iglesias particulares e Iglesia universal
El compromiso apostólico en la parroquia
Formas de participación en la vida de la Iglesia
Formas agregativas de participación
Criterios de eclesialidad para las asociaciones laicales
El servicio de los Pastores a la comunión
OS HE DESTINADO PARA QUE VAYÁIS Y DEIS FRUTO
La corresponsabilidad de los fieles laicos en la Iglesia-Misión
Ha llegado la hora de emprender una nueva evangelización
Vivir el Evangelio sirviendo a la persona y a la sociedad
Promover la dignidad de la persona
Venerar el inviolable derecho a la vida
Libres para invocar el Nombre del Señor
La familia, primer campo en el compromiso social
La caridad, alma y apoyo de la solidaridad
Todos destinatarios y protagonistas de la política
Situar al hombre en el centro de la vida económico-social
Evangelizar la cultura y las culturas del hombre
LOS OBREROS DE LA VIÑA DEL SEÑOR
Buenos administradores de la multiforme gracia de Dios
Los jóvenes, esperanza de la Iglesia
Los niños y el Reino de los cielos
Los ancianos y el don de la sabiduría
Fundamentos antropológicos y teológicos
Misión en la Iglesia y en el mundo
Copresencia y colaboración de los hombres y de las mujeres
Las diversas vocaciones laicales
La formación de los fieles laicos
Descubrir y vivir la propia vocación y misión
Una formación integral para vivir en la unidad
Colaboradores de Dios educador
La formación recibida y dada recíprocamente por todos
A los Obispos
A los sacerdotes y diáconos
A los religiosos y religiosas
A todos los fieles laicos
INTRODUCCIÓN
1. LOS FIELES LAICOS (Christifideles
laici), cuya «vocación y misión en la Iglesia y en el mundo a los
veinte años del Concilio Vaticano II» ha sido el tema del Sínodo de los
Obispos de 1987, pertenecen a aquel Pueblo de Dios representado en los
obreros de la viña, de los que habla el Evangelio de Mateo: «El Reino de
los Cielos es semejante a un propietario, que salió a primera hora de la
mañana a contratar obreros para su viña. Habiéndose ajustado con los
obreros en un denario al día, los envió a su viña» (Mt 20,
1-2).
La parábola evangélica despliega ante nuestra mirada la inmensidad de la
viña del Señor y la multitud de personas, hombres y mujeres, que son
llamadas por Él y enviadas para que tengan trabajo en ella. La viña es
el mundo entero (cf. Mt 13,
38), que debe ser transformado según el designio divino en vista de la
venida definitiva del Reino de Dios.
Id también
vosotros a mi viña
2. «Salió luego hacia las nueve de la mañana, vió otros que estaban en
la plaza desocupados y les dijo: "Id también vosotros a mi viña"» (Mt
20, 3-4).
El llamamiento del Señor Jesús «Id también vosotros a mi viña» no
cesa de resonar en el curso de la historia desde aquel lejano día: se
dirige a cada hombre que viene a este mundo.
En nuestro tiempo, en la renovada efusión del Espíritu de Pentecostés
que tuvo lugar con el Concilio Vaticano II, la Iglesia ha madurado una
conciencia más viva de su naturaleza misionera y ha escuchado de nuevo
la voz de su Señor que la envía al mundo como «sacramento universal de
salvación».(1)
Id también vosotros. La
llamada no se dirige sólo a los Pastores, a los sacerdotes, a los
religiosos y religiosas, sino que se extiende a todos: también los
fieles laicos son llamados personalmente por el Señor, de quien reciben
una misión en favor de la Iglesia y del mundo. Lo recuerda San Gregorio
Magno quien, predicando al pueblo, comenta de este modo la parábola de
los obreros de la viña: «Fijaos en vuestro modo de vivir, queridísimos
hermanos, y comprobad si ya sois obreros del Señor. Examine cada uno lo
que hace y considere si trabaja en la viña del Señor».(2)
De modo particular, el Concilio, con su riquísimo patrimonio doctrinal,
espiritual y pastoral, ha reservado páginas verdaderamente espléndidas
sobre la naturaleza, dignidad, espiritualidad, misión y responsabilidad
de los fieles laicos. Y los
Padres conciliares, haciendo eco al llamamiento de Cristo, han
convocado a todos los fieles laicos, hombres y mujeres, a trabajar en la
viña: «Este Sacrosanto Concilio ruega en el Señor a todos los laicos
que respondan con ánimo generoso y prontitud de corazón a la voz de
Cristo, que en esta hora invita a todos con mayor insistencia, y a los
impulsos del Espíritu Santo. Sientan los jóvenes que esta llamada va
dirigida a ellos de manera especialísima; recíbanla con entusiasmo y
magnanimidad. El mismo Señor, en efecto, invita de nuevo a todos los
laicos, por medio de este santo Concilio, a que se le unan cada día más
íntimamente y a que, haciendo propio todo lo suyo (cf. Flp 2,
5), se asocien a su misión salvadora; de nuevo los envía a todas las
ciudades y lugares adonde Él está por venir (cf. Lc 10,
1».(3)
Id también vosotros a mi viña. Estas
palabras han resonado espiritualmente, una vez más, durante la
celebración del Sínodo de
los Obispos, que ha
tenido lugar en Roma entre el 1º y el 30 de octubre de 1987. Colocándose
en los senderos del Concilio y abriéndose a la luz de las experiencias
personales y comunitarias de toda la Iglesia, los Padres, enriquecidos
por los Sínodos precedentes, han afrontado de modo específico y amplio
el tema de la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el
mundo.
En esta Asamblea episcopal no ha faltado una cualificada representación
de fieles laicos, hombres y mujeres, que han aportado una valiosa
contribución a los trabajos del Sínodo, como ha sido públicamente
reconocido en la homilía conclusiva: «Damos gracias por el hecho de que
en el curso del Sínodo hemos podido contar con la participación de los
laicos (auditores y
auditrices), pero más aún
porque el desarrollo de las discusiones sinodales nos ha permitido
escuchar la voz de los invitados, los representantes del laicado
provenientes de todas las partes del mundo, de los diversos Países, y
nos ha dado ocasión de aprovechar sus experiencias, sus consejos, las
sugerencias que proceden de su amor a la causa común».(4)
Dirigiendo la mirada al posconcilio, los Padres sinodales han podido
comprobar cómo el Espíritu Santo ha seguido rejuveneciendo la Iglesia,
suscitando nuevas energías de santidad y de participación en tantos
fieles laicos. Ello queda testificado, entre otras cosas, por el nuevo
estilo de colaboración entre sacerdotes, religiosos y fieles laicos; por
la participación activa en la liturgia, en el anuncio de la Palabra de
Dios y en la catequesis; por los múltiples servicios y tareas confiados
a los fieles laicos y asumidos por ellos; por el lozano florecer de
grupos, asociaciones y movimientos de espiritualidad y de compromiso
laicales; por la participación más amplia y significativa de la mujer en
la vida de la Iglesia y en el desarrollo de la sociedad.
Al mismo tiempo, el Sínodo ha notado que el camino posconciliar de los
fieles laicos no ha estado exento de dificultades y de peligros. En
particular, se pueden recordar dos tentaciones a las que no siempre han
sabido sustraerse: la tentación de reservar un interés tan marcado por
los servicios y las tareas eclesiales, de tal modo que frecuentemente se
ha llegado a una práctica dejación de sus responsabilidades específicas
en el mundo profesional, social, económico, cultural y político; y la
tentación de legitimar la indebida separación entre fe y vida, entre la
acogida del Evangelio y la acción concreta en las más diversas
realidades temporales y terrenas.
En el curso de sus trabajos, el Sínodo ha hecho referencia constantemente al Concilio Vaticano II, cuyo magisterio sobre el laicado, a veinte años de distancia, se ha manifestado de sorprendente actualidad y tal vez de alcance profético: tal magisterio es capaz de iluminar y de guiar las respuestas que se deben dar hoy a los nuevos problemas. En realidad, el desafío que los Padres sinodales han afrontado ha sido el de individuar las vías concretas para lograr que la espléndida «teoría» sobre el laicado expresada por el Concilio llegue a ser una auténtica «praxis» eclesial. Además, algunos problemas se imponen por una cierta «novedad» suya, tanto que se los puede llamar posconciliares, al menos en sentido cronológico: a ellos los Padres sinodales han reservado con razón una particular atención en el curso de sus discusiones y reflexiones. Entre estos problemas se deben recordar los relativos a los ministerios y servicios eclesiales confiados o por confiar a los fieles laicos, la difusión y el desarrollo de nuevos «movimientos» junto a otras formas de agregación de los laicos, el puesto y el papel de la mujer tanto en la Iglesia como en la sociedad.
Los Padres sinodales, al término de sus trabajos, llevados a cabo con
gran empeño, competencia y generosidad, me han manifestado su deseo y me
han pedido que, a su debido tiempo, ofreciese a la Iglesia universal un
documento conclusivo sobre los fieles laicos.(5)
Esta Exhortación Apostólica post-sinodal quiere dar todo su valor a la
entera riqueza de los trabajos sinodales: desde los Lineamenta hasta
el Instrumentum laboris; desde
la relación introductoria hasta las intervenciones de cada uno de los
obispos y de los laicos y la relación de síntesis al final de las
sesiones en el aula; desde los trabajos y relaciones de los «círculos
menores» hasta las «proposiciones» finales y el Mensaje final. Por eso
el presente documento no es paralelo al Sínodo, sino que constituye su
fiel y coherente expresión; es fruto de un trabajo colegial, a cuyo
resultado final el Consejo de la Secretaría General del Sínodo y la
misma Secretaría han sumado su propia aportación.
El objetivo que la Exhortación quiere alcanzar es suscitar y alimentar
una más decidida toma de conciencia del don y de la responsabilidad que
todos los fieles laicos —y cada uno de ellos en particular— tienen en la
comunión y en la misión de la Iglesia.
Las actuales
cuestiones urgentes del mundo: ¿Porqué estáis aquí ociosos todo el día?
3. El significado fundamental de este Sínodo, y por tanto el fruto más
valioso deseado por él, es la
acogida por parte de los fieles laicos del llamamiento de Cristo a
trabajar en su viña, a
tomar parte activa, consciente y responsable en la misión de la Iglesia en
esta magnífica y dramática hora de la historia, ante la llegada
inminente del tercer milenio.
Nuevas situaciones, tanto eclesiales como
sociales, económicas, políticas y culturales, reclaman hoy, con fuerza
muy particular, la acción de los fieles laicos. Si el no comprometerse
ha sido siempre algo inaceptable, el tiempo presente lo hace aún más
culpable. A nadie le es
lícito permanecer ocioso.
Reemprendamos la lectura de la parábola evangélica: «Todavía salió a eso
de las cinco de la tarde, vió otros que estaban allí, y les dijo: "¿Por
qué estáis aquí todo el día parados?" Le respondieron: "Es que nadie nos
ha contratado". Y él les dijo: "Id también vosotros a mi viña"» (Mt 20,
6-7).
No hay lugar para el ocio: tanto es el trabajo que a todos espera en la
viña del Señor. El «dueño de casa» repite con más fuerza su invitación:
«Id vosotros también a mi viña».
La voz del Señor resuena ciertamente en lo más íntimo del ser mismo de
cada cristiano que, mediante la fe y los sacramentos de la iniciación
cristiana, ha sido configurado con Cristo, ha sido injertado como
miembro vivo en la Iglesia y es sujeto activo de su misión de salvación.
Pero la voz del Señor también pasa a través de las vicisitudes
históricas de la Iglesia y de la humanidad, como nos lo recuerda el
Concilio: «El Pueblo de Dios, movido por la fe que le impulsa a creer
que quien le conduce es el Espíritu del Señor que llena el universo,
procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los
cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos
verdaderos de la presencia o del designio de Dios. En efecto, la fe todo
lo ilumina con nueva luz, y manifiesta el plan divino sobre la entera
vocación del hombre. Por ello orienta la mente hacia soluciones
plenamente humanas».(6)
Es necesario entonces mirar cara a cara este mundo nuestro con sus
valores y problemas, sus inquietudes y esperanzas, sus conquistas y
derrotas: un mundo cuyas situaciones económicas, sociales, políticas y
culturales presentan problemas y dificultades más graves respecto a
aquél que describía el Concilio en la Constitución pastoral Gaudium
et spes.(7) De todas formas, es ésta la
viña, y es éste el
campo en que los fieles laicos están llamados a vivir su misión. Jesús
les quiere, como a todos sus discípulos, sal de la tierra y luz del
mundo (cf. Mt 5,
13-14). Pero ¿cuál es el
rostro actual de la
«tierra» y del «mundo» en el que los cristianos han de ser «sal» y
«luz»?
Es muy grande la diversidad de situaciones y problemas que hoy existen
en el mundo, y que además están caracterizadas por la creciente
aceleración del cambio. Por esto es absolutamente necesario guardarse de
las generalizaciones y simplificaciones indebidas. Sin embargo, es
posible advertir algunas
líneas de tendencia que sobresalen en la sociedad actual. Así como
en el campo evangélico crecen juntamente la cizaña y el buen grano,
también en la historia, teatro cotidiano de un ejercicio a menudo
contradictorio de la libertad humana, se encuentran, arrimados el uno al
otro y a veces profundamente entrelazados, el mal y el bien, la
injusticia y la justicia, la angustia y la esperanza.
Secularismo y
necesidad de lo religioso
4. ¿Cómo no hemos de pensar en la persistente difusión de la indiferencia
religiosa y del ateismo en
sus más diversas formas, particularmente en aquella —hoy quizás más
difundida— del secularismo? Embriagado
por las prodigiosas conquistas de un irrefrenable desarrollo
científico-técnico, y fascinado sobre todo por la más antigua y siempre
nueva tentación de querer llegar a ser como Dios (cf. Gn 3,
5) mediante el uso de una libertad sin límites, el hombre arranca las
raíces religiosas que están en su corazón: se olvida de Dios, lo
considera sin significado para su propia existencia, lo rechaza
poniéndose a adorar los más diversos «ídolos».
Es verdaderamente grave el fenómeno actual del secularismo; y no sólo
afecta a los individuos, sino que en cierto modo afecta también a
comunidades enteras, como ya observó el Concilio: «Crecientes multitudes
se alejan prácticamente de la religión».(8) Varias veces yo mismo he
recordado el fenómeno de la descristianización que aflige los pueblos de
antigua tradición cristiana y que reclama, sin dilación alguna, una
nueva evangelización.
Y sin embargo la aspiración
y la necesidad de lo religioso no
pueden ser suprimidos totalmente. La conciencia de cada hombre, cuando
tiene el coraje de afrontar los interrogantes más graves de la
existencia humana, y en particular el del sentido de la vida, del
sufrimiento y de la muerte, no puede dejar de hacer propia aquella
palabra de verdad proclamada a voces por San Agustín: «Nos has hecho,
Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descansa en
Ti».(9) Así también, el mundo actual testifica, siempre de manera más
amplia y viva, la apertura a una visión espiritual y trascendente de la
vida, el despertar de una búsqueda religiosa, el retorno al sentido de
lo sacro y a la oración, la voluntad de ser libres en el invocar el
Nombre del Señor.
La persona
humana: una dignidad despreciada y exaltada
5. Pensamos, además, en las múltiples violaciones a
las que hoy está sometida la persona
humana. Cuando no es
reconocido y amado en su dignidad de imagen viviente de Dios (cf. Gn 1,
26), el ser humano queda expuesto a las formas más humillantes y
aberrantes de «instrumentalización», que lo convierten miserablemente en
esclavo del más fuerte. Y «el más fuerte» puede asumir diversos nombres:
ideología, poder económico, sistemas políticos inhumanos, tecnocracia
científica, avasallamiento por parte de los mass-media. De nuevo nos
encontramos frente a una multitud de personas, hermanos y hermanas
nuestras, cuyos derechos fundamentales son violados, también como
consecuencia de la excesiva tolerancia y hasta de la patente injusticia
de ciertas leyes civiles: el derecho a la vida y a la integridad física,
el derecho a la casa y al trabajo, el derecho a la familia y a la
procreación responsable, el derecho a la participación en la vida
pública y política, el derecho a la libertad de conciencia y de
profesión de fe religiosa.
¿Quién puede contar los niños que no han nacido porque han sido matados
en el seno de sus madres, los niños abandonados y maltratados por sus
mismos padres, los niños que crecen sin afecto ni educación? En algunos
países, poblaciones enteras se encuentran desprovistas de casa y de
trabajo; les faltan los medios más indispensables para llevar una vida
digna del ser humano; y algunas carecen hasta de lo necesario para su
propia subsistencia. Tremendos recintos de pobreza y de miseria, física
y moral a la vez, se han vuelto ya anodinos y como normales en la
periferia de las grandes ciudades, mientras afligen mortalmente a
enteros grupos humanos.
Pero la sacralidad de la
persona no puede ser
aniquilada, por más que sea despreciada y violada tan a menudo. Al tener
su indestructible fundamento en Dios Creador y Padre, la sacralidad de
la persona vuelve a imponerse, de nuevo y siempre.
De aquí el extenderse cada vez más y el afirmarse siempre con mayor
fuerza del sentido de la
dignidad personal de cada ser humano. Una
beneficiosa corriente atraviesa y penetra ya todos los pueblos de la
tierra, cada vez más conscientes de la dignidad del hombre: éste no es
una «cosa» o un «objeto» del cual servirse; sino que es siempre y sólo
un «sujeto», dotado de conciencia y de libertad, llamado a vivir
responsablemente en la sociedad y en la historia, ordenado a valores
espirituales y religiosos.
Se ha dicho que el nuestro es el tiempo de los «humanismos». Si algunos,
por su matriz atea y secularista, acaban paradójicamente por humillar y
anular al hombre; otros, en cambio, lo exaltan hasta el punto de llegar
a una verdadera y propia idolatría; y otros, finalmente, reconocen según
la verdad la grandeza y la miseria del hombre, manifestando, sosteniendo
y favoreciendo su dignidad total.
Signo y fruto de estas corrientes humanistas es la creciente necesidad
de participación. Indudablemente
es éste uno de los rasgos característicos de la humanidad actual, un
auténtico «signo de los tiempos» que madura en diversos campos y en
diversas direcciones: sobre todo en lo relativo a la mujer y al mundo
juvenil, y en la dirección de la vida no sólo familiar y escolar, sino
también cultural, económica, social y política. El ser protagonistas,
creadores de algún modo de una nueva cultura humanista, es una exigencia
universal e individual.(10)
Conflictividad y
paz
6. Por último, no podemos dejar de recordar otro fenómeno que
caracteriza la presente humanidad. Quizás como nunca en su historia, la
humanidad es cotidiana y profundamente atacada y desquiciada por la conflictividad. Es
éste un fenómeno pluriforme, que se distingue del legítimo pluralismo de
las mentalidades y de las iniciativas, y que se manifiesta en el nefasto
enfrentamiento entre personas, grupos, categorías, naciones y bloques de
naciones. Es un antagonismo que asume formas de violencia, de
terrorismo, de guerra. Una vez más, pero en proporciones mucho más
amplias, diversos sectores de la humanidad contemporánea, queriendo
demostrar su «omnipotencia», renuevan la necia experiencia de la
construcción de la «torre de Babel» (cf. Gn 11,
1-9), que, sin embargo, hace proliferar la confusión, la lucha, la
disgregación y la opresión. La familia humana se en cuentra así
dramáticamente turbada y desgarrada en sí misma.
Por otra parte, es completamente insuprimible la aspiración de los
individuos y de los pueblos al inestimable bien de la paz en
la justicia. La bienaventuranza evangélica: «dichosos los que obran la
paz» (Mt 5, 9)
encuentra en los hombres de nuestro tiempo una nueva y significativa
resonancia: para que vengan la paz y la justicia, enteras poblaciones
viven, sufren y trabajan. La participación de
tantas personas y grupos en la vida social es hoy el camino más
recorrido para que la paz anhelada se haga realidad. En este camino
encontramos a tantos fieles laicos que se han empeñado generosamente en
el campo social y político, y de los modos más diversos, sean
institucionales o bien de asistencia voluntaria y de servicio a los
necesitados.
Jesucristo, la
esperanza de la humanidad
7. Este es el campo inmenso y apesadumbrado que está ante los obreros
enviados por el «dueño de casa» para trabajar en su viña.
En este campo está eficazmente presente la Iglesia, todos nosotros,
pastores y fieles, sacerdotes, religiosos y laicos. Las situaciones que
acabamos de recordar afectan profundamente a la Iglesia; por ellas está
en parte condicionada, pero no dominada ni muchos menos aplastada,
porque el Espíritu Santo, que es su alma, la sostiene en su misión.
La Iglesia sabe que todos los esfuerzos que va realizando la humanidad
para llegar a la comunión y a la participación, a pesar de todas las
dificultades, retrasos y contradicciones causadas por las limitaciones
humanas, por el pecado y por el Maligno, encuentran una respuesta plena
en Jesucristo, Redentor del hombre y del mundo.
La Iglesia sabe que es enviada por Él como «signo e instrumento de la
íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano».(11)
En conclusión, a pesar de todo, la humanidad puede esperar, debe
esperar. El Evangelio vivo y personal, Jesucristo
mismo, es la «noticia» nueva y portadora de alegría que
la Iglesia testifica y anuncia cada día a todos los hombres.
En este anuncio y en este testimonio los fieles laicos tienen un puesto
original e irreemplazable: por medio de ellos la Iglesia de Cristo está
presente en los más variados sectores del mundo, como signo y fuente de
esperanza y de amor.
CAPÍTULO I
YO SOY LA VID,
VOSOTROS LOS SARMIENTOS
La dignidad de
los fieles laicos en la Iglesia-Misterio
El misterio de
la viña
8. La imagen de la viña se usa en la Biblia de muchas maneras y con
significados diversos; de modo particular, sirve para expresar el
misterio del Pueblo de Dios. Desde
este punto de vista más interior, los fieles laicos no son simplemente
los obreros que trabajan en la viña, sino que forman parte de la viña
misma: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos» (Jn 15,
5), dice Jesús.
Ya en el Antiguo Testamento los profetas recurrieron a la imagen de la
viña para hablar del pueblo elegido. Israel es la viña de Dios, la obra
del Señor, la alegría de su corazón: «Yo te había plantado de la cepa
selecta» (Jr 2, 21);
«Tu madre era como una vid plantada a orillas de las aguas. Era lozana y
frondosa, por la abundancia de agua (...)» (Ez 19, 10);
«Una viña tenía mi amado en una fértil colina. La cavó y despedregó, y
la plantó de cepa exquisita (...)» (Is 5,
1-2).
Jesús retoma el símbolo de la viña y lo usa para revelar algunos
aspectos del Reino de Dios: «Un hombre plantó una viña, la rodeó de una
cerca, cavó un lagar, edificó una torre; la arrendó a unos viñadores y
se marchó lejos» (Mc 12,
1; cf. Mt 21,
28ss.).
El evangelista Juan nos invita a calar en profundidad y nos lleva a
descubrir el misterio de
la viña. Ella es el
símbolo y la figura, no sólo del Pueblo de Dios, sino de Jesús
mismo. Él es la vid y
nosotros, sus discípulos, somos los sarmientos; Él es la «vid verdadera»
a la que los sarmientos están vitalmente unidos (cf. Jn 15,
1 ss.).
El Concilio Vaticano II, haciendo referencia a las diversas imágenes
bíblicas que iluminan el misterio de la Iglesia, vuelve a presentar la
imagen de la vid y de los sarmientos: «Cristo es la verdadera vid, que
comunica vida y fecundidad a los sarmientos, que somos nosotros, que
permanecemos en Él por medio de la Iglesia, y sin Él nada podemos hacer (Jn 15,
1-5)».(12) La Iglesia misma es, por tanto, la viña evangélica. Es misterio porque
el amor y la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo son el don
absolutamente gratuito que se ofrece a cuantos han nacido del agua y del
Espíritu (cf. Jn 3,
5), llamados a revivir la misma comunión de
Dios y a manifestarla y comunicarla en la historia (misión):
«Aquel día —dice Jesús— comprenderéis que Yo estoy en mi Padre y
vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn 14,
20).
Sólo dentro de la Iglesia
como misterio de comunión se revela la «identidad» de los fieles laicos,
su original dignidad. Y
sólo dentro de esta dignidad se pueden definir su vocación y misión en
la Iglesia y en el mundo.
Quiénes son los
fieles laicos
9. Los Padres sinodales han señalado con justa razón la necesidad de
individuar y de proponer una descripción
positiva de la vocación y
de la misión de los fieles laicos, profundizando en el estudio de la
doctrina del Concilio Vaticano II, a la luz de los recientes documentos
del Magisterio y de la experiencia de la vida misma de la Iglesia guiada
por el Espíritu Santo.(13)
Al dar una respuesta al interrogante «quiénes son los fieles laicos», el
Concilio, superando interpretaciones precedentes y prevalentemente
negativas, se abrió a una visión decididamente positiva, y ha
manifestado su intención fundamental al afirmar la
plena pertenencia de los fieles laicos a la Iglesia y a su misterio, y
el carácter peculiar de su vocación, que
tiene en modo especial la finalidad de «buscar el Reino de Dios tratando
las realidades temporales y ordenándolas según Dios».(14) «Con el nombre
de laicos —así los describe la Constitución Lumen
gentium— se designan aquí
todos los fieles cristianos a excepción de los miembros del orden
sagrado y los del estado religioso sancionado por la Iglesia; es decir,
los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el Bautismo,
integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes a su modo del oficio
sacerdotal, profético y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el
mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos les
corresponde».(15)
Ya Pío XII decía: «Los fieles, y más precisamente los laicos, se
encuentran en la línea más avanzada de la vida de la Iglesia; por ellos
la Iglesia es el principio vital de la sociedad humana. Por tanto ellos,
ellos especialmente, deben tener conciencia, cada vez más clara, no
sólo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser la Iglesia; es
decir, la comunidad de los fieles sobre la tierra bajo la guía del Jefe
común, el Papa, y de los Obispos en comunión con él. Ellos son
la Iglesia (...)».(16)
Según la imagen bíblica de la viña, los fieles laicos —al igual que
todos los miembros de la Iglesia— son sarmientos radicados en Cristo, la
verdadera vid, convertidos por Él en una realidad viva y vivificante.
Es la inserción en Cristo por medio de la fe y de los sacramentos de la
iniciación cristiana, la raíz primera que origina la nueva condición del
cristiano en el misterio de la Iglesia, la que constituye su más
profunda «fisonomía», la que está en la base de todas las vocaciones y
del dinamismo de la vida cristiana de los fieles laicos. En Cristo
Jesús, muerto y resucitado, el bautizado llega a ser una «nueva
creación» (Ga 6, 15; 2
Co 5, 17), una creación
purificada del pecado y vivificada por la gracia.
De este modo, sólo captando la misteriosa riqueza que Dios dona al
cristiano en el santo Bautismo es posible delinear la «figura» del fiel
laico.
El Bautismo y la
novedad cristiana
10. No es exagerado decir que toda la
existencia del fiel laico tiene como objetivo el llevarlo a conocer la
radical novedad cristiana que deriva del Bautismo, sacramento de la fe,
con el fin de que pueda vivir sus compromisos bautismales según la
vocación que ha recibido de Dios. Para describir la «figura» del fiel
laico consideraremos ahora de modo directo y explícito —entre otros—
estos tres aspectos fundamentales: el
Bautismo nos regenera a la vida de loshijos de Dios; nos une a
Jesucristo y a su Cuerpo que es la Iglesia; nos unge en el Espíritu
Santo constituyéndonos en templos espirituales.
Hijos en el Hijo
11. Recordamos las palabras de Jesús a Nicodemo: «En verdad, en verdad
te digo, el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el
Reino de Dios» (Jn 3,
5). El santo Bautismo es, por tanto, un nuevo nacimiento, es una
regeneración.
Pensando precisamente en este aspecto del don bautismal, el apóstol
Pedro irrumpe en este canto: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro
Señor Jesucristo, quien, por su gran misericordia nos ha regenerado,
mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, para una
esperanza viva, para una herencia que no se corrompe, no se mancha y no
se marchita» (1 P 1,
3-4). Y designa a los cristianos como aquellos que «no han sido
reengendrados de un germen corruptible, sino incorruptible, por medio de
la Palabra de Dios viva y permanente» (1 P 1,
23).
Por el santo Bautismo somos hechos hijos
de Dios en su Unigénito Hijo, Cristo Jesús. Al
salir de las aguas de la sagrada fuente, cada cristiano vuelve a
escuchar la voz que un día fue oída a orillas del río Jordán: «Tú eres
mi Hijo amado, en ti me complazco» (Lc 3,
22); y entiende que ha sido asociado al Hijo predilecto, llegando a ser
hijo adoptivo (cf. Ga 4,
4-7) y hermano de Cristo. Se cumple así en la historia de cada uno el
eterno designio del Padre: «a los que de antemano conoció, también los
predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que Él fuera el
primogénito entre muchos hermanos» (cf. Rm 8;
29).
El Espíritu Santo es
quien constituye a los bautizados en hijos de Dios y, al mismo tiempo,
en miembros del Cuerpo de Cristo. Lo recuerda Pablo a los cristianos de
Corinto: «En un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no
formar más que un cuerpo» (1 Co 12,
13); de modo tal que el apóstol puede decir a los fieles laicos: «Ahora
bien, vosotros sois el Cuerpo de Cristo y sus miembros, cada uno por su
parte» (1 Co 12, 27);
«La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones
el Espíritu de su Hijo» (Ga 4, 6;
cf. Rm 8,
15-16).
Un solo cuerpo
en Cristo
12. Regenerados como «hijos en el Hijo», los bautizados son
inseparablemente «miembros de Cristo y miembros del cuerpo de la
Iglesia», como enseña el
Concilio de Florencia.(17)
El Bautismo significa y produce una incorporación mística pero real al
cuerpo crucificado y glorioso de Jesús. Mediante este sacramento, Jesús
une al bautizado con su muerte para unirlo a su resurrección (cf. Rm 6,
3-5); lo despoja del «hombre viejo» y lo reviste del «hombre nuevo», es
decir, de Sí mismo: «Todos los que habéis sido bautizados en Cristo
—proclama el apóstol Pablo— os habéis revestido de Cristo» (Ga 3,
27; cf. Ef 4,
22-24; Col 3,
9-10). De ello resulta que «nosotros, siendo muchos, no formamos más que
un solo cuerpo en Cristo» (Rm 12,
5).
Volvemos a encontrar en las palabras de Pablo el eco fiel de las
enseñanzas del mismo Jesús, que nos ha revelado la misteriosa
unidad de sus discípulos con Él y entre sí, presentándola
como imagen y prolongación de aquella arcana comunión que liga el Padre
al Hijo y el Hijo al Padre en el vínculo amoroso del Espíritu (cf. Jn 17,
21). Es la misma unidad de la que habla Jesús con la imagen de la vid y
de los sarmientos: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» (Jn 15,
5); imagen que da luz no sólo para comprender la profunda intimidad de
los discípulos con Jesús, sino también la comunión vital de los
discípulos entre sí: todos son sarmientos de la única Vid.
Templos vivos y
santos del Espíritu
13. Con otra imagen —aquélla del edificio— el apóstol Pedro define a los
bautizados como «piedras vivas» cimentadas en Cristo, la «piedra
angular», y destinadas a la «construcción de un edificio espiritual» (1
P 2, 5 ss.). La imagen
nos introduce en otro aspecto de la novedad bautismal, que el Concilio
Vaticano II presentaba de este modo: «Por la regeneración y la unción
del Espíritu Santo, los bautizados son consagrados como casa
espiritual».(18)
El Espíritu Santo «unge» al bautizado, le imprime su sello indeleble
(cf. 2 Co 1, 21-22), y
lo constituye en templo espiritual; es decir, le llena de la santa
presencia de Dios gracias a la unión y conformación con Cristo.
Con esta «unción» espiritual, el cristiano puede, a su modo, repetir las
palabras de Jesús: «El Espíritu del Señor está sobre mí; por lo cual me
ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado a proclamar la
liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a poner en libertad a
los oprimidos, y a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,
18-19; cf. Is 61,
1-2). De esta manera, mediante la efusión bautismal y crismal, el
bautizado participa en la misma misión de Jesús el Cristo, el Mesías
Salvador.
Partícipes del
oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo
14. Dirigiéndose a los bautizados como a «niños recién nacidos», el
apóstol Pedro escribe: «Acercándoos a Él, piedra viva, desechada por los
hombres, pero elegida y preciosa ante Dios, también vosotros, cual
piedras vivas, sois utilizados en la construcción de un edificio
espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios
espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo (...). Pero
vosotros sois el linaje elegido, el sacerdocio real, la nación santa, el
pueblo que Dios se ha adquirido para que proclame los prodigios de Aquel
que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz (...)» (1 P 2,
4-5. 9).
He aquí un nuevo aspecto de la gracia y de la dignidad bautismal: los
fieles laicos participan, según el modo que les es propio, en el triple
oficio —sacerdotal, profético y real— de Jesucristo. Es este un aspecto
que nunca ha sido olvidado por la tradición viva de la Iglesia, como se
desprende, por ejemplo, de la explicación que nos ofrece San Agustín del
Salmo 26. Escribe así: «David fué ungido rey. En aquel tiempo, se ungía
sólo al rey y al sacerdote. En estas dos personas se encontraba
prefigurado el futuro único rey y sacerdote, Cristo (y por esto "Cristo"
viene de "crisma"). Pero no sólo ha sido ungida nuestra Cabeza, sino que
también hemos sido ungidos nosotros, su Cuerpo (...). Por ello, la
unción es propia de todos los cristianos; mientras que en el tiempo del
Antiguo Testamento pertenecía sólo a dos personas. Está claro que somos
el Cuerpo de Cristo, ya que todos hemos sido ungidos, y en Él somos
cristos y Cristo, porque en cierta manera la cabeza y el cuerpo forman
el Cristo en su integridad».(19)
Siguiendo el rumbo indicado por el Concilio Vaticano II,(20) ya desde el
inicio de mi servicio pastoral, he querido exaltar la dignidad
sacerdotal, profética y real de todo el Pueblo de Dios diciendo: «Aquél
que ha nacido de la Virgen María, el Hijo del carpintero —como se lo
consideraba—, el Hijo de Dios vivo —como ha confesado Pedro— ha venido
para hacer de todos nosotros "un reino de sacerdotes". El Concilio
Vaticano II nos ha recordado el misterio de esta potestad y el hecho de
que la misión de Cristo —Sacerdote, Profeta-Maestro, Rey— continúa en la
Iglesia. Todos, todo el Pueblo de Dios es partícipe de esta triple
misión».(21)
Con la presente Exhortación deseo invitar nuevamente a todos los fieles
laicos a releer, a meditar y a asimilar, con inteligencia y con amor, el
rico y fecundo magisterio del Concilio sobre su participación en el
triple oficio de Cristo.(22) He aquí entonces, sintéticamente, los
elementos esenciales de estas enseñanzas.
Los fieles laicos participan en el oficio
sacerdotal, por el que
Jesús se ha ofrecido a sí mismo en la Cruz y se ofrece continuamente en
la celebración eucarística por la salvación de la humanidad para gloria
del Padre. Incorporados a Jesucristo, los bautizados están unidos a Él y
a su sacrificio en el ofrecimiento de sí mismos y de todas sus
actividades (cf. Rm 12,
1-2). Dice el Concilio hablando de los fieles laicos: «Todas sus obras,
sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el
trabajo cotidiano, el descanso espiritual y corporal, si son hechos en
el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si se sobrellevan
pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales aceptables a
Dios por Jesucristo (cf. 1
P 2, 5), que en la
celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto
con la oblación del Cuerpo del Señor. De este modo también los laicos,
como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran a Dios el
mundo mismo».(23)
La participación en el oficio
profético de Cristo, «que
proclamó el Reino del Padre con el testimonio de la vida y con el poder
de la palabra»,(24) habilita y compromete a los fieles laicos a acoger
con fe el Evangelio y a anunciarlo con la palabra y con las obras, sin
vacilar en denunciar el mal con valentía. Unidos a Cristo, el «gran
Profeta» (Lc 7, 16), y
constituidos en el Espíritu «testigos» de Cristo Resucitado, los fieles
laicos son hechos partícipes tanto del sobrenatural sentido de fe de la
Iglesia, que «no puede equivocarse cuando cree»,(25) cuanto de la gracia
de la palabra (cf. Hch 2,
17-18;Ap 19, 10). Son
igualmente llamados a hacer que resplandezca la novedad y la fuerza del
Evangelio en su vida cotidiana, familiar y social, como a expresar, con
paciencia y valentía, en medio de las contradicciones de la época
presente, su esperanza en la gloria «también a través de las estructuras
de la vida secular».(26)
Por su pertenencia a Cristo, Señor y Rey del universo, los fieles laicos
participan en su oficio
real y son llamados por
Él para servir al Reino de Dios y difundirlo en la historia. Viven la
realeza cristiana, antes que nada, mediante la lucha espiritual para
vencer en sí mismos el reino del pecado (cf. Rm 6,
12); y después en la propia entrega para servir, en la justicia y en la
caridad, al mismo Jesús presente en todos sus hermanos, especialmente en
los más pequeños (cf. Mt 25,
40).
Pero los fieles laicos están llamados de modo particular para dar de
nuevo a la entera creación todo su valor originario. Cuando mediante una
actividad sostenida por la vida de la gracia, ordenan lo creado al
verdadero bien del hombre, participan en el ejercicio de aquel poder,
con el que Jesucristo Resucitado atrae a sí todas las cosas y las
somete, junto consigo mismo, al Padre, de manera que Dios sea todo en
todos (cf. Jn 12,
32; 1 Co 15,
28).
La participación de los fieles laicos en el triple oficio de Cristo
Sacerdote, Profeta y Rey tiene su raíz primera en la unción del
Bautismo, su desarrollo en la Confirmación, y su cumplimiento y dinámica
sustentación en la Eucaristía. Se trata de una participación donada a
cada uno de los fieles
laicos individualmente; pero les es dada en
cuanto que forman parte
del único Cuerpo del
Señor. En efecto, Jesús enriquece con sus dones a la misma Iglesia en
cuanto que es su Cuerpo y su Esposa. De este modo, cada fiel participa
en el triple oficio de Cristo porque
es miembro de la Iglesia; tal
como enseña claramente el apóstol Pedro, el cual define a los bautizados
como «el linaje elegido, el sacerdocio real, la nación santa, el pueblo
que Dios se ha adquirido» (1 P 2,
9). Precisamente porque deriva de la
comunión eclesial, la participación de los fieles laicos en el triple
oficio de Cristo exige ser vivida y actuada en la
comunión y para acrecentar
esta comunión. Escribía San Agustín: «Así como llamamos a todos
cristianos en virtud del místico crisma, así también llamamos a todos
sacerdotes porque son
miembros del único
sacerdote».(27)
Los fieles
laicos y la índole secular
15. La novedad cristiana es el fundamento y el título de la igualdad de
todos los bautizados en Cristo, de todos los miembros del Pueblo de
Dios: «común es la dignidad de los miembros por su regeneración en
Cristo, común la gracia de hijos, común la vocación a la perfección, una
sola salvación, una sola esperanza e indivisa caridad».(28) En razón de
la común dignidad bautismal, el fiel laico es corresponsable, junto con
los ministros ordenados y con los religiosos y las religiosas, de la
misión de la Iglesia.
Pero la común dignidad bautismal asume en el fiel laico una
modalidad que lo distingue, sin separarlo, del
presbítero, del religioso y de la religiosa. El Concilio Vaticano II ha
señalado esta modalidad en la índole secular: «El carácter secular es
propio y peculiar de los laicos».(29)
Precisamente para poder captar completa, adecuada y específicamente la
condición eclesial del fiel laico es necesario profundizar el alcance
teológico del concepto de la índole secular a la luz del designio
salvífico de Dios y del misterio de la Iglesia.
Como decía Pablo VI, la Iglesia «tiene una auténtica dimensión secular,
inherente a su íntima naturaleza y a su misión, que hunde su raíz en el
misterio del Verbo Encarnado, y se realiza de formas diversas en todos
sus miembros».(30)
La Iglesia, en efecto, vive en el mundo, aunque no es del mundo (cf. Jn 17,
16) y es enviada a continuar la obra redentora de Jesucristo; la cual,
«al mismo tiempo que mira de suyo a la salvación de los hombres, abarca
también la restauración de todo el orden temporal».(31)
Ciertamente, todos los
miembros de la Iglesia
son partícipes de su dimensión secular; pero lo son de formas
diversas. En particular,
la participación de los fieles
laicos tiene una
modalidad propia de actuación y de función, que, según el Concilio, «es
propia y peculiar» de ellos. Tal modalidad se designa con la expresión
«índole secular».(32)
En realidad el Concilio describe la condición secular de los fieles
laicos indicándola, primero, como el lugar en que les es dirigida la
llamada de Dios: «Allí son llamados por Dios».(33) Se trata de un
«lugar» que viene presentado en términos dinámicos: los fieles laicos
«viven en el mundo, esto es, implicados en todas y cada una de las
ocupaciones y trabajos del mundo y en las condiciones ordinarias de la
vida familiar y social, de la que su existencia se encuentra como
entretejida».(34) Ellos son personas que viven la vida normal en el
mundo, estudian, trabajan, entablan relaciones de amistad, sociales,
profesionales, culturales, etc. El Concilio considera su condición no
como un dato exterior y ambiental, sino como una realidad destinada
a obtener en Jesucristo la plenitud de su significado.(35) Es más,
afirma que «el mismo Verbo encarnado quiso participar de la convivencia
humana (...). Santificó los vínculos humanos, en primer lugar los
familiares, donde tienen su origen las relaciones sociales, sometiéndose
voluntariamente a las leyes de su patria. Quiso llevar la vida de un
trabajador de su tiempo y de su región».(36)
De este modo, el «mundo»
se convierte en el ámbito y el medio de la vocación cristiana de los
fieles laicos, porque él
mismo está destinado a dar gloria a Dios Padre en Cristo. El Concilio
puede indicar entonces cuál es el sentido propio y peculiar de la
vocación divina dirigida a los fieles laicos. No han sido llamados a
abandonar el lugar que ocupan en el mundo. El Bautismo no los quita del
mundo, tal como lo señala el apóstol Pablo: «Hermanos, permanezca cada
cual ante Dios en la condición en que se encontraba cuando fué llamado»
(1 Co 7, 24); sino que
les confía una vocación que afecta precisamente a su situación
intramundana. En efecto, los fieles laicos, «son llamados
por Dios para contribuir, desde dentro a modo de fermento, a la
santificación del mundo mediante
el ejercicio de sus propias tareas, guiados por el espíritu evangélico,
y así manifiestan a Cristo ante los demás, principalmente con el
testimonio de su vida y con el fulgor de su fe, esperanza y
caridad».(37) De este modo, el ser y el actuar en el mundo son para los
fieles laicos no sólo una realidad antropológica y sociológica, sino
también, y específicamente, una realidad teológica y eclesial. En
efecto, Dios les manifiesta su designio en su situación intramundana, y
les comunica la particular vocación de «buscar el Reino de Dios tratando
las realidades temporales y ordenándolas según Dios».(38)
Precisamente en esta perspectiva los Padres Sinodales han afirmado lo
siguiente: «La índole secular del fiel laico no debe ser definida
solamente en sentido sociológico, sino sobre todo en sentido teológico.
El carácter secular debe ser entendido a la luz del acto creador y
redentor de Dios, que ha confiado el mundo a los hombres y a las
mujeres, para que participen en la obra de la creación, la liberen del
influjo del pecado y se santifiquen en el matrimonio o en el celibato,
en la familia, en la profesión y en las diversas actividades
sociales».(39)
La condición eclesial de
los fieles laicos se encuentra radicalmente definida por su novedad
cristiana y caracterizada
por su índole secular.(40)
Las imágenes evangélicas de la sal, de la luz y de la levadura, aunque
se refieren indistintamente a todos los discípulos de Jesús, tienen
también una aplicación específica a los fieles laicos. Se trata de
imágenes espléndidamente significativas, porque no sólo expresan la
plena participación y la profunda inserción de los fieles laicos en la
tierra, en el mundo, en la comunidad humana; sino que también, y sobre
todo, expresan la novedad y la originalidad de esta inserción y de esta
participación, destinadas como están a la difusión del Evangelio que
salva.
Llamados a la
santidad
16. La dignidad de los fieles laicos se nos revela en plenitud cuando
consideramos esa primera y
fundamental vocación, que el Padre dirige a todos ellos en
Jesucristo por medio del Espíritu: la vocación a la santidad, o sea a la
perfección de la caridad. El santo es el testimonio más espléndido de la
dignidad conferida al discípulo de Cristo.
El Concilio Vaticano II ha pronunciado palabras altamente luminosas
sobre la vocación universal a la santidad. Se puede decir que
precisamente esta llamada ha sido la consigna fundamental confiada a
todos los hijos e hijas de la Iglesia, por un Concilio convocado para la
renovación evangélica de la vida cristiana.(41) Esta consigna no es una
simple exhortación moral, sino una insuprimible
exigencia del misterio de la Iglesia. Ella
es la Viña elegida, por medio de la cual los sarmientos viven y crecen
con la misma linfa santa y santificante de Cristo; es el Cuerpo místico,
cuyos miembros participan de la misma vida de santidad de su Cabeza, que
es Cristo; es la Esposa amada del Señor Jesús, por quien Él se ha
entregado para santificarla (cf. Ef 5,
25 ss.). El Espíritu que santificó la naturaleza humana de Jesús en el
seno virginal de María (cf. Lc 1,
35), es el mismo Espíritu que vive y obra en la Iglesia, con el fin de
comunicarle la santidad del Hijo de Dios hecho hombre.
Es urgente, hoy más que nunca, que todos los cristianos vuelvan a
emprender el camino de la renovación evangélica, acogiendo generosamente
la invitación del apóstol a ser «santos en toda la conducta» (1 P 1,
15). El Sínodo Extraordinario de 1985, a los veinte años de la
conclusión del Concilio, ha insistido muy oportunamente en esta
urgencia: «Puesto que la Iglesia es en Cristo un misterio, debe ser
considerada como signo e instrumento de santidad (...).
Los santos y las santas han sido siempre fuente y origen de renovación
en las circunstancias más difíciles de toda la historia de la Iglesia.
Hoy tenemos una gran necesidad de santos, que hemos de implorar
asiduamente a Dios».(42)
Todos en la Iglesia, precisamente por ser miembros de ella, reciben y,
por tanto, comparten la común vocación a la santidad. Los fieles laicos
están llamados, a pleno título, a esta común vocación, sin ninguna
diferencia respecto de los demás miembros de la Iglesia: «Todos los
fieles de cualquier estado y condición están llamados a la plenitud de
la vida cristiana y a la perfección de la caridad»;(43) «todos los
fieles están invitados y deben tender a la santidad y a la perfección en
el propio estado».(44)
La vocación a la santidad hunde sus raíces
en el Bautismo y se pone
de nuevo ante nuestros ojos en los demás sacramentos, principalmente en
la Eucaristía. Revestidos de Jesucristo y saciados por su Espíritu, los
cristianos son «santos», y por eso quedan capacitados y comprometidos a
manifestar la santidad de su ser en
la santidad de todo su obrar. El
apóstol Pablo no se cansa de amonestar a todos los cristianos para que
vivan «como conviene a los santos» (Ef 5,
3).
La vida según el Espíritu, cuyo fruto es la santificación (cf. Rm 6,
22; Ga 5,
22), suscita y exige de todos y de cada uno de los bautizados el
seguimiento y la imitación de Jesucristo, en
la recepción de sus Bienaventuranzas, en el escuchar y meditar la
Palabra de Dios, en la participación consciente y activa en la vida
litúrgica y sacramental de la Iglesia, en la oración individual,
familiar y comunitaria, en el hambre y sed de justicia, en el llevar a
la práctica el mandamiento del amor en todas las circunstancias de la
vida y en el servicio a los hermanos, especialmente si se trata de los
más pequeños, de los pobres y de los que sufren.
Santificarse en
el mundo
17. La vocación de los fieles laicos a la santidad implica que la vida
según el Espíritu se exprese particularmente en su inserción
en las realidades temporales y
en su participación en las
actividades terrenas. De
nuevo el apóstol nos amonesta diciendo: «Todo cuanto hagáis, de palabra
o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por
su medio a Dios Padre» (Col 3,
17). Refiriendo estas palabras del apóstol a los fieles laicos, el
Concilio afirma categóricamente: «Ni la atención de la familia, ni los
otros deberes seculares deben ser algo ajeno a la orientación espiritual
de la vida».(45) A su vez los Padres sinodales han dicho: «La unidad de
vida de los fieles laicos tiene una gran importancia. Ellos, en efecto,
deben santificarse en la vida profesional y social ordinaria. Por tanto,
para que puedan responder a su vocación, los fieles laicos deben
considerar las actividades de la vida cotidiana como ocasión de unión
con Dios y de cumplimiento de su voluntad, así como también de servicio
a los demás hombres, llevándoles a la comunión con Dios en Cristo».(46)
Los fieles laicos han de considerar la vocación a la santidad, antes que
como una obligación exigente e irrenunciable, como un signo luminoso del
infinito amor del Padre que les ha regenerado a su vida de santidad. Tal
vocación, por tanto, constituye una componente
esencial e inseparable de la nueva vida bautismal, y,
en consecuencia, un elemento constitutivo de su dignidad. Al mismo
tiempo, la vocación a la santidad está ligada
íntimamente a la misión y
a la responsabilidad confiadas a los fieles laicos en la Iglesia y en el
mundo. En efecto, la misma santidad vivida, que deriva de la
participación en la vida de santidad de la Iglesia, representa ya la
aportación primera y fundamental a la edificación de la misma Iglesia en
cuanto «Comunión de los Santos». Ante la mirada iluminada por la fe se
descubre un grandioso panorama: el de tantos y tantos fieles laicos —a
menudo inadvertidos o incluso incomprendidos; desconocidos por los
grandes de la tierra, pero mirados con amor por el Padre—, hombres y
mujeres que, precisamente en la vida y actividades de cada jornada, son
los obreros incansables que trabajan en la viña del Señor; son los
humildes y grandes artífices —por la potencia de la gracia de Dios,
ciertamente— del crecimiento del Reino de Dios en la historia.
Además se ha de decir que la santidad es un presupuesto fundamental y
una condición insustituible para realizar la misión salvífica de la
Iglesia. La santidad de la Iglesia es el secreto manantial y la medida
infalible de su laboriosidad apostólica y de su ímpetu misionero. Sólo
en la medida en que la Iglesia, Esposa de Cristo, se deja amar por Él y
Le corresponde, llega a ser una Madre llena de fecundidad en el
Espíritu.
Volvamos de nuevo a la imagen bíblica: el brotar y el expanderse de los
sarmientos depende de su inserción en la vid. «Lo mismo que el sarmiento
no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco
vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los
sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto;
porque sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,
4-5).
Es natural recordar aquí la solemne proclamación de algunos fieles
laicos, hombres y mujeres, como beatos y santos, durante el mes en el
que se celebró el Sínodo. Todo el Pueblo de Dios, y los fieles laicos en
particular, pueden encontrar ahora nuevos modelos de santidad y nuevos
testimonios de virtudes heroicas vividas en las condiciones comunes y
ordinarias de la existencia humana. Como han dicho los Padres sinodales:
«Las Iglesias locales, y sobre todo las llamadas Iglesias jóvenes, deben
reconocer atentamente entre los propios miembros, aquellos hombres y
mujeres que ofrecieron en estas condiciones (las condiciones ordinarias
de vida en el mundo y el estado conyugal) el testimonio de una vida
santa, y que pueden ser ejemplo para los demás, con objeto de que, si se
diera el caso, los propongan para la beatificación y canonización».(47)
Al final de estas reflexiones, dirigidas a definir la condición eclesial
del fiel laico, retorna a la mente la célebre exhortación de San León
Magno: «Agnosce, o Christiane, dignitatem tuam».(48) Es la misma
admonición que San Máximo, Obispo de Turín, dirigió a quienes habían
recibido la unción del santo Bautismo: «¡Considerad el honor que se os
hace en este misterio!».(49) Todos los bautizados están invitados a
escuchar de nuevo estas palabras de San Agustín: «¡Alegrémonos y demos
gracias: hemos sido hechos no solamente cristianos, sino Cristo (...).
Pasmaos y alegraos: hemos sido hechos Cristo!».(50)
La dignidad cristiana, fuente de la igualdad de todos los miembros de la
Iglesia, garantiza y promueve el espíritu de comunión y de fraternidad
y, al mismo tiempo, se convierte en el secreto y la fuerza del dinamismo
apostólico y misionero de los fieles laicos. Es una dignidad
exigente; es la dignidad
de los obreros llamados por el Señor a trabajar en su viña. «Grava sobre
todos los laicos —leemos en el Concilio— la gloriosa carga de trabajar
para que el designio divino de salvación alcance cada día más a todos
los hombres de todos los tiempos y de toda la tierra».(51)
CAPÍTULO II
SARMIENTOS TODOS
DE LA ÚNICA VID
La participación
de los fieles laicos en la vida de la Iglesia-Comunión
El misterio de
la Iglesia-Comunión
18. Oigamos de nuevo las palabras de Jesús: «Yo soy la vid verdadera, y
mi Padre es el viñador (...). Permaneced
en mí, y yo en vosotros» (Jn 15,
1-4).
Con estas sencillas palabras nos es revelada la misteriosa comunión que
vincula en unidad al Señor con los discípulos, a Cristo con los
bautizados; una comunión viva y vivificante, por la cual los cristianos
ya no se pertenecen a sí mismos, sino que son propiedad de Cristo, como
los sarmientos unidos a la vid.
La comunión de los cristianos con Jesús tiene como modelo, fuente y meta
la misma comunión del Hijo con el Padre en el don del Espíritu Santo:
los cristianos se unen al Padre al unirse al Hijo en el vínculo amoroso
del Espíritu.
Jesús continúa: «Yo soy la
vid; vosotros los sarmientos» (Jn 15,
5). La comunión de los cristianos entre sí nace de su comunión con
Cristo: todos somos sarmientos de la única Vid, que es Cristo. El Señor
Jesús nos indica que esta comunión fraterna es el reflejo maravilloso y
la misteriosa participación en la vida íntima de amor del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo. Por ella Jesús pide: «Que todos sean uno.
Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en
nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,
21).
Esta comunión es el mismo misterio de la
Iglesia, como
lo recuerda el Concilio Vaticano II, con la célebre expresión de San
Cipriano: «La Iglesia universal se presenta como "un pueblo congregado
en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo"».(52) Al inicio
de la celebración eucarística, cuando el sacerdote nos acoge con el
saludo del apóstol Pablo: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el
amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos
vosotros» (2 Co 13,
13), se nos recuerda habitualmente este misterio de la Iglesia-Comunión.
Después de haber delineado la «figura» de los fieles laicos en el marco
de la dignidad que les es propia, debemos reflexionar ahora sobre su
misión y responsabilidad en la Iglesia y en el mundo. Sin embargo, sólo
podremos comprenderlas adecuadamente si nos situamos en el contexto vivo
de la Iglesia-Comunión.
El Concilio y la
eclesiología de comunión
19. Es ésta la idea central que, en el Concilio Vaticano II, la Iglesia
ha vuelto a proponer de sí misma. Nos lo ha recordado el Sínodo
extraordinario de 1985, celebrado a los veinte años del evento
conciliar: «La eclesiología de comunión es la idea central y fundamental
de los documentos del Concilio. La koinonia-comunión,
fundada en la Sagrada Escritura, ha sido muy apreciada en la Iglesia
antigua, y en las Iglesias orientales hasta nuestros días. Por esto el
Concilio Vaticano II ha realizado un gran esfuerzo para que la Iglesia
en cuanto comunión fuese comprendida con mayor claridad y concretamente
traducida en la vida práctica. ¿Qué significa la compleja palabra
"comunión"? Se trata fundamentalmente de la comunión con Dios por medio
de Jesucristo, en el Espíritu Santo. Esta comunión tiene lugar en la
palabra de Dios y en los sacramentos. El Bautismo es la puerta y el
fundamento de la comunión en la Iglesia. La Eucaristía es fuente y
culmen de toda la vida cristiana (cf. Lumen
gentium, 11). La comunión
del cuerpo eucarístico de Cristo significa y produce, es decir edifica,
la íntima comunión de todos los fieles en el cuerpo de Cristo que es la
Iglesia (cf. 1 Co 10,
16 s.)».(53)
Poco después del Concilio, Pablo VI se dirigía a los fieles con estas
palabras: «La Iglesia es una comunión. ¿Qué quiere decir en este caso
comunión? Nos os remitimos al parágrafo del catecismo que habla sobre la sanctorum
communionem, la comunión
de los santos. Iglesia quiere decir comunión de los santos. Y comunión
de los santos quiere decir una doble participación vital: la
incorporación de los cristianos a la vida de Cristo, y la circulación de
una idéntica caridad en todos los fieles, en este y en el otro mundo.
Unión a Cristo y en Cristo; y unión entre los cristianos dentro la
Iglesia».(54)
Las imágenes bíblicas con las que el Concilio ha querido introducirnos
en la contemplación del misterio de la Iglesia, iluminan la realidad de
la Iglesia-Comunión en su inseparable dimensión de comunión de los
cristianos con Cristo, y de comunión de los cristianos entre sí. Son las
imágenes del ovil, de la grey, de la vid, del edificio espiritual, de la
ciudad santa.(55) Sobre todo es la imagen del cuerpo tal
y como la presenta el apóstol Pablo, cuya doctrina reverbera fresca y
atrayente en numerosas páginas del Concilio.(56) Éste, a su vez, inicia
considerando la entera historia de la salvación, y vuelve a presentar la
Iglesia como Pueblo de
Dios: «Ha querido Dios santificar y salvar a los hombres no
individualmente y sin ninguna relación entre ellos, sino constituyendo
con ellos un pueblo que lo reconociese en la verdad y le sirviera
santamente».(57) Ya en sus primeras líneas, la constitución Lumen
gentium compendia
maravillosamente esta doctrina diciendo: «La Iglesia es en Cristo como
un sacramento, es decir, signo e instrumento de la íntima unión del
hombre con Dios y de la unidad de todo el género humano».(58)
La realidad de la Iglesia-Comunión es
entonces parte integrante, más aún, representa el
contenido central del «misterio» o
sea del designio divino de salvación de la humanidad. Por esto la
comunión eclesial no puede ser captada adecuadamente cuando se la
entiende como una simple realidad sociológica y psicológica. La
Iglesia-Comunión es el pueblo «nuevo», el pueblo «mesiánico», el pueblo
que «tiene a Cristo por Cabeza (...) como condición la dignidad y
libertad de los hijos de Dios (...) por ley el nuevo precepto de amar
como el mismo Cristo nos ha amado (...) por fin el Reino de Dios (...)
(y es) constituido por Cristo en comunión de vida, de caridad y de
verdad».(59) Los vínculos que unen a los miembros del nuevo Pueblo entre
sí —y antes aún, con Cristo— no son aquellos de la «carne» y de la
«sangre», sino aquellos del espíritu; más precisamente, aquellos del
Espíritu Santo, que reciben todos los bautizados (cf. Jl 3,
1).
En efecto, aquel Espíritu que desde la eternidad abraza la única e
indivisa Trinidad, aquel Espíritu que «en la plenitud de los tiempos» (Ga 4,
4) unió indisolublemente la carne humana al Hijo de Dios, aquel mismo e
idéntico Espíritu es, a lo largo de todas las generaciones cristianas,
el inagotable manantial del que brota sin cesar la comunión en la
Iglesia y de la Iglesia.
Una comunión
orgánica: diversidad y complementariedad
20. La comunión eclesial se configura, más precisamente, como comunión
«orgánica», análoga a la de un cuerpo vivo y operante. En efecto, está
caracterizada por la simultánea presencia de la diversidad
y de la complementariedad de
las vocaciones y condiciones de vida, de los ministerios, de los
carismas y de las responsabilidades. Gracias a esta diversidad y
complementariedad, cada fiel laico se encuentra en
relación con todo el cuerpo y le ofrece
su propia aportación.
El apóstol Pablo insiste particularmente en la comunión orgánica del
Cuerpo místico de Cristo. Podemos escuchar de nuevo sus ricas enseñanzas
en la síntesis trazada por el Concilio. Jesucristo —leemos en la
constitución Lumen gentium—
«comunicando su Espíritu, constituye místicamente como cuerpo suyo a sus
hermanos, llamados de entre todas las gentes. En ese cuerpo, la vida de
Cristo se derrama en los creyentes (...). Como todos los miembros del
cuerpo humano, aunque numerosos, forman un solo cuerpo, así también los
fieles en Cristo (cf. 1 Co 12,
12). También en la edificación del cuerpo de Cristo vige la diversidad
de miembros y funciones. Uno es el Espíritu que, para la utilidad de la
Iglesia, distribuye sus múltiples dones con magnificencia proporcionada
a su riqueza y a las necesidades de los servicios (cf. 1
Co 12, 1-11). Entre estos
dones ocupa el primer puesto la gracia de los Apóstoles, a cuya
autoridad el mismo Espíritu somete incluso los carismáticos (cf. 1
Co 14). Y es también el
mismo Espíritu que, con su fuerza y mediante la íntima conexión de los
miembros, produce y estimula la caridad entre todos los fieles. Y por
tanto, si un miembro sufre, sufren con él todos los demás miembros; si a
un miembro lo honoran, de ello se gozan con él todos los demás miembros
(cf. 1 Co 12,
26)».(60)
Es siempre el único e
idéntico Espíritu el principio dinámico de la variedad y de la unidad en
la Iglesia y de la Iglesia. Leemos nuevamente en la constitución Lumen
gentium: «Para que nos renovásemos continuamente en Él (Cristo) (cf. Ef 4,
23), nos ha dado su Espíritu, el cual, único e idéntico en la Cabeza y
en los miembros, da vida, unidad y movimiento a todo el cuerpo, de
manera que los santos Padres pudieron paragonar su función con la que
ejerce el principio vital, es decir el alma, en el cuerpo humano».(61)
En otro texto, particularmente denso y valioso para captar la
«organicidad» propia de la comunión eclesial, también en su aspecto de
crecimiento incesante hacia la comunión perfecta, el Concilio escribe:
«El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como
en un templo (cf. 1 Co 3,
16; 6, 19), y en ellos ora y da testimonio de la adopción filial (cf. Ga 4,
6; Rm 8,
15-16. 26). Él guía la Iglesia hacia la completa verdad (cf .Jn 16,
13 ), la unifica en la comunión y en el servicio, la instruye y dirige
con diversos dones jerárquicos y carismáticos, la embellece con sus
frutos (cf. Ef 4,
11-12; 1 Co 12,
4; Ga 5,
22). Hace rejuvenecer la Iglesia con la fuerza del Evangelio, la renueva
constantemente y la conduce a la perfecta unión con su Esposo. Porque el
Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡"Ven"! (cf. Ap 22,
17)».(62)
La comunión eclesial es, por
tanto, un don; un gran don
del Espíritu Santo, que
los fieles laicos están llamados a acoger con gratitud y, al mismo
tiempo, a vivir con profundo sentido de responsabilidad. El modo
concreto de actuarlo es a través de la participación en la vida y misión
de la Iglesia, a cuyo servicio los fieles laicos contribuyen con sus
diversas y complementarias funciones y carismas.
El fiel laico «no puede jamás cerrarse sobre sí mismo, aislándose
espiritualmente de la comunidad; sino que debe vivir en un continuo
intercambio con los demás, con un vivo sentido de fraternidad, en el
gozo de una igual dignidad y en el empeño por hacer fructificar, junto
con los demás, el inmenso tesoro recibido en herencia. El Espíritu del
Señor le confiere, como también a los demás, múltiples carismas; le
invita a tomar parte en diferentes ministerios y encargos; le recuerda,
como también recuerda a los otros en relación con él, que todo aquello
que le distingue no
significa una mayor dignidad, sino una
especial y complementaria habilitación al servicio (...). De
esta manera, los carismas, los ministerios, los encargos y los servicios
del fiel laico existen en la comunión y para la comunión. Son riquezas
que se complementan entre sí en favor de todos, bajo la guía prudente de
los Pastores».(63)
Los ministerios
y los carismas, dones del Espíritu a la Iglesia
21. El Concilio Vaticano II presenta los ministerios y los carismas como
dones del Espíritu Santo para la edificación del Cuerpo de Cristo y para
el cumplimiento de su misión salvadora en el mundo.(64) La Iglesia, en
efecto, es dirigida y guiada por el Espíritu, que generosamente
distribuye diversos dones jerárquicos y carismáticos entre todos los
bautizados, llamándolos a ser —cada uno a su modo— activos y
corresponsables.
Consideremos ahora los ministerios y los carismas con directa referencia
a los fieles laicos y a su participación en la vida de la
Iglesia-Comunión.
Los ministerios, oficios y funciones
Los ministerios presentes y operantes en la Iglesia, si bien con
modalidades diversas, son todos una participación en el ministerio de
Jesucristo, el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas (cf. Jn 10,
11), el siervo humilde y totalmente sacrificado por la salvación de
todos (cf. Mc 10,
45). Pablo es completamente claro al hablar de la constitución
ministerial de las Iglesias apostólicas. En la Primera Carta a los
Corintios escribe: «A algunos Dios los ha puesto en la Iglesia, en
primer lugar como apóstoles, en segundo lugar como profetas, en tercer
lugar como maestros (...)» (1 Co 12,
28). En la Carta a los Efesios leemos: «A cada uno de nosotros nos ha
sido dada la gracia según la medida del don de Cristo (...). Es él
quien, por una parte, ha dado a los apóstoles, por otra, a los profetas,
los evangelistas, los pastores y los maestros, para hacer idóneos los
hermanos para la realización del ministerio, con el fin de edificar el
cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del
conocimiento del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, según la
medida que corresponde a la plena madurez de Cristo» (Ef 4,
7.11-13; cf. Rm 12,
4-8). Como resulta de estos y de otros textos del Nuevo Testamento, son
múltiples y diversos los ministerios, como también los dones y las
tareas eclesiales.
Los ministerios
que derivan del Orden
22. En la Iglesia encontramos, en primer lugar, los
ministerios ordenados; es
decir, los ministerios que
derivan del sacramento del Orden. En
efecto, el Señor Jesús escogió y constituyó los Apóstoles —germen del
Pueblo de la nueva Alianza y origen de la sagrada Jerarquía(65)— con el
mandato de convertir en discípulos todas las naciones (cf. Mt 28,
19), de formar y de regir el pueblo sacerdotal. La misión de los
Apóstoles, que el Señor Jesús continúa confiando a los pastores de su
pueblo, es un verdadero servicio, llamado significativamente «diakonia» en
la Sagrada Escritura; esto es, servicio, ministerio. Los ministros —en
la ininterrumpida sucesión apostólica— reciben de Cristo Resucitado el
carisma del Espíritu Santo, mediante el sacramento del Orden; reciben
así la autoridad y el poder sacro para servir a la Iglesia «in
persona Christi capitis» (personificando
a Cristo Cabeza),(66) y para congregarla en el Espíritu Santo por medio
del Evangelio y de los Sacramentos.
Los ministerios ordenados —antes que para las personas que los reciben—
son una gracia para la Iglesia entera. Expresan y llevan a cabo una
participación en el sacerdocio de Jesucristo que es distinta, non sólo
por grado sino por esencia, de la participación otorgada con el Bautismo
y con la Confirmación a todos los fieles. Por otra parte, el sacerdocio
ministerial, como ha recordado el Concilio Vaticano II, está
esencialmente finalizado al sacerdocio real de todos los fieles y a éste
ordenado.(67)
Por esto, para asegurar y acrecentar la comunión en la Iglesia, y
concretamente en el ámbito de los distintos y complementarios
ministerios, los pastores deben reconocer que su ministerio está
radicalmente ordenado al servicio de todo el Pueblo de Dios (cf. Hb 5,
1); y los fieles laicos han de reconocer, a su vez, que el sacerdocio
ministerial es enteramente necesario para su vida y para su
participación en la misión de la Iglesia.(68)
Ministerios,
oficios y funciones de los laicos
23. La misión salvífica de la Iglesia en el mundo es llevada a cabo no
sólo por los ministros en virtud del sacramento del Orden, sino también
por todos los fieles laicos. En efecto, éstos, en virtud de su condición
bautismal y de su específica vocación, participan en el oficio
sacerdotal, profético y real de Jesucristo, cada uno en su propia
medida.
Los pastores, por tanto, han de reconocer y promover los ministerios,
oficios y funciones de los fieles laicos, que tienen su fundamento
sacramental en el Bautismo y en la Confirmación, y
para muchos de ellos, además en
el Matrimonio.
Después, cuando la necesidad o la utilidad de la Iglesia lo exija, los
pastores —según las normas establecidas por el derecho universal— pueden
confiar a los fieles laicos algunas tareas que, si bien están conectadas
a su propio ministerio de pastores, no exigen, sin embargo, el carácter
del Orden. El Código de Derecho Canónico escribe: «Donde lo aconseje la
necesidad de la Iglesia y no haya ministros, pueden también los laicos,
aunque no sean lectores ni acólitos, suplirles en algunas de sus
funciones, es decir, ejercitar el ministerio de la palabra, presidir
oraciones litúrgicas, administrar el bautismo y dar la sagrada Comunión,
según las prescripciones del derecho».(69) Sin embargo, el
ejercicio de estas tareas no hace del fiel laico un pastor. En
realidad, no es la tarea lo que constituye el ministerio, sino la
ordenación sacramental. Sólo el sacramento del Orden atribuye al
ministerio ordenado una peculiar participación en el oficio de Cristo
Cabeza y Pastor y en su sacerdocio eterno.(70) La tarea realizada en
calidad de suplente tiene su legitimación —formal e inmediatamente— en
el encargo oficial hecho por los pastores, y depende, en su concreto
ejercicio, de la dirección de la autoridad eclesiástica.(71)
La reciente Asamblea sinodal ha trazado un amplio y significativo
panorama de la situación eclesial acerca de los ministerios, los oficios
y las funciones de los bautizados. Los Padres han apreciado vivamente la
aportación apostólica de los fieles laicos, hombres y mujeres, en favor
de la evangelización, de la santificación y de la animación cristiana de
las realidades temporales, como también su generosa disponibilidad a la
suplencia en situaciones de emergencia y de necesidad crónica.(72)
Como consecuencia de la renovación litúrgica promovida por el Concilio,
los mismos fieles laicos han tomado una más viva conciencia de las
tareas que les corresponden en la asamblea litúrgica y en su
preparación, y se han manifestado ampliamente dispuestos a
desempeñarlas. En efecto, la celebración litúrgica es una acción sacra
no sólo del clero, sino de toda la asamblea. Por tanto, es natural que
las tareas no propias de los ministros ordenados sean desempeñadas por
los fieles laicos.(73) Después, ha sido espontáneo el paso de una
efectiva implicación de los fieles laicos en la acción litúrgica a
aquélla en el anuncio de la Palabra de Dios y en la cura pastoral.(74)
En la misma Asamblea sinodal no han faltado, sin embargo, junto a los
positivos, otros juicios críticos sobre el uso indiscriminado del
término «ministerio», la confusión y tal vez la igualación entre el
sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, la escasa observancia de
ciertas leyes y normas eclesiásticas, la interpretación arbitraria del
concepto de «suplencia», la tendencia a la «clericalización» de los
fieles laicos y el riesgo de crear de hecho una estructura eclesial de
servicio paralela a la fundada en el sacramento del Orden.
Precisamente para superar estos peligros, los Padres sinodales han
insistido en la necesidad de que se expresen con claridad —sirviéndose
también de una terminología más precisa—,(75) tanto la unidad
de misión de la Iglesia,
en la que participan todos los bautizados, como la sustancial diversidad
del ministerio de los
pastores, que tiene su raíz en el sacramento del Orden, respecto de los
otros ministerios, oficios y funciones eclesiales, que tienen su raíz en
los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación.
Es necesario pues, en primer lugar, que los pastores, al reconocer y al
conferir a los fieles laicos los varios ministerios, oficios y
funciones, pongan el máximo cuidado en instruirles acerca de la raíz
bautismal de estas tareas. Es necesario también que los pastores estén
vigilantes para que se evite un fácil y abusivo recurso a presuntas
«situaciones de emergencia» o de «necesaria suplencia», allí donde no se
dan objetivamente o donde es posible remediarlo con una programación
pastoral más racional.
Los diversos ministerios, oficios y funciones que los fieles laicos
pueden desempeñar legítimamente en la liturgia, en la transmisión de la
fe y en las estructuras pastorales de la Iglesia, deberán ser
ejercitados en conformidad
con su específica vocación laical, distinta
de aquélla de los sagrados ministros. En este sentido, la exhortación Evangelii
nuntiandi, que tanta y
tan beneficiosa parte ha tenido en el estimular la diversificada
colaboración de los fieles laicos en la vida y en la misión
evangelizadora de la Iglesia, recuerda que «el campo propio de su
actividad evangelizadora es el dilatado y complejo mundo de la política,
de la realidad social, de la economía; así como también de la cultura,
de las ciencias y de las artes, de la vida internacional, de los órganos
de comunicación social; y también de otras realidades particularmente
abiertas a la evangelización, como el amor, la familia, la educación de
los niños y de los adolescentes, el trabajo profesional, el sufrimiento.
Cuantos más laicos haya compenetrados con el espíritu evangélico,
responsables de estas realidades y explícitamente comprometidos en
ellas, competentes en su promoción y conscientes de tener que
desarrollar toda su capacidad cristiana, a menudo ocultada y sofocada,
tanto más se encontrarán estas realidades al servicio del Reino de Dios
—y por tanto de la salvación en Jesucristo—, sin perder ni sacrificar
nada de su coeficiente humano, sino manifestando una dimensión
trascendente a menudo desconocida».(76)
Durante los trabajos del Sínodo, los Padres han prestado no poca
atención al Lectorado y al Acolitado. Mientras
en el pasado existían en la Iglesia Latina sólo como etapas espirituales
del itinerario hacia los ministerios ordenados, con el Motu proprio de
Pablo VI Ministeria
quaedam(15 Agosto 1972) han recibido una autonomía y estabilidad
propias, como también una
posible destinación a los mismos fieles laicos, si bien sólo a los
varones. En el mismo sentido se ha expresado el nuevo Código de Derecho
Canónico.(77) Los Padres sinodales han manifestado ahora el deseo de que
«el Motu proprio "Ministeria quaedam" sea revisado, teniendo en cuenta
el uso de las Iglesias locales e indicando, sobre todo, los criterios
según los cuales han de ser elegidos los destinatarios de cada
ministerio».(78)
A tal fin ha sido constituida expresamente una Comisión, no sólo para
responder a este deseo manifestado por los Padres sinodales, sino
también, y sobre todo, para estudiar en profundidad los diversos
problemas teológicos, litúrgicos, jurídicos y pastorales surgidos a
partir del gran florecimiento actual de los ministerios confiados a los
fieles laicos.
Para que la praxis eclesial de estos ministerios confiados a los fieles
laicos resulte ordenada y fructuosa, en tanto la Comisión concluye su
estudio, deberán ser fielmente respetados por todas las Iglesias
particulares los principios teológicos arriba recordados, en particular
la diferencia esencial entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio
común y, por consiguiente, la diferencia entre los ministerios
derivantes del Orden y los ministerios que derivan de los sacramentos
del Bautismo y de la Confirmación.
Los carismas
24. El Espíritu Santo no sólo confía diversos ministerios a la
Iglesia-Comunión, sino que también la enriquece con otros dones e
impulsos particulares, llamados carismas. Estos
pueden asumir las más diversas formas, sea en cuanto expresiones de la
absoluta libertad del Espíritu que los dona, sea como respuesta a las
múltiples exigencias de la historia de la Iglesia. La descripción y
clasificación que los textos neotestamentarios hacen de estos dones, es
una muestra de su gran variedad: «A cada cual se le otorga la
manifestación del Espíritu para la utilidad común. Porque a uno le es
dada por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia
por medio del mismo Espíritu; a otro, fe, en el mismo Espíritu; a otro,
carisma de curaciones, en el único Espíritu; a otro, poder de milagros;
a otro, el don de profecía; a otro, el don de discernir los espíritus; a
otro, diversidad de lenguas; a otro, finalmente, el don de
interpretarlas» (1 Co 12,
7-10; cf. 1 Co 12,
4-6.28-31; Rm 12,
6-8; 1 P 4,
10-11).
Sean extraordinarios, sean simples y sencillos, los carismas son siempre gracias
del Espíritu Santo que tienen, directa
o indirectamente, una
utilidad eclesial, ya que
están ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y
a las necesidades del mundo.
Incluso en nuestros días, no falta el florecimiento de diversos carismas
entre los fieles laicos, hombres y mujeres. Los carismas se conceden a
la persona concreta; pero pueden ser participados también por otros y,
de este modo, se continúan en el tiempo como viva y preciosa herencia,
que genera una particular afinidad espiritual entre las personas.
Refiriéndose precisamente al apostolado de los laicos, el Concilio
Vaticano II escribe: «Para el ejercicio de este apostolado el Espíritu
Santo, que obra la santificación del Pueblo de Dios por medio del
ministerio y de los sacramentos, otorga también a los fieles dones
particulares (cf. 1 Co 12,
7), "distribuyendo a cada uno según quiere" (cf. 1
Co 12, 11), para que
"poniendo cada uno la gracia recibida al servicio de los demás",
contribuyan también ellos "como buenos dispensadores de la multiforme
gracia recibida de Dios" (1 P 4,
10), a la edificación de todo el cuerpo en la caridad (cf. Ef 4,16)».(79)
Los dones del Espíritu Santo exigen —según la lógica de la originaria
donación de la que proceden— que cuantos los han recibido, los ejerzan
para el crecimiento de toda la Iglesia, como lo recuerda el
Concilio.(80)
Los carismas han de ser acogidos
con gratitud, tanto por
parte de quien los recibe, como por parte de todos en la Iglesia. Son,
en efecto, una singular riqueza de gracia para la vitalidad apostólica y
para la santidad del entero Cuerpo de Cristo, con tal que sean dones que
verdaderamente provengan del Espíritu, y sean ejercidos en plena
conformidad con los auténticos impulsos del Espíritu. En este sentido
siempre es necesario el
discernimiento de los carismas. En
realidad, como han dicho los Padres sinodales, «la acción del Espíritu
Santo, que sopla donde quiere, no siempre es fácil de reconocer y de
acoger. Sabemos que Dios actúa en todos los fieles cristianos y somos
conscientes de los beneficios que provienen de los carismas, tanto para
los individuos como para toda la comunidad cristiana. Sin embargo, somos
también conscientes de la potencia del pecado y de sus esfuerzos
tendientes a turbar y confundir la vida de los fieles y de la
comunidad».(81)
Por tanto, ningún carisma dispensa de la relación y sumisión a los Pastores
de la Iglesia. El
Concilio dice claramente: «El juicio sobre su autenticidad (de los
carismas) y sobre su ordenado ejercicio pertenece a aquellos que
presiden en la Iglesia, a quienes especialmente corresponde no extinguir
el Espíritu, sino examinarlo todo y retener lo que es bueno (cf. 1
Ts 5, 12.19-21)»,(82) con
el fin de que todos los carismas cooperen, en su diversidad y
complementariedad, al bien común.(83)
La participación
de los fieles laicos en la vida de la Iglesia
25. Los fieles laicos participan en la vida de la Iglesia no sólo
llevando a cabo sus funciones y ejercitando sus carismas, sino también
de otros muchos modos.
Tal participación encuentra su primera y necesaria expresión en la vida
y misión de las Iglesias
particulares, de las
diócesis, en las que «verdaderamente está presente y actúa la Iglesia de
Cristo, una, santa, católica y apostólica».(84)
Iglesias particulares
e Iglesia universal
Para poder participar adecuadamente en la vida eclesial es del todo
urgente que los fieles laicos posean una visión clara y precisa de la
Iglesia particular en su relación originaria con la Iglesia universal. La
Iglesia particular no nace a partir de una especie de fragmentación de
la Iglesia universal, ni la Iglesia universal se constituye con la
simple agregación de las Iglesias particulares; sino que hay un vínculo
vivo, esencial y constante que las une entre sí, en cuanto que la
Iglesia universal existe y se manifiesta en las Iglesias particulares.
Por esto dice el Concilio que las Iglesias particulares están «formadas
a imagen de la Iglesia universal, en las cuales y a partir de las cuales
existe una sola y única Iglesia católica».(85)
El mismo Concilio anima a los fieles laicos para que vivan activamente
su pertenencia a la Iglesia particular, asumiendo al mismo tiempo una
amplitud de miras cada vez más «católica». «Cultiven constantemente
—leemos en el Decreto sobre el apostolado de los laicos— el sentido de
la diócesis, de la cual es la parroquia como una célula, siempre
dispuestos, cuando sean invitados por su Pastor, a unir sus propias
fuerzas a las iniciativas diocesanas. Es más, para responder a las
necesidades de la ciudad y de las zonas rurales, no deben limitar su
cooperación a los confines de la parroquia o de la diócesis, sino que
han de procurar ampliarla al ámbito interparroquial, interdiocesano,
nacional o internacional; tanto más cuando los crecientes
desplazamientos demográficos, el desarrollo de las mutuas relaciones y
la facilidad de las comunicaciones no consienten ya a ningún sector de
la sociedad permanecer cerrado en sí mismo. Tengan así presente las
necesidades del Pueblo de Dios esparcido por toda la tierra».(86)
En este sentido, el reciente Sínodo ha solicitado que se favorezca la
creación de los Consejos
Pastorales diocesanos, a
los que se pueda recurrir según las ocasiones. Ellos son la principal
forma de colaboración y de diálogo, como también de discernimiento, a
nivel diocesano. La participación de los fieles laicos en estos Consejos
podrá ampliar el recurso a la consultación, y hará que el principio de
colaboración —que en determinados casos es también de decisión— sea
aplicado de un modo más fuerte y extenso.(87)
Está prevista en el Código de Derecho Canónico la participación de los
fieles laicos en los Sínodos
diocesanos y en los Concilios
particulares, provinciales
o plenarios.(88) Esta participación podrá contribuir a la comunión y
misión eclesial de la Iglesia particular, tanto en su ámbito propio,
como en relación con las demás Iglesias particulares de la provincia
eclesiástica o de la Conferencia Episcopal.
Las Conferencias Episcopales quedan invitadas a estudiar el modo más
oportuno de desarrollar, a nivel nacional o regional, la consultación y
colaboración de los fieles laicos, hombres y mujeres. Así, los problemas
comunes podrán ser bien sopesados y se manifestará mejor la comunión
eclesial de todos.(89)
La parroquia
26. La comunión eclesial, aún conservando siempre su dimensión
universal, encuentra su expresión más visible e inmediata en la parroquia. Ella
es la última localización de la Iglesia; es, en cierto sentido, la misma Iglesia
que vive entre las casas de sus hijos y de sus hijas.(90)
Es necesario que todos volvamos a descubrir, por la fe, el verdadero
rostro de la parroquia; o sea, el «misterio» mismo de la Iglesia
presente y operante en ella. Aunque a veces le falten las personas y los
medios necesarios, aunque otras veces se encuentre desperdigada en
dilatados territorios o casi perdida en medio de populosos y caóticos
barrios modernos, la parroquia no es principalmente una estructura, un
territorio, un edificio; ella es «la familia de Dios, como una
fraternidad animada por el Espíritu de unidad»,(91) es «una casa de
familia, fraterna y acogedora»,(92) es la «comunidad de los fieles».(93)
En definitiva, la parroquia está fundada sobre una realidad teológica,
porque ella es una comunidad
eucarística.(94) Esto significa que es una comunidad idónea para
celebrar la Eucaristía, en la que se encuentran la raíz viva de su
edificación y el vínculo sacramental de su existir en plena comunión con
toda la Iglesia. Tal idoneidad radica en el hecho de ser la parroquia
una comunidad de fe y
una comunidad orgánica, es
decir, constituida por los ministros ordenados y por los demás
cristianos, en la que el párroco —que representa al Obispo
diocesano(95)— es el vínculo jerárquico con toda la Iglesia particular.
Ciertamente es inmensa la tarea que ha de realizar la Iglesia en
nuestros días; y para llevarla a cabo no basta la parroquia sola. Por
ésto, el Código de Derecho Canónico prevé formas de colaboración entre
parroquias en el ámbito del territorio(96) y recomienda al Obispo el
cuidado pastoral de todas las categorías de fieles, también de aquéllas
a las que no llega la cura pastoral ordinaria.(97) En efecto, son
necesarios muchos lugares y formas de presencia y de acción, para poder
llevar la palabra y la gracia del Evangelio a las múltiples y variadas
condiciones de vida de los hombres de hoy. Igualmente, otras muchas
funciones de irradiación religiosa y de apostolado de ambiente en el
campo cultural, social, educativo, profesional, etc., no pueden tener
como centro o punto de partida la parroquia. Y sin embargo, también en
nuestros días la parroquia está conociendo una época nueva y
prometedora. Como decía Pablo VI, al inicio de su pontificado,
dirigiéndose al Clero romano: «Creemos simplemente que la antigua y
venerada estructura de la Parroquia tiene una misión indispensable y de
gran actualidad; a ella corresponde crear la primera comunidad del
pueblo cristiano; iniciar y congregar al pueblo en la normal expresión
de la vida litúrgica; conservar y reavivar la fe en la gente de hoy;
suministrarle la doctrina salvadora de Cristo; practicar en el
sentimiento y en las obras la caridad sencilla de las obras buenas y
fraternas».(98)
Por su parte, los Padres sinodales han considerado atentamente la
situación actual de muchas parroquias, solicitando una decidida
renovación de las mismas:
«Muchas parroquias, sea en regiones urbanas, sea en tierras de misión,
no pueden funcionar con plenitud efectiva debido a la falta de medios
materiales o de ministros ordenados, o también a causa de la excesiva
extensión geográfica y por la condición especial de algunos cristianos
(como, por ejemplo, los exiliados y los emigrantes). Para que todas
estas parroquias sean verdaderamente comunidades cristianas, las
autoridades locales deben favorecer: a)
la adaptación de las estructuras parroquiales con la amplia flexibilidad
que concede el Derecho Canónico, sobre todo promoviendo la participación
de los laicos en las responsabilidades pastorales; b)
las pequeñas comunidades eclesiales de base, también llamadas
comunidades vivas, donde los fieles pueden comunicarse mutuamente la
Palabra de Dios y manifestarse en el recíproco servicio y en el amor;
estas comunidades son verdaderas expresiones de la comunión eclesial y
centros de evangelización, en comunión con sus Pastores».(99) Para la
renovación de las parroquias y para asegurar mejor su eficacia
operativa, también se deben favorecer formas institucionales de
cooperación entre las diversas parroquias de un mismo territorio.
El compromiso
apostólico en la parroquia
27. Ahora es necesario considerar más de cerca la comunión y la
participación de los fieles laicos en la vida de la parroquia. En este
sentido, se debe llamar la atención de todos los fieles laicos, hombres
y mujeres, sobre una expresión muy cierta, significativa y estimulante
del Concilio: «Dentro de las comunidades de la Iglesia —leemos en el
Decreto sobre el apostolado de los laicos— su acción es tan necesaria,
que sin ella, el mismo apostolado de los Pastores no podría alcanzar, la
mayor parte de las veces, su plena eficacia».(100) Esta afirmación
radical se debe entender, evidentemente, a la luz de la «eclesiología de
comunión»: siendo distintos y complementarios, los ministerios y los
carismas son necesarios para el crecimiento de la Iglesia, cada uno
según su propia modalidad.
Los fieles laicos deben estar cada vez más convencidos del particular
significado que asume el compromiso apostólico en su parroquia. Es de
nuevo el Concilio quien lo pone de relieve autorizadamente: «La
parroquia ofrece un ejemplo luminoso de apostolado comunitario,
fundiendo en la unidad todas las diferencias humanas que allí se dan e
insertándolas en la universalidad de la Iglesia. Los laicos han de
habituarse a trabajar en la parroquia en íntima unión con sus
sacerdotes, a exponer a la comunidad eclesial sus problemas y los del
mundo y las cuestiones que se refieren a la salvación de los hombres,
para que sean examinados y resueltos con la colaboración de todos; a
dar, según sus propias posibilidades, su personal contribución en las
iniciativas apostólicas y misioneras de su propia familia
eclesiástica».(101)
La indicación conciliar respecto al examen y solución de los problemas
pastorales «con la colaboración de todos», debe encontrar un desarrollo
adecuado y estructurado en la valorización más convencida, amplia y
decidida de los Consejos
pastorales parroquiales, en
los que han insistido, con justa razón, los Padres sinodales.(102)
En las circunstancias actuales, los fieles laicos pueden y deben prestar
una gran ayuda al crecimiento de una autentica comunión
eclesial en sus
respectivas parroquias, y en el dar nueva vida al afán
misionero dirigido hacia
los no creyentes y hacia los mismos creyentes que han abandonado o
limitado la práctica de la vida cristiana.
Si la parroquia es la Iglesia que se encuentra entre las casas de los
hombres, ella vive y obra entonces profundamente injertada en la
sociedad humana e íntimamente solidaria con sus aspiraciones y dramas. A
menudo el contexto social, sobre todo en ciertos países y ambientes,
está sacudido violentamente por fuerzas de disgregación y
deshumanización. El hombre se encuentra perdido y desorientado; pero en
su corazón permanece siempre el deseo de poder experimentar y cultivar
unas relaciones más fraternas y humanas. La respuesta a este deseo puede
encontrarse en la parroquia, cuando ésta, con la participación viva de
los fieles laicos, permanece fiel a su originaria vocación y misión: ser
en el mundo el «lugar» de la comunión de los creyentes y, a la vez,
«signo e instrumento» de la común vocación a la comunión; en una palabra
ser la casa abierta a todos y al servicio de todos, o, como prefería
llamarla el Papa Juan XXIII, ser la
fuente de la aldea, a la
que todos acuden para calmar su sed.
Formas de
participación en la vida de la Iglesia
28. Los fieles laicos, juntamente con los sacerdotes, religiosos y
religiosas, constituyen el único Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo.
El ser miembros de la Iglesia no suprime el hecho de que cada cristiano
sea un ser «único e irrepetible», sino que garantiza y promueve el
sentido más profundo de su unicidad e irrepetibilidad, en cuanto fuente
de variedad y de riqueza para toda la Iglesia. En tal sentido, Dios
llama a cada uno en Cristo por su nombre propio e inconfundible. El
llamamiento del Señor: «Id también vosotros a mi viña», se dirige a cada
uno personalmente; y entonces resuena de este modo en la conciencia:
«¡Ven también tú a mi viña!».
De esta manera cada uno, en su unicidad e irrepetibilidad, con su ser y
con su obrar, se pone al servicio del crecimiento de la comunión
eclesial; así como, por otra parte, recibe personalmente y hace suya la
riqueza común de toda la Iglesia. Ésta es la «Comunión de los Santos»
que profesamos en el Credo; el
bien de todos se convierte en el bien de cada uno, y el bien de cada uno
se convierte en el bien de todos. «En la Santa Iglesia —escribe San
Gregorio Magno— cada uno sostiene a los demás y los demás le sostienen a
él».(103)
Formas personales de participación
Es absolutamente necesario que cada fiel laico tenga siempre una viva conciencia
de ser un «miembro de la Iglesia», a
quien se le ha confiado una tarea original, insustituible e indelegable,
que debe llevar a cabo para el bien de todos. En esta perspectiva asume
todo su significado la afirmación del Concilio sobre la absoluta
necesidad del apostolado de cada persona singular: «El apostolado
que cada uno debe realizar, y que fluye con abundancia de la fuente de
una vida auténticamente cristiana (cf. Jn 4,
14), es la forma primordial y la condición de todo el apostolado de los
laicos, incluso del asociado, y nada puede sustituirlo. A este
apostolado, siempre y en todas partes provechoso, y en ciertas
circunstancias el único apto y posible, están llamados y obligados todos
los laicos, cualquiera que sea su condición, aunque no tengan ocasión o
posibilidad de colaborar en las asociaciones».(104)
En el apostolado personal existen grandes riquezas que reclaman ser
descubiertas, en vista de una intensificación del dinamismo misionero de
cada uno de los fieles laicos. A través de esta forma de apostolado, la
irradiación del Evangelio puede hacerse extremadamente capilar,llegando
a tantos lugares y ambientes como son aquéllos ligados a la vida
cotidiana y concreta de los laicos. Se trata, además, de una irradiación constante, pues
es inseparable de la continua coherencia de la vida personal con la fe;
y se configura también como una forma de apostolado particularmente incisiva, ya
que al compartir plenamente las condiciones de vida y de trabajo, las
dificultades y esperanzas de sus hermanos, los fieles laicos pueden
llegar al corazón de sus vecinos, amigos o colegas, abriéndolo al
horizonte total, al sentido pleno de la existencia humana: la comunión
con Dios y entre los hombres.
Formas
agregativas de participación
29. La comunión eclesial, ya presente y operante en la acción personal
de cada uno, encuentra una manifestación específica en el actuar
asociado de los fieles laicos; es decir, en la acción solidaria que
ellos llevan a cabo participando responsablemente en la vida y misión de
la Iglesia.
En estos últimos años, el fenómeno asociativo laical se ha caracterizado
por una particular variedad y vivacidad. La asociación de los fieles
siempre ha representado una línea en cierto modo constante en la
historia de la Iglesia, como lo testifican, hasta nuestros días, las
variadas confraternidades, las terceras órdenes y los diversos
sodalicios. Sin embargo, en los tiempos modernos este fenómeno ha
experimentado un singular impulso, y se han visto nacer y difundirse
múltiples formas agregativas: asociaciones, grupos, comunidades,
movimientos. Podemos hablar de una
nueva época asociativa de
los fieles laicos. En efecto, «junto al asociacionismo tradicional, y a
veces desde sus mismas raíces, han germinado movimientos y asociaciones
nuevas, con fisonomías y finalidades específicas. Tanta es la riqueza y
versatilidad de los recursos que el Espíritu alimenta en el tejido
eclesial; y tanta es la capacidad de iniciativa y la generosidad de
nuestro laicado».(105)
Estas asociaciones de laicos se presentan a menudo muy diferenciadas unas
de otras en diversos aspectos, como en su configuración externa, en los
caminos y métodos educativos y en los campos operativos. Sin embargo, se
puede encontrar una amplia y profunda
convergencia en la
finalidad que las anima: la de participar responsablemente en la misión
que tiene la Iglesia de llevar a todos el Evangelio de Cristo como
manantial de esperanza para el hombre y de renovación para la sociedad.
El asociarse de los fieles laicos por razones espirituales y apostólicas
nace de diversas fuentes y responde a variadas exigencias. Expresa,
efectivamente, la naturaleza social de la persona, y obedece a
instancias de una más dilatada e incisiva eficacia operativa. En
realidad, la incidencia «cultural», que es fuente y estímulo, pero
también fruto y signo de cualquier transformación del ambiente y de la
sociedad, puede realizarse, no tanto con la labor de un individuo,
cuanto con la de un «sujeto social», o sea, de un grupo, de una
comunidad, de una asociación, de un movimiento. Esto resulta
particularmente cierto en el contexto de una sociedad pluralista y
fraccionada —como es la actual en tantas partes del mundo—, y cuando se
está frente a problemas enormemente complejos y difíciles. Por otra
parte, sobre todo en un mundo secularizado, las diversas formas
asociadas pueden representar, para muchos, una preciosa ayuda para
llevar una vida cristiana coherente con las exigencias del Evangelio y
para comprometerse en una acción misionera y apostólica.
Más allá de estos motivos, la razón profunda que justifica y exige la
asociación de los fieles laicos es de orden teológico, es una razón
eclesiológica, como abiertamente reconoce el Concilio Vaticano II,
cuando ve en el apostolado asociado un «signo de la comunión y de la
unidad de la Iglesia en Cristo».(106)
Es un «signo» que debe manifestarse en las relaciones de «comunión»,
tanto dentro como fuera de las diversas formas asociativas, en el
contexto más amplio de la comunidad cristiana. Precisamente la razón
eclesiológica indicada explica, por una parte, el «derecho» de
asociación que es propio de los fieles laicos; y, por otra, la necesidad
de unos «criterios» de discernimiento acerca de la autenticidad eclesial
de esas formas de asociarse.
Ante todo debe reconocerse la libertad
de asociación de los fieles laicos en
la Iglesia. Tal libertad es un verdadero y propio derecho que no
proviene de una especie de «concesión» de la autoridad, sino que deriva
del Bautismo, en cuanto sacramento que llama a todos los fieles laicos a
participar activamente en la comunión y misión de la Iglesia. El
Concilio es del todo claro a este respecto: «Guardada la debida relación
con la autoridad eclesiástica, los laicos tienen el derecho de fundar y
dirigir asociaciones y de inscribirse en aquellas fundadas».(107) Y el
reciente Código afirma textualmente: «Los fieles tienen derecho a fundar
y dirigir libremente asociaciones para fines de caridad o piedad, o para
fomentar la vocación cristiana en el mundo; y también a reunirse para
procurar en común esos mismos fines».(108)
Se trata de una libertad reconocida y garantizada por la autoridad
eclesiástica y que debe ser ejercida siempre y sólo en la comunión de la
Iglesia. En este sentido, el derecho a asociarse de los fieles laicos es
algo esencialmente relativo a la vida de comunión y a la misión de la
misma Iglesia.
Criterios de
eclesialidad para las asociaciones laicales
30. La necesidad de unos criterios
claros y precisos de discernimiento y reconocimiento de
las asociaciones laicales, también llamados «criterios de eclesialidad»,
es algo que se comprende siempre en la perspectiva de la comunión y
misión de la Iglesia, y no, por tanto, en contraste con la libertad de
asociación.
Como criterios fundamentales para el discernimiento de todas y cada una
de las asociaciones de fieles laicos en la Iglesia se pueden considerar,
unitariamente, los siguientes:
— El
primado que se da a la vocación de cada cristiano a la santidad, y
que se manifiesta «en los frutos de gracia que el Espíritu Santo produce
en los fieles»(109) como crecimiento hacia la plenitud de la vida
cristiana y a la perfección en la caridad.(110)
En este sentido, todas las asociaciones de fieles laicos, y cada una de
ellas, están llamadas a ser —cada vez más— instrumento de santidad en la
Iglesia, favoreciendo y alentando «una unidad más íntima entre la vida
práctica y la fe de sus miembros».(111)
— La
responsabilidad de confesar la fe católica, acogiendo
y proclamando la verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia y sobre el
hombre, en la obediencia al Magisterio de la Iglesia, que la interpreta
auténticamente. Por esta razón, cada asociación de fieles laicos debe
ser un lugar en el que se anuncia y se propone la fe, y en el que se
educa para practicarla en todo su contenido.
— El
testimonio de una comunión firme y convencida en
filial relación con el Papa, centro perpetuo y visible de unidad en la
Iglesia universal,(112) y con el Obispo «principio y fundamento visible
de unidad»(113) en la Iglesia particular, y en la «mutua estima entre
todas las formas de apostolado en la Iglesia».(114)
La comunión con el Papa y con el Obispo está llamada a expresarse en la
leal disponibilidad para acoger sus enseñanzas doctrinales y sus
orientaciones pastorales. La comunión eclesial exige, además, el
reconocimiento de la legítima pluralidad de las diversas formas
asociadas de los fieles laicos en la Iglesia, y, al mismo tiempo, la
disponibilidad a la recíproca colaboración.
— La
conformidad y la participación en el «fin apostólico de la Iglesia», que
es «la evangelización y santificación de los hombres y la formación
cristiana de su conciencia, de modo que consigan impregnar con el
espíritu evangélico las diversas comunidades y ambientes».(115)
Desde este punto de vista, a todas las formas asociadas de fieles
laicos, y a cada una de ellas, se les pide un decidido ímpetu misionero
que les lleve a ser, cada vez más, sujetos de una nueva evangelización.
—El
comprometerse en una presencia en la sociedad humana, que,
a la luz de la doctrina social de la Iglesia, se ponga al servicio de la
dignidad integral del hombre.
En este sentido, las asociaciones de los fieles laicos deben ser
corrientes vivas de participación y de solidaridad, para crear unas
condiciones más justas y fraternas en la sociedad.
Los criterios fundamentales que han sido enumerados, se comprueban en
los frutos concretos que
acompañan la vida y las obras de las diversas formas asociadas; como son
el renovado gusto por la oración, la contemplación, la vida litúrgica y
sacramental; el estímulo para que florezcan vocaciones al matrimonio
cristiano, al sacerdocio ministerial y a la vida consagrada; la
disponibilidad a participar en los programas y actividades de la Iglesia
sea a nivel local, sea a nivel nacional o internacional; el empeño
catequético y la capacidad pedagógica para formar a los cristianos; el
impulsar a una presencia cristiana en los diversos ambientes de la vida
social, y el crear y animar obras caritativas, culturales y
espirituales; el espíritu de desprendimiento y de pobreza evangélica que
lleva a desarrollar una generosa caridad para con todos; la conversión a
la vida cristiana y el retorno a la comunión de los bautizados
«alejados».
El servicio de
los Pastores a la comunión
31. Los Pastores en la Iglesia no pueden renunciar al servicio de su
autoridad, incluso ante posibles y comprensibles dificultades de algunas
formas asociativas y ante el afianzamiento de otras nuevas, no sólo por
el bien de la Iglesia, sino además por el bien de las mismas
asociaciones laicales. Así, habrán de acompañar la labor de
discernimiento con la guía y, sobre todo, con el estímulo a un
crecimiento de las asociaciones de los fieles laicos en la comunión y
misión de la Iglesia.
Es del todo oportuno que algunas nuevas asociaciones y movimientos, por
su difusión nacional e incluso internacional, tengan a bien recibir un reconocimiento
oficial, una aprobación
explícita de la autoridad eclesiástica competente. El Concilio ya había
afirmado lo siguiente en este sentido: «El apostolado de los laicos
admite varios tipos de relaciones con la Jerarquía, según las diferentes
formas y objetos de dicho apostolado (...). La Jerarquía reconoce
explícitamente, de distintas maneras, algunas formas de apostolado
laical. Puede, además, la autoridad eclesiástica, por exigencias del
bien común de la Iglesia, elegir de entre las asociaciones y obras
apostólicas que tienden inmediatamente a un fin espiritual, algunas de
ellas, y promoverlas de modo peculiar, asumiendo respecto de ellas una
responsabilidad especial».(116)
Entre las diversas formas apostólicas de los laicos que tienen una
particular relación con la Jerarquía, los Padres sinodales han recordado
explícitamente diversos movimientos y asociaciones de Acción
Católica, en los cuales
«los laicos se asocian libremente de modo orgánico y estable, bajo el
impulso del Espíritu Santo, en comunión con el Obispo y con los
sacerdotes, para poder servir, con fidelidad y laboriosidad, según el
modo que es propio a su vocación y con un método particular, al
incremento de toda la comunidad cristiana, a los proyectos pastorales y
a la animación evangélica de todos los ámbitos de la vida».(117)
El Pontificio Consejo para los Laicos está encargado de preparar un
elenco de las asociaciones que tienen la aprobación oficial de la Santa
Sede, y de definir, juntamente con el Pontificio Consejo para la Unión
de los Cristianos, las condiciones en base a las cuales puede ser
aprobada una asociación ecuménica con mayoría católica y minoría no
católica, estableciendo también los casos en los que no podrá llegarse a
un juicio positivo.(118)
Todos, Pastores y fieles, estamos obligados a favorecer y alimentar
continuamente vínculos y relaciones fraternas de estima, cordialidad y
colaboración entre las diversas formas asociativas de los laicos.
Solamente así las riquezas de los dones y carismas que el Señor nos
ofrece puede dar su fecunda y armónica contribución a la edificación de
la casa común. «Para edificar solidariamente la casa común es necesario,
además, que sea depuesto todo espíritu de antagonismo y de contienda y
que se compita más bien en la estimación mutua (cf. Rm 12,
10), en el adelantarse en el recíproco afecto y en la voluntad de
colaborar, con la paciencia, la clarividencia y la disponibilidad al
sacrificio que ésto a veces pueda comportar».(119)
Volvemos una vez más a las palabras de Jesús: «Yo soy la vid, vosotros
los sarmientos» (Jn 15,
5), para dar gracias a Dios por el gran don de
la comunión eclesial, reflejo en el tiempo de la eterna e inefable
comunión de amor de Dios Uno y Trino. La conciencia de este don debe ir
acompañada de un fuerte sentido de responsabilidad. Es,
en efecto, un don que, como el talento evangélico, exige ser negociado
en una vida de creciente comunión.
Ser responsables del don de la comunión significa, antes que nada, estar
decididos a vencer toda tentación de división y de contraposición que
insidie la vida y el empeño apostólico de los cristianos. El lamento de
dolor y de desconcierto del apóstol Pablo: «Me refiero a que cada uno de
vosotros dice: ¡"Yo soy de Pablo", "yo en cambio de Apolo", "yo de
Cefas", "yo de Cristo"! ¿Está acaso dividido Cristo?» (1 Co 1,
12-13), continúa oyéndose hoy como reproche por las «laceraciones al
Cuerpo de Cristo». Resuenen, en cambio, como persuasiva llamada, estas
otras palabras del apóstol: «Os conjuro, hermanos, por el nombre de
nuestro Señor Jesucristo, a que tengáis todos un mismo sentir, y no haya
entre vosotros disensiones; antes bien, viváis bien unidos en un mismo
pensar y en un mismo sentir» (1 Co 1,
10).
La vida de comunión eclesial será así un signo para
el mundo y una fuerza atractiva
que conduce a creer en Cristo: «Como tú Padre, en mí y yo en ti, que
ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has
enviado» (Jn 17, 21).
De este modo la comunión se abre a la misión, haciéndose
ella misma misión.
CAPíTULO III
OS HE DESTINADO
PARA QUE VAYÁIS Y DEIS FRUTO
La
corresponsabilidad de los fieles laicos en la Iglesia-Misión
Comunión
misionera
32. Volvamos una vez más a la imagen bíblica de la vid y los sarmientos.
Ella nos introduce, de modo inmediato y natural, a la consideración de
la fecundidad y de la vida. Enraizados y vivificados por la vid, los
sarmientos son llamados a dar fruto: «Yo soy la vid, vosotros, los
sarmientos. El que
permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto» (Jn 15,
5). Dar fruto es una exigencia esencial de la vida cristiana y eclesial.
El que no da fruto no permanece en la comunión: «Todo sarmiento que en
mí no da fruto, (mi Padre) lo corta» (Jn 15,
2).
La comunión con Jesús, de la cual deriva la comunión de los cristianos
entre sí, es condición absolutamente indispensable para dar fruto:
«Separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15,
5). Y la comunión con los otros es el fruto más hermoso que los
sarmientos pueden dar: es don de Cristo y de su Espíritu.
Ahora bien, la comunión
genera comunión, y
esencialmente se configura como comunión
misionera. En efecto,
Jesús dice a sus discípulos: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino
que yo os he elegido a vosotros, y os
he destinado a que vayáis y deis fruto, y
vuestro fruto permanezca» (Jn 15,
16).
La comunión y la misión están profundamente unidas entre sí, se
compenetran y se implican mutuamente, hasta tal punto que la
comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la misión: la
comunión es misionera y la misión es para la comunión. Siempre
es el único e idéntico Espíritu el que convoca y une la Iglesia y el que
la envía a predicar el Evangelio «hasta los confines de la tierra» (Hch 1,
8). Por su parte, la Iglesia sabe que la comunión, que le ha sido
entregada como don, tiene una destinación universal. De esta manera la
Iglesia se siente deudora, respecto de la humanidad entera y de cada
hombre, del don recibido del Espíritu que derrama en los corazones de
los creyentes la caridad de Jesucristo, fuerza prodigiosa de cohesión
interna y, a la vez, de expansión externa. La misión de la Iglesia
deriva de su misma naturaleza, tal como Cristo la ha querido: la de ser
«signo e instrumento (...) de unidad de todo el género humano».(120) Tal
misión tiene como finalidad dar a conocer a todos y llevarles a vivir
la«nueva» comunión que en el Hijo de Dios hecho hombre ha entrado en la
historia del mundo. En tal sentido, el testimonio del evangelista Juan
define —y ahora de modo irrevocable— ese fin que llena de gozo, y al que
se dirige la entera misión de la Iglesia: «Lo que hemos visto y oído, os
lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con
nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo,
Jesucristo» (1 Jn 1,
3).
En el contexto de la misión de la Iglesia el
Señor confía a los fieles laicos, en comunión con todos los demás
miembros del Pueblo de Dios, una gran parte de responsabilidad. Los
Padres del Concilio Vaticano II eran plenamente conscientes de esta
realidad: «Los sagrados Pastores saben muy bien cuánto contribuyen los
laicos al bien de toda la Iglesia. Saben que no han sido constituidos
por Cristo para asumir ellos solos toda la misión de salvación que la
Iglesia ha recibido con respecto al mundo, sino que su magnífico encargo
consiste en apacentar los fieles y reconocer sus servicios y carismas,
de modo que todos, en la medida de sus posibilidades, cooperen de manera
concorde en la obra común».(121) Esa misma convicción se ha hecho
después presente, con renovada claridad y acrecentado vigor, en todos
los trabajos del Sínodo.
Anunciar el
Evangelio
33. Los fieles laicos, precisamente por ser miembros de la Iglesia,
tienen la vocación y misión de ser anunciadores del Evangelio: son
habilitados y comprometidos en esta tarea por los sacramentos de la
iniciación cristiana y por los dones del Espíritu Santo.
Leemos en un texto límpido y denso de significado del Concilio Vaticano
II: «Como partícipes del oficio de Cristo sacerdote, profeta y rey, los
laicos tienen su parte activa en la vida y en la acción de la Iglesia
(...). Alimentados por la activa participación en la vida litúrgica de
la propia comunidad, participan con diligencia en las obras apostólicas
de la misma; conducen a la Iglesia a los hombres que quizás viven
alejados de Ella; cooperan con empeño en comunicar la palabra de Dios,
especialmente mediante la enseñanza del catecismo; poniendo a
disposición su competencia, hacen más eficaz la cura de almas y también
la administración de los bienes de la Iglesia».(122)
Es en la evangelización donde
se concentra y se despliega la entera misión de la Iglesia, cuyo caminar
en la historia avanza movido por la gracia y el mandato de Jesucristo:
«Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16,
15); «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del
mundo» (Mt 28, 20).
«Evangelizar —ha escrito Pablo VI— es la gracia y la vocación propia de
la Iglesia, su identidad más profunda».(123)
Por la evangelización la Iglesia es construida y plasmada como comunidad
de fe; más precisamente,
como comunidad de una fe confesada en
la adhesión a la Palabra de Dios, celebrada en
los sacramentos, vivida en
la caridad como alma de la existencia moral cristiana. En efecto, la
«buena nueva» tiende a suscitar en el corazón y en la vida del hombre la
conversión y la adhesión personal a Jesucristo Salvador y Señor; dispone
al Bautismo y a la Eucaristía y se consolida en el propósito y en la
realización de la nueva vida según el Espíritu.
En verdad, el imperativo de Jesús: «Id y predicad el Evangelio» mantiene
siempre vivo su valor, y está cargado de una urgencia que no puede
decaer. Sin embargo, la
actual situación, no sólo
del mundo, sino también de tantas partes de la Iglesia, exige
absolutamente que la palabra de Cristo reciba una obediencia más rápida
y generosa. Cada
discípulo es llamado en primera persona; ningún discípulo puede
escamotear su propia respuesta: «¡Ay de mí si no predicara el
Evangelio!» (1 Co 9,
16).
Ha llegado la
hora de emprender una nueva evangelización
34. Enteros países y naciones, en los que en un tiempo la religión y la
vida cristiana fueron florecientes y capaces de dar origen a comunidades
de fe viva y operativa, están ahora sometidos a dura prueba e incluso
alguna que otra vez son radicalmente transformados por el continuo
difundirse del indiferentismo, del secularismo y del ateismo. Se trata,
en concreto, de países y naciones del llamado Primer Mundo, en el que el
bienestar económico y el consumismo —si bien entremezclado con
espantosas situaciones de pobreza y miseria— inspiran y sostienen una
existencia vivida «como si no hubiera Dios». Ahora bien, el
indiferentismo religioso y la total irrelevancia práctica de Dios para
resolver los problemas, incluso graves, de la vida, no son menos
preocupantes y desoladores que el ateismo declarado. Y también la fe
cristiana —aunque sobrevive en algunas manifestaciones tradicionales y
ceremoniales— tiende a ser arrancada de cuajo de los momentos más
significativos de la existencia humana, como son los momentos del nacer,
del sufrir y del morir. De ahí proviene el afianzarse de interrogantes y
de grandes enigmas, que, al quedar sin respuesta, exponen al hombre
contemporáneo a inconsolables decepciones, o a la tentación de suprimir
la misma vida humana que plantea esos problemas.
En cambio, en otras regiones o naciones todavía se conservan muy vivas
las tradiciones de piedad y de religiosidad popular cristiana; pero este
patrimonio moral y espiritual corre hoy el riesgo de ser desperdigado
bajo el impacto de múltiples procesos, entre los que destacan la
secularización y la difusión de las sectas. Sólo una nueva
evangelización puede asegurar el crecimiento de una fe límpida y
profunda, capaz de hacer de estas tradiciones una fuerza de auténtica
libertad.
Ciertamente urge en todas partes rehacer el entramado cristiano de la
sociedad humana. Pero la condición es que
se rehaga la cristiana trabazón de las mismas comunidades eclesiales que
viven en estos países o naciones.
Los fieles laicos —debido a su participación en el oficio profético de
Cristo— están plenamente implicados en esta tarea de la Iglesia. En
concreto, les corresponde testificar cómo la fe cristiana —más o menos
conscientemente percibida e invocada por todos— constituye la única
respuesta plenamente válida a los problemas y expectativas que la vida
plantea a cada hombre y a cada sociedad. Esto será posible si los fieles
laicos saben superar en ellos mismos la fractura entre el Evangelio y la
vida, recomponiendo en su vida familiar cotidiana, en el trabajo y en la
sociedad, esa unidad de vida que en el Evangelio encuentra inspiración y
fuerza para realizarse en plenitud.
Repito, una vez más, a todos los hombres contemporáneos el grito
apasionado con el que inicié mi servicio pastoral: «¡No tengáis
miedo! ¡Abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid
a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas tanto
económicos como políticos, los dilatados campos de la cultura, de la
civilización, del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo sabe lo que hay
dentro del hombre. ¡Solo Él lo sabe! Tantas veces hoy el hombre no sabe
qué lleva dentro, en lo profundo de su alma, de su corazón. Tan a menudo
se muestra incierto ante el sentido de su vida sobre esta tierra. Está
invadido por la duda que se convierte en desesperación. Permitid, por
tanto —os ruego, os imploro con humildad y con confianza— permitid a
Cristo que hable al hombre. Solo Él tiene palabras de vida, ¡sí! de vida
eterna».(124)
Abrir de par en par las puertas a Cristo, acogerlo en el ámbito de la
propia humanidad no es en absoluto una amenaza para el hombre, sino que
es, más bien, el único camino a recorrer si se quiere reconocer al
hombre en su entera verdad y exaltarlo en sus valores.
La síntesis vital entre el Evangelio y los deberes cotidianos de la vida
que los fieles laicos sabrán plasmar, será el más espléndido y
convincente testimonio de que, no el miedo, sino la búsqueda y la
adhesión a Cristo son el factor determinante para que el hombre viva y
crezca, y para que se configuren nuevos modos de vida más conformes a la
dignidad humana.
¡El hombre es amado por Dios! Este
es el simplicísimo y sorprendente anuncio del que la Iglesia es deudora
respecto del hombre. La palabra y la vida de cada cristiano pueden y
deben hacer resonar este anuncio: ¡Dios te ama, Cristo ha venido por ti;
para ti Cristo es «el Camino, la Verdad, y la Vida!» (Jn 14,
6).
Esta nueva evangelización —dirigida no sólo a cada una de las personas,
sino también a enteros grupos de poblaciones en sus más variadas
situaciones, ambientes y culturas— está destinada a la formación
de comunidades eclesiales maduras, en
las cuales la fe consiga liberar y realizar todo su originario
significado de adhesión a la persona de Cristo y a su Evangelio, de
encuentro y de comunión sacramental con Él, de existencia vivida en la
caridad y en el servicio.
Los fieles laicos tienen su parte que cumplir en la formación de tales
comunidades eclesiales, no sólo con una participación activa y
responsable en la vida comunitaria y, por tanto, con su insustituible
testimonio, sino también con el empuje y la acción misionera entre
quienes todavía no creen o ya no viven la fe recibida con el Bautismo.
En relación con la nuevas generaciones, los fieles laicos deben ofrecer
una preciosa contribución, más necesaria que nunca, con una sistemática
labor de catequesis. Los
Padres sinodales han acogido con gratitud el trabajo de los catequistas,
reconociendo que éstos «tienen una tarea de gran peso en la animación de
las comunidades eclesiales».(125) Los padres cristianos son, desde
luego, los primeros e insustituibles catequistas de sus hijos,
habilitados para ello por el sacramento del Matrimonio; pero, al mismo
tiempo, todos debemos ser conscientes del «derecho» que todo bautizado
tiene de ser instruido, educado, acompañado en la fe y en la vida
cristiana.
Id por todo el
mundo
35. La Iglesia, mientras advierte y vive la actual urgencia de una nueva
evangelización, no puede sustraerse a la perenne
misión de llevar el Evangelio a cuantos —y
son millones y millones de hombres y mujeres— no
conocen todavía a Cristo Redentor del hombre. Ésta
es la responsabilidad más específicamente misionera que Jesús ha
confiado y diariamente vuelve a confiar a su Iglesia.
La acción de los fieles laicos —que, por otra parte, nunca ha faltado en
este ámbito— se revela hoy cada vez más necesaria y valiosa. En
realidad, el mandato del Señor «Id por todo el mundo» sigue encontrando
muchos laicos generosos, dispuestos a abandonar su ambiente de vida, su
trabajo, su región o patria, para trasladarse, al menos por un
determinado tiempo, en zona de misiones. Se dan también matrimonios
cristianos que, a imitación de Aquila y Priscila (cf. Hch 18; Rm 16
3 s.), están ofreciendo un confortante testimonio de amor apasionado a
Cristo y a la Iglesia, mediante su presencia activa en tierras de
misión. Auténtica presencia misionera es también la de quienes, viviendo
por diversos motivos en países o ambientes donde aún no está establecida
la Iglesia, dan testimonio de su fe.
Pero el problema misionero se presenta actualmente a la Iglesia con una
amplitud y con una gravedad tales, que sólo una solidaria asunción de
responsabilidades por parte de todos los miembros de la Iglesia —tanto
personal como comunitariamente— puede hacer esperar una respuesta más
eficaz.
La invitación que el Concilio Vaticano II ha dirigido a las Iglesias
particulares conserva todo su valor; es más, exige hoy una acogida más
generalizada y más decidida: «La Iglesia particular, debiendo
representar en el modo más perfecto la Iglesia universal, ha de tener la
plena conciencia de haber sido también enviada a los que no creen en
Cristo».(126)
La Iglesia tiene que dar hoy un
gran paso adelante en su
evangelización; debe entrar en una nueva
etapa histórica de su
dinamismo misionero. En un mundo que, con la desaparición de las
distancias, se hace cada vez más pequeño, las comunidades eclesiales
deben relacionarse entre sí, intercambiarse energías y medios,
comprometerse a una en la única y común misión de anunciar y de vivir el
Evangelio. «Las llamadas Iglesias más jóvenes —han dicho los Padres
sinodales— necesitan la fuerza de las antiguas, mientras que éstas
tienen necesidad del testimonio y del empuje de las más jóvenes, de tal
modo que cada Iglesia se beneficie de las riquezas de las otras
Iglesias».(127)
En esta nueva etapa, la formación no sólo del clero local, sino también
de un laicado maduro y responsable, se presenta en las jóvenes Iglesias
como elemento esencial e irrenunciable de la plantatio
Ecclesiae.(128) De este modo, las mismas comunidades evangelizadas
se lanzan hacia nuevos rincones del mundo, para responder ellas también
a la misión de anunciar y testificar el Evangelio de Cristo.
Los fieles laicos, con el ejemplo de su vida y con la propia acción,
pueden favorecer la mejora de las relaciones entre los seguidores de las diversas
religiones, como
oportunamente han subrayado los Padres sinodales: «Hoy la Iglesia vive
por todas partes en medio de hombres de distintas religiones (...).
Todos los fieles, especialmente los laicos que viven en medio de pueblos
de otras religiones, tanto en las regiones de origen como en tierras de
emigración, han de ser para éstos un signo del Señor y de su Iglesia, en
modo adecuado a las circunstancias de vida de cada lugar. El diálogo
entre las religiones tiene una importancia preeminente, porque conduce
al amor y al respeto recíprocos, elimina, o al menos disminuye,
prejuicios entre los seguidores de las distintas religiones, y promueve
la unidad y amistad entre los pueblos».(129)
Para la evangelización del mundo hacen falta, sobre todo, evangelizadores. Por
eso, todos, comenzando desde las familias cristianas, debemos sentir la
responsabilidad de favorecer el surgir y madurar de vocaciones
específicamente misioneras, ya
sacerdotales y religiosas, ya laicales, recurriendo a todo medio
oportuno, sin abandonar jamás el medio privilegiado de la oración, según
las mismas palabras del Señor Jesús: «La mies es mucha y los obreros
pocos. Pues, ¡rogad al dueño de la mies que envíe obreros a su mies!» (Mt 9,
37-38).
Vivir el
Evangelio sirviendo a la persona y a la sociedad
36. Acogiendo y anunciando el Evangelio con la fuerza del Espíritu, la
Iglesia se constituye en comunidad evangelizada y evangelizadora y,
precisamente por esto, se hace sierva
de los hombres. En ella
los fieles laicos participan en la misión de servir a las personas y a
la sociedad. Es cierto que la Iglesia tiene como fin supremo el Reino de
Dios, del que «constituye en la tierra el germen e inicio»,(130) y está,
por tanto, totalmente consagrada a la glorificación del Padre. Pero el
Reino es fuente de plena liberación y de salvación total para los
hombres: con éstos, pues, la Iglesia camina y vive, realmente y
enteramente solidaria con su historia.
Habiendo recibido el encargo de manifestar al mundo el misterio de Dios
que resplandece en Cristo Jesús, al mismo tiempo la Iglesia
revela el hombre al hombre, le
hace conocer el sentido de su existencia, le abre a la entera verdad
sobre él y sobre su destino.(131) Desde esta perspectiva la Iglesia está
llamada, a causa de su misma misión evangelizadora, a servir al hombre.
Tal servicio se enraiza primariamente en el hecho prodigioso y
sorprendente de que, «con la encarnación, el Hijo de Dios se ha unido en
cierto modo a cada hombre».(132)
Por eso el hombre «es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en
el cumplimiento de su misión: él es la
primera vía fundamental de la Iglesia, vía
trazada por el mismo Cristo, vía que inalterablemente pasa a través de
la Encarnación y de la Redención».(133)
Precisamente en este sentido se había expresado, repetidamente y con
singular claridad y fuerza, el Concilio Vaticano II en sus diversos
documentos. Volvamos a leer un texto —especialmente clarificador— de la
Constitución Gaudium et
spes: «Ciertamente la Iglesia, persiguiendo su propio fin salvífico,
no sólo comunica al hombre la vida divina, sino que, en cierto modo,
también difunde el reflejo de su luz sobre el universo mundo, sobre todo
por el hecho de que sana y eleva la dignidad humana, consolida la
cohesión de la sociedad, y llena de más profundo sentido la actividad
cotidiana de los hombres. Cree la Iglesia que de esta manera, por medio
de sus hijos y por medio de su entera comunidad, puede ofrecer una gran
ayuda para hacer más humana la familia de los hombres y su
historia».(134)
En esta contribución a la familia humana de la que es responsable la
Iglesia entera, los fieles laicos ocupan un puesto concreto, a causa de
su «índole secular», que les compromete, con modos propios e
insustituibles, en la animación cristiana del orden temporal.
Promover la
dignidad de la persona
37. Redescubrir y hacer
redescubrir la dignidad inviolable de cada persona humana constituye
una tarea esencial; es más, en cierto sentido es la tarea central y
unificante del servicio que la Iglesia, y en ella los fieles laicos,
están llamados a prestar a la familia humana.
Entre todas las criaturas de la tierra, sólo
el hombre es «persona», sujeto consciente y libre y,
precisamente por eso, «centro y vértice» de todo lo que existe sobre la
tierra.(135)
La dignidad personal es el
bien más precioso que el
hombre posee, gracias al cual supera en valor a todo el mundo material.
Las palabras de Jesús: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo
entero, si después pierde su alma?» (Mc 8,
36) contienen una luminosa y estimulante afirmación antropológica: el
hombre vale no por lo que «tiene» —¡aunque poseyera el mundo entero!—,
sino por lo que «es». No cuentan tanto los bienes de la tierra, cuanto
el bien de la persona, el bien que es la persona misma.
La dignidad de la persona manifiesta todo su fulgor cuando se consideran
su origen y su destino. Creado por Dios a su imagen y semejanza, y
redimido por la preciosísima sangre de Cristo, el hombre está llamado a
ser «hijo en el Hijo» y templo vivo del Espíritu; y está destinado a esa
eterna vida de comunión con Dios, que le llena de gozo. Por eso toda
violación de la dignidad personal del ser humano grita venganza delante
de Dios, y se configura como ofensa al Creador del hombre.
A causa de su dignidad personal, el ser humano es siempre
un valor en sí mismo y por sí mismoy como tal exige ser considerado
y tratado. Y al contrario,
jamás puede ser tratado y considerado como un objeto utilizable, un
instrumento, una cosa.
La dignidad personal constituye el
fundamento de la igualdad de todos los hombres entre sí. De aquí que
sean absolutamente inaceptables las más variadas formas de
discriminación que, por desgracia, continúan dividiendo y humillando la
familia humana: desde las raciales y económicas a las sociales y
culturales, desde las políticas a las geográficas, etc. Toda
discriminación constituye una injusticia completamente intolerable, no
tanto por las tensiones y conflictos que puede acarrear a la sociedad,
cuanto por el deshonor que se inflige a la dignidad de la persona; y no
sólo a la dignidad de quien es víctima de la injusticia, sino todavía
más a la de quien comete la injusticia.
Fundamento de la igualdad de todos los hombres, la dignidad personal es
también el fundamento de
la participación y la solidaridad de los hombres entre sí: el
diálogo y la comunión radican, en última instancia, en lo que los
hombres «son», antes y mucho más que en lo que ellos «tienen».
La dignidad personal es propiedad indestructible de todo
ser humano. Es
fundamental captar todo el penetrante vigor de esta afirmación, que se
basa en la unicidad y en
la irrepetibilidad de cada
persona. En consecuencia,
el individuo nunca puede quedar reducido a todo aquello que lo querría
aplastar y anular en el anonimato de la colectividad, de las
instituciones, de las estructuras, del sistema. En su individualidad, la
persona no es un número, no es un eslabón más de una cadena, ni un
engranaje del sistema. La afirmación que exalta más radicalmente el
valor de todo ser humano la ha hecho el Hijo de Dios encarnándose en el
seno de una mujer. También de esto continúa hablándonos la Navidad
cristiana.(136)
Venerar el
inviolable derecho a la vida
38. El efectivo reconocimiento de la dignidad personal de todo ser
humano exige el respeto,
la defensa y la promoción de los derechos de la persona humana. Se
trata de derechos naturales, universales e inviolables. Nadie, ni la
persona singular, ni el grupo, ni la autoridad, ni el Estado pueden
modificarlos y mucho menos eliminarlos, porque tales derechos provienen
de Dios mismo.
La inviolabilidad de la persona, reflejo de la absoluta inviolabilidad
del mismo Dios, encuentra su primera y fundamental expresión en la inviolabilidad
de la vida humana. Se ha
hecho habitual hablar, y con razón, sobre los derechos humanos; como por
ejemplo sobre el derecho a la salud, a la casa, al trabajo, a la familia
y a la cultura. De todos modos, esa preocupación resulta falsa e
ilusoria si no se defiende con la máxima determinación el derecho
a la vida como el derecho
primero y fontal, condición de todos los otros derechos de la persona.
La Iglesia no se ha dado nunca por vencida frente a todas las
violaciones que el derecho a la vida, propio de todo ser humano, ha
recibido y continúa recibiendo por parte tanto de los individuos como de
las mismas autoridades. El titular de tal derecho es el ser humano, en
cada fase de su desarrollo, desde
el momento de la concepción hasta la muerte natural; y cualquiera
que sea su condición, ya
sea de salud que de enfermedad, de integridad física o de minusvalidez,
de riqueza o de miseria. El Concilio Vaticano II proclama abiertamente:
«Cuanto atenta contra la vida —homicidios de cualquier clase,
genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado—; cuanto
viola la integridad de la persona humana, como, por ejemplo, las
mutilaciones, las torturas morales o físicas, los conatos sistemáticos
para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como
son las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias,
las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y
de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes, que reducen al
operario al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la
libertad y a la responsabilidad de la persona humana: todas estas
prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, degradan la
civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y
son totalmente contrarias al honor debido al Creador».(137)
Si bien la misión y la responsabilidad de reconocer la dignidad personal
de todo ser humano y de defender el derecho a la vida es tarea de todos,
algunos fieles laicos son llamados a ello por un motivo particular. Se
trata de los padres, los
educadores, los que trabajan en el campo de la medicina y de la salud, y
los que detentan el poder económico y político.
En la aceptación amorosa y generosa de toda vida humana, sobre todo si
es débil o enferma, la Iglesia vive hoy un momento fundamental de su
misión, tanto más necesaria cuanto más dominante se hace una «cultura de
muerte». En efecto, «la Iglesia cree firmemente que la vida humana,
aunque débil y enferma, es siempre un don espléndido del Dios de la
bondad. Contra el pesimismo y el egoísmo, que ofuscan el mundo, la
Iglesia está en favor de la vida: y en cada vida humana sabe descubrir
el esplendor de aquel "Sí", de aquel "Amén" que es Cristo mismo (cf. 2
Co 1, 19; Ap 3,
14). Frente al "no" que invade y aflige al mundo, pone este "Sí"
viviente, defendiendo de este modo al hombre y al mundo de cuantos
acechan y rebajan la vida»,(138) Corresponde a los fieles laicos que más
directamente o por vocación o profesión están implicados en acoger la
vida, el hacer concreto y eficaz el "sí" de la Iglesia a la vida humana.
Con el enorme desarrollo de las
ciencias biológicas y médicas, junto
al sorprendente poder
tecnológico, se han
abierto en nuestros días nuevas posibilidades y responsabilidades en la
frontera de la vida humana. En efecto, el hombre se ha hecho capaz no
sólo de «observar», sino también de «manipular» la vida humana en su
mismo inicio o en sus primeras etapas de desarrollo.
La conciencia moral de
la humanidad no puede permanecer extraña o indiferente frente a los
pasos gigantescos realizados por una potencia tecnológica, que adquiere
un dominio cada vez más dilatado y profundo sobre los dinamismos que
rigen la procreación y las primeras fases de desarrollo de la vida
humana. En este campo y quizás nunca como hoy, la
sabiduría se presenta como la única tabla de salvación, para
que el hombre, tanto en la investigación científica teórica como en la
aplicada, pueda actuar siempre con inteligencia y con amor; es decir,
respetando, todavía más, venerando la inviolable dignidad personal de
todo ser humano, desde el primer momento de su existencia. Esto ocurre
cuando la ciencia y la técnica se comprometen, con medios lícitos, en la
defensa de la vida y en la curación de las enfermedades desde los
comienzos, rechazando en cambio —por la dignidad misma de la
investigación— intervenciones que resultan alteradoras del patrimonio
genético del individuo y de la generación humana.(139)
Los fieles laicos, comprometidos por motivos varios y a diverso nivel en
el campo de la ciencia y de la técnica, como también en el ámbito
médico, social, legislativo y económico deben aceptar
valientemente los «desafíos» planteados por los nuevos problemas de la
bioética. Como han dicho
los Padres sinodales, «Los cristianos han de ejercitar su
responsabilidad como dueños de la ciencia y de la tecnología, no como
siervos de ella (...). Ante la perspectiva de esos "desafíos" morales,
que están a punto de ser provocados por la nueva e inmensa potencia
tecnológica, y que ponen en peligro no sólo los derechos fundamentales
de los hombres sino la misma esencia biológica de la especie humana, es
de máxima importancia que los laicos cristianos —con la ayuda de toda la
Iglesia— asuman la responsabilidad de hacer volver la cultura a los
principios de un auténtico humanismo, con el fin de que la promoción y
la defensa de los derechos humanos puedan encontrar fundamento dinámico
y seguro en la misma esencia del hombre, aquella esencia que la
predicación evangélica ha revelado a los hombres».(140)
Urge hoy la máxima vigilancia por parte de todos ante el fenómeno de la
concentración del poder, y en primer lugar del poder tecnológico. Tal
concentración, en efecto, tiende a manipular no sólo la esencia
biológica, sino también el contenido de la misma conciencia de los
hombres y sus modelos de vida, agravando así la discriminación y la
marginación de pueblos enteros.
Libres para
invocar el Nombre del Señor
39. El respeto de la dignidad personal, que comporta la defensa y
promoción de los derechos humanos, exige el reconocimiento de la
dimensión religiosa del hombre. No es ésta una exigencia simplemente
«confesional», sino más bien una exigencia que encuentra su raíz
inextirpable en la realidad misma del hombre. En efecto, la relación con
Dios es elemento constitutivo del mismo «ser» y «existir» del hombre: es
en Dios donde nosotros «vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,
28). Si no todos creen en esa verdad, los que están convencidos de ella
tienen el derecho a ser respetados en la fe y en la elección de vida,
individual o comunitaria, que de ella derivan. Esto es el derecho
a la libertad de conciencia y a la libertad religiosa, cuyo
reconocimiento efectivo está entre los bienes más altos y los deberes
más graves de todo pueblo que verdaderamente quiera asegurar el bien de
la persona y de la sociedad. «La libertad religiosa, exigencia
insuprimible de la dignidad de todo hombre, es piedra angular del
edificio de los derechos humanos y, por tanto, es un factor
insustituible del bien de la persona y de toda la sociedad, así como de
la propia realización de cada uno. De ello resulta que la libertad, de
los individuos y de las comunidades, de profesar y practicar la propia
religión es un elemento esencial de la pacífica convivencia de los
hombres (...). El derecho civil y social a la libertad religiosa, en
cuanto alcanza la esfera más íntima del espíritu, se revela punto de
referencia y, en cierto modo, se convierte en medida de los otros
derechos fundamentales».(141)
El Sínodo no ha olvidado a tantos hermanos y hermanas que todavía no
gozan de tal derecho y que deben afrontar contradicciones, marginación,
sufrimientos, persecuciones, y tal vez la muerte a causa de la confesión
de la fe. En su mayoría son hermanos y hermanas del laicado cristiano.
El anuncio del Evangelio y el testimonio cristiano de la vida en el
sufrimiento y en el martirio constituyen el ápice del apostolado de los
discípulos de Cristo, de modo análogo a como el amor a Jesucristo hasta
la entrega de la propia vida constituye un manantial de extraordinaria
fecundidad para la edificación de la Iglesia. La mística vid corrobora
así su lozanía, tal como ya hacía notar San Agustín: «Pero aquella vid,
como había sido preanunciado por los Profetas y por el mismo Señor, que
esparcía por todo el mundo sus fructuosos sarmientos, tanto más se hacía
lozana cuanto más era irrigada por la mucha sangre de los
mártires».(142)
Toda la Iglesia está profundamente agradecida por este ejemplo y por
este don. En estos hijos suyos encuentra motivo para renovar su brío de
vida santa y apostólica. En este sentido los Padres sinodales han
considerado como un especial deber «dar las gracias a los laicos que
viven como incansables testigos de la fe, en fiel unión con la Sede
Apostólica, a pesar de las restricciones de la libertad y de estar
privados de ministros sagrados. Ellos se lo juegan todo, incluso la
vida. De este modo, los laicos testifican una propiedad esencial de la
Iglesia: la Iglesia de Dios nace de la gracia de Dios, y esto se
manifiesta del modo más sublime en el martirio».(143)
Todo lo que hemos dicho hasta ahora sobre el respeto a la dignidad
personal y sobre el reconocimiento de los derechos humanos afecta sin
duda a la responsabilidad de cada cristiano, de cada hombre. Pero
inmediatamente hemos de hacer notar cómo este problema reviste hoy una dimensión
mundial. En efecto, es
una cuestión que ahora atañe a enteros grupos humanos; más aún, a
pueblos enteros que son violentamente vilipendiados en sus derechos
fundamentales. De aquí la existencia de esas formas de desigualdad de
desarrollo entre los diversos Mundos, que han sido abiertamente
denunciados en la reciente Encíclica Sollicitudo
rei socialis.
El respeto a la persona humana va más allá de la exigencia de una moral
individual y se coloca como criterio base, como pilar fundamental para
la estructuración de la misma sociedad, estando la sociedad enteramente
dirigida hacia la persona.
Así, íntimamente unida a la responsabilidad de servir
a la persona, está la
responsabilidad de servir
a la sociedad como
responsabilidad general de aquella animación cristiana del orden
temporal, a la que son llamados los fieles laicos según sus propias y
específicas modalidades.
La familia,
primer campo en el compromiso social
40. La persona humana tiene una nativa y estructural dimensión social en
cuanto que es llamada, desde lo más íntimo de sí, a la comunión con
los demás y a la entrega a
los demás: «Dios, que cuida de todos con paterna solicitud, ha querido
que los hombres constituyan una sola familia y se traten entre sí con
espíritu de hermanos».(144) Y así, la
sociedad, fruto y señal
de la sociabilidad del
hombre, revela su plena verdad en el ser una comunidad
de personas.
Se da así una interdependencia y reciprocidad entre las personas y la
sociedad: todo lo que se realiza en favor de la persona es también un
servicio prestado a la sociedad, y todo lo que se realiza en favor de la
sociedad acaba siendo en beneficio de la persona. Por eso, el trabajo
apostólico de los fieles laicos en el orden temporal reviste siempre e
inseparablemente el significado del servicio al individuo en su unicidad
e irrepetibilidad, y del servicio a todos los hombres.
Ahora bien, la expresión primera y originaria de la dimensión social de
la persona es el
matrimonio y la familia: «Pero Dios no creó al hombre en solitario.
Desde el principio "los hizo hombre y mujer" (Gn 1,
27), y esta sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la
comunión entre personas humanas».(145) Jesús se ha preocupado de
restituir al matrimonio su entera dignidad y a la familia su solidez
(cf. Mt 19,
3-9); y San Pablo ha mostrado la profunda relación del matrimonio con el
misterio de Cristo y de la Iglesia (cf. Ef 5,
22-6, 4; Col 3,
18-21; 1 P 3,
1-7).
El matrimonio y la familia constituyen el
primer campo para el compromiso social de los fieles laicos. Es
un compromiso que sólo puede llevarse a cabo adecuadamente teniendo la
convicción del valor único e insustituible de la familia para el
desarrollo de la sociedad y de la misma Iglesia.
La familia es la célula fundamental de la sociedad, cuna de la vida y
del amor en la que el hombre «nace» y «crece». Se ha de reservar a esta
comunidad una solicitud privilegiada, sobre todo cada vez que el egoísmo
humano, las campañas antinatalistas, las políticas totalitarias, y
también las situaciones de pobreza y de miseria física, cultural y
moral, además de la mentalidad hedonista y consumista, hacen cegar las
fuentes de la vida, mientras las ideologías y los diversos sistemas,
junto a formas de desinterés y desamor, atentan contra la función
educativa propia de la familia.
Urge, por tanto, una labor amplia, profunda y sistemática, sostenida no
sólo por la cultura sino también por medios económicos e instrumentos
legislativos, dirigida a asegurar a la familia su papel de lugar
primario de «humanización» de
la persona y de la sociedad.
El compromiso apostólico de los fieles laicos con la familia es ante
todo el de convencer a la misma familia de su identidad de primer núcleo
social de base y de su original papel en la sociedad, para que se
convierta cada vez más en protagonista
activa y responsable del
propio crecimiento y de la propia participación en la vida social. De
este modo, la familia podrá y deberá exigir a todos —comenzando por las
autoridades públicas— el respeto a los derechos que, salvando la
familia, salvan la misma sociedad.
Todo lo que está escrito en la Exhortación Familiaris
consortio sobre la
participación de la familia en el desarrollo de la sociedad (146) y todo
lo que la Santa Sede, a invitación del Sínodo de los Obispos de 1980, ha
formulado con la «Carta de los Derechos de la Familia», representa un
programa operativo, completo y orgánico para todos aquellos fieles
laicos que, por distintos motivos, están implicados en la promoción de
los valores y exigencias de la familia; un programa cuya ejecución ha de
urgirse con tanto mayor sentido de oportunidad y decisión, cuanto más
graves se hacen las amenazas a la estabilidad y fecundidad de la
familia, y cuanto más presiona y más sistemático se hace el intento de
marginar la familia y de quitar importancia a su peso social.
Como demuestra la experiencia, la civilización y la cohesión de los
pueblos depende sobre todo de la calidad humana de sus familias. Por
eso, el compromiso apostólico orientado en favor de la familia adquiere
un incomparable valor social. Por su parte, la Iglesia está
profundamente convencida de ello, sabiendo perfectamente que «el futuro
de la humanidad pasa a través de la familia».(147)
La caridad, alma
y apoyo de la solidaridad
41. El servicio a la sociedad se manifiesta y se realiza de modos
diversos: desde los libres e informales hasta los institucionales, desde
la ayuda ofrecida al individuo a la dirigida a grupos diversos y
comunidades de personas.
Toda la Iglesia como tal está directamente llamada al servicio de la
caridad: «La Santa Iglesia, como en sus orígenes, uniendo el "ágape" con
la Cena Eucarística se manifestaba unida con el vínculo de la caridad en
torno a Cristo, así, en nuestros días, se reconoce por este distintivo
de la caridad y, mientras goza con las iniciativas de los demás,
reivindica las obras de caridad como su deber y derecho inalienable. Por
eso la misericordia con los pobres y enfermos, así como las llamadas
obras de caridad y de ayuda mutua, dirigidas a aliviar las necesidades
humanas de todo género, la Iglesia las considera un especial
honor».(148) La caridad
con el prójimo, en las
formas antiguas y siempre nuevas de las obras de misericordia corporal y
espiritual, representa el contenido más inmediato, común y habitual de
aquella animación cristiana del orden temporal, que constituye el
compromiso específico de los fieles laicos.
Con la caridad hacia el prójimo, los fieles laicos viven y manifiestan
su participación en la realeza de Jesucristo, esto es, en el poder del
Hijo del hombre que «no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mc 10,
45). Ellos viven y manifiestan tal realeza del modo más simple, posible
a todos y siempre, y a la vez del modo más engrandecedor, porque la
caridad es el más alto don que el Espíritu ofrece para la edificación de
la Iglesia (cf. 1 Co 13,
13) y para el bien de la humanidad. La caridad, en
efecto, anima y sostiene
una activa solidaridad, atenta a todas las necesidades del ser humano.
Tal caridad, ejercitada no sólo por las personas en singular sino
también solidariamente por los grupos y comunidades, es y será siempre
necesaria. Nada ni nadie la puede ni podrá sustituir; ni siquiera las
múltiples instituciones e iniciativas públicas, que también se esfuerzan
en dar respuesta a las necesidades —a menudo, tan graves y difundidas en
nuestros días— de una población. Paradójicamente esta caridad se hace
más necesaria, cuanto más las instituciones, volviéndose complejas en su
organización y pretendiendo gestionar toda área a disposición, terminan
por ser abatidas por el funcionalismo impersonal, por la exagerada
burocracia, por los injustos intereses privados, por el fácil y
generalizado encogerse de hombros.
Precisamente en este contexto continúan surgiendo y difundiéndose, en
concreto en las sociedades organizadas, distintas formas
de voluntariado, que
actúan en una multiplicidad de servicios y obras. El voluntariado, si se
vive en su verdad de servicio desinteresado al bien de las personas,
especialmente de las más necesitadas y las más olvidadas por los mismos
servicios sociales, debe considerarse una importante manifestación de
apostolado, en el que los fieles laicos, hombres y mujeres, desempeñan
un papel de primera importancia.
Todos
destinatarios y protagonistas de la política
42. La caridad que ama y sirve a la persona no puede jamás ser separada
de la justicia: una
y otra, cada una a su modo, exigen el efectivo reconocimiento pleno de
los derechos de la persona, a la que está ordenada la sociedad con todas
sus estructuras e instituciones.(149)
Para animar cristianamente el orden temporal —en el sentido señalado de
servir a la persona y a la sociedad— los fieles laicos de
ningún modo pueden abdicar de la participación en la «política»; es
decir, de la multiforme y variada acción económica, social, legislativa,
administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e
institucionalmente el bien
común. Como repetidamente
han afirmado los Padres sinodales, todos y cada uno tienen el derecho y
el deber de participar en la política, si bien con diversidad y
complementariedad de formas, niveles, tareas y responsabilidades. Las
acusaciones de arribismo, de idolatría del poder, de egoísmo y
corrupción que con frecuencia son dirigidas a los hombres del gobierno,
del parlamento, de la clase dominante, del partido político, como
también la difundida opinión de que la política sea un lugar de
necesario peligro moral, no justifican lo más mínimo ni la ausencia ni
el escepticismo de los cristianos en relación con la cosa pública.
Son, en cambio, más que significativas estas palabras del Concilio
Vaticano II: «La Iglesia alaba y estima la labor de quienes, al servicio
del hombre, se consagran al bien de la cosa pública y aceptan el peso de
las correspondientes responsabilidades».(150)
Una política para la persona y para la sociedad encuentra su criterio
básico en la consecución
del bien común, como bien
de todos los
hombres y de todo el
hombre, correctamente ofrecido y garantizado a la libre y responsable
aceptación de las personas, individualmente o asociadas. «La comunidad
política —leemos en la Constitución Gaudium
et spes— existe
precisamente en función de ese bien común, en el que encuentra su
justificación plena y su sentido, y del que deriva su legitimidad
primigenia y propia. El bien común abarca el conjunto de aquellas
condiciones de vida social con las cuales los hombres, las familias y
las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia
perfección».(151)
Además, una política para la persona y para la sociedad encuentra su rumbo
constante de camino en la defensa
y promoción de la justicia, entendida
como «virtud» a la que todos deben ser educados, y como «fuerza» moral
que sostiene el empeño por favorecer los derechos y deberes de todos y
cada uno, sobre la base de la dignidad personal del ser humano.
En el ejercicio del poder político es fundamental aquel espíritu
de servicio, que, unido a
la necesaria competencia y eficiencia, es el único capaz de hacer
«transparente» o «limpia» la actividad de los hombres políticos, como
justamente, además, la gente exige. Esto urge la lucha abierta y la
decidida superación de algunas tentaciones, como el recurso a la
deslealtad y a la mentira, el despilfarro de la hacienda pública para
que redunde en provecho de unos pocos y con intención de crear una masa
de gente dependiente, el uso de medios equívocos o ilícitos para
conquistar, mantener y aumentar el poder a cualquier precio.
Los fieles laicos que trabajan en la política, han de respetar, desde
luego, la autonomía de las realidades terrenas rectamente entendida. Tal
como leemos en la Constitución Gaudium
et spes,«es de suma importancia, sobre todo allí donde existe una
sociedad pluralística, tener
un recto concepto de las relaciones entre la comunidad política y la
Iglesia y distinguir netamente entre la acción que los cristianos,
aislada o asociadamente, llevan a cabo a título personal, como
ciudadanos de acuerdo con su conciencia cristiana, y la acción que
realizan, en nombre de la Iglesia, en comunión con sus pastores. La
Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia no se confunde
en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema
político alguno, es a la vez signo y salvaguardia del carácter
trascendente de la persona humana»,(152) Al mismo tiempo —y ésto se
advierte hoy como una urgencia y una responsabilidad— los fieles laicos
han de testificar aquellos valores humanos y evangélicos, que están
íntimamente relacionados con la misma actividad política; como son la
libertad y la justicia, la solidaridad, la dedicación leal y
desinteresada al bien de todos, el sencillo estilo de vida, el amor
preferencial por los pobres y los últimos. Esto exige que los fieles
laicos estén cada vez más animados de una real participación en la vida
de la Iglesia e iluminados por su doctrina social. En ésto podrán ser
acompañados y ayudados por el afecto y la comprensión de la comunidad
cristiana y de sus Pastores.(153)
La solidaridad es
el estilo y el medio para la realización de una política que quiera
mirar al verdadero desarrollo humano. Esta reclama la participación activa
y responsable de todos en la vida política, desde cada uno de los
ciudadanos a los diversos grupos, desde los sindicatos a los partidos.
Juntamente, todos y cada uno, somos destinatarios y protagonistas de la
política. En este ámbito, como he escrito en la Encíclica Sollicitudo
rei socialis, la
solidaridad «no es un sentimiento de vaga compasión o de superficial
enternecimiento por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al
contrario, es la
determinación firme y perseverante de
empeñarse por el bien
común; es decir, por el
bien de todos y cada uno, para que todos
seamos verdaderamente responsables de todos».(154)
La solidaridad política exige hoy un horizonte de actuación que,
superando la nación o el bloque de naciones, se configure como
continental y mundial.
El fruto de la actividad política solidaria —tan deseado por todos y,
sin embargo, siempre tan inmaduro— es la
paz. Los fieles laicos no
pueden permanecer indiferentes, extraños o perezosos ante todo lo que es
negación o puesta en peligro de la paz: violencia y guerra, tortura y
terrorismo, campos de concentración, militarización de la política,
carrera de armamentos, amenaza nuclear. Al contrario, como discípulos de
Jesucristo «Príncipe de la paz» (Is 9,
5) y «Nuestra paz» (Ef 2,
14), los fieles laicos han de asumir la tarea de ser «sembradores de
paz» (Mt 5,
9), tanto mediante la conversión del «corazón», como mediante la acción
en favor de la verdad, de la libertad, de la justicia y de la caridad,
que son los fundamentos irrenunciables de la paz.(155)
Colaborando con todos aquellos que verdaderamente buscan la paz y
sirviéndose de los específicos organismos e instituciones nacionales e
internacionales, los fieles laicos deben promover una labor educativa
capilar, destinada a derrotar la imperante cultura del egoísmo, del
odio, de la venganza y de la enemistad, y a desarrollar a todos los
niveles la cultura de la solidaridad. Efectivamente, tal solidaridad «es camino
hacia la paz y, a la vez, hacia el desarrollo».(156) Desde esta
perspectiva, los Padres sinodales han invitado a los cristianos a
rechazar formas inaceptables de violencia, a promover actitudes de
diálogo y de paz, y a comprometerse en instaurar un justo orden social e
internacional.(157)
Situar al hombre
en el centro de la vida económico-social
43. El servicio a la sociedad por parte de los fieles laicos encuentra
su momento esencial en la cuestión
económico-social, que
tiene por clave la organización del trabajo.
La gravedad actual de los problemas que implica tal cuestión,
considerada bajo el punto de vista del desarrollo y según la solución
propuesta por la doctrina social de la Iglesia, ha sido recordada
recientemente en la Encíclica Sollicitudo
rei socialis, a la que
remito encarecidamente a todos, especialmente a los fieles laicos.
Entre los baluartes de la doctrina social de la Iglesia está el
principio de la destinación
universal de los bienes. Los
bienes de la tierra se ofrecen, en el designio divino, a todos los
hombres y a cada hombre como medio para el desarrollo de una vida
auténticamente humana. Al servicio de esta destinación se encuentra la propiedad
privada, que
—precisamente por esto— posee una intrínseca
función social. Concretamente
el trabajo del
hombre y de la mujer representa el instrumento más común e inmediato
para el desarrollo de la vida económica, instrumento, que, al mismo
tiempo, constituye un derecho y un deber de cada hombre.
Todo este campo viene a formar parte, en modo particular, de la misión
de los fieles laicos. El fin y el criterio de su presencia y de su
acción han sido formulados en términos generales por el Concilio
Vaticano II: «También enla vida económico-social deben respetarse y
promoverse la dignidad de la persona humana, su entera vocación y el
bien de toda la sociedad. Porque el hombre es el autor, el centro y el
fin de toda la vida económico-social».(158)
En el contexto de las perturbadoras transformaciones que hoy se dan en
el mundo de la economía y del trabajo, los fieles laicos han de
comprometerse, en primera fila, a resolver los gravísimos problemas de
la creciente desocupación, a pelear por la más tempestiva superación de
numerosas injusticias provenientes de deformadas organizaciones del
trabajo, a convertir el lugar de trabajo en una comunidad de personas
respetadas en su subjetividad y en su derecho a la participación, a
desarrollar nuevas formas de solidaridad entre quienes participan en el
trabajo común, a suscitar nuevas formas de iniciativa empresarial y a
revisar los sistemas de comercio, de financiación y de intercambios
tecnológicos.
Con ese fin, los fieles laicos han de cumplir su trabajo con competencia
profesional, con honestidad humana, con espíritu cristiano, como camino
de la propia santificación,(159) según la explícita invitación del
Concilio: «Con el trabajo, el hombre provee ordinariamente a la propia
vida y a la de sus familiares; se une a sus hermanos los hombres y les
hace un servicio; puede practicar la verdadera caridad y cooperar con la
propia actividad al perfeccionamiento de la creación divina. No sólo
esto. Sabemos que, con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres se
asocian a la propia obra redentora de Jesucristo, quien dió al trabajo
una dignidad sobreeminente, laborando con sus propias manos en
Nazaret».(160)
En relación con la vida económico-social y con el trabajo, se plantea
hoy, de modo cada vez más agudo, la llamada
cuestión «ecológica». Es
cierto que el hombre ha recibido de Dios mismo el encargo de «dominar»
las cosas creadas y de «cultivar el jardín» del mundo; pero ésta es una
tarea que el hombre ha de llevar a cabo respetando la imagen divina
recibida, y, por tanto, con inteligencia y amor: debe sentirse
responsable de los dones que Dios le ha concedido y continuamente le
concede. El hombre tiene en sus manos un don que debe pasar —y, si fuera
posible, incluso mejorado— a las futuras generaciones, que también son
destinatarias de los dones del Señor. «El dominio confiado al hombre por
el Creador (...) no es un poder absoluto, ni se puede hablar de libertad
de "usar y abusar", o de disponer de las cosas como mejor parezca. La
limitación impuesta por el mismo Creador desde el principio, y expresada
simbólicamente con la prohibición de "comer del fruto del árbol" (cf. Gn 2,
16-17), muestra claramente que, ante la naturaleza visible (...),
estamos sometidos a las leyes no sólo biológicas sino también morales,
cuya transgresión no queda impune. Una justa concepción del desarrollo
no puede prescindir de estas consideraciones, relativas al uso de los
elementos de la naturaleza, a la renovabilidad de los recursos y a las
consecuencias de una industrialización desordenada; las cuales ponen
ante nuestra conciencia la dimensión
moral, que debe
distinguir el desarrollo».(161)
Evangelizar la
cultura y las culturas del hombre
44. El servicio a la persona y a la sociedad humana se manifiesta y se
actúa a través de la
creación y la transmisión de la cultura, que
especialmente en nuestros días constituye una de las más graves
responsabilidades de la convivencia humana y de la evolución social. A
la luz del Concilio, entendemos por «cultura» todos aquellos «medios con
los que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades
espirituales y corporales; procura someter el mismo orbe terrestre con
su conocimiento y trabajo; hace más humana la vida social, tanto en la
familia como en la sociedad civil, mediante el progreso de las
costumbres e instituciones; finalmente, a lo largo del tiempo, expresa,
comunica y conserva en sus obras grandes experiencias espirituales y
aspiraciones, para que sirvan al progreso de muchos, e incluso de todo
el género humano».(162) En este sentido, la cultura debe considerarse
como el bien común de cada pueblo, la expresión de su dignidad, libertad
y creatividad, el testimonio de su camino histórico. En concreto, sólo
desde dentro y a través de la cultura, la fe cristiana llega a hacerse
histórica y creadora de historia.
Frente al desarrollo de una cultura que se configura como escindida, no
sólo de la fe cristiana, sino incluso de los mismos valores
humanos,(163) como también frente a una cierta cultura científica y
tecnológica, impotente para dar respuesta a la apremiante exigencia de
verdad y de bien que arde en el corazón de los hombres, la Iglesia es
plenamente consciente de la urgencia pastoral de reservar a la cultura
una especialísima atención.
Por eso la Iglesia pide que los fieles laicos estén presentes, con la
insignia de la valentía y de la creatividad intelectual, en los puestos
privilegiados de la cultura, como son el mundo de la escuela y de la
universidad, los ambientes de investigación científica y técnica, los
lugares de la creación artística y de la reflexión humanista. Tal
presencia está destinada no sólo al reconocimiento y a la eventual
purificación de los elementos de la cultura existente críticamente
ponderados, sino también a su elevación mediante las riquezas originales
del Evangelio y de la fe cristiana. Lo que el Concilio Vaticano II
escribe sobre las relaciones entre el Evangelio y la cultura representa
un hecho histórico constante y, a la vez, un ideal práctico de singular
actualidad y urgencia; es un programa exigente consignado a la
responsabilidad pastoral de la Iglesia entera y, dentro de ella, a la
específica responsabilidad de los fieles laicos: «La grata noticia de
Cristo renueva constantemente la vida y la cultura del hombre caído,
combate y elimina los errores y males que provienen de la seducción
permanente del pecado. Purifica y eleva incesantemente la moral de los
pueblos (...). Así, la Iglesia, cumpliendo su misión propia, contribuye,
por este mismo hecho, a la cultura humana y la impulsa, y con su
actividad —incluso litúrgica— educa al hombre en la libertad
interior».(164)
Merecen volver a ser consideradas aquí algunas frases particularmente
significativas de la Exhortación Evangelii
nuntiandi de Pablo VI:
«La Iglesia evangeliza siempre que, en virtud de la sola potencia divina
del Mensaje que proclama (cf. Rm 1,
16; 1 Co 1,
18, 2, 4), intenta convertir la conciencia personal y a la vez colectiva
de los hombres, las actividades en las que trabajan, su vida y ambiente
concreto. Estratos de la sociedad que se transforman: para la Iglesia no
se trata sólo de predicar el Evangelio en zonas geográficas siempre más
amplias o a poblaciones cada vez más extendidas, sino también de
alcanzar y casi trastornar mediante la fuerza del Evangelio los
criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés,
la línea de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida
de la humanidad que están en contraste con la Palabra de Dios y con su
plan de salvación. Se podría expresar todo ésto del siguiente modo: es
necesario evangelizar —no decorativamente, a manera de un barniz
superficial, sino en modo vital, en profundidad y hasta las raíces— la
cultura y las culturas del hombre (...). La ruptura entre Evangelio y
cultura es sin duda el drama de nuestra época, como también lo fue de
otras. Es necesario, por tanto, hacer todos los esfuerzos en pro de una
generosa evangelización de la cultura, más exactamente, de las
culturas».(165)
Actualmente el camino privilegiado para la creación y para la
transmisión de la cultura son los instrumentos
de comunicación social.(166) También el mundo de los mass-media,
como consecuencia del acelerado desarrollo innovador y del influjo, a la
vez planetario y capilar, sobre la formación de la mentalidad y de las
costumbres, representa una nueva frontera de la misión de la Iglesia. En
particular, la responsabilidad profesional de los fieles laicos en este
campo, ejercitada bien a título personal bien mediante iniciativas e
instituciones comunitarias, exige ser reconocida en todo su valor y
sostenida con los más adecuados recursos materiales, intelectuales y
pastorales.
En el uso y recepción de los instrumentos de comunicación urge tanto una
labor educativa del sentido crítico animado por la pasión por la verdad,
como una labor de defensa de la libertad, del respeto a la dignidad
personal, de la elevación de la auténtica cultura de los pueblos,
mediante el rechazo firme y valiente de toda forma de monopolización y
manipulación.
Tampoco en esta acción de defensa termina la responsabilidad apostólica
de los fieles laicos. En todos los caminos del mundo, también en
aquellos principales de la prensa, del cine, de la radio, de la
televisión y del teatro, debe ser anunciado el Evangelio que salva.
CAPÍTULO IV
LOS OBREROS DE
LA VIÑA DEL SEÑOR
Buenos
administradores de la multiforme gracia de Dios
La variedad de
las vocaciones
45. Según la parábola evangélica, el «dueño de casa» llama a los obreros
a su viña a distintas
horas de la jornada: a
algunos al alba, a otros hacia las nueve de la mañana, todavía a otros
al mediodía y a las tres, a los últimos hacia las cinco (cf. Mt 20,
1 ss.). En el comentario a esta página del Evangelio, San Gregorio Magno
interpreta las diversas horas de la llamada poniéndolas en relación con
las edades de la vida. «Es
posible —escribe— aplicar la diversidad de las horas a las diversas
edades del hombre. En esta interpretación nuestra, la mañana puede
representar ciertamente la infancia. Después, la tercera hora se puede
entender como la adolescencia: el sol sube hacia lo alto del cielo, es
decir crece el ardor de la edad. La sexta hora es la juventud: el sol
está como en el medio del cielo, esto es, en esta edad se refuerza la
plenitud del vigor. La ancianidad representa la hora novena, porque como
el sol declina desde lo alto de su eje, así comienza a perder esta edad
el ardor de la juventud. La hora undécima es la edad de aquéllos muy
avanzados en los años (...). Los obreros, por tanto, son llamados a la
viña a distintas horas, como para indicar que a la vida santa uno es
conducido durante la infancia, otro en la juventud, otro en la
ancianidad y otro en la edad más avanzada».(167) Podemos asumir y
ampliar el comentario de San Gregorio Magno en relación a la
extraordinaria variedad de personas presentes en la Iglesia, todas y
cada una llamadas a trabajar por el advenimiento del Reino de Dios,
según la diversidad de vocaciones y situaciones, carismas y funciones.
Es una variedad ligada no sólo a la edad, sino también a las diferencias
de sexo y a la diversidad de dotes, a las vocaciones y condiciones de
vida; es una variedad que hace más viva y concreta la riqueza de la
Iglesia.
Jóvenes, niños, ancianos
Los jóvenes, esperanza
de la Iglesia
46. El Sínodo ha querido dedicar una
particular atención a los jóvenes. Y
con toda razón. En tantos países del mundo, ellos representan la mitad
de la entera población y, a menudo, la mitad numérica del mismo Pueblo
de Dios que vive en esos países. Ya bajo este aspecto los jóvenes
constituyen una fuerza excepcional y son un
gran desafío para el futuro de la Iglesia. En
efecto, en los jóvenes la Iglesia percibe su caminar hacia el futuro que
le espera y encuentra la imagen y la llamada de aquella alegre juventud,
con la que el Espíritu de Cristo incesantemente la enriquece. En este
sentido el Concilio ha definido a los jóvenes como «la esperanza de la
Iglesia».(168)
Leemos en la carta dirigida a los jóvenes del mundo el 31 de marzo de
1985: «La Iglesia mira a los jóvenes; es más, la Iglesia de manera
especial se mira a sí
misma en los jóvenes, en
todos vosotros y, a la vez, en cada una y en cada uno de vosotros. Así
ha sido desde el principio, desde los tiempos apostólicos. Las palabras
de San Juan en su Primera
Carta pueden ser un
singular testimonio: "Os escribo, jóvenes, porque habéis
vencido al maligno. Os
escribo a vosotros, hijos míos, porque habéis
conocido al Padre (...).
Os escribo, jóvenes, porque sois
fuertes y la palabra de
Dios habita en vosotros"
(1 Jn 2, 13 ss.) (...).
En nuestra generación, al final del segundo Milenio después de Cristo,
también la Iglesia se mira a sí misma en los jóvenes».(169)
Los jóvenes no deben considerarse simplemente como objeto de la
solicitud pastoral de la Iglesia; son de hecho —y deben ser incitados a
serlo— sujetos activos, protagonistas
de la evangelización y artífices de la renovación social.(170) La
juventud es el tiempo de un descubrimiento particularmente
intenso del propio «yo» y del propio «proyecto de vida»; es el tiempo de
un crecimiento que
ha de realizarse «en sabiduría, en edad y en gracia ante Dios y ante los
hombres» (Lc 2, 52).
Como han dicho los Padres sinodales, «la sensibilidad de la juventud
percibe profundamente los valores de la justicia, de la no violencia y
de la paz. Su corazón está abierto a la fraternidad, a la amistad y a la
solidaridad. Se movilizan al máximo por las causas que afectan a la
calidad de vida y a la conservación de la naturaleza. Pero también están
llenos de inquietudes, de desilusiones, de angustias y miedo del mundo,
además de las tentaciones propias de su estado».(171)
La Iglesia ha de revivir el amor de predilección que Jesús ha
manifestado por el joven del Evangelio: «Jesús, fijando en él su mirada,
le amó» (Mc 10, 21).
Por eso la Iglesia no se cansa de anunciar a Jesucristo, de proclamar su
Evangelio como la única y sobreabundante respuesta a las más radicales
aspiraciones de los jóvenes, como la propuesta fuerte y enaltecedora de
un seguimiento personal («ven y sígueme» [Mc 10,
21]), que supone compartir el amor filial de Jesús por el Padre y la
participación en su misión de salvación de la humanidad.
La Iglesia tiene tantas cosas que decir a los
jóvenes, y los jóvenes tienen tantas cosas que decir a la Iglesia. Este
recíproco diálogo —que se ha de llevar a cabo con gran cordialidad,
claridad y valentía— favorecerá el encuentro y el intercambio entre
generaciones, y será fuente de riqueza y de juventud para la Iglesia y
para la sociedad civil. Dice el Concilio en su mensaje a los jóvenes:
«La Iglesia os mira con confianza y con amor (...). Ella es la verdadera
juventud del mundo (...) miradla y encontraréis en ella el rostro de
Cristo».(172)
Los niños y el
Reino de los cielos
47. Los niños son, desde luego, el término del amor delicado y generoso
de Nuestro Señor Jesucristo: a ellos reserva su bendición y, más aún,
les asegura el Reino de los cielos (cf. Mt 19,
13-15; Mc 10,
14). En particular, Jesús exalta el papel activo que tienen los pequeños
en el Reino de Dios: son el símbolo elocuente y la espléndida imagen de
aquellas condiciones morales y espirituales, que son esenciales para
entrar en el Reino de Dios y para vivir la lógica del total abandono en
el Señor: «Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no
entraréis en el Reino de los Cielos. Así pues, quien se haga pequeño
como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos. Y el que
reciba incluso a uno solo de estos niños en mi nombre, a mí me recibe» (Mt 18,
3-5; cf. Lc 9,
48).
La niñez nos recuerda que la fecundidad misionera de la Iglesia tiene su
raíz vivificante, no en los medios y méritos humanos, sino en el don
absolutamente gratuito de Dios. La vida de inocencia y de gracia de los
niños, como también los sufrimientos que injustamente les son
infligidos, en virtud de la Cruz de Cristo, obtienen un enriquecimiento
espiritual para ellos y para toda la Iglesia. Todos debemos tomar de
esto una conciencia más viva y agradecida.
Además, se ha de reconocer que también en la edad de la infancia y de la
niñez se abren valiosas posibilidades de acción tanto para la
edificación de la Iglesia como para la humanización de la sociedad. Lo
que el Concilio dice de la presencia benéfica y constructiva de los
hijos en la familia «Iglesia doméstica»: «Los hijos, como miembros vivos
de la familia, contribuyen, a su manera, a la santificación de los
padres»,(173) se ha de repetir de los niños en relación con la Iglesia
particular y universal. Ya lo hacía notar Juan Gersón, teólogo y
educador del siglo xv, para quien «los niños y los adolescentes no son,
ciertamente, una parte de la Iglesia que se pueda descuidar».(174)
Los ancianos y
el don de la sabiduría
48. A las personas ancianas —muchas veces injustamente consideradas
inútiles, cuando no incluso como carga insoportable— recuerdo que la
Iglesia pide y espera que sepan continuar esa misión apostólica y
misionera, que no sólo es posible y obligada también a esa edad, sino
que esa misma edad la convierte, en cierto modo, en específica y
original.
La Biblia siente una particular preferencia en presentar al anciano como
el símbolo de la persona rica en sabiduría y llena de respeto a Dios
(cf. Si 25,
4-6). En este mismo sentido, el «don» del anciano podría calificarse
como el de ser, en la Iglesia y en la sociedad, el testigo de la
tradición de fe (cf. Sal 44,
2; Ex 12,
26-27), el maestro de vida (cf. Si 6,
34; 8, 11-12), el que obra con caridad.
El acrecentado número de personas ancianas en diversos países del mundo,
y la cesación anticipada de la actividad profesional y laboral, abren un
espacio nuevo a la tarea apostólica de los ancianos. Es un deber que hay
que asumir, por un lado, superando decididamente la tentación de
refugiarse nostálgicamente en un pasado que no volverá más, o de
renunciar a comprometerse en el presente por las dificultades halladas
en un mundo de continuas novedades; y, por otra parte, tomando
conciencia cada vez más clara de que su propio papel en la Iglesia y en
la sociedad de ningún modo conoce interrupciones debidas a la edad, sino
que conoce sólo nuevos modos. Como dice el salmista: «Todavía en la
vejez darán frutos, serán frescos y lozanos, para anunciar lo recto que
es Yahvéh» (Sal 92,
15-16). Repito lo que dije durante la celebración del Jubileo de los
Ancianos: «La entrada en la tercera edad ha de considerarse como un
privilegio; y no sólo porque no todos tienen la suerte de alcanzar esta
meta, sino también y sobre todo porque éste es el período de las
posibilidades concretas de volver a considerar mejor el pasado, de
conocer y de vivir más profundamente el misterio pascual, de convertirse
en ejemplo en la Iglesia para todo el Pueblo de Dios (...). No obstante
la complejidad de los problemas que debéis resolver y el progresivo
debilitamiento de las fuerzas, y a pesar de las insuficiencias de las
organizaciones sociales, los retrasos de la legislación oficial, las
incomprensiones de una sociedad egoísta, vosotros no sois ni debéis
sentiros al margen de la vida de la Iglesia, elementos pasivos de un
mundo en excesivo movimiento, sino sujetos activos de un período humana
y espiritualmente fecundo de la existencia humana. Tenéis todavía una
misión que cumplir, una ayuda que dar. Según el designio divino, cada
uno de los seres humanos es una vida en crecimiento, desde la primera
chispa de la existencia hasta el último respiro».(175)
Mujeres y
hombres
49. Los Padres sinodales han dedicado una atención particular a la
condición y al papel de la mujer, con una doble intención: reconocer, e
invitar a reconocer por parte de todos y una vez más, la indispensable
contribución de la mujer a la edificación de la Iglesia y al desarrollo
de la sociedad; y además, analizar más específicamente la participación
de la mujer en la vida y en la misión de la Iglesia.
Refiriéndose a Juan XXIII, que vió un signo de nuestro tiempo en la
conciencia que tiene la mujer de su propia dignidad y en el ingreso de
la mujer en la vida pública,(176) los Padres sinodales —frente a las más
variadas formas de discriminación y de marginación a las que está
sometida por el simple hecho de ser mujer— han afirmado repetidamente y
con fuerza la urgencia de defender y promover la
dignidad personal de la mujer y,
por tanto, su igualdad con el varon.
Si es éste un deber de todos en la Iglesia y en la sociedad, lo es de
modo particular de las mujeres, las cuales deben sentirse comprometidas
como protagonistas en primera línea. Todavía queda mucho por hacer en
bastantes partes del mundo y en diversos ámbitos, para destruir aquella
injusta y demoledora mentalidad que considera al ser humano como una
cosa, como un objeto de compraventa, como un instrumento del interés
egoísta o del solo placer; tanto más cuanto la mujer misma es
precisamente la primera víctima de tal mentalidad. Al contrario, sólo el
abierto reconocimiento de la dignidad personal de la mujer constituye el
primer paso a realizar para promover su plena participación tanto en la
vida eclesial como en aquella social y pública. Se debe dar más amplia y
decisiva respuesta a la petición hecha por la Exhortación Familiares
consortio en relación con
las múltiples discriminaciones de las que son víctimas las mujeres: «que
por parte de todos se desarrolle una acción pastoral específica, más
enérgica e incisiva, a fin de que estas situaciones sean vencidas
definitivamente, de tal modo que se alcance la plena estima de la imagen
de Dios que se refleja en todos los seres humanos sin excepción
alguna».(177) En la misma línea han afirmado los Padres sinodales: «La
Iglesia, como expresión de su misión, debe oponerse con firmeza a todas
las formas de discriminación y de abuso de la mujer»,(178) y también
señalaron que «la dignidad de la mujer —gravemente vulnerada en la
opinión pública— debe ser recuperada mediante el efectivo respeto de los
derechos de la persona humana y por medio de la práctica de la doctrina
de la Iglesia».(179)
Concretamente, y en relación con la
participación activa y responsable en la vida y en la misión de la
Iglesia, se ha de hacer
notar que ya el Concilio Vaticano II fue muy explícito en demandarla:
«Ya que en nuestros días las mujeres toman cada vez más parte activa en
toda la vida de la sociedad, es de gran importancia una mayor
participación suya también en los varios campos del apostolado de la
Iglesia».(180)
La conciencia de que la mujer —con sus dones y responsabilidades
propias— tiene una
específica vocación, ha
ido creciendo y haciéndose más profunda en el período posconciliar,
volviendo a encontrar su inspiración más original en el Evangelio y en
la historia de la Iglesia. En efecto, para el creyente, el Evangelio —o
sea, la palabra y el ejemplo de Jesucristo— permanece como el necesario
y decisivo punto de referencia, y es fecundo e innovador al máximo,
también en el actual momento histórico.
Aunque no hayan sido llamadas al apostolado de los Doce y por tanto al
sacerdocio ministerial, muchas mujeres acompañan a Jesús en su
ministerio y asisten al grupo de los Apóstoles (cf. Lc8,
2-3 ); están presentes al
pie de la Cruz (cf. Lc 23,
49); ayudan al entierro de Jesús (cf. Lc 23,
55) y la mañana de Pascua reciben y transmiten el anuncio de la
resurrección (cf. Lc 24,
1-10); rezan con los Apóstoles en el Cenáculo a la espera de Pentecostés
(cf. Hch 1, 14).
Siguiendo el rumbo trazado por el Evangelio, la Iglesia de los orígenes
se separa de la cultura de la época y llama a la mujer a desempeñar
tareas conectadas con la evangelización. En sus Cartas, Pablo recuerda,
también por su propio nombre, a numerosas mujeres por sus varias
funciones dentro y al servicio de las primeras comunidades eclesiales
(cf. Rm 16,
1-15; Flp 4,
2-3; Col 4,
15; 1 Co 11,
5; 1 Tm 5,
16). «Si el testimonio de los Apóstoles funda la Iglesia —ha dicho Pablo
VI—, el de las mujeres contribuye en gran manera a nutrir la fe de las
comunidades cristianas».(181)
Y, como en los orígenes, así también en su desarrollo sucesivo la
Iglesia siempre ha conocido —si bien en modos diversos y con distintos
acentos— mujeres que han desempeñado un papel quizá decisivo y que han
ejercido funciones de considerable valor para la misma Iglesia. Es una
historia de inmensa laboriosidad, humilde y escondida la mayor parte de
las veces, pero no por eso menos decisiva para el crecimiento y para la
santidad de la Iglesia. Es necesario que esta historia se continúe, es
más que se amplíe e intensifique ante la acrecentada y universal
conciencia de la dignidad personal de la mujer y de su vocación, y ante
la urgencia de una «nueva evangelización» y de una mayor «humanización»
de las relaciones sociales.
Recogiendo la consigna del Concilio Vaticano II —en la que se refleja el
mensaje del Evangelio y de la historia de la Iglesia—, los Padres del
Sínodo han formulado, entre otras, esta precisa «recomendación»: «Para
su vida y su misión, es necesario que la Iglesia reconozca todos los
dones de las mujeres y de los hombres, y los traduzca en vida
concreta».(182) Y más adelante agregaron: «Este Sínodo proclama que la
Iglesia exige el reconocimiento y la utilización de estos dones,
experiencias y aptitudes de los hombres y de las mujeres, para que su
misión se haga más eficaz (cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instructio
de libertate christiana et liberatione, 72)».(183)
Fundamentos
antropológicos y teológicos
50. La condición para asegurar la justa presencia de la mujer en la
Iglesia y en la sociedad es una más penetrante y cuidadosa consideración
de los fundamentos
antropológicos de la condición masculina y femenina, destinada
a precisar la identidad personal propia de la mujer en su relación de
diversidad y de recíproca complementariedad con el hombre, no sólo por
lo que se refiere a los papeles a asumir y las funciones a desempeñar,
sino también, y más profundamente, por lo que se refiere a su estructura
y a su significado personal. Los Padres sinodales han sentido vivamente
esta exigencia, afirmando que «los fundamentos antropológicos y
teológicos tienen necesidad de profundos estudios para resolver los
problemas relativos al verdadero significado y a la dignidad de los dos
sexos».(184)
Empeñándose en la reflexión sobre los fundamentos antropológicos y
teológicos de la condición femenina, la Iglesia se hace presente en el
proceso histórico de los distintos movimientos de promoción de la mujer
y, calando en las raíces mismas del ser personal de la mujer, aporta a
ese proceso su más valiosa contribución. Pero antes, y más todavía, la
Iglesia quiere obedecer a Dios, quien, creando al hombre «a imagen
suya», «varón y mujer los creó» (Gn 1,
27); así como también quiere acoger la llamada de Dios a conocer, a
admirar y a vivir su designio. Es un designio que «al principio» ha sido
impreso de modo indeleble en el mismo ser de la persona humana —varón y
mujer— y, por tanto, en sus estructuras significativas y en sus
profundos dinamismos. Precisamente este designio, sapientísimo y
amoroso, exige ser explorado en toda la riqueza de su contenido: es la
riqueza que desde el «principio» se ha ido manifestando progresivamente
y realizando a lo largo de la entera historia de la salvación, y ha
culminado en la «plenitud del tiempo», cuando «Dios mandó su Hijo,
nacido de mujer» (Ga 4,
4). Aquella «plenitud» continúa en la historia: la lectura del designio
de Dios acerca de la mujer se realiza incesantemente y se ha de llevar a
cabo en la fe de la Iglesia, también gracias a la existencia concreta de
tantas mujeres cristianas; sin olvidar la ayuda que pueda provenir de
las diversas ciencias humanas y de las distintas culturas. Éstas,
gracias a un luminoso discernimiento, podrán ayudar a captar y precisar
los valores y exigencias que pertenecen a la esencia perenne de la
mujer, y aquéllos que están ligados a la evolución histórica de las
mismas culturas. Como nos recuerda el Concilio Vaticano II, «la Iglesia
afirma que, bajo todos los cambios, hay muchas cosas que no cambian;
éstas encuentran su fundamento último en Cristo, que es siempre el
mismo: ayer, hoy y para siempre (cf. Hb 13,
8)».(185)
La Carta Apostólica sobre la dignidad y la vocación de la mujer se
detiene en los fundamentos antropológicos y teológicos de la dignidad
personal de la mujer. El documento —que vuelve a asumir, proseguir y
especificar las reflexiones de la catequesis de los miércoles dedicada
por largo tiempo a la «teología del cuerpo»— quiere ser, a la vez, el
cumplimiento de una promesa hecha en la Encíclica Redemptoris
Mater(186) y también la respuesta a la petición de los Padres
sinodales.
La lectura de la Carta Mulieris
dignitatem, también por
su carácter de meditación bíblicoteológica, podrá estimular a todos,
hombres y mujeres, y en particular a los cultores de las ciencias
humanas y de las disciplinas teológicas, a que prosigan el estudio
crítico, de modo que profundicen siempre mejor —sobre la base de la
dignidad personal del varón y de la mujer y de su recíproca relación—
los valores y las dotes específicas de la femineidad y de la
masculinidad, no sólo en el ámbito del vivir social, sino también y
sobre todo en el de la existencia cristiana y eclesial.
La meditación sobre los fundamentos antropológicos y teológicos de la
mujer debe iluminar y guiar la respuesta cristiana a la pregunta, tan
frecuente, y a veces tan aguda, acerca del espacio
que la mujer puede y debe ocupar en la Iglesia y en la sociedad.
De la palabra y de la actitud de Jesús —que son normativos para la
Iglesia— resulta con gran claridad que no existe ninguna discriminación
en el plano de la relación con Cristo, en quien «no existe más varón y
mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3,
28); ni tampoco en el plano de la participación en la vida y en la
santidad de la Iglesia, como testifica espléndidamente la profecía de
Joel, que se cumplió en Pentecostés: «Yo derramaré mi espíritu sobre
cada hombre y vuestros hijos y vuestras hijas se convertirán en
profetas» (Jl 3, 1;
cf. Hch 2,
17 ss.). Como se lee en la Carta Apostólica sobre la dignidad y la
vocación de la mujer, «uno y otro —tanto la mujer como el varón— (...)
son capaces, en igual medida, de recibir el don de la verdad divina y
del amor en el Espíritu Santo. Los dos acogen sus "visitaciones"
salvíficas y santificantes».(187)
Misión en la
Iglesia y en el mundo
51. Después, acerca de la participación en la misión apostólica de la
Iglesia, es indudable que —en virtud del Bautismo y de la Confirmación—
la mujer, lo mismo que el varón, es hecha partícipe del triple oficio de
Jesucristo Sacerdote, Profeta, Rey; y, por tanto, está habilitada y
comprometida en el apostolado fundamental de la Iglesia: la
evangelización. Por otra parte, precisamente en la realización de este
apostolado, la mujer está llamada a ejercitar sus propios «dones»: en
primer lugar, el don de su misma dignidad personal, mediante la palabra
y el testimonio de vida; y después los dones relacionados con su
vocación femenina.
En la participación en la vida y en la misión de la Iglesia, la mujer no
puede recibir el sacramento
del Orden; ni, por tanto,
puede realizar las funciones propias del sacerdocio ministerial. Es ésta
una disposición que la Iglesia ha comprobado siempre en la voluntad
precisa —totalmente libre y soberana— de Jesucristo, el cual ha llamado
solamente a varones para ser sus apóstoles;(188) una disposición que
puede ser iluminada desde la relación entre Cristo Esposo y la Iglesia
Esposa.(189) Nos encontramos en el ámbito de la función, no
de la dignidad ni
de la santidad.
En realidad, se debe afirmar que, «aunque la Iglesia posee una
estructura "jerárquica", sin embargo esta estructura está totalmente
ordenada a la santidad de los miembros de Cristo».(190)
Pero, como ya decía Pablo VI, si «nosotros no podemos cambiar el
comportamiento de nuestro Señor ni la llamada por Él dirigida a las
mujeres, sin embargo debemos reconocer y promover el papel de la mujer
en la misión evangelizadora y en la vida de la comunidad
cristiana».(191)
Es del todo necesario, entonces, pasar del reconocimiento
teórico de la presencia
activa y responsable de la mujer en la Iglesia a la realización
práctica. Y en este
preciso sentido debe leerse la presente Exhortación, la cual se dirige a
los fieles laicos con deliberada y repetida especificación «hombres y
mujeres». Además, el nuevo Código de Derecho Canónico contiene múltiples
disposiciones acerca de la participación de la mujer en la vida y en la
misión de la Iglesia. Son disposiciones que exigen ser más ampliamente
conocidas, y puestas en práctica con mayor tempestividad y
determinación, si bien teniendo en cuenta las diversas sensibilidades
culturales y oportunidades pastorales.
Ha de pensarse, por ejemplo, en la participación de las mujeres en los
Consejos pastorales diocesanos y parroquiales, como también en los
Sínodos diocesanos y en los Concilios particulares. En este sentido, los
Padres sinodales han escrito: «Participen las mujeres en la vida de la
Iglesia sin ninguna discriminación, también en las consultaciones y en
la elaboración de las decisiones».(192. Y además han dicho: «Las
mujeres—las cuales tienen ya una gran importancia en la transmisión de
la fe y en la prestación de servicios de todo tipo en la vida de la
Iglesia— deben ser asociadas a la preparación de los documentos
pastorales y de las iniciativas misioneras, y deben ser reconocidas como
cooperadoras de la misión de la Iglesia en la familia, en la profesión y
en la comunidad civil».(193)
En el ámbito más específico de la evangelización y de la catequesis hay
que promover con más fuerza la responsabilidad particular que tiene la
mujer en la transmisión de la fe, no sólo en la familia sino también en
los más diversos lugares educativos y, en términos más amplios, en todo
aquello que se refiere a la recepción de la Palabra de Dios, su
comprensión y su comunicación, también mediante el estudio, la
investigación y la docencia teológica.
Mientras lleve a cabo su compromiso de evangelizar, la mujer sentirá más
vivamente la necesidad de ser evangelizada. Así, con los ojos iluminados
por la fe (cf. Ef 1,
18), la mujer podrá distinguir lo que verdaderamente responde a su
dignidad personal y a su vocación, de todo aquello que —quizás con el
pretexto de esta «dignidad» y en nombre de la «libertad» y del
«progreso»— hace que la mujer no sirva a la consolidación de los
verdaderos valores, sino que, al contrario, se haga responsable de la
degradación moral de las personas, de los ambientes y de la sociedad.
Llevar a cabo un «discernimiento» semejante es una urgencia histórica
impostergable; y, al mismo tiempo, es una posibilidad y una exigencia
que derivan de la participación, por parte de la mujer cristiana, en el
oficio profético de Cristo y de su Iglesia. El «discernimiento», del que
habla muchas veces el apóstol Pablo, no consiste sólo en la ponderación
de las realidades y de los acontecimientos a la luz de la fe; es también
decisión concreta y compromiso operativo, no sólo en el ámbito de la
Iglesia, sino también en aquél otro de la sociedad humana.
Se puede decir que todos los problemas del mundo actual —de los que ya
hablaba la segunda parte de la Constitución conciliar Gaudium
et spes, y que el tiempo
no ha resuelto en absoluto, ni los ha atenuado— deben ver a las mujeres
presentes y comprometidas, y precisamente con su aportación típica e
insustituible.
En particular, dos grandes tareas confiadas a la mujer merecen ser
propuestas a la atención de todos.
En primer lugar, la responsabilidad de dar
plena dignidad a la vida matrimonial y a la maternidad. Nuevas
posibilidades se abren hoy a la mujer en orden a una comprensión más
profunda y a una más rica realización de los valores humanos y
cristianos implicados en la vida conyugal y en la experiencia de la
maternidad. El mismo varón _el marido y el padre_ puede superar formas
de ausencia o presencia episódica y parcial, es más, puede involucrarse
en nuevas y significativas relaciones de comunión interpersonal, gracias
precisamente al hacer inteligente, amoroso y decisivo de la mujer.
Después, la tarea de asegurar
la dimensión moral de la cultura, esto
es, de una cultura digna
del hombre, de su vida
personal y social. El Concilio Vaticano II parece relacionar la
dimensión moral de la cultura con la participación de los laicos en la
misión real de Cristo. «Los laicos —dice—, también asociando fuerzas,
purifiquen las instituciones y las condiciones de vida en el mundo, si
se dieran aquéllas que empujan las costumbres al pecado, de modo que
todas sean hechas conformes con las normas de la justicia y, en vez de
obstaculizar, favorezcan el ejercicio de las virtudes. Obrando de este
modo, impregnarán de valor moral la cultura y los trabajos del
hombre».(194)
A medida que la mujer participa activa y responsablemente en la función
de aquellas instituciones de las que depende la salvaguardia del primado
que se ha de dar a los valores humanos en la vida de las comunidades
políticas, las palabras recién citadas del Concilio señalan un
importante campo de apostolado femenino. En todas las dimensiones de la
vida de estas comunidades, desde la dimensión socioeconómica a la
socio-política, deben ser respetadas y promovidas la dignidad personal
de la mujer y su específica vocación: no sólo en el ámbito individual,
sino también en el comunitario; no sólo en las formas dejadas a la
libertad responsable de las personas, sino también en las formas
garantizadas por las justas leyes civiles.
«No es bueno que el hombre esté solo; quiero hacerle una ayuda semejante
a él» (Gn 2, 18). Dios
creador ha confiado el hombre a la mujer. Es
cierto que el hombre ha sido confiado a cada hombre, pero lo ha sido en
modo particular a la mujer, porque precisamente la mujer parece tener
una específica
sensibilidad —gracias a
su especial experiencia de su maternidad— por
el hombre y por todo
aquello que constituye su verdadero bien, comenzando por el valor
fundamental de la vida. ¡Qué grandes son las posibilidades y las
responsabilidades de la mujer en este campo!; especialmente en una época
en la que el desarrollo de la ciencia y de la técnica no está siempre
inspirado ni medido por la verdadera sabiduría, con el riesgo inevitable
de «deshumanizar» la vida humana, sobre todo cuando ella está exigiendo
un amor más intenso y una más generosa acogida.
La participación de la mujer en la vida de la Iglesia y de la sociedad,
mediante sus dones, constituye el camino necesario de su realización
personal —sobre la que hoy tanto se insiste con justa razón— y, a la
vez, la aportación original de la mujer al enriquecimiento de la
comunión eclesial y al dinamismo apostólico del Pueblo de Dios.
En esta perspectiva se debe considerar también la presencia del varón,
junto con la mujer.
Copresencia y
colaboración de los hombres y de las mujeres
52. En el aula sinodal no ha faltado la voz de los que han expresado el
temor de que una excesiva insistencia centrada sobre la condición y el
papel de las mujeres pudiera desembocar en un inaceptable olvido: el
referente a los hombres. En
realidad, diversas situaciones eclesiales tienen que lamentar la
ausencia o escasísima presencia de los hombres, de los que una parte
abdica de las propias responsabilidades eclesiales, déjando que sean
asumidas sólo por las mujeres, como, por ejemplo, la participación en la
oración litúrgica en la iglesia, la educación y concretamente la
catequesis de los propios hijos y de otros niños, la presencia en
encuentros religiosos y culturales, la colaboración en iniciativas
caritativas y misioneras.
Se ha de urgir pastoralmente la presencia coordinada de los hombres y de
las mujeres para hacer más completa, armónica y rica la participación de
los fieles laicos en la misión salvífica de la Iglesia.
La razón fundamental que exige y explica la simultánea presencia y la
colaboración de los hombres y de las mujeres no es sólo, como se ha
hecho notar, la mayor significatividad y eficacia de la acción pastoral
de la Iglesia; ni mucho menos el simple dato sociológico de una
convivencia humana, que está naturalmente hecha de hombres y de mujeres.
Es, más bien, el designio originario del Creador que desde el
«principio» ha querido al ser humano como «unidad de los dos»; ha
querido al hombre y a la mujer como primera comunidad de personas, raíz
de cualquier otra comunidad y, al mismo tiempo, como «signo» de aquella
comunión interpersonal de amor que constituye la misteriosa vida íntima
de Dios Uno y Trino.
Precisamente por esto, el modo más común y capilar, y al mismo tiempo
fundamental, para asegurar esta presencia coordinada y armónica de
hombres y mujeres en la vida y en la misión de la Iglesia, es el
ejercicio de los deberes y responsabilidades del matrimonio y de la
familia cristiana, en el que se transparenta y comunica la variedad de
las diversas formas de amor y de vida: la forma conyugal, paterna y
materna, filial y fraterna. Leemos en la Exhortación Familiaris
consortio: «Si la familia
cristiana es esa comunidad cuyos vínculos son renovados por Cristo
mediante la fe y los sacramentos, su participación en la misión de la
Iglesia debe realizarse según
una modalidad comunitaria. Juntos,
por tanto, los cónyuges en
cuanto matrimonio, y los
padres e hijos en cuanto
familia, han de vivir su
servicio a la Iglesia y al mundo (...). La familia cristiana edifica
además el Reino de Dios en la historia mediante esas mismas realidades
cotidianas que hacen relación y singularizan su condición
de vida. Es entonces en
el amor conyugal y
familiar —vivido en su
extraordinaria riqueza de valores y exigencias de totalidad, unicidad,
fidelidad y fecundidad— donde se expresa y realiza la participación de
la familia cristiana en la misión profética, sacerdotal y real de
Jesucristo y de su Iglesia».(195)
Situándose en esta perspectiva, los Padres sinodales han reafirmado el
significado que el sacramento del Matrimonio debe asumir en la Iglesia y
en la sociedad, para iluminar e inspirar todas las relaciones entre el
hombre y la mujer. En tal sentido, han afirmado «la urgente necesidad de
que cada cristiano viva y anuncie el mensaje de esperanza contenido en
la relación entre hombre y mujer. El sacramento del Matrimonio, que
consagra esta relación en su forma conyugal y la revela como signo de la
relación de Cristo con su Iglesia, contiene una enseñanza de gran
importancia para la vida de la Iglesia. Esta enseñanza debe llegar por
medio de la Iglesia al mundo de hoy; todas las relaciones entre el
hombre y la mujer han de inspirarse en este espíritu. La Iglesia debe
utilizar esta riqueza todavía más plenamente».(196) Los mismos Padres
sinodales han hecho notar justamente que «han de ser recuperadas la
estima de la virginidad y el respeto por la maternidad»:(197) una vez
más, para el desarrollo de vocaciones diversas y complementarias en el
contexto vivo de la comunión eclesial y al servicio de su continuo
crecimiento.
Los enfermos y
los que sufren
53. El hombre está llamado a la alegría, pero experimenta diariamente
tantísimas formas de sufrimiento y de dolor. En su Mensaje final,
los Padres sinodales se han dirigido con estas palabras a los hombres y
mujeres afectados de las más diversas formas de sufrimiento y de dolor,
con estas palabras: «Vosotros, los abandonados y marginados por nuestra
sociedad consumista; vosotros, enfermos, minusválidos, pobres,
hambrientos, emigrantes, prófugos, prisioneros, desocupados, ancianos,
niños abandonados y personas solas; vosotros, víctimas de la guerra y de
toda violencia que emana de nuestra sociedad permisiva: la Iglesia
participa de vuestro sufrimiento que conduce al Señor, el cual os asocia
a su Pasión redentora y os hace vivir a la luz de su Redención. Contamos
con vosotros para enseñar al mundo entero qué es el amor. Haremos todo
lo posible para que encontréis el lugar al que tenéis derecho en la
sociedad y en la Iglesia».(198)
En el contexto de un mundo sin confines, como es el del sufrimiento
humano, dirijamos ahora la atención a los aquejados por la enfermedad en
sus más diversas formas. Los enfermos, en efecto, son la expresión más
frecuente y más común del sufrir humano.
A todos y a cada uno se dirige el llamamiento del Señor: también
los enfermos son enviados como obreros a su viña. El
peso que oprime los miembros del cuerpo y menoscaba la serenidad del
alma, lejos de retraerles del trabajar en la viña, los llama a vivir su
vocación humana y cristiana y a participar en el crecimiento del Reino
de Dios con nuevas
modalidades, incluso más valiosas. Las
palabras del apóstol Pablo han de convertirse en su programa de vida y,
antes todavía, son luz que hace resplandecer a sus ojos el significado
de gracia de su misma situación: «Completo en mi carne lo que falta a
las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,
24). Precisamente haciendo este descubrimiento, el apóstol arribó a la
alegría: «Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por
vosotros» (Col 1, 24).
Del mismo modo, muchos enfermos pueden convertirse en portadores del
«gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones» (1 Ts 1,
6) y ser testigos de la Resurrección de Jesús. Como ha manifestado un
minusválido en su intervención en el aula sinodal, «es de gran
importancia aclarar el hecho de que los cristianos que viven en
situaciones de enfermedad, de dolor y de vejez, no están invitados por
Dios solamente a unir su dolor a la Pasión de Cristo, sino también a
acoger ya ahora en sí mismos y a transmitir a los demás la fuerza de la
renovación y la alegría de Cristo resucitado (cf. 2
Co 4, 10-11; 1
P 4, 13; Rm 8,
18 ss.)».(199)
Por su parte —como se lee en la Carta Apostólica Salvifici
doloris— «la Iglesia que
nace del misterio de la redención en la Cruz de Cristo, está obligada a buscar el
encuentro con el hombre, de modo particular, en el camino de su
sufrimiento. En un encuentro de tal índole el hombre "constituye el
camino de la Iglesia", y es éste uno de los caminos más
importantes».(200) El
hombre que sufre es camino de la Iglesia porque,
antes que nada, es camino del mismo Cristo, el buen Samaritano que «no
pasó de largo», sino que «tuvo compasión y acercándose, vendó sus
heridas (...) y cuidó de él» (Lc 10,
32-34).
A lo largo de los siglos, la comunidad cristiana ha vuelto a copiar la
parábola evangélica del buen Samaritano en la inmensa multitud de
personas enfermas y que sufren, revelando y comunicando el amor de
curación y consolación de Jesucristo. Esto ha tenidó lugar mediante el
testimonio de la vida religiosa consagrada al servicio de los enfermos y
mediante el infatigable esfuerzo de todo el personal sanitario. Además
hoy, incluso en los mismos hospitales y nosocomios católicos, se hace
cada vez más numerosa, y quizá también total y exclusiva, la presencia
de fieles laicos, hombres y mujeres. Precisamente ellos, médicos,
enfermeros, otros miembros del personal sanitario, voluntarios, están
llamados a ser la imagen viva de Cristo y de su Iglesia en el amor a los
enfermos y los que sufren.
Acción pastoral
renovada
54. Es necesario que esta preciosísima herencia, que la Iglesia ha
recibido de Jesucristo «médico de la carne y del espíritu»,(201) no sólo
no disminuya jamás, sino que sea valorizada y enriquecida cada vez más
mediante una recuperación y un decidido relanzamiento de la acción
pastoral para y con los enfermos y los que sufren. Ha
de ser una acción capaz de sostener y de promover atención, cercanía,
presencia, escucha, diálogo, participación y ayuda concreta para con el
hombre, en momentos en los que la enfermedad y el sufrimiento ponen a
dura prueba, no sólo su confianza en la vida, sino también su misma fe
en Dios y en su amor de Padre. Este relanzamiento pastoral tiene su
expresión más significativa en la celebración sacramental con y para los
enfermos, como fortaleza en el dolor y en la debilidad, como esperanza
en la desesperación, como lugar de encuentro y de fiesta.
Uno de los objetivos fundamentales de esta renovada e intensificada
acción pastoral —que no puede dejar de implicar coordinadamente a todos
los componentes de la comunidad eclesial— es considerar al enfermo, al
minusválido, al que sufre, no simplemente como término del amor y del
servicio de la Iglesia, sino más bien como sujeto
activo y responsable de la obra de evangelización y de salvación. Desde
este punto de vista, la Iglesia tiene un buen mensaje que hacer resonar
dentro de la sociedad y de las culturas que, habiendo perdido el sentido
del sufrir humano, silencian cualquier forma de hablar sobre esta dura
realidad de la vida. Y la buena nueva está en el anuncio de que el
sufrir puede tener también un significado positivo para el hombre y para
la misma sociedad, llamado como esta a convertirse en una forma de
participación en el sufrimiento salvador de Cristo y en su alegría de
resucitado, y, por tanto, una fuerza de santificación y edificación de
la Iglesia.
El anuncio de esta buena nueva resulta convincente cuando no resuena
simplemente en los labios, sino que pasa a través del testimonio de
vida, tanto de los que cuidan con amor a los enfermos, los minusválidos
y los que sufren, como de estos mismos, hechos cada vez más conscientes
y responsables de su lugar y tarea en la Iglesia y por la Iglesia.
Para que la «civilización del amor» pueda florecer y fructificar en el
inmenso mundo del dolor humano, podrá ser de gran utilidad la frecuente
meditación de la Carta Apostólica Salvifici
doloris, de la que
recordamos las líneas finales: «Es necesario, por tanto, que a los pies
de la Cruz del Calvario acudan espiritualmente todos los que sufren y
creen en Cristo y, en concreto, los que sufren a causa de su fe en el
Crucificado y Resucitado, para que el ofrecimiento de sus sufrimientos
acelere el cumplimiento de la oración del mismo Salvador por la unidad
de todos (cf. Jn 17,
11. 21-22). Acudan también allí los hombres de buena voluntad, porque en
la Cruz está el "Redentor del hombre", el Varón de dolores, que ha
asumido para sí los sufrimientos físicos y morales de los hombres de
todos los tiempos, para que en
el amor puedan encontrar
el sentido salvífico de su dolor y respuestas válidas a todos sus
interrogantes. Junto a
María, Madre de Cristo,
que estaba al pie de la
Cruz (cf. Jn 19,
25), nos detenemos junto a todas las cruces del hombre de hoy (...). Y a
todos vosotros, los que
sufrís, os pedimos que
nos sostengáis. Precisamente a vosotros que sois débiles, os pedimos que
os convirtáis en fuente de fuerza para
la Iglesia y para la humanidad. ¡En el terrible combate entre las
fuerzas del bien y del mal, que nuestro mundo contemporáneo nos ofrece
de espectáculo, venza vuestro sufrimiento en unión con la Cruz de
Cristo!».(202)
Estados de vida
y vocaciones
55. Obreros de la viña son todos los miembros del Pueblo de Dios: los
sacerdotes, los religiosos y religiosas, los fieles laicos, todos a la
vez objeto y sujeto de la comunión de la Iglesia y de la participación
en su misión de salvación. Todos y cada uno trabajamos en la única y
común viña del Señor con carismas y ministerios diversos y
complementarios.
Ya en el plano del ser, antes
todavía que en el del obrar, los
cristianos son sarmientos de la única vid fecunda que es Cristo; son
miembros vivos del único Cuerpo del Señor edificado en la fuerza del
Espíritu. En el plano del ser: no significa sólo mediante la vida de
gracia y santidad, que es la primera y más lozana fuente de fecundidad
apostólica y misionera de la Santa Madre Iglesia; sino que significa
también el estado de vida que caracteriza a los sacerdotes y los
diáconos, los religiosos y religiosas, los miembros de institutos
seculares, los fieles laicos.
En la Iglesia-Comunión los estados de vida están de tal modo
relacionados entre sí que están ordenados el uno al otro. Ciertamente es
común —mejor dicho, único— su profundo significado: el de ser modalidad
según la cual se vive la igual dignidad cristiana y la universal
vocación a la santidad en la perfección del amor. Son modalidades a la
vez diversas y
complementarias, de modo
que cada una de ellas tiene su original e inconfundible fisionomía, y al
mismo tiempo cada una de ellas está en relación con las otras y a su
servicio.
Así el estado de vida laical tiene
en la índole secular su especificidad y realiza un servicio eclesial
testificando y volviendo a hacer presente, a su modo, a los sacerdotes,
a los religiosos y a las religiosas, el significado que tienen las
realidades terrenas y temporales en el designio salvífico de Dios. A su
vez, el sacerdocio ministerial representa
la garantía permanente de la presencia sacramental de Cristo Redentor en
los diversos tiempos y lugares. El estado religioso testifica
la índole escatológica de la Iglesia, es decir, su tensión hacia el
Reino de Dios, que viene prefigurado y, de algún modo, anticipado y
pregustado por los votos de castidad, pobreza y obediencia.
Todos los estados de vida, ya sea en su totalidad como cada uno de ellos
en relación con los otros, están al servicio del crecimiento de la
Iglesia; son modalidades distintas que se unifican profundamente en el
«misterio de comunión» de la Iglesia y que se coordinan dinámicamente en
su única misión.
De este modo, el único e idéntico misterio de la Iglesia revela y
revive, en la diversidad de estados de vida y en la variedad de
vocaciones, la infinita
riqueza del misterio de Jesucristo.Como gusta repetir a los Padres,
la Iglesia es como un campo de fascinante y
maravillosa variedad de hierbas, plantas, flores y frutos. San Ambrosio
escribe: «Un campo produce muchos frutos, pero es mejor el que abunda en
frutos y en flores. Ahora bien, el campo de la santa Iglesia es fecundo
en unos y otras. Aquí puedes ver florecer las gemas de la virginidad,
allá la viudez dominar austera como los bosques en la llanura; más allá
la rica cosecha de las bodas bendecidas por la Iglesia colmar de mies
abundante los grandes graneros del mundo, y los lagares del Señor Jesús
sobreabundar de los frutos de vid lozana, frutos de los cuales están
llenos los matrimonios cristianos».(203)
Las diversas
vocaciones laicales
56. La rica variedad de la Iglesia encuentra su ulterior manifestación
dentro de cada uno de los estados de vida. Así, dentro
del estado de vida laical se dan diversas «vocaciones», o sea,
diversos caminos espirituales y apostólicos que afectan a cada uno de
los fieles laicos. En el álveo de una vocación laical «común» florecen
vocaciones laicales «particulares». En este campo podemos recordar
también la experiencia espiritual que ha madurado recientemente en la
Iglesia con el florecer de diversas formas de Institutos seculares. A
los fieles laicos, y también a los mismos sacerdotes, está abierta la
posibilidad de profesar los consejos evangélicos de pobreza, castidad y
obediencia a través de los votos o las promesas, conservando plenamente
la propia condición laical o clerical.(204) Como han puesto de
manifiesto los Padres sinodales, «el Espíritu Santo promueve también
otras formas de entrega de sí mismo a las que se dedican personas que
permanecen plenamente en la vida laical».(205)
Podemos concluir releyendo una hermosa página de San Francisco de Sales,
que tanto ha promovido la espiritualidad de los laicos.(206) Hablando de
la «devoción», es decir de la perfección cristiana o «vida según el
Espíritu», presenta de manera simple y espléndida la vocación de todos
los cristianos a la santidad y, al mismo tiempo, el modo específico con
que cada cristiano la realiza: «En la Creación Dios mandó a las plantas
producir sus frutos, cada una "según su especie" (Gn 1,
11). El mismo mandamiento dirige a los cristianos, que son plantas vivas
de su Iglesia, para que produzcan frutos de devoción, cada uno según su
estado y condición. La devoción debe ser practicada en modo diverso por
el hidalgo, por el artesano, por el sirviente, por el príncipe, por la
viuda, por la mujer soltera y por la casada. Pero esto no basta; es
necesario además conciliar la práctica de la devoción con las fuerzas,
con las obligaciones y deberes de cada persona (...). Es un error —mejor
dicho, una herejía— pretender excluir el ejercicio de la devoción del
ambiente militar, del taller de los artesanos, de la corte de los
príncipes, de los hogares de los casados. Es verdad, Filotea, que la
devoción puramente contemplativa, monástica y religiosa sólo puede ser
vivida en estos estados, pero además de estos tres tipos de devoción,
hay muchos otros capaces de hacer perfectos a quienes viven en
condiciones seculares. Por eso, en cualquier lugar que nos encontremos,
podemos y debemos aspirar a la vida perfecta».(207)
Colocándose en esa misma línea, el Concilio Vaticano II escribe: «Este
comportamiento espiritual de los laicos debe asumir una peculiar
característica del estado de matrimonio y familia, de celibato o de
viudez, de la condición de enfermedad, de la actividad profesional y
social. No dejen, por tanto, de cultivar constantemente las cualidades y
las dotes otorgadas correspondientes a tales condiciones, y de servirse
de los propios dones recibidos del Espíritu Santo».(208)
Lo que vale para las vocaciones espirituales vale también, y en cierto
sentido con mayor motivo, para las infinitas diversas modalidades según
las cuales todos y cada uno de los miembros de la Iglesia son obreros
que trabajan en la viña del Señor, edificando el Cuerpo místico de
Cristo. En verdad, cada uno es llamado por su nombre, en la unicidad e
irrepetibilidad de su historia personal, a aportar su propia
contribución al advenimiento del Reino de Dios. Ningún talento, ni
siquiera el más pequeño, puede ser escondido o quedar inutilizado (cf. Mt 25,
24-27).
El apóstol Pedro nos advierte: «Que cada cual ponga al servicio de los
demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las
diversas gracias de Dios» (1 P 4,
10).
CAPÍTULO V
PARA QUE DÉIS
MÁS FRUTO
La formación de
los fieles laicos
Madurar
continuamente
57. La imagen evangélica de la vid y los sarmientos nos revela otro
aspecto fundamental de la vida y de la misión de los fieles laicos: La
llamada a crecer, a madurar continuamente, a dar siempre más fruto.
Como diligente viñador, el Padre cuida de su viña. La presencia solícita
de Dios es invocada ardientemente por Israel, que reza así: «¡Oh Dios
Sebaot, vuélvete ya, / desde los cielos mira y ve, / visita esta viña,
cuídala, / a ella, la que plantó tu diestra» (Sal 80,
15-16). El mismo Jesús habla del trabajo del Padre: «Yo soy la vid
verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da
fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo poda para que dé más fruto»
(Jn 15, 1-2).
La vitalidad de los sarmientos está unida a su permanecer radicados en
la vid, que es Jesucristo: «El que permanece en mí como yo en él, ése
da mucho fruto, porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15,
5).
El hombre es interpelado en su libertad por la llamada de Dios a crecer,
a madurar, a dar fruto. No puede dejar de responder; no puede dejar de
asumir su personal responsabilidad. A esta responsabilidad, tremenda y
enaltecedora, aluden las palabras graves de Jesús: «Si alguno no
permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego
lo recogen, lo echan al fuego y lo queman» (Jn 15,
6).
En este diálogo entre Dios que llama y la persona interpelada en su
responsabilidad se sitúa la posibilidad —es más, la necesidad— de una
formación integral y permanente de los fieles laicos, a la que los
Padres sinodales han reservado justamente una buena parte de su trabajo.
En concreto, después de haber descrito la formación cristiana como «un
continuo proceso personal de maduración en la fe y de configuración con
Cristo, según la voluntad del Padre, con la guía del Espíritu Santo»,
han afirmado claramente que «la formación de los fieles laicos se ha de
colocar entre las
prioridades de la diócesis y
se ha de incluir en los
programas de acción pastoral de
modo que todos los esfuerzos de la comunidad (sacerdotes, laicos y
religiosos) concurran a este fin».(209)
Descubrir y
vivir la propia vocación y misión
58. La formación de los fieles laicos tiene como objetivo fundamental el
descubrimiento cada vez más claro de la propia vocación y la
disponibilidad siempre mayor para vivirla en el cumplimiento de la
propia misión.
Dios me llama y me envía como
obrero a su viña; me llama y me envía a trabajar para el advenimiento de
su Reino en la historia. Esta vocación y misión personal define la
dignidad y la responsabilidad de cada fiel laico y constituye el punto
de apoyo de toda la obra formativa, ordenada al reconocimiento gozoso y
agradecido de tal dignidad y al desempeño fiel y generoso de tal
responsabilidad.
En efecto, Dios ha pensado en nosotros desde la eternidad y nos ha amado
como personas únicas e irrepetibles, llamándonos a cada uno por nuestro
nombre, como el Buen Pastor que «a sus ovejas las llama a cada una por
su nombre» (Jn 10,
3). Pero el eterno plan de Dios se nos revela a cada uno sólo a través
del desarrollo histórico de nuestra vida y de sus acontecimientos, y,
por tanto, sólo gradualmente: en cierto sentido, de día en día.
Y para descubrir la concreta voluntad del Señor sobre nuestra vida son
siempre indispensables la escucha pronta y dócil de la palabra de Dios y
de la Iglesia, la oración filial y constante, la referencia a una sabia
y amorosa dirección espiritual, la percepción en la fe de los dones y
talentos recibidos y al mismo tiempo de las diversas situaciones
sociales e históricas en las que se está inmerso.
En la vida de cada fiel laico hay además momentos
particularmente significativos y decisivos para
discernir la llamada de Dios y para acoger la misión que Él confía.
Entre ellos están los momentos de la adolescencia y
de la juventud. Sin
embargo, nadie puede olvidar que el Señor, como el dueño con los obreros
de la viña, llama —en el sentido de hacer concreta y precisa su santa
voluntad— a todas las
horas de la vida: por eso
la vigilancia, como atención solícita a la voz de Dios, es una actitud
fundamental y permanente del discípulo.
De todos modos, no se trata sólo de saber lo
que Dios quiere de nosotros, de cada uno de nosotros en las diversas
situaciones de la vida. Es necesario hacer lo
que Dios quiere: así como nos lo recuerdan las palabras de María, la
Madre de Jesús, dirigiéndose a los sirvientes de Caná: «Haced lo que Él
os diga» (Jn 2,
5). Y para actuar con fidelidad a la voluntad de Dios hay que ser capaz y
hacerse cada vez más
capaz. Desde luego, con
la gracia del Señor, que no falta nunca, como dice San León Magno:
«¡Dará la fuerza quien ha conferido la dignidad!»;(210) pero
también con la libre y responsable colaboración de cada uno de nosotros.
Esta es la tarea maravillosa y esforzada que espera a todos los fieles
laicos, a todos los cristianos, sin pausa alguna: conocer cada vez más
las riquezas de la fe y del Bautismo y vivirlas en creciente plenitud.
El apóstol Pedro hablando del nacimento y crecimiento como de dos etapas
de la vida cristiana, nos exhorta: «Como niños recién nacidos, desead la
leche espiritual pura, a fin de que, por ella, crezcáis para la
salvación» (1 P 2, 2).
Una formación
integral para vivir en la unidad
59. En el descubrir y vivir la propia vocación y misión, los fieles
laicos han de ser formados para vivir aquella unidad con
la que está marcado su mismo ser de
miembros de la Iglesia y de ciudadanos de la sociedad humana.
En su existencia no puede haber dos vidas paralelas: por una parte, la
denominada vida «espiritual», con sus valores y exigencias; y por otra,
la denominada vida «secular», es decir, la vida de familia, del trabajo,
de las relaciones sociales, del compromiso político y de la cultura. El
sarmiento arraigado en la vid que es Cristo, da fruto en cada sector de
su actividad y de su existencia. En efecto, todos los distintos campos
de la vida laical entran en el designio de Dios, que los quiere como el
«lugar histórico» del revelarse y realizarse de la caridad de Jesucristo
para gloria del Padre y servicio a los hermanos. Toda actividad, toda
situación, todo esfuerzo concreto —como por ejemplo, la competencia
profesional y la solidaridad en el trabajo, el amor y la entrega a la
familia y a la educación de los hijos, el servicio social y político, la
propuesta de la verdad en el ámbito de la cultura— son ocasiones
providenciales para un «continuo ejercicio de la fe, de la esperanza y
de la caridad».(211)
El Concilio Vaticano II ha invitado a todos los fieles laicos a esta unidad
de vida, denunciando con
fuerza la gravedad de la fractura entre fe y vida, entre Evangelio y
cultura: «El Concilio exhorta a los cristianos, ciudadanos de una y otra
ciudad, a esforzarse por cumplir fielmente sus deberes temporales,
guiados siempre por el espíritu evangélico. Se equivocan los cristianos
que, sabiendo que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la
futura, consideran por esto que pueden descuidar las tareas temporales,
sin darse cuenta de que la propia fe es un motivo que les obliga al más
perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada
uno (...). La separación entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser
considerada como uno de los más graves errores de nuestra época».(212)
Por eso he afirmado que una fe que no se hace cultura, es una fe «no
plenamente acogida, no enteramente pensada, no fielmente vivida».(212)
Aspectos de la
formación
60. Dentro de esta síntesis de vida se sitúan los múltiples y
coordinados aspectos de la formación
integral de los fieles
laicos.
Sin duda la formación espiritual ha
de ocupar un puesto privilegiado en la vida de cada uno, llamado como
está a crecer ininterrumpidamente en la intimidad con Jesús, en la
conformidad con la voluntad del Padre, en la entrega a los hermanos en
la caridad y en la justicia. Escribe el Concilio: «Esta vida de íntima
unión con Cristo se alimenta en la Iglesia con las ayudas espirituales
que son comunes a todos los fieles, sobre todo con la participación
activa en la sagrada liturgia; y los laicos deben usar estas ayudas de
manera que, mientras cumplen con rectitud los mismos deberes del mundo
en su ordinaria condición de vida, no separen de la propia vida la unión
con Cristo, sino que crezcan en ella desempeñando su propia actividad de
acuerdo con el querer divino».(214)
Se revela hoy cada vez más urgente la
formación doctrinal de
los fieles laicos, no sólo por el natural dinamismo de profundización de
su fe, sino también por la exigencia de «dar razón de la esperanza» que
hay en ellos, frente al mundo y sus graves y complejos problemas. Se
hacen así absolutamente necesarias una sistemática acción de catequesis, que
se graduará según las edades y las diversas situaciones de vida, y una
más decidida promoción cristiana de la cultura, como
respuesta a los eternos interrogantes que agitan al hombre y a la
sociedad de hoy.
En concreto, es absolutamente indispensable —sobre todo para los fieles
laicos comprometidos de diversos modos en el campo social y político— un
conocimiento más exacto de la doctrina
social de la Iglesia, como
repetidamente los Padres sinodales han solicitado en sus intervenciones.
Hablando de la participación política de los fieles laicos, se han
expresado del siguiente modo: «Para que los laicos puedan realizar
activamente este noble propósito en la política (es decir, el propósito
de hacer reconocer y estimar los valores humanos y cristianos), no
bastan las exhortaciones, sino que es necesario ofrecerles la debida
formación de la conciencia social, especialmente en la doctrina social
de la Iglesia, la cual contiene principios de reflexión, criterios de
juicio y directrices prácticas (cf. Congregación para la Doctrina de la
Fe, Instr. sobre libertad cristiana y liberación, 72). Tal doctrina ya
debe estar presente en la instrucción catequética general, en las
reuniones especializadas y en las escuelas y universidades. Esta
doctrina social de la Iglesia es, sin embargo, dinámica, es decir
adaptada a las circunstancias de los tiempos y lugares. Es un derecho y
deber de los pastores proponer los principios morales también sobre el
orden social, y deber de todos los cristianos dedicarse a la defensa de
los derechos humanos; sin embargo, la participación activa en los
partidos políticos está reservada a los laicos».(215)
Finalmente, en el contexto de la formación integral y unitaria de los
fieles laicos es particularmente significativo, por su acción misionera
y apostólica, el crecimiento personal en los valores
humanos. Precisamente en
este sentido el Concilio ha escrito: «(los laicos) tengan también muy en
cuenta la competencia profesional, el sentido de la familia y el sentido
cívico, y aquellas virtudes relativas a las relaciones sociales, es
decir, la probidad, el espíritu de justicia, la sinceridad, la cortesía,
la fortaleza de ánimo, sin las cuales ni siquiera puede haber verdadera
vida cristiana».(216)
Los fieles laicos, al madurar la síntesis orgánica de su vida —que es a
la vez expresión de la unidad de su ser y condición para el eficaz
cumplimiento de su misión—, serán interiormente guiados y sostenidos por
el Espíritu Santo, como Espíritu de unidad y de plenitud de vida.
Colaboradores de
Dios educador
61. ¿Cuáles son los lugares y los medios de la formación cristiana de
los fieles laicos? ¿Cuáles son las
personas y las comunidades llamadas
a asumir la tarea de la formación integral y unitaria de los fieles
laicos?
Del mismo modo que la acción educativa humana está íntimamente unida a
la paternidad y maternidad, así también la formación cristiana encuentra
su raíz y su fuerza en Dios, el Padre que ama y educa a sus hijos. Sí, Dios
es el primer y gran educador de su Pueblo, como
dice el magnífico pasaje del Canto de Moisés: «En tierra desierta le
encuentra, / en el rugiente caos del desierto. / Y le envuelve, le
sustenta, le cuida, como a la niña de sus ojos. / Como un águila incita
a su nidada, / revolotea sobre sus polluelos, así él despliega sus alas
y le toma, / y le lleva sobre su plumaje. / Sólo Yavéh le guía a su
destino, / no había con él ningún Dios extranjero» (Dt 32,
10-12; cf. 8, 5).
La obra educadora de Dios se revela y cumple en Jesús, el Maestro, y
toca desde dentro el corazón de cada hombre gracias a la presencia
dinámica del Espíritu. La Iglesia
madre está llamada a
tomar parte en la acción educadora divina, bien en sí misma, bien en sus
distintas articulaciones y manifestaciones. Así es como los
fieles laicos son formados por la Iglesia y en la Iglesia, en
una recíproca comunión y colaboración de todos sus miembros: sacerdotes,
religiosos y fieles laicos.
Así la entera comunidad eclesial, en su diversos miembros, recibe la
fecundidad del Espíritu y coopera con ella activamente. En tal sentido
Metodio de Olimpo escribía: «Los imperfectos (...) son llevados y
formados, como en las entrañas de una madre, por los más perfectos hasta
que sean engendrados y alumbrados a la grandeza y belleza de la
virtud»;(217) como ocurrió con Pablo, llevado e introducido en la
Iglesia por los perfectos (en la persona de Ananías), y después
convertido a su vez en perfecto y fecundo en tantos hijos.
Educadora es, sobre todo, la Iglesia
universal, en la que el
Papa desempeña el papel de primer formador de los fieles laicos. A él,
como sucesor de Pedro, le compete el ministerio de «confirmar en la fe a
los hermanos», enseñando a todos los creyentes los contenidos esenciales
de la vocación y misión cristiana y eclesial. No sólo su palabra directa
pide una atención dócil y amorosa por parte de los fieles laicos, sino
también su palabra transmitida a través de los documentos de los
diversos Dicasterios de la Santa Sede.
La Iglesia una y universal está presente en las diversas partes del
mundo a través de las Iglesias
particulares. En cada una
de ellas el Obispo tiene una responsabilidad personal con respecto a los
fieles laicos, a los que debe formar mediante el anuncio de la Palabra,
la celebración de la Eucaristía y de los sacramentos, la animación y
guía de su vida cristiana.
Dentro de la Iglesia particular o diócesis se encuentra y actúa la parroquia, a
la que corresponde desempeñar una tarea esencial en la formación más
inmediata y personal de los fieles laicos. En efecto, con unas
relaciones que pueden llegar más fácilmente a cada persona y a cada
grupo, la parroquia está llamada a educar a sus miembros en la recepción
de la Palabra, en el diálogo litúrgico y personal con Dios, en la vida
de caridad fraterna, haciendo palpar de modo más directo y concreto el
sentido de la comunión eclesial y de la responsabilidad misionera.
Además, dentro de algunas parroquias, sobre todo si son extensas y
dispersas, las pequeñas
comunidades eclesiales presentes
pueden ser una ayuda notable en la formación de los cristianos, pudiendo
hacer más capilar e incisiva la conciencia y la experiencia de la
comunión y de la misión eclesial. Puede servir de ayuda también, como
han dicho los Padres sinodales, una catequesis postbautismal a modo de
catecumenado, que vuelva a proponer algunos elementos del «Ritual de la
Iniciación Cristiana de Adultos», destinados a hacer captar y vivir las
inmensas riquezas del Bautismo ya recibido.(218)
En la formación que los fieles laicos reciben en la diócesis y en la
parroquia, por lo que se refiere en concreto al sentido de comunión y de
misión, es particularmente importante la ayuda que recíprocamente se
prestan los diversos miembros de la Iglesia: es una ayuda que revela y
opera a la vez el misterio de la Iglesia, Madre y Educadora. Los
sacerdotes y los religiosos deben ayudar a los fieles laicos en su
formación. En este sentido los Padres del Sínodo han invitado a los
presbíteros y a los candidatos a las sagradas Órdenes a «prepararse
cuidadosamente para ser capaces de favorecer la vocación y misión de los
laicos».(219) A su vez, los mismos fieles laicos pueden y deben ayudar a
los sacerdotes y religiosos en su camino espiritual y pastoral.
Otros ambientes
educativos
62. También la familia
cristiana, en cuanto
«Iglesia doméstica», constituye la escuela primigenia y fundamental para
la formación de la fe. El padre y la madre reciben en el sacramento del
Matrimonio la gracia y la responsabilidad de la educación cristiana en
relación con los hijos, a los que testifican y transmiten a la vez los
valores humanos y religiosos. Aprendiendo las primeras palabras, los
hijos aprenden también a alabar a Dios, al que sienten cercano como
Padre amoroso y providente; aprendiendo los primeros gestos de amor, los
hijos aprenden también a abrirse a los otros, captando en la propia
entrega el sentido del humano vivir. La misma vida cotidiana de una
familia auténticamente cristiana constituye la primera «experiencia de
Iglesia», destinada a ser corroborada y desarrollada en la gradual
inserción activa y responsable de los hijos en la más amplia comunidad
eclesial y en la sociedad civil. Cuanto más crezca en los esposos y
padres cristianos la conciencia de que su «iglesia doméstica» es
partícipe de la vida y de la misión de la Iglesia universal, tanto más
podrán ser formados los hijos en el «sentido de la Iglesia» y sentirán
toda la belleza de dedicar sus energías al servicio del Reino de Dios.
También son lugares importantes de formación las
escuelas y universidades católicas, como
también los centros de renovación espiritual que hoy se van difundiendo
cada vez más. Como han hecho notar los Padres sinodales, en el actual
contexto social e histórico, marcado por un profundo cambio cultural, ya
no basta la participación —por otra parte siempre necesaria e
insustituible— de los padres cristianos en la vida de la escuela; hay
que preparar fieles laicos que se dediquen a la acción educativa como a
una verdadera y propia misión eclesial; es necesario constituir y
desarrollar «comunidades educativas», formadas a la vez por padres,
docentes, sacerdotes, religiosos y religiosas, representantes de los
jóvenes. Y para que la escuela pueda desarrollar dignamente su función
de formación, los fieles laicos han de sentirse comprometidos a exigir
de todos y a promover para todos una verdadera libertad de educación,
incluso mediante una adecuada legislación civil.(220)
Los Padres sinodales han tenido palabras de aprecio y de aliento hacia
todos aquellos fieles laicos, hombres y mujeres, que con espíritu cívico
y cristiano desarrollan una tarea educativa en la escuela y en los
institutos de formación. También han puesto de relieve la urgente
necesidad de que los fieles laicos maestros y profesores en las diversas
escuelas, católicas o no, sean verdaderos testigos del Evangelio,
mediante el ejemplo de vida, la competencia y rectitud profesional, la
inspiración cristiana de la enseñanza, salvando siempre —como es
evidente— la autonomía de las diversas ciencias y disciplinas. Es de
particular importancia que la investigación científica y técnica llevada
a cabo por los fieles laicos esté regida por el criterio del servicio al
hombre en la totalidad de sus valores y de sus exigencias. A estos
fieles laicos la Iglesia les confía la tarea de hacer más comprensible a
todos el íntimo vínculo que existe entre la fe y la ciencia, entre el
Evangelio y la cultura humana.(221)
«Este Sínodo —leemos en una proposición— hace un llamamiento al papel
profético de las escuelas y universidades católicas, y alaba la
dedicación de los maestros y educadores —hoy, en su gran mayoría,
laicos— para que en los institutos de educación católica puedan formar
hombres y mujeres en los que se encarne el "mandamiento nuevo". La
presencia contemporánea de sacerdotes y laicos, y también de religiosos
y religiosas, ofrece a los alumnos una imagen viva de la Iglesia y hace
más fácil el conocimiento de sus riquezas (cf. Congregación para la
Educación Católica, El laico educador, testigo de la fe en la
escuela)».(222)
También los grupos, las
asociaciones y los movimientos tienen
su lugar en la formación de los fieles laicos. Tienen, en efecto, la
posibilidad, cada uno con sus propios métodos, de ofrecer una formación
profundamente injertada en la misma experiencia de vida apostólica, como
también la oportunidad de completar, concretar y especificar la
formación que sus miembros reciben de otras personas y comunidades.
La formación
recibida y dada recíprocamente por todos
63. La formación no es el privilegio de algunos, sino un derecho y un
deber de todos. Al respecto, los Padres sinodales han dicho: «Se ofrezca
a todos la posibilidad de la formación, sobre todo a los pobres, los
cuales pueden ser —ellos mismos— fuente de formación para todos», y han
añadido: «Para la formación empléense medios adecuados que ayuden a cada
uno a realizar la plena vocación humana y cristiana».(223)
Para que se dé una pastoral verdaderamente incisiva y eficaz hay que
desarrollar la formación
de los formadores, poniendo
en funcionamiento los cursos oportunos o escuelas para tal fin. Formar a
los que, a su vez, deberán empeñarse en la formación de los fieles
laicos, constituye una exigencia primaria para asegurar la formación
general y capilar de todos los fieles laicos.
En la labor formativa se deberá reservar una atención especial a la
cultura local, según la explícita invitación de los Padres sinodales:
«La formación de los cristianos tendrá máximamente en cuenta la cultura
humana del lugar, que contribuye a la misma formación, y que ayudará a
juzgar tanto el valor que se encierra en la cultura tradicional, como
aquel otro propuesto en la cultura moderna. Se preste también la debida
atención a las diversas culturas que pueden coexistir en un mismo pueblo
y en una misma nación. La Iglesia, Madre y Maestra de los pueblos, se
esforzará por salvar, donde sea el caso, la cultura de las minorías que
viven en grandes naciones.
Algunas convicciones se revelan especialmente necesarias y fecundas en
la labor formativa. Antes que nada, la convicción de que no se da
formación verdadera y eficaz si cada uno no asume y no desarrolla por sí
mismo la responsabilidad de la formación. En efecto, ésta se configura
esencialmente como «auto-formación».
Además está la convicción de que cada uno de nosotros es el término y a
la vez el principio de la formación. Cuanto más nos formamos, más
sentimos la exigencia de proseguir y profundizar tal formación; como
también cuanto más somos formados, más nos hacemos capaces de formar a
los demás.
Es de particular importancia la conciencia de que la labor formativa, al
tiempo que recurre inteligentemente a los medios y métodos de las
ciencias humanas, es tanto más eficaz cuanto más se deja llevar por la acción
de Dios: sólo el
sarmiento que no teme dejarse podar por el viñador, da más fruto para sí
y para los demás.
Llamamiento y
oración
64. Como conclusión de este documento post-sinodal vuelvo a dirigiros,
una vez más, la invitación del «dueño de casa» del que nos habla el
Evangelio: Id también
vosotros a mi viña. Se
puede decir que el significado del Sínodo sobre la vocación y misión de
los laicos está precisamente en este llamamiento
de Nuestro Señor Jesucristo dirigido a todos, y,
en particular, a los fieles laicos, hombres y mujeres.
Los trabajos sinodales han constituido para todos los participantes una
gran experiencia espiritual: la de una Iglesia atenta —en la luz y en la
fuerza del Espíritu— para discernir y acoger el renovado llamamiento de
su Señor; y esto para volver a presentar al mundo de hoy el misterio de
su comunión y el dinamismo de su misión de salvación, captando en
particular el puesto y papel específico de los fieles laicos. El fruto
del Sínodo —que esta Exhortación tiene intención de urgir como el más
abundante posible en todas las Iglesias esparcidas por el mundo— estará
en función de la efectiva acogida que el llamamiento del Señor recibirá
por parte del entero Pueblo de Dios y, dentro de él, por parte de los
fieles laicos.
Por eso os exhorto vivamente a todos y a cada uno, Pastores y fieles, a
no cansaros nunca de mantener vigilante, más aún, de arraigar cada vez
más —en la mente, en el corazón y en la vida— la conciencia
eclesial; es decir, la
conciencia de ser miembros de la Iglesia de Jesucristo, partícipes de su
misterio de comunión y de su energía apostólica y misionera.
Es particularmente importante que todos los cristianos sean conscientes
de la extraordinarta
dignidad que les ha sido
otorgada mediante el santo Bautismo. Por gracia estamos llamados a ser
hijos amados del Padre, miembros incorporados a Jesucristo y a su
Iglesia, templos vivos y santos del Espíritu. Volvamos a escuchar,
emocionados y agradecidos, las palabras de Juan el Evangelista: «¡Mirad
qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, y lo somos
realmente!» (1 Jn 3,
1).
Esta «novedad cristiana» otorgada a los miembros de la Iglesia, mientras
constituye para todos la raíz de su participación al oficio sacerdotal,
profético y real de Cristo y de su vocación a la santidad en el amor, se
manifiesta y se actúa en los fieles laicos según la «índole secular» que
es «propia y peculiar» de ellos.
La conciencia eclesial comporta, junto con el sentido de la común
dignidad cristiana, el sentido de pertenecer al misterio
de la Iglesia Comunión. Es
éste un aspecto fundamental y decisivo para la vida y para la misión de
la Iglesia. La ardiente oración de Jesús en la última Cena: «Ut unum
sint!», ha de convertirse
para todos y cada uno, todos los días, en un exigente e irrenunciable
programa de vida y de acción.
El vivo sentido de la comunión eclesial, don del Espíritu Santo que urge
nuestra libre respuesta, tendrá como fruto precioso la valoración
armónica, en la Iglesia «una y católica», de la rica variedad de
vocaciones y condiciones de vida, de carismas, de ministerios y de
tareas y responsabilidades, como también una más convencida y decidida
colaboración de los grupos, de las asociaciones y de los movimientos de
fieles laicos en el solidario cumplimiento de la común misión salvadora
de la misma Iglesia. Esta comunión ya es en sí misma el primer gran
signo de la presencia de Cristo Salvador en el mundo; y, al mismo
tiempo, favorece y estimula la directa acción apostólica y misionera de
la Iglesia.
En los umbrales del tercer milenio, toda la Iglesia, Pastores y fieles,
ha de sentir con más fuerza su responsabilidad de obedecer al mandato de
Cristo: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la
creación» (Mc 16,
15), renovando su empuje misionero. Una grande, comprometedora y
magnífica empresa ha sido confiada a la Iglesia: la de una nueva
evangelización, de la que
el mundo actual tiene una gran necesidad. Los fieles laicos han de
sentirse parte viva y responsable de esta empresa, llamados como están a
anunciar y a vivir el Evangelio en el servicio a los valores y a las
exigencias de las personas y de la sociedad.
El Sínodo de los Obispos, celebrado en el mes de octubre durante el Año
Mariano, ha confiado sus trabajos, de modo muy especial, a la
intercesión de María Santísima, Madre del Redentor. Y ahora confío a la
misma intercesión la fecundidad espiritual de los frutos del Sínodo. Al
término de este documento postsinodal me dirijo a la Virgen, en unión
con los Padres y fieles laicos presentes en el Sínodo y con todos los
demás miembros del Pueblo de Dios. La llamada se hace oración:
Oh Virgen santísima
Madre de Cristo y Madre de la Iglesia,
con alegría y admiración
nos unimos a tu Magnificat,
a tu canto de amor agradecido.
Contigo damos gracias a Dios,
«cuya misericordia se extiende
de generación en generación»,
por la espléndida vocación
y por la multiforme misión
confiada a los fieles laicos,
por su nombre llamados por Dios
a vivir en comunión de amor
y de santidad con Él
y a estar fraternalmente unidos
en la gran familia de los hijos de Dios,
enviados a irradiar la luz de Cristo
y a comunicar el fuego del Espíritu
por medio de su vida evangélica
en todo el mundo.
Virgen del Magnificat,
llena sus corazones
de reconocimiento y entusiasmo
por esta vocación y por esta misión.
Tú que has sido,
con humildad y magnanimidad,
«la esclava del Señor»,
danos tu misma disponibilidad
para el servicio de Dios
y para la salvación del mundo.
Abre nuestros corazones
a las inmensas perspectivas
del Reino de Dios
y del anuncío del Evangelio
a toda criatura.
En tu corazón de madre
están siempre presentes los muchos peligros
y los muchos males
que aplastan a los hombres y mujeres
de nuestro tiempo.
Pero también están presentes
tantas iniciativas de bien,
las grandes aspiraciones a los valores,
los progresos realizados
en el producir frutos abundantes de salvación.
Virgen valiente,
inspira en nosotros fortaleza de ánimo
y confianza en Dios,
para que sepamos superar
todos los obstáculos que encontremos
en el cumplimiento de nuestra misión.
Enséñanos a tratar las realidades del mundo
con un vivo sentido de responsabilidad cristiana
y en la gozosa esperanza
de la venida del Reino de Dios,
de los nuevos cielos y de la nueva tierra.
Tú que junto a los Apóstoles
has estado en oración
en el Cenáculo
esperando la venida del Espíritu de Pentecostés,
invoca su renovada efusión
sobre todos los fieles laicos, hombres y mujeres,
para que correspondan plenamente
a su vocación y misión,
como sarmientos de la verdadera vid,
llamados a dar mucho fruto
para la vida del mundo.
Virgen Madre,
guíanos y sosténnos para que vivamos siempre
como auténticos hijos
e hijas de la Iglesia de tu Hijo
y podamos contribuir a establecer sobre la tierra
la civilización de la verdad y del amor,
según el deseo de Dios
y para su gloria.
Amén.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 30 de
diciembre, fiesta de la sagrada Familia de Jesús, María y José, del año
1988, undécimo de mi Pontificado.