Mediator Dei 4: sobre la Sagrada Liturgia de Pío XII
II. Participación de los fieles en el Sacrificio Eucarístico
A) RESUMEN DE LA DOCTRINA
99. Es necesario, pues, Venerables Hermanos, que todos los fieles consideren como el principal deber y mayor dignidad participar en el Sacrificio Eucarístico, no con una asistencia negligente, pasiva y distraída, sino con tal empeño y fervor que entren en íntimo contacto con el Sumo Sacerdote, como dice el Apóstol: «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Filip. 2, 5), ofreciendo con El y por El, santificándose con El.
100. Es muy cierto que Jesucristo es Sacerdote, pero no para Sí mismo, sino para nosotros, presentando al Padre Eterno los votos y los sentimientos religiosos de todo el género humano. Jesús es Víctima, pero para nosotros, sustituyendo al hombre pecador.
101. Por esto aquello del Apóstol: «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús», exige de todos los cristianos que reproduzcan en sí mismos, cuanto lo permite la naturaleza humana, el mismo estado de ánimo que tenía el mismo Redentor cuando hacia el Sacrificio de Sí mismo: la humilde sumisión del espíritu, la adoración, el honor y la alabanza, y la acción de gracias a la divina Majestad de Dios; exige además que reproduzcan en sí mismos las condiciones de víctima: la abnegación de sí mismos, según los preceptos del Evangelio, el voluntario y espontáneo ejercicio de la penitencia, el dolor y la expiación de los propios pecados. Exige, en una palabra, nuestra muerte mística en la Cruz con Cristo, de tal forma que podamos decir con San Pablo: «Estoy crucificado con Cristo» (Gal. 2, 19).
102. Es necesario, Venerables Hermanos, explicar claramente a vuestro rebaño cómo el hecho de que los fieles tomen parte en el Sacrificio Eucarístico no significa, sin embargo, que gocen de poderes sacerdotales.
103. Hay en efecto, en nuestros días, algunos que, acercándose a errores ya condenados el, enseñan que en el Nuevo Testamento, con el nombre de Sacerdocio, se entiende solamente algo común a todos los que han sido purificados en la fuente sagrada del Bautismo; y que el precepto dado por Jesús a los Apóstoles en la última Cena de que hiciesen lo que El había hecho, se refiere directamente a toda la Iglesia de fieles; y que el Sacerdocio jerárquico no se introdujo hasta más tarde. Sostienen por esto que el pueblo goza de una verdadera potestad sacerdotal, mientras que el Sacerdote actúa únicamente por oficio delegado de la comunidad. Creen, en consecuencia, que el Sacrificio Eucarístico es una verdadera y propia «concelebración», y que es mejor que los sacerdotes «concelebren» juntamente con el pueblo presente, que el que ofrezcan privadamente el Sacrificio en ausencia de éstos.
104. Inútil es explicar hasta qué punto estos capciosos errores estén en contradicción con las verdades antes demostradas, cuando hemos hablado del puesto que corresponde al Sacerdote en e1 Cuerpo Místico de Jesús. Recordemos solamente que el Sacerdote hace las veces del pueblo, porque representa a la Persona de Nuestro Señor Jesucristo, en cuanto El es Cabeza de todos los miembros y se ofreció a Sí mismo por ellos: por esto va al altar, como Ministro de Cristo, siendo inferior a El, pero superior al pueblo. El pueblo, en cambio, no representando por ningún motivo a la Persona del Divino Redentor, y no siendo mediador entre sí mismo y Dios, no puede en ningún modo gozar de poderes sacerdotales.
B) LOS DOS PUNTOS DE ESTA PARTICIPACIÓN
105. Todo esto consta de fe cierta, pero hay que afirmar, además, que los fieles ofrecen la Víctima divina, aunque bajo un distinto aspecto.
106. Lo declararon ya abiertamente algunos de Nuestros Predecesores y Doctores de la Iglesia. «No sólo -dice Inocencio III, de inmortal memoria-, ofrecen los Sacerdotes, sino también todos los fieles; porque lo que en particular se cumple por ministerio del Sacerdote, se cumple universalmente por voto de los fieles» (1) . Y nos place citar, por lo menos, uno de los muchos textos de S. Roberto Bellarmino a este propósito: «El Sacrificio -dice- es ofrecido principalmente en la persona de Cristo. Por eso la oblación que sigue a la Consagración atestigua que toda la Iglesia consiente en la oblación hecha de Cristo y ofrece conjuntamente con El» (2).
107. Con no menor claridad, los ritos y las oraciones del Sacrificio Eucarístico significan y demuestran que la oblación de la Víctima es hecha por los Sacerdotes en unión del pueblo. En efecto, no sólo el sagrado Ministro, después del ofrecimiento del pan y del vino, dice explícitamente vuelto al pueblo: «Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea aceptado cerca de Dios Omnipotente» (3), sino que las oraciones con que es ofrecida la Víctima divina, son dichas en plural, y en ellas se indica repetidas veces que e1 pueblo toma también parte como oferente en este augusto Sacrificio. Se dice, por ejemplo: «Por los cuales te ofrecemos y ellos mismos te ofrecen... por eso Te rogamos, Señor, que aceptes aplacado esta oferta de tus siervos y de toda tu familia... Nosotros, siervos tuyos, y también tu pueblo santo, ofrecemos a tu Divina Majestad las cosas que Tú mismo nos has dado, esta Hostia pura, Hostia santa, Hostia inmaculada» (4).
108. No es de maravillarse el que los fieles sean elevados a semejante dignidad. En efecto, con el lavado del Bautismo los fieles se convierten, a título común, en miembros del Cuerpo Místico de Cristo Sacerdote, y por medio del «carácter» que se imprime en sus almas, son delegados al culto divino, participando así, de acuerdo con su estado, en el Sacerdocio de Cristo.
109. En la Iglesia católica, la razón humana, iluminada por la Fe, se ha esforzado siempre por tener el mayor conocimiento posible de las cosas divinas; por eso es natural que también el pueblo cristiano pregunte piadosamente en qué sentido se dice en el Canon del Sacrificio que él mismo lo ofrece también. Para satisfacer este piadoso deseo, Nos place tratar aquí el tema con concisión y claridad.
110. Hay, ante todo, razones más bien remotas: A veces, por ejemplo, sucede que los fieles que asisten a los ritos sagrados unen alternativamente sus plegarias a las oraciones sacerdotales; otras veces sucede de manera semejante -en la antigüedad esto ocurría con mayor frecuencia-, que ofrecen al ministro del Altar pan y vino para que se conviertan en el Cuerpo y Sangre de Cristo, y, finalmente, otras veces, con limosnas, hacen que el Sacerdote ofrezca por ellos la Víctima divina.
111. Pero hay también una razón, más profunda, para que se pueda decir que todos los cristianos, y especialmente aquellos que asisten al Altar, participan en la oferta.
Para no hacer nacer errores peligrosos en este importantísimo argumento, es necesario precisar con exactitud el significado del término oferta.
112. La inmolación incruenta, por medio de la cual, una vez pronunciadas las palabras de la Consagración, Cristo está presente en el Altar en estado de Víctima, es realizada solamente por el Sacerdote, en cuanto representa a la Persona de Cristo, y no en cuanto representa a las personas de los fieles.
113. Pero al poner sobre el Altar la Víctima divina, el Sacerdote la presenta al Padre como oblación a gloria de la Santísima Trinidad y para el bien de todas las almas. En esta oblación propiamente dicha, los fieles participan en la forma que les está consentida y por un doble motivo: porque ofrecen el sacrificio, no sólo por las manos del Sacerdote, sino también, en cierto modo, conjuntamente con él y porque con esta participación también la oferta hecha por el pueblo cae dentro del culto litúrgico.
114. Que los fieles ofrecen el Sacrificio por medio del Sacerdote es claro, por el hecho de que el Ministro del Altar obra en persona de Cristo en cuanto Cabeza, que ofrece en nombre de todos los miembros; por lo que con justo derecho se dice que toda la Iglesia, por medio de Cristo, realiza la oblación de la Víctima.
115. Cuando se dice que el pueblo ofrece conjuntamente con el Sacerdote, no se afirma que los miembros de la Iglesia, a semejanza del propio Sacerdote, realicen el rito litúrgico, visible -el cual pertenece solamente al Ministro de Dios, para ello designado-, sino que unen sus votos de alabanza, de impetración y de expiación, así como su acción de gracias a la intención del Sacerdote, ante el mismo Sumo Sacerdote, a fin de que sean presentadas a Dios Padre en la misma oblación de la Víctima, y con el rito externo del Sacerdote. Es necesario, en efecto, que el rito externo del Sacrificio manifieste por su naturaleza el culto interno; ahora bien, el Sacrificio de la Nueva Ley significa aquel obsequio supremo con el que el principal oferente, que es Cristo, y con El y por El todos sus miembros místicos, honran debidamente a Dios.
3. Conocimiento y exageraciones de esta doctrina.
116. Con gran alegría de Nuestro ánimo hemos sido informados de que esta doctrina, principalmente en los últimos tiempos, por él intenso estudio de la disciplina Litúrgica por parte de muchos, ha sido puesta en su justo lugar. Pero no podemos por menos de deplorar vivamente las exageraciones y las desviaciones de la verdad, que no concuerdan con los genuinos preceptos de la Iglesia.
117. Algunos, en efecto, reprueban por completo las Misas que se celebran en privado y sin la asistencia del pueblo, como si se desviasen de la forma primitiva del Sacrificio; no falta tampoco quien afirma que los Sacerdotes no pueden ofrecer la Víctima divina al mismo tiempo en varios altares, porque de esta forma disocian la comunidad y ponen en peligro su unidad; asimismo, tampoco faltan quienes llegan hasta el punto de creer necesaria la confirmación y ratificación del Sacrificio por parte del pueblo, para que pueda tener su fuerza y eficacia.
118. Erróneamente se apela en este caso a la índole social del Sacrificio Eucarístico. En efecto, cada vez que el Sacerdote repite lo que hizo el Divino Redentor en la última Cena, el Sacrificio es realmente consumado y tiene siempre y en cualquier lugar, necesariamente y por su intrínseca naturaleza, una función pública y social en cuanto el oferente obra en nombre de Cristo y de los cristianos, de los cuales el Divino Redentor es la Cabeza, y lo ofrece a Dios por la Santa Iglesia Católica, por los vivos y por los difuntos. Y esto se verifica ciertamente lo mismo si asisten los fieles -que Nos deseamos y recomendamos que estén presentes, numerosísimos y fervorosísimos- como si no asisten, no siendo en forma alguna necesario que el pueblo ratifique lo que hace el Sagrado Ministro.
119. Si bien de lo que hemos dicho resulta claramente que el Santo Sacrificio de la Misa es ofrecido válidamente en nombre de Cristo y de la Iglesia, no está privado de sus frutos sociales, aun cuando se celebre sin asistencia dé ningún acólito, no obstante, y por la dignidad de este Ministerio, queremos é insistimos -como por otra parte siempre lo mandó la Santa Madre Iglesia- en que ningún Sacerdote se acerque al Altar si no hay quien le asista y le responda, como prescribe el canon 813.
2° Se ofrecen a sí mismos como víctimas.
120. Para que la oblación, con la que en este Sacrificio ofrecen la Víctima divina al Padre celestial, tenga su pleno efecto, es necesaria todavía otra cosa, a saber: Que se inmolen a sí mismos como víctimas.
121. Esta inmolación no se limita solamente al Sacrificio litúrgico. Quiere, en efecto, el Príncipe de los Apóstoles, que por el mismo hecho de que hemos sido edificados como piedras vivas sobre Cristo, podamos como «Sacerdocio santo ofrecer sacrificios espirituales aceptos a Dios por Jesucristo» (I Petr. 2, 5), y San Pablo Apóstol, sin ninguna distinción de tiempo, exhorta a los cristianos con las siguientes palabras: «Yo os ruego, hermanos, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, grata a Dios; éste es vuestro culto racional» (Rom. 12, 1).
122. Pero sobre todo cuando los fieles participan en la acción litúrgica con tanta piedad y atención, que se puede verdaderamente decir de ellos: «cuya fe y devoción Te son bien conocidas» (5), no puede ser por menos de que la fe de cada uno actúe más ardientemente por medio de la caridad, se revigorice e inflamé la piedad y se consagren todos a procurar la gloria divina, deseando con ardor hacerse íntimamente semejantes a Cristo, que padeció acerbos dolores, ofreciéndose con el mismo Sumo Sacerdote y por medio de El, como víctima espiritual.
23. Esto enseñan también las exhortaciones que el Obispo dirige en nombre de la Iglesia a los Sagrados Ministros en el día de su Consagración: «Daos cuenta de lo que hacéis, imitad lo que tratáis cuando celebréis el Misterio de la Muerte del Señor, procurad bajo todos los aspectos mortificar vuestros miembros de los vicios y de las concupiscencias» (6). Y casi del mismo modo en los libros litúrgicos son exhortados los cristianos que se acercan al Altar para que participen en los Sagrados Misterios: «Esté... sobre este Altar el culto de la inocencia, inmólese en él la soberbia, aniquílese la ira, mortifíquese la lujuria y todas las pasiones, ofrézcanse en lugar de las tórtolas el sacrificio de la castidad y en lugar de las palomas el sacrificio de la inocencia» (7). Al asistir al Altar debemos, pues, transformar nuestra alma de forma, que se extinga radicalmente todo pecado que hoya en ella, que todo lo que por Cristo da la vida sobrenatural sea restaurado y reforzado con todo diligencia, y así nos convirtamos juntamente con la Hostia inmaculada, en una víctima agradable a Dios Padre.
124. La Iglesia se esfuerza con los preceptos de la Sagrada Liturgia en llevar a efecto de la manera más apropiada este santísimo precepto. A esto tienden no sólo las lecturas, las homilías y las otras exhortaciones de los ministros sagrados y todo el ciclo de los misterios que nos son recordados durante el año, sino también las vestiduras, los ritos sagrados y su aparato externo, que tienen la misión de «hacer pensar en la majestad de tan grande sacrificio, excitar las mentes de los fieles por medio de los signos visibles de piedad y de religión, a la contemplación de las altísimas cosas ocultas en este Sacrificio» (8).
125. Todos los elementos de la Liturgia tienden, pues, a reproducir en nuestras almas la imagen del Divino Redentor, a través del misterio de la Cruz, según el dicho del Apóstol de los, Gentiles: «Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal. 2, 19-20). Por cuyo medio nos convertirnos en víctima juntamente con Cristo, para la mayor gloria del Padre.
26. A esto, pues, deben dirigir y elevar su alma los fieles que ofrecen la Víctima divina en el sacrificio eucarístico. Si, en efecto, como escribe San Agustín, «en la mesa del Señor está puesto nuestro Misterio» (9), esto es, el mismo Cristo. Nuestro Señor, en cuanto es Cabeza y símbolo de aquella unión, en virtud de la cual nosotros somos el Cuerpo de Cristo y miembros de su Cuerpo; si San Roberto Bellarmino enseña, según el pensamiento del Doctor de Nipona, que en el Sacrificio del Altar está significado el sacrificio general con que todo el Cuerpo Místico de Cristo, esto es, toda la ciudad redimida es ofrecida a Dios por medio de Cristo Sumo Sacerdote, nada se puede encontrar más recto y más justo que el inmolarnos todos nosotros con Nuestra Cabeza, que por nosotros ha sufrido, al Padre Eterno. En el Sacramento del Altar, según el misma San Agustín, se demuestra a la Iglesia que en el Sacrificio que ofrece es ofrecida también Ella.
27. Consideren, pues, los fieles a qué dignidad los eleva el Sagrado Bautismo y no se contenten con participar en el Sacrificio Eucarístico con la intención general que conviene a los miembros de Cristo e hijos de la Iglesia, sino que libremente e íntimamente unidos al Sumo Sacerdote y a su Ministro en la tierra, según el espíritu de la Sagrada Liturgia, únanse a él de modo particular en el momento de la Consagración de la Hostia Divina y ofrézcanla conjuntamente con él cuando son pronunciadas aquellas solemnes palabras: «Por El, en El y con El a Ti, Dios Padre Omnipotente, sea dado todo honor y gloria por los siglos de los siglos» (10), a las que el pueblo responde: «Amén«». Ni se olviden los cristianos de ofrecerse a sí mismos con la Divina Cabeza Crucificada, así como sus preocupaciones, dolores, angustias, miserias y necesidades.
C) MEDIOS PARA PROMOVER ESTA PARTICIPACIÓN
1º Varios medios y maneras de participar.
128. Son, pues, dignos de alabanza aquellos que, a fin de hacer más factible y fructuosa para el pueblo cristiano la participación en el Sacrificio Eucarístico, se esfuerzan en poner oportunamente entre las manos del pueblo el «Misal Romano», de forma que los fieles, unidos con el Sacerdote, rueguen con él, con sus mismas palabras y con los mismos sentimientos de la Iglesia, y aquellos que tienden a hacer de la Liturgia, aun externamente, una acción sagrada en la que comuniquen de hecho todos los asistentes. Esto puede realizarse de varias formas, a saber: cuando todo el pueblo, según las normas rituales, o bien responde disciplinadamente a las palabras del Sacerdote, o sigue los cantos correspondientes a las distintas partes del Sacrificio, o hace las dos cosas, o, finalmente, cuando en las Misas solemnes responde alternativamente a las oraciones del Ministro de Jesucristo y se asocia al canto litúrgico.
2° Sus condiciones e intención.
129. Estas maneras de participar en el Sacrificio son dignas de alabanza y aconsejables cuando obedecen escrupulosamente a los preceptos de la Iglesia. Están ordenadas sobre todo a alimentar y fomentar la piedad de los cristianos y a su íntima unión con Cristo y con su Ministro visible, y a estimular aquellos sentimientos y aquellas disposiciones de ánimo con las que es preciso que nuestra alma se configure al Sumo Sacerdote del Nuevo Testamento.
130. Pero si bien demuestran de modo exterior que el Sacrificio, por su naturaleza, en cuanto es realizado por el Mediador entré Dios y los hombres, ha de considerarse obra de todo el Cuerpo Místico de Cristo, no son necesarias para constituir su carácter público y común.
131. Además la Misa «dialogada» no puede sustituir a la Misa solemne, la cual, aun cuando sea celebrada con la sola presencia de los Ministros, goza de una particular dignidad por la majestad de los ritos y el aparato de las ceremonias, aunque su esplendor y su solemnidad aumenten en grado máximo, si, como la Iglesia desea, asiste un pueblo numeroso y devoto.
132. Hay que advertir también. que están fuera de la verdad y del camino de la recta razón aquellos que, arrastrados por falsas opiniones, atribuyen a todas estas circunstancias tanto valor que no dudan en afirmar que, al omitirlas, la acción sagrada no puede alcanzar el fin prefijado.
133. No pocos fieles, en efecto, son incapaces de usar el «Misal Romano», aun cuando esté escrito en lengua vulgar, y no todos están en condiciones de comprender rectamente, como conviene, los ritos y las ceremonias litúrgicas. El ingenio, el carácter y la índole de los hombres son tan variados y diferentes, que no todos pueden ser igualmente impresionados y guiados por las oraciones, los cantos o las acciones sagradas realizadas en común. Además, las necesidades y las disposiciones de las almas no son iguales en todos ni son siempre las mismas en cada, persona. ¿Quién, pues, podrá decir, movido de tal prejuicio, que todos estos cristianos no pueden participar en el Sacrificio Eucarístico y gozar sus beneficios? Pueden ciertamente hacerlo de otras maneras, que a algunos les resultan fáciles, como por ejemplo, meditando piadosamente los misterios de Jesucristo o realizando ejercicios de piedad y rezando otras oraciones, que, aunque diferentes en la forma de los sagrados ritos, corresponden a ellos por su naturaleza.
134. Por cuya razón, os exhortamos, Venerables Hermanos, a que en Vuestra Diócesis o jurisdicción eclesiástica reguléis y ordenéis la manera más apropiada en que el pueblo pueda participar en la acción litúrgica, según las normas establecidas por el «Misal Romano» y según los preceptos de la Sagrada Congregación de Ritos y del Código de Derecho Canónico; de forma que todo se lleve a cabo con el necesario decoro y no se consienta a nadie, aun cuando sea Sacerdote, que emplee los Sagrados Sacrificios para arbitrarios experimentos.
135. A tal propósito, deseamos también que en las distintas Diócesis, lo mismo que ya existe una Comisión para el Arte y la Música Sagrada, se constituya también una Comisión para promover el Apostolado litúrgico, a fin de que bajo vuestro vigilante cuidado todo se realice diligentemente, según las prescripciones de la Sede Apostólica.
136. En las Comunidades religiosas también debe observarse exactamente todo lo que sus propias Constituciones han establecido en esta materia, y no deben introducirse novedades que no hayan sido previamente aprobadas por los Superiores.
137. En realidad, por varias que puedan ser las formas y las circunstancias externas de la participación del pueblo en el Sacrificio Eucarístico y en las otras acciones litúrgicas, se debe siempre procurar con todo cuidado que las almas de los asistentes se unan al Divino Redentor con los más estrechos vínculos posibles y que su vida se enriquezca con una santidad cada vez mayor y crezca cada día más la gloria del Padre celestial.
III. La Comunión Eucarística
A) LA COMUNIÓN. SUS RELACIONES CON EL SACRIFICIO
138. El augusto Sacrificio del Altar se completa con la Comunión del divino Convite. Pero, como todos saben, para obtener la integridad del mismo Sacrificio, sólo es necesario que el Sacerdote se nutra del alimento celestial, pero no que el pueblo (aunque esto sea por demás sumamente deseable) se acerque a la Santa Comunión.
2° No es necesaria la de los fieles.
139. Nos place, a este propósito, recordar las consideraciones de Nuestro Predecesor Benedicto XIV sobre las definiciones del Concilio de Trento: «En primer lugar, debemos decir que a ningún fiel se le puede ocurrir que las Misas privadas, en las que sólo el Sacerdote toma la Eucaristía, pierdan por esto su valor de verdadero, perfecto e íntegro Sacrificio, instituido por Cristo Nuestro Señor, y hayan por ello de considerarse ilícitas. Tampoco ignoran los fieles (o al menos pueden ser fácilmente instruidos de ello) que el Sacrosanto Concilio de Trento, fundándose en la doctrina custodiada en la ininterrumpida Tradición de la Iglesia, condenó la nueva y falsa doctrina de Lutero, contraria a ella».(11) «Quien diga que las Misas en las que sólo el Sacerdote comulga sacramentalmente son ilícitas y deben por ello derogarse, sean anatema»(12).
140. Se alejan, pues, del camino de la verdad aquellos que se niegan a celebrar si el pueblo cristiano no se acerca a la Mesa divina; y todavía más se alejan aquellos que, por sostener la absoluta necesidad de que los fieles se nutran del alimento eucarístico juntamente con el Sacerdote, afirman capciosamente que no se trata tan sólo de un Sacrificio, sino de un Sacrificio y de un convite de fraterna comunión y hacen de la santa Comunión, realizada en común casi el punto supremo de toda la celebración.
141. Hay que afirmar una vez más que el Sacrificio Eucarístico consiste esencialmente en la inmolación cruenta de la Víctima divina, inmolación que es místicamente manifestada por la separación de las sagradas Especies y por la oblación de las mismas hecha al Eterno Padre. La santa Comunión pertenece a la integridad del Sacrificio y a la participación en él por medio de la Comunión del augusto Sacramento, y aunque es absolutamente necesaria al Ministro sacrificante, en lo que toca a los fieles sólo es evidentemente recomendable.
142. Y así como la Iglesia, en cuanto Maestra de verdad, se esfuerza con todo cuidado en tutelar la integridad de la Fe católica, así, en cuanto Madre solicita de sus hijos, les exhorta a participar con frecuencia e interés en este máximo beneficio de nuestra Religión.
143. Desea ante todo que los cristianos (especialmente cuando no pueden con facilidad recibir de hecho el alimento eucarístico) lo reciban al menos con el deseo, de forma que, con viva fe, con ánimo reverentemente humilde y confiado en la voluntad del Redentor divino, con el amor más ardiente se unan a El.
144. Pero no basta. Puesto que, como hemos dicha más arriba, podemos participar en el Sacrificio también con la Comunión Sacramental, por medio del Convite de los Ángeles, la Madre Iglesia, para que más eficazmente «podamos sentir en nosotros de continuo el fruto de la Redención» (13), repite a todos sus hijos la invitación de Cristo Nuestro Señor: «Tomad y comed... Haced esto en mi memoria» (I Cor. 11, 24).
145. A cuyo propósito, el Concilio de Trento, haciéndose eco del deseo de Jesucristo y de su Esposa inmaculada, nos exhorta ardientemente «para que en todas las Misas los fieles presentes participen no sólo espiritualmente, sino también recibiendo sacramentalmente la Eucaristía, a fin de que reciban más abundantemente el fruto de este Sacrificio» (14).
146. También Nuestro inmortal predecesor Benedicto XIV, para que quedase mejor y más claramente manifiesta la participación de los fieles en el mismo Sacrificio divino por medio de la Comunión Eucarística, alaba la devoción de aquellos que no sólo desean nutrirse del alimento celestial, durante la asistencia al Sacrificio, sino que prefieren alimentarse de las Hostias consagradas en el mismo Sacrificio, si bien, como él declara, se participa real y verdaderamente en el Sacrificio, aun cuando se trate de Pan eucarístico debidamente consagrado con anterioridad. Así escribe, en efecto: «Y aunque participen en el mismo sacrificio además de aquellos a quienes el Sacerdote celebrante da parte de la Víctima por él ofrecida en la Santa Misa, otras personas a las que el Sacerdote da la Eucaristía que se suele conservar, no por esto la Iglesia ha prohibido en el pasado ni prohíbe ahora que el Sacerdote satisfaga la devoción y la justa petición de aquellos que asisten a la Misa y solicitan participar en el mismo Sacrificio que ellos también ofrecen a la manera que les está asignada; antes bien, aprueba y desea que esto se haga y reprobaría a aquellos Sacerdotes por cuya culpa o negligencia se negase a los fieles esta participación» (15).
147. Quiera, pues, Dios que todos, espontánea y libremente, correspondan a esta solícita invitación de la Iglesia; quiera Dios que los fieles, incluso todos los días, participen no sólo espiritualmente en el Sacrificio divino, sino también con la Comunión del Augusto Sacramento, recibiendo el Cuerpo de Jesucristo, ofrecido por todos al Eterno Padre. Estimulad, Venerables Hermanos, en las almas confiadas a Vuestro cuidado el hambre apasionada e insaciable de Jesucristo; que Vuestra enseñanza llene los Altares de niños y de jóvenes que ofrezcan al Redentor divino su inocencia y su entusiasmo; que los cónyuges se acerquen al Altar a menudo, para que puedan educar la prole que les ha sido confiada en el sentido y en la caridad de Jesucristo; sean invitados los obreros para que puedan tomar el alimento eficaz e indefectible que restaura sus fuerzas y les prepara para sus fatigas la eterna misericordia en el cielo; reuníos, en fin, los hombres de todas las clases y «apresuraos a entrar», porque éste es el Pan de la vida del que todos tienen necesidad. La Iglesia de Jesucristo sólo tiene este Pan para saciar las aspiraciones y los deseos de nuestras almas, para unirlas íntimamente a Jesucristo y, en fin, para que por su virtud se conviertan en «un solo Cuerpo» (I Cor. 10, 17) y sean como hermanos todos los que se sientan a una misma Mesa para tomar el remedio de la inmortalidad con la fracción de un único Pan.
2. Las circunstancias de la Comunión.
148. Es bastante oportuno también (lo que, por otra parte, está establecido por la Liturgia) que el pueblo acuda a la Santa Comunión después que el Sacerdote haya tomado del Altar el alimento divino; y, como más arriba hemos dicho, son de alabar aquellos que, asistiendo a la Misa, reciben las Hostias consagradas en el mismo Sacrificio, de forma que se cumpla en verdad que «todos los que participando de este Altar hayamos recibido el Sacrosanto Cuerpo y Sangre de tu Hijo, seamos colmados de toda la gracia y bendición celestial» (16).
149. Sin embargo, no faltan a veces las causas, ni son raras las ocasiones en que el Pan Eucarístico es distribuido antes o después del mismo Sacrificio y también que se comulgue, aunque la Comunión se distribuya inmediatamente después de la del Sacerdote, con Hostias consagradas anteriormente. También en esos casos, como por otra parte ya hemos advertido, el pueblo participa en verdad en el Sacrificio Eucarístico y puede, a veces con mayor facilidad, acercarse a la Mesa de la Vida eterna.
150. Sin embargo, si la Iglesia, con maternal condescendencia, se esfuerza en salir al encuentro de las necesidades espirituales de sus hijos, éstos, por su parte, no deben desdeñar aquello que aconseja la Sagrada Liturgia, y siempre que no haya un motivo plausible para lo contrario, deben hacer todo aquello que más claramente manifiesta en el Altar la unidad viva del Cuerpo místico.
B) ACCIÓN DE GRACIAS DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
151. La acción sagrada, que está regulada por particulares normas litúrgicas, no dispensa, después de haber sido realizada, de la acción de gracias, a aquel que ha gustado del alimento celestial; antes bien, es muy conveniente que, después de haber recibido el alimento eucarístico, y terminados los ritos públicos, se recoja íntimamente unido al Divino Maestro, se entretenga con El en dulcísimo y saludable coloquio durante el tiempo que las circunstancias le permitan.
152. Se alejan, por tanto, del recto camino de la verdad, aquellos que, aferrándose a las palabras más que al espíritu, afirman y enseñan que acabada la Misa no se debe prolongar la acción de gracias, no sólo porque el Sacrificio del Altar es ya por su naturaleza una Acción de Gracias, sino también porque esto es gestión de la piedad privada y personal y no del bien de la comunidad.
153. Antes al contrario, la misma naturaleza del Sacramento exige que el cristiano que lo reciba obtenga de él abundantes frutos de santidad. Ciertamente, ya se ha disuelto la pública congregación de la comunidad, pero es necesario que cada uno, unido con Cristo, no interrumpa en su alma el cántico de alabanzas, «dando siempre gracias por todo a Dios Padre, en el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo» (Efes. 5, 20).
154. A lo que también nos exhorta la Sagrada Liturgia del Sacrificio Eucarístico cuando nos manda rezar con estas palabras: «Señor... Te rogamos que siempre perseveremos en acción de gracias... y que jamás cesemos de alabarte»(17). Por tanto, si siempre se debe dar gracias a Dios y jamás se debe dejar de alabarlo, ¿quién se atrevería a reprender y desaprobar a la Iglesia, que aconseja a sus Sacerdotes y a los fieles que se mantengan, al menos por un poco de tiempo, después de la Comunión, en coloquio con el Divino Redentor, y que han insertado en los libros litúrgicos las oportunas plegarias, enriquecidas con indulgencias, con las cuáles los Sagrados Ministros se pueden preparar convenientemente antes de celebrar y de comulgar y, acabada la Santa Misa, manifestar a Dios su agradecimiento?
155. La Sagrada Liturgia, lejos de sofocar los sentimientos íntimos de cada cristiano, los capacita y los estimula para que se asimilen a Jesucristo y, por medio de El, sean dirigidos al Padre; de aquí que exija que quien se haya acercado a la Mesa Eucarística, dé gracias a Dios como es debido. Al divino Redentor le agrada escuchar nuestras plegarias, hablar con nosotros con el Corazón abierto y ofrecernos refugio en su Corazón inflamado de Amor.
156. Además, estos actos, propios de cada individuo, son absolutamente necesarios para gozar más abundantemente de todos los tesoros sobrenaturales de que tan rica es la Eucaristía y para transmitirlos a los otros, según nuestras posibilidades, a fin de que Cristo Nuestro Señor consiga en todas las almas la plenitud de su virtud.
4º. Alabanzas a quienes la hacen.
157. ¿Por qué, pues, Venerables Hermanos, no hemos de alabar a aquellos que, aun después de haberse disuelto oficialmente la Asamblea cristiana, se mantienen en íntima familiaridad con el Redentor Divino, no sólo para entretenerse en dulce coloquio con El, sino también para darle gracias y alabarle y especialmente para pedirle ayuda, a fin de quitar de su alma todo lo que pueda disminuir la eficacia del Sacramento y hacer de su parte todo lo que pueda favorecer la acción presente de Jesús? Les exhortamos también a hacerlo de forma particular, bien llevando a la práctica los propósitos concebidos y ejercitando las virtudes cristianas, bien adaptando a sus propias necesidades cuanto han recibido con munificencia.
5º. Palabras de "La Imitación de Cristo".
158. Verdaderamente hablaba según los preceptos y el espíritu de la Liturgia, el autor del áureo librito de «La Imitación de Cristo», cuando aconsejaba a los que habían comulgado: «Recógete en secreto y goza a tu Dios, para poseer aquello que el mundo entero no podrá quitarte» (18).
159. Todos nosotros, pues, íntimamente unidos a Cristo, debemos tratar de sumergirnos en su Alma Santísima y de unirnos con El para participar así en los actos de Adoración con los que El ofrece a la Trinidad Augusta el homenaje más grato y aceptable; en los actos de Alabanza y de Acción de gracias que El ofrece al Padre Eterno y de que se hace unánime eco el cántico del cielo y la tierra, como está dicho: «Bendecid al Señor en todas sus criaturas» (Dan. 3, 57); en los actos, finalmente, con los que, unidos, imploramos la ayuda celestial en el momento más oportuno para pedir y obtener socorro en nombre de Cristo, y sobre todo en aquellos con los que nos ofrecemos e inmolamos como víctimas, diciendo: «Haz de nosotros mismos un homenaje en tu honor»(19).
160. El Divino Redentor repite incesantemente su apremiante invitación: «Permaneced en Mí» .(Juan 15, 4) Por medio del Sacramento de la Eucaristía, Cristo habita en nosotros y nosotros habitamos en Cristo; y de la misma manera que Cristo, permaneciendo en nosotros, vive y obra, así es necesario que nosotros, permaneciendo en Cristo, por El vivamos y obremos.
IV. La adoración de la Eucaristía
161. El alimento eucarístico contiene, como todos saben, «verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo» (20); no es, por tanto, extraño que la Iglesia, desde sus orígenes, haya adorado el Cuerpo de Cristo bajo las especies eucarísticas, como se ve en los mismos ritos del augusto Sacrificio, en los que se prescribe a los Sagrados Ministros que adoren al Santísimo Sacramento con genuflexiones o con inclinaciones profundas.
162. Los Sagrados Concilios enseñan que desde el comienzo de su vida ha sido transmitido a la Iglesia, que se debe honrar «con una única adoración al Verbo Dios Encarnado y a su propia Carne» 124(21), y San Agustín afirma: «Ninguno coma de esta Carne sin haberla antes adorado» 125(22), añadiendo que no sólo no pecamos adorando, sino que pecamos no adorando.
163. De estos principios doctrinales ha nacido y se ha venido poco a poco desarrollando el culto eucarístico de adoración, distinto del Santo Sacrificio. La conservación de las sagradas Especies para los enfermos y para todos aquellos que pudieran encontrarse en peligro de muerte, introdujo el loable uso de adorar este Pan celestial conservado en las Iglesias.
164. Este culto de adoración tiene un válido y sólido motivo. La Eucaristía, en efecto, es un Sacrificio y es también un Sacramento, y se distingue de los demás Sacramentos en que no sólo produce la gracia, sino que contiene de forma permanente al Autor mismo de la Gracia. Cuando por esto la Iglesia nos ordena adorar a Cristo escondido bajo los velos eucarísticos y pedirle a El los bienes sobrenaturales y terrenos de que siempre tenemos necesidad, manifiesta la fe viva con la cual se cree presente bajo aquellos velos a su Esposo divino, le manifiesta su reconocimiento y goza su familiaridad intima.
165. En el decurso de los tiempos, la Iglesia ha introducido en este culto varias formas, cada día ciertamente más bellas y saludables. Como, por ejemplo, las devotas visitas diarias a los Sagrarios del Señor; las bendiciones con el Santísimo Sacramento; las solemnes procesiones por campos y ciudades, especialmente con ocasión de los Congresos Eucarísticos, y adoración del Augusto Sacramento, públicamente expuesto. Adoraciones públicas que a veces duran un tiempo limitado y a veces, en cambio, son prolongadas durante horas enteras e incluso durante cuarenta horas; en algunos lugares son continuadas durante todo el año por turno en las distintas Iglesias; en otros se continúan tanto de día como de noche, por la vela de las Comunidades Religiosas, y a veces también los fieles toman parte en ellas.
166. Estos ejercicios de devoción contribuyeron de forma admirable a la Fe y a la Vida sobrenatural de la Iglesia militante en la tierra, la cual, al obrar así, se hace eco, en cierto modo, de la Iglesia triunfante, que eleva eternamente el himno de alabanza a Dios y al Cordero «que ha sido sacrificado». Por esto la Iglesia no sólo ha aprobado, sino que ha hecho suyo y ha confirmado con su autoridad estos devotos ejercicios, propagados por doquier en el transcurso de los siglos. Surgen del espíritu de la Sagrada Liturgia, y por esto, siempre que sean realizadas con el decoro, la fe y la devoción exigidos por los Sagrados Ritos y por las prescripciones de la Iglesia, ciertamente contribuyen en gran modo a vivir la vida litúrgica.
167. Tampoco se puede decir que este culto eucarístico provoca una errónea confusión entre el Cristo histórico, como algunos dicen, el que ha vivido en la tierra, y el Cristo presente en el Augusto Sacramento del Altar, y el Cristo triunfante en el Cielo y dispensador de gracias antes bien, se debe afirmar que con este culto los fieles testimonian solemnemente la fe de la Iglesia, con la cual se cree que uno e idéntico es el Verbo de Dios y el Hijo de María Virgen, que sufrió en la Cruz, que está presente oculto en la Eucaristía y que reina en el Cielo.
168. Así dice San Juan Crisóstomo : «Cuando lo veas ante ti (el Cuerpo de Cristo), di para ti mismo: Por este Cuerpo no soy ya tierra y cenizas, no soy ya esclavo, sino libre; por esto espero lograr el cielo y los bienes que en él se encuentran, la vida inmortal, la herencia de los Ángeles, la compañía de Cristo; este Cuerpo traspasado por los clavos, azotado por los látigos, no fue presa de la muerte... Este es aquel Cuerpo que fue ensangrentado, traspasado por la lanza, y del cual brotaron dos fuentes salvadoras: la una de Sangre, y la otra de agua... Este Cuerpo nos dio qué tener y qué comer, lo cual es consecuencia del intenso amor» (23).
169. De modo particular, pues, es muy de alabar la costumbre según la cual muchos ejercicios de piedad, incorporados a las costumbres del pueblo cristiano, concluyen con el rito de la Bendición Eucarística. Nada mejor ni más beneficioso que el gesto con que el Sacerdote, elevando al Cielo el Pan de los Ángeles, ante la multitud cristiana arrodillada, y moviéndolo en forma, de Cruz, invoca al Padre celestial para que se digne volver benignamente los ojos a su Hijo, crucificado por Amor nuestro, y que a causa de El quiso ser Nuestro Redentor y hermano, y para que por su medio difunda sus dones celestiales sobre los redimidos por la Sangre inmaculada del Cordero.
170. Procurad, pues, Venerables Hermanos, con Vuestra suma diligencia habitual, que los templos edificados por la fe y por la piedad de las generaciones cristianas en el transcurso de los siglos, como un perenne himno de gloria a Dios y, como digna morada de Nuestro Redentor oculto bajo las especies eucarísticas, estén abiertos lo más posible a los fieles, cada vez más numerosos, a fin de que, reunidos a los pies de su Salvador, escuchen su dulcísima invitación «Venid a Mí todos los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que Yo os aliviaré» (Mat. 11, 28). Que los templos sean verdaderamente la Casa de Dios, en la cual el que entre para pedir favores se alegre al conseguirlo todo y obtenga el consuelo celestial.
171. Sólo así se conseguirá que toda la familia humana se pacifique en el orden, y con mente y corazón concordes, cante el himno de la esperanza y del amor:
«Buen Pastor, Pan
verdadero,
Jesús, ten
misericordia de nosotros:
apaciéntanos Tú,
guárdanos:
haz que veamos los
bienes
en la tierra
de los vivos».
NOTAS
(1) Inocencio
III. De S. Altaris Mysterio, III, 6. (volver)
(2) Rob. Bellarm. De Missa, I. cap. 27. (volver)
(3) Misal Rom. Ordo de la Misa. (volver)
(4) Misal Rom. Canon de la Misa . (volver)
(5) Misal Rom. Canon de la Misa. (volver)
(6) Pontif. Rom. De la Ordenación del Sacerdote. (volver)
(7) Pontif. Rom. De la consagración del Altar, prefacio . (volver)
(8) Compárese Conc. Trid. Sess. 22, c. 5 (Denzinger Nr. 943). (volver)
(9) S. Agustín, Serm. 272. (volver)
(10) Misal Rom. Canon. (volver)
(11) Encicl. Certiores effecti, 13/11/1742. volver)
(12) Conc. Trid. Ses. 22, can. 8 (Denzinger, Nr. 955). (volver)
(13) Misal Rom. Colecta de la Fiesta de Corp. Christi. (volver)
(14) Sess. 22, c. 6 (Denzinger N. 944). (volver)
(15) Encicl. Certiores effecti, 13/11/1742. (volver)
(16) Misal Rom., Canon de la Misa. (volver)
17) Misal Rom. Postcomunión de la Domínica I después de Pentecostés. (volver)
(18) Imitación de Cristo, Lib. 4, cap. 12. (volver)
(19) Misal Rom. Secreta de la Misa de la SS. Trinidad. (volver)
(20) Concil. Trident. Ses. XIII, can. 1 (Denzinger Nr. 883). (volver)
(21) Concil. Constant. II, Anath. de trib. Capit. can. 9; collat. Concil. Efeso Anath. Cyrill. can. 8; ver también Concil. Trento, ses. 13 can. 6; Pío VI, Constitución Auctorem fidei nr. 61. (volver)
(22) Compárese S. Agustín, Enarr. in Ps. 98, 9. (volver)
(23) S. Juan Crisóst. In I Cor. 24, 4. (volver)