Verbum Domini - Sobre la Palabra en la Vida y en la Misión de la Iglesia (Benedicto XVI)
EXHORTACIÓN
APOSTÓLICA
POSTSINODAL
AL EPISCOPADO, AL CLERO,
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
Y A LOS FIELES LAICOS
(Observación: Es un texto un tanto largo. El índice que sigue le servirá para saltar a los temas que más le interesan en este momento. Los diversos aspectos seguramente estimularán a profundizar y leer el documento íntegro)
ÍNDICE
Introducción
Para que nuestra alegría sea perfecta
De la «Dei Verbum» al Sínodo sobre la Palabra de Dios
El Sínodo de los Obispos sobre la Palabra de Dios
El Prólogo del Evangelio de Juan como guía
PRIMERA PARTE
VERBUM DEI
El Dios que habla
Dios en diálogo
Analogía de la Palabra de Dios
Dimensión cósmica de la Palabra
La creación del hombre
Realismo de la Palabra
Cristología de la Palabra
Dimensión escatológica de la Palabra de Dios
Sagrada Escritura, inspiración y verdad
La Palabra de Dios y el Espíritu Santo
Tradición y Escritura
Sagrada Escritura. inspiración y verdad
Dios Padre, fuente y origen de la Palabra
La respuesta del
hombre al Dios que habla
Llamados a entrar en la Alianza con Dios
Dios escucha al hombre y responde a sus interrogantes
Dialogar con Dios mediante sus palabras
Palabra de Dios y fe
El pecado como falta de escucha a la Palabra de Dios
María «Mater Verbi Dei» y «Mater fidei»
La hermenéutica de la sagrada Escritura en la Iglesia
La Iglesia lugar originario de la hermenéutica de la Biblia
«Alma de la Teología»
Desarrollo de la investigación bíblica y Magisterio eclesial
La hermenéutica bíblica conciliar: una indicación que se ha de seguir
El peligro del dualismo y la hermenéutica secularizada
Fe y razón en relación con la Escritura
Sentido literal y sentido espiritual
Necesidad de trascender la «letra»
Unidad intrínseca de la Biblia
Las páginas «oscuras» de la Biblia
Cristianos y judíos en relación con la Sagrada Escritura
La interpretación fundamentalista de las Escrituras
Diálogo entre pastores, teólogos y exegetas
Biblia y ecumenismo
Consecuencias en el planteamiento de los estudios teológicos
Los santos y la interpretación de la Escritura
SEGUNDA PARTE
VERBUM IN ECCLESIA
La palabra de Dios y la Iglesia
La Iglesia acoge la Palabra
Contemporaneidad de Cristo en la vida de la Iglesia
La liturgia, lugar privilegiado de la palabra de Dios
La Palabra de Dios en la sagrada liturgia
Sagrada Escritura y sacramentos
Palabra de Dios y Eucaristía
Sacramentalidad de la Palabra
La Sagrada Escritura y el Leccionario
Proclamación de la Palabra y ministerio del lectorado
Importancia de la homilía
Oportunidad de un Directorio homilético
Palabra de Dios, Reconciliación y Unción de los enfermos
Palabra de Dios y Liturgia de las Horas
Palabra de Dios y Bendicional
Sugerencias y propuestas concretas para la animación litúrgica
a) Celebraciones de la Palabra de Dios
b) La Palabra y el silencio
c) Proclamación solemne de la Palabra de Dios
d) La Palabra de Dios en el templo cristiano
e) Exclusividad de los textos bíblicos en la liturgia
f) El canto litúrgico bíblicamente inspirado
La palabra de Dios en la vida eclesial
Encontrar la Palabra de Dios en la Sagrada Escritura
La animación bíblica de la pastoral
Dimensión bíblica de la catequesis
Formación bíblica de los cristianos
La Sagrada Escritura en los grandes encuentros eclesiales
Palabra de Dios y vocaciones
a) Palabra de Dios y ministros ordenados
b) Palabra de Dios y candidatos al Orden sagrado
c) Palabra de Dios y vida consagrada
d) Palabra de Dios y fieles laicos
e) Palabra de Dios, matrimonio y familia
Lectura orante de la Sagrada Escritura y «lectio divina»
Palabra de Dios y oración mariana
Palabra de Dios y Tierra Santa
TERCERA PARTE: VERBUM MUNDO
La misión de la Iglesia: anunciar la palabra de Dios al mundo
La Palabra del Padre y hacia el Padre
Anunciar al mundo el «Logos» de la esperanza
De la Palabra de Dios surge la misión de la Iglesia
Palabra y Reino de Dios
Todos los bautizados responsables del anuncio
Necesidad de la «missio ad gentes»
Anuncio y nueva evangelización
Palabra de Dios y testimonio cristiano
Servir a Jesús en sus «humildes hermanos» (Mt 25,40)
Palabra de Dios y compromiso por la justicia en la sociedad
Anuncio de la Palabra de Dios, reconciliación y paz entre los pueblos
La Palabra de Dios y la caridad efectiva
Anuncio de la Palabra de Dios y los jóvenes
Anuncio de la Palabra de Dios y los emigrantes
Anuncio de la Palabra de Dios y los que sufren
Anuncio de la Palabra de Dios y los pobres
Palabra de Dios y salvaguardia de la Creación
La Palabra y la cultura
El valor de la cultura para la vida del hombre
La Biblia como un gran códice para las culturas
El conocimiento de la Biblia en la escuela y la universidad
La Sagrada Escritura en las diversas manifestaciones artísticas
Palabra de Dios y medios de comunicación social
Biblia e inculturación
Traducciones y difusión de la Biblia
La Palabra de Dios supera los límites de las culturas
Palabra de Dios y diálogo interreligioso
El valor del diálogo interreligioso
Diálogo entre cristianos y musulmanes
Diálogo con las demás religiones
Diálogo y libertad religiosa
CONCLUSIÓN
Nueva evangelización y nueva escucha
La Palabra y la alegría
Mater Verbi et Mater laetitiae
NOTAS
INTRODUCCIÓN
1. La palabra del Señor permanece para siempre. Y esa palabra es el
Evangelio que os anunciamos» (1 P 1,25: cf. Is 40,8). Esta frase de la
Primera carta de san Pedro, que retoma las palabras del profeta Isaías, nos
pone frente al misterio de Dios que se comunica a sí mismo mediante el don
de su palabra. Esta palabra, que permanece para siempre, ha entrado en el
tiempo. Dios ha pronunciado su palabra eterna de un modo humano; su Verbo
«se hizo carne» (Jn1,14). Ésta es la buena noticia. Éste es el anuncio que,
a través de los siglos, llega hasta nosotros. La XII Asamblea General
Ordinaria del Sínodo de los Obispos, que se celebró en el Vaticano del 5 al
26 de octubre de 2008, tuvo como tema La Palabra de Dios en la vida y en la
misión de la Iglesia. Fue una experiencia profunda de encuentro con Cristo,
Verbo del Padre, que está presente donde dos o tres están reunidos en su
nombre (cf. Mt 18,20). Con esta Exhortación, cumplo con agrado la petición
de los Padres de dar a conocer a todo el Pueblo de Dios la riqueza surgida
en la reunión vaticana y las indicaciones propuestas, como fruto del trabajo
en común.[1] En esta perspectiva, pretendo retomar todo lo que el Sínodo ha
elaborado, teniendo en cuenta los documentos presentados: los Lineamenta, el
Instrumentum laboris, las Relaciones ante y post disceptationem y los textos
de las intervenciones, tanto leídas en el aula como las presentadas in
scriptis, las Relaciones de los círculos menores y sus debates, elMensaje
final al Pueblo de Dios y, sobre todo, algunas propuestas específicas
(Propositiones), que los Padres han considerado de particular relieve. En
este sentido, deseo indicar algunas líneas fundamentales para revalorizar la
Palabra divina en la vida de la Iglesia, fuente de constante renovación,
deseando al mismo tiempo que ella sea cada vez más el corazón de toda
actividad eclesial.
Para que nuestra alegría
sea perfecta
2. En primer lugar, quisiera recordar la belleza y el encanto del renovado
encuentro con el Señor Jesús experimentado durante la Asamblea sinodal. Por
eso, haciéndome eco de la voz de los Padres, me dirijo a todos los fieles
con las palabras de san Juan en su primera carta: «Os anunciamos la vida
eterna que estaba con el Padre y se nos manifestó. Eso que hemos visto y
oído os lo anunciamos para que estéis unidos con nosotros en esa unión que
tenemos con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1,2-3). El Apóstol
habla de oír, ver, tocar y contemplar (cf. 1,1) al Verbo de la Vida, porque
la vida misma se manifestó en Cristo. Y nosotros, llamados a la comunión con
Dios y entre nosotros, debemos ser anunciadores de este don. En esta
perspectiva kerigmática, la Asamblea sinodal ha sido para la Iglesia y el
mundo un testimonio de la belleza del encuentro con la Palabra de Dios en la
comunión eclesial. Por tanto, exhorto a todos los fieles a reavivar el
encuentro personal y comunitario con Cristo, Verbo de la Vida que se ha
hecho visible, y a ser sus anunciadores para que el don de la vida divina,
la comunión, se extienda cada vez más por todo el mundo. En efecto,
participar en la vida de Dios, Trinidad de Amor, es alegría completa (cf. 1
Jn 1,4). Y comunicar la alegría que se produce en el encuentro con la
Persona de Cristo, Palabra de Dios presente en medio de nosotros, es un don
y una tarea imprescindible para la Iglesia. En un mundo que considera con
frecuencia a Dios como algo superfluo o extraño, confesamos con Pedro que
sólo Él tiene «palabras de vida eterna» (Jn 6,68). No hay prioridad más
grande que esta: abrir de nuevo al hombre de hoy el acceso a Dios, al Dios
que habla y nos comunica su amor para que tengamos vida abundante (cf. Jn
10,10).
De la
«Dei Verbum» al Sínodo sobre la Palabra de Dios
3. Con la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre la
Palabra de Dios, somos conscientes de haber tocado en cierto sentido el
corazón mismo de la vida cristiana, en continuidad con la anterior Asamblea
sinodal sobre la Eucaristía como fuente y culmen de la vida y de la misión
de la Iglesia. En efecto, la Iglesia se funda sobre la Palabra de Dios, nace
y vive de ella.[2] A lo largo de toda su historia, el Pueblo de Dios ha
encontrado siempre en ella su fuerza, y la comunidad eclesial crece también
hoy en la escucha, en la celebración y en el estudio de la Palabra de Dios.
Hay que reconocer que en los últimos decenios ha aumentado en la vida
eclesial la sensibilidad sobre este tema, de modo especial con relación a la
Revelación cristiana, a la Tradición viva y a la Sagrada Escritura. A partir
del pontificado del Papa León XIII, podemos decir que ha ido creciendo el
número de intervenciones destinadas a aumentar en la vida de la Iglesia la
conciencia sobre la importancia de la Palabra de Dios y de los estudios
bíblicos,[3] culminando en el Concilio Vaticano II, especialmente con la
promulgación de la Constitución dogmática Dei Verbum, sobre la divina
Revelación. Ella representa un hito en el camino eclesial: «Los Padres
sinodales... reconocen con ánimo agradecido los grandes beneficios aportados
por este documento a la vida de la Iglesia, en el ámbito exegético,
teológico, espiritual, pastoral y ecuménico».[4] En particular, ha crecido
en estos años la conciencia del «horizonte trinitario e histórico salvífico
de la Revelación»,[5] en el que se reconoce a Jesucristo como «mediador y
plenitud de toda la revelación».[6] La Iglesia confiesa incesantemente a
todas las generaciones que Él, «con su presencia y manifestación, con sus
palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y resurrección
gloriosa, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la
revelación».[7]
De todos es conocido el gran impulso que la Constitución dogmática Dei
Verbum ha dado a la revalorización de la Palabra de Dios en la vida de la
Iglesia, a la reflexión teológica sobre la divina revelación y al estudio de
la Sagrada Escritura. En los últimos cuarenta años, el Magisterio eclesial
se ha pronunciado en muchas ocasiones sobre estas materias.[8] Con la
celebración de este Sínodo, la Iglesia, consciente de la continuidad de su
propio camino bajo la guía del Espíritu Santo, se ha sentido llamada a
profundizar nuevamente sobre el tema de la Palabra divina, ya sea para
verificar la puesta en práctica de las indicaciones conciliares, como para
hacer frente a los nuevos desafíos que la actualidad plantea a los creyentes
en Cristo.
El Sínodo de
los Obispos sobre la Palabra de Dios
4. En la XII Asamblea sinodal, Pastores provenientes de todo el mundo se
reunieron en torno a la Palabra de Dios y pusieron simbólicamente en el
centro de la Asamblea el texto de la Biblia, para redescubrir algo que
corremos el peligro de dar por descontado en la vida cotidiana: el hecho de
que Dios hable y responda a nuestras cuestiones.[9] Juntos hemos escuchado y
celebrado la Palabra del Señor. Hemos hablado de todo lo que el Señor está
realizando en el Pueblo de Dios y hemos compartido esperanzas y
preocupaciones. Todo esto nos ha ayudado a entender que únicamente en el
«nosotros» de la Iglesia, en la escucha y acogida recíproca, podemos
profundizar nuestra relación con la Palabra de Dios. De aquí brota la
gratitud por los testimonios de vida eclesial en distintas partes del mundo,
narrados en las diversas intervenciones en el aula. Al mismo tiempo, ha sido
emocionante escuchar también a los Delegados fraternos, que han aceptado la
invitación a participar en el encuentro sinodal. Recuerdo, en particular, la
meditación, profundamente estimada por los Padres sinodales, que nos ofreció
Su Santidad Bartolomé I, Patriarca ecuménico de Constantinopla.[10] Por
primera vez, además, el Sínodo de los Obispos quiso invitar también a un
Rabino para que nos diera un valioso testimonio sobre las Sagradas
Escrituras judías, que también son justamente parte de nuestras Sagradas
Escrituras.[11]
Así, pudimos comprobar con alegría y gratitud que «también hoy en la Iglesia
hay un Pentecostés, es decir, que la Iglesia habla en muchas lenguas; y esto
no sólo en el sentido exterior de que en ella están representadas todas las
grandes lenguas del mundo, sino sobre todo en un sentido más profundo: en
ella están presentes los múltiples modos de la experiencia de Dios y del
mundo, la riqueza de las culturas; sólo así se manifiesta la amplitud de la
existencia humana y, a partir de ella, la amplitud de la Palabra de
Dios».[12] Pudimos constatar, además, un Pentecostés aún en camino; varios
pueblos están esperando todavía que se les anuncie la Palabra de Dios en su
propia lengua y cultura.
No podemos olvidar, además, que durante todo el Sínodo nos ha acompañado el
testimonio del Apóstol Pablo. De hecho, fue providencial que la XII Asamblea
General Ordinaria tuviera lugar precisamente en el año dedicado a la figura
del gran Apóstol de los gentiles, con ocasión del bimilenario de su
nacimiento. Se distinguió en su vida por el celo con que difundía la Palabra
de Dios. Nos llegan al corazón las vibrantes palabras con las que se refería
a su misión de anunciador de la Palabra divina: «hago todo esto por el
Evangelio» (1 Co 9,23); «Yo -escribe en la Carta a los Romanos- no me
avergüenzo del Evangelio: es fuerza de salvación de Dios para todo el que
cree» (1,16). Cuando reflexionamos sobre la Palabra de Dios en la vida y en
la misión de la Iglesia, debemos pensar en san Pablo y en su vida consagrada
a anunciar la salvación de Cristo a todas las gentes.
El Prólogo del
Evangelio de Juan como guía
5. Con esta Exhortación apostólica postsinodal, deseo que los resultados del
Sínodo influyan eficazmente en la vida de la Iglesia, en la relación
personal con las Sagradas Escrituras, en su interpretación en la liturgia y
en la catequesis, así como en la investigación científica, para que la
Biblia no quede como una Palabra del pasado, sino como algo vivo y actual. A
este propósito, me propongo presentar y profundizar los resultados del
Sínodo en referencia constante al Prólogo del Evangelio de Juan (Jn1,1-18),
en el que se nos anuncia el fundamento de nuestra vida: el Verbo, que desde
el principio está junto a Dios, se hizo carne y habitó entre nosotros (cf.
Jn 1,14). Se trata de un texto admirable, que nos ofrece una síntesis de
toda la fe cristiana. Juan, a quien la tradición señala como el «discípulo
al que Jesús amaba» (Jn 13,23; 20,2; 21,7.20), sacó de su experiencia
personal de encuentro y seguimiento de Cristo, una certeza interior: Jesús
es la Sabiduría de Dios encarnada, su Palabra eterna que se ha hecho hombre
mortal.[13] Que aquel que «vio y creyó» (Jn20,8) nos ayude también a
nosotros a reclinar nuestra cabeza sobre el pecho de Cristo (cf. Jn 13,25),
del que brotaron sangre y agua (cf. Jn 19,34), símbolo de los sacramentos de
la Iglesia. Siguiendo el ejemplo del apóstol Juan y de otros autores
inspirados, dejémonos guiar por el Espíritu Santo para amar cada vez más la
Palabra de Dios.
PRIMERA PARTE
VERBUM DEI
«En el principio ya existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios...
y la Palabra se hizo carne» (Jn 1,1.14)
El Dios que habla Dios
en diálogo
6. La novedad de la revelación bíblica consiste en que Dios se da a conocer
en el diálogo que desea tener con nosotros.[14] La Constitución dogmática
Dei Verbum había expresado esta realidad reconociendo que «Dios invisible,
movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos para
invitarlos y recibirlos en su compañía».[15] Sin embargo, para comprender en
su profundidad el mensaje del Prólogo de san Juan no podemos quedarnos en la
constatación de que Dios se nos comunica amorosamente. En realidad, el Verbo
de Dios, por quien «se hizo todo» (Jn1,3) y que se «hizo carne» (Jn1,14), es
el mismo que existía «in principio» (Jn1,1). Aunque se puede advertir aquí
una alusión al comienzo del libro del Génesis (cf. Gn 1,1), en realidad nos
encontramos ante un principio de carácter absoluto en el que se nos narra la
vida íntima de Dios. El Prólogo de Juan nos sitúa ante el hecho de que el
Logos existe realmente desde siempre y que, desde siempre, él mismo es Dios.
Así pues, no ha habido nunca en Dios un tiempo en el que no existiera el
Logos. El Verbo ya existía antes de la creación. Por tanto, en el corazón de
la vida divina está la comunión, el don absoluto. «Dios es amor» (1 Jn
4,16), dice el mismo Apóstol en otro lugar, indicando «la imagen cristiana
de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino».[16]
Dios se nos da a conocer como misterio de amor infinito en el que el Padre
expresa desde la eternidad su Palabra en el Espíritu Santo. Por eso, el
Verbo, que desde el principio está junto a Dios y es Dios, nos revela al
mismo Dios en el diálogo de amor de las Personas divinas y nos invita a
participar en él. Así pues, creados a imagen y semejanza de Dios amor, sólo
podemos comprendernos a nosotros mismos en la acogida del Verbo y en la
docilidad a la obra del Espíritu Santo. El enigma de la condición humana se
esclarece definitivamente a la luz de la revelación realizada por el Verbo
divino.
Analogía de la Palabra de Dios
7. De todas estas consideraciones, que brotan de la meditación sobre el
misterio cristiano expresado en el Prólogo de Juan, hay que destacar ahora
lo que los Padres sinodales han afirmado sobre las distintas maneras en que
se usa la expresión «Palabra de Dios». Se ha hablado justamente de una
sinfonía de la Palabra, de una única Palabra que se expresa de diversos
modos: «un canto a varias voces».[17] A este propósito, los Padres sinodales
han hablado de un uso analógico del lenguaje humano en relación a la Palabra
de Dios. En efecto, esta expresión, aunque por una parte se refiere a la
comunicación que Dios hace de sí mismo, por otra asume significados
diferentes que han de ser tratados con atención y puestos en relación entre
ellos, ya sea desde el punto de vista de la reflexión teológica como del uso
pastoral. Como muestra de modo claro el Prólogo de Juan, el Logos indica
originariamente el Verbo eterno, es decir, el Hijo único de Dios, nacido del
Padre antes de todos los siglos y consustancial a él: la Palabra estaba
junto a Dios, la Palabra era Dios. Pero esta misma Palabra, afirma san Juan,
se «hizo carne» (Jn1,14); por tanto, Jesucristo, nacido de María Virgen, es
realmente el Verbo de Dios que se hizo consustancial a nosotros. Así pues,
la expresión «Palabra de Dios» se refiere aquí a la persona de Jesucristo,
Hijo eterno del Padre, hecho hombre.
Por otra parte, si bien es cierto que en el centro de la revelación divina
está el evento de Cristo, hay que reconocer también que la misma creación,
el liber naturae, forma parte esencialmente de esta sinfonía a varias voces
en que se expresa el único Verbo. De modo semejante, confesamos que Dios ha
comunicado su Palabra en la historia de la salvación, ha dejado oír su voz;
con la potencia de su Espíritu, «habló por los profetas».[18] La Palabra
divina, por tanto, se expresa a lo largo de toda la historia de la
salvación, y llega a su plenitud en el misterio de la encarnación, muerte y
resurrección del Hijo de Dios. Además, la palabra predicada por los
apóstoles, obedeciendo al mandato de Jesús resucitado: «Id al mundo entero y
proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15), es Palabra de Dios.
Por tanto, la Palabra de Dios se transmite en la Tradición viva de la
Iglesia. La Sagrada Escritura, el Antiguo y el Nuevo Testamento, es la
Palabra de Dios atestiguada y divinamente inspirada. Todo esto nos ayuda a
entender por qué en la Iglesia se venera tanto la Sagrada Escritura, aunque
la fe cristiana no es una «religión del Libro»: el cristianismo es la
«religión de la Palabra de Dios», no de «una palabra escrita y muda, sino
del Verbo encarnado y vivo».[19] Por consiguiente, la Escritura ha de ser
proclamada, escuchada, leída, acogida y vivida como Palabra de Dios, en el
seno de la Tradición apostólica, de la que no se puede separar.[20]
Como afirmaron los Padres sinodales, debemos ser conscientes de que nos
encontramos realmente ante un uso analógico de la expresión «Palabra de
Dios». Es necesario, por tanto, educar a los fieles para que capten mejor
sus diversos significados y comprendan su sentido unitario. Es preciso
también que, desde el punto de vista teológico, se profundice en la
articulación de los diferentes significados de esta expresión, para que
resplandezca mejor la unidad del plan divino y el puesto central que ocupa
en él la persona de Cristo.[21]
Dimensión cósmica de la Palabra
8. Conscientes del significado fundamental de la Palabra de Dios en relación
con el Verbo eterno de Dios hecho carne, único salvador y mediador entre
Dios y el hombre,[22] y en la escucha de esta Palabra, la revelación bíblica
nos lleva a reconocer que ella es el fundamento de toda la realidad. El
Prólogo de san Juan afirma con relación al Logos divino, que «por medio de
la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho»
(Jn1,3); en la Carta a los Colosenses, se afirma también con relación a
Cristo, «primogénito de toda criatura» (1,15), que «todo fue creado por él y
para él» (1,16). Y el autor de la Carta a los Hebreos recuerda que «por la
fe sabemos que la Palabra de Dios configuró el universo, de manera que lo
que está a la vista no proviene de nada visible» (11,3).
Este anuncio es para nosotros una palabra liberadora. En efecto, las
afirmaciones escriturísticas señalan que todo lo que existe no es fruto del
azar irracional, sino que ha sido querido por Dios, está en sus planes, en
cuyo centro está la invitación a participar en la vida divina en Cristo. La
creación nace del Logos y lleva la marca imborrable de la Razón creadora que
ordena y guía. Los salmos cantan esta gozosa certeza: «La palabra del Señor
hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos» (Sal 33,6); y de nuevo:
«Él lo dijo, y existió, él lo mandó, y surgió» (Sal 33,9). Toda realidad
expresa este misterio: «El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento
pregona la obra de sus manos» (Sal 19,2). Por eso, la misma Sagrada
Escritura nos invita a conocer al Creador observando la creación (cf. Sb
13,5; Rm 1,19-20). La tradición del pensamiento cristiano supo profundizar
en este elemento clave de la sinfonía de la Palabra cuando, por ejemplo, san
Buenaventura, junto con la gran tradición de los Padres griegos, ve en el
Logos todas las posibilidades de la creación,[23] y dice que «toda criatura
es Palabra de Dios, en cuanto que proclama a Dios».[24] La Constitución
dogmática Dei Verbum había sintetizado esto declarando que «Dios, creando y
conservando el universo por su Palabra (cf. Jn 1,3), ofrece a los hombres en
la creación un testimonio perenne de sí mismo».[25]
La creación del hombre
9. La realidad, por tanto, nace de la Palabra como creatura Verbi, y todo
está llamado a servir a la Palabra. La creación es el lugar en el que se
desarrolla la historia de amor entre Dios y su criatura; por tanto, la
salvación del hombre es el motivo de todo. La contemplación del cosmos desde
la perspectiva de la historia de la salvación nos lleva a descubrir la
posición única y singular que ocupa el hombre en la creación: «Y creó Dios
al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó»
(Gn 1,27). Esto nos permite reconocer plenamente los dones preciosos
recibidos del Creador: el valor del propio cuerpo, el don de la razón, la
libertad y la conciencia. En todo esto encontramos también lo que la
tradición filosófica llama «ley natural».[26] En efecto, «todo ser humano
que llega al uso de razón y a la responsabilidad experimenta una llamada
interior a hacer el bien»[27] y, por tanto, a evitar el mal. Como recuerda
santo Tomás de Aquino, los demás preceptos de la ley natural se fundan sobre
este principio.[28] La escucha de la Palabra de Dios nos lleva sobre todo a
valorar la exigencia de vivir de acuerdo con esta ley «escrita en el
corazón» (cf. Rm 2,15; 7,23).[29] A continuación, Jesucristo dio a los
hombres la Ley nueva, la Ley del Evangelio, que asume y realiza de modo
eminente la ley natural, liberándonos de la ley del pecado, responsable de
aquello que dice san Pablo: «el querer lo bueno lo tengo a mano, pero el
hacerlo, no» (Rm 7,18), y da a los hombres, mediante la gracia, la
participación a la vida divina y la capacidad de superar el egoísmo.[30]
Realismo de la Palabra
10. Quien conoce la Palabra divina conoce también plenamente el sentido de
cada criatura. En efecto, si todas las cosas «se mantienen» en aquel que es
«anterior a todo» (Col 1,17), quien construye la propia vida sobre su
Palabra edifica verdaderamente de manera sólida y duradera. La Palabra de
Dios nos impulsa a cambiar nuestro concepto de realismo: realista es quien
reconoce en el Verbo de Dios el fundamento de todo.[31] De esto tenemos
especial necesidad en nuestros días, en los que muchas cosas en las que se
confía para construir la vida, en las que se siente la tentación de poner la
propia esperanza, se demuestran efímeras. Antes o después, el tener, el
placer y el poder se manifiestan incapaces de colmar las aspiraciones más
profundas del corazón humano. En efecto, necesita construir su propia vida
sobre cimientos sólidos, que permanezcan incluso cuando las certezas humanas
se debilitan. En realidad, puesto que «tu palabra, Señor, es eterna, más
estable que el cielo» y la fidelidad del Señor dura «de generación en
generación» (Sal 119,89-90), quien construye sobre esta palabra edifica la
casa de la propia vida sobre roca (cf. Mt 7,24). Que nuestro corazón diga
cada día a Dios: «Tú eres mi refugio y mi escudo, yo espero en tu palabra»
(Sal 119,114) y, como san Pedro, actuemos cada día confiando en el Señor
Jesús: «Por tu palabra, echaré las redes» (Lc 5,5).
Cristología de la Palabra
11. La consideración de la realidad como obra de la santísima Trinidad a
través del Verbo divino, nos permite comprender las palabras del autor de la
Carta a los Hebreos: «En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios
antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final,
nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio
del cual ha ido realizando las edades del mundo» (1,1-2). Es muy hermoso ver
cómo todo el Antiguo Testamento se nos presenta ya como historia en la que
Dios comunica su Palabra. En efecto, «hizo primero una alianza con Abrahán
(cf. Gn 15,18); después, por medio de Moisés (cf. Ex 24,8), la hizo con el
pueblo de Israel, y así se fue revelando a su pueblo, con obras y palabras,
como Dios vivo y verdadero. De este modo, Israel fue experimentando la
manera de obrar de Dios con los hombres, la fue comprendiendo cada vez mejor
al hablar Dios por medio de los profetas, y fue difundiendo este
conocimiento entre las naciones (cf. Sal 21,28-29; 95,1-3; Is 2,1-4; Jr
3,17)».[32]
Esta condescendencia de Dios se cumple de manera insuperable con la
encarnación del Verbo. La Palabra eterna, que se expresa en la creación y se
comunica en la historia de la salvación, en Cristo se ha convertido en un
hombre «nacido de una mujer» (Ga 4,4). La Palabra aquí no se expresa
principalmente mediante un discurso, con conceptos o normas. Aquí nos
encontramos ante la persona misma de Jesús. Su historia única y singular es
la palabra definitiva que Dios dice a la humanidad. Así se entiende por qué
«no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino
por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo
horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».[33] La
renovación de este encuentro y de su comprensión produce en el corazón de
los creyentes una reacción de asombro ante una iniciativa divina que el
hombre, con su propia capacidad racional y su imaginación, nunca habría
podido inventar. Se trata de una novedad inaudita y humanamente
inconcebible: «Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros»
(Jn1,14a). Esta expresión no se refiere a una figura retórica sino a una
experiencia viva. La narra san Juan, testigo ocular: «Y hemos contemplado su
gloria; gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad»
(Jn1,14b). La fe apostólica testifica que la Palabra eterna se hizo Uno de
nosotros. La Palabra divina se expresa verdaderamente con palabras humanas.
12. La tradición patrística y medieval, al contemplar esta «Cristología de
la Palabra», ha utilizado una expresión sugestiva: el Verbo se ha
abreviado:[34] «Los Padres de la Iglesia, en su traducción griega del
antiguo Testamento, usaron unas palabras del profeta Isaías que también cita
Pablo para mostrar cómo los nuevos caminos de Dios fueron preanunciados ya
en el Antiguo Testamento. Allí se leía: "Dios ha cumplido su palabra y la ha
abreviado" (Is 10,23;Rm 9,28)... El Hijo mismo es la Palabra, el Logos; la
Palabra eterna se ha hecho pequeña, tan pequeña como para estar en un
pesebre. Se ha hecho niño para que la Palabra esté a nuestro alcance».[35]
Ahora, la Palabra no sólo se puede oír, no sólo tiene una voz, sino que
tiene un rostro que podemos ver: Jesús de Nazaret.[36]
Siguiendo la narración de los Evangelios, vemos cómo la misma humanidad de
Jesús se manifiesta con toda su singularidad precisamente en relación con la
Palabra de Dios. Él, en efecto, en su perfecta humanidad, realiza la
voluntad del Padre en cada momento; Jesús escucha su voz y la obedece con
todo su ser; él conoce al Padre y cumple su palabra (cf. Jn8,55); nos cuenta
las cosas del Padre (cf. Jn 12,50); «les he comunicado las palabras que tú
me diste» (Jn17,8). Por tanto, Jesús se manifiesta como el Logos divino que
se da a nosotros, pero también como el nuevo Adán, el hombre verdadero, que
cumple en cada momento no su propia voluntad sino la del Padre. Él «iba
creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres» (Lc
2,52). De modo perfecto escucha, cumple en sí mismo y nos comunica la
Palabra divina (cf. Lc 5,1).
La misión de Jesús se cumple finalmente en el misterio pascual: aquí nos
encontramos ante el «Mensaje de la cruz» (1 Co 1,18). El Verbo enmudece, se
hace silencio mortal, porque se ha «dicho» hasta quedar sin palabras, al
haber hablado todo lo que tenía que comunicar, sin guardarse nada para sí.
Los Padres de la Iglesia, contemplando este misterio, ponen de modo
sugestivo en labios de la Madre de Dios estas palabras: «La Palabra del
Padre, que ha creado todas las criaturas que hablan, se ha quedado sin
palabra; están sin vida los ojos apagados de aquel que con su palabra y con
un solo gesto suyo mueve todo lo que tiene vida».[37] Aquí se nos ha
comunicado el amor «más grande», el que da la vida por sus amigos (cf. Jn
15,13).
En este gran misterio, Jesús se manifiesta como la Palabra de la Nueva y
Eterna Alianza: la libertad de Dios y la libertad del hombre se encuentran
definitivamente en su carne crucificada, en un pacto indisoluble, válido
para siempre. Jesús mismo, en la última cena, en la institución de la
Eucaristía, había hablado de «Nueva y Eterna Alianza», establecida con el
derramamiento de su sangre (cf. Mt 26,28; Mc 14,24; Lc22,20), mostrándose
como el verdadero Cordero inmolado, en el que se cumple la definitiva
liberación de la esclavitud.[38]
Este silencio de la Palabra se manifiesta en su sentido auténtico y
definitivo en el misterio luminoso de la resurrección. Cristo, Palabra de
Dios encarnada, crucificada y resucitada, es Señor de todas las cosas; él es
el Vencedor, el Pantocrátor, y ha recapitulado en sí para siempre todas las
cosas (cf. Ef 1,10). Cristo, por tanto, es «la luz del mundo» (Jn8,12), la
luz que «brilla en la tiniebla» (Jn1,54) y que la tiniebla no ha derrotado
(cf. Jn 1,5). Aquí se comprende plenamente el sentido del Salmo 119:
«Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (v. 105); la
Palabra que resucita es esta luz definitiva en nuestro camino. Los
cristianos han sido conscientes desde el comienzo de que, en Cristo, la
Palabra de Dios está presente como Persona. La Palabra de Dios es la luz
verdadera que necesita el hombre. Sí, en la resurrección, el Hijo de Dios
surge como luz del mundo. Ahora, viviendo con él y por él, podemos vivir en
la luz.
13. Llegados, por decirlo así, al corazón de la «Cristología de la Palabra»,
es importante subrayar la unidad del designio divino en el Verbo encarnado.
Por eso, el Nuevo Testamento, de acuerdo con las Sagradas Escrituras, nos
presenta el misterio pascual como su más íntimo cumplimiento. San Pablo, en
la Primera carta a los Corintios, afirma que Jesucristo murió por nuestros
pecados «según las Escrituras» (15,3), y que resucitó al tercer día «según
las Escrituras» (1 Co 15,4). Con esto, el Apóstol pone el acontecimiento de
la muerte y resurrección del Señor en relación con la historia de la Antigua
Alianza de Dios con su pueblo. Es más, nos permite entender que esta
historia recibe de ello su lógica y su verdadero sentido. En el misterio
pascual se cumplen «las palabras de la Escritura, o sea, esta muerte
realizada "según las Escrituras" es un acontecimiento que contiene en sí un
logos, una lógica: la muerte de Cristo atestigua que la Palabra de Dios se
hizo "carne", "historia" humana».[39] También la resurrección de Jesús tiene
lugar «al tercer día según las Escrituras»: ya que, según la interpretación
judía, la corrupción comenzaba después del tercer día, la palabra de la
Escritura se cumple en Jesús que resucita antes de que comience la
corrupción. En este sentido, san Pablo, transmitiendo fielmente la enseñanza
de los Apóstoles (cf. 1 Co 15,3), subraya que la victoria de Cristo sobre la
muerte tiene lugar por el poder creador de la Palabra de Dios. Esta fuerza
divina da esperanza y gozo: es éste en definitiva el contenido liberador de
la revelación pascual. En la Pascua, Dios se revela a sí mismo y la potencia
del amor trinitario que aniquila las fuerzas destructoras del mal y de la
muerte.
Teniendo presente estos elementos esenciales de nuestra fe, podemos
contemplar así la profunda unidad en Cristo entre creación y nueva creación,
y de toda la historia de la salvación. Por recurrir a una imagen, podemos
comparar el cosmos a un «libro» -así decía Galileo Galilei- y considerarlo
«como la obra de un Autor que se expresa mediante la "sinfonía" de la
creación. Dentro de esta sinfonía se encuentra, en cierto momento, lo que en
lenguaje musical se llamaría un "solo", un tema encomendado a un solo
instrumento o a una sola voz, y es tan importante que de él depende el
significado de toda la ópera. Este "solo" es Jesús... El Hijo del hombre
resume en sí la tierra y el cielo, la creación y el Creador, la carne y el
Espíritu. Es el centro del cosmos y de la historia, porque en él se unen sin
confundirse el Autor y su obra».[40]
Dimensión
escatológica de la Palabra de Dios
14. De este modo, la Iglesia expresa su conciencia de que Jesucristo es la
Palabra definitiva de Dios; él es «el primero y el último» (Ap 1,17). Él ha
dado su sentido definitivo a la creación y a la historia; por eso, estamos
llamados a vivir el tiempo, a habitar la creación de Dios dentro de este
ritmo escatológico de la Palabra; «la economía cristiana, por ser la alianza
nueva y definitiva, nunca pasará; ni hay que esperar otra revelación pública
antes de la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor (cf. 1 Tm
6,14; Tt 2,13)».[41] En efecto, como han recordado los Padres durante el
Sínodo, la «especificidad del cristianismo se manifiesta en el
acontecimiento Jesucristo, culmen de la Revelación, cumplimiento de las
promesas de Dios y mediador del encuentro entre el hombre y Dios. Él, que
nos ha revelado a Dios (cf. Jn 1,18), es la Palabra única y definitiva
entregada a la humanidad».[42] San Juan de la Cruz ha expresado
admirablemente esta verdad: «Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que
es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez
en esta sola Palabra... Porque lo que hablaba antes en partes a los profetas
ya lo ha hablado a Él todo, dándonos el todo, que es su Hijo. Por lo cual,
el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación,
no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos
totalmente en Cristo, sin querer otra cosa o novedad».[43]
Por consiguiente, el Sínodo ha recomendado «ayudar a los fieles a distinguir
bien la Palabra de Dios de las revelaciones privadas»,[44] cuya función «no
es la de... "completar" la Revelación definitiva de Cristo, sino la de
ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia».[45] El
valor de las revelaciones privadas es esencialmente diferente al de la única
revelación pública: ésta exige nuestra fe; en ella, en efecto, a través de
palabras humanas y de la mediación de la comunidad viva de la Iglesia, Dios
mismo nos habla. El criterio de verdad de una revelación privada es su
orientación con respecto a Cristo. Cuando nos aleja de Él, entonces no
procede ciertamente del Espíritu Santo, que nos guía hacia el Evangelio y no
hacia fuera. La revelación privada es una ayuda para esta fe, y se
manifiesta como creíble precisamente cuando remite a la única revelación
pública. Por eso, la aprobación eclesiástica de una revelación privada
indica esencialmente que su mensaje no contiene nada contrario a la fe y a
las buenas costumbres; es lícito hacerlo público, y los fieles pueden dar su
asentimiento de forma prudente. Una revelación privada puede introducir
nuevos acentos, dar lugar a nuevas formas de piedad o profundizar las
antiguas. Puede tener un cierto carácter profético (cf. 1 Ts5,19-21) y
prestar una ayuda válida para comprender y vivir mejor el Evangelio en el
presente; de ahí que no se pueda descartar. Es una ayuda que se ofrece pero
que no es obligatorio usarla. En cualquier caso, ha de ser un alimento de la
fe, esperanza y caridad, que son para todos la vía permanente de la
salvación.[46]
La Palabra de Dios y el
Espíritu Santo
15. Después de habernos extendido sobre la Palabra última y definitiva de
Dios al mundo, es necesario referirse ahora a la misión del Espíritu Santo
en relación con la Palabra divina. En efecto, no se comprende auténticamente
la revelación cristiana sin tener en cuenta la acción del Paráclito. Esto
tiene que ver con el hecho de que la comunicación que Dios hace de sí mismo
implica siempre la relación entre el Hijo y el Espíritu Santo, a quienes
Ireneo de Lyon llama precisamente «las dos manos del Padre».[47] Por lo
demás, la Sagrada Escritura es la que nos indica la presencia del Espíritu
Santo en la historia de la salvación y, en particular, en la vida de Jesús,
a quien la Virgen María concibió por obra del Espíritu Santo (cf. Mt 1,18;
Lc1,35); al comienzo de su misión pública, en la orilla del Jordán, lo ve
que desciende sobre sí en forma de paloma (cf. Mt 3,16); Jesús actúa, habla
y exulta en este mismo Espíritu (cf. Lc10,21); y se ofrece a sí mismo en el
Espíritu (cf. Hb 9,14). Cuando estaba terminando su misión, según el relato
del Evangelista Juan, Jesús mismo pone en clara relación el don de su vida
con el envío del Espíritu a los suyos (cf. Jn 16,7). Después, Jesús
resucitado, llevando en su carne los signos de la pasión, infundió el
Espíritu (cf. Jn 20,22), haciendo a los suyos partícipes de su propia misión
(cf. Jn 20,21). El Espíritu Santo enseñará a los discípulos y les recordará
todo lo que Cristo ha dicho (cf. Jn 14,26), puesto que será Él, el Espíritu
de la Verdad (cf. Jn 15,26), quien llevará los discípulos a la Verdad entera
(cf. Jn 16,13). Por último, como se lee en los Hechos de los Apóstoles, el
Espíritu desciende sobre los Doce, reunidos en oración con María el día de
Pentecostés (cf. 2,1-4), y les anima a la misión de anunciar a todos los
pueblos la Buena Nueva.[48]
La Palabra de Dios, pues, se expresa con palabras humanas gracias a la obra
del Espíritu Santo. La misión del Hijo y la del Espíritu Santo son
inseparables y constituyen una única economía de la salvación. El mismo
Espíritu que actúa en la encarnación del Verbo, en el seno de la Virgen
María, es el mismo que guía a Jesús a lo largo de toda su misión y que será
prometido a los discípulos. El mismo Espíritu, que habló por los profetas,
sostiene e inspira a la Iglesia en la tarea de anunciar la Palabra de Dios y
en la predicación de los Apóstoles; es el mismo Espíritu, finalmente, quien
inspira a los autores de las Sagradas Escrituras.
16. Conscientes de este horizonte pneumatológico, los Padres sinodales han
querido señalar la importancia de la acción del Espíritu Santo en la vida de
la Iglesia y en el corazón de los creyentes en su relación con la Sagrada
Escritura.[49] Sin la acción eficaz del «Espíritu de la Verdad» (Jn14,16) no
se pueden comprender las palabras del Señor. Como recuerda san Ireneo: «Los
que no participan del Espíritu no obtienen del pecho de su madre (la
Iglesia) el nutrimento de la vida, no reciben nada de la fuente más pura que
brota del cuerpo de Cristo».[50] Puesto que la Palabra de Dios llega a
nosotros en el cuerpo de Cristo, en el cuerpo eucarístico y en el cuerpo de
las Escrituras, mediante la acción del Espíritu Santo, sólo puede ser
acogida y comprendida verdaderamente gracias al mismo Espíritu.
Los grandes escritores de la tradición cristiana consideran unánimemente la
función del Espíritu Santo en la relación de los creyentes con las
Escrituras. San Juan Crisóstomo afirma que la Escritura «necesita de la
revelación del Espíritu, para que descubriendo el verdadero sentido de las
cosas que allí se encuentran encerradas, obtengamos un provecho
abundante».[51] También san Jerónimo está firmemente convencido de que «no
podemos llegar a comprender la Escritura sin la ayuda del Espíritu Santo que
la ha inspirado».[52] San Gregorio Magno, por otra parte, subraya de modo
sugestivo la obra del mismo Espíritu en la formación e interpretación de la
Biblia: «Él mismo ha creado las palabras de los santos testamentos, él mismo
las desvela».[53] Ricardo de San Víctor recuerda que se necesitan «ojos de
paloma», iluminados e ilustrados por el Espíritu, para comprender el texto
sagrado.[54]
Quisiera subrayar también, con respecto a la relación entre el Espíritu
Santo y la Escritura, el testimonio significativo que encontramos en los
textos litúrgicos, donde la Palabra de Dios es proclamada, escuchada y
explicada a los fieles. Se trata de antiguas oraciones que en forma de
epíclesis invocan al Espíritu antes de la proclamación de las lecturas:
«Envía tu Espíritu Santo Paráclito sobre nuestras almas y haznos comprender
las Escrituras inspiradas por él; y a mí concédeme interpretarlas de manera
digna, para que los fieles aquí reunidos saquen provecho». Del mismo modo,
encontramos oraciones al final de la homilía que invocan a Dios pidiendo el
don del Espíritu sobre los fieles: «Dios salvador... te imploramos en favor
de este pueblo: envía sobre él el Espíritu Santo; el Señor Jesús lo visite,
hable a las mentes de todos y disponga los corazones para la fe y conduzca
nuestras almas hacia ti, Dios de las Misericordias».[55] De aquí resulta con
claridad que no se puede comprender el sentido de la Palabra si no se tiene
en cuenta la acción del Paráclito en la Iglesia y en los corazones de los
creyentes.
Tradición y Escritura
17. Al reafirmar el vínculo profundo entre el Espíritu Santo y la Palabra de
Dios, hemos sentado también las bases para comprender el sentido y el valor
decisivo de la Tradición viva y de las Sagradas Escrituras en la Iglesia. En
efecto, puesto que «tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único»
(Jn3,16), la Palabra divina, pronunciada en el tiempo, fue dada y
«entregada» a la Iglesia de modo definitivo, de tal manera que el anuncio de
la salvación se comunique eficazmente siempre y en todas partes. Como nos
recuerda la Constitución dogmática Dei Verbum, Jesucristo mismo «mandó a los
Apóstoles predicar a todos los hombres el Evangelio como fuente de toda
verdad salvadora y de toda norma de conducta, comunicándoles así los bienes
divinos: el Evangelio prometido por los profetas, que Él mismo cumplió y
promulgó con su boca. Este mandato se cumplió fielmente, pues los Apóstoles,
con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de
palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que
el Espíritu Santo les enseñó; además, los mismos Apóstoles y otros de su
generación pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el
Espíritu Santo».[56]
El Concilio Vaticano II recuerda también que esta Tradición de origen
apostólico es una realidad viva y dinámica, que «va creciendo en la Iglesia
con la ayuda del Espíritu Santo»; pero no en el sentido de que cambie en su
verdad, que es perenne. Más bien «crece la comprensión de las palabras y las
instituciones transmitidas», con la contemplación y el estudio, con la
inteligencia fruto de una más profunda experiencia espiritual, así como con
la «predicación de los que con la sucesión episcopal recibieron el carisma
seguro de la verdad».[57]
La Tradición viva es esencial para que la Iglesia vaya creciendo con el
tiempo en la comprensión de la verdad revelada en las Escrituras; en efecto,
«la misma Tradición da a conocer a la Iglesia el canon de los libros
sagrados y hace que los comprenda cada vez mejor y los mantenga siempre
activos».[58] En definitiva, es la Tradición viva de la Iglesia la que nos
hace comprender de modo adecuado la Sagrada Escritura como Palabra de Dios.
Aunque el Verbo de Dios precede y trasciende la Sagrada Escritura, en cuanto
inspirada por Dios, contiene la palabra divina (cf. 2 Tm 3,16) «en modo muy
singular».[59]
18. De aquí se deduce la importancia de educar y formar con claridad al
Pueblo de Dios, para acercarse a las Sagradas Escrituras en relación con la
Tradición viva de la Iglesia, reconociendo en ellas la misma Palabra de
Dios. Es muy importante, desde el punto de vista de la vida espiritual,
desarrollar esta actitud en los fieles. En este sentido, puede ser útil
recordar la analogía desarrollada por los Padres de la Iglesia entre el
Verbo de Dios que se hace «carne» y la Palabra que se hace «libro».[60] Esta
antigua tradición, según la cual, como dice san Ambrosio, «el cuerpo del
Hijo es la Escritura que se nos ha transmitido»,[61] es recogida por la
Constitución dogmática Dei Verbum, que afirma: «La Palabra de Dios,
expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la
Palabra del eterno Padre, asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo
semejante a los hombres».[62] Entendida de esta manera, la Sagrada
Escritura, aún en la multiplicidad de sus formas y contenidos, se nos
presenta como realidad unitaria. En efecto, «a través de todas las palabras
de la sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo único, en
quien él se dice en plenitud (cf. Hb1,1-3)»,[63] como ya advirtió con
claridad san Agustín: «Recordad que es una sola la Palabra de Dios que se
desarrolla en toda la Sagrada Escritura y uno solo el Verbo que resuena en
la boca de todos los escritores sagrados».[64]
En definitiva, mediante la obra del Espíritu Santo y bajo la guía del
Magisterio, la Iglesia transmite a todas las generaciones cuanto ha sido
revelado en Cristo. La Iglesia vive con la certeza de que su Señor, que
habló en el pasado, no cesa de comunicar hoy su Palabra en la Tradición viva
de la Iglesia y en la Sagrada Escritura. En efecto, la Palabra de Dios se
nos da en la Sagrada Escritura como testimonio inspirado de la revelación
que, junto con la Tradición viva de la Iglesia, es la regla suprema de la
fe.[65]
Sagrada Escritura,
inspiración y verdad
19. Un concepto clave para comprender el texto sagrado como Palabra de Dios
en palabras humanas es ciertamente el de inspiración. También aquí podemos
sugerir una analogía: así como el Verbo de Dios se hizo carne por obra del
Espíritu Santo en el seno de la Virgen María, así también la Sagrada
Escritura nace del seno de la Iglesia por obra del mismo Espíritu. La
Sagrada Escritura es «la Palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración
del Espíritu Santo».[66] De ese modo, se reconoce toda la importancia del
autor humano, que ha escrito los textos inspirados y, al mismo tiempo, a
Dios como el verdadero autor.
Como han afirmado los Padres sinodales, aparece con toda evidencia que el
tema de la inspiración es decisivo para una adecuada aproximación a las
Escrituras y para su correcta hermenéutica,[67] que se ha de hacer, a su
vez, en el mismo Espíritu en el que ha sido escrita.[68] Cuando se debilita
nuestra atención a la inspiración, se corre el riesgo de leer la Escritura
más como un objeto de curiosidad histórica que como obra del Espíritu Santo,
en la cual podemos escuchar la voz misma del Señor y conocer su presencia en
la historia.
Además, los Padres sinodales han destacado la conexión entre el tema de la
inspiración y el de la verdad de las Escrituras.[69] Por eso, la
profundización en el proceso de la inspiración llevará también sin duda a
una mayor comprensión de la verdad contenida en los libros sagrados. Como
afirma la doctrina conciliar sobre este punto, los libros inspirados enseñan
la verdad: «Como todo lo que afirman los hagiógrafos, o autores inspirados,
lo afirma el Espíritu Santo, se sigue que los libros sagrados enseñan
sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en
dichos libros para salvación nuestra. Por tanto, "toda la Escritura,
inspirada por Dios, es útil para enseñar, reprender, corregir, instruir en
la justicia; para que el hombre de Dios esté en forma, equipado para toda
obra buena" (2 Tm 3,16-17 gr.)».[70]
Ciertamente, la reflexión teológica ha considerado siempre la inspiración y
la verdad como dos conceptos clave para una hermenéutica eclesial de las
Sagradas Escrituras. Sin embargo, hay que reconocer la necesidad actual de
profundizar adecuadamente en esta realidad, para responder mejor a lo que
exige la interpretación de los textos sagrados según su naturaleza. En esa
perspectiva, expreso el deseo de que la investigación en este campo pueda
progresar y dar frutos para la ciencia bíblica y la vida espiritual de los
fieles.
Dios Padre, fuente y
origen de la Palabra
20. La economía de la revelación tiene su comienzo y origen en Dios Padre.
Su Palabra «hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos» (Sal 33,6).
Es Él quien da «a conocer la gloria de Dios, reflejada en Cristo» (2 Co 4,6;
cf. Mt 16,17; Lc9,29).
Dios, fuente de la revelación, se manifiesta como Padre en el Hijo «Logos
hecho carne» (cf. Jn1,14), que vino a cumplir la voluntad del que lo había
enviado (cf. Jn 4,34), y lleva a término la educación divina del hombre,
animada ya anteriormente por las palabras de los profetas y las maravillas
realizadas tanto en la creación como en la historia de su pueblo y de todos
los hombres. La revelación de Dios Padre culmina con la entrega por parte
del Hijo del don del Paráclito (cf. Jn 14,16), Espíritu del Padre y del
Hijo, que nos guía «hasta la verdad plena» (Jn16,13).
Y así, todas las promesas de Dios se han convertido en Jesucristo en un «sí»
(cf. 2 Co 1,20). De este modo se abre para el hombre la posibilidad de
recorrer el camino que lo lleva hasta el Padre (cf. Jn 14,6), para que al
final Dios sea «todo para todos» (1 Co 15,28).
21. Como pone de manifiesto la cruz de Cristo, Dios habla por medio de su
silencio. El silencio de Dios, la experiencia de la lejanía del Omnipotente
y Padre, es una etapa decisiva en el camino terreno del Hijo de Dios,
Palabra encarnada. Colgado del leño de la cruz, se quejó del dolor causado
por este silencio: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
(Mc15,34; Mt 27,46). Jesús, prosiguiendo hasta el último aliento de vida en
la obediencia, invocó al Padre en la oscuridad de la muerte. En el momento
de pasar a través de la muerte a la vida eterna, se confió a Él: «Padre, a
tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc23,46).
Esta experiencia de Jesús es indicativa de la situación del hombre que,
después de haber escuchado y reconocido la Palabra de Dios, ha de
enfrentarse también con su silencio. Muchos santos y místicos han vivido
esta experiencia, que también hoy se presenta en el camino de muchos
creyentes. El silencio de Dios prolonga sus palabras precedentes. En esos
momentos de oscuridad, habla en el misterio de su silencio. Por tanto, en la
dinámica de la revelación cristiana, el silencio aparece como una expresión
importante de la Palabra de Dios.
La respuesta del hombre al Dios que habla
Llamados a entrar en
la Alianza con Dios
22. Al subrayar la pluriformidad de la Palabra, hemos podido contemplar que
Dios habla y viene al encuentro del hombre de muy diversos modos, dándose a
conocer en el diálogo. Como han afirmado los Padres sinodales, «el diálogo,
cuando se refiere a la Revelación, comporta el primado de la Palabra de Dios
dirigida al hombre».[71] El misterio de la Alianza expresa esta relación
entre Dios que llama con su Palabra y el hombre que responde, siendo
claramente consciente de que no se trata de un encuentro entre dos que están
al mismo nivel; lo que llamamos Antigua y Nueva Alianza no es un acuerdo
entre dos partes iguales, sino puro don de Dios. Mediante este don de su
amor, supera toda distancia y nos convierte en sus «partners», llevando a
cabo así el misterio nupcial de amor entre Cristo y la Iglesia. En esta
visión, cada hombre se presenta como el destinatario de la Palabra,
interpelado y llamado a entrar en este diálogo de amor mediante su respuesta
libre. Dios nos ha hecho a cada uno capaces de escuchar y responder a la
Palabra divina. El hombre ha sido creado en la Palabra y vive en ella; no se
entiende a sí mismo si no se abre a este diálogo. La Palabra de Dios revela
la naturaleza filial y relacional de nuestra vida. Estamos verdaderamente
llamados por gracia a conformarnos con Cristo, el Hijo del Padre, y a ser
transformados en Él.
Dios
escucha al hombre y responde a sus interrogantes
23. En este diálogo con Dios nos comprendemos a nosotros mismos y
encontramos respuesta a las cuestiones más profundas que anidan en nuestro
corazón. La Palabra de Dios, en efecto, no se contrapone al hombre, ni
acalla sus deseos auténticos, sino que más bien los ilumina, purificándolos
y perfeccionándolos. Qué importante es descubrir en la actualidad que sólo
Dios responde a la sed que hay en el corazón de todo ser humano. En nuestra
época se ha difundido lamentablemente, sobre todo en Occidente, la idea de
que Dios es extraño a la vida y a los problemas del hombre y, más aún, de
que su presencia puede ser incluso una amenaza para su autonomía. En
realidad, toda la economía de la salvación nos muestra que Dios habla e
interviene en la historia en favor del hombre y de su salvación integral.
Por tanto, es decisivo desde el punto de vista pastoral mostrar la capacidad
que tiene la Palabra de Dios para dialogar con los problemas que el hombre
ha de afrontar en la vida cotidiana. Jesús se presenta precisamente como
Aquel que ha venido para que tengamos vida en abundancia (cf. Jn 10,10). Por
eso, debemos hacer cualquier esfuerzo para mostrar la Palabra de Dios como
una apertura a los propios problemas, una respuesta a nuestros
interrogantes, un ensanchamiento de los propios valores y, a la vez, como
una satisfacción de las propias aspiraciones. La pastoral de la Iglesia debe
saber mostrar que Dios escucha la necesidad del hombre y su clamor. Dice san
Buenaventura en el Breviloquium: «El fruto de la Sagrada Escritura no es uno
cualquiera, sino la plenitud de la felicidad eterna. En efecto, la Sagrada
Escritura es precisamente el libro en el que están escritas palabras de vida
eterna para que no sólo creamos, sino que poseamos también la vida eterna,
en la que veremos, amaremos y serán colmados todos nuestros deseos».[72]
Dialogar con Dios
mediante sus palabras
24. La Palabra divina nos introduce a cada uno en el coloquio con el Señor:
el Dios que habla nos enseña cómo podemos hablar con Él. Pensamos
espontáneamente en el Libro de los Salmos, donde se nos ofrecen las palabras
con que podemos dirigirnos a él, presentarle nuestra vida en coloquio ante
él y transformar así la vida misma en un movimiento hacia él.[73] En los
Salmos, en efecto, encontramos toda la articulada gama de sentimientos que
el hombre experimenta en su propia existencia y que son presentados con
sabiduría ante Dios; aquí se encuentran expresiones de gozo y dolor,
angustia y esperanza, temor y ansiedad. Además de los Salmos, hay también
muchos otros textos de la Sagrada Escritura que hablan del hombre que se
dirige a Dios mediante la oración de intercesión (cf. Ex 33,12-16), del
canto de júbilo por la victoria (cf. Ex 15), o de lamento en el cumplimiento
de la propia misión (cf. Jr 20,7-18). Así, la palabra que el hombre dirige a
Dios se hace también Palabra de Dios, confirmando el carácter dialogal de
toda la revelación cristiana,[74] y toda la existencia del hombre se
convierte en un diálogo con Dios que habla y escucha, que llama y mueve
nuestra vida. La Palabra de Dios revela aquí que toda la existencia del
hombre está bajo la llamada divina.[75]
Palabra de Dios y fe
25. «Cuando Dios revela, el hombre tiene que "someterse con la fe" (cf. Rm
16,26; Rm 1,5; 2 Co 10,5-6), por la que el hombre se entrega entera y
libremente a Dios, le ofrece "el homenaje total de su entendimiento y
voluntad", asintiendo libremente a lo que él ha revelado».[76] Con estas
palabras, la Constitución dogmática Dei Verbum expresa con precisión la
actitud del hombre en relación con Dios. La respuesta propia del hombre al
Dios que habla es la fe. En esto se pone de manifiesto que «para acoger la
Revelación, el hombre debe abrir la mente y el corazón a la acción del
Espíritu Santo que le hace comprender la Palabra de Dios, presente en las
sagradas Escrituras».[77] En efecto, la fe, con la que abrazamos de corazón
la verdad que se nos ha revelado y nos entregamos totalmente a Cristo, surge
precisamente por la predicación de la Palabra divina: «la fe nace del
mensaje, y el mensaje consiste en hablar de Cristo» (Rm10,17). La historia
de la salvación en su totalidad nos muestra de modo progresivo este vínculo
íntimo entre la Palabra de Dios y la fe, que se cumple en el encuentro con
Cristo. Con él, efectivamente, la fe adquiere la forma del encuentro con una
Persona a la que se confía la propia vida. Cristo Jesús está presente ahora
en la historia, en su cuerpo que es la Iglesia; por eso, nuestro acto de fe
es al mismo tiempo un acto personal y eclesial.
El pecado
como falta de escucha a la Palabra de Dios
26. La Palabra de Dios revela también inevitablemente la posibilidad
dramática por parte de la libertad del hombre de sustraerse a este diálogo
de alianza con Dios, para el que hemos sido creados. La Palabra divina, en
efecto, desvela también el pecado que habita en el corazón del hombre. Con
mucha frecuencia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento,
encontramos la descripción del pecado como un no prestar oído a la Palabra,
como ruptura de la Alianza y, por tanto, como la cerrazón frente a Dios que
llama a la comunión con él.[78]En efecto, la Sagrada Escritura nos muestra
que el pecado del hombre es esencialmente desobediencia y «no escuchar».
Precisamente la obediencia radical de Jesús hasta la muerte de cruz (cf. Flp
2,8) desenmascara totalmente este pecado. Con su obediencia, se realiza la
Nueva Alianza entre Dios y el hombre, y se nos da la posibilidad de la
reconciliación. Jesús, efectivamente, fue enviado por el Padre como víctima
de expiación por nuestros pecados y por los de todo el mundo (cf. 1 Jn 2,2;
4,10; Hb 7,27). Así, se nos ofrece la posibilidad misericordiosa de la
redención y el comienzo de una vida nueva en Cristo. Por eso, es importante
educar a los fieles para que reconozcan la raíz del pecado en la negativa a
escuchar la Palabra del Señor, y a que acojan en Jesús, Verbo de Dios, el
perdón que nos abre a la salvación.
María «Mater Verbi Dei»
y «Mater fidei»
27. Los Padres sinodales han declarado que el objetivo fundamental de la XII
Asamblea era «renovar la fe de la Iglesia en la Palabra de Dios»; por eso es
necesario mirar allí donde la reciprocidad entre Palabra de Dios y fe se ha
cumplido plenamente, o sea, en María Virgen, «que con su sí a la Palabra de
la Alianza y a su misión, cumple perfectamente la vocación divina de la
humanidad».[79] La realidad humana, creada por medio del Verbo, encuentra su
figura perfecta precisamente en la fe obediente de María. Ella, desde la
Anunciación hasta Pentecostés, se nos presenta como mujer enteramente
disponible a la voluntad de Dios. Es la Inmaculada Concepción, la «llena de
gracia» por Dios (cf. Lc1,28), incondicionalmente dócil a la Palabra divina
(cf. Lc 1,38). Su fe obediente plasma cada instante de su existencia según
la iniciativa de Dios. Virgen a la escucha, vive en plena sintonía con la
Palabra divina; conserva en su corazón los acontecimientos de su Hijo,
componiéndolos como en un único mosaico (cf. Lc 2,19.51).[80]
Es necesario ayudar a los fieles a descubrir de una manera más perfecta el
vínculo entre María de Nazaret y la escucha creyente de la Palabra divina.
Exhorto también a los estudiosos a que profundicen más la relación entre
mariología y teología de la Palabra. De esto se beneficiarán tanto la vida
espiritual como los estudios teológicos y bíblicos. Efectivamente, todo lo
que la inteligencia de la fe ha tratado con relación a María se encuentra en
el centro más íntimo de la verdad cristiana. En realidad, no se puede pensar
en la encarnación del Verbo sin tener en cuenta la libertad de esta joven
mujer, que con su consentimiento coopera de modo decisivo a la entrada del
Eterno en el tiempo. Ella es la figura de la Iglesia a la escucha de la
Palabra de Dios, que en ella se hace carne. María es también símbolo de la
apertura a Dios y a los demás; escucha activa, que interioriza, asimila, y
en la que la Palabra se convierte en forma de vida.
28. En esta circunstancia, deseo llamar la atención sobre la familiaridad de
María con la Palabra de Dios. Esto resplandece con particular brillo en el
Magníficat. En cierto sentido, aquí se ve cómo ella se identifica con la
Palabra, entra en ella; en este maravilloso cántico de fe, la Virgen alaba
al Señor con su misma Palabra: «El Magníficat -un retrato de su alma, por
decirlo así- está completamente tejido por los hilos tomados de la Sagrada
Escritura, de la Palabra de Dios. Así se pone de relieve que la Palabra de
Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda
naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se
convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Así se
pone de manifiesto, además, que sus pensamientos están en sintonía con el
pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios. Al estar
íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de
la Palabra encarnada».[81]
Además, la referencia a la Madre de Dios nos muestra que el obrar de Dios en
el mundo implica siempre nuestra libertad, porque, en la fe, la Palabra
divina nos transforma. También nuestra acción apostólica y pastoral será
eficaz en la medida en que aprendamos de María a dejarnos plasmar por la
obra de Dios en nosotros: «La atención devota y amorosa a la figura de
María, como modelo y arquetipo de la fe de la Iglesia, es de importancia
capital para realizar también hoy un cambio concreto de paradigma en la
relación de la Iglesia con la Palabra, tanto en la actitud de escucha orante
como en la generosidad del compromiso en la misión y el anuncio».[82]
Contemplando en la Madre de Dios una existencia totalmente modelada por la
Palabra, también nosotros nos sentimos llamados a entrar en el misterio de
la fe, con la que Cristo viene a habitar en nuestra vida. San Ambrosio nos
recuerda que todo cristiano que cree, concibe en cierto sentido y engendra
al Verbo de Dios en sí mismo: si, en cuanto a la carne, sólo existe una
Madre de Cristo, en cuanto a la fe, en cambio, Cristo es el fruto de
todos.[83] Así pues, todo lo que le sucedió a María puede sucedernos ahora a
cualquiera de nosotros en la escucha de la Palabra y en la celebración de
los sacramentos.
La hermenéutica de la sagrada Escritura en la Iglesia
La
Iglesia lugar originario de la hermenéutica de la Biblia
29. Otro gran tema que surgió durante el Sínodo, y sobre el que ahora deseo
llamar la atención, es la interpretación de la Sagrada Escritura en la
Iglesia. Precisamente el vínculo intrínseco entre Palabra y fe muestra que
la auténtica hermenéutica de la Biblia sólo es posible en la fe eclesial,
que tiene su paradigma en el sí de María. San Buenaventura afirma en este
sentido que, sin la fe, falta la clave de acceso al texto sagrado: «Éste es
el conocimiento de Jesucristo del que se derivan, como de una fuente, la
seguridad y la inteligencia de toda la sagrada Escritura. Por eso, es
imposible adentrarse en su conocimiento sin tener antes la fe infusa de
Cristo, que es faro, puerta y fundamento de toda la Escritura».[84] E
insiste con fuerza santo Tomás de Aquino, mencionando a san Agustín:
«También la letra del evangelio mata si falta la gracia interior de la fe
que sana».[85]
Esto nos permite llamar la atención sobre un criterio fundamental de la
hermenéutica bíblica: el lugar originario de la interpretación
escriturística es la vida de la Iglesia. Esta afirmación no pone la
referencia eclesial como un criterio extrínseco al que los exegetas deben
plegarse, sino que es requerida por la realidad misma de las Escrituras y
por cómo se han ido formando con el tiempo. En efecto, «las tradiciones de
fe formaban el ambiente vital en el que se insertó la actividad literaria de
los autores de la sagrada Escritura. Esta inserción comprendía también la
participación en la vida litúrgica y la actividad externa de las
comunidades, su mundo espiritual, su cultura y las peripecias de su destino
histórico. La interpretación de la sagrada Escritura exige por eso, de modo
semejante, la participación de los exegetas en toda la vida y la fe de la
comunidad creyente de su tiempo».[86] Por consiguiente, ya que «la Escritura
se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita»,[87]
es necesario que los exegetas, teólogos y todo el Pueblo de Dios se acerquen
a ella según lo que ella realmente es, Palabra de Dios que se nos comunica a
través de palabras humanas (cf. 1 Ts 2,13). Éste es un dato constante e
implícito en la Biblia misma: «Ninguna predicción de la Escritura está a
merced de interpretaciones personales; porque ninguna predicción antigua
aconteció por designio humano; hombres como eran, hablaron de parte de Dios»
(2 P 1,20-21). Por otra parte, es precisamente la fe de la Iglesia quien
reconoce en la Biblia la Palabra de Dios; como dice admirablemente san
Agustín: «No creería en el Evangelio si no me moviera la autoridad de la
Iglesia católica».[88] Es el Espíritu Santo, que anima la vida de la
Iglesia, quien hace posible la interpretación auténtica de las Escrituras.
La Biblia es el libro de la Iglesia, y su verdadera hermenéutica brota de su
inmanencia en la vida eclesial.
30. San Jerónimo recuerda que nunca podemos leer solos la Escritura.
Encontramos demasiadas puertas cerradas y caemos fácilmente en el error. La
Biblia ha sido escrita por el Pueblo de Dios y para el Pueblo de Dios, bajo
la inspiración del Espíritu Santo. Sólo en esta comunión con el Pueblo de
Dios podemos entrar realmente, con el «nosotros», en el núcleo de la verdad
que Dios mismo quiere comunicarnos.[89] El gran estudioso, para el cual
«quien no conoce las Escrituras no conoce a Cristo»,[90] sostiene que la
eclesialidad de la interpretación bíblica no es una exigencia impuesta desde
el exterior; el Libro es precisamente la voz del Pueblo de Dios peregrino, y
sólo en la fe de este Pueblo estamos, por decirlo así, en la tonalidad
adecuada para entender la Escritura. Una auténtica interpretación de la
Biblia ha de concordar siempre armónicamente con la fe de la Iglesia
católica. San Jerónimo se dirigía a un sacerdote de la siguiente manera:
«Permanece firmemente unido a la doctrina tradicional que se te ha enseñado,
para que puedas exhortar de acuerdo con la sana doctrina y rebatir a
aquellos que la contradicen».[91]
Aproximaciones al texto sagrado que prescindan de la fe pueden sugerir
elementos interesantes, deteniéndose en la estructura del texto y sus
formas; sin embargo, dichos intentos serían inevitablemente sólo
preliminares y estructuralmente incompletos. En efecto, como ha afirmado la
Pontificia Comisión Bíblica, haciéndose eco de un principio compartido en la
hermenéutica moderna, el «adecuado conocimiento del texto bíblico es
accesible sólo a quien tiene una afinidad viva con lo que dice el
texto».[92] Todo esto pone de relieve la relación entre vida espiritual y
hermenéutica de la Escritura. Efectivamente, «con el crecimiento de la vida
en el Espíritu crece también, en el lector, la comprensión de las realidades
de las que habla el texto bíblico».[93] La intensidad de una auténtica
experiencia eclesial acrecienta sin duda la inteligencia de la fe verdadera
respecto a la Palabra de Dios; recíprocamente, se debe decir que leer en la
fe las Escrituras aumenta la vida eclesial misma. De aquí se percibe de modo
nuevo la conocida frase de san Gregorio Magno: «Las palabras divinas crecen
con quien las lee».[94]De este modo, la escucha de la Palabra de Dios
introduce y aumenta la comunión eclesial de los que caminan en la fe.
«Alma de la Teología»
31. «Por eso, el estudio de las sagradas Escrituras ha de ser como el alma
de la teología».[95]Esta expresión de la Constitución dogmática Dei Verbum
se ha hecho cada vez más familiar en los últimos años. Podemos decir que en
la época posterior al Concilio Vaticano II, por lo que respecta a los
estudios teológicos y exegéticos, se han referido con frecuencia a dicha
expresión como símbolo de un interés renovado por la Sagrada Escritura.
También la XII Asamblea del Sínodo de los Obispos ha acudido con frecuencia
a esta conocida afirmación para indicar la relación entre investigación
histórica y hermenéutica de la fe, en referencia al texto sagrado. En esta
perspectiva, los Padres han reconocido con alegría el crecimiento del
estudio de la Palabra de Dios en la Iglesia a lo largo de los últimos
decenios, y han expresado un vivo agradecimiento a los numerosos exegetas y
teólogos que con su dedicación, empeño y competencia han contribuido
esencialmente, y continúan haciéndolo, a la profundización del sentido de
las Escrituras, afrontando los problemas complejos que en nuestros días se
presentan a la investigación bíblica.[96] Y también han manifestado sincera
gratitud a los miembros de la Pontificia Comisión Bíblica que, en estrecha
relación con la Congregación para la Doctrina de la Fe, han ido dando en
estos años y siguen dando su cualificada aportación para afrontar cuestiones
inherentes al estudio de la Sagrada Escritura. El Sínodo, además, ha sentido
la necesidad de preguntarse por el estado actual de los estudios bíblicos y
su importancia en el ámbito teológico. En efecto, la eficacia pastoral de la
acción de la Iglesia y de la vida espiritual de los fieles depende en gran
parte de la fecunda relación entre exegesis y teología. Por eso, considero
importante retomar algunas reflexiones surgidas durante la discusión sobre
este tema en los trabajos del Sínodo.
Desarrollo de la investigación bíblica y Magisterio eclesial
32. En primer lugar, es necesario reconocer el beneficio aportado por la
exegesis histórico-crítica a la vida de la Iglesia, así como otros métodos
de análisis del texto desarrollados recientemente.[97] Para la visión
católica de la Sagrada Escritura, la atención a estos métodos es
imprescindible y va unida al realismo de la encarnación: «Esta necesidad es
la consecuencia del principio cristiano formulado en el Evangelio de san
Juan: "Verbum caro factum est" (Jn1,14). El hecho histórico es una dimensión
constitutiva de la fe cristiana. La historia de la salvación no es una
mitología, sino una verdadera historia y, por tanto, hay que estudiarla con
los métodos de la investigación histórica seria».[98] Así pues, el estudio
de la Biblia exige el conocimiento y el uso apropiado de estos métodos de
investigación. Si bien es cierto que esta sensibilidad en el ámbito de los
estudios se ha desarrollado más intensamente en la época moderna, aunque no
de igual modo en todas partes, sin embargo, la sana tradición eclesial ha
tenido siempre amor por el estudio de la «letra». Baste recordar aquí que,
en la raíz de la cultura monástica, a la que debemos en último término el
fundamento de la cultura europea, se encuentra el interés por la palabra. El
deseo de Dios incluye el amor por la palabra en todas sus dimensiones:
«Porque, en la Palabra bíblica, Dios está en camino hacia nosotros y
nosotros hacia él, hace falta aprender a penetrar en el secreto de la
lengua, comprenderla en su estructura y en el modo de expresarse. Así,
precisamente por la búsqueda de Dios, resultan importantes las ciencias
profanas que nos señalan el camino hacia la lengua».[99]
33. El Magisterio vivo de la Iglesia, al que le corresponde «interpretar
auténticamente la Palabra de Dios, oral o escrita»,[100] ha intervenido con
sabio equilibrio en relación a la postura adecuada que se ha de adoptar ante
la introducción de nuevos métodos de análisis histórico. Me refiero en
particular a las encíclicas Providentissimus Deus del Papa León XIII y
Divino afflante Spiritu del Papa Pío XII. Con ocasión de la celebración del
centenario y cincuenta aniversario, respectivamente, de su publicación, mi
venerable predecesor, Juan Pablo II, recordó la importancia de estos
documentos para la exegesis y la teología.[101] La intervención del Papa
León XIII tuvo el mérito de proteger la interpretación católica de la Biblia
de los ataques del racionalismo, pero sin refugiarse por ello en un sentido
espiritual desconectado de la historia. Sin rechazar la crítica científica,
desconfiaba solamente «de las opiniones preconcebidas que pretenden fundarse
en la ciencia, pero que, en realidad, hacen salir subrepticiamente a la
ciencia de su campo propio».[102] El Papa Pío XII, en cambio, se enfrentaba
a los ataques de los defensores de una exegesis llamada mística, que
rechazaba cualquier aproximación científica. La Encíclica Divino afflante
Spiritu, ha evitado con gran sensibilidad alimentar la idea de una dicotomía
entre «la exegesis científica», destinada a un uso apologético, y «la
interpretación espiritual reservada a un uso interno», reivindicando en
cambio tanto el «alcance teológico del sentido literal definido
metódicamente», como la pertenencia de la «determinación del sentido
espiritual... en el campo de la ciencia exegética».[103] De ese modo, ambos
documentos rechazaron «la ruptura entre lo humano y lo divino, entre la
investigación científica y la mirada de la fe, y entre el sentido literal y
el sentido espiritual».[104] Este equilibrio se ha manifestado a
continuación en el documento de la Pontificia Comisión Bíblica de 1993: «En
el trabajo de interpretación, los exegetas católicos no deben olvidar nunca
que lo que interpretan es la Palabra de Dios. Su tarea no termina con la
distinción de las fuentes, la definición de formas o la explicación de los
procedimientos literarios. La meta de su trabajo se alcanza cuando aclaran
el significado del texto bíblico como Palabra actual de Dios».[105]
La hermenéutica bíblica conciliar: una indicación que se ha de seguir
34. Teniendo en cuenta este horizonte, se pueden apreciar mejor los grandes
principios de la exegesis católica sobre la interpretación, expresados por
el Concilio Vaticano II, de modo particular en la Constitución dogmática Dei
Verbum: «Puesto que Dios habla en la Escritura por medio de hombres y en
lenguaje humano, el intérprete de la Escritura, para conocer lo que Dios
quiso comunicarnos, debe estudiar con atención lo que los autores querían
decir y Dios quería dar a conocer con dichas palabras».[106] Por un lado, el
Concilio subraya como elementos fundamentales para captar el sentido
pretendido por el hagiógrafo el estudio de los géneros literarios y la
contextualización. Y, por otro lado, debiéndose interpretar en el mismo
Espíritu en que fue escrita, la Constitución dogmática señala tres criterios
básicos para tener en cuenta la dimensión divina de la Biblia: 1)
Interpretar el texto considerando la unidad de toda la Escritura; esto se
llama hoy exegesis canónica; 2) tener presente la Tradición viva de toda la
Iglesia; y, finalmente, 3) observar la analogía de la fe. «Sólo donde se
aplican los dos niveles metodológicos, el histórico-crítico y el teológico,
se puede hablar de una exegesis teológica, de una exegesis adecuada a este
libro».[107]
Los Padres sinodales han afirmado con razón que el fruto positivo del uso de
la investigación histórico-crítica moderna es innegable. Sin embargo,
mientras la exegesis académica actual, también la católica, trabaja a un
gran nivel en cuanto se refiere a la metodología histórico-crítica, también
con sus más recientes integraciones, es preciso exigir un estudio análogo de
la dimensión teológica de los textos bíblicos, con el fin de que progrese la
profundización, de acuerdo a los tres elementos indicados por la
Constitución dogmática Dei Verbum.[108]
El
peligro del dualismo y la hermenéutica secularizada
35. A este propósito hay que señalar el grave riesgo de dualismo que hoy se
produce al abordar las Sagradas Escrituras. En efecto, al distinguir los dos
niveles mencionados del estudio de la Biblia, en modo alguno se pretende
separarlos, ni contraponerlos, ni simplemente yuxtaponerlos. Éstos se dan
sólo en reciprocidad. Lamentablemente, sucede más de una vez que una estéril
separación entre ellos genera una separación entre exegesis y teología, que
«se produce incluso en los niveles académicos más elevados».[109] Quisiera
recordar aquí las consecuencias más preocupantes que se han de evitar.
a) Ante todo, si la actividad exegética se reduce únicamente al primer
nivel, la Escritura misma se convierte sólo en un texto del pasado: «Se
pueden extraer de él consecuencias morales, se puede aprender la historia,
pero el libro como tal habla sólo del pasado y la exegesis ya no es
realmente teológica, sino que se convierte en pura historiografía, en
historia de la literatura».[110] Está claro que con semejante reducción no
se puede de ningún modo comprender el evento de la revelación de Dios
mediante su Palabra que se nos transmite en la Tradición viva y en la
Escritura.
b) La falta de una hermenéutica de la fe con relación a la Escritura no se
configura únicamente en los términos de una ausencia; es sustituida por otra
hermenéutica, una hermenéutica secularizada, positivista, cuya clave
fundamental es la convicción de que Dios no aparece en la historia humana.
Según esta hermenéutica, cuando parece que hay un elemento divino, hay que
explicarlo de otro modo y reducir todo al elemento humano. Por consiguiente,
se proponen interpretaciones que niegan la historicidad de los elementos
divinos.[111]
c) Una postura como ésta, no hace más que producir daño en la vida de la
Iglesia, extendiendo la duda sobre los misterios fundamentales del
cristianismo y su valor histórico como, por ejemplo, la institución de la
Eucaristía y la resurrección de Cristo. Así se impone, de hecho, una
hermenéutica filosófica que niega la posibilidad de la entrada y la
presencia de Dios en la historia. La adopción de esta hermenéutica en los
estudios teológicos introduce inevitablemente un grave dualismo entre la
exegesis, que se apoya únicamente en el primer nivel, y la teología, que se
deja a merced de una espiritualización del sentido de las Escrituras no
respetuosa del carácter histórico de la revelación.
d) Todo esto resulta negativo también para la vida espiritual y la actividad
pastoral: «La consecuencia de la ausencia del segundo nivel metodológico es
la creación de una profunda brecha entre exegesis científica y lectio
divina. Precisamente de aquí surge a veces cierta perplejidad también en la
preparación de las homilías».[112] Hay que señalar, además, que este
dualismo produce a veces incertidumbre y poca solidez en el camino de
formación intelectual de algunos candidatos a los ministerios
eclesiales.[113] En definitiva, «cuando la exegesis no es teología, la
Escritura no puede ser el alma de la teología y, viceversa, cuando la
teología no es esencialmente interpretación de la Escritura en la Iglesia,
esta teología ya no tiene fundamento».[114] Por tanto, es necesario volver
decididamente a considerar con más atención las indicaciones emanadas por la
Constitución dogmática Dei Verbum a este propósito.
Fe y razón en relación
con la Escritura
36. Pienso que puede ayudar a comprender de manera más completa la exegesis
y, por tanto, su relación con toda la teología, lo que escribió a este
propósito el Papa Juan Pablo II en la Encíclica Fides et ratio.
Efectivamente, él decía que no se ha de minimizar «el peligro de la
aplicación de una sola metodología para llegar a la verdad de la sagrada
Escritura, olvidando la necesidad de una exegesis más amplia que permita
comprender, junto con toda la Iglesia, el sentido pleno de los textos.
Cuantos se dedican al estudio de las sagradas Escrituras deben tener siempre
presente que las diversas metodologías hermenéuticas se apoyan en una
determinada concepción filosófica. Por ello, es preciso analizarla con
discernimiento antes de aplicarla a los textos sagrados».[115]
Esta penetrante reflexión nos permite notar que lo que está en juego en la
hermenéutica con que se aborda la Sagrada Escritura es inevitablemente la
correcta relación entre fe y razón. En efecto, la hermenéutica secularizada
de la Sagrada Escritura es fruto de una razón que estructuralmente se cierra
a la posibilidad de que Dios entre en la vida de los hombres y les hable con
palabras humanas. También en este caso, pues, es necesario invitar a
ensanchar los espacios de nuestra racionalidad.[116] Por eso, en la
utilización de los métodos de análisis histórico, hay que evitar asumir,
allí donde se presente, criterios que por principio no admiten la revelación
de Dios en la vida de los hombres. La unidad de los dos niveles del trabajo
de interpretación de la Sagrada Escritura presupone, en definitiva, una
armonía entre la fe y la razón. Por una parte, se necesita una fe que,
manteniendo una relación adecuada con la recta razón, nunca degenere en
fideísmo, el cual, por lo que se refiere a la Escritura, llevaría a lecturas
fundamentalistas. Por otra parte, se necesita una razón que, investigando
los elementos históricos presentes en la Biblia, se muestre abierta y no
rechace a priori todo lo que exceda su propia medida. Por lo demás, la
religión del Logos encarnado no dejará de mostrarse profundamente razonable
al hombre que busca sinceramente la verdad y el sentido último de la propia
vida y de la historia.
Sentido literal y sentido
espiritual
37. Como se ha afirmado en la Asamblea sinodal, una aportación significativa
para la recuperación de una adecuada hermenéutica de la Escritura proviene
también de una escucha renovada de los Padres de la Iglesia y de su enfoque
exegético.[117] En efecto, los Padres de la Iglesia nos muestran todavía hoy
una teología de gran valor, porque en su centro está el estudio de la
Sagrada Escritura en su integridad. Efectivamente, los Padres son en primer
lugar y esencialmente unos «comentadores de la Sagrada Escritura».[118] Su
ejemplo puede «enseñar a los exegetas modernos un acercamiento
verdaderamente religioso a la Sagrada Escritura, así como una interpretación
que se ajusta constantemente al criterio de comunión con la experiencia de
la Iglesia, que camina a través de la historia bajo la guía del Espíritu
Santo».[119]
Aunque obviamente no conocían los recursos de carácter filológico e
histórico de que dispone la exegesis moderna, la tradición patrística y
medieval sabía reconocer los diversos sentidos de la Escritura, comenzando
por el literal, es decir, «el significado por la palabras de la Escritura y
descubierto por la exegesis que sigue las reglas de la justa
interpretación».[120] Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, afirma: «Todos los
sentidos de la sagrada Escritura se basan en el sentido literal».[121] Pero
se ha de recordar que en la época patrística y medieval cualquier forma de
exegesis, también la literal, se hacía basándose en la fe y no había
necesariamente distinción entre sentido literal y sentido espiritual. Se
tenga en cuenta a este propósito el dístico clásico que representa la
relación entre los diversos sentidos de la Escritura:
«Littera gesta docet, quid credas allegoria,
Moralis quid agas, quo tendas anagogia.
La letra enseña los hechos, la alegoría lo que se ha de creer,
el sentido moral lo que hay que hacer y la anagogía hacia dónde se
tiende».[122]
Aquí observamos la unidad y la articulación entre sentido literal y sentido
espiritual, el cual se subdivide a su vez en tres sentidos, que describen
los contenidos de la fe, la moral y la tensión escatológica.
En definitiva, reconociendo el valor y la necesidad del método
histórico-crítico aun con sus limitaciones, la exegesis patrística nos
enseña que «no se es fiel a la intención de los textos bíblicos, sino cuando
se procura encontrar, en el corazón de su formulación, la realidad de fe que
expresan, y se enlaza ésta a la experiencia creyente de nuestro mundo».[123]
Sólo en esta perspectiva se puede reconocer que la Palabra de Dios está viva
y se dirige a cada uno en el momento presente de nuestra vida. En este
sentido, sigue siendo plenamente válido lo que afirma la Pontificia Comisión
Bíblica, cuando define el sentido espiritual según la fe cristiana, como «el
sentido expresado por los textos bíblicos, cuando se los lee bajo la
influencia del Espíritu Santo en el contexto del misterio pascual de Cristo
y de la vida nueva que proviene de él. Este contexto existe efectivamente.
El Nuevo Testamento reconoce en él el cumplimiento de las Escrituras. Es,
pues, normal releer las Escrituras a la luz de este nuevo contexto, que es
el de la vida en el Espíritu».[124]
Necesidad de trascender la
«letra»
38. Para restablecer la articulación entre los diferentes sentidos
escriturísticos es decisivo comprender el paso de la letra al espíritu. No
se trata de un paso automático y espontáneo; se necesita más bien trascender
la letra: «De hecho, la Palabra de Dios nunca está presente en la simple
literalidad del texto. Para alcanzarla hace falta trascender y un proceso de
comprensión que se deja guiar por el movimiento interior del conjunto y por
ello debe convertirse también en un proceso vital».[125] Descubrimos así la
razón por la que un proceso de interpretación auténtico no es sólo
intelectual sino también vital, que reclama una total implicación en la vida
eclesial, en cuanto vida «según el Espíritu» (Ga 5,16). De ese modo resultan
más claros los criterios expuestos en el número 12 de la Constitución
dogmática Dei Verbum: este trascender no puede hacerse en un solo fragmento
literario, sino en relación con la Escritura en su totalidad. En efecto, la
Palabra hacia la que estamos llamados a trascender es única. Ese proceso
tiene un aspecto íntimamente dramático, puesto que en el trascender, el paso
que tiene lugar por la fuerza del Espíritu está inevitablemente relacionado
con la libertad de cada uno. San Pablo vivió plenamente en su propia
existencia este paso. Con la frase: «la pura letra mata y, en cambio, el
Espíritu da vida» (2 Co 3,6), ha expresado de modo radical lo que significa
trascender la letra y su comprensión a partir de la totalidad. San Pablo
descubre que «el Espíritu liberador tiene un nombre y que la libertad tiene
por tanto una medida interior: "El Señor es el Espíritu, y donde hay el
Espíritu del Señor hay libertad" (2 Co 3,17). El Espíritu liberador no es
simplemente la propia idea, la visión personal de quien interpreta. El
Espíritu es Cristo, y Cristo es el Señor que nos indica el camino».[126]
Sabemos también que este paso fue para san Agustín dramático y al mismo
tiempo liberador; él, gracias a ese trascender propio de la interpretación
tipológica que aprendió de san Ambrosio, según la cual todo el Antiguo
Testamento es un camino hacia Jesucristo, creyó en las Escrituras, que se le
presentaban en un primer momento tan diferentes entre sí y, a veces, llenas
de vulgaridades. Para san Agustín, el trascender la letra le ha hecho
creíble la letra misma y le ha permitido encontrar finalmente la respuesta a
las profundas inquietudes de su espíritu, sediento de verdad.[127]
Unidad intrínseca de la Biblia
39. En la escuela de la gran tradición de la Iglesia aprendemos a captar
también la unidad de toda la Escritura en el paso de la letra al espíritu,
ya que la Palabra de Dios que interpela nuestra vida y la llama
constantemente a la conversión es una sola.[128] Sigue siendo para nosotros
una guía segura lo que decía Hugo de San Víctor: «Toda la divina Escritura
es un solo libro y este libro es Cristo, porque toda la Escritura habla de
Cristo y se cumple en Cristo».[129] Ciertamente, la Biblia, vista bajo el
aspecto puramente histórico o literario, no es simplemente un libro, sino
una colección de textos literarios, cuya composición se extiende a lo largo
de más de un milenio, y en los que no es fácil reconocer una unidad
interior; hay incluso tensiones visibles entre ellos. Esto vale para la
Biblia de Israel, que los cristianos llamamos Antiguo Testamento. Pero
todavía más cuando los cristianos relacionamos los escritos del Nuevo
Testamento, casi como clave hermenéutica, con la Biblia de Israel,
interpretándola así como camino hacia Cristo. Generalmente, en el Nuevo
Testamento no se usa el término «la Escritura» (cf. Rm 4,3; 1 P 2,6), sino
«las Escrituras» (cf. Mt 21,43; Jn 5,39; Rm 1,2; 2 P3,16), que son
consideradas, en su conjunto, como la única Palabra de Dios dirigida a
nosotros.[130] Así, aparece claramente que quien da unidad a todas las
«Escrituras» en relación a la única «Palabra» es la persona de Cristo. De
ese modo, se comprende lo que afirmaba el número 12 de la Constitución
dogmática Dei Verbum, indicando la unidad interna de toda la Biblia como
criterio decisivo para una correcta hermenéutica de la fe.
Relación entre
Antiguo y Nuevo Testamento
40. En la perspectiva de la unidad de las Escrituras en Cristo, tanto los
teólogos como los pastores han de ser conscientes de las relaciones entre el
Antiguo y el Nuevo Testamento. Ante todo, está muy claro que el mismo Nuevo
Testamento reconoce el Antiguo Testamento como Palabra de Dios y acepta, por
tanto, la autoridad de las Sagradas Escrituras del pueblo judío.[131] Las
reconoce implícitamente al aceptar el mismo lenguaje y haciendo referencia
con frecuencia a pasajes de estas Escrituras. Las reconoce explícitamente,
pues cita muchas partes y se sirve de ellas en sus argumentaciones. Así, la
argumentación basada en textos del Antiguo Testamento constituye para el
Nuevo Testamento un valor decisivo, superior al de los simples razonamientos
humanos. En el cuarto Evangelio, Jesús declara en este sentido que la
Escritura «no puede fallar» (Jn10,35), y san Pablo precisa concretamente que
la revelación del Antiguo Testamento es válida también para nosotros, los
cristianos (cf. Rm 15,4; 1 Co10,11).[132] Además, afirmamos que «Jesús de
Nazaret fue un judío y la Tierra Santa es la tierra madre de la
Iglesia»;[133] en el Antiguo y Nuevo Testamento se encuentra la raíz del
cristianismo y el cristianismo se nutre siempre de ella. Por tanto, la sana
doctrina cristiana ha rechazado siempre cualquier forma de marcionismo
recurrente, que tiende de diversos modos a contraponer el Antiguo con el
Nuevo Testamento.[134]
Además, el mismo Nuevo Testamento se declara conforme al Antiguo Testamento,
y proclama que en el misterio de la vida, muerte y resurrección de Cristo
las Sagradas Escrituras del pueblo judío han encontrado su perfecto
cumplimiento. Por otra parte, es necesario observar que el concepto de
cumplimiento de las Escrituras es complejo, porque comporta una triple
dimensión: un aspecto fundamental de continuidad con la revelación del
Antiguo Testamento, un aspecto de ruptura y otro de cumplimiento y
superación. El misterio de Cristo está en continuidad de intención con el
culto sacrificial del Antiguo Testamento; sin embargo, se ha realizado de un
modo diferente, de acuerdo con muchos oráculos de los profetas, alcanzando
así una perfección nunca lograda antes. El Antiguo Testamento, en efecto,
está lleno de tensiones entre sus aspectos institucionales y proféticos. El
misterio pascual de Cristo es plenamente conforme -de un modo que no era
previsible- con las profecías y el carácter prefigurativo de las Escrituras;
no obstante, presenta evidentes aspectos de discontinuidad respecto a las
instituciones del Antiguo Testamento.
41. Estas consideraciones muestran así la importancia insustituible del
Antiguo Testamento para los cristianos y, al mismo tiempo, destacan la
originalidad de la lectura cristológica. Desde los tiempos apostólicos y,
después, en la Tradición viva, la Iglesia ha mostrado la unidad del plan
divino en los dos Testamentos gracias a la tipología, que no tiene un
carácter arbitrario sino que pertenece intrínsecamente a los acontecimientos
narrados por el texto sagrado y por tanto afecta a toda la Escritura. La
tipología «reconoce en las obras de Dios en la Antigua Alianza,
prefiguraciones de lo que Dios realizó en la plenitud de los tiempos en la
persona de su Hijo encarnado».[135] Los cristianos, por tanto, leen el
Antiguo Testamento a la luz de Cristo muerto y resucitado. Si bien la
lectura tipológica revela el contenido inagotable del Antiguo Testamento en
relación con el Nuevo, no se debe olvidar que él mismo conserva su propio
valor de Revelación, que nuestro Señor mismo ha reafirmado (cf. Mc
12,29-31). Por tanto, «el Nuevo Testamento exige ser leído también a la luz
del Antiguo. La catequesis cristiana primitiva recurría constantemente a él
(cf. 1 Co 5,6-8; 1 Co 10,1-11)».[136] Por este motivo, los Padres sinodales
han afirmado que «la comprensión judía de la Biblia puede ayudar al
conocimiento y al estudio de las Escrituras por los cristianos».[137]
«El Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo y el Antiguo es manifiesto
en el Nuevo».[138] Así, con aguda sabiduría, se expresaba san Agustín sobre
este tema. Es importante, pues, que tanto en la pastoral como en el ámbito
académico se ponga bien de manifiesto la relación íntima entre los dos
Testamentos, recordando con san Gregorio Magno que todo lo que «el Antiguo
Testamento ha prometido, el Nuevo Testamento lo ha cumplido; lo que aquél
anunciaba de manera oculta, éste lo proclama abiertamente como presente. Por
eso, el Antiguo Testamento es profecía del Nuevo Testamento; y el mejor
comentario al Antiguo Testamento es el Nuevo Testamento».[139]
Las páginas «oscuras» de la
Biblia
42. En el contexto de la relación entre Antiguo y Nuevo Testamento, el
Sínodo ha afrontado también el tema de las páginas de la Biblia que resultan
oscuras y difíciles, por la violencia y las inmoralidades que a veces
contienen. A este respecto, se ha de tener presente ante todo quela
revelación bíblica está arraigada profundamente en la historia. El plan de
Dios se manifiesta progresivamente en ella y se realiza lentamente por
etapas sucesivas, no obstante la resistencia de los hombres. Dios elige un
pueblo y lo va educando pacientemente. La revelación se acomoda al nivel
cultural y moral de épocas lejanas y, por tanto, narra hechos y costumbres
como, por ejemplo, artimañas fraudulentas, actos de violencia, exterminio de
poblaciones, sin denunciar explícitamente su inmoralidad; esto se explica
por el contexto histórico, aunque pueda sorprender al lector moderno, sobre
todo cuando se olvidan tantos comportamientos «oscuros» que los hombres han
tenido siempre a lo largo de los siglos, y también en nuestros días. En el
Antiguo Testamento, la predicación de los profetas se alza vigorosamente
contra todo tipo de injusticia y violencia, colectiva o individual y, de
este modo, es el instrumento de la educación que Dios da a su pueblo como
preparación al Evangelio. Por tanto, sería equivocado no considerar aquellos
pasajes de la Escritura que nos parecen problemáticos. Más bien, hay que ser
conscientes de que la lectura de estas páginas exige tener una adecuada
competencia, adquirida a través de una formación que enseñe a leer los
textos en su contexto histórico-literario y en la perspectiva cristiana, que
tiene como clave hermenéutica completa «el Evangelio y el mandamiento nuevo
de Jesucristo, cumplido en el misterio pascual».[140] Por eso, exhorto a los
estudiosos y a los pastores, a que ayuden a todos los fieles a acercarse
también a estas páginas mediante una lectura que les haga descubrir su
significado a la luz del misterio de Cristo.
Cristianos y judíos en relación con la Sagrada Escritura
43. Teniendo en cuenta los estrechos vínculos que unen el Nuevo y el Antiguo
Testamento, resulta espontáneo dirigir ahora la atención a los lazos
especiales que ello comporta para la relación entre cristianos y judíos,
unos lazos que nunca deben olvidarse. El Papa Juan Pablo II dijo a los
judíos: sois «"nuestros hermanos predilectos" en la fe de Abrahán, nuestro
patriarca».[141] Ciertamente, estas declaraciones no ignoran las rupturas
que aparecen en el Nuevo Testamento respecto a las instituciones del Antiguo
Testamento y, menos aún, la afirmación de que en el misterio de Jesucristo,
reconocido como Mesías e Hijo de Dios, se cumplen las Escrituras. Pero esta
diferencia profunda y radical, en modo alguno implica hostilidad recíproca.
Por el contrario, el ejemplo de san Pablo (cf. Rm 9-11) demuestra «que una
actitud de respeto, de estima y de amor hacia el pueblo judío es la sola
actitud verdaderamente cristiana en esta situación que forma misteriosamente
parte del designio totalmente positivo de Dios».[142] En efecto, san Pablo
dice que los judíos, «considerando la elección, Dios los ama en atención a
los patriarcas, pues los dones y la llamada de Dios son irrevocables» (Rm
11,28-29).
Además, san Pablo usa también la bella imagen del árbol de olivo para
describir las relaciones tan estrechas entre cristianos y judíos: la Iglesia
de los gentiles es como un brote de olivo silvestre, injertado en el olivo
bueno, que es el pueblo de la Alianza (cf. Rm 11,17-24). Así pues, tomamos
nuestro alimento de las mismas raíces espirituales. Nos encontramos como
hermanos, hermanos que en ciertos momentos de su historia han tenido una
relación tensa, pero que ahora están firmemente comprometidos en construir
puentes de amistad duradera.[143] El Papa Juan Pablo II dijo en una ocasión:
«Es mucho lo que tenemos en común. Y es mucho lo que podemos hacer juntos
por la paz, por la justicia y por un mundo más fraterno y humano».[144]
Deseo reiterar una vez más lo importante que es para la Iglesia el diálogo
con los judíos. Conviene que, donde haya oportunidad, se creen
posibilidades, incluso públicas, de encuentro y de debate que favorezcan el
conocimiento mutuo, la estima recíproca y la colaboración, aun en el ámbito
del estudio de las Sagradas Escrituras.
La
interpretación fundamentalista de las Escrituras
44. La atención que hemos querido prestar hasta ahora al tema de la
hermenéutica bíblica en sus diferentes aspectos nos permite abordar la
cuestión, surgida más de una vez en los debates del Sínodo, de la
interpretación fundamentalista de la Sagrada Escritura.[145] Sobre este
argumento, la Pontificia Comisión Bíblica, en el documento La interpretación
de la Biblia en la Iglesia, ha formulado directrices importantes. En este
contexto, quisiera llamar la atención particularmente sobre aquellas
lecturas que no respetan el texto sagrado en su verdadera naturaleza,
promoviendo interpretaciones subjetivas y arbitrarias. En efecto, el
«literalismo» propugnado por la lectura fundamentalista, representa en
realidad una traición, tanto del sentido literal como espiritual, abriendo
el camino a instrumentalizaciones de diversa índole, como, por ejemplo, la
difusión de interpretaciones antieclesiales de las mismas Escrituras. El
aspecto problemático de esta lectura es que, «rechazando tener en cuenta el
carácter histórico de la revelación bíblica, se vuelve incapaz de aceptar
plenamente la verdad de la Encarnación misma. El fundamentalismo rehúye la
estrecha relación de lo divino y de lo humano en las relaciones con Dios...
Por esta razón, tiende a tratar el texto bíblico como si hubiera sido
dictado palabra por palabra por el Espíritu, y no llega a reconocer que la
Palabra de Dios ha sido formulada en un lenguaje y en una fraseología
condicionadas por una u otra época determinada».[146] El cristianismo, por
el contrario, percibe en las palabras, la Palabra, el Logos mismo, que
extiende su misterio a través de dicha multiplicidad y de la realidad de una
historia humana.[147] La verdadera respuesta a una lectura fundamentalista
es la «lectura creyente de la Sagrada Escritura». Esta lectura, «practicada
desde la antigüedad en la Tradición de la Iglesia, busca la verdad que salva
para la vida de todo fiel y para la Iglesia. Esta lectura reconoce el valor
histórico de la tradición bíblica. Y es justamente por este valor de
testimonio histórico por lo que quiere redescubrir el significado vivo de
las Sagradas Escrituras destinadas también a la vida del creyente de
hoy»,[148] sin ignorar por tanto, la mediación humana del texto inspirado y
sus géneros literarios.
Diálogo entre
pastores, teólogos y exegetas
45. La auténtica hermenéutica de la fe comporta ciertas consecuencias
importantes en la actividad pastoral de la Iglesia. Precisamente en este
sentido, los Padres sinodales han recomendado, por ejemplo, un contacto más
asiduo entre pastores, teólogos y exegetas. Conviene que las Conferencias
Episcopales favorezcan estas reuniones para «promover un mayor servicio de
comunión en la Palabra de Dios».[149] Esta cooperación ayudará a todos a
hacer mejor su trabajo en beneficio de toda la Iglesia. En efecto, situarse
en el horizonte de la acción pastoral, quiere decir, incluso para los
eruditos, considerar el texto sagrado en su naturaleza propia de
comunicación que el Señor ofrece a los hombres para la salvación. Por tanto,
como dice la Constitución dogmática Dei Verbum, se recomienda que «los
exegetas católicos y demás teólogos trabajen en común esfuerzo y bajo la
vigilancia del Magisterio para investigar con medios oportunos la Escritura
y para explicarla, de modo que se multipliquen los ministros de la palabra
capaces de ofrecer al Pueblo de Dios el alimento de la Escritura, que
alumbre el entendimiento, confirme la voluntad, encienda el corazón en amor
de Dios».[150]
Biblia y ecumenismo
46. Consciente de que la Iglesia tiene su fundamento en Cristo, Verbo de
Dios hecho carne, el Sínodo ha querido subrayar el puesto central de los
estudios bíblicos en el diálogo ecuménico, con vistas a la plena expresión
de la unidad de todos los creyentes en Cristo.[151] En efecto, en la misma
Escritura encontramos la petición vibrante de Jesús al Padre de que sus
discípulos sean una sola cosa, para que el mundo crea (cf. Jn 17,21). Todo
esto nos refuerza en la convicción de que escuchar y meditar juntos las
Escrituras nos hace vivir una comunión real, aunque todavía no plena;[152]
«la escucha común de las Escrituras impulsa por tanto el diálogo de la
caridad y hace crecer el de la verdad».[153] En efecto, escuchar juntos la
Palabra de Dios, practicar la lectio divina de la Biblia; dejarse sorprender
por la novedad de la Palabra de Dios, que nunca envejece ni se agota;
superar nuestra sordera ante las palabras que no concuerdan con nuestras
opiniones o prejuicios; escuchar y estudiar en la comunión de los creyentes
de todos los tiempos; todo esto es un camino que se ha de recorrer para
alcanzar la unidad de la fe, como respuesta a la escucha de la Palabra.[154]
Las palabras del Concilio Vaticano II eran verdaderamente iluminadoras: «En
el diálogo mismo [ecuménico], las Sagradas Escrituras son un instrumento
precioso en la mano poderosa de Dios para lograr la unidad que el Salvador
muestra a todos los hombres».[155] Por tanto, conviene incrementar el
estudio, la confrontación y las celebraciones ecuménicas de la Palabra de
Dios, respetando las normas vigentes y las diferentes tradiciones.[156]
Éstas celebraciones favorecen la causa ecuménica y, cuando se viven en su
verdadero sentido, constituyen momentos intensos de auténtica oración para
pedir a Dios que venga pronto el día suspirado en el que todos podamos estar
juntos en torno a una misma mesa y beber del mismo cáliz. No obstante, en la
loable y justa promoción de dichos momentos, se ha de evitar que éstos sean
propuestos a los fieles como una sustitución de la participación en la santa
Misa los días de precepto.
En este trabajo de estudio y oración, también se han de reconocer con
serenidad aquellos aspectos que requieren ser profundizados, y que nos
mantienen todavía distantes, como por ejemplo la comprensión del sujeto
autorizado de la interpretación en la Iglesia y el papel decisivo del
Magisterio.[157]
Quisiera subrayar, además, lo dicho por los Padres sinodales sobre la
importancia en este trabajo ecuménico de las traducciones de la Biblia en
las diversas lenguas. En efecto, sabemos que traducir un texto no es mero
trabajo mecánico, sino que, en cierto sentido, forma parte de la tarea
interpretativa. A este propósito, el Venerable Juan Pablo II ha dicho:
«Quien recuerda todo lo que influyeron las disputas en torno a la Escritura
en las divisiones, especialmente en Occidente, puede comprender el notable
paso que representan estas traducciones comunes».[158] Por eso, la promoción
de las traducciones comunes de la Biblia es parte del trabajo ecuménico.
Deseo agradecer aquí a todos los que están comprometidos en esta importante
tarea y animarlos a continuar en su obra.
Consecuencias en el planteamiento de los estudios teológicos
47. Otra consecuencia que se desprende de una adecuada hermenéutica de la fe
se refiere a la necesidad de tener en cuenta sus implicaciones en la
formación exegética y teológica, particularmente de los candidatos al
sacerdocio. Se ha de encontrar la manera de que el estudio de la Sagrada
Escritura sea verdaderamente el alma de la teología, por cuanto en ella se
reconoce la Palabra de Dios, que se dirige hoy al mundo, a la Iglesia y a
cada uno personalmente. Es importante que los criterios indicados en el
número 12 de la Constitución dogmática Dei Verbum se tomen efectivamente en
consideración, y que se profundice en ellos. Evítese fomentar un concepto de
investigación científica que se considere neutral respecto a la Escritura.
Por eso, junto al estudio de las lenguas en que ha sido escrita la Biblia y
de los métodos interpretativos adecuados, es necesario que los estudiantes
tengan una profunda vida espiritual, de manera que comprendan que sólo se
puede entender la Escritura viviéndola.
En esta perspectiva, recomiendo que el estudio de la Palabra de Dios,
escrita y transmitida, se haga siempre con un profundo espíritu eclesial,
teniendo debidamente en cuenta en la formación académica las intervenciones
del Magisterio sobre estos temas, «que no está por encima de la Palabra de
Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido, pues por
mandato divino, y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha
devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente».[159] Por tanto,
se ponga cuidado en que los estudios se desarrollen reconociendo que «la
Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el plan
prudente de Dios, están unidos y ligados, de modo que ninguno puede
subsistir sin los otros».[160] Deseo, pues, que, según la enseñanza del
Concilio Vaticano II, el estudio de la Sagrada Escritura, leída en la
comunión de la Iglesia universal, sea realmente el alma del estudio
teológico.[161]
Los santos y la
interpretación de la Escritura
48. La interpretación de la Sagrada Escritura quedaría incompleta si no se
estuviera también a la escucha de quienes han vivido realmente la Palabra de
Dios, es decir, los santos.[162] En efecto, «viva lectio est vita
bonorum».[163] Así, la interpretación más profunda de la Escritura proviene
precisamente de los que se han dejado plasmar por la Palabra de Dios a
través de la escucha, la lectura y la meditación asidua.
Ciertamente, no es una casualidad que las grandes espiritualidades que han
marcado la historia de la Iglesia hayan surgido de una explícita referencia
a la Escritura. Pienso, por ejemplo, en san Antonio, Abad, movido por la
escucha de aquellas palabras de Cristo: «Si quieres llegar hasta el final,
vende lo que tienes, da el dinero a los pobres -así tendrás un tesoro en el
cielo- y luego vente conmigo» (Mt 19,21).[164] No es menos sugestivo san
Basilio Magno, que se pregunta en su obra Moralia: «¿Qué es propiamente la
fe? Plena e indudable certeza de la verdad de las palabras inspiradas por
Dios... ¿Qué es lo propio del fiel? Conformarse con esa plena certeza al
significado de las palabras de la Escritura, sin osar quitar o añadir lo más
mínimo».[165] San Benito se remite en su Regla a la Escritura, como «norma
rectísima para la vida del hombre».[166] San Francisco de Asís -escribe
Tomás de Celano-, «al oír que los discípulos de Cristo no han de poseer ni
oro, ni plata, ni dinero; ni llevar alforja, ni pan, ni bastón en el camino;
ni tener calzado ni dos túnicas, exclamó inmediatamente, lleno de Espíritu
Santo: ¡Esto quiero, esto pido, esto ansío hacer de todo corazón!».[167]
Santa Clara de Asís reproduce plenamente la experiencia de san Francisco:
«La forma de vida de la Orden de las Hermanas pobres... es ésta: observar el
santo Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo».[168]Además, santo Domingo de
Guzmán «se manifestaba por doquier como un hombre evangélico, tanto en las
palabras como en las obras»,[169] y así quiso que fueran también sus frailes
predicadores, «hombres evangélicos».[170] Santa Teresa de Jesús, carmelita,
que recurre continuamente en sus escritos a imágenes bíblicas para explicar
su experiencia mística, recuerda que Jesús mismo le revela que «todo el daño
que viene al mundo es de no conocer las verdades de la Escritura».[171]
Santa Teresa del Niño Jesús encuentra el Amor como su vocación personal al
escudriñar las Escrituras, en particular en los capítulos 12 y 13 de la
Primera carta a los Corintios;[172] esta misma santa describe el atractivo
de las Escrituras: «En cuanto pongo la mirada en el Evangelio, respiro de
inmediato los perfumes de la vida de Jesús y sé de qué parte correr».[173]
Cada santo es como un rayo de luz que sale de la Palabra de Dios. Así,
pensemos también en san Ignacio de Loyola y su búsqueda de la verdad y en el
discernimiento espiritual; en san Juan Bosco y su pasión por la educación de
los jóvenes; en san Juan María Vianney y su conciencia de la grandeza del
sacerdocio como don y tarea; en san Pío de Pietrelcina y su ser instrumento
de la misericordia divina; en san Josemaría Escrivá y su predicación sobre
la llamada universal a la santidad; en la beata Teresa de Calcuta, misionera
de la caridad de Dios para con los últimos; y también en los mártires del
nazismo y el comunismo, representados, por una parte por santa Teresa
Benedicta de la Cruz (Edith Stein), monja carmelita, y, por otra, por el
beato Luís Stepinac, cardenal arzobispo de Zagreb.
49. En relación con la Palabra de Dios, la santidad se inscribe así, en
cierto modo, en la tradición profética, en la que la Palabra de Dios toma a
su servicio la vida misma del profeta. En este sentido, la santidad en la
Iglesia representa una hermenéutica de la Escritura de la que nadie puede
prescindir. El Espíritu Santo, que ha inspirado a los autores sagrados, es
el mismo que anima a los santos a dar la vida por el Evangelio. Acudir a su
escuela es una vía segura para emprender una hermenéutica viva y eficaz de
la Palabra de Dios.
De esta unión entre Palabra de Dios y santidad tuvimos un testimonio directo
durante la XII Asamblea del Sínodo cuando, el 12 de octubre, tuvo lugar en
la Plaza de San Pedro la canonización de cuatro nuevos santos: el sacerdote
Gaetano Errico, fundador de la Congregación de los Misioneros de los
Sagrados Corazones de Jesús y María; Madre María Bernarda Bütler, nacida en
Suiza y misionera en Ecuador y en Colombia; sor Alfonsa de la Inmaculada
Concepción, primera santa canonizada nacida en la India; la joven seglar
ecuatoriana Narcisa de Jesús Martillo Morán. Con sus vidas, han dado
testimonio al mundo y a la Iglesia de la perenne fecundidad del Evangelio de
Cristo. Pidamos al Señor que, por intercesión de estos santos, canonizados
precisamente en los días de la Asamblea sinodal sobre la Palabra de Dios,
nuestra vida sea esa «buena tierra» en la que el divino sembrador siembre la
Palabra, para que produzca en nosotros frutos de santidad, «del treinta o
del sesenta o del ciento por uno» (Mc 4,20).
SEGUNDA PARTE
VERBUM IN ECCLESIA
«A cuantos la recibieron, les da poder
para ser hijos de Dios» (Jn 1,12)
La palabra de Dios y la Iglesia
La Iglesia acoge la Palabra
50. El Señor pronuncia su Palabra para que la reciban aquellos que han sido
creados precisamente «por medio» del Verbo mismo. «Vino a su casa» (Jn1,11):
la Palabra no nos es originariamente ajena, y la creación ha sido querida en
una relación de familiaridad con la vida divina. El Prólogo del cuarto
Evangelio nos sitúa también ante el rechazo de la Palabra divina por parte
de los «suyos» que «no la recibieron» (Jn1,11). No recibirla quiere decir no
escuchar su voz, no configurarse con el Logos. En cambio, cuando el hombre,
aunque sea frágil y pecador, sale sinceramente al encuentro de Cristo,
comienza una transformación radical: «A cuantos la recibieron, les da poder
para ser hijos de Dios» (Jn1,12). Recibir al Verbo quiere decir dejarse
plasmar por Él hasta el punto de llegar a ser, por el poder del Espíritu
Santo, configurados con Cristo, con el «Hijo único del Padre» (Jn1,14). Es
el principio de una nueva creación, nace la criatura nueva, un pueblo nuevo.
Los que creen, los que viven la obediencia de la fe, «han nacido de Dios»
(cf. Jn 1,13), son partícipes de la vida divina: «hijos en el Hijo» (cf. Ga
4,5-6; Rm 8,14-17). San Agustín, comentando este pasaje del Evangelio de
Juan, dice sugestivamente: «Por el Verbo existes tú. Pero necesitas
igualmente ser restaurado por Él».[174] Vemos aquí perfilarse el rostro de
la Iglesia, como realidad definida por la acogida del Verbo de Dios que,
haciéndose carne, ha venido a poner su morada entre nosotros (cf. Jn1,14).
Esta morada de Dios entre los hombres, esta Šekina (cf. Ex 26,1),
prefigurada en el Antiguo Testamento, se cumple ahora en la presencia
definitiva de Dios entre los hombres en Cristo.
Contemporaneidad de Cristo en la vida de la Iglesia
51. La relación entre Cristo, Palabra del Padre, y la Iglesia no puede ser
comprendida como si fuera solamente un acontecimiento pasado, sino que es
una relación vital, en la cual cada fiel está llamado a entrar
personalmente. En efecto, hablamos de la presencia de la Palabra de Dios
entre nosotros hoy: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta
al fin del mundo» (Mt 28,20). Como afirma el Papa Juan Pablo II: «La
contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de cada época se realiza en el
cuerpo vivo de la Iglesia. Por esto Dios prometió a sus discípulos el
Espíritu Santo, que les "recordaría" y les haría comprender sus mandamientos
(cf. Jn 14,26) y, al mismo tiempo, sería el principio fontal de una vida
nueva para el mundo (cf. Jn3,5-8; Rm 8,1-13)».[175] La Constitución
dogmática Dei Verbum expresa este misterio en los términos bíblicos de un
diálogo nupcial: «Dios, que habló en otros tiempos, sigue conversando
siempre con la esposa de su Hijo amado; y el Espíritu Santo, por quien la
voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo, va
introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos
intensamente la palabra de Cristo (cf. Col 3,16)».[176]
La Esposa de Cristo, maestra también hoy en la escucha, repite con fe:
«Habla, Señor, que tu Iglesia te escucha».[177] Por eso, la Constitución
dogmática Dei Verbum comienza diciendo: «La Palabra de Dios la escucha con
devoción y la proclama con valentía el santo Concilio».[178] En efecto, se
trata de una definición dinámica de la vida de la Iglesia: «Son palabras con
las que el Concilio indica un aspecto que distingue a la Iglesia. La Iglesia
no vive de sí misma, sino del Evangelio, y en el Evangelio encuentra siempre
de nuevo orientación para su camino. Es una consideración que todo cristiano
debe hacer y aplicarse a sí mismo: sólo quien se pone primero a la escucha
de la Palabra, puede convertirse después en su heraldo».[179] En la Palabra
de Dios proclamada y escuchada, y en los sacramentos, Jesús dice hoy, aquí y
ahora, a cada uno: «Yo soy tuyo, me entrego a ti», para que el hombre pueda
recibir y responder, y decir a su vez: «Yo soy tuyo».[180] La Iglesia
aparece así en ese ámbito en que, por gracia, podemos experimentar lo que
dice el Prólogo de Juan: «Pero a cuantos la recibieron, les da poder para
ser hijos de Dios» (Jn 1,12).
La liturgia, lugar privilegiado de la palabra de Dios
La Palabra de Dios en
la sagrada liturgia
52. Al considerar la Iglesia como «casa de la Palabra»,[181] se ha de
prestar atención ante todo a la sagrada liturgia. En efecto, este es el
ámbito privilegiado en el que Dios nos habla en nuestra vida, habla hoy a su
pueblo, que escucha y responde. Todo acto litúrgico está por su naturaleza
empapado de la Sagrada Escritura. Como afirma la Constitución Sacrosanctum
Concilium, «la importancia de la Sagrada Escritura en la liturgia es máxima.
En efecto, de ella se toman las lecturas que se explican en la homilía, y
los salmos que se cantan; las preces, oraciones y cantos litúrgicos están
impregnados de su aliento y su inspiración; de ella reciben su significado
las acciones y los signos».[182] Más aún, hay que decir que Cristo mismo
«está presente en su palabra, pues es Él mismo el que habla cuando se lee en
la Iglesia la Sagrada Escritura».[183] Por tanto, «la celebración litúrgica
se convierte en una continua, plena y eficaz exposición de esta Palabra de
Dios. Así, la Palabra de Dios, expuesta continuamente en la liturgia, es
siempre viva y eficaz por el poder del Espíritu Santo, y manifiesta el amor
operante del Padre, amor indeficiente en su eficacia para con los
hombres».[184] En efecto, la Iglesia siempre ha sido consciente de que, en
el acto litúrgico, la Palabra de Dios va acompañada por la íntima acción del
Espíritu Santo, que la hace operante en el corazón de los fieles. En
realidad, gracias precisamente al Paráclito, «la Palabra de Dios se
convierte en fundamento de la acción litúrgica, norma y ayuda de toda la
vida. Por consiguiente, la acción del Espíritu... va recordando, en el
corazón de cada uno, aquellas cosas que, en la proclamación de la Palabra de
Dios, son leídas para toda la asamblea de los fieles, y, consolidando la
unidad de todos, fomenta asimismo la diversidad de carismas y proporciona la
multiplicidad de actuaciones».[185]
Así pues, es necesario entender y vivir el valor esencial de la acción
litúrgica para comprender la Palabra de Dios. En cierto sentido, la
hermenéutica de la fe respecto a la Sagrada Escritura debe tener siempre
como punto de referencia la liturgia, en la que se celebra la Palabra de
Dios como palabra actual y viva: «En la liturgia, la Iglesia sigue fielmente
el mismo sistema que usó Cristo con la lectura e interpretación de las
Sagradas Escrituras, puesto que Él exhorta a profundizar el conjunto de las
Escrituras partiendo del "hoy" de su acontecimiento personal».[186]
Aquí se muestra también la sabia pedagogía de la Iglesia, que proclama y
escucha la Sagrada Escritura siguiendo el ritmo del año litúrgico. Este
despliegue de la Palabra de Dios en el tiempo se produce particularmente en
la celebración eucarística y en la Liturgia de las Horas. En el centro de
todo resplandece el misterio pascual, al que se refieren todos los misterios
de Cristo y de la historia de la salvación, que se actualizan
sacramentalmente: «La santa Madre Iglesia..., al conmemorar así los
misterios de la redención, abre la riqueza de las virtudes y de los méritos
de su Señor, de modo que se los hace presentes en cierto modo a los fieles
durante todo tiempo para que los alcancen y se llenen de la gracia de la
salvación».[187] Exhorto, pues, a los Pastores de la Iglesia y a los agentes
de pastoral a esforzarse en educar a todos los fieles a gustar el sentido
profundo de la Palabra de Dios que se despliega en la liturgia a lo largo
del año, mostrando los misterios fundamentales de nuestra fe. El
acercamiento apropiado a la Sagrada Escritura depende también de esto.
Sagrada Escritura y sacramentos
53. El Sínodo de los Obispos, afrontando el tema del valor de la liturgia
para la comprensión de la Palabra de Dios, ha querido también subrayar la
relación entre la Sagrada Escritura y la acción sacramental. Es más
conveniente que nunca profundizar en la relación entre Palabra y Sacramento,
tanto en la acción pastoral de la Iglesia como en la investigación
teológica.[188]Ciertamente «la liturgia de la Palabra es un elemento
decisivo en la celebración de cada sacramento de la Iglesia»;[189] sin
embargo, en la práctica pastoral, los fieles no siempre son conscientes de
esta unión, ni captan la unidad entre el gesto y la palabra. «Corresponde a
los sacerdotes y a los diáconos, sobre todo cuando administran los
sacramentos, poner de relieve la unidad que forman Palabra y sacramento en
el ministerio de la Iglesia».[190] En la relación entre Palabra y gesto
sacramental se muestra en forma litúrgica el actuar propio de Dios en la
historia a través del carácter performativo de la Palabra misma. En efecto,
en la historia de la salvación no hay separación entre lo que Dios dice y lo
que hace; su Palabra misma se manifiesta como viva y eficaz (cf. Hb 4,12),
como indica, por lo demás, el sentido mismo de la expresión hebrea dabar.
Igualmente, en la acción litúrgica estamos ante su Palabra que realiza lo
que dice. Cuando se educa al Pueblo de Dios a descubrir el carácter
performativo de la Palabra de Dios en la liturgia, se le ayuda también a
percibir el actuar de Dios en la historia de la salvación y en la vida
personal de cada miembro.
Palabra de Dios y Eucaristía
54. Lo que se afirma genéricamente de la relación entre Palabra y
sacramentos, se ahonda cuando nos referimos a la celebración eucarística.
Además, la íntima unidad entre Palabra y Eucaristía está arraigada en el
testimonio bíblico (cf. Jn 6; Lc24), confirmada por los Padres de la Iglesia
y reafirmada por el Concilio Vaticano II.[191] A este respecto, podemos
pensar en el gran discurso de Jesús sobre el pan de vida en la sinagoga de
Cafarnaúm (cf. Jn 6,22-69), en cuyo trasfondo se percibe la comparación
entre Moisés y Jesús, entre quien habló cara a cara con Dios (cf. Ex 33,11)
y quien revela a Dios (cf. Jn 1,18). En efecto, el discurso sobre el pan se
refiere al don de Dios que Moisés obtuvo para su pueblo con el maná en el
desierto y que, en realidad, es la Torá, la Palabra de Dios que da vida (cf.
Sal 119; Pr 9,5). Jesús lleva a cumplimiento en sí mismo la antigua figura:
«El pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo... Yo soy el
pan de vida» (Jn 6,33-35). Aquí, «la Ley se ha hecho Persona. En el
encuentro con Jesús nos alimentamos, por así decirlo, del Dios vivo, comemos
realmente el "pan del cielo"».[192] El Prólogo de Juan se profundiza en el
discurso de Cafarnaúm: si en el primero el Logos de Dios se hace carne, en
el segundo es «pan» para la vida del mundo (cf. Jn6,51), haciendo alusión de
este modo a la entrega que Jesús hará de sí mismo en el misterio de la cruz,
confirmada por la afirmación sobre su sangre que se da a «beber» (cf. Jn
6,53). De este modo, en el misterio de la Eucaristía se muestra cuál es el
verdadero maná, el auténtico pan del cielo: es el Logos de Dios que se ha
hecho carne, que se ha entregado a sí mismo por nosotros en el misterio
pascual.
El relato de Lucas sobre los discípulos de Emaus nos permite una reflexión
ulterior sobre la unión entre la escucha de la Palabra y el partir el pan
(cf. Lc24,13-35). Jesús salió a su encuentro el día siguiente al sábado,
escuchó las manifestaciones de su esperanza decepcionada y, haciéndose su
compañero de camino, «les explicó lo que se refería a él en toda la
Escritura» (24,27). Junto con este caminante que se muestra tan
inesperadamente familiar a sus vidas, los dos discípulos comienzan a mirar
de un modo nuevo las Escrituras. Lo que había ocurrido en aquellos días ya
no aparece como un fracaso, sino como cumplimiento y nuevo comienzo. Sin
embargo, tampoco estas palabras les parecen aún suficientes a los dos
discípulos. El Evangelio de Lucas nos dice que sólo cuando Jesús tomó el
pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, «se les abrieron los
ojos y lo reconocieron» (24,31), mientras que antes «sus ojos no eran
capaces de reconocerlo» (24,16). La presencia de Jesús, primero con las
palabras y después con el gesto de partir el pan, hizo posible que los
discípulos lo reconocieran, y que pudieran revivir de un modo nuevo lo que
antes habían experimentado con él: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos
hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» (24,32).
55. Estos relatos muestran cómo la Escritura misma ayuda a percibir su unión
indisoluble con la Eucaristía. «Conviene, por tanto, tener siempre en cuenta
que la Palabra de Dios leída y anunciada por la Iglesia en la liturgia
conduce, por decirlo así, al sacrificio de la alianza y al banquete de la
gracia, es decir, a la Eucaristía, como a su fin propio».[193] Palabra y
Eucaristía se pertenecen tan íntimamente que no se puede comprender la una
sin la otra: la Palabra de Dios se hace sacramentalmente carne en el
acontecimiento eucarístico. La Eucaristía nos ayuda a entender la Sagrada
Escritura, así como la Sagrada Escritura, a su vez, ilumina y explica el
misterio eucarístico. En efecto, sin el reconocimiento de la presencia real
del Señor en la Eucaristía, la comprensión de la Escritura queda incompleta.
Por eso, «la Iglesia honra con una misma veneración, aunque no con el mismo
culto, la Palabra de Dios y el misterio eucarístico y quiere y sanciona que
siempre y en todas partes se imite este proceder, ya que, movida por el
ejemplo de su Fundador, nunca ha dejado de celebrar el misterio pascual de
Cristo, reuniéndose para leer "lo que se refiere a él en toda la Escritura"
(Lc24,27) y ejerciendo la obra de salvación por medio del memorial del Señor
y de los sacramentos».[194]
Sacramentalidad de la Palabra
56. Con la referencia al carácter performativo de la Palabra de Dios en la
acción sacramental y la profundización de la relación entre Palabra y
Eucaristía, nos hemos adentrado en un tema significativo, que ha surgido
durante la Asamblea del Sínodo, acerca de la sacramentalidad de la
Palabra.[195] A este respecto, es útil recordar que el Papa Juan Pablo II ha
hablado del «horizonte sacramental de la Revelación y, en particular..., el
signo eucarístico donde la unidad inseparable entre la realidad y su
significado permite captar la profundidad del misterio».[196] De aquí
comprendemos que, en el origen de la sacramentalidad de la Palabra de Dios,
está precisamente el misterio de la encarnación: «Y la Palabra se hizo
carne» (Jn1,14), la realidad del misterio revelado se nos ofrece en la
«carne» del Hijo. La Palabra de Dios se hace perceptible a la fe mediante el
«signo», como palabra y gesto humano. La fe, pues, reconoce el Verbo de Dios
acogiendo los gestos y las palabras con las que Él mismo se nos presenta. El
horizonte sacramental de la revelación indica, por tanto, la modalidad
histórico salvífica con la cual el Verbo de Dios entra en el tiempo y en el
espacio, convirtiéndose en interlocutor del hombre, que está llamado a
acoger su don en la fe.
De este modo, la sacramentalidad de la Palabra se puede entender en analogía
con la presencia real de Cristo bajo las especies del pan y del vino
consagrados.[197] Al acercarnos al altar y participar en el banquete
eucarístico, realmente comulgamos el cuerpo y la sangre de Cristo. La
proclamación de la Palabra de Dios en la celebración comporta reconocer que
es Cristo mismo quien está presente y se dirige a nosotros[198] para ser
recibido. Sobre la actitud que se ha de tener con respecto a la Eucaristía y
la Palabra de Dios, dice san Jerónimo: «Nosotros leemos las Sagradas
Escrituras. Yo pienso que el Evangelio es el Cuerpo de Cristo; yo pienso que
las Sagradas Escrituras son su enseñanza. Y cuando él dice: "Quién no come
mi carne y bebe mi sangre" (Jn6,53), aunque estas palabras puedan entenderse
como referidas también al Misterio [eucarístico], sin embargo, el cuerpo de
Cristo y su sangre es realmente la palabra de la Escritura, es la enseñanza
de Dios. Cuando acudimos al Misterio [eucarístico], si cae una partícula,
nos sentimos perdidos. Y cuando estamos escuchando la Palabra de Dios, y se
nos vierte en el oído la Palabra de Dios y la carne y la sangre de Cristo,
mientras que nosotros estamos pensando en otra cosa, ¿cuántos graves
peligros corremos?».[199] Cristo, realmente presente en las especies del pan
y del vino, está presente de modo análogo también en la Palabra proclamada
en la liturgia. Por tanto, profundizar en el sentido de la sacramentalidad
de la Palabra de Dios, puede favorecer una comprensión más unitaria del
misterio de la revelación en «obras y palabras íntimamente ligadas»,[200]
favoreciendo la vida espiritual de los fieles y la acción pastoral de la
Iglesia.
La Sagrada Escritura y el
Leccionario
57. Al subrayar el nexo entre Palabra y Eucaristía, el Sínodo ha querido
también volver a llamar justamente la atención sobre algunos aspectos de la
celebración inherentes al servicio de la Palabra. Quisiera hacer referencia
ante todo a la importancia del Leccionario. La reforma promovida por el
Concilio Vaticano II[201]ha mostrado sus frutos enriqueciendo el acceso a la
Sagrada Escritura, que se ofrece abundantemente, sobre todo en la liturgia
de los domingos. La estructura actual, además de presentar frecuentemente
los textos más importantes de la Escritura, favorece la comprensión de la
unidad del plan divino, mediante la correlación entre las lecturas del
Antiguo y del Nuevo Testamento, «centrada en Cristo y en su misterio
pascual».[202] Algunas dificultades que sigue habiendo para captar la
relación entre las lecturas de los dos Testamentos, han de ser consideradas
a la luz de la lectura canónica, es decir, de la unidad intrínseca de toda
la Biblia. Donde sea necesario, los organismos competentes pueden disponer
que se publiquen subsidios que ayuden a comprender el nexo entre las
lecturas propuestas por el Leccionario, las cuales han de proclamarse en la
asamblea litúrgica en su totalidad, como está previsto en la liturgia del
día. Otros eventuales problemas y dificultades deberán comunicarse a la
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.
Además, no hemos de olvidar que el actual Leccionario del rito latino tiene
también un significado ecuménico, en cuanto es utilizado y apreciado también
por confesiones que aún no están en plena comunión con la Iglesia Católica.
De manera diferente se plantea la cuestión del Leccionario en la liturgia de
las Iglesias Católicas Orientales, que el Sínodo pide que «se examine
autorizadamente»,[203] según la tradición propia y las competencias de las
Iglesias sui iuris y teniendo en cuenta también en este caso el contexto
ecuménico.
Proclamación de la Palabra y ministerio del lectorado
58. Ya en la Asamblea sinodal sobre la Eucaristía se pidió un mayor cuidado
en la proclamación de la Palabra de Dios.[204] Como es sabido, mientras que
en la tradición latina el Evangelio lo proclama el sacerdote o el diácono,
la primera y la segunda lectura las proclama el lector encargado, hombre o
mujer. Quisiera hacerme eco de los Padres sinodales, que también en esta
circunstancia han subrayado la necesidad de cuidar, con una formación
apropiada,[205] el ejercicio del munus de lector en la celebración
litúrgica,[206] y particularmente el ministerio del lectorado que, en cuanto
tal, es un ministerio laical en el rito latino. Es necesario que los
lectores encargados de este servicio, aunque no hayan sido instituidos, sean
realmente idóneos y estén seriamente preparados. Dicha preparación ha de ser
tanto bíblica y litúrgica, como técnica: «La instrucción bíblica debe
apuntar a que los lectores estén capacitados para percibir el sentido de las
lecturas en su propio contexto y para entender a la luz de la fe el núcleo
central del mensaje revelado. La instrucción litúrgica debe facilitar a los
lectores una cierta percepción del sentido y de la estructura de la liturgia
de la Palabra y las razones de la conexión entre la liturgia de la Palabra y
la liturgia eucarística. La preparación técnica debe hacer que los lectores
sean cada día más aptos para el arte de leer ante el pueblo, ya sea de viva
voz, ya sea con ayuda de los instrumentos modernos de amplificación de la
voz».[207]
Importancia de la homilía
59. Hay también diferentes oficios y funciones «que corresponden a cada uno,
en lo que atañe a la Palabra de Dios; según esto, los fieles escuchan y
meditan la palabra, y la explican únicamente aquellos a quienes se
encomienda este ministerio»,[208] es decir, obispos, presbíteros y diáconos.
Por ello, se entiende la atención que se ha dado en el Sínodo al tema de la
homilía. Ya en la Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis,
recordé que «la necesidad de mejorar la calidad de la homilía está en
relación con la importancia de la Palabra de Dios. En efecto, ésta "es parte
de la acción litúrgica"; tiene el cometido de favorecer una mejor
comprensión y eficacia de la Palabra de Dios en la vida de los fieles».[209]
La homilía constituye una actualización del mensaje bíblico, de modo que se
lleve a los fieles a descubrir la presencia y la eficacia de la Palabra de
Dios en el hoy de la propia vida. Debe apuntar a la comprensión del misterio
que se celebra, invitar a la misión, disponiendo la asamblea a la profesión
de fe, a la oración universal y a la liturgia eucarística. Por consiguiente,
quienes por ministerio específico están encargados de la predicación han de
tomarse muy en serio esta tarea. Se han de evitar homilías genéricas y
abstractas, que oculten la sencillez de la Palabra de Dios, así como
inútiles divagaciones que corren el riesgo de atraer la atención más sobre
el predicador que sobre el corazón del mensaje evangélico. Debe quedar claro
a los fieles que lo que interesa al predicador es mostrar a Cristo, que
tiene que ser el centro de toda homilía. Por eso se requiere que los
predicadores tengan familiaridad y trato asiduo con el texto sagrado;[210]
que se preparen para la homilía con la meditación y la oración, para que
prediquen con convicción y pasión. La Asamblea sinodal ha exhortado a que se
tengan presentes las siguientes preguntas: «¿Qué dicen las lecturas
proclamadas? ¿Qué me dicen a mí personalmente? ¿Qué debo decir a la
comunidad, teniendo en cuenta su situación concreta?».[211] El predicador
tiene que «ser el primero en dejarse interpelar por la Palabra de Dios que
anuncia»,[212] porque, como dice san Agustín: «Pierde tiempo predicando
exteriormente la Palabra de Dios quien no es oyente de ella en su
interior».[213] Cuídese con especial atención la homilía dominical y en la
de las solemnidades; pero no se deje de ofrecer también, cuando sea posible,
breves reflexiones apropiadas a la situación durante la semana en las misas
cum populo, para ayudar a los fieles a acoger y hacer fructífera la Palabra
escuchada.
Oportunidad de un
Directorio homilético
60. Predicar de modo apropiado ateniéndose al Leccionario es realmente un
arte en el que hay que ejercitarse. Por tanto, en continuidad con lo
requerido en el Sínodo anterior,[214] pido a las autoridades competentes
que, en relación al Compendio eucarístico,[215] se piense también en
instrumentos y subsidios adecuados para ayudar a los ministros a desempeñar
del mejor modo su tarea, como, por ejemplo, con un Directorio sobre la
homilía, de manera que los predicadores puedan encontrar en él una ayuda
útil para prepararse en el ejercicio del ministerio. Como nos recuerda san
Jerónimo, la predicación se ha de acompañar con el testimonio de la propia
vida: «Que tus actos no desmientan tus palabras, para que no suceda que,
cuando tú predicas en la iglesia, alguien comente en sus adentros: "¿Por
qué, entonces, precisamente tú no te comportas así?"... En el sacerdote de
Cristo la mente y la palabra han de ser concordes».[216]
Palabra de Dios, Reconciliación y Unción de los enfermos
61. Si bien la Eucaristía está sin duda en el centro de la relación entre
Palabra de Dios y sacramentos, conviene subrayar, sin embargo, la
importancia de la Sagrada Escritura también en los demás sacramentos,
especialmente en los de curación, esto es, el sacramento de la
Reconciliación o de la Penitencia, y el sacramento de la Unción de los
enfermos. Con frecuencia, se descuida la referencia a la Sagrada Escritura
en estos sacramentos. Por el contrario, es necesario que se le dé el espacio
que le corresponde. En efecto, nunca se ha de olvidar que «la Palabra de
Dios es palabra de reconciliación porque en ella Dios reconcilia consigo
todas las cosas (cf. 2 Co 5,18-20; Ef 1,10). El perdón misericordioso de
Dios, encarnado en Jesús, levanta al pecador».[217] «Por la Palabra de Dios
el cristiano es iluminado en el conocimiento de sus pecados y es llamado a
la conversión y a la confianza en la misericordia de Dios».[218] Para que se
ahonde en la fuerza reconciliadora de la Palabra de Dios, se recomienda que
cada penitente se prepare a la confesión meditando un pasaje adecuado de la
Sagrada Escritura y comience la confesión mediante la lectura o la escucha
de una monición bíblica, según lo previsto en el propio ritual. Además, al
manifestar después su contrición, conviene que el penitente use una
expresión prevista en el ritual, «compuesta con palabras de la Sagrada
Escritura».[219] Cuando sea posible, es conveniente también que, en momentos
particulares del año, o cuando se presente la oportunidad, la confesión de
varios penitentes tenga lugar dentro de celebraciones penitenciales, como
prevé el ritual, respetando las diversas tradiciones litúrgicas y dando una
mayor amplitud a la celebración de la Palabra con lecturas apropiadas.
Tampoco se ha de olvidar, por lo que se refiere al sacramento de la Unción
de los enfermos, que «la fuerza sanadora de la Palabra de Dios es una
llamada apremiante a una constante conversión personal del oyente
mismo».[220] La Sagrada Escritura contiene numerosos textos de consuelo,
ayuda y curaciones debidas a la intervención de Dios. Se recuerde
especialmente la cercanía de Jesús a los que sufren, y que Él mismo, el
Verbo de Dios encarnado, ha cargado con nuestros dolores y ha padecido por
amor al hombre, dando así sentido a la enfermedad y a la muerte. Es bueno
que en las parroquias y sobre todo en los hospitales se celebre, según las
circunstancias, el sacramento de la Unción de enfermos de forma comunitaria.
Que en estas ocasiones se dé amplio espacio a la celebración de la Palabra y
se ayude a los fieles enfermos a vivir con fe su propio estado de
padecimiento unidos al sacrificio redentor de Cristo que nos libra del mal.
Palabra de Dios y
Liturgia de las Horas
62. Entre las formas de oración que exaltan la Sagrada Escritura se
encuentra sin duda la Liturgia de las Horas. Los Padres sinodales han
afirmado que constituye una «forma privilegiada de escucha de la Palabra de
Dios, porque pone en contacto a los fieles con la Sagrada Escritura y con la
Tradición viva de la Iglesia».[221] Se ha de recordar ante todo la profunda
dignidad teológica y eclesial de esta oración. En efecto, «en la Liturgia de
las Horas, la Iglesia, desempeñando la función sacerdotal de Cristo, su
cabeza, ofrece a Dios sin interrupción (cf. 1 Ts 5,17) el sacrificio de
alabanza, es decir, el fruto de unos labios que profesan su nombre (cf. Hb
13,15). Esta oración es "la voz de la misma Esposa que habla al Esposo; más
aún: es la oración de Cristo, con su cuerpo, al Padre"».[222] A este
propósito, el Concilio Vaticano II afirma: «Por eso, todos los que ejercen
esta función, no sólo cumplen el oficio de la Iglesia, sino que también
participan del sumo honor de la Esposa de Cristo, porque, al alabar a Dios,
están ante su trono en nombre de la Madre Iglesia».[223] En la Liturgia de
las Horas, como oración pública de la Iglesia, se manifiesta el ideal
cristiano de santificar todo el día, al compás de la escucha de la Palabra
de Dios y de la recitación de los salmos, de manera que toda actividad tenga
su punto de referencia en la alabanza ofrecida a Dios.
Quienes por su estado de vida tienen el deber de recitar la Liturgia de las
Horas, vivan con fidelidad este compromiso en favor de toda la Iglesia. Los
obispos, los sacerdotes y los diáconos aspirantes al sacerdocio, que han
recibido de la Iglesia el mandato de celebrarla, tienen la obligación de
recitar cada día todas las Horas.[224] Por lo que se refiere a la
obligatoriedad de esta liturgia en las Iglesias Orientales Católicas sui
iuris se ha de seguir lo indicado en el derecho propio.[225] Además, aliento
a las comunidades de vida consagrada a que sean ejemplares en la celebración
de la Liturgia de las Horas, de manera que puedan ser un punto de referencia
e inspiración para la vida espiritual y pastoral de toda la Iglesia.
El Sínodo ha manifestado el deseo de que se difunda más en el Pueblo de Dios
este tipo de oración, especialmente la recitación de Laudes y Vísperas. Esto
hará aumentar en los fieles la familiaridad con la Palabra de Dios. Se ha de
destacar también el valor de la Liturgia de las Horas prevista en las
primeras Vísperas del domingo y de las solemnidades, especialmente para las
Iglesias Orientales católicas. Para ello, recomiendo que, donde sea posible,
las parroquias y las comunidades de vida religiosa fomenten esta oración con
la participación de los fieles.
Palabra de Dios y Bendicional
63. En el uso del Bendicional, se preste también atención al espacio
previsto para la proclamación, la escucha y la explicación de la Palabra de
Dios mediante breves moniciones. En efecto, el gesto de la bendición, en los
casos previstos por la Iglesia y cuando los fieles lo solicitan, no ha de
quedar aislado, sino relacionado en su justa medida con la vida litúrgica
del Pueblo de Dios. En este sentido, la bendición, como auténtico signo
sagrado, «toma su pleno sentido y eficacia de la proclamación de la Palabra
de Dios».[226] Así pues, es importante aprovechar también estas
circunstancias para reavivar en los fieles el hambre y la sed de toda
palabra que sale de la boca de Dios (cf. Mt 4,4).
Sugerencias y propuestas concretas para la animación litúrgica
64. Después de haber recordado algunos elementos fundamentales de la
relación entre liturgia y Palabra de Dios, deseo ahora resumir y valorar
algunas propuestas y sugerencias recomendadas por los Padres sinodales, con
el fin de favorecer cada vez más en el Pueblo de Dios una mayor familiaridad
con la Palabra de Dios en el ámbito de los actos litúrgicos o, en todo caso,
referidos a ellos.
a) Celebraciones de la
Palabra de Dios
65. Los Padres sinodales han exhortado a todos los pastores a promover
momentos de celebración de la Palabra en las comunidades a ellos
confiadas:[227] son ocasiones privilegiadas de encuentro con el Señor. Por
eso, dicha práctica comportará grandes beneficios para los fieles, y se ha
de considerar un elemento relevante de la pastoral litúrgica. Estas
celebraciones adquieren una relevancia especial en la preparación de la
Eucaristía dominical, de modo que los creyentes tengan la posibilidad de
adentrarse más en la riqueza del Leccionario para orar y meditar la Sagrada
Escritura, sobre todo en los tiempos litúrgicos más destacados, Adviento y
Navidad, Cuaresma y Pascua. Además, se recomienda encarecidamente la
celebración de la Palabra de Dios en aquellas comunidades en las que, por la
escasez de sacerdotes, no es posible celebrar el sacrificio eucarístico en
los días festivos de precepto. Teniendo en cuenta las indicaciones ya
expuestas en la Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis
sobre las asambleas dominicales en ausencia de sacerdote,[228] recomiendo
que las autoridades competentes confeccionen directorios rituales,
valorizando la experiencia de las Iglesias particulares. De este modo, se
favorecerá en estos casos la celebración de la Palabra que alimente la fe de
los creyentes, evitando, sin embargo, que ésta se confunda con las
celebraciones eucarísticas; es más, «deberían ser ocasiones privilegiadas
para pedir a Dios que mande sacerdotes santos según su corazón».[229]
Además, los Padres sinodales han invitado a celebrar también la Palabra de
Dios con ocasión de peregrinaciones, fiestas particulares, misiones
populares, retiros espirituales y días especiales de penitencia, reparación
y perdón. Por lo que se refiere a las muchas formas de piedad popular,
aunque no son actos litúrgicos y no deben confundirse con las celebraciones
litúrgicas, conviene que se inspiren en ellas y, sobre todo, ofrezcan un
adecuado espacio a la proclamación y a la escucha de la Palabra de Dios; en
efecto, «en las palabras de la Biblia, la piedad popular encontrará una
fuente inagotable de inspiración, modelos insuperables de oración y fecundas
propuestas de diversos temas».[230]
b) La Palabra y el silencio
66. Bastantes intervenciones de los Padres sinodales han insistido en el
valor del silencio en relación con la Palabra de Dios y con su recepción en
la vida de los fieles.[231] En efecto, la palabra sólo puede ser pronunciada
y oída en el silencio, exterior e interior. Nuestro tiempo no favorece el
recogimiento, y se tiene a veces la impresión de que hay casi temor de
alejarse de los instrumentos de comunicación de masa, aunque solo sea por un
momento. Por eso se ha de educar al Pueblo de Dios en el valor del silencio.
Redescubrir el puesto central de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia
quiere decir también redescubrir el sentido del recogimiento y del sosiego
interior. La gran tradición patrística nos enseña que los misterios de
Cristo están unidos al silencio,[232] y sólo en él la Palabra puede
encontrar morada en nosotros, como ocurrió en María, mujer de la Palabra y
del silencio inseparablemente. Nuestras liturgias han de facilitar esta
escucha auténtica: Verbo crescente, verba deficiunt.[233]
Este valor ha de resplandecer particularmente en la Liturgia de la Palabra,
que «se debe celebrar de tal manera que favorezca la meditación».[234]
Cuando el silencio está previsto, debe considerarse «como parte de la
celebración».[235] Por tanto, exhorto a los pastores a fomentar los momentos
de recogimiento, por medio de los cuales, con la ayuda del Espíritu Santo,
la Palabra de Dios se acoge en el corazón.
c) Proclamación
solemne de la Palabra de Dios
67. Otra sugerencia manifestada en el Sínodo ha sido la de resaltar, sobre
todo en las solemnidades litúrgicas relevantes, la proclamación de la
Palabra, especialmente el Evangelio, utilizando el Evangeliario, llevado
procesionalmente durante los ritos iniciales y después trasladado al ambón
por el diácono o por un sacerdote para la proclamación. De este modo, se
ayuda al Pueblo de Dios a reconocer que «la lectura del Evangelio constituye
el punto culminante de esta liturgia de la palabra».[236] Siguiendo las
indicaciones contenidas en la Ordenación de las lecturas de la Misa,
conviene dar realce a la proclamación de la Palabra de Dios con el canto,
especialmente el Evangelio, sobre todo en solemnidades determinadas. El
saludo, el anuncio inicial: «Lectura del santo evangelio...», y el final,
«Palabra del Señor», es bueno cantarlos para subrayar la importancia de lo
que se ha leído.[237]
d) La Palabra de
Dios en el templo cristiano
68. Para favorecer la escucha de la Palabra de Dios no se han de descuidar
aquellos medios que pueden ayudar a los fieles a una mayor atención. En este
sentido, es necesario que en los edificios sagrados se tenga siempre en
cuenta la acústica, respetando las normas litúrgicas y arquitectónicas. «Los
obispos, con la ayuda debida, han de procurar que, en la construcción de las
iglesias, éstas sean lugares adecuados para la proclamación de la Palabra,
la meditación y la celebración eucarística. Y que los espacios sagrados,
también fuera de la acción litúrgica, sean elocuentes, presentando el
misterio cristiano en relación con la Palabra de Dios».[238]
Se debe prestar una atención especial al ambón como lugar litúrgico desde el
que se proclama la Palabra de Dios. Ha de colocarse en un sitio bien
visible, y al que se dirija espontáneamente la atención de los fieles
durante la liturgia de la Palabra. Conviene que sea fijo, como elemento
escultórico en armonía estética con el altar, de manera que represente
visualmente el sentido teológico de la doble mesa de la Palabra y de la
Eucaristía. Desde el ambón se proclaman las lecturas, el salmo responsorial
y el pregón pascual; pueden hacerse también desde él la homilía y las
intenciones de la oración universal.[239]
Además, los Padres sinodales sugieren que en las iglesias se destine un
lugar de relieve donde se coloque la Sagrada Escritura también fuera de la
celebración.[240] En efecto, conviene que el libro que contiene la Palabra
de Dios tenga un sitio visible y de honor en el templo cristiano, pero sin
ocupar el centro, que corresponde al sagrario con el Santísimo
Sacramento.[241]
e)
Exclusividad de los textos bíblicos en la liturgia
69. El Sínodo ha reiterado además con vigor lo que, por otra parte, está
establecido ya por las normas litúrgicas de la Iglesia,[242] a saber, que
las lecturas tomadas de la Sagrada Escritura nunca sean sustituidas por
otros textos, por más significativos que parezcan desde el punto de vista
pastoral o espiritual: «Ningún texto de espiritualidad o de literatura puede
alcanzar el valor y la riqueza contenida en la Sagrada Escritura, que es
Palabra de Dios».[243] Se trata de una antigua disposición de la Iglesia que
se ha de mantener.[244] Ya el Papa Juan Pablo II, ante algunos abusos,
recordó la importancia de no sustituir nunca la Sagrada Escritura con otras
lecturas.[245] Recordemos que también el Salmo responsorial es Palabra de
Dios, con el cual respondemos a la voz del Señor y, por tanto, no debe ser
sustituido por otros textos; es muy conveniente, incluso, que sea cantado.
f) El canto
litúrgico bíblicamente inspirado
70. Para ensalzar la Palabra de Dios durante la celebración litúrgica, se
tenga también en cuenta el canto en los momentos previstos por el rito
mismo, favoreciendo aquel que tenga una clara inspiración bíblica y que sepa
expresar, mediante una concordancia armónica entre las palabras y la música,
la belleza de la palabra divina. En este sentido, conviene valorar los
cantos que nos ha legado la tradición de la Iglesia y que respetan este
criterio. Pienso, en particular, en la importancia del canto
gregoriano.[246]
g)
Especial atención a los discapacitados de la vista y el oído
71. En este contexto, quisiera también recordar que el Sínodo ha recomendado
prestar una atención especial a los que, por su condición particular, tienen
problemas para participar activamente en la liturgia, como, por ejemplo, los
discapacitados en la vista y el oído. Animo a las comunidades cristianas a
que, en la medida de lo posible, ayuden con instrumentos adecuados a los
hermanos y hermanas que tienen esta dificultad, para que también ellos
puedan tener un contacto vivo con la Palabra de Dios.[247]
La palabra de Dios en
la vida eclesial
Encontrar
la Palabra de Dios en la Sagrada Escritura
72. Si bien es verdad que la liturgia es el lugar privilegiado para la
proclamación, la escucha y la celebración de la Palabra de Dios, es cierto
también que este encuentro ha de ser preparado en los corazones de los
fieles y, sobre todo, profundizado y asimilado por ellos. En efecto, la vida
cristiana se caracteriza esencialmente por el encuentro con Jesucristo que
nos llama a seguirlo. Por eso, el Sínodo de los Obispos ha reiterado más de
una vez la importancia de la pastoral en las comunidades cristianas, como
ámbito propio en el que recorrer un itinerario personal y comunitario con
respecto a la Palabra de Dios, de modo que ésta sea realmente el fundamento
de la vida espiritual. Junto a los Padres sinodales, expreso el vivo deseo
de que florezca «una nueva etapa de mayor amor a la Sagrada Escritura por
parte de todos los miembros del Pueblo de Dios, de manera que, mediante su
lectura orante y fiel a lo largo del tiempo, se profundice la relación con
la persona misma de Jesús».[248]
No faltan en la historia de la Iglesia recomendaciones por parte de los
santos sobre la necesidad de conocer la Escritura para crecer en el amor de
Cristo. Este es un dato particularmente claro en los Padres de la Iglesia.
San Jerónimo, gran enamorado de la Palabra de Dios, se preguntaba: «¿Cómo se
podría vivir sin la ciencia de las Escrituras, mediante las cuales se
aprende a conocer a Cristo mismo, que es la vida de los creyentes?».[249]
Era muy consciente de que la Biblia es el instrumento «con el que Dios habla
cada día a los creyentes».[250] Así, san Jerónimo da este consejo a la
matrona romana Leta para la educación de su hija: «Asegúrate de que estudie
cada día algún paso de la Escritura... Que la oración siga a la lectura, y
la lectura a la oración... Que, en lugar de las joyas y los vestidos de
seda, ame los Libros divinos».[251] Vale también para nosotros lo que san
Jerónimo escribió al sacerdote Nepoziano: «Lee con mucha frecuencia las
divinas Escrituras; más aún, que nunca dejes de tener el Libro santo en tus
manos. Aprende aquí lo que tú tienes que enseñar».[252] A ejemplo del gran
santo, que dedicó su vida al estudio de la Biblia y que dejó a la Iglesia su
traducción latina, llamada Vulgata, y de todos los santos, que han puesto en
el centro de su vida espiritual el encuentro con Cristo, renovemos nuestro
compromiso de profundizar en la palabra que Dios ha dado a la Iglesia:
podremos aspirar así a ese «alto grado de la vida cristiana
ordinaria»,[253]que el Papa Juan Pablo II deseaba al principio del tercer
milenio cristiano, y que se alimenta constantemente de la escucha de la
Palabra de Dios.
La animación bíblica de la
pastoral
73. En este sentido, el Sínodo ha invitado a un particular esfuerzo pastoral
para resaltar el puesto central de la Palabra de Dios en la vida eclesial,
recomendando «incrementar la "pastoral bíblica", no en yuxtaposición con
otras formas de pastoral, sino como animación bíblica de toda la
pastoral».[254] No se trata, pues, de añadir algún encuentro en la parroquia
o la diócesis, sino de lograr que las actividades habituales de las
comunidades cristianas, las parroquias, las asociaciones y los movimientos,
se interesen realmente por el encuentro personal con Cristo que se comunica
en su Palabra. Así, puesto que «la ignorancia de las Escrituras es
ignorancia de Cristo»,[255] la animación bíblica de toda la pastoral
ordinaria y extraordinaria llevará a un mayor conocimiento de la persona de
Cristo, revelador del Padre y plenitud de la revelación divina.
Por tanto, exhorto a los pastores y fieles a tener en cuenta la importancia
de esta animación: será también el mejor modo para afrontar algunos
problemas pastorales puestos de relieve durante la Asamblea sinodal, y
vinculados, por ejemplo, a la proliferación de sectas que difunden una
lectura distorsionada e instrumental de la Sagrada Escritura. Allí donde no
se forma a los fieles en un conocimiento de la Biblia según la fe de la
Iglesia, en el marco de su Tradición viva, se deja de hecho un vacío
pastoral, en el que realidades como las sectas pueden encontrar terreno
donde echar raíces. Por eso, es también necesario dotar de una preparación
adecuada a los sacerdotes y laicos para que puedan instruir al Pueblo de
Dios en el conocimiento auténtico de las Escrituras.
Además, como se ha subrayado durante los trabajos sinodales, conviene que en
la actividad pastoral se favorezca también la difusión de pequeñas
comunidades, «formadas por familias o radicadas en las parroquias o
vinculadas a diversos movimientos eclesiales y nuevas comunidades»,[256] en
las cuales se promueva la formación, la oración y el conocimiento de la
Biblia según la fe de la Iglesia.
Dimensión bíblica de la
catequesis
74. Un momento importante de la animación pastoral de la Iglesia en el que
se puede redescubrir adecuadamente el puesto central de la Palabra de Dios
es la catequesis, que, en sus diversas formas y fases, ha de acompañar
siempre al Pueblo de Dios. El encuentro de los discípulos de Emaús con
Jesús, descrito por el evangelista Lucas (cf. Lc 24,13-35), representa en
cierto sentido el modelo de una catequesis en cuyo centro está la
«explicación de las Escrituras», que sólo Cristo es capaz de dar (cf. Lc
24,27-28), mostrando en sí mismo su cumplimiento.[257] De este modo, renace
la esperanza más fuerte que cualquier fracaso, y hace de aquellos discípulos
testigos convencidos y creíbles del Resucitado.
En el Directorio general para la catequesis encontramos indicaciones válidas
para animar bíblicamente la catequesis, y a ellas me remito.[258] En esta
circunstancia, deseo sobre todo subrayar que la catequesis «ha de estar
totalmente impregnada por el pensamiento, el espíritu y las actitudes
bíblicas y evangélicas, a través de un contacto asiduo con los mismos
textos; y recordar también que la catequesis será tanto más rica y eficaz
cuanto más lea los textos con la inteligencia y el corazón de la
Iglesia»,[259] y cuanto más se inspire en la reflexión y en la vida
bimilenaria de la Iglesia. Se ha de fomentar, pues, el conocimiento de las
figuras, de los hechos y las expresiones fundamentales del texto sagrado;
para ello, puede ayudar también una inteligente memorización de algunos
pasajes bíblicos particularmente elocuentes de los misterios cristianos. La
actividad catequética comporta un acercamiento a las Escrituras en la fe y
en la Tradición de la Iglesia, de modo que se perciban esas palabras como
vivas, al igual que Cristo está vivo hoy donde dos o tres se reúnen en su
nombre (cf. Mt 18,20). Además, debe comunicar de manera vital la historia de
la salvación y los contenidos de la fe de la Iglesia, para que todo fiel
reconozca que también su existencia personal pertenece a esta misma
historia.
En esta perspectiva, es importante subrayar la relación entre la Sagrada
Escritura y el Catecismo de la Iglesia Católica, como dice el Directorio
general para la catequesis: «La Sagrada Escritura, como "Palabra de Dios
escrita bajo la inspiración del Espíritu Santo" y el Catecismo de la Iglesia
Católica, como expresión relevante actual de la Tradición viva de la Iglesia
y norma segura para la enseñanza de la fe, están llamados, cada uno a su
modo y según su específica autoridad, a fecundar la catequesis en la Iglesia
contemporánea».[260]
Formación bíblica de los
cristianos
75. Para alcanzar el objetivo deseado por el Sínodo de que toda la pastoral
tenga un mayor carácter bíblico, es necesario que los cristianos, y en
particular los catequistas, tengan una adecuada formación. A este respecto,
se ha de prestar atención al apostolado bíblico, un método muy válido para
esta finalidad, como demuestra la experiencia eclesial. Los Padres
sinodales, además, han recomendado que, potenciando en lo posible las
estructuras académicas ya existentes, se establezcan centros de formación
para laicos y misioneros, en los que se aprenda a comprender, vivir y
anunciar la Palabra de Dios y, donde sea necesario, «se creen institutos
especializados con el fin de que los exegetas tengan una sólida comprensión
teológica y una adecuada sensibilidad para los contextos de su misión».[261]
La
Sagrada Escritura en los grandes encuentros eclesiales
76. Entre las muchas iniciativas que se pueden tomar, el Sínodo sugiere que
en los encuentros, tanto diocesanos como nacionales o internacionales, se
subraye más la importancia de la Palabra de Dios, de la escucha y lectura
creyente y orante de la Biblia. Así pues, es de alabar que en los congresos
eucarísticos, nacionales e internacionales, en las jornadas mundiales de la
juventud y en otros encuentros, se dé mayor espacio para las celebraciones
de la Palabra y momentos de formación de carácter bíblico.[262]
Palabra de Dios y vocaciones
77. El Sínodo, al destacar la exigencia intrínseca de la fe de profundizar
la relación con Cristo, Palabra de Dios entre nosotros, ha querido también
poner de relieve el hecho de que esta Palabra llama a cada uno
personalmente, manifestando así que la vida misma es vocación en relación
con Dios. Esto quiere decir que, cuanto más ahondemos en nuestra relación
personal con el Señor Jesús, tanto más nos daremos cuenta de que Él nos
llama a la santidad mediante opciones definitivas, con las cuales nuestra
vida corresponde a su amor, asumiendo tareas y ministerios para edificar la
Iglesia. En esta perspectiva, se entiende la invitación del Sínodo a todos
los cristianos para que profundicen su relación con la Palabra de Dios en
cuanto bautizados, pero también en cuanto llamados a vivir según los
diversos estados de vida. Aquí tocamos uno de los puntos clave de la
doctrina del Concilio Vaticano II, que ha subrayado la vocación a la
santidad de todo fiel, cada uno en el propio estado de vida.[263] En la
Sagrada Escritura es donde encontramos revelada nuestra vocación a la
santidad: «Sed santos, pues yo soy santo» (Lv 11,44; 19,2; 20,7). Y san
Pablo muestra la raíz cristológica: el Padre «nos eligió en la persona de
Cristo -antes de crear el mundo- para que fuésemos santos e irreprochables
ante él por el amor» (Ef 1,4). De esta manera, podemos sentir como dirigido
a cada uno de nosotros su saludo a los hermanos y hermanas de la comunidad
de Roma: «A quienes Dios ama y ha llamado a formar parte de su pueblo santo,
os deseo la gracia y la paz de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo»
(Rm 1,7).
a) Palabra de Dios y
ministros ordenados
78. Dirigiéndome ahora en primer lugar a los ministros ordenados de la
Iglesia, les recuerdo lo que el Sínodo ha afirmado: «La Palabra de Dios es
indispensable para formar el corazón de un buen pastor, ministro de la
Palabra».[264] Los obispos, presbíteros y diáconos no pueden pensar de
ningún modo en vivir su vocación y misión sin un compromiso decidido y
renovado de santificación, que tiene en el contacto con la Biblia uno de sus
pilares.
79. A los que han sido llamados al episcopado, y son los primeros y más
autorizados anunciadores de la Palabra, deseo reiterarles lo que decía el
Papa Juan Pablo II en la Exhortación apostólica postsinodal Pastores gregis.
Para alimentar y hacer progresar la propia vida espiritual, el Obispo ha de
poner siempre «en primer lugar, la lectura y meditación de la Palabra de
Dios. Todo Obispo debe encomendarse siempre y sentirse encomendado "a Dios y
a la Palabra de su gracia, que tiene poder para construir el edificio y
daros la herencia con todos los santificados" (Hch 20,32). Por tanto, antes
de ser transmisor de la Palabra, el Obispo, al igual que sus sacerdotes y
los fieles, e incluso como la Iglesia misma, tiene que ser oyente de la
Palabra. Ha de estar como "dentro de" la Palabra, para dejarse proteger y
alimentar como en un regazo materno».[265] A imitación de María, Virgo
audiens y Reina de los Apóstoles, recomiendo a todos los hermanos en el
episcopado la lectura personal frecuente y el estudio asiduo de la Sagrada
Escritura.
80. Respecto a los sacerdotes, quisiera también remitirme a las palabras del
Papa Juan Pablo II, el cual, en la Exhortación apostólica postsinodal
Pastores dabo vobis, ha recordado que «el sacerdote es, ante todo, ministro
de la Palabra de Dios; es el ungido y enviado para anunciar a todos el
Evangelio del Reino, llamando a cada hombre a la obediencia de la fe y
conduciendo a los creyentes a un conocimiento y comunión cada vez más
profundos del misterio de Dios, revelado y comunicado a nosotros en Cristo».
Por eso, el sacerdote mismo debe ser el primero en cultivar una gran
familiaridad personal con la Palabra de Dios: «no le basta conocer su
aspecto lingüístico o exegético, que es también necesario; necesita
acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella penetre
a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una
mentalidad nueva: "la mente de Cristo" (1 Co 2,16)».[266]Consiguientemente,
sus palabras, sus decisiones y sus actitudes han de ser cada vez más una
trasparencia, un anuncio y un testimonio del Evangelio; «solamente
"permaneciendo" en la Palabra, el sacerdote será perfecto discípulo del
Señor; conocerá la verdad y será verdaderamente libre».[267]
En definitiva, la llamada al sacerdocio requiere ser consagrados «en la
verdad». Jesús mismo formula esta exigencia respecto a sus discípulos:
«Santifícalos en la verdad. Tu Palabra es verdad. Como tú me enviaste al
mundo, así los envío yo también al mundo» (Jn 17,17-18).Los discípulos son
en cierto sentido «sumergidos en lo íntimo de Dios mediante su inmersión en
la Palabra de Dios. La Palabra de Dios es, por decirlo así, el baño que los
purifica, el poder creador que los transforma en el ser de Dios».[268] Y,
puesto que Cristo mismo es la Palabra de Dios hecha carne (Jn1,14), es «la
Verdad» (Jn14,6), la plegaria de Jesús al Padre, «santifícalos en la
verdad», quiere decir en el sentido más profundo: «Hazlos una sola cosa
conmigo, Cristo. Sujétalos a mí. Ponlos dentro de mí. Y, en efecto, en
último término hay un único sacerdote de la Nueva Alianza, Jesucristo
mismo».[269] Es necesario, por tanto, que los sacerdotes renueven cada vez
más profundamente la conciencia de esta realidad.
81. Quisiera referirme también al puesto de la Palabra de Dios en la vida de
los que están llamados al diaconado, no sólo como grado previo del orden del
presbiterado, sino como servicio permanente. El Directorio para el diaconado
permanente dice que, «de la identidad teológica del diácono brotan con
claridad los rasgos de su espiritualidad específica, que se presenta
esencialmente como espiritualidad de servicio. El modelo por excelencia es
Cristo siervo, que vivió totalmente dedicado al servicio de Dios, por el
bien de los hombres».[270] En esta perspectiva, se entiende cómo, en las
diversas dimensiones del ministerio diaconal, un «elemento que distingue la
espiritualidad diaconal es la Palabra de Dios, de la que el diácono está
llamado a ser mensajero cualificado, creyendo lo que proclama, enseñando lo
que cree, viviendo lo que enseña».[271] Recomiendo por tanto que los
diáconos cultiven en su propia vida una lectura creyente de la Sagrada
Escritura con el estudio y la oración. Que sean introducidos a la Sagrada
Escritura y su correcta interpretación; a la teología del Antiguo y del
Nuevo Testamento; a la interrelación entre Escritura y Tradición; al uso de
la Escritura en la predicación, en la catequesis y, en general, en la
actividad pastoral.[272]
b) Palabra de
Dios y candidatos al Orden sagrado
82. El Sínodo ha dado particular importancia al papel decisivo de la Palabra
de Dios en la vida espiritual de los candidatos al sacerdocio ministerial:
«Los candidatos al sacerdocio deben aprender a amar la Palabra de Dios. Por
tanto, la Escritura ha de ser el alma de su formación teológica, subrayando
la indispensable circularidad entre exegesis, teología, espiritualidad y
misión».[273] Los aspirantes al sacerdocio ministerial están llamados a una
profunda relación personal con la Palabra de Dios, especialmente en la
lectio divina, porque de dicha relación se alimenta la propia vocación: con
la luz y la fuerza de la Palabra de Dios, la propia vocación puede
descubrirse, entenderse, amarse, seguirse, así como cumplir la propia
misión, guardando en el corazón el designio de Dios, de modo que la fe, como
respuesta a la Palabra, se convierta en el nuevo criterio de juicio y
apreciación de los hombres y las cosas, de los acontecimientos y los
problemas.[274]
Esta atención a la lectura orante de la Escritura en modo alguno debe
significar una dicotomía respecto al estudio exegético requerido en el
tiempo de la formación. El Sínodo ha encomendado que se ayude concretamente
a los seminaristas a ver la relación entre el estudio bíblico y el orar con
la Escritura. El estudio de las Escrituras les ha de hacer más conscientes
del misterio de la revelación divina, alimentando una actitud de respuesta
orante a Dios que habla. Por otro lado, una auténtica vida de oración hará
también crecer necesariamente en el alma del candidato el deseo de conocer
cada vez más al Dios que se ha revelado en su Palabra como amor infinito.
Por tanto, se deberá poner el máximo cuidado para que en la vida de los
seminaristas se cultive esta reciprocidad entre estudio y oración. Para
esto, hace falta que se oriente a los candidatos a un estudio de la Sagrada
Escritura mediante métodos que favorezcan este enfoque integral.
c) Palabra de Dios y vida
consagrada
83. Por lo que se refiere a la vida consagrada, el Sínodo ha recordado ante
todo que «nace de la escucha de la Palabra de Dios y acoge el Evangelio como
su norma de vida».[275] En este sentido, el vivir siguiendo a Cristo casto,
pobre y obediente, se convierte «en "exegesis" viva de la Palabra de
Dios».[276] El Espíritu Santo, en virtud del cual se ha escrito la Biblia,
es el mismo que «ha iluminado con luz nueva la Palabra de Dios a los
fundadores y fundadoras. De ella ha brotado cada carisma y de ella quiere
ser expresión cada regla»,[277] dando origen a itinerarios de vida cristiana
marcados por la radicalidad evangélica.
Quisiera recordar que la gran tradición monástica ha tenido siempre como
elemento constitutivo de su propia espiritualidad la meditación de la
Sagrada Escritura, particularmente en la modalidad de la lectio divina.
También hoy, las formas antiguas y nuevas de especial consagración están
llamadas a ser verdaderas escuelas de vida espiritual, en las que se leen
las Escrituras según el Espíritu Santo en la Iglesia, de manera que todo el
Pueblo de Dios pueda beneficiarse. El Sínodo, por tanto, recomienda que
nunca falte en las comunidades de vida consagrada una formación sólida para
la lectura creyente de la Biblia.[278]
Deseo hacerme eco una vez más de la gratitud y el interés que el Sínodo ha
manifestado por las formas de vida contemplativa, que por su carisma
específico dedican mucho tiempo de la jornada a imitar a la Madre de Dios,
que meditaba asiduamente las palabras y los hechos de su Hijo (cf. Lc
2,19.51), así como a María de Betania que, a los pies del Señor, escuchaba
su palabra (cf. Lc 10,38). Pienso particularmente en las monjas y los monjes
de clausura, que con su separación del mundo se encuentran más íntimamente
unidos a Cristo, corazón del mundo. La Iglesia tiene necesidad más que nunca
del testimonio de quien se compromete a «no anteponer nada al amor de
Cristo».[279] El mundo de hoy está con frecuencia demasiado preocupado por
las actividades exteriores, en las que corre el riesgo de perderse. Los
contemplativos y las contemplativas, con su vida de oración, escucha y
meditación de la Palabra de Dios, nos recuerdan que no sólo de pan vive el
hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (cf. Mt 4,4). Por
tanto, todos los fieles han de tener muy presente que una forma de vida como
ésta «indica al mundo de hoy lo más importante, más aún, en definitiva, lo
único decisivo: existe una razón última por la que vale la pena vivir, es
decir, Dios y su amor inescrutable».[280]
d) Palabra de Dios y fieles
laicos
84. El Sínodo ha dirigido muchas veces su atención a los fieles laicos,
dándoles las gracias por su generoso compromiso en la difusión del Evangelio
en los diferentes ámbitos de la vida cotidiana, del trabajo, la escuela, la
familia y la educación.[281] Esta tarea, que proviene del bautismo, ha de
desarrollarse mediante una vida cristiana cada vez más consciente, capaz de
dar «razón de la esperanza que tenemos» (cf. 1 P 3,15). Jesús, en el
Evangelio de Mateo, dice que «el campo es el mundo. La buena semilla son los
ciudadanos del Reino» (13,38). Estas palabras valen particularmente para los
laicos cristianos, que viven su propia vocación a la santidad con una
existencia según el Espíritu, y que se expresa particularmente «en su
inserción en las realidades temporales y en su participación en las
actividades terrenas».[282]Se ha de formar a los laicos a discernir la
voluntad de Dios mediante una familiaridad con la Palabra de Dios, leída y
estudiada en la Iglesia, bajo la guía de sus legítimos Pastores. Pueden
adquirir esta formación en la escuela de las grandes espiritualidades
eclesiales, en cuya raíz está siempre la Sagrada Escritura. Y, según sus
posibilidades, las diócesis mismas brinden oportunidades formativas en este
sentido para los laicos con particulares responsabilidades eclesiales.[283]
e) Palabra de Dios,
matrimonio y familia
85. El Sínodo ha sentido también la necesidad de subrayar la relación entre
Palabra de Dios, matrimonio y familia cristiana. En efecto, «con el anuncio
de la Palabra de Dios, la Iglesia revela a la familia cristiana su verdadera
identidad, lo que es y debe ser según el plan del Señor».[284] Por tanto,
nunca se pierda de vista que la Palabra de Dios está en el origen del
matrimonio (cf. Gn 2,24) y que Jesús mismo ha querido incluir el matrimonio
entre las instituciones de su Reino (cf. Mt 19,4-8), elevando a sacramento
lo que originariamente está inscrito en la naturaleza humana. «En la
celebración sacramental, el hombre y la mujer pronuncian una palabra
profética de recíproca entrega, el ser "una carne", signo del misterio de la
unión de Cristo con la Iglesia (cf. Ef 5,32)».[285] La fidelidad a la
Palabra de Dios lleva a percibir cómo esta institución está amenazada
también hoy en muchos aspectos por la mentalidad común. Frente al difundido
desorden de los afectos y al surgir de modos de pensar que banalizan el
cuerpo humano y la diferencia sexual, la Palabra de Dios reafirma la bondad
originaria del hombre, creado como varón y mujer, y llamado al amor fiel,
recíproco y fecundo.
Del gran misterio nupcial, se desprende una imprescindible responsabilidad
de los padres respecto a sus hijos. En efecto, a la auténtica paternidad y
maternidad corresponde la comunicación y el testimonio del sentido de la
vida en Cristo; mediante la fidelidad y la unidad de la vida de familia, los
esposos son los primeros anunciadores de la Palabra de Dios ante sus propios
hijos. La comunidad eclesial ha de sostenerles y ayudarles a fomentar la
oración en familia, la escucha de la Palabra y el conocimiento de la Biblia.
Por eso, el Sínodo desea que cada casa tenga su Biblia y la custodie de modo
decoroso, de manera que se la pueda leer y utilizar para la oración. Los
sacerdotes, diáconos o laicos bien preparados pueden proporcionar la ayuda
necesaria para ello. El Sínodo ha encomendado también la formación de
pequeñas comunidades de familias, en las que se cultive la oración y la
meditación en común de pasajes adecuados de la Escritura.[286] Los esposos
han de recordar, además, que «la Palabra de Dios es una ayuda valiosa
también en las dificultades de la vida conyugal y familiar».[287]
En este contexto, deseo subrayar lo que el Sínodo ha recomendado sobre el
cometido de las mujeres respecto a la Palabra de Dios. La contribución del
«genio femenino», como decía el Papa Juan Pablo II,[288] al conocimiento de
la Escritura, como también a toda la vida de la Iglesia, es hoy más amplia
que en el pasado, y abarca también el campo de los estudios bíblicos. El
Sínodo se ha detenido especialmente en el papel indispensable de las mujeres
en la familia, la educación, la catequesis y la transmisión de los valores.
En efecto, «ellas saben suscitar la escucha de la Palabra, la relación
personal con Dios y comunicar el sentido del perdón y del compartir
evangélico»,[289] así como ser portadoras de amor, maestras de misericordia
y constructoras de paz, comunicadoras de calor y humanidad, en un mundo que
valora a las personas con demasiada frecuencia según los criterios fríos de
explotación y ganancia.
Lectura orante de la Sagrada Escritura y «lectio divina»
86. El Sínodo ha vuelto a insistir más de una vez en la exigencia de un
acercamiento orante al texto sagrado como factor fundamental de la vida
espiritual de todo creyente, en los diferentes ministerios y estados de
vida, con particular referencia a la lectio divina.[290] En efecto, la
Palabra de Dios está en la base de toda espiritualidad auténticamente
cristiana. Con ello, los Padres sinodales han seguido la línea de lo que
afirma la Constitución dogmática Dei Verbum: «Todos los fieles... acudan de
buena gana al texto mismo: en la liturgia, tan llena del lenguaje de Dios;
en la lectura espiritual, o bien en otras instituciones u otros medios, que
para dicho fin se organizan hoy por todas partes con aprobación o por
iniciativa de los Pastores de la Iglesia. Recuerden que a la lectura de la
Sagrada Escritura debe acompañar la oración».[291] La reflexión conciliar
pretendía retomar la gran tradición patrística, que ha recomendado siempre
acercarse a la Escritura en el diálogo con Dios. Como dice san Agustín: «Tu
oración es un coloquio con Dios. Cuando lees, Dios te habla; cuando oras,
hablas tú a Dios».[292] Orígenes, uno de los maestros en este modo de leer
la Biblia, sostiene que entender las Escrituras requiere, más incluso que el
estudio, la intimidad con Cristo y la oración. En efecto, está convencido de
que la vía privilegiada para conocer a Dios es el amor, y que no se da una
auténtica scientia Christi sin enamorarse de Él. En la Carta a Gregorio, el
gran teólogo alejandrino recomienda: «Dedícate a la lectio de las divinas
Escrituras; aplícate a esto con perseverancia. Esfuérzate en la lectio con
la intención de creer y de agradar a Dios. Si durante la lectio te
encuentras ante una puerta cerrada, llama y te abrirá el guardián, del que
Jesús ha dicho: "El guardián se la abrirá". Aplicándote así a la lectio
divina, busca con lealtad y confianza inquebrantable en Dios el sentido de
las divinas Escrituras, que se encierra en ellas con abundancia. Pero no has
de contentarte con llamar y buscar. Para comprender las cosas de Dios te es
absolutamente necesaria la oratio. Precisamente para exhortarnos a ella, el
Salvador no solamente nos ha dicho: "Buscad y hallaréis", "llamad y se os
abrirá", sino que ha añadido: "Pedid y recibiréis"».[293]
A este propósito, no obstante, se ha de evitar el riesgo de un acercamiento
individualista, teniendo presente que la Palabra de Dios se nos da
precisamente para construir comunión, para unirnos en la Verdad en nuestro
camino hacia Dios. Es una Palabra que se dirige personalmente a cada uno,
pero también es una Palabra que construye comunidad, que construye la
Iglesia. Por tanto, hemos de acercarnos al texto sagrado en la comunión
eclesial. En efecto, «es muy importante la lectura comunitaria, porque el
sujeto vivo de la Sagrada Escritura es el Pueblo de Dios, es la Iglesia...
La Escritura no pertenece al pasado, dado que su sujeto, el Pueblo de Dios
inspirado por Dios mismo, es siempre el mismo. Así pues, se trata siempre de
una Palabra viva en el sujeto vivo. Por eso, es importante leer la Sagrada
Escritura y escuchar la Sagrada Escritura en la comunión de la Iglesia, es
decir, con todos los grandes testigos de esta Palabra, desde los primeros
Padres hasta los santos de hoy, hasta el Magisterio de hoy».[294]
Por eso, en la lectura orante de la Sagrada Escritura, el lugar privilegiado
es la Liturgia, especialmente la Eucaristía, en la cual, celebrando el
Cuerpo y la Sangre de Cristo en el Sacramento, se actualiza en nosotros la
Palabra misma. En cierto sentido, la lectura orante, personal y comunitaria,
se ha de vivir siempre en relación a la celebración eucarística. Así como la
adoración eucarística prepara, acompaña y prolonga la liturgia
eucarística,[295] así también la lectura orante personal y comunitaria
prepara, acompaña y profundiza lo que la Iglesia celebra con la proclamación
de la Palabra en el ámbito litúrgico. Al poner tan estrechamente en relación
lectio y liturgia, se pueden entender mejor los criterios que han de
orientar esta lectura en el contexto de la pastoral y la vida espiritual del
Pueblo de Dios.
87. En los documentos que han preparado y acompañado el Sínodo, se ha
hablado de muchos métodos para acercarse a las Sagradas Escrituras con fruto
y en la fe. Sin embargo, se ha prestado una mayor atención a la lectio
divina, que es verdaderamente «capaz de abrir al fiel no sólo el tesoro de
la Palabra de Dios sino también de crear el encuentro con Cristo, Palabra
divina y viviente».[296] Quisiera recordar aquí brevemente cuáles son los
pasos fundamentales: se comienza con la lectura (lectio) del texto, que
suscita la cuestión sobre el conocimiento de su contenido auténtico: ¿Qué
dice el texto bíblico en sí mismo? Sin este momento, se corre el riesgo de
que el texto se convierta sólo en un pretexto para no salir nunca de
nuestros pensamientos. Sigue después la meditación (meditatio) en la que la
cuestión es:¿Qué nos dice el texto bíblico a nosotros? Aquí, cada uno
personalmente, pero también comunitariamente, debe dejarse interpelar y
examinar, pues no se trata ya de considerar palabras pronunciadas en el
pasado, sino en el presente. Se llega sucesivamente al momento de la oración
(oratio), que supone la pregunta: ¿Qué decimos nosotros al Señor como
respuesta a su Palabra? La oración como petición, intercesión,
agradecimiento y alabanza, es el primer modo con el que la Palabra nos
cambia. Por último, la lectio divina concluye con la contemplación
(contemplatio), durante la cual aceptamos como don de Dios su propia mirada
al juzgar la realidad, y nos preguntamos: ¿Qué conversión de la mente, del
corazón y de la vida nos pide el Señor? San Pablo, en la Carta a los
Romanos, dice: «No os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la
renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de
Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto» (12,2). En efecto, la
contemplación tiende a crear en nosotros una visión sapiencial, según Dios,
de la realidad y a formar en nosotros «la mente de Cristo» (1 Co 2,16). La
Palabra de Dios se presenta aquí como criterio de discernimiento, «es viva y
eficaz, más tajante que la espada de doble filo, penetrante hasta el punto
donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos. Juzga los deseos e
intenciones del corazón» (Hb 4,12). Conviene recordar, además, que la lectio
divina no termina su proceso hasta que no se llega a la acción (actio), que
mueve la vida del creyente a convertirse en don para los demás por la
caridad.
Encontramos sintetizadas y resumidas estas fases de manera sublime en la
figura de la Madre de Dios. Modelo para todos los fieles de acogida dócil de
la divina Palabra, Ella «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su
corazón» (Lc 2,19; cf. 2,51). Sabía encontrar el lazo profundo que une en el
gran designio de Dios acontecimientos, acciones y detalles aparentemente
desunidos.[297]
Quisiera mencionar también lo recomendado durante el Sínodo sobre la
importancia de la lectura personal de la Escritura como práctica que
contempla la posibilidad, según las disposiciones habituales de la Iglesia,
de obtener indulgencias, tanto para sí como para los difuntos.[298] La
práctica de la indulgencia[299] implica la doctrina de los méritos infinitos
de Cristo, que la Iglesia como ministra de la redención dispensa y aplica,
pero implica también la doctrina de la comunión de los santos, y nos dice
«lo íntimamente unidos que estamos en Cristo unos con otros y lo mucho que
la vida sobrenatural de uno puede ayudar a los demás».[300] En esta
perspectiva, la lectura de la Palabra de Dios nos ayuda en el camino de
penitencia y conversión, nos permite profundizar en el sentido de la
pertenencia eclesial y nos sustenta en una familiaridad más grande con Dios.
Como dice San Ambrosio, cuando tomamos con fe las Sagradas Escrituras en
nuestras manos, y las leemos con la Iglesia, el hombre vuelve a pasear con
Dios en el paraíso.[301]
Palabra de Dios y oración
mariana
88. Al recordar la relación inseparable entre la Palabra de Dios y María de
Nazaret, junto con los Padres sinodales, invito a promover entre los fieles,
sobre todo en la vida familiar, las plegarias marianas, como una ayuda para
meditar los santos misterios narrados por la Escritura. Un medio de gran
utilidad, por ejemplo, es el rezo personal y comunitario del santo
Rosario,[302] que recorre junto a María los misterios de la vida de
Cristo,[303] y que el Papa Juan Pablo II ha querido enriquecer con los
misterios de la luz.[304] Es conveniente que se acompañe el anuncio de cada
misterio con breves pasajes de la Biblia relacionados con el misterio
enunciado, para favorecer así la memorización de algunas expresiones
significativas de la Escritura relacionadas con los misterios de la vida de
Cristo.
El Sínodo, además, ha recomendado promover entre los fieles el rezo del
Angelus Domini. Es una oración sencilla y profunda que nos permite
«rememorar cotidianamente el misterio del Verbo Encarnado».[305] Es
conveniente, además, que el Pueblo de Dios, las familias y las comunidades
de personas consagradas, sean fieles a esta plegaria mariana, que la
tradición nos invita a recitar por la mañana, a mediodía y en el ocaso. En
el rezo del Angelus Domini pedimos a Dios que, por intercesión de María, nos
sea dado también a nosotros el cumplir como Ella la voluntad de Dios y
acoger en nosotros su Palabra. Esta práctica puede ayudarnos a reforzar un
auténtico amor al misterio de la Encarnación.
Merecen también ser conocidas, estimadas y difundidas algunas antiguas
plegarias del oriente cristiano que, refiriéndose a la Theotokos, a la Madre
de Dios, recorren toda la historia de la salvación. Nos referimos
especialmente al Akathistos y a la Paraklesis. Son himnos de alabanza
cantados en forma de letanía, impregnados de fe eclesial y de referencias
bíblicas, que ayudan a los fieles a meditar con María los misterios de
Cristo. En particular, el venerable himno a la Madre de Dios, llamado
Akathistos -es decir, cantado permaneciendo en pie-, representa una de las
más altas expresiones de piedad mariana de la tradición bizantina.[306]Orar
con estas palabras ensancha el alma y la dispone para la paz que viene de lo
alto, de Dios, esa paz que es Cristo mismo, nacido de María para nuestra
salvación.
Palabra de Dios y Tierra Santa
89. Al considerar que el Verbo de Dios se hizo carne en el seno de María de
Nazaret, nuestro corazón se vuelve ahora a aquella Tierra en la que se ha
cumplido el misterio de nuestra redención, y desde la que se ha difundido la
Palabra de Dios hasta los confines del mundo. En efecto, el Verbo se ha
encarnado por obra del Espíritu Santo en un momento preciso y en un lugar
concreto, en una franja de tierra fronteriza del imperio romano. Por tanto,
cuanto más vemos la universalidad y la unicidad de la persona de Cristo,
tanto más miramos con gratitud aquella Tierra, en la que Jesús ha nacido, ha
vivido y se ha entregado a sí mismo por todos nosotros. Las piedras sobre
las que ha caminado nuestro Redentor están cargadas de memoria para nosotros
y siguen "gritando" la Buena Nueva. Por eso, los Padres sinodales han
recordado la feliz expresión en la que se llama a Tierra Santa «el quinto
Evangelio».[307] Es muy importante que, no obstante las dificultades, haya
en aquellos lugares comunidades cristianas. El Sínodo de los Obispos expresa
su profunda cercanía a todos los cristianos que viven en la Tierra de Jesús,
testimoniando la fe en el Resucitado. En ella, los cristianos están llamados
no sólo a servir como «un faro de fe para la Iglesia universal, sino también
levadura de armonía, sabiduría y equilibrio en la vida de una sociedad que
tradicionalmente ha sido, y sigue siendo, pluralista, multiétnica y
multirreligiosa».[308]
La Tierra Santa sigue siendo todavía hoy meta de peregrinación del pueblo
cristiano, como gesto de oración y penitencia, como atestiguan ya en la
antigüedad autores como san Jerónimo.[309] Cuanto más dirigimos la mirada y
el corazón a la Jerusalén terrenal, más se inflama en nosotros tanto el
deseo de la Jerusalén celestial, verdadera meta de toda peregrinación, como
la pasión de que el nombre de Jesús, el único que puede salvar, sea
reconocido por todos (cf. Hch 4,12).
TERCERA PARTE
VERBUM MUNDO
«A Dios nadie le ha visto jamás:
El Hijo único, que está en el seno del Padre,
es quien lo ha dado a conocer» (Jn 1,18)
La misión de la Iglesia:
anunciar la palabra de Dios al mundo
La Palabra del Padre y
hacia el Padre
90. San Juan destaca con fuerza la paradoja fundamental de la fe cristiana:
por un lado afirma que «a Dios, nadie lo ha visto jamás» (Jn1,18; cf. 1 Jn
4,12). Nuestras imágenes, conceptos o palabras, en modo alguno pueden
definir o medir la realidad infinita del Altísimo. Él permanece siendo el
Deus semper maior. Por otro lado, afirma que realmente el Verbo «se hizo
carne» (Jn1,14). El Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, ha
revelado al Dios que «nadie ha visto jamás» (cf. Jn 1,18). Jesucristo acampa
entre nosotros «lleno de gracia y de verdad» (Jn1,14), que recibimos por
medio de Él (cf. Jn 1,17); en efecto, «de su plenitud todos hemos recibido
gracia tras gracia» (Jn1,16). De este modo, el evangelista Juan, en el
Prólogo, contempla al Verbo desde su estar junto a Dios hasta su hacerse
carne y su vuelta al seno del Padre, llevando consigo nuestra misma
humanidad, que Él ha asumido para siempre. En este salir del Padre y volver
a Él (cf. Jn 13,3; 16,28; 17,8.10), el Verbo se presenta ante nosotros como
«Narrador» de Dios (cf. Jn 1,18). En efecto, dice san Ireneo de Lyon, el
Hijo es el «Revelador del Padre».[310] Jesús de Nazaret, por decirlo así, es
el «exegeta» de Dios que «nadie ha visto jamás». «Él es imagen del Dios
invisible» (Col 1,15). Se cumple aquí la profecía de Isaías sobre la
eficacia de la Palabra del Dios: como la lluvia y la nieve bajan desde el
cielo para empapar la tierra y hacerla germinar, así la Palabra de Dios «no
volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo» (Is
55,10s). Jesucristo es esta Palabra definitiva y eficaz que ha salido del
Padre y ha vuelto a Él, cumpliendo perfectamente en el mundo su voluntad.
Anunciar al mundo
el «Logos» de la esperanza
91. El Verbo de Dios nos ha comunicado la vida divina que transfigura la faz
de la tierra, haciendo nuevas todas las cosas (cf. Ap 21,5). Su Palabra no
sólo nos concierne como destinatarios de la revelación divina, sino también
como sus anunciadores. Él, el enviado del Padre para cumplir su voluntad
(cf. Jn 5,36-38; 6,38-40; 7,16-18), nos atrae hacia sí y nos hace partícipes
de su vida y misión. El Espíritu del Resucitado capacita así nuestra vida
para el anuncio eficaz de la Palabra en todo el mundo. Ésta es la
experiencia de la primera comunidad cristiana, que vio cómo iba creciendo la
Palabra mediante la predicación y el testimonio (cf. Hch 6,7). Quisiera
referirme aquí, en particular, a la vida del apóstol Pablo, un hombre
poseído enteramente por el Señor (cf. Flp 3,12) -«vivo yo, pero no soy yo,
es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20)- y por su misión: «¡Ay de mí si no
anuncio el Evangelio!» (1 Co 9,16), consciente de que en Cristo se ha
revelado realmente la salvación de todos los pueblos, la liberación de la
esclavitud del pecado para entrar en la libertad de los hijos de Dios.
En efecto, lo que la Iglesia anuncia al mundo es el Logos de la esperanza
(cf. 1 P 3,15); el hombre necesita la «gran esperanza» para poder vivir el
propio presente, la gran esperanza que es «el Dios que tiene un rostro
humano y que nos ha amado hasta el extremo (Jn13,1)».[311]Por eso la Iglesia
es misionera en su esencia. No podemos guardar para nosotros las palabras de
vida eterna que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo: son para
todos, para cada hombre. Toda persona de nuestro tiempo, lo sepa o no,
necesita este anuncio. El Señor mismo, como en los tiempos del profeta Amós,
suscita entre los hombres nueva hambre y nueva sed de las palabras del Señor
(cf. Am 8,11). Nos corresponde a nosotros la responsabilidad de transmitir
lo que, a su vez, hemos recibido por gracia.
De la
Palabra de Dios surge la misión de la Iglesia
92. El Sínodo de los Obispos ha reiterado con insistencia la necesidad de
fortalecer en la Iglesia la conciencia misionera que el Pueblo de Dios ha
tenido desde su origen. Los primeros cristianos han considerado el anuncio
misionero como una necesidad proveniente de la naturaleza misma de la fe: el
Dios en que creían era el Dios de todos, el Dios uno y verdadero que se
había manifestado en la historia de Israel y, de manera definitiva, en su
Hijo, dando así la respuesta que todos los hombres esperan en lo más íntimo
de su corazón. Las primeras comunidades cristianas sentían que su fe no
pertenecía a una costumbre cultural particular, que es diferente en cada
pueblo, sino al ámbito de la verdad que concierne por igual a todos los
hombres.
Es de nuevo san Pablo quien, con su vida, nos aclara el sentido de la misión
cristiana y su genuina universalidad. Pensemos en el episodio del Areópago
de Atenas narrado por losHechos de los Apóstoles (cf. 17,16-34). En efecto,
el Apóstol de las gentes entra en diálogo con hombres de culturas
diferentes, consciente de que el misterio de Dios, conocido o desconocido,
que todo hombre percibe aunque sea de manera confusa, se ha revelado
realmente en la historia: «Eso que adoráis sin conocerlo, os lo anuncio yo»
(Hch 17,23). En efecto, la novedad del anuncio cristiano es la posibilidad
de decir a todos los pueblos: «Él se ha revelado. Él personalmente. Y ahora
está abierto el camino hacia Él. La novedad del anuncio cristiano no
consiste en un pensamiento sino en un hecho: Él se ha revelado».[312]
Palabra y Reino de Dios
93. Por lo tanto, la misión de la Iglesia no puede ser considerada como algo
facultativo o adicional de la vida eclesial. Se trata de dejar que el
Espíritu Santo nos asimile a Cristo mismo, participando así en su misma
misión: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn20,21),
para comunicar la Palabra con toda la vida. Es la Palabra misma la que nos
lleva hacia los hermanos; es la Palabra que ilumina, purifica, convierte.
Nosotros no somos más que servidores.
Es necesario, pues, redescubrir cada vez más la urgencia y la belleza de
anunciar la Palabra para que llegue el Reino de Dios, predicado por Cristo
mismo. Renovamos en este sentido la conciencia, tan familiar a los Padres de
la Iglesia, de que el anuncio de la Palabra tiene como contenido el Reino de
Dios (cf. Mc 1,14-15), que es la persona misma de Jesús (la Autobasileia),
como recuerda sugestivamente Orígenes.[313] El Señor ofrece la salvación a
los hombres de toda época. Todos nos damos cuenta de la necesidad de que la
luz de Cristo ilumine todos los ámbitos de la humanidad: la familia, la
escuela, la cultura, el trabajo, el tiempo libre y los otros sectores de la
vida social.[314] No se trata de anunciar una palabra sólo de consuelo, sino
que interpela, que llama a la conversión, que hace accesible el encuentro
con Él, por el cual florece una humanidad nueva.
Todos los
bautizados responsables del anuncio
94. Puesto que todo el Pueblo de Dios es un pueblo «enviado», el Sínodo ha
reiterado que «la misión de anunciar la Palabra de Dios es un cometido de
todos los discípulos de Jesucristo, como consecuencia de su bautismo».[315]
Ningún creyente en Cristo puede sentirse ajeno a esta responsabilidad que
proviene de su pertenencia sacramental al Cuerpo de Cristo. Se debe
despertar esta conciencia en cada familia, parroquia, comunidad, asociación
y movimiento eclesial. La Iglesia, como misterio de comunión, es toda ella
misionera y, cada uno en su propio estado de vida, está llamado a dar una
contribución incisiva al anuncio cristiano.
Los Obispos y sacerdotes, por su propia misión, son los primeros llamados a
una vida dedicada al servicio de la Palabra, a anunciar el Evangelio, a
celebrar los sacramentos y a formar a los fieles en el conocimiento
auténtico de las Escrituras. También los diáconos han de sentirse llamados a
colaborar, según su misión, en este compromiso de evangelización.
La vida consagrada brilla en toda la historia de la Iglesia por su capacidad
de asumir explícitamente la tarea del anuncio y la predicación de la Palabra
de Dios, tanto en la missio ad gentes como en las más difíciles situaciones,
con disponibilidad también para las nuevas condiciones de evangelización,
emprendiendo con ánimo y audacia nuevos itinerarios y nuevos desafíos para
anunciar eficazmente la Palabra de Dios.[316]
Los laicos están llamados a ejercer su tarea profética, que se deriva
directamente del bautismo, y a testimoniar el Evangelio en la vida cotidiana
dondequiera que se encuentren. A este propósito, los Padres sinodales han
expresado «la más viva estima y gratitud, junto con su aliento, por el
servicio a la evangelización que muchos laicos, y en particular las mujeres,
ofrecen con generosidad y tesón en las comunidades diseminadas por el mundo,
a ejemplo de María Magdalena, primer testigo de la alegría pascual».[317] El
Sínodo reconoce con gratitud, además, que los movimientos eclesiales y las
nuevas comunidades son en la Iglesia una gran fuerza para la obra
evangelizadora en este tiempo, impulsando a desarrollar nuevas formas de
anunciar el Evangelio.[318]
Necesidad de la «missio ad
gentes»
95. Al exhortar a todos los fieles al anuncio de la Palabra divina, los
Padres sinodales han reiterado también la necesidad en nuestro tiempo de un
compromiso decidido en la missio ad gentes. La Iglesia no puede limitarse en
modo alguno a una pastoral de «mantenimiento» para los que ya conocen el
Evangelio de Cristo. El impulso misionero es una señal clara de la madurez
de una comunidad eclesial. Además, los Padres han manifestado su firme
convicción de que la Palabra de Dios es la verdad salvadora que todo hombre
necesita en cualquier época. Por eso, el anuncio debe ser explícito. La
Iglesia ha de ir hacia todos con la fuerza del Espíritu (cf. 1 Co 2,5), y
seguir defendiendo proféticamente el derecho y la libertad de las personas
de escuchar la Palabra de Dios, buscando los medios más eficaces para
proclamarla, incluso con riesgo de sufrir persecución.[319] La Iglesia se
siente obligada con todos a anunciar la Palabra que salva (cf. Rm 1,14).
Anuncio y nueva evangelización
96. El Papa Juan Pablo II, en la línea de lo que el Papa Pablo VI dijo en la
Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, llamó de muchas maneras la
atención de los fieles sobre la necesidad de un nuevo tiempo misionero para
todo el Pueblo de Dios.[320] Al alba del tercer milenio, no sólo hay todavía
muchos pueblos que no han conocido la Buena Nueva, sino también muchos
cristianos necesitados de que se les vuelva a anunciar persuasivamente la
Palabra de Dios, de manera que puedan experimentar concretamente la fuerza
del Evangelio. Tantos hermanos están «bautizados, pero no suficientemente
evangelizados».[321] Con frecuencia, naciones un tiempo ricas en fe y
vocaciones van perdiendo su propia identidad, bajo la influencia de una
cultura secularizada.[322] La exigencia de una nueva evangelización, tan
fuertemente sentida por mi venerado Predecesor, ha de ser confirmada sin
temor, con la certeza de la eficacia de la Palabra divina. La Iglesia,
segura de la fidelidad de su Señor, no se cansa de anunciar la Buena Nueva
del Evangelio e invita a todos los cristianos a redescubrir el atractivo del
seguimiento de Cristo.
Palabra de Dios y
testimonio cristiano
97. El inmenso horizonte de la misión eclesial, la complejidad de la
situación actual, requieren hoy nuevas formas para poder comunicar
eficazmente la Palabra de Dios. El Espíritu Santo, protagonista de toda
evangelización, nunca dejará de guiar a la Iglesia de Cristo en este
cometido. Sin embargo, es importante que toda modalidad de anuncio tenga
presente, ante todo, la intrínseca relación entre comunicación de la Palabra
de Dios y testimonio cristiano. De esto depende la credibilidad misma del
anuncio. Por una parte, se necesita la Palabra que comunique todo lo que el
Señor mismo nos ha dicho. Por otra, es indispensable que, con el testimonio,
se dé credibilidad a esta Palabra, para que no aparezca como una bella
filosofía o utopía, sino más bien como algo que se puede vivir y que hace
vivir. Esta reciprocidad entre Palabra y testimonio vuelve a reflejar el
modo con el que Dios mismo se ha comunicado a través de la encarnación de su
Verbo. La Palabra de Dios llega a los hombres «por el encuentro con testigos
que la hacen presente y viva».[323] De modo particular, las nuevas
generaciones necesitan ser introducidas a la Palabra de Dios «a través del
encuentro y el testimonio auténtico del adulto, la influencia positiva de
los amigos y la gran familia de la comunidad eclesial».[324]
Hay una estrecha relación entre el testimonio de la Escritura, como
afirmación de la Palabra que Dios pronuncia por sí mismo, y el testimonio de
vida de los creyentes. Uno implica y lleva al otro. El testimonio cristiano
comunica la Palabra confirmada por la Escritura. La Escritura, a su vez,
explica el testimonio que los cristianos están llamados a dar con la propia
vida. De este modo, quienes encuentran testigos creíbles del Evangelio se
ven movidos así a constatar la eficacia de la Palabra de Dios en quienes la
acogen.
98. En esta circularidad entre testimonio y Palabra comprendemos las
afirmaciones del Papa Pablo VI en la Exhortación apostólica Evangelii
nuntiandi. Nuestra responsabilidad no se limita a sugerir al mundo valores
compartidos; hace falta que se llegue al anuncio explícito de la Palabra de
Dios. Sólo así seremos fieles al mandato de Cristo: «La Buena Nueva
proclamada por el testimonio de vida deberá ser pues, tarde o temprano,
proclamada por la palabra de vida. No hay evangelización verdadera, mientras
no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el
misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios».[325]
Que el anuncio de la Palabra de Dios requiere el testimonio de la propia
vida es algo que la conciencia cristiana ha tenido bien presente desde sus
orígenes. Cristo mismo es testigo fiel y veraz (cf. Ap 1,5; 3,14), testigo
de la Verdad (cf. Jn 18,37). A este respecto, quisiera hacerme eco de los
innumerables testimonios que hemos tenido la gracia de escuchar durante la
Asamblea sinodal. Nos hemos sentido muy conmovidos ante las intervenciones
de los que han sabido vivir la fe y dar también testimonio espléndido del
Evangelio, incluso bajo regímenes adversos al cristianismo o en situaciones
de persecución.
Todo esto no nos debe dar miedo. Jesús mismo dijo a sus discípulos: «No es
el siervo más que su amo. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os
perseguirán» (Jn15,20). Por tanto, deseo elevar a Dios con toda la Iglesia
un himno de alabanza por el testimonio de muchos hermanos y hermanas que
también en nuestro tiempo han dado la vida para comunicar la verdad del amor
de Dios, que se nos ha revelado en Cristo crucificado y resucitado. Además,
manifiesto la gratitud de toda la Iglesia por los cristianos que no se
rinden ante los obstáculos y las persecuciones a causa del Evangelio. Y nos
unimos estrechamente, con afecto profundo y solidario, a los fieles de todas
aquellas comunidades cristianas, que en estos tiempos, especialmente en Asia
y en África, arriesgan la vida o son marginados de la sociedad a causa de la
fe. Vemos realizarse aquí el espíritu de las bienaventuranzas del Evangelio,
para los que son perseguidos a causa del Señor Jesús (cf. Mt 5,11). Al mismo
tiempo, no dejamos de levantar nuestra voz para que los gobiernos de las
naciones garanticen a todos la libertad de conciencia y religión, así como
el poder testimoniar también públicamente su propia fe.[326]
Palabra de Dios y compromiso en el mundo
Servir a
Jesús en sus «humildes hermanos» (Mt 25,40)
99. La Palabra divina ilumina la existencia humana y mueve a la conciencia a
revisar en profundidad la propia vida, pues toda la historia de la humanidad
está bajo el juicio de Dios: «Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre,
y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria y serán
reunidas ante él todas las naciones» (Mt 25,31-32). En nuestro tiempo, con
frecuencia nos detenemos superficialmente ante el valor del instante que
pasa, como si fuera irrelevante para el futuro. Por el contrario, el
Evangelio nos recuerda que cada momento de nuestra existencia es importante
y debe ser vivido intensamente, sabiendo que todos han de rendir cuentas de
su propia vida. En el capítulo veinticinco del Evangelio de Mateo, el Hijo
del hombre considera que todo lo que hacemos o dejamos de hacer a uno sólo
de sus «humildes hermanos» (25,41.45), se lo hacemos o dejamos de hacérselo
a Él: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber,
fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y
me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme» (25,35-36). Así pues, la
misma Palabra de Dios reclama la necesidad de nuestro compromiso en el mundo
y de nuestra responsabilidad ante Cristo, Señor de la Historia. Al anunciar
el Evangelio, démonos ánimo mutuamente para hacer el bien y comprometernos
por la justicia, la reconciliación y la paz.
Palabra de Dios y compromiso por la justicia en la sociedad
100. La Palabra de Dios impulsa al hombre a entablar relaciones animadas por
la rectitud y la justicia; da fe del valor precioso ante Dios de todos los
esfuerzos del hombre por construir un mundo más justo y más habitable.[327]
La misma Palabra de Dios denuncia sin ambigüedades las injusticias y
promueve la solidaridad y la igualdad.[328] Por eso, a la luz de las
palabras del Señor, reconocemos los «signos de los tiempos» que hay en la
historia y no rehuimos el compromiso en favor de los que sufren y son
víctimas del egoísmo. El Sínodo ha recordado que el compromiso por la
justicia y la transformación del mundo forma parte de la evangelización.
Como dijo el Papa Pablo VI, se trata «de alcanzar y transformar con la
fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los
puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los
modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de
Dios y con el designio de salvación».[329]
A este respecto, los Padres sinodales han pensado particularmente en los que
están comprometidos en la vida política y social. La evangelización y la
difusión de la Palabra de Dios han de inspirar su acción en el mundo en
busca del verdadero bien de todos, en el respeto y la promoción de la
dignidad de cada persona. Ciertamente, no es una tarea directa de la Iglesia
el crear una sociedad más justa, aunque le corresponde el derecho y el deber
de intervenir sobre las cuestiones éticas y morales que conciernen al bien
de las personas y los pueblos. Es sobre todo a los fieles laicos, educados
en la escuela del Evangelio, a quienes corresponde la tarea de intervenir
directamente en la acción social y política. Por eso, el Sínodo recomienda
promover una adecuada formación según los principios de la Doctrina social
de la Iglesia.[330]
101. Además, deseo llamar la atención de todos sobre la importancia de
defender y promover los derechos humanos de cada persona, fundados en la ley
natural inscrita en el corazón del hombre y que, como tales, son
«universales, inviolables, inalienables».[331] La Iglesia espera que,
mediante la afirmación de estos derechos, se reconozca más eficazmente y se
promueva universalmente la dignidad humana,[332] como característica impresa
por Dios Creador en su criatura, asumida y redimida por Jesucristo por su
encarnación, muerte y resurrección. Por eso, la difusión de la Palabra de
Dios refuerza la afirmación y el respeto de estos derechos.[333]
Anuncio de la Palabra de Dios, reconciliación y paz entre los pueblos
102. Entre los múltiples ámbitos de compromiso, el Sínodo ha recomendado
ardientemente la promoción de la reconciliación y la paz. En el contexto
actual, es necesario más que nunca redescubrir la Palabra de Dios como
fuente de reconciliación y paz, porque en ella Dios reconcilia en sí todas
las cosas (cf. 2 Co 5,18-20; Ef 1,10): Cristo «es nuestra paz» (Ef 2,14),
que derriba los muros de división. En el Sínodo, muchos testimonios han
documentado los graves y sangrientos conflictos, así como las tensiones que
hay en nuestro planeta. A veces, dichas hostilidades parecen tener un
aspecto de conflicto interreligioso. Una vez más, deseo reiterar que la
religión nunca puede justificar intolerancia o guerras. No se puede utilizar
la violencia en nombre de Dios.[334] Toda religión debería impulsar un uso
correcto de la razón y promover valores éticos que edifican la convivencia
civil.
Fieles a la obra de reconciliación consumada por Dios en Jesucristo,
crucificado y resucitado, los católicos y todos los hombres de buena
voluntad han de comprometerse a dar ejemplo de reconciliación para construir
una sociedad justa y pacífica.[335] Nunca olvidemos que «donde las palabras
humanas son impotentes, porque prevalece el trágico estrépito de la
violencia y de las armas, la fuerza profética de la Palabra de Dios actúa y
nos repite que la paz es posible y que debemos ser instrumentos de
reconciliación y de paz».[336]
La Palabra de Dios y
la caridad efectiva
103. El compromiso por la justicia, la reconciliación y la paz tiene su
última raíz y su cumplimiento en el amor que Cristo nos ha revelado. Al
escuchar los testimonios aportados en el Sínodo, hemos prestado más atención
a la relación que hay entre la escucha amorosa de la Palabra de Dios y el
servicio desinteresado a los hermanos; todos los creyentes han de comprender
«la necesidad de traducir en gestos de amor la Palabra escuchada, porque
sólo así se vuelve creíble el anuncio del Evangelio, a pesar de las
fragilidades humanas que marcan a las personas».[337] Jesús pasó por este
mundo haciendo el bien (cf. Hch 10,38). Escuchando con disponibilidad la
Palabra de Dios en la Iglesia, se despierta «la caridad y la justicia para
todos, sobre todo para los pobres».[338] Nunca se ha de olvidar que «el amor
-caritas- siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa... Quien
intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en
cuanto hombre».[339] Exhorto, por tanto, a todos los fieles a meditar con
frecuencia el himno a la caridad escrito por el Apóstol Pablo, y a dejarse
inspirar por él: «el amor es comprensivo, el amor es servicial y no tiene
envidia; el amor no presume ni se engríe; no es mal educado, ni egoísta; no
se irrita, no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que
goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin
límites, aguanta sin límites. El amor no pasa nunca» (1 Co 13,4-8).
Por tanto, el amor al prójimo, enraizado en el amor de Dios, nos debe tener
constantemente comprometidos, personalmente y como comunidad eclesial, local
y universal. Dice san Agustín: «La plenitud de la Ley y de todas las divinas
Escrituras es el amor... El que cree, pues, haber entendido las Escrituras,
o alguna parte de ellas, y con esta comprensión no edifica este doble amor
de Dios y del prójimo, aún no las entendió».[340]
Anuncio de la
Palabra de Dios y los jóvenes
104. El Sínodo ha prestado una atención particular al anuncio de la Palabra
divina a las nuevas generaciones. Los jóvenes son ya desde ahora miembros
activos de la Iglesia y representan su futuro. En ellos encontramos a menudo
una apertura espontánea a la escucha de la Palabra de Dios y un deseo
sincero de conocer a Jesús. En efecto, en la edad de la juventud, surgen de
modo incontenible y sincero preguntas sobre el sentido de la propia vida y
sobre qué dirección dar a la propia existencia. A estos interrogantes, sólo
Dios sabe dar una respuesta verdadera. Esta atención al mundo juvenil
implica la valentía de un anuncio claro; hemos de ayudar a los jóvenes a que
adquieran confianza y familiaridad con la Sagrada Escritura, para que sea
como una brújula que indica la vía a seguir.[341] Para ello, necesitan
testigos y maestros, que caminen con ellos y los lleven a amar y a comunicar
a su vez el Evangelio, especialmente a sus coetáneos, convirtiéndose ellos
mismos en auténticos y creíbles anunciadores.[342]
Es preciso que se presente la divina Palabra también con sus implicaciones
vocacionales, para ayudar y orientar así a los jóvenes en sus opciones de
vida, incluida la de una consagración total.[343] Auténticas vocaciones a la
vida consagrada y al sacerdocio encuentran terreno propicio en el contacto
fiel con la Palabra de Dios. Repito también hoy la invitación que hice al
comienzo de mi pontificado de abrir las puertas a Cristo: «Quien deja entrar
a Cristo no pierde nada, nada -absolutamente nada- de lo que hace la vida
libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la
vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades
de la condición humana... Queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él
no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí,
abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera
vida».[344]
Anuncio de la
Palabra de Dios y los emigrantes
105. La Palabra de Dios nos hace estar atentos a la historia y a todo lo
nuevo que brota en ella. Por eso, el Sínodo, en relación con la misión
evangelizadora de la Iglesia, ha querido prestar atención también al
complejo fenómeno de la emigración, que en estos años ha adquirido
proporciones inéditas. En este punto se plantean cuestiones sumamente
delicadas sobre la seguridad de las naciones y la acogida que se ha de
ofrecer a los que buscan refugio, mejores condiciones de vida, salud y
trabajo. Gran número de personas, que no conocen a Cristo o tienen una
imagen suya inadecuada, se establecen en países de tradición cristiana. Al
mismo tiempo, otras procedentes de pueblos profundamente marcados por la fe
cristiana emigran a países donde se necesita llevar el anuncio de Cristo y
de una nueva evangelización. Estas situaciones ofrecen nuevas posibilidades
para la difusión de la Palabra de Dios. A este propósito, los Padres
sinodales han afirmado que los emigrantes tienen el derecho de escuchar el
kerigma, que se les ha de proponer, pero nunca imponer. Si son cristianos,
necesitan una asistencia pastoral adecuada para reforzar su fe y para que
ellos mismos sean portadores del anuncio evangélico. Conscientes de la
complejidad del fenómeno, es preciso que las diócesis interesadas se
movilicen, con el fin de que los movimientos migratorios sean considerados
también una ocasión para descubrir nuevas modalidades de presencia y
anuncio, y se proporcione, según las propias posibilidades, una adecuada
acogida y animación de estos hermanos nuestros para que, tocados por la
Buena Nueva, se hagan ellos mismos anunciadores de la Palabra de Dios y
testigos de Jesús Resucitado, esperanza del mundo.[345]
Anuncio de la
Palabra de Dios y los que sufren
106. Durante los trabajos sinodales, los Padres han puesto su atención
también en la necesidad de anunciar la Palabra de Dios a todos los que
padecen sufrimiento físico, psíquico o espiritual. En efecto, en el momento
del dolor es cuando surgen de manera más aguda en el corazón del hombre las
preguntas últimas sobre el sentido de la propia vida. Mientras la palabra
del hombre parece enmudecer ante el misterio del mal y del dolor, y nuestra
sociedad parece valorar la existencia sólo cuando ésta tiene un cierto grado
de eficiencia y bienestar, la Palabra de Dios nos revela que también las
circunstancias adversas son misteriosamente «abrazadas» por la ternura de
Dios. La fe que nace del encuentro con la divina Palabra nos ayuda a
considerar la vida humana como digna de ser vivida en plenitud también
cuando está aquejada por el mal. Dios ha creado al hombre para la felicidad
y para la vida, mientras que la enfermedad y la muerte han entrado en el
mundo como consecuencia del pecado (cf. Sb 2,23-24). Pero el Padre de la
vida es el médico del hombre por excelencia y no deja de inclinarse
amorosamente sobre la humanidad afligida. El culmen de la cercanía de Dios
al sufrimiento del hombre lo contemplamos en Jesús mismo, que es «Palabra
encarnada. Sufrió con nosotros y murió. Con su pasión y muerte asumió y
transformó hasta el fondo nuestra debilidad».[346]
La cercanía de Jesús a los que sufren no se ha interrumpido, se prolonga en
el tiempo por la acción del Espíritu Santo en la misión de la Iglesia, en la
Palabra y en los sacramentos, en los hombres de buena voluntad, en las
actividades de asistencia que las comunidades promueven con caridad
fraterna, enseñando así el verdadero rostro de Dios y su amor. El Sínodo da
gracias a Dios por estos testimonios espléndidos, a menudo escondidos, de
tantos cristianos -sacerdotes, religiosos y laicos- que han prestado y
siguen prestando sus manos, sus ojos y su corazón a Cristo, verdadero médico
de los cuerpos y las almas. El Sínodo exhorta a continuar prestando ayuda a
las personas enfermas, llevándoles la presencia vivificante del Señor Jesús
en la Palabra y en la Eucaristía. Que se les ayude a leer la Escritura y a
descubrir que, precisamente en su condición, pueden participar de manera
particular en el sufrimiento redentor de Cristo para la salvación del mundo
(cf. 2 Co 4,8-11.14).[347]
Anuncio de la
Palabra de Dios y los pobres
107. La Sagrada Escritura manifiesta la predilección de Dios por los pobres
y necesitados (cf. Mt 25,31-46). Frecuentemente, los Padres sinodales han
vuelto a recordar la necesidad de que el anuncio evangélico y el esfuerzo de
los pastores y las comunidades se dirija a estos hermanos nuestros. En
efecto, «los primeros que tienen derecho al anuncio del Evangelio son
precisamente los pobres, no sólo necesitados de pan, sino también de
palabras de vida».[348]La diaconía de la caridad, que nunca ha de faltar en
nuestras Iglesias, ha de estar siempre unida al anuncio de la Palabra y a la
celebración de los sagrados misterios.[349] Al mismo tiempo, se ha de
reconocer y valorar el hecho de que los mismos pobres son también agentes de
evangelización. En la Biblia, el verdadero pobre es el que se confía
totalmente a Dios, y Jesús mismo llama en el Evangelio bienaventurados a los
pobres, «porque de ellos es el Reino de los cielos» (Mt 5,3; cf. Lc 6,20).
El Señor ensalza la sencillez de corazón de quien reconoce a Dios como la
verdadera riqueza, pone en Él la propia esperanza, y no en los bienes de
este mundo. La Iglesia no puede decepcionar a los pobres: «Los pastores
están llamados a escucharlos, a aprender de ellos, a guiarlos en su fe y a
motivarlos para que sean artífices de su propia historia».[350]
La Iglesia es también consciente de que existe una pobreza como virtud, que
se ha de ejercitar y elegir libremente, como lo han hecho muchos santos; y
de que existe una miseria, que con frecuencia es el resultado de injusticias
y provocada por el egoísmo, que comporta indigencia y hambre, y favorece los
conflictos. Cuando la Iglesia anuncia la Palabra de Dios, sabe que se ha de
favorecer un «círculo virtuoso» entre la pobreza «que conviene elegir» y la
pobreza «que es preciso combatir», redescubriendo «la sobriedad y la
solidaridad, como valores evangélicos y al mismo tiempo universales... Esto
implica opciones de justicia y de sobriedad».[351]
Palabra de Dios y
salvaguardia de la Creación
108. El compromiso en el mundo requerido por la divina Palabra nos impulsa a
mirar con ojos nuevos el cosmos que, creado por Dios, lleva en sí la huella
del Verbo, por quien todo fue hecho (cf. Jn 1,2). En efecto, como creyentes
y anunciadores del Evangelio tenemos también una responsabilidad con
respecto a la creación. La revelación, a la vez que nos da a conocer el plan
de Dios sobre el cosmos, nos lleva también a denunciar las actitudes
equivocadas del hombre cuando no reconoce todas las cosas como reflejo del
Creador, sino como mera materia para manipularla sin escrúpulos. De este
modo, el hombre carece de esa humildad esencial que le permite reconocer la
creación como don de Dios, que se ha de acoger y usar según sus designios.
Por el contrario, la arrogancia del hombre que vive «como si Dios no
existiera», lleva a explotar y deteriorar la naturaleza, sin reconocer en
ella la obra de la Palabra creadora. En esta perspectiva teológica, deseo
retomar las afirmaciones de los Padres sinodales, que han recordado que
«acoger la Palabra de Dios atestiguada en la sagrada Escritura y en la
Tradición viva de la Iglesia da lugar a un nuevo modo de ver las cosas,
promoviendo una ecología auténtica, que tiene su raíz más profunda en la
obediencia de la fe..., desarrollando una renovada sensibilidad teológica
sobre la bondad de todas las cosas creadas en Cristo».[352] El hombre
necesita ser educado de nuevo en el asombro y el reconocimiento de la
belleza auténtica que se manifiesta en las cosas creadas.[353]
Palabra de Dios y culturas
El valor de la
cultura para la vida del hombre
109. El anuncio joánico referente a la encarnación del Verbo, revela la
unión indisoluble entre la Palabra divina y las palabras humanas, por las
cuales se nos comunica. En el marco de esta consideración, el Sínodo de los
Obispos se ha fijado en la relación entre Palabra de Dios y cultura. En
efecto, Dios no se revela al hombre en abstracto, sino asumiendo lenguajes,
imágenes y expresiones vinculadas a las diferentes culturas. Es una relación
fecunda, atestiguada ampliamente en la historia de la Iglesia. Hoy, esta
relación entra también en una nueva fase, debido a que la evangelización se
extiende y arraiga en el seno de las diferentes culturas, así como a los más
recientes avances de la cultura occidental. Esto exige, ante todo, que se
reconozca la importancia de la cultura para la vida de todo hombre. En
efecto, el fenómeno de la cultura, en sus múltiples aspectos, se presenta
como un dato constitutivo de la experiencia humana: «El hombre vive siempre
según una cultura que le es propia, y que, a su vez crea entre los hombres
un lazo que les es también propio, determinando el carácter inter-humano y
social de la existencia humana».[354]
La Palabra de Dios ha inspirado a lo largo de los siglos las diferentes
culturas, generando valores morales fundamentales, expresiones artísticas
excelentes y estilos de vida ejemplares.[355] Por tanto, en la perspectiva
de un renovado encuentro entre Biblia y culturas, quisiera reiterar a todos
los exponentes de la cultura que no han de temer abrirse a la Palabra de
Dios; ésta nunca destruye la verdadera cultura, sino que representa un
estímulo constante en la búsqueda de expresiones humanas cada vez más
apropiadas y significativas. Toda auténtica cultura, si quiere ser realmente
para el hombre, ha de estar abierta a la transcendencia, en último término,
a Dios.
La Biblia como
un gran códice para las culturas
110. Los Padres sinodales ha subrayado la importancia de favorecer entre los
agentes culturales un conocimiento adecuado de la Biblia, incluso en los
ambientes secularizados y entre los no creyentes;[356] la Sagrada Escritura
contiene valores antropológicos y filosóficos que han influido positivamente
en toda la humanidad.[357] Se ha de recobrar plenamente el sentido de la
Biblia como un gran códice para las culturas.
El
conocimiento de la Biblia en la escuela y la universidad
111. Un ámbito particular del encuentro entre Palabra de Dios y culturas es
el de la escuela y la universidad. Los Pastores han de prestar una atención
especial a estos ámbitos, promoviendo un conocimiento profundo de la Biblia
que permita captar sus fecundas implicaciones culturales también para
nuestro tiempo. Los centros de estudio promovidos por entidades católicas
dan una contribución singular -que ha de ser reconocida- a la promoción de
la cultura y la instrucción. Además, no se debe descuidar la enseñanza de la
religión, formando esmeradamente a los docentes. Ésta representa en muchos
casos para los estudiantes una ocasión única de contacto con el mensaje de
la fe. Conviene que en esta enseñanza se promueva el conocimiento de la
Sagrada Escritura, superando antiguos y nuevos prejuicios, y tratando de dar
a conocer su verdad.[358]
La
Sagrada Escritura en las diversas manifestaciones artísticas
112. La relación entre Palabra de Dios y cultura se ha expresado en obras de
diversos ámbitos, en particular en el mundo del arte. Por eso, la gran
tradición de Oriente y Occidente ha apreciado siempre las manifestaciones
artísticas inspiradas en la Sagrada Escritura como, por ejemplo, las artes
figurativas y la arquitectura, la literatura y la música. Pienso también en
el antiguo lenguaje de los iconos, que desde la tradición oriental se está
difundiendo por el mundo entero. Con los Padres sinodales, toda la Iglesia
manifiesta su consideración, estima y admiración por los artistas
«enamorados de la belleza», que se han dejado inspirar por los textos
sagrados; ellos han contribuido a la decoración de nuestras iglesias, a la
celebración de nuestra fe, al enriquecimiento de nuestra liturgia y, al
mismo tiempo, muchos de ellos han ayudado a reflejar de modo perceptible en
el tiempo y en el espacio las realidades invisibles y eternas.[359] Exhorto
a los organismos competentes a que se promueva en la Iglesia una sólida
formación de los artistas sobre la Sagrada Escritura a la luz de la
Tradición viva de la Iglesia y el Magisterio.
Palabra de Dios
y medios de comunicación social
113. A la relación entre Palabra de Dios y culturas se corresponde la
importancia de emplear con atención e inteligencia los medios de
comunicación social, antiguos y nuevos. Los Padres sinodales han recomendado
un conocimiento apropiado de estos instrumentos, poniendo atención a su
rápido desarrollo y alto grado de interacción, así como a invertir más
energías en adquirir competencia en los diversos sectores, particularmente
en los llamados new media como, por ejemplo, Internet. Existe ya una
presencia significativa por parte de la Iglesia en el mundo de la
comunicación de masas, y también el Magisterio eclesial se ha expresado más
de una vez sobre este tema a partir del Concilio Vaticano II.[360] La
adquisición de nuevos métodos para transmitir el mensaje evangélico forma
parte del constante impulso evangelizadora de los creyentes, y la
comunicación se extiende hoy como una red que abarca todo el globo, de modo
que el requerimiento de Cristo adquiere un nuevo sentido: «Lo que yo os digo
de noche, decidlo en pleno día, y lo que os digo al oído pregonadlo desde la
azotea» (Mt 10,27). La Palabra divina debe llegar no sólo a través del
lenguaje escrito, sino también mediante las otras formas de
comunicación.[361] Por eso, junto a los Padres sinodales, deseo agradecer a
los católicos que, con competencia, están comprometidos en una presencia
significativa en el mundo de los medios de comunicación, animándolos a la
vez a un esfuerzo más amplio y cualificado.[362]
Entre las nuevas formas de comunicación de masas, hoy se reconoce un papel
creciente del Internet, que representa un nuevo foro para hacer resonar el
Evangelio, pero conscientes de que el mundo virtual nunca podrá reemplazar
al mundo real, y que la evangelización podrá aprovechar la realidad virtual
que ofrecen los new media para establecer relaciones significativas sólo si
llega al contacto personal, que sigue siendo insustituible. En el mundo de
Internet, que permite que millones y millones de imágenes aparezcan en un
número incontable de pantallas de todo el mundo, deberá aparecer el rostro
de Cristo y oírse su voz, porque «si no hay lugar para Cristo, tampoco hay
lugar para el hombre».[363]
Biblia e inculturación
114. El misterio de la Encarnación nos manifiesta, por una parte, que Dios
se comunica siempre en una historia concreta, asumiendo las claves
culturales inscritas en ella, pero, por otra, la misma Palabra puede y tiene
que transmitirse en culturas diferentes, transfigurándolas desde dentro,
mediante lo que el Papa Pablo VI llamó la evangelización de las
culturas.[364]La Palabra de Dios, como también la fe cristiana, manifiesta
así un carácter intensamente intercultural, capaz de encontrar y de que se
encuentren culturas diferentes.[365]
En este contexto, se entiende también el valor de la inculturación del
Evangelio.[366] La Iglesia está firmemente convencida de la capacidad de la
Palabra de Dios para llegar a todas las personas humanas en el contexto
cultural en que viven: «Esta convicción emana de la Biblia misma, que desde
el libro del Génesis toma una orientación universal (cf. Gn 1,27-28), la
mantiene luego en la bendición prometida a todos los pueblos gracias a
Abrahán y su descendencia (cf. Gn 12,3; 18,18) y la confirma definitivamente
extendiendo a "todas las naciones" la evangelización».[367] Por eso, la
inculturación no ha de consistir en procesos de adaptación superficial, ni
en la confusión sincretista, que diluye la originalidad del Evangelio para
hacerlo más fácilmente aceptable.[368] El auténtico paradigma de la
inculturación es la encarnación misma del Verbo: «La "culturización" o
"inculturación" que promovéis con razón será verdaderamente un reflejo de la
encarnación del Verbo, cuando una cultura, transformada y regenerada por el
Evangelio, genere de su propia tradición viva expresiones originales de
vida, celebración y pensamiento cristianos»,[369] haciendo fermentar desde
dentro la cultura local, valorizando los semina Verbi y todo lo que hay en
ella de positivo, abriéndola a los valores evangélicos.[370]
Traducciones y difusión de
la Biblia
115. Si la inculturación de la Palabra de Dios es parte imprescindible de la
misión de la Iglesia en el mundo, un momento decisivo de este proceso es la
difusión de la Biblia a través del valioso trabajo de su traducción en las
diferentes lenguas. A este propósito, se ha de tener siempre en cuenta que
la traducción de las Escrituras comenzó «ya en los tiempos del Antiguo
Testamento, cuando se tradujo oralmente el texto hebreo de la Biblia en
arameo (Ne 8,8.12) y más tarde, por escrito, en griego. Una traducción, en
efecto, es siempre más que una simple trascripción del texto original. El
paso de una lengua a otra comporta necesariamente un cambio de contexto
cultural: los conceptos no son idénticos y el alcance de los símbolos es
diferente, ya que ellos ponen en relación con otras tradiciones de
pensamiento y otras maneras de vivir».[371]
Durante los trabajos sinodales se ha debido constatar que varias Iglesias
locales no disponen de una traducción integral de la Biblia en sus propias
lenguas. Cuántos pueblos tienen hoy hambre y sed de la Palabra de Dios,
pero, desafortunadamente, no tienen aún un «fácil acceso a la sagrada
Escritura»,[372] como deseaba el Concilio Vaticano II. Por eso, el Sínodo
considera importante, ante todo, la formación de especialistas que se
dediquen a traducir la Biblia a las diferentes lenguas.[373] Animo a
invertir recursos en este campo. En particular, quisiera recomendar que se
apoye el compromiso de la Federación Bíblica Católica, para que se
incremente más aún el número de traducciones de la Sagrada Escritura y su
difusión capilar.[374] Conviene que, dada la naturaleza de un trabajo como
éste, se lleve a cabo en lo posible en colaboración con las diversas
Sociedades Bíblicas.
La
Palabra de Dios supera los límites de las culturas
116. La Asamblea sinodal, en el debate sobre la relación entre Palabra de
Dios y culturas, ha sentido la exigencia de reafirmar aquello que los
primeros cristianos pudieron experimentar desde el día de Pentecostés (cf.
Hch 2,1-13). La Palabra divina es capaz de penetrar y de expresarse en
culturas y lenguas diferentes, pero la misma Palabra transfigura los límites
de cada cultura, creando comunión entre pueblos diferentes. La Palabra del
Señor nos invita a una comunión más amplia. «Salimos de la limitación de
nuestras experiencias y entramos en la realidad que es verdaderamente
universal. Al entrar en la comunión con la Palabra de Dios, entramos en la
comunión de la Iglesia que vive la Palabra de Dios... Es salir de los
límites de cada cultura para entrar en la universalidad que nos relaciona a
todos, que une a todos, que nos hace a todos hermanos».[375]Por tanto,
anunciar la Palabra de Dios exige siempre que nosotros mismos seamos los
primeros en emprender un renovado éxodo, en dejar nuestros criterios y
nuestra imaginación limitada para dejar espacio en nosotros a la presencia
de Cristo.
Palabra de Dios y diálogo interreligioso
El valor del diálogo
interreligioso
117. La Iglesia reconoce como parte esencial del anuncio de la Palabra el
encuentro y la colaboración con todos los hombres de buena voluntad, en
particular con las personas pertenecientes a las diferentes tradiciones
religiosas, evitando formas de sincretismo y relativismo, y siguiendo los
criterios indicados por la Declaración Nostra aetate del Concilio Vaticano
II, desarrollados por el Magisterio sucesivo de los sumos pontífices.[376]
El rápido proceso de globalización, característico de nuestra época, hace
que se viva en un contacto más estrecho con personas de culturas y
religiones diferentes. Se trata de una oportunidad providencial para
manifestar cómo el auténtico sentido religioso puede promover entre los
hombres relaciones de hermandad universal. Es de gran importancia que las
religiones favorezcan en nuestras sociedades, con frecuencia secularizadas,
una mentalidad que vea en Dios Todopoderoso el fundamento de todo bien, la
fuente inagotable de la vida moral, sustento de un sentido profundo de
hermandad universal.
Por ejemplo, en la tradición judeocristiana se encuentra el sugestivo
testimonio del amor de Dios por todos los pueblos que, en la alianza
establecida con Noé, reúne en un único gran abrazo, simbolizado por el «arco
en el cielo» (Gn 9,13.14.16), y que, según las palabras de los profetas,
quiere recoger en una única familia universal (cf. Is 2,2ss; 42,6; 66,18-21;
Jr 4,2; Sal47). De hecho, en muchas grandes tradiciones religiosas se
encuentran testimonios de la íntima unión entre la relación con Dios y la
ética del amor por todos los hombres.
Diálogo entre cristianos
y musulmanes
118. Entre las diversas religiones, la Iglesia «mira también con aprecio a
los musulmanes, que reconocen la existencia de un Dios único»;[377] hacen
referencia y dan culto a Dios, sobre todo con la plegaria, la limosna y el
ayuno. Reconocemos que en la tradición del Islam hay muchas figuras,
símbolos y temas bíblicos. En continuidad con la importante obra del
Venerable Juan Pablo II, confío en que las relaciones inspiradas en la
confianza, que se han establecido desde hace años entre cristianos y
musulmanes, prosigan y se desarrollen en un espíritu de diálogo sincero y
respetuoso.[378] En este diálogo, el Sínodo ha expresado el deseo de que se
profundice en el respeto de la vida como valor fundamental, en los derechos
inalienables del hombre y la mujer y su igual dignidad. Teniendo en cuenta
la distinción entre el orden sociopolítico y el orden religioso, las
religiones han de ofrecer su aportación al bien común. El Sínodo pide a las
Conferencias Episcopales, donde sea oportuno y provechoso, que favorezcan
encuentros de conocimiento recíproco entre cristianos y musulmanes, para
promover los valores que necesita la sociedad para una convivencia pacífica
y positiva.[379]
Diálogo con las demás
religiones
119. Además, deseo manifestar en esta circunstancia el respeto de la Iglesia
por las antiguas religiones y tradiciones espirituales de los diversos
Continentes; éstas contienen valores de respeto y colaboración que pueden
favorecer mucho la comprensión entre las personas y los pueblos.[380]
Constatamos frecuentemente sintonías con valores expresados también en sus
libros religiosos como, por ejemplo, el respeto de la vida, la
contemplación, el silencio y la sencillez en el Budismo; el sentido de lo
sagrado, del sacrificio y del ayuno en el Hinduismo, como también los
valores familiares y sociales en el Confucianismo. Vemos además en otras
experiencias religiosas una atención sincera por la transcendencia de Dios,
reconocido como el Creador, así como también por el respeto de la vida, del
matrimonio y la familia, y un fuerte sentido de la solidaridad.
Diálogo y libertad religiosa
120. Sin embargo, el diálogo no sería fecundo si éste no incluyera también
un auténtico respeto por cada persona, para que pueda profesar libremente la
propia religión. Por eso, el Sínodo, a la vez que promueve la colaboración
entre los exponentes de las diversas religiones, recuerda también «la
necesidad de que se asegure de manera efectiva a todos los creyentes la
libertad de profesar su propia religión en privado y en público, además de
la libertad de conciencia».[381]En efecto «el respeto y el diálogo
requieren, consiguientemente, la reciprocidad en todos los terrenos, sobre
todo en lo que concierne a las libertades fundamentales, y en particular, a
la libertad religiosa. Favorecen la paz y el entendimiento entre los
pueblos».[382]
CONCLUSIÓN
La palabra definitiva de Dios
121. Al término de estas reflexiones con las que he querido recoger y
profundizar la riqueza de la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de
los Obispos sobre la Palabra de Dios en la vida y la misión de la Iglesia,
deseo exhortar una vez más a todo el Pueblo de Dios, a los Pastores, a las
personas consagradas y a los laicos a esforzarse para tener cada vez más
familiaridad con la Sagrada Escritura. Nunca hemos de olvidar que el
fundamento de toda espiritualidad cristiana auténtica y viva es la Palabra
de Dios anunciada, acogida, celebrada y meditada en la Iglesia. Esta
relación con la divina Palabra será tanto más intensa cuanto más seamos
conscientes de encontrarnos ante la Palabra definitiva de Dios sobre el
cosmos y sobre la historia, tanto en la Sagrada Escritura como en la
Tradición viva de la Iglesia.
Como nos hace contemplar el Prólogo del Evangelio de Juan, todo el ser está
bajo el signo de la Palabra. El Verbo sale del Padre y viene a vivir entre
los suyos, y retorna al seno del Padre para llevar consigo a toda la
creación que ha sido creada en Él y para Él. La Iglesia vive ahora su misión
en expectante espera de la manifestación escatológica del Esposo: «el
Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!» (Ap 22,17). Esta espera nunca es pasiva,
sino impulso misionero para anunciar la Palabra de Dios que cura y redime a
cada hombre: también hoy, Jesús resucitado nos dice: «Id al mundo entero y
proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15).
Nueva evangelización y
nueva escucha
122. Por eso, nuestro tiempo ha de ser cada día más el de una nueva escucha
de la Palabra de Dios y de una nueva evangelización. Redescubrir el puesto
central de la Palabra divina en la vida cristiana nos hace reencontrar de
nuevo así el sentido más profundo de lo que el Papa Juan Pablo II ha pedido
con vigor: continuar la missio ad gentes y emprender con todas las fuerzas
la nueva evangelización, sobre todo en aquellas naciones donde el Evangelio
se ha olvidado o padece la indiferencia de cierta mayoría a causa de una
difundida secularización. Que el Espíritu Santo despierte en los hombres
hambre y sed de la Palabra de Dios y suscite entusiastas anunciadores y
testigos del Evangelio.
A imitación del gran Apóstol de los Gentiles, que fue transformado después
de haber oído la voz del Señor (cf. Hch 9,1-30), escuchemos también nosotros
la divina Palabra, que siempre nos interpela personalmente aquí y ahora. Los
Hechos de los Apóstoles nos dicen que el Espíritu Santo «apartó» a Pablo y
Bernabé para que predicaran y difundieran la Buena Nueva (cf. 13,2). Así,
también hoy el Espíritu Santo llama incesantemente a oyentes y anunciadores
convencidos y persuasivos de la Palabra del Señor.
La Palabra y la alegría
123. Cuanto más sepamos ponernos a disposición de la Palabra divina, tanto
más podremos constatar que el misterio de Pentecostés está vivo también hoy
en la Iglesia de Dios. El Espíritu del Señor sigue derramando sus dones
sobre la Iglesia para que seamos guiados a la verdad plena, desvelándonos el
sentido de las Escrituras y haciéndonos anunciadores creíbles de la Palabra
de salvación en el mundo. Volvemos así a la Primera carta de san Juan. En la
Palabra de Dios, también nosotros hemos oído, visto y tocado el Verbo de la
Vida. Por gracia, hemos recibido el anuncio de que la vida eterna se ha
manifestado, de modo que ahora reconocemos estar en comunión unos con otros,
con quienes nos han precedido en el signo de la fe y con todos los que,
diseminados por el mundo, escuchan la Palabra, celebran la Eucaristía y dan
testimonio de la caridad. La comunicación de este anuncio -nos recuerda el
apóstol Juan- se nos ha dado «para que nuestra alegría sea completa» (1 Jn
1,4).
La Asamblea sinodal nos ha permitido experimentar también lo que dice el
mensaje joánico: el anuncio de la Palabra crea comunión y es fuente de
alegría. Una alegría profunda que brota del corazón mismo de la vida
trinitaria y que se nos comunica en el Hijo. Una alegría que es un don
inefable que el mundo no puede dar. Se pueden organizar fiestas, pero no la
alegría. Según la Escritura, la alegría es fruto del Espíritu Santo (cf. Ga
5,22), que nos permite entrar en la Palabra y hacer que la Palabra divina
entre en nosotros trayendo frutos de vida eterna. Al anunciar con la fuerza
del Espíritu Santo la Palabra de Dios, queremos también comunicar la fuente
de la verdadera alegría, no de una alegría superficial y efímera, sino de
aquella que brota del ser conscientes de que sólo el Señor Jesús tiene
palabras de vida eterna (cf. Jn 6,68).
Mater Verbi et Mater laetitiae
124. Esta íntima relación entre la Palabra de Dios y la alegría se
manifiesta claramente en la Madre de Dios. Recordemos las palabras de santa
Isabel: «Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se
cumplirá» (Lc 1,45). María es dichosa porque tiene fe, porque ha creído, y
en esta fe ha acogido en el propio seno al Verbo de Dios para entregarlo al
mundo. La alegría que recibe de la Palabra se puede extender ahora a todos
los que, en la fe, se dejan transformar por la Palabra de Dios. El Evangelio
de Lucas nos presenta en dos textos este misterio de escucha y de gozo.
Jesús dice: «Mi madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la Palabra
de Dios y la ponen por obra» (8,21). Y, ante la exclamación de una mujer que
entre la muchedumbre quiere exaltar el vientre que lo ha llevado y los
pechos que lo han criado, Jesús muestra el secreto de la verdadera alegría:
«Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen» (11,28). Jesús
muestra la verdadera grandeza de María, abriendo así también para todos
nosotros la posibilidad de esa bienaventuranza que nace de la Palabra
acogida y puesta en práctica. Por eso, recuerdo a todos los cristianos que
nuestra relación personal y comunitaria con Dios depende del aumento de
nuestra familiaridad con la Palabra divina. Finalmente, me dirijo a todos
los hombres, también a los que se han alejado de la Iglesia, que han
abandonado la fe o que nunca han escuchado el anuncio de salvación. A cada
uno de ellos, el Señor les dice: «Estoy a la puerta llamando: si alguien oye
y me abre, entraré y comeremos juntos» (Ap 3,20).
Así pues, que cada jornada nuestra esté marcada por el encuentro renovado
con Cristo, Verbo del Padre hecho carne. Él está en el principio y en el
fin, y «todo se mantiene en él» (Col 1,17). Hagamos silencio para escuchar
la Palabra de Dios y meditarla, para que ella, por la acción eficaz del
Espíritu Santo, siga morando, viviendo y hablándonos a lo largo de todos los
días de nuestra vida. De este modo, la Iglesia se renueva y rejuvenece
siempre gracias a la Palabra del Señor que permanece eternamente (cf. 1 P
1,25; Is 40,8). Y también nosotros podemos entrar así en el gran diálogo
nupcial con que se cierra la Sagrada Escritura: «El Espíritu y la Esposa
dicen: "¡Ven!". Y el que oiga, diga: "¡Ven!"... Dice el que da testimonio de
todo esto: "Sí, vengo pronto". ¡Amen! "Ven, Señor Jesús"» (Ap 22,17.20).
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 30 de septiembre, memoria de san
Jerónimo, del año 2010, sexto de mi Pontificado.
BENEDICTUS PP. XVI
Notas
[1] Cf. Propositio 1.
[2] Cf. XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos,
Instrumentum laboris, 27.
[3] Cf. León XIII, Carta enc. Providentissimus Deus (18 noviembre 1893): ASS
26 (1893-94, 269-292; Benedicto XV, Carta enc. Spiritus Paraclitus (15
septiembre 1920): AAS 12 (1920), 385-422; Pío XII, Carta enc. Divino
afflante Spiritu (30 septiembre 1943): AAS 35 (1943), 297-325.
[4] Propositio 2.
[5] Ibíd.
[6] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
revelación, 2.
[7] Ibíd., 4.
[8] Cf. Entre otros documentos de distinta naturaleza, véase: Pablo VI,
Carta ap. Summi Dei Verbum (4 noviembre 1963): AAS 55 (1963), 979-995; Id,
Motu proprio Sedula cura (27 junio 1971): AAS 63 (1971), 665-669; Juan Pablo
II, Audiencia General (1 mayo 1985):L'Osservatore Romano, ed. en lengua
española (5 mayo 1985), 3; Id., Discurso sobre la interpretación de la
Biblia en la Iglesia (23 abril 1993): AAS 86 (1994), 232-243; Benedicto XVI,
Discurso al Congreso Internacional por el 40 aniversario de la Dei Verbum
(16 septiembre 2005): AAS 97 (2005), 957; Id., Ángelus (6 noviembre 2005):
L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (11 noviembre 2005), 6. Se
tengan en cuenta también los documentos de la Pontificia Comisión Bíblica,
De sacra Scriptura et Christologia (1984);Unidad y diversidad en la Iglesia
(11 abril 1988); La interpretación de la Biblia en la Iglesia(15 abril
1993); El pueblo judío y sus sagradas Escrituras en la Biblia cristiana (24
mayo 2001); Biblia y moral. Raíces bíblicas del obrar cristiano (11 mayo
2008).
[9] Cf. Discurso a la Curia Romana (22 diciembre 2008): AAS 101 (2009), 49.
[10] Cf. Propositio 37.
[11] Cf. Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus sagradas
Escrituras en la Biblia cristiana (24 mayo 2001).
[12] Discurso a la Curia Romana (22 diciembre 2008): AAS 101 (2009), 5.
[13] Cf. Ángelus (4 enero 2009): L'Osservatore Romano, ed. en lengua
española (9 enero 2009), 1.11.
[14] Cf. Relatio ante disceptationem, I.
[15] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum sobre la divina
revelación, 2.
[16] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 1: AAS 98 (2006),
217-218.
[17] Instrumentum laboris, 9.
[18] Credo Niceno-Constantinopolitano: DS 150.
[19] San Bernardo, Homilia super missus est, 4, 11: PL 183, 86 B.
[20] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum sobre la divina
revelación, 10.
[21] Cf. Propositio 3.
[22] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Dominus Iesus, sobre
la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia (6
agosto 2000), 13-15: AAS 92 (2000), 754-756.
[23] Cf. In Hexaemeron, 20, 5: Opera Omnia, V, Quaracchi 1891, p. 425-426;
Breviloquium,1, 8: Opera Omnia, V, Quaracchi 1891, p. 216-217.
[24] Itinerarium mentis in Deum, 2, 12: Opera Omnia, V, Quaracchi 1891, p.
302-303;Commentarius in librum Ecclesiastes, Cap. 1, vers. 11, Quaestiones,
2, 3: Opera Omnia, VI, Quaracchi 1891, p. 16.
[25] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
revelación, 3; cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe
católica, cap. 2, De revelatione: DS 3004.
[26] Cf. Propositio 13.
[27] Comisión Teológica Internacional, En busca de una ética universal:
nueva mirada sobre la ley natural (2009), 39.
[28] Cf. Summa Theologiae, I-II, q. 94, a. 2.
[29] Cf. Pontificia Comisión Bíblica, Biblia y moral. Raíces bíblicas del
obrar cristiano (11 mayo 2008), nn. 13. 32. 109.
[30] Cf. Comisión Teológica Internacional, En busca de una ética universal:
nueva mirada sobre la ley natural, 102.
[31] Cf. Homilía durante la Hora Tercia de la primera Congregación general
del Sínodo de los Obispos (6 octubre 2008): AAS 100 (2008), 758-761.
[32] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
revelación, 14.
[33] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 1: AAS 98 (2006),
217-218.
[34] «Ho Logos pachynetai (o brachynetai)»: cf. Orígenes, Peri archon, 1, 2,
8: SC 252, 127-129.
[35] Homilía durante la misa de Nochebuena (24 diciembre 2006): AAS 99
(2007), 12.
[36] Cf. Mensaje final.
[37] Máximo el Confesor, Vida de María, 89: CSCO, 479, 77.
[38] Cf. Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007),
9-10: AAS 99 (2007), 111-112.
[39] Audiencia General (15 abril 2009): L'Osservatore Romano, ed. en lengua
española (17 abril 2009), 15.
[40] Cf. Homilía en la solemnidad de la Epifanía (6 enero 2009):
L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (9 enero 2009), 7. 11.
[41] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
revelación, 4.
[42] Propositio 4.
[43] Subida del Monte Carmelo, II, 22.
[44] Propositio 47.
[45] Catecismo de la Iglesia Católica, 67.
[46] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, El mensaje de Fátima (26
junio 2000):L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (30 junio 2000),
10.
[47] Adversus haereses, IV, 7, 4: PG 7, 992-993; V, 1, 3: PG 7, 1123; V, 6,
1: PG 7, 1137; V, 28, 4: PG 7, 1200.
[48] Cf. Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007),
12: AAS 99 (2007), 113-114.
[49] Cf. Propositio 5.
[50] Adversus haereses, III 24,1: PG7, 966.
[51] Homiliae in Genesim, 22: PG53, 175.
[52] Epistula 120, 10: CSEL 55, 500-5006.
[53] Homilae in Ezechielem, 1, 7, 17: CC 142, p. 94.
[54] «Oculi ergo devotae animae sunt columbarum quia sensus eius per
Spiritum sanctum sunt illuminati et edocti, spiritualia sapientes... Nunc
quidem aperitur animae talis sensus, ut intellegat Scripturas»: Ricardo de
San Víctor, Explicatio in Cantica canticorum, 15: PL 196, 450 B. D.
[55] Sacramentarium Serapionis II (XX): Didascalia et Constitutiones
apostolorum, ed. F.X. Funk, II, Paderborn 1906, p. 161.
[56] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
revelación, 7.
[57] Ibíd., 8.
[58] Ibíd.
[59] Cf. Propositio 3.
[60] Cf. Mensaje final, II, 5.
[61] Expositio Evangelii secundum Lucam 6, 33: PL 15, 1677.
[62] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
revelación, 13.
[63] Catecismo de la Iglesia Católica, 102. Cf. Ruperto de Deutz, De
operibus Spiritus Sancti, I, 6: SC 131, 72-74.
[64] Enarrationes in Psalmos, 103, IV, 1: PL37, 1378. Afirmaciones
semejantes en Orígenes,Iohannem V, 5-6: SC 120, p. 380-384.
[65] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
revelación, 21.
[66] Ibíd., 9.
[67] Cf. Propositiones 5. 12.
[68] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
revelación, 12.
[69] Cf. Propositio 12.
[70] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
revelación, 11
[71] Propositio 4.
[72] Prol.: Opera Omnia, V, Quaracchi 1891, p. 5, 201-202.
[73] Cf. Discurso en el encuentro con el mundo de la cultura en el Collège
des Bernardins de París (12 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 721-730.
[74] Cf. Propositio 4.
[75] Cf. Relatio post disceptationem, 12.
[76] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
revelación, 5.
[77] Propositio 4.
[78] Por ejemplo Dt 28,1-2.15.45; 32,1; de los profetas cf. Jr 7,22-28; Ez
2,8; 3,10; 6,3; 13,2; hasta los últimos: cf. Za 3,8. Para san Pablo, cf. Rm
10,14-18; 1 Ts 2,13.
[79] Propositio 55.
[80] Cf. Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007),
33: AAS 99 (2007), 132-133.
[81] Carta. enc. Deus caritas est (25 diciembre2005), 41: AAS 98 (2006),
251.
[82] Propositio 55.
[83] Cf. Expositio Evangelii secundum Lucam 2, 19: PL 15, 1559-1560.
[84] Breviloquium, Prol., Opera Omnia, V, Quaracchi 1891, p. 201-202.
[85] Summa Theologiae, I-II, q. 106, a. 2.
[86] Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la
Iglesia (15 abril 1993), III, A, 3.
[87] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
revelación, 12.
[88] Contra epistulam Manichaei quam vocant fundamenti, 5, 6: PL 42, 176.
[89] Cf. Audiencia General (14 noviembre 2007): L'Osservatore Romano, ed. en
lengua española (16 noviembre 2007), 16.
[90] Commentariorum in Isaiam libri, Prol.: PL 24, 17.
[91] Epistula 52, 7: CSEL 54, 426.
[92] Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la
Iglesia (15 abril 1993), II, A, 1.
[93] Ibíd., II, A, 2.
[94] Homiliae in Ezechielem 1, 7, 8: PL 76, 843 D.
[95] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
revelación, 24; cf. León XIII, Carta enc. Providentissimus Deus (18
noviembre 1893), Pars II, sub fine: ASS 26 (1893-94), 269-292; Benedicto XV,
Carta enc. Spiritus Paraclitus (15 septiembre 1920), Pars III:AAS 12 (1920),
385-422.
[96] Cf. Propositio 26.
[97] Cf. Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la
Iglesia (15 abril 1993), A-B.
[98] Intervención en la XIV Congregación General del Sínodo (14 octubre
2008):L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (24 octubre 2008), 8; cf.
Propositio 25.
[99] Discurso en el encuentro con el mundo de la cultura en el Collège des
Bernardins de París (12 septiembre 2008): AAS 100 (2008): AAS 100 (2008),
722-723.
[100] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
revelación, 10.
[101] Cf. Juan Pablo II, Discurso con motivo del 100 aniversario de la
Providentissimus Deusy del 50 aniversario de la Divino afflante Spiritu (23
abril 1993): AAS 86 (1994), 232-243.
[102] Ibíd., n. 4: AAS 86 (1994), 235.
[103] Ibíd., n. 5: AAS 86 (1994), 235.
[104] Ibíd., n. 5: AAS 86 (1994), 236.
[105] Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la
Iglesia (15 abril 1993), III, C, 1.
[106] N. 12.
[107] Intervención en la XIV Congregación General del Sínodo (14 octubre
2008):L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (24 octubre 2008), 8; cf.
Propositio 25.
[108] Cf. Propositio 26.
[109] Propositio 27.
[110] Intervención en la XIV Congregación General del Sínodo (14 octubre
2008):L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (24 octubre 2008), 8; cf.
Propositio 26.
[111] Cf. ibíd.
[112] Ibíd.
[113] Cf. Propositio 27.
[114] Ibíd.
[115] Juan Pablo II, Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998), 55: AAS
91 (1999), 49-50.
[116] Cf. Discurso a la IV Asamblea nacional eclesial en Italia (19 octubre
2006): AAS 98 (2006), 804-815.
[117] Cf. Propositio 6.
[118] Cf. S. Agustín, De libero arbitrio, 3, 21, 59: PL 32, 1300; De
Trinitate, 2, 1, 2: PL 42, 845.
[119] Congregación para la Educación Católica, Instr. Inspectis dierum (10
noviembre 1989), 26: AAS 82 (1990), 618.
[120] Catecismo de la Iglesia Católica, 116.
[121] Summa Theologiae, I, q. 1, a. 10, ad 1.
[122] Catecismo de la Iglesia Católica, 118.
[123] Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la
Iglesia (15 abril 1993), II, A, 2.
[124] Ibíd., II, B, 2.
[125] Discurso al mundo de la cultura en el Collège des Bernardins de París
(12 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 726.
[126] Ibíd.
[127] Cf. Audiencia General (9 enero 2008): L'Osservatore Romano, ed. en
lengua española (11 enero 2008), 12.
[128] Cf. Propositio 29.
[129] De arca Noe, 2, 8: PL 176 C-D.
[130] Cf. Discurso al mundo de la cultura en el Collège des Bernardins de
París (12 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 725.
[131] Cf. Propositio 10; Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus
sagradas Escrituras en la Biblia cristiana (24 mayo 2001), 3-5.
[132] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 121-122.
[133] Propositio 52.
[134] Cf. Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus sagradas
Escrituras en la Biblia cristiana (24 mayo 2001), 19; Orígenes, Homilía
sobre Números 9,4: SC 415, 238-242.
[135] Catecismo de la Iglesia Católica, 128.
[136] Ibíd., 129.
[137] Propositio 52.
[138] Quaestiones in Heptateuchum, 2, 73: PL 34,623.
[139] Homiliae in Ezechielem, I, VI, 15: PL 76, 836 B
[140] Propositio 29.
[141] Juan Pablo II, Mensaje al rabino jefe de Roma (22 mayo 2004):
L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (28 mayo 2004), 1.
[142] Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus Escrituras sagradas
en la Biblia cristiana (24 mayo 2001), 87.
[143] Cf. Discurso de despedida en el Aeropuerto de Tel Aviv (15 mayo 2009):
L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (16 mayo 2009), 11.
[144] Juan Pablo II, A los rabinos jefes de Israel: (23 marzo 2000):
L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (31 marzo 2000), 4.
[145] Propositiones 46 y 47.
[146] Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la
Iglesia (15 abril 1993), I, F.
[147] Cf. Discurso al mundo de la cultura en el Collège des Bernardins de
París (12 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 726.
[148] Propositio 46.
[149] Propositio 28.
[150] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
revelación, 23.
[151] En todo caso, se recuerda que, por lo que se refiere a los llamados
Libros Deuterocanónicos del Antiguo Testamento y su inspiración, los
católicos y ortodoxos no tienen exactamente el mismo canon bíblico que los
anglicanos y protestantes.
[152] Cf. Relatio post disceptationem, 36.
[153] Propositio 36.
[154] Cf. Discurso al XI Consejo Ordinario de la Secretaría General del
Sínodo de los Obispos (25 enero 2007): AAS 99 (2007), 85-86.
[155] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el
ecumenismo, 21.
[156] Cf. Propositio 36.
[157] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
revelación, 10.
[158] Carta enc. Ut unum sint (25 mayo 1995), 44: AAS 87 (1995), 947.
[159] Conc. Ecum. Vat.II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
revelación, 10.
[160] Ibíd.
[161] Cf. ibíd., 24.
[162] Cf. Propositio, 22
[163] S. Gregorio Magno, Moralia in Job 24, 8, 16: PL 76, 295.
[164] Cf. S. Atanasio, Vita Antonii, 2: PG 26, 842.
[165] Moralia, Regula, 80, 22: PG 31, 867.
[166] Regla, 73, 3: SC 182, 672.
[167] Tomás de Celano, La vita prima di S. Francesco, X, 22: FF 356.
[168] Regla, I, 1-2: FF 2750.
[169] B. Jordán de Sajonia, Libellus de principiis Ordinis Praedicatorum,
104: Monumenta Fratrum Praedicatorum Historica, Roma 1935, 16, p. 75.
[170] Orden de Hermanos Predicadores, Prime Costituzioni o Consuetudines,
II, XXXI.
[171] Libro de la Vida, 40,1.
[172] Cf. Historia de un alma, Ms B 3rº.
[173] Ibíd., Ms C, 35vº.
[174] In Iohannis Evangelium Tractatus, 1, 12: PL 35, 1385.
[175] Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), 25: AAS 85 (1993),
1153.
[176] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
revelación, 8.
[177] Relatio post disceptationem, 11.
[178] N. 1.
[179] Discurso al Congreso «La Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia»
(16 septiembre 2005): AAS 97 (2005), 956.
[180] Cf. Relatio post disceptationem, 10.
[181] Mensaje final, III, 6
[182] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada
liturgia, 24.
[183] Ibíd., 7.
[184] Misal Romano, Ordenación de las lecturas de la Misa, 4.
[185] Ibíd., 9.
[186] Ibíd., 3; cf. Lc4, 16-21; 24, 25-35.44-49.
[187] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada
liturgia, 102.
[188] Cf. Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007)
44-45: AAS 99 (2007), 139-141.
[189] Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la
Iglesia (15 abril 1993), IV, C, 1.
[190] Ibíd., III, B, 3.
[191] Cf. Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia,
48.51.56; Const. dogm.Dei Verbum, sobre la divina revelación, 21.26; Decr.
Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 6.15; Decr.
Presbyterorum ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros18;
Decr. Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida
religiosa, 6. En la gran tradición de la Iglesia encontramos expresiones
significativas, como: «Corpus Christi intelligitur etiam[...] Scriptura Dei»
(también la Escritura de Dios se considera Cuerpo de Cristo): Waltramus, De
unitate Ecclesiae conservanda: 13, ed. W. Schwenkenbecher, Hannoverae 1883,
p. 33; «La carne del Señor es verdadera comida y su sangre verdadera bebida;
éste es el verdadero bien que se nos da en la vida presente, alimentarse de
su carne y beber su sangre, no sólo en la Eucaristía, sino también en la
lectura de la Sagrada Escritura. En efecto, lo que se obtiene del
conocimiento de las Escrituras es verdadera comida y verdadera bebida»: S.
Jerónimo, Commentarius in Ecclesiasten, 3: PL 23, 1092 A.
[192] J. Ratzinger (Benedicto XVI), Jesús de Nazaret, Madrid 2007, 316.
[193] Misal Romano, Ordenación de las lecturas de la Misa, 10.
[194] Ibíd.
[195] Cf. Propositio 7.
[196] Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998), 13: AAS 91 (1999), 16.
[197] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1373-1374.
[198] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la
sagrada liturgia, 7.
[199] In Psalmum 147: CCL 78, 337-338.
[200] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
revelación, 2.
[201] Cf. Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 107-108.
[202] Misal Romano, Ordenación de las lecturas de la Misa, 66.
[203] Propositio 16.
[204] Cf. Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007)
45: AAS 99 (2007), 140-141.
[205] Cf. Propositio 14.
[206] Cf. Código de Derecho Canónico, can. 230 § 2; 204 §1.
[207] Misal Romano, Ordenación de las lecturas de la Misa, 55.
[208] Ibíd., 8.
[209] N. 46: AAS 99 (2007), 141.
[210] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
revelación, 25.
[211] Propositio 15.
[212] Ibíd.
[213] Sermo 179,1: PL 38, 966.
[214] Cf. Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007),
93: AAS 99 (2007), 177.
[215] Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los Sacramentos,
Compendium Eucharisticum (25 marzo 2009), Ciudad del Vaticano, 2009.
[216] Epistula 52,7: CSEL 54, 426-427.
[217] Propositio 8.
[218] Rito de la Penitencia. Prænotanda, 17.
[219] Ibíd., 19.
[220] Propositio 8.
[221] Propositio 19.
[222] Ordenación general de la Liturgia de las Horas, III, 15.
[223] Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 85.
[224] Cf. Código de Derecho Canónico, cann. 276 §3; 1174 §1.
[225] Cf. Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, cann. 377; 473,
§ 1 e 2, 1°; 538 §1; 881 § 1.
[226] Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los Sacramentos,
Bendicional. Orientaciones generales (17 diciembre 2001), 21.
[227] Cf. Propositio 18; Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium,
sobre la sagrada liturgia, 35.
[228] Cf. Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007),
75; AAS 99 (207), 162-163.
[229] Ibíd.
[230] Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los Sacramentos,
Directorio sobre la piedad popular. Principios y orientaciones (17 diciembre
2001), 87.
[231] Cf. Propositio 14.
[232] Cf. S. Ignacio de Antioquía, Ad Ephesios, 15, 2: Patres Apostolici,
ed. F.X. Funk, Tubingae 1901, 224.
[233] Cf. S. Agustín, Sermo 288, 5: PL 38,1307; Sermo 120, 2: PL 38,677.
[234] Ordenación general del Misal Romano, 56.
[235] Ibíd., 45; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium,
sobre la sagrada liturgia, 30.
[236] Misal Romano, Ordenación de las lecturas de la Misa, 13.
[237] Cf. ibíd., 17.
[238] Propositio 40.
[239] Cf. Ordenación general del Misal Romano, 309.
[240] Cf. Propositio 14.
[241] Cf. Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007),
69; AAS 99 (2007), 157.
[242] Cf. Ordenación General del Misal Romano, 57.
[243] Propositio 14.
[244] Cf. El canon 36 del Sínodo de Hipona del año 393: DS, 186.
[245] Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Vicesimus quintus annus (4 diciembre
1988), 13: AAS 81 (1989), 910; Congregación para el Culto Divino y la
Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis Sacramentum, sobre
algunas cosas que se deben observar o evitar acerca de la Santísima
Eucaristía (25 marzo 2004), 62.
[246] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la
sagrada liturgia, 116;Ordenación General del Misal Romano, 41.
[247] Cf. Propositio 14.
[248] Propositio 9.
[249] Epistula 30, 7: CSEL 54, 246.
[250] Id., Epistula 133, 13: CSEL 56, 260.
[251] Id., Epistula 107, 9.12: CSEL 55, 300.302.
[252] Id., Epistula 52, 7: CSEL 54, 426.
[253] Juan Pablo II, Carta Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 31: AAS 83
(2001), 287-288.
[254] Propositio 30; Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre
la divina revelación, 24.
[255] S. Jerónimo, Commentariorum in Isaiam libri, Prol.: PL 24, 17 B.
[256] Propositio 21.
[257] Cf. Propositio 23.
[258] Cf. Congregación para el Clero, Directorio general para la catequesis
(15 agosto 1997), 94-96; Juan Pablo II, Exhort. ap. Catechesi tradendae (16
octubre 1979), 27: AAS 71 (1979), 1298-1299.
[259] Ibíd., 127; cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Catechesi tradendae (16
octubre 1979), 27: AAS71 (1979), 1299.
[260] Ibíd., 128.
[261] Cf. Propositio 33.
[262] Cf. Propositio 45.
[263] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
39-42.
[264] Propositio 31.
[265] N. 15: AAS 96 (2004), 846-847.
[266] N. 26: AAS 84 (1992), 698.
[267] Ibíd.
[268] Homilía en la Misa Crismal (9 abril 2009): AAS 101 (2009), 355.
[269] Ibíd., 356.
[270] Congregación para la Educación Católica, Normas básicas de la
formación de los diáconos permanentes (22 febrero 1998), 11.
[271] Ibíd., 74.
[272] Cf. ibíd., 81.
[273] Propositio 32.
[274] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25
marzo 1992), 47: AAS84 (1992), 740-742.
[275] Propositio 24.
[276] Homilía en la Jornada Mundial de la Vida Consagrada (2 febrero 2008):
AAS 100 (2008), 133; cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Vita
consecrata (25 marzo 1996), 82;AAS 88 (1996), 458-460.
[277] Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades
de Vida Apostólica, Instrucción Caminar desde Cristo: un renovado compromiso
de la Vida consagrada en el tercer milenio (19 mayo 2002), 24.
[278] Cf. Propositio 24.
[279] S. Benito, Regla, IV, 21: SC 181, 456-458.
[280] Discurso a los monjes de la Abadía de «Heiligenkreuz» (9 septiembre
2007): AAS 99 (2007), 856.
[281] Cf. Propositio 30.
[282] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30
diciembre 1988), 17: AAS81 (1989), 418.
[283] Cf. Propositio 33
[284] Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 49; AAS 74
(1982), 140-141.
[285] Propositio 20.
[286] Cf. Propositio 21.
[287] Propositio 20.
[288] Cf. Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), 31: AAS 80 (1988),
1728- 1729.
[289] Propositio 17.
[290] Cf. Propositiones 9. 22.
[291] N. 25.
[292] Enarrationes in Psalmos, 85, 7: PL 37, 1086.
[293] Orígenes, Epistola ad Gregorium, 3: PG 11, 92.
[294] Discurso a los alumnos del Seminario Romano Mayor (19 febrero 2007):
AAS 99 (2007), 253-254.
[295] Cf. Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007),
66: AAS 99 (2007), 155-156.
[296] Mensaje final, III, 9.
[297] Ibíd.
[298] «Plenaria indulgentia conceditur christifideli qui Sacram Scripturam,
iuxta textum a competenti auctoritate adprobatum, cum veneratione divino
eloquio debita et ad modum lectionis spiritalis, per dimidiam saltem horam
legerit; si per minus tempus id egerit indulgentiaerit partialis»:
Paenitentiaria Apostolica, Enchiridion indulgentiarum, Normae et
concessiones(16 julio 1999), 30 § 1.
[299] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1471-1479.
[300] Pablo VI, Const. ap. Indulgentiarum doctrina (1 enero 1967): AAS 59
(1967), 18-19.
[301] Cf. Epistula 49, 3: PL 16, 1204 A.
[302] Cf. Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos, Directorio sobre la piedad popular. Principios y orientaciones
(17 diciembre 2002), 197-202.
[303] Cf. Propositio 55.
[304] Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Rosarium Virginis Mariae (16 octubre
2002); AAS 95 (2003), 5-36.
[305] Propositio 55.
[306] Cf. Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos, Directorio sobre la piedad popular. Principios y orientaciones
(17 diciembre 2002), 207.
[307] Cf. Propositio 51.
[308] Cf. Homilía en el Valle de Josafat, Jerusalén (12 mayo 2009): AAS 101
(2009), 473.
[309] Cf. Epistula 108, 14: CSEL 55, 324-325.
[310] Adversus haereses, IV, 20, 7: PG 7, 1037.
[311] Carta enc. Spe salvi (30 noviembre 2007), 31: AAS 99 (2007), 1010.
[312] Discurso en el encuentro con el mundo de la cultura en el Collège des
Bernardins de París (12 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 730.
[313] Cf. In Evangelium secundum Matthaeum 17, 7: PG 13, 1197 B;S. Jerónimo,
Translatio homiliarum Origenis in Lucam, 36: PL 26, 324-325.
[314] Cf. Homilía en la Eucaristía de la apertura de la XII Asamblea General
Ordinaria del Sínodo de los Obispos (5 octubre 2008): AAS 100 (2008), 757.
[315] Propositio 38.
[316] Cf. Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las
Sociedades de Vida Apostólica, Instrucción Caminar desde Cristo: un renovado
compromiso de la Vida consagrada en el tercer milenio (19 mayo 2002), 36.
[317] Propositio 30.
[318] Cf. Propositio 38.
[319] Cf. Propositio 49.
[320] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990):
AAS 83 (1991), 294-340; Id., Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero
2001), 40: AAS 93 (2001), 294-295.
[321] Propositio 38.
[322] Cf. Homilía en la Eucaristía de la apertura de la XII Asamblea General
Ordinaria del Sínodo de los Obispos (5 octubre 2008): AAS 100 (2008),
753-757.
[323] Propositio 38.
[324] Mensaje final, IV,12.
[325] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 22: AAS
68 (1976), 20.
[326] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad
religiosa, 2.7.
[327] Cf. Propositio 39.
[328] Cf. Mensaje para Jornada Mundial de la Paz 2009: L'Osservatore Romano,
ed. en lengua española (12 diciembre 2008), 8-9.
[329] Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 19: AAS 68 (1976),
18.
[330] Cf. Propositio 39.
[331] Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963), I: AAS 55
(1963), 259.
[332] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 47: AAS
83 (1991), 851-852; Id., Discurso a la Asamblea general de las Naciones
Unidas (2 octubre 1979), 13: AAS71 (1979), 1152-1153.
[333] Cf. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 152-159.
[334] Cf. Mensaje para Jornada Mundial de la Paz 2007 (8 diciembre 2006),
10:L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (15 diciembre 2006), 5-6.
[335] Cf. Propositio 8.
[336] Homilía al final de la Semana de oración por la unidad de los
cristianos (25 enero 2009): L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (30
enero 2009), 6.
[337] Homilía en la conclusión de la XII Asamblea General Ordinaria del
Sínodo de los Obispos (26 octubre 2008): AAS 100 (2008), 779.
[338] Propositio 11.
[339] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 28: AAS 98 (2006),
240.
[340] De doctrina christiana, I, 35,39-36,40: PL 34, 34.
[341] Cf. Mensaje para la XXI Jornada Mundial de la Juventud de 2006: AAS 98
(2006), 282-286.
[342] Cf. Propositio 34.
[343] Cf. ibíd.
[344] Homilía en el solemne inicio del ministerio petrino (24 abril 2005):
AAS 97 (2005), 712.
[345] Cf. Propositio 38.
[346] Homilía en ocasión de la XVII Jornada mundial del Enfermo (11 febrero
2009):L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (120 febrero 2009), 7.
[347] Cf. Propositio 35.
[348] Propositio11.
[349] Cf. Carta enc. Deus caritas est(25 diciembre 2005), 25: AAS 98 (2006),
236-237.
[350] Propositio11.
[351] Homilía en la XLII Jornada Mundial de la Paz 2009 (1 enero 2009):
L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (9 enero 2009), 6.
[352] Propositio54.
[353] Cf. Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007),
92: AAS 99 (2007), 176-177.
[354] Juan Pablo II, Discurso a la UNESCO (2 junio 1980), 6: AAS 72 (1980),
738.
[355] Cf. Propositio 41.
[356] Cf. ibíd.
[357] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998), 80:
AAS 91 (1999), 67-68.
[358] Cf. Lineamenta 23.
[359] Cf. Propositio 40.
[360] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Inter mirifica, sobre los medios de
comunicación social; Consejo Pontificio para las Comunicaciones Sociales,
Instr. past. Communio et progressio, sobre los medios de comunicación
social, preparada por mandato especial del Concilio Ecuménico Vaticano II
(23 mayo 1971): AAS 63 (1971), 593-656; Juan Pablo II, Carta ap. El rápido
desarrollo (24 enero 2005): AAS 97 (2005), 265-274; Consejo Pontificio para
las Comunicaciones Sociales, Instr. past. Aetatis novae, sobre las
comunicaciones sociales en el vigésimo aniversario de la Communio et
progressio (22 febrero 1992): AAS 84 (1992), 447-468; Id., La Iglesia e
internet (22 septiembre 2002).
[361] Cf. Mensaje final, IV,11; Benedicto XVI, Mensaje para la XLIII Jornada
mundial de las comunicaciones sociales 2009 (24 enero 2009): L'Osservatore
Romano, ed. en lengua española (30 enero 2009), 3.
[362] Cf. Propositio 44.
[363] Juan Pablo II, Mensaje para la XXXVI Jornada mundial de las
comunicaciones sociales 2002 (24 enero 2002), 6: L'Osservatore Romano, ed.
en lengua española (25 enero 2002), p. 5.
[364] Cf. Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 20: AAS 68
(1976), 18-19.
[365] Cf. Exhort. ap. postsinodal Sacramentum caritatis (22 febrero 2007),
78: AAS 99 (2007), 165.
[366] Cf. Propositio 48.
[367] Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la
Iglesia (15 abril 1993), IV, B.
[368] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera
de la Iglesia, 22; Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la
Biblia en la Iglesia (15 abril 1993), IV, B.
[369] Juan Pablo II, Discurso a los Obispos de Kenya (7 mayo 1980), 6: AAS
72 (1980), 497.
[370] Cf. Instrumentum laboris, 56.
[371] Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la
Iglesia (15 abril 1993), IV, B.
[372] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
revelación, 22.
[373] Cf. Propositio 42.
[374] Cf. Propositio 43.
[375] Benedicto XVI, Homilía durante la Hora Tercia de la primera
Congregación general del Sínodo de los Obispos (6 octubre 2008): AAS (2008),
760.
[376] Entre las numerosas intervenciones de diverso tipo, recuérdese: Juan
Pablo II, Carta enc.Dominum et vivificantem (18 mayo 1986): AAS 78 (1986),
809-900; Id., Carta enc.Redemptoris missio (7 diciembre 1990): AAS 83
(1991), 249-340; Id., Discursos y Homilías en Asís con ocasión de la Jornada
de oración por la paz, el 27 de octubre de 1986: L'Osservatore Romano, ed.
en lengua española (2 noviembre 1986), 1-2. 11-12; Jornada de oración por la
paz el mundo (24 enero 2002): L'Osservatore Romano, ed. en lengua española
(1 febrero 2002), 5-8; Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Dominus
Iesus, sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la
Iglesia (6 agosto 2000): AAS 92 (2000), 742-765.
[377] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Nostra aetate, sobre las relaciones de
la Iglesia con las religiones no cristianas, 3.
[378] Cf. Discurso a los Embajadores de los Países de mayoría musulmana
acreditados ante la Santa Sede (25 septiembre 2006): AAS 98 (2006), 704-706.
[379] Cf. Propositio 53.
[380] Cf. Propositio 50.
[381] Ibíd.
[382] Juan Pablo II, Discurso en el encuentro con los jóvenes musulmanes en
Casablanca, Marruecos (19 agosto 1985), 5: AAS 78 (1986), 99.