Sintesis de la primera encíclica
del Papa Benedicto XVI, 'Deus Caritas est', sobre el amor cristiano
“Dios es amor; quien está en el amor, habita en Dios y Dios habita en él” (1
Jn 4, 16). Estas palabras, con las que comienza la encíclica, expresan el
centro de la fe cristiana. En un mundo en el cual al nombre de Dios se le
asocia a veces con la venganza o incluso el odio y la violencia, el mensaje
cristiano del Dios Amor es de gran actualidad.
La Encíclica está articulada en dos grandes bloques. La primera ofrece una
reflexión teológico-filosófica sobre el “amor” en sus diversas dimensiones
-eros, philia, agape – precisando algunos datos esenciales del amor de Dios
por el hombre y de la relación intrínseca que este amor tiene con el amor
humano. La segunda parte trata del ejercicio concreto del mandamiento del
amor al prójimo.
Primera parte
El término “amor”, una de las palabras más usadas y de las cuales más se
abusa en el mundo de hoy, abarca un vasto campo semántico. Sin embargo, en
la multiplicidad de significados, emerge como arquetipo del amor por
excelencia el que se da entre el hombre y la mujer, que en la antigua Grecia
recibía el nombre de “eros”. En la Biblia, y sobre todo en el Nuevo
Testamento, se profundiza en el concepto de “amor” –un desarrollo que se
expresa en la misa al margen de la palabra “eros”, en favor del término
“ágape”, para expresar un amor oblativo. Esta nueva visión del amor, que es
una novedad esencial del cristianismo, a menudo ha sido valorada de forma
absolutamente negativa como rechazo del “eros” y de la corporeidad. Aunque
ha habido tendencias de ese tipo, el sentido de esta profundización es otro.
El “eros”, puesto en la naturaleza del hombre por su mismo Creador, tiene
necesidad de disciplina, de purificación y de maduración para no perder su
dignidad original y no degradarse en puro “sexo”, convirtiéndose en una
mercancía. La fe cristiana siempre ha considerado al hombre como un ser en
el cual espíritu y materia se compenetran mutuamente, extrayendo de esto una
nueva nobleza. El desafío del “eros” puede considerarse superado cuando, en
el hombre, cuerpo y alma se encuentran en perfecta armonía.
Entonces el amor se convierte en “éxtasis”; pero “éxtasis” no en el sentido
de euforia pasajera, sino como éxodo permanente del yo recluido en sí mismo,
hacia su liberación en el don de sí, y precisamente de esta forma, hacia el
encuentro de sí mismo, y también hacia el descubrimiento de Dios: de esta
forma el “eros” puede elevar al ser humano “en éxtasis” hacia lo Divino. En
definitiva, “eros” y “ágape” exigen que no se les separe nunca completamente
al uno del otro, al contrario, cuano más ambos, aunque en dimensiones
diversas, encuentran su justo equilibrio, tanto más se realiza la verdadera
naturaleza del amor. A pesar de que el “eros” inicialmente es sobre todo
deseo, al acercarse después a la otra persona, se preguntará cada vez menos
sobre sí mismo, buscará cada vez más la felicidad del otro, si donará y
deseará “ser para” el otro: así se inserta en él y se afirma el momento del
“ágape”.
En Jesucristo, que es el amor encarnado de Dios, el “eros”-“agape” alcanza
su forma más radical. En a muerte en cruz, Jesús, donándose para levantar y
salvar al hombre, expresa el amor de la forma más sublime. A este acto de
ofrecimiento, Jesús le ha asegurado una presencia duradera a través de la
institución de la Eucaristía, en la que, bajo las especies del pan y del
vino, se dona a sí mismo como nuevo maná que nos une a Él. Participando en
la Eucaristía, también nosotros somos implicados en la dinámica de su
donación. Nos unimos a Él y al mismo tiempo nos unimos a todos los otros a
quienes Él se dona; nos convertimos así en “un solo cuerpo”. De esta forma,
el amor a Dios y el amor al prójimo están verdaderamente unidos. El doble
mandamiento, gracias a este encuentro con el “ágape” de Dios, ya no es sólo
exigencia: el amor puede ser “mandado” porque primero se ha donado.
Segunda parte
El amor al prójimo enraizado en el amor de Dios, más que tarea para el fiel,
lo es para la entera comunidad eclesial, que en su actividad caritativa debe
reflejar el amor trinitario. La conciencia de tal deber ha tenido relevancia
constitutiva en la Iglesia desde sus inicios (cfr Hch 2, 44-45) y bien
pronto se manifestó también la necesidad de una cierta organización como
presupuesto para su cumplimiento eficaz. Así, en la estructura fundamental
de la Iglesia, emergió la “diaconía” como servicio del amor al prójimo
ejercido de modo comunitario y de forma ordenada –un servicio concreto, pero
al mismo tiempo también espiritual (cfr Hch 6, 1-6). Con la progresiva
difusión de la Iglesia, este ejercicio de la caridad se confirmó como uno de
sus ámbitos esenciales. La íntima naturaleza de la Iglesia se expresa así en
una triple tarea: el anuncio de la Palabra de Dios (“kerygma-martyria”), la
celebración de los Sacramentos (“leiturgia”), y el servicio de la caridad
(“diakonia”). Son tareas que se presuponen mutuamente y que no pueden
separarse una de otra.
Desde el siglo XIX, contra la actividad caritativa de la Iglesia se ha
levantado una objeción fundamental: ésta estaría en contraposición –se ha
dicho- con la justicia, y acabaría por actuar como sistema de conservación
del “status quo”. Con el cumplimiento de obras individuales de caridad, la
Iglesia favorecería el mantenimiento del sistema injusto existente,
haciéndolo de alguna forma soportable y frenando así la rebelión y el cambio
potencial hacia un mundo mejor. En este sentido el marxismo había puesto en
la revolución mundial y en su preparación la panacea para la problemática
social –un sueño que con el transcurrir del tiempo se ha desvanecido. El
magisterio pontificio, empezando por la Encíclica “Rerum novarum” de León
XIII (1891), hasta la trilogía de las Encíclicas sociales de Juan Pablo II
(“Laborem exercens” [1981], “Sollicitudo rei socialis” [1987], “Centesimus
annus” [1991]), ha afrontado con creciente insistencia la cuestión social, y
en la confrontación con situaciones problemáticas siempre nuevas, ha
desarrollado una doctrina social muy articulada, que propone orientaciones
válidas más allá de los límites de la Iglesia.
Con todo, la creación de un orden justo de la sociedad y del Estado es la
tarea central de la política, por tanto no puede ser el cometido inmediato
de la Iglesia. La doctrina social católica no pretende conferir a la Iglesia
un poder sobre el Estado, sino simplemente purificar e iluminar la razón,
ofreciendo su propia contribución a la formación de las conciencias, de
manera que las verdaderas exigencias de la justicia puedan ser percibidas,
reconocidas y también realizadas. A pesar de ello no existe ningún
ordenamiento del Estado, por justo que sea, que pueda hacer superfluo el
servicio del amor. El Estado que quiere proveer de todo se convierte en
definitiva en una instancia burocrática que no puede asegurar la
contribución esencial de la que el hombre que sufre – cada hombre– tiene
necesidad: la amorosa dedicación personal. Quien quiere desembarazarse del
amor, se dispone a desembarazarse del hombre en cuanto hombre.
En nuestra época, un efecto positivo colateral de la globalización se
manifiesta en el hecho de que la solicitud por el prójimo, superando los
confines de las comunidades nacionales, tiende a alargar sus horizontes al
mundo entero. Las estructuras del Estado y las asociaciones humanitarias
secundan de diversas maneras la solidaridad expresada por la sociedad civil:
así se han formado múltiples organizaciones con fines caritativos y
filantrópicos. También en la Iglesia Católica y en otras Comunidades
eclesiales han surgido nuevas formas de actividad caritativa. Entre todas
estas instancias es de auspiciar que se establezca una colaboración
fructífera. Naturalmente, es importante que la actividad caritativa de la
Iglesia no pierda su propia identidad, disolviéndose en la organización
asistencial común y convirtiéndose en una simple variante, sino que mantenga
todo el esplendor de la esencia de la caridad cristiana y eclesial. Por
ello:
- La actividad caritativa cristiana, más allá de su competencia profesional,
debe basarse en la experiencia de un encuentro personal con Cristo, cuyo
amor ha tocado el corazón del creyente suscitando en él el amor por el
prójimo.
- La actividad caritativa cristiana debe ser independiente de partidos e
ideologías. El programa del cristiano – el programa del buen Samaritano, el
programa de Jesús– es “un corazón que ve”. Este corazón ve de dónde hay
necesidad de amor y actúa de modo consecuente.
- La actividad caritativa cristiana, además, no debe ser un medio en función
de lo que hoy viene señalado como proselitismo. El amor es gratuito; no
viene ejercido para alcanzar otros objetivos. Pero esto no significa que la
acción caritativa deba, por así decirlo, dejar a Dios y a Cristo aparte. El
cristiano sabe cuando es el tiempo de hablar de Dios y cuándo es justo hacer
silencio sobre Él y dejar hablar sólo al amor. El himno a la Caridad de San
Pablo (cfr 1 Cor 13) debe ser la “Carta Magna” del entero servicio eclesial
para protegerlo del riesgo de convertirse en puro activismo.
En este contexto, y frente la inminente secularismo que puede condicionar
también a muchos cristianos empeñados en el trabajo caritativo, hay que
afirmar la importancia de la oración. El contacto vivo con Cristo evita que
la experiencia de la desmesuración de las necesidades y de los límites del
propio trabajo puedan, por un lado, empujar al trabajador a la ideología que
pretende realizar lo que Dios, aparentemente, no consigue o, por otro lado,
convertirse en tentación a ceder a la inercia y a la resignación. El que
reza no desperdicia su tiempo, aunque la situación parezca empujar
únicamente a la acción, y no pretende cambiar o corregir los planes de Dios,
sino que busca –con el ejemplo de María y de los Santos- alcanzar en Dios la
luz y la fuerza del amor que vence toda oscuridad y egoísmo presente en el
mundo.
Lea el texto completo de la primera encíclica
de Benedicto XVI "Dios es Amor".
Lea también cómo el Papa resume las
preguntas y respuestas esenciales de su encíclica.