El Papa Benedicto XVI responde a las inquietudes de los párrocos
Intervención en el encuentro
con los sacerdotes
de la diócesis de Roma.
el jueves 26 de febrero, 2009
2) Los elementos que garantizan que no se corre en vano en la fatiga pastoral del anuncio (kerigma)
6) El Carisma singular de la Iglesia de Roma
1) Santo Padre,
soy Don Gianpiero Palmieri, párroco de la parroquia de San Frumenzio ai
Prati Fiscali.
Quisiera dirigirle una pregunta sobre la
misión evangelizadora de la comunidad cristiana y,
en particular, sobre el papel y la formación de nosotros presbíteros dentro
de esta misión evangelizadora.
Para explicarme, parto de un episodio personal. Cuando, joven presbítero,
comencé mi servicio pastoral en la parroquia y en la escuela, me sentía
fuerte por el bagaje de estudios y por la formación recibida, bien afirmado
en el mundo de mis convicciones de los sistemas de pensamiento. Una mujer
creyente y sabia, viéndome en acción, meneó la cabeza sonriendo y me dijo:
don Gianpiero, ¿cuándo te pondrás los pantalones largos, cuando llegarás a
ser hombre? Es un episodio que se me grabó en el corazón. Aquella mujer
sabia intentaba explicarme que la vida, el mundo real, Dios mismo, son más
grandes y sorprendentes que los conceptos que nosotros elaboramos. Me
invitaba a ponerme a la escucha de lo humano para intentar entender, para
comprender, sin tener prisa en juzgar. Me pedía que aprendiera a entrar en
relación con la realidad, sin miedos, porque la realidad está habitada por
Cristo mismo que actúa misteriosamente en su Espíritu. Frente a la misión
evangelizadora hoy los presbíteros nos sentimos impreparados e inadecuados,
siempre con los pantalones cortos. Sea bajo el aspecto cultural - se nos
escapa el conocimiento atento de las grandes directrices del pensamiento
contemporáneo, en sus positividades y en sus límites - y sobre todo bajo el
aspecto humano. Corremos el riesgo de ser demasiado esquemáticos, incapaces
de comprender de forma sabia el corazón de los hombres de hoy. El anuncio de
la salvación en Jesús ¿no es también el anuncio del hombre nuevo Jesús, el
Hijo de Dios, en el que nuestra humanidad pobre es redimida, hecha
auténtica, transformada por Dios? Entonces mi pregunta es esta: ¿comparte
estos pensamientos? A nuestras comunidades cristianas viene mucha gente
herida por la vida. ¿Qué lugares y formas podemos inventar para ayudar en el
encuentro con Jesús a la humanidad de los demás? ¿Y cómo construir en
nosotros sacerdotes una humanidad hermosa y fecunda? Gracias, Santidad.
--Benedicto XVI:
¡Gracias! Queridos hermanos, ante todo quisiera expresar mi gran alegría de
estar con vosotros, párrocos de Roma: mis párrocos, estamos en familia. El
cardenal vicario me ha dicho que es un momento de descanso espiritual. Y en
este sentido estoy también agradecido de poder empezar la Cuaresma con un
momento de descanso espiritual, de respiro espiritual, en contacto con
vosotros. Y también ha dicho: estamos juntos para que vosotros podáis
contarme vuestras experiencias, vuestros sufrimientos, también vuestros
éxitos y alegrías. Por tanto yo no diría que aquí habla el oráculo, al que
vosotros preguntáis. Estamos más bien en un intercambio familiar, en el que
para mí es muy importante, a través vuestro, conocer la vida en las
parroquias, vuestras experiencias con la Palabra de Dios en el contexto de
nuestro mundo de hoy. Y quisiera también aprender yo, acercarme a la
realidad de la que en el Palacio Apostólico también se está un poco
distante. Y éste es también el límite de mis respuestas. Vosotros vivís en
el contacto directo, día a día, con el mundo de hoy; yo vivo en contactos
diversificados, que son muy útiles. Por ejemplo, ahora he tenido la visita
"ad limina" de los obispos de Nigeria. Y he podido ver así, a través de las
personas, la vida de la Iglesia en un país importante de África, con 140
millones de habitantes, un gran número de católicos, y tocar las alegrías y
también los sufrimientos de la Iglesia. Pero para mí este es obviamente un
descanso espiritual, porque es una Iglesia como la vemos en los Hechos de
los Apóstoles. Una Iglesia donde está la alegría fresca de haber encontrado
a Cristo, de haber encontrado al Mesías de Dios. Una Iglesia que vive y
crece cada día. La gente está contenta de haber encontrado a Cristo. Tienen
vocaciones, y así pueden dar, a los distintos países del mundo, sacerdotes
fidei donum. Y ver que con sólo hay una Iglesia cansada, como se encuentra a
menudo en Europa, sino una Iglesia joven, llena de alegría del Espíritu
Santo, es ciertamente un refresco espiritual. Pero también es importante
para mí, con todas estas experiencias universales, ver mi diócesis, los
problemas y todas las realidades que viven en esta diócesis.
En este sentido, sustancialmente, estoy de acuerdo con usted: no es
suficiente predicar o hacer pastoral con el precioso bagaje adquirido en los
estudios de teología. Esto es importante, es fundamental, pero debe ser
personalizado: de conocimiento académico, que hemos aprendido y también
reflexionado, en visión personal de mi vida, para llegar a otras personas.
En este sentido quisiera decir que es importante, por una parte, concretar
con nuestra personal experiencia de fe, en el encuentro con nuestros
parroquianos, la gran palabra de la fe, pero también no perder su sencillez.
Naturalmente palabras grandes de la tradición -como sacrificio de expiación,
redención del sacrificio de Cristo, pecado original - son hoy
incomprensibles como tales. No podemos sencillamente trabajar con grandes
fórmulas, verdaderas, pero sin contextualizar en el mundo de hoy. Debemos, a
través del estudio y cuanto nos dicen los maestros de teología y nuestra
experiencia personal con Dios, concretar, traducir estas grandes palabras,
de forma que entren en el anuncio de Dios al hombre de hoy.
Y diría, por otra parte, que no debemos cubrir la sencillez de la Palabra de
Dios en valoraciones demasiado pesadas de acercamientos humanos. Recuerdo a
un amigo que, tras haber escuchado predicaciones con largas reflexiones
antropológicas para llegar juntos al Evangelio, decía: pero no me interesan
estos acercamientos, ¡yo quiero entender qué dice el Evangelio! Y me parece
que a menudo en lugar de largos recorridos de acercamiento, sería mejor -yo
lo he hecho cuando estaba aún en mi vida normal - decir: ¡este Evangelio no
me gusta, somos contrarios a lo que dice el Señor! ¿Pero qué quiere decir?
Si yo digo sinceramente que a primera vista no estoy de acuerdo, ya tenemos
la atención: se ve que yo quisiera, como hombre de hoy, entender qué dice el
Señor. Así po9demos, sin largos rodeos, entrar de lleno en la Palabra. Y
debemos también tener presente, sin falsas simplificaciones, que los doce
apóstoles eran pescadores, artesanos, de esta provincia, Galilea, sin
preparación particular, sin conocimiento del gran mundo griego o latino. Y
sin embargo fueron a todos los lugares del Imperio, incluso fuera de él,
hasta la India, y anunciaron a Cristo con sencillez y con la fuerza de la
sencillez de lo que es verdadero. Y esto me parece importante también: no
perdamos la sencillez de la verdad. Dios existe y no es un ser hipotético,
lejano, sino cercano, ha hablado con nosotros, ha hablado conmigo. Y así
digamos sencillamente qué es y cómo se debe naturalmente explicar y
desarrollar. Pero no perdamos el hecho de que no proponemos reflexiones, no
proponemos una filosofía, sino el sencillo anuncio del Dios que ha actuado.
Y que ha actuado también conmigo.
Y después para la contextualización cultural, romana -que es absolutamente
necesaria- diría que la primera ayuda es nuestra experiencia personal. No
vivimos en la luna. Soy un hombre de este tiempo si vivo sinceramente mi fe
en la cultura de hoy, siendo uno que vive con los medios de comunicación de
hoy, con los diálogos, con las realidades de la economía, con todo, si yo
mismo tomo en serio mi propia experiencia e intento personalizar en mí estas
realidades. Así estaremos en el camino de hacernos entender también por los
demás. San Bernardo de Claraval dijo en su libro de reflexiones a su
discípulo el Papa Eugenio: intenta beber de tu propia fuente, es decir, de
tu propia humanidad. Si eres sincero contigo mismo y empiezas a ver en ti
qué es la fe, con tu experiencia humana en este tiempo, bebiendo de tu
propio pozo, como dice san Bernardo, también puedes decir a los demás lo que
hay que decir. Y en este sentido me parece importante estar realmente
atentos al mundo de hoy, pero también estar atentos al Señor en mí mismo:
ser un hombre de este tiempo y al mismo tiempo un creyente de Cristo, que en
sí transforma el mensaje eterno en mensaje actual.
¿Y quién conoce mejor a los hombres de hoy que el párroco? La sacristía no
está en el mundo, sino en la parroquia. Y allí, al párroco, vienen los
hombres a menudo normalmente, sin máscara, sin otros pretextos, sino en
situación de sufrimiento, de enfermedad, de muerte, de cuestiones
familiares. Vienen al confesionario sin máscara, con su propio ser. Ninguna
otra profesión, me parece, da esta posibilidad de conocer al hombre como es
en su humanidad, y no en el papel que tienen en la sociedad. En este
sentido, podemos estudiar realmente al hombre en su profundidad, lejos de
los roles, y aprender también nosotros mismos al ser humano, ser hombre en
la escuela de Cristo. En este sentido diría que es absolutamente importante
conocer al hombre, al hombre de hoy, en nosotros y con los demás, pero
siempre en la escucha atenta al Señor y aceptando en mí la semilla de la
Palabra, porque en mi se transforma en trigo y llega a ser comunicable a los
demás.
2) Soy Don
Fabio Rosini, párroco de Santa Francesca Romana all'Ardeatino.
Frente a la actual
proceso de secularización y de sus evidentes consecuencias sociales y
existenciales, qué oportunamente, en muchas ocasiones, hemos recibido de Su
magisterio, en admirable continuidad con su venerado predecesor, la
exhortación a la urgencia del primer anuncio, al celo pastoral por la
evangelización o reevangelización, a la asunción de una mentalidad
misionera. Hemos comprendido qué importante es la conversión de la acción
pastoral ordinaria, ya no presuponiendo la fe de la masa y contentándonos
con cuidar a esa porción de creyentes que persevera, gracias a Dios, en la
vida cristiana, sino interesándonos más decidida y orgánicamente de las
muchas ovejas perdidas, o al menos desorientadas. En muchos y con diversos
puntos de vista, nosotros presbíteros romanos hemos intentado responder a
esta urgencia objetiva de refundar o incluso de fundar la fe. Se están
multiplicando las experiencias de primer anuncio y no faltan experiencias
muy animadoras. Personalmente puedo constatar como el Evangelio, anunciado
con alegría y franqueza, no tarda en ganarse el corazón de los hombres y
mujeres de esta ciudad, precisamente porque es la verdad y corresponde a lo
que más íntimamente necesita la persona humana. La belleza del evangelio y
de la fe, de hecho, si se presentan con amable autenticidad, son evidentes
por sí mismos. Pero el resultado numérico, quizás sorprendente alto, no
garantiza por sí mismo la bondad de una iniciativa. En la historia de la
Iglesia, también la reciente, no faltan ejemplos. Un éxito pastoral,
paradójicamente, puede esconder un error, un defecto en su planteamiento,
que quizás no se vea inmediatamente. Por eso quiero preguntarle: ¿cuáles
deben ser los criterios imprescindibles de esta urgente acción de
evangelización? ¿Cuáles son, según usted, los elementos que garantizan que
no se corre en vano en la fatiga pastoral del
anuncio a esta generación
contemporánea a nosotros? Le pido humildemente que nos señale, en su
prudente discernimiento, los parámetros que hay que respetar y valorar para
poder llevar a cabo una obra evangelizadora que sea genuinamente católica y
que traiga frutos a la Iglesia. Agradezco de corazón su iluminado
magisterio. Bendíganos.
--Benedicto XVI: Estoy
contento de oír que se hace realmente este primer anuncio, que se va más
allá de los límites de la comunidad fiel, de la parroquia, en búsqueda de
las llamadas ovejas perdidas; que se intenta ir hacia el hombre de hoy que
vive sin Cristo, que ha olvidado a Cristo, para anunciarle el Evangelio. Y
estoy contento de oír que no sólo se hace esto, sino que de ahí se consiguen
incluso éxitos numéricamente confortantes. Veo por tanto que vosotros sois
capaces de hablar a aquellas personas en las que se debe refundar, o incluso
fundar, la fe.
Para este trabajo concreto yo no puedo dar recetas, porque hay distintos
caminos que seguir, según las personas, sus profesiones, las distintas
situaciones, El catecismo indica la esencia de lo que hay que anunciar. Pero
es quien conoce las situaciones el que debe aplicar las indicaciones,
encontrar un método para abrir los corazones e invitar a ponerse en camino
con el Señor y con la Iglesia.
Usted habla de los criterios de discernimiento para no correr en vano.
Quisiera ante todo decir que las dos partes son importantes. La comunidad de
los fieles es una cosa preciosa que no debemos subestimar -incluso mirando a
los muchos que están lejos - la realidad hermosa y positiva que constituyen
estos fieles, que dicen sí al Señor en la Iglesia, intentando vivir la fe,
intentando ir tras las huellas del Señor. Debemos ayudar a estos fieles,
como hemos dicho hace un momento respondiendo a la primera pregunta, a ver
la presencia de la fe, a entender que no es algo del pasado, sino que hoy
muestra el camino, enseña a vivir como hombre. Es muy importante que éstos
encuentren en su párroco realmente el pastor que les ama y les ayuda a
escuchar hoy la Palabra de Dios, a entender que es una Palabra para ellos y
no sólo a las personas del pasado o del futuro; que las ayuda, aun más, en
la vida sacramental, en la experiencia de la oración, en la escucha de la
Palabra de Dios y en el camino de la justicia y de la caridad, porque los
cristianos deberían ser fermento de nuestra sociedad con tantos problemas y
con tantos peligros y tanta corrupción como existe.
De esta forma creo que estos pueden interpretar también un papel misionero
"sin palabras", ya que se trata de personas que viven realmente una vida
justa. Y así ofrecen un testimonio de cómo es posible vivir bien en los
caminos indicados por el Señor. Nuestra sociedad necesita precisamente estas
comunidades capaces de vivir hoy la justicia no solo para sí mismos sino
para los demás. Personas que sepan vivir, como hemos oído en la primera
lectura, la vida. Esta lectura al principio dice: "Elige la vida": es fácil
decir sí. Pero luego prosigue: "Tu vida es Dios". Por tanto elegir la vida
es elegir la opción por la vida, porque es la opción por Dios. Si hay
personas o comunidades que hacen esta elección completa de la vida y hacen
visible el hecho de que la vida que han escogido es realmente vida, dan un
testimonio de grandísimo valor.
Y llego a una segunda reflexión. Para el anuncio necesitamos dos elementos:
la Palabra y el testimonio. Es necesaria, como sabemos por el Señor mismo,
la Palabra que dice lo que él nos ha dicho, que hace aparecer la verdad de
Dios, la presencia de Dios en Cristo, el camino que se nos abre delante. Se
trata, por tanto, de un anuncio en el presente, como usted ha dicho, que
traduce las palabras del pasado en el mundo de nuestra experiencia. Es algo
absolutamente indispensable, fundamental, dar, con el testimonio,
credibilidad a esta Palabra, para que no aparezca sólo como una bonita
filosofía, o como una bonita utopía, sino más bien una realidad. Una
realidad con la que se puede vivir, pero no solo: una realidad que hace
vivir. En este sentido me parece que el testimonio de la comunidad creyente,
como fondo a la Palabra, del anuncio, es de grandísima importancia. Con la
Palabra debemos abrir lugares de experiencia de la fe a aquellos que buscan
a Dios. Así lo hizo la Iglesia antigua con el catecumenado, que no era
simplemente una catequesis, algo doctrinal, sino un lugar de experiencia
progresiva de la vida de la fe, en la cual se abre también la Palabra, que
se convierte en comprensible sólo si es interpretada por la vida, realizada
por la vida.
Por tanto, me parece importante, junto con la Palabra, la presencia de un
lugar de hospitalidad de la fe, un lugar en el que se hace una progresiva
experiencia de la fe. Y aquí veo también una de las tareas de la parroquia:
hospitalidad hacia aquellos que no conocen esta vida típica de la comunidad
parroquial. No debemos ser un círculo cerrado en nosotros mismos. Tenemos
nuestras costumbres, pero con todo debemos abrirnos e intentar crear
vestíbulos, es decir, espacios de cercanía. Uno que viene de lejos no puede
inmediatamente entrar en la vida formada de una parroquia, que ya tiene sus
costumbres. Para éste de momento todo es muy sorprendente, lejano a su vida.
Por tanto debemos intentar crear, con ayuda de la Palabra, lo que la Iglesia
antigua creó con los catecumenados: espacios en los que empezar a vivir la
Palabra, a seguir la Palabra, a hacerla comprensible y realista,
correspondiente a formas de experiencia real. En este sentido me parece muy
importante lo que usted ha señalado, es decir, la necesidad de unir la
Palabra con el testimonio de una vida justa, del ser para los demás, de
abrirse a los pobres, a los necesitados, pero también a los ricos, que
necesitan abrirse en su corazón, de sentir que se les llama al corazón. Se
trata por tanto de espacios diversos, según la situación.
Me parece que en teoría se puede decir poco, pero la experiencia concreta
mostrará los caminos a seguir. Y naturalmente -criterio siempre importante
que seguir - es necesario estar siempre en la gran comunión de la Iglesia,
aunque quizás en un espacio aún algo lejano: es decir en comunión con el
obispo, con el Papa, en comunión así con el gran pasado y con el gran futuro
de la Iglesia. Estar en la Iglesia católica de hecho no implica sólo estar
en un gran camino que nos precede, sino significa estar en perspectiva de
una gran apertura al futuro. Un futuro que se abre solo de esta forma. Se
podría quizás proseguir hablando de los contenidos, pero podemos encontrar
otra ocasión para esto.
3) Padre Santo,
soy don Giuseppe Forlai, vicario parroquial en la parroquia de San Giovanni
Crisostomo, en el sector norte de nuestra diócesis.
La emergencia educativa, de la cual ha hablado
autorizadamente Vuestra Santidad, es también, como todos sabemos, emergencia
de educadores, particularmente creo que bajo dos aspectos. Ante todo, es
necesario tener una vista mayor sobre la continuidad de la presencia del
educador-sacerdote. Un joven no establece un pacto de crecimiento con quien
se va después de dos o tres años, también porque está emocionalmente
empeñado en gestionar relaciones con padres que dejan su hogar, nuevas
relaciones del papá o la mamá, profesores precarios que cambian cada año.
Para educar es necesario estar. La primera necesidad que siento es, por
tanto, la de una cierta estabilidad de lugar del educador-sacerdote. Segundo
aspecto: creo que la partida fundamental de la pastoral juvenil se juega en
frente de la cultura. Cultura entendida como competencia emotivo-emocional y
como posesión de las palabras que contienen los conceptos. Un joven sin esta
cultura puede ser el pobre del mañana, una persona que corre el riesgo de
fracasar en lo afectivo y de naufragar en el mundo del trabajo. Un joven de
esta cultura corre el riesgo de ser un no creyente, o peor aún, un
practicante sin fe, porque la incompetencia en las relaciones deforma la
relación con Dios y la ignorancia de las palabras bloquea la comprensión de
la excelencia de la palabra del Evangelio. No basta que los jóvenes llenen
físicamente el espacio de nuestras parroquias para pasar un poco de tiempo
libre. Quisiera que la parroquia fuese un lugar donde se aprendiera a
desarrollar competencias relacionales y donde se reciba escucha y apoyo
escolar. Un lugar que no sea el refugio constante de quien no tiene ganas de
estudiar o esforzarse, sino una comunidad de personas que elaboren las
preguntas correctas que abren al sentido religioso y donde se haga la gran
obra de caridad de ayudar a pensar. Y aquí se debería también abrir una
seria reflexión sobre la colaboración entre parroquias y profesores de
religión. Santidad, díganos una palabra autorizada más sobre estos dos
aspectos de la emergencia educativa: la necesaria estabilidad
de los agentes y la urgencia de
tener educadores-sacerdotes culturalmente capaces. Gracias.
--Benedicto XVI: Entonces,
comencemos por el segundo punto. Digamos que es más amplio y, en cierto
sentido, más fácil. Ciertamente si en sus actividades una parroquia sólo
organizara juegos, en los que se toman bebidas, sería algo absolutamente
superfluo. El sentido de una parroquia debe ser realmente una formación
cultural, humana y cristiana de una personalidad, que debe convertirse en
una personalidad madura. Sobre esto estamos absolutamente de acuerdo y, me
parece, hoy existe una pobreza cultural en la que se saben muchas cosas,
pero sin un corazón, sin una unidad interior porque falta una visión común
del mundo. Y por ello, una solución cultural inspirada en la fe de la
Iglesia, en el conocimiento que Dios nos ha dado, es absolutamente
necesaria. Diría que precisamente ésta es la función de las actividades de
una parroquia: que uno encuentre no sólo posibilidades para el tiempo libre,
pero sobre todo encuentre una formación humana integral que hace completa la
personalidad.
Y por tanto, naturalmente, el sacerdote como educador debe ser él mismo bien
formado y estar colocado en la cultura de hoy, rico de cultura, para ayudar
también a los jóvenes a entrar en una cultura inspirada por la fe. Añadiría,
naturalmente, que al final el punto de orientación de toda cultura es Dios,
el Dios presente en Cristo. Vemos cómo hoy hay personas con muchos
conocimientos, pero sin orientación interior. Así la ciencia puede ser
también peligrosa para el hombre, porque sin orientaciones éticas más
profundas, deja al hombre a su arbitrio, y por tanto, sin la orientación
necesaria para llegar a ser realmente un hombre. En este sentido, el corazón
de toda formación cultural, tan necesaria, debe ser sin duda la fe: conocer
el rostro de Dios que se ha mostrado en Cristo y tener así el punto de
orientación para todo el resto de la cultura, que en caso contrario queda
desorientada y se convierte en desorientadora. Una cultura sin conocimiento
personal de Dios, y sin conocimiento del rostro de Dios en Cristo, es una
cultura que podría ser incluso destructiva, porque no conoce las
orientaciones éticas necesarias. En este sentido, creo, nosotros tenemos
realmente una misión de formación cultural y humana profunda, que se abre a
todas las riquezas de la cultura de nuestro tiempo, pero que dé el criterio,
el discernimiento para probar lo que es cultura verdadera y lo que podría
convertirse en anti-cultural.
Mucho más difícil para mí es la primera pregunta --la pregunta es también a
su eminencia (el cardenal vicario, n.d.t.)-- es decir, la permanencia del
joven sacerdote para dar orientación a los jóvenes. Sin duda una relación
personal con el educador es importante y debe tener también la posibilidad
de un cierto periodo para orientarse juntos. Y, en este sentido, puedo estar
de acuerdo en que el sacerdote, punto de orientación para los jóvenes, no
puede cambiar cada día, porque así pierde precisamente esta orientación. Por
otra parte, el joven sacerdote debe hacer también experiencias diversas en
contextos culturales distintos, precisamente para obtener, al final, el
bagaje cultural necesario para ser, como párroco, punto de referencia
durante largo tiempo en la parroquia. Y diría que en la vida del joven, las
dimensiones del tiempo son distintas que en la vida del adulto. En tres años
desde los dieciséis a los diecinueve son al menos tan largos e importantes
como los años entre los cuarenta y los cincuenta. Precisamente aquí se forma
la personalidad: es un camino interior de gran importancia, de gran
extensión existencial. En este sentido, diría que tres años para un
vicepárroco es un tiempo bueno para formar a una generación de jóvenes; y
así, por otra parte, puede conocer también otros contextos, aprender en
otras parroquias otras situaciones, enriquecer su bagaje humano. Este tiempo
no es tan breve para dar una cierta continuidad, un camino educativo de la
experiencia común, para aprender a ser hombre. Por otro lado, como he dicho,
en la juventud tres años son un tiempo decisivo y larguísimo, porque se
forma realmente la futura personalidad. Me parece por tanto que se podrían
conciliar ambas necesidades: por una parte, que el sacerdote joven tenga
posibilidad de experiencias diversas para enriquecer su bagaje de
experiencia humana; por otra, la necesidad de estar un tiempo determinado
con los jóvenes para introducirles realmente en la vida, para enseñarles a
ser personas humanas. En este sentido, pienso que se pueden conciliar ambos
aspectos: experiencias distintas para un sacerdote joven, continuidad del
acompañamiento de los jóvenes para guiarles en la vida. Pero no sé si el
cardenal vicario nos puede decir algo en este sentido.
Cardenal vicario:
Padre Santo, naturalmente comparto estas dos exigencias, la combinación
entre las dos exigencias. A mi me parece, por lo poco que he podido conocer,
que en Roma de alguna forma se conserva una cierta estabilidad de los
sacerdotes jóvenes en las parroquias, durante al menos unos años, salvo
excepciones. Puede haber siempre excepciones. Pero el verdadero problema
nace quizás de graves exigencias o de situaciones concretas, sobre todo en
las relaciones entre párroco y vicario parroquial (y aquí toco un nervio
sensible), y también en la falta de sacerdotes jóvenes. Como pude decirle
cuando me recibió en audiencia, uno de los graves problemas de nuestra
diócesis es precisamente el número de vocaciones al sacerdocio.
Personalmente estoy convencido de que el Señor llama, que sigue llamando.
Quizás deberíamos hacer más. Roma puede dar vocaciones, las dará, estoy
convencido. Pero en todo este complejo asunto quizás interfieren muchos
aspectos. Seguramente creo que ya existe una cierta estabilidad y también
yo, en lo que pueda, me mantendré en las líneas que nos ha indicado el Santo
Padre.
4) Santidad, soy
el padre Giampiero Ialongo, uno de los muchos párrocos que ejerce su
ministerio en las afueras de Roma, en concreto en Torre Angela, junto a
Torbellamonaca, Borghesiana, Borgata Finocchio, Colle Prenestino. Suburbios
éstos, como muchos otros, con frecuencia olvidados y descuidados por las
instituciones públicas.
Estoy contento
porque para la tarde de hoy nos ha convocado el presidente del Municipio:
veremos qué sale de este encuentro con el Ayuntamiento. Quizá más que en
otras zonas de nuestra ciudad, en nuestros suburbios se experimenta de una
manera verdaderamente intensa el malestar que la crisis económica
internacional comienza a hacer sentir en las condiciones concretas de vida
de muchas familias. Como Cáritas parroquial, pero sobre todo como Cáritas
diocesana, promovemos muchas iniciativas que están orientadas, ante todo, a
la escucha, así como a una ayuda material concreta para quienes nos la
piden, sin distinción de raza, cultura, religión. A pesar de ello, nos damos
cuenta cada vez más de que nos encontramos ante una auténtica emergencia. Me
parece que muchas, demasiadas personas, no sólo jubilados sino también quien
tiene un trabajo, un contrato a tiempo indeterminado, experimentan graves
dificultades para que sus familias puedan acabar el mes. Los paquetes de
alimentos, ropa, en ocasiones ayudas concretas económicas para pagar las
facturas de la luz o el agua, o el alquiler, como las que ofrecemos, pueden
ser una ayuda, pero ciertamente no son la solución. Estoy convencido de que,
como Iglesia, deberíamos preguntarnos más qué podemos hacer, pero sobre todo
deberíamos preguntarnos más cuáles son los motivos que han llevado a esta
situación generalizada de crisis. Deberíamos tener la valentía para
denunciar un sistema económico y financiero injusto en sus raíces. Y no creo
que ante esta injusticias, introducidas en este sistema, sea suficiente un
poco de optimismo. Hace falta que alguien pronuncie una palabra autorizada,
una palabra libre, que ayude a los cristianos, como ya ha dicho en cierto
sentido, Santo Padre, a administrar
con sabiduría evangélica y con responsabilidad los bienes que
Dios ha dado, y que ha dado para todos, no sólo para unos pocos. Me gustaría
escuchar una vez más en este contexto esta palabra, como ya ha hecho en
otras ocasiones, pues ya en otras ocasiones hemos escuchado su palabra sobre
esto. Gracias, Santidad.
--Benedicto XVI: Ante
todo, quisiera agradecer al cardenal vicario su palabra de confianza: Roma
puede dar más candidatos para la mies del Señor. Sobre todo tenemos que
rezar al Señor de la mies, pero también poner nuestra parte para animar a
los jóvenes a decirle que sí al Señor. Y, claro está, los sacerdotes jóvenes
están llamados a dar el ejemplo a la juventud de hoy de que es bueno
trabajar para el Señor. En este sentido, estamos llenos de esperanza.
Pidamos al Señor y hagamos lo que nos corresponde.
Respondo ahora a esta pregunta, que toca el punto sensible de los problemas
de nuestro tiempo. Yo haría una distinción entre dos niveles. El primero es
el nivel de la macroeconomía, que después se hace realidad y alcanza hasta
al último ciudadano, que padece las consecuencias de una construcción
equivocada. Como es natural, denunciar esto es un deber de la Iglesia. Como
sabéis, desde hace mucho tiempo estamos preparando una encíclica sobre estos
argumentos. Y en este largo camino veo cómo es difícil hablar con
competencia, pues si no se afronta con competencia la realidad económica no
se puede ser creíble. Y, por otra parte, hay que hablar con una gran
conciencia ética, creada y suscitada por por una conciencia forjada por el
Evangelio. Por tanto, hay que denunciar esos errores fundamentales, los
errores de fondo, que se han manifestado ahora con la quiebra de los grandes
bancos estadounidenses. Al final, se trata de la avaricia humana como pecado
o, como dice la Carta a los Colosenses, de la avaricia como idolatría.
Nosotros debemos denunciar esa idolatría que se opone al Dios verdadero y
que falsifica la imagen de Dios a través de otro dios, "mamón". Debemos
hacerlo con valentía, pero también siendo concretos. Porque los grandes
moralismos no son de ayuda si no se basan en el conocimiento de la realidad,
que ayuda también a entender qué se puede hacer en concreto para cambiar
paulatinamente la situación. Y, claro está, para poder hacerlo son
necesarios el conocimiento de esa verdad y la buena voluntad de todos.
Nos encontramos ante el punto central: ¿existe realmente el pecado original?
Si no existiese, podríamos apelar a la razón lúcida, con argumentos
accesibles a todos e irrefutables, y a la buena voluntad que se da en todos.
Sólo con eso ya podríamos proceder adecuadamente y reformar a la humanidad.
Pero no es así: la razón --también la nuestra también-- está ofuscada; lo
vemos todos los días. Porque el egoísmo, la raíz de la avaricia, consiste en
quererme a mí mismo por encima de todo y en querer al mundo en función de mí
mismo. Se da en todos nosotros. Se trata de la ofuscación de la razón, que
puede ser muy docta, con argumentos científicos sumamente hermosos y que,
sin embargo, puede estar ofuscada por falsas premisas. Así avanza con gran
inteligencia y con grandes avances por el camino equivocado. Como dicen los
Padres [de la Iglesia ndt.], la voluntad también está "torcida": no trata
simplemente de hacer el bien, sino que se busca sobre todo a sí mismo o
busca el bien del propio grupo. Por este motivo, no es fácil encontrar
realmente el camino de la razón, de la razón verdadera, se desarrolla con
dificultad con el diálogo. Sin la luz de la fe, que penetra las tinieblas
del pecado original, la razón no puede seguir adelante. Pero precisamente la
fe se topa después con la resistencia de nuestra voluntad. No quiere ver el
camino, que constituiría un camino de renuncia a sí mismo y de corrección de
la voluntad propia a favor del otro, no de uno mismo.
Por eso yo diría que se necesita la denuncia razonable y razonada de los
errores, no con grandes moralismos, sino con razones concretas que resultan
comprensibles en el mundo económico de hoy. La denuncia es importante, es un
mandato para la Iglesia desde siempre. Sabemos que en la nueva situación que
se creó con el mundo industrial, la doctrina social de la Iglesia, empezando
por León XIII, trata de realizar estas denuncias --y no sólo las denuncias,
que no son suficientes--, sino también mostrar los difíciles senderos en los
que, paso a paso, se exige el asentimiento de la razón y el asentimiento de
la voluntad, junto a la corrección de mi conciencia, para renunciar a la
propia voluntad, en cierto sentido, a mí mismo para poder colaborar en el
objetivo verdadero de la vida humana, de la humanidad.
Dicho esto, la Iglesia tiene siempre el deber de permanecer vigilante, de
buscar ella misma con sus mejores fuerzas las razones del mundo económico,
de entrar en ese razonamiento y de iluminar este razonamiento con la fe que
nos libera del egoísmo del pecado original. Es tarea de la Iglesia entrar en
este discernimiento, en este razonamiento; hacerse oír, incluso a los
diferentes niveles nacionales e internacionales, para ayudar y corregir. Y
no es tarea fácil, ya que muchos intereses personales y de grupos nacionales
se oponen a una corrección radical. Quizá es pesimismo, pero a mí me parece
realismo: mientras se dé el pecado original, nunca alcanzaremos una
corrección radical y total. Sin embargo, debemos hacer todo lo posible para
lograr correcciones que al menos sean provisionales, suficientes para
permitir que viva la humanidad y para obstaculizar el dominio del egoísmo,
que se presenta bajo pretextos de ciencia y de economía nacional e
internacional.
Éste es el primer nivel. El otro consiste en ser realistas. Darse cuenta de
que esos grandes objetivos de la macrociencia no se realizan en la
microciencia --la macroeconomía en la microeconomía-- sin la conversión de
los corazones. Si no hay justos, tampoco hay justicia. Tenemos que
aceptarlo. Por este motivo, la educación en la justicia es un objetivo
prioritario, incluso podríamos decir que es la prioridad. Porque san Pablo
dice que la justificación es el efecto de la obra de Cristo, no es un
concepto abstracto relacionado con pecados que hoy no nos interesan, sino
que se refiere precisamente a la justicia integral. Sólo Dios puede
dárnosla, pero nos la da con nuestra cooperación a diferentes niveles, a
todos los niveles posibles.
La justicia no puede crearse en el mundo sólo con buenos modelos económicos,
aunque éstos sean necesarios. La justicia sólo se realiza si hay justos. Y
no hay justos sin la labor humilde, diaria, de convertir los corazones. Y de
crear justicia en los corazones. Sólo así se expande también la justicia
correctiva. Por eso la labor del párroco es tan fundamental no sólo para la
parroquia, sino para la humanidad. Porque si no hay justos, como he dicho,
la justicia se queda en algo abstracto. Y las buenas estructuras no se
realizan si cuentan con la oposición del egoísmo, incluso el de personas
competentes.
Nuestra obra humilde, diaria, es fundamental para alcanzar los grandes
objetivos de la humanidad. Y tenemos que trabajar juntos a todos los
niveles. La Iglesia universal debe denunciar, pero también anunciar lo que
se puede hacer y cómo se puede hacer. Las conferencias episcopales y los
obispos deben actuar. Pero todos debemos educar en la justicia. Creo que aún
hoy resulta auténtico y realista el diálogo de Abraham con Dios (Génesis 18,
22-33), cuando el primero dice: ¿Destruirás realmente a la ciudad? Tal vez
haya cincuenta justos, tal vez diez. Y diez justos resultan suficientes para
que la ciudad sobreviva. Por eso debemos hacer lo necesario para educar y
garantizar por lo menos a diez justos, pero si es posible a muchos más. Con
nuestro anuncio permitimos que haya muchos justos, que se haga realmente
presente la justicia en el mundo.
Por tanto, los dos niveles son inseparables. Si, por una parte, no
anunciamos la macrojusticia, la microjusticia no crece. Pero, por otra, si
no hacemos la muy humilde labor de la microjusticia, tampoco crecerá la
macrojusticia. Y siempre, como dije en mi primera encíclica, con todos los
sistemas que pueden crecer en el mundo, además de la justicia que buscamos
sigue siendo necesaria la caridad. Abrir los corazones a la justicia y a la
caridad es educar en la fe, es guiar hacia Dios.
5) Santo Padre,
soy el padre Marco Valentini, vicario en la parroquia de san Ambrosio.
Cuando estaba formándome no me daba cuenta, como ahora, de la importancia
de la liturgia. Ciertamente no faltaban las celebraciones, pero no entendía
mucho que es "el culmen hacia el cual tiende la acción de la Iglesia y la
fuente de la que mana toda su energía" (Sacrosanctum Concilium, 10). La
consideraba, más bien, un hecho técnico para el éxito de una celebración, o
una práctica pía y no en cambio un contacto con el misterio que salva, un
dejarse conformar a Cristo para ser luz del mundo, una fuente de teología,
un medio para realizar la tan deseada integración entre lo que se estudia y
la vida espiritual. Por otro lado creía que la liturgia no era estrictamente
necesaria para ser cristianos o salvarse, y que bastaba con poner en
práctica las Bienaventuranzas. Ahora me pregunto qué sería la caridad sin la
liturgia, y si sin ella nuestra fe no se reduciría a una moral, una idea,
una doctrina, un hecho del pasado, y nosotros los sacerdotes no pareceríamos
más profesores o consejeros que mistagogos que introducen a las personas en
el misterio. La misma Palabra de Dios es un anuncio que se realiza en la
liturgia y que tiene una relación sorprendente con ella: Sacrosanctum
Concilium 6; Praenotanda del Leccionario 4 y 10. Y pensemos también en el
pasaje de Emaús o del funcionario etíope (Hechos, 8). Por ello, esta es la
pregunta. Sin quitar nada a la formación humana, filosófica, psicológica, en
las universidades y en los seminarios, quisiera comprender si nuestra
especificidad no requeriría una mayor formación litúrgica, o si la praxis y
la estructura de los estudios actualmente ya satisfacen suficientemente la
Constitución Sacrosanctum Concilium 16, cuando dice que la liturgia debe
considerarse entre las asignaturas necesarias y más importantes,
principales, y debería enseñarse bajo el aspecto teológico, histórico,
espiritual, pastoral y jurídico, y que los profesores de otras asignaturas
procuren que la conexión con la liturgia resulte clara. He hecho esta
pregunta porque, tomando nota del decreto. Optatam totius, me parece que las
múltiples acciones de la Iglesia en el mundo y nuestra propia eficacia
pastoral dependen mucho de la autoconsciencia que tenemos de nuestro
inagotable misterio de
nuestro ser bautizados, confirmados y sacerdotes.
--Benedicto XVI: Por
tanto, si he entendido bien, la pregunta es: cuál es, en el conjunto de
nuestro trabajo pastoral, múltiple y con tantas dimensiones, el espacio y
lugar de la educación litúrgica y de la realidad de la celebración del
misterio. En este sentido, me parece, es también una pregunta sobre la
unidad de nuestro anuncio y de nuestro trabajo pastoral, que tiene tantas
dimensiones. Debemos buscar cuál es el punto unificador, para que muchas de
estas preocupaciones que tenemos sean todas juntas un trabajo de pastor. Si
he entendido bien, usted es del parecer de que el punto unificador, que crea
la síntesis de todas las dimensiones de nuestro trabajo y de nuestra fe,
podría ser precisamente la celebración de los misterios. Y por tanto, la
mistagogía que nos enseña a celebrar.
Para mí es importante realmente que los sacramentos, la celebración
eucarística de los sacramentos, no sea algo extraño a las labores más
contemporáneas como la educación moral, económica, todas las cosas que ya
hemos dicho. Puede suceder fácilmente que el sacramento quede un poco
aislado en un contexto más pragmático y se convierta en una realidad no del
todo integrada en la totalidad de nuestro ser humano. Gracias por la
pregunta, porque realmente nosotros debemos enseñar a ser hombres. Debemos
enseñar este gran arte: cómo ser un hombre. Esto exige, como hemos visto,
muchas cosas: desde la gran denuncia del pecado original en las raíces de
nuestra economía y de tantos aspectos de nuestra vida, hasta ser guías
concretos hacia la justicia, hasta el anuncio a los no creyentes. Pero los
misterios no son algo exótico en el cosmos de las realidades más prácticas.
El misterio es el corazón del que viene nuestra fuerza y al que volvemos
para encontrar este centro. Y por ello pienso que la catequesis mistagógica
es realmente importante. Mistagógica quiere decir también realista, referida
a nuestra vida de hombres de hoy. Si es verdad que el hombre en sí no tiene
su medida --qué es justo y qué no lo es-- sino que encuentra su medida fuera
de él, en Dios, es importante que este Dios no sea lejano sino reconocible,
concreto, entre en nuestra vida y sea realmente un amigo con el que podemos
hablar y que habla con nosotros. Debemos aprender a celebrar la Eucaristía,
aprender a conocer a Jesucristo, el Dios con rostro humano, de cerca, entrar
realmente en contacto con Él, aprender a escucharle y aprender a dejarle
entrar en nosotros. Porque la comunión sacramental es precisamente esta
interpenetración entre dos personas. No tomo un trozo de pan, o de carne,
sino que tomo o abro mi corazón para que el Resucitado entre en el contexto
de mi ser, para que esté dentro de mí y no sólo fuera de mí, y así hable
conmigo y transforme mi ser, me dé el sentido de la justicia, el dinamismo
de la justicia, el celo por el Evangelio.
Esta celebración, en la que Dios se hace no sólo cercano a nosotros, sino
que entra en el tejido de nuestra existencia, es fundamental para poder
vivir realmente con Dios y para Dios y llevar la luz de Dios en este mundo.
No entremos ahora en demasiados detalles. Pero siempre es importante que la
catequesis sacramental sea una catequesis existencial. Naturalmente, aun
aceptando y aprendiendo cada vez más el aspecto mistérico --allí donde
acaban las palabras y los razonamientos--, ésta es totalmente realista,
porque me lleva a Dios, y hace que Dios venga a mí. Me lleva al otro porque
el otro recibe al mismo Cristo, como yo. Por tanto si en él y en mí está el
mismo Cristo, también nosotros dejamos de ser individuos separados. Aquí
nace la doctrina del Cuerpo de Cristo, porque hemos sido todos incorporados,
si recibimos bien la Eucaristía en el mismo Cristo. Por tanto el prójimo es
realmente próximo: ya no somos dos "yo" separados, sino que estamos unidos
en el mismo "yo" de Cristo. En otras palabras, la catequesis eucarística y
sacramental debe realmente llegar a lo profundo de nuestra existencia, ser
precisamente educación para abrirme a la voz de Dios, a dejarme abrir para
que rompa este pecado original del egoísmo y sea apertura de mi existencia
en profundidad, de manera que yo pueda llegar a ser un verdadero justo. En
este sentido, me parece que todos debemos aprender mejor la liturgia, no
como algo exótico sino como el corazón de nuestro ser cristianos, que no se
abre fácilmente a un hombre distante, sino que es precisamente, por otra
parte, la apertura hacia el otro, hacia el mundo. Debemos colaborar todos
para celebrar cada vez más profundamente la Eucaristía: no sólo como rito
sino como proceso existencial que me toca en mi intimidad, más que cualquier
otra cosa, y me cambia, me transforma. Y transformándome a mí, da comienzo a
la transformación del mundo que el Señor desea y de la que quiere hacerme
instrumento.
6) Beatísimo Padre,
soy el padre Lucio Maria Zappatore, carmelita, párroco de la parroquia de
Santa María Regina Mundi, en Torrespaccata.
Para justificar mi intervención, me remito a lo que usted dijo el domingo
pasado, durante el rezo del Ángelus, a propósito del ministerio petrino.
Usted habló del ministerio singular y específico del obispo de Roma, que
preside en la comunión universal de la caridad. Yo le pido que continúe esta
reflexión extendiéndola a la Iglesia universal: ¿qué carisma
singular tiene la Iglesia de Roma y
cuáles son las características que la hacen, por un misterioso don de la
Providencia, única en el mundo? Tener como obispo al Papa de la Iglesia
universal, ¿que comporta en su misión, hoy en particular? No queremos saber
cuáles son nuestros privilegios: una vez se decía "Parochus in urbe,
episcopus in orbe"; sino que queremos saber cómo vivir este carisma, este
don de vivir como sacerdotes en Roma, y qué espera usted de nosotros, los
párrocos romanos.
Dentro de pocos días usted irá al Capitolio para encontrarse con las
autoridades civiles de Roma, y hablará de los problemas materiales de
nuestra ciudad. Hoy le pedimos que hable con nosotros de los problemas
espirituales de Roma y de su iglesia. Y a propósito de su visita al
Capitolio, me he permitido dedicarle un soneto en dialecto romano,
pidiéndole que se complazca en escucharlo.
Er Papa che salisce al Campidojo / è un fatto che te lassa senza fiato /
perchè 'sta vortas sòrte for dar sojo, / pe creanza che tiè 'n bon vicinato.
/ Er sindaco e la giunta con orgojo / jànno fatto 'n invito , er più
accorato, / perchè Roma, se sà, vojo o nun vojo /nun po' fa' proprio a meno
der papato. / Roma, tu ciài avuto drento ar petto / la forza pè portà la
civirtà. / Quanno Pietro t'ha messo lo zicchetto / eterna Dio t'ha fatto
addiventà. / Accoji allora er Papa Benedetto / che sale a beneditte e a
ringrazià!
--Benedicto XVI: Gracias.
Hemos oído hablar al corazón romano, que es un corazón de poesía. Es muy
bonito escuchar un poco el dialecto romano y sentir que la poesía está
profundamente enraizada en el corazón romano. Éste es quizás un privilegio
natural que el Señor ha dado a los romanos. Es un carisma natural que
precede a los eclesiales.
Su pregunta, si he entendido bien, se compone de dos partes. Ante todo, qué
responsabilidad concreta tiene el obispo de Roma hoy. Y después usted
extiende justamente el privilegio petrino a toda la Iglesia de Roma --así se
consideraba también en la Iglesia antigua-- y pregunta cuáles son las
obligaciones de la Iglesia de Roma para responder a esta vocación suya.
No es necesario desarrollar aquí la doctrina del primado, la conocéis todos
muy bien. Es importante detenernos en el hecho de que realmente el Sucesor
de Pedro, el ministerio de Pedro, garantiza la universalidad de la Iglesia,
trasciende los nacionalismos y otras fronteras que existen en la humanidad
de hoy, para ser realmente una Iglesia en la diversidad y en la riqueza de
tantas culturas.
Vemos también cómo las demás comunidades eclesiales, las demás Iglesias
advierten la necesidad de un punto unificador para no caer en el
nacionalismo, en la identificación con una cultura determinada, para ser
realmente abiertos, todos para todos y para verse casi obligados a abrirse
siempre hacia todos los demás. Me parece que éste es el ministerio
fundamental del sucesor de Pedro: garantizar esta catolicidad que implica
multiplicidad, diversidad, riqueza de culturas, respeto de las diferencias y
que, al mismo tiempo, excluye absolutizaciones y une a todos, les obliga a
abrirse, a salir de la absolutización de lo propio para encontrarse en la
unidad de la familia de Dios que el Señor ha querido y de la que es garantía
el sucesor de Pedro, como unidad en la diversidad.
Naturalmente, la Iglesia del sucesor de Pedro debe llevar, con su obispo,
este peso, esta alegría del don de su responsabilidad. En el Apocalipsis el
obispo aparece de hecho como ángel de su Iglesia, es decir, como la
incorporación de su Iglesia, a la que debe responder el ser de la misma
Iglesia. Por tanto la Iglesia de Roma, junto con el sucesor de Pedro y como
Iglesia particular suya, debe garantizar precisamente esta universalidad,
esta apertura, esta responsabilidad para la trascendencia del amor, este
presidir en el amor que excluye particularismos. Debe también garantizar la
fidelidad a la Palabra del Señor, al don de la fe, que no hemos inventado
nosotros sino que realmente es el don que sólo podía venir del mismo Dios.
Este será siempre el deber, pero también el privilegio, de la Iglesia de
Roma, contra las modas, contra los particularismos, contra la absolutización
en algunos aspectos, contra herejías que son siempre absolutizaciones de un
aspecto. También el deber de garantizar la universalidad y la fidelidad a la
integridad, a la riqueza de su fe, de su camino en la historia que se abre
siempre al futuro. Y junto con este testimonio de fe y de universalidad,
naturalmente debe dar ejemplo de caridad.
Nos lo dice san Ignacio, identificando en esta palabra algo enigmática, el
sacramento de la Eucaristía, la acción de amar a los demás. Y esto,
volviendo al punto anterior, es muy importante: es decir, esta
identificación con la Eucaristía que es ágape, es caridad, es la presencia
de la caridad que se nos dio en Cristo. Debe ser siempre caridad, signo y
causa de caridad en la apertura hacia los demás, en la entrega a los demás,
de esta responsabilidad hacia los necesitados, hacia los pobres, hacia los
olvidados. Es una gran responsabilidad.
Al hecho de presidir la Eucaristía le sigue el hecho de presidir en la
caridad, que puede ser testimoniada sólo por la misma comunidad. Éste me
parece que es el gran deber, la gran pregunta para la Iglesia de Roma: ser
realmente ejemplo y punto de partida de la caridad. En este sentido preside
en la caridad.
En el presbiterio de Roma somos de todos los continentes, de todas las
razas, de todas las filosofías y de todas las culturas. Estoy contento de
que precisamente el presbiterio de Roma expresa la universalidad, en la
unidad de la pequeña Iglesia local la presencia de la Iglesia universal. Más
difícil y exigente es ser también portadores del testimonio, de la caridad,
del estar con los demás con nuestro Señor. Podemos sólo rezar al Señor para
que nos ayude en cada parroquia, en cada comunidad, y que todos juntos
podamos ser realmente fieles a este don, a este mandato de presidir en la
caridad.