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LINEAS TEOLÓGICAS FUNDAMENTALES DEL CAMINO NEOCATECUMENAL:  2. CRISTOLOGIA

Emiliano Jiménez Hernández

Páginas relacionadas 

                          

CRISTOLOGIA

a) Jesucristo: Dios y hombre

b) Jesús, Siervo de Yahveh e Hijo del Hombre

c) La Cruz gloriosa

d) Cristo muerto y resucitado

e) Cristo Kyrios

Camino neocatecumenal - Sello - Trípodo - Nueva Evangelización

Jesucristo está presente en el camino desde la primera palabra a la última en todas sus etapas. Cristo es "el Camino, la Verdad y la Vida". Intentando hacer una síntesis, casi imposible, podemos señalar como puntos fundamentales de la Cristología del Camino los siguientes:

 

 

a) JESUCRISTO: DIOS Y HOMBRE[1]

La encarnación de Cristo es la epifanía del amor de Dios al hombre pecador.[2] Siendo El la vida "bajó del cielo para dar vida al mundo" (Cf Jn 6,33-63), para "hacernos partícipes de la "vida eterna", pasándonos "de la muerte a la vida" (Jn 5,24). El es Jesús: "Yahveh salva" (Mt 1,21). Por ello, pudo decir que "había venido a llamar a los pecadores" y "a salvar lo que estaba perdido" (Mc 2,17; Lc 19,10).

En la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, na­cido de mujer, bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva (Cf. Ga 4,4). Nuestra condición humana en el nacer y nuestra existencia en situación de esclavitud han sido libremente aceptadas por el Hijo de Dios, que quiso participar de nuestra condición humana plenamente, "igual en todo a nosotros, excepto en el pecado" (Hb 4,15). Se ha hecho hombre hasta el fondo, hasta la muerte, hasta la cruz, hasta el "infierno".

Dios quiso revestirse del hombre que había caído para que "como por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, alcanzando a todos los hombres...así también la gracia de Dios se desbordara sobre todos por un solo hombre: Jesucristo" (Rm 5,12ss). "Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo" (1Cor 15,21-22). Como dirá bellamente San Ambrosio:

 "Pues El se hizo niño, para que tú pudieses hacerte adulto; estuvo entre pañales, para que tú pudieses ser desligado de los lazos de la muerte; fue puesto en un pesebre, a fin de que tú lo seas sobre el altar; estuvo en la tierra, para poder tú estar en el cielo; no había puesto en el mesón para El, a fin de que tú 'tuvieses muchas moradas en el cielo' (Jn 14,2). El 'se hizo pobre por causa nuestra, siendo rico, para enriquecernos con su pobreza' (2Cor 8,9). ¡Su pobreza es, pues, mi patrimonio, la debilidad del Señor es mi fuerza! Prefirió para sí la indigencia, para poder ser pródigo con todos. Los llantos, que acompañaron a los gemidos de su infancia, me purifican. ¡Mis culpas son lavadas con sus lágrimas! Soy, pues, más deudor tuyo por las injurias que has sufrido para redimirme, que por las obras que has realizado al crearme. ¡De nada serviría el nacer sin la gracia de la redención!".[3]

Contra todo monofisismo o reduccionismo, que presenta a Cristo o sólo como Dios o sólo como hombre, el Camino confiesa repetida y explícitamente a Cristo como verdadero Dios y como verdadero hombre. Reducir a Cristo a una de las dos naturalezas es desvirtuar el misterio pascual de Cristo, centro de toda la teología y vida de las Comunidades Neocatecumenales. Porque si Jesús no es realmente Dios encarnado, verdaderamente hombre, no tienen sentido ni la muerte ni la resurrección: no nos ha redimido y seguimos en nuestro pecado Cf 1Cor 15,12-17).

"Jesucristo se hizo verdaderamente hombre sin dejar de ser Dios. Es verdadero Dios y verdadero hombre. La Iglesia debió defender y aclarar esta verdad de fe durante los primeros siglos frente a unas herejías que la falseaban" (464).[4] "La fe en la verdadera encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana" (463). "La Iglesia confiesa así que Jesús es inseparablemente verdadero Dios y verdadero hombre. El es verdaderamente el Hijo de Dios que se ha hecho hombre, nuestro hermano, y eso sin dejar de ser Dios, nuestro Señor" (469).

 Jesús es el Hijo de Dios que hizo suyo desde dentro nuestro nacer y nuestro morir. El Hijo de Dios no fingió ser hombre, no es un "dios" que con ropaje humano se pasea por la tierra. Como niño fue débil, lloró y rió. Dios se hizo hombre que tuvo hambre y sed, se fatigó y durmió, se admiraba y enojaba, se entristecía y lloraba, padeció y murió. "En todo igual a nosotros menos en el pecado". Como dice Orígenes:

"Entre todos los grandes milagros, uno nos colma de admiración, sobrepujando toda la capacidad de nuestra mente. La fragilidad de nuestra mente no logra comprender cómo la Potencia de Dios, la Palabra y Sabiduría de Dios Padre, 'en la que fueron creadas todas las cosas visibles e invisibles' (Col 1,16), se encuentre delimitada en el hombre que apareció en Judea, y cómo la Sabiduría de Dios haya entrado en el vientre de una mujer, naciendo como un niño y gimiendo como los niños...Y no logramos comprender cómo haya podido turbarse ante la muerte (Mt 26,38), haya sido conducido a la más ignominiosa de las muertes humanas, aunque luego resucitó al tercer día. En El vemos aspectos tan humanos que no difieren de la fragilidad común a todos los mortales, y otros tan divinos que sólo corresponden a Dios...De aquí el embarazo -admiración- de nuestra mente: Si le cree Dios, le ve sujeto a la muerte; si le considera hombre, le contempla volver de entre los muertos con los despojos de la muerte derrotada...De ahí que, con temor y reverencia, le confesemos verdadero Dios y verdadero hombre".[5]

 Jesucristo era hombre como nosotros y Dios estaba actuando en El, haciendo signos para demostrar que El era el enviado de Dios, el elegido de Dios, el Mesías, Hijo de Dios, Dios, que hace obras de Dios. El himno a la kénosis de Flp 2,6-11 se canta, como profesión de fe, frecuentemente en las Comunidades. Hay una correspondencia entre Gn 3 y Flp 2. Cristo, recorre el camino inverso del hombre para liberar al hombre de la ley, el pecado y la muerte. El orgullo del hombre, que quiere ser "como Dios", le lleva a la desobediencia y con ella a perder la vida, que le viene de Dios, experimentando la esclavitud de la concupiscencia, el pecado y la muerte. Cristo, siendo Dios, por el camino de la humillación, se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz, siendo por ello exaltado como Señor. Cristo abrió así al hombre el acceso a Dios: el que se humilla será exaltado. No es la autonomía de Dios lo que lleva al hombre a la libertad y a la gloria, sino la obediencia al Padre, que se complace en sus hijos, que confían en El, y les hace partícipes de su misma naturaleza, concediéndolos vivir en su seno con el Hijo Amado (Cf. Jn 17,24).

Cristo Dios y Hombre

El Camino Neocatecumenal, en sus tres fases -HUMILDAD, SIMPLICIDAD, ALABANZA- enseña y conduce al neocatecúmeno por este camino de la kénosis a la gloria del Padre. Descendiendo con Cristo hasta el infierno de su pecado, se siente simpli­ficado en sus pretensiones prometeicas y pasa de la maldición a la bendición, de la ley a la gracia, del esfuerzo por asegurarse la vida en el dinero, afectos, fama, poder... a la ala­banza a Dios, que como Padre le da gratuitamente todo. Si todo es gracia, la vida se llena de gratitud y alabanza por todo. Donde abundó el pecado sobreabundó el poder de la gra­cia.

Renovar el propio bautismo -"sumergirse en el agua"  (Cf Rm 6,3)- supone la conversión como un "descenso" interior. Bajar los peldaños de la fuente bautismal es el símbolo de esta conversión, de la kénosis a la auténtica realidad del hombre. Bajando encuentra el hombre su verdad. "Humildad, dirá santa Teresa, es andar en verdad".[6]

Frente a tantos riesgos de ciertos intentos de inculturación de la fe cristiana, el Camino Neocatecumenal afirma con firmeza que el cristianismo no es un mito sino historia; no es apariencia sino verdad; no es símbolo, sino realidad; no es filosofía sino noticia; no es elocuencia sino testimonio. El cristianismo no parte del hombre, de su cultura y tradiciones, sino que es don, envío y autoridad de Dios; no es ascensión del hombre sino condescendencia divina; no es sabiduría sino necedad; no es demostración sino escándalo...El cristianismo es Jesucristo.

 

Cristo Siervo de Yave

b) JESUS, SIERVO DE YAHVEH E HIJO DEL HOMBRE[7]

 Jesús es el Siervo de Yahveh, que según los cantos de Isaías es sostenido por Dios, ha recibido una lengua de discípulo, no tiene aspecto humano, ha cargado con los pecados del mundo...Jesús, como Siervo de Yahveh, es la piedra de escándalo, rechazada por los constructores, pero preciosa a los ojos de Dios y constituida en piedra angular. Para unos es piedra de tropiezo y caída y para otros es levantamiento salvador. Este Siervo de Yahveh fue presentado desde el principio en las catequesis bautismales (Cf. 1P 2,21-25) y es presentado repetidamente en las catequesis del Neocatecumenado.

"Los rasgos del Mesías se revelan sobre todo en los Cantos del Siervo (Isaías). Estos Cantos anuncian el sentido de la Pasión de Jesús. Tomando sobre sí nuestra muerte, puede comunicarnos su propio Espíritu de Vida" (713). "La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente. Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente (Mt 20,28). Después de su Resurrección dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús y luego a los propios apóstoles" (601). "Juan Bautista, después de haber aceptado bautizarle en compañía de los pecadores, vio y señaló a Jesús como el 'Cordero de Dios que quita los pecados del mundo' (Jn 1,29). Manifestó así que Jesús es a la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero y carga con el pecado de las multitudes y el cordero pascual símbolo de la redención de Israel  cuando celebró la primera pascua. Toda la vida de Cristo expresa su misión: 'Servir y dar su vida en rescate por muchos' (Mc 10,45)" (608).

Jesús, como Siervo de Yahveh e Hijo de Dios (pais), dijo amén incondicional­mente a la voluntad del Padre, haciendo de ella su alimento. En obediencia al Padre consumará la redención en la cruz, cargando con nuestros pecados. Murió como un cordero llevado al matadero sin resistencia. Por ello agradó a Dios y salvó a los hombres. El Padre, resucitándolo de la muerte, acreditó el camino de su Siervo como el camino de la vida y de la resurrección de la muerte.

En el Siervo de Yahveh encuentra el cristiano cumplido el Sermón del Monte, fotografía del verdadero cristiano:

"Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pues yo os digo: No resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra...Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan" (Mt 5,38ss).

Jesús lo vivió en su carne, al morir perdonando a los que le crucificaban, remitiendo su justicia al Padre. Cuando venga el Espíritu le hará justicia "convenciendo al mundo de pecado,  por no haber creído en El y condenando al Príncipe de este mundo". El, el Siervo, aparecerá en la gloria del Padre: el Cordero inmolado estará a la derecha del Padre en la gloria.

 El título de Siervo de Yahveh va unido al de Hijo del Hombre. Ambos títulos definen a Jesús como Mesías, que trae la salvación de Dios. El es "el que había de venir" que ha venido. Con El ha llegado el Reino de Dios y la salvación de los hombres. Pero, Jesús, frente a la expectativa de un Mesías político, que El rechaza, se da a sí mismo el título de Hijo del Hombre. El trae la salvación para todo el mundo, pero una salvación que no se realiza por el camino del triunfo político o de la violencia, sino por el camino de la pasión y de la muerte en cruz. Jesús es el Hijo del Hombre, Mesías que entrega su vida a Dios por todos los hombres.[8]

El Mesías, de este modo, asume en sí, simultáneamente, el título de Hijo del Hombre y de Siervo de Yahveh, cuya muerte es salvación "para muchos". Jesús muere "como Siervo de Yahveh", de cuya pasión y muerte dice Isaías que es un sufrimiento inocente, aceptado voluntariamente, querido por Dios y, por tanto, salvador. Al identificarse el Hijo del Hombre con el Siervo de Yahveh se nos manifiesta el modo propio que tiene Jesús de ser Mesías: entregando su vida para salvar la vida de todos. En la cruz, Jesús aparece entre malhechores y los soldados echan a suertes su túnica (dos rasgos del canto del Siervo de Isaías 53,12). Y en la cruz, sin bajar de ella como le proponen el pueblo, soldados y ladrones, Jesús muestra que es el Hijo del Hombre, el Mesías, el Salvador de todos los que le acogen: salva al ladrón que se reconoce culpable e implora piedad, toca el corazón del centurión romano y hace que el pueblo "se vuelva golpeándose el pecho" (Cf. Lc 23,47-48).

Pilato, con la inscripción condenatoria colgada sobre la cruz, proclamó a Jesús ante todos los pueblos como Rey. Pero su ser Rey consistió en ser don de sí mismo a Dios por los hombres. Es el Rey que tiene como trono la cruz. Así es como entra en la gloria, con sus llagas gloriosas: "¿no era necesario que el Cristo padeciera eso para entrar así en su gloria?" (Lc 24,26). Cristo es Rey en cuanto Siervo y Siervo en cuanto Rey. Servir a Dios es reinar. Porque el servicio a Dios es la obediencia libérrima del Hijo al Padre.

Este es uno de los aspectos más significativos de la Teología del Camino Neocatecumenal, presentado a lo largo de todas sus etapas. Cristo Siervo de Yahveh, que ha cargado con nuestros pecados y dolencias, llevará al neocatecúmeno a ser siervo de Dios, que carga con los pecados de los demás, dando la vida por ellos. Así entra en la gloria siguiendo las "huellas luminosas" (Cf. 1p 2,21ss) que Cristo le ha dejado marcadas. Quien se entrega al servicio por los demás, el que pierde su vida, vaciándose de sí mismo por Cristo y su evangelio es el verdadero hombre, que llega a la estatura adulta de Cristo, crucificado por los demás. Esta unión entre servicio y gloria es lo que canta Pablo en su carta a los Filipenses (2,5-11) y que las Comunidades Neocatecumena­les cantan frecuentemente al recibir el cuerpo de Cristo entregado por nosotros. Es lo que se presenta al neocatecúmeno en múltiples ocasiones al proclamar el Sermón del Monte como la fotografía del cristiano adulto; es la promesa que se le hace al comienzo del Camino, como la obra que realizará en él el Espíritu Santo. Viendo cómo Dios se ha portado con él, podrá él, por obra del Espíritu Santo, hacer lo mismo con los demás. La comunidad cristiana adulta es aquella en la que los hermanos "llevan los unos las cargas de los otros" (Ga 6,2).

 "La Cruz es el único sacrificio de Cristo 'único mediador entre Dios y los hombres' (1Tm 2,5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, 'se ha unido en cierto modo con todo hombre' (GS 22), El ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios conocida, se asocien a este misterio pascual. El llama a sus discípulos a 'tomar su cruz y a seguirle' (Mt 16,24), porque El 'sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas' (1p 2,21)" (618). "Todo lo que Cristo vivió hace que podamos vivirlo en El y que El lo viva en nosotros" (521). "Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana" (1717).

 

Cruz gloriosa

c) LA CRUZ GLORIOSA[9]

Un aspecto fundamental de la teología del Camino es el descubrimiento de la Cruz gloriosa.[10] Dios, resucitando a Jesús, ha cambiado la muerte ignominiosa de la cruz en motivo de esperanza, de gloria y de salvación. La cruz ya no destruye al hombre unido a Jesucristo por la fe. La cruz "escándalo para los judíos y necedad para los gentiles", para el cristiano es "fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (Cf. 1Cor 1,17-25). La cruz es la clave de inteligencia del universo. El neocatecúmeno aprenderá a mirar la cruz como el lugar del encuentro con Dios. Con su necedad confunde la sabiduría del mundo y con su debilidad vence el poder de los orgullosos.

Dios ha provisto en la cruz de Jesús para que todas las "muertes", que el cristiano encuentre en su vida diaria, no le maten, sino que le unan a Dios en Cristo Jesús. En el misterio de la cruz se juntan la verdad y la vida: verdad revelada por Dios a los pequeños y vida ofrecida por el Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos. Todo lo que tiene aspecto de cruz o muerte ha sido asumido por Jesús y transformado en camino de gloria. La cruz aparece, pues, como la luz radiante del rostro del Padre. Marcado con ella, el cristiano lleva en sí el signo de la elección por parte de Dios.

En la cruz de Cristo aparece el amor insondable de Dios, que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros (Rm 8,32.39; Jn 3,16), para reconciliar en El al mundo consigo (2Cor 5,18-19). Cada cristiano puede decir con Pablo: "El Hijo de Dios me amó y se entregó por mí" (Ga 2,20). Ya San Justino, en su diálogo con Trifón, decía:

 "Los cristianos provienen de Jesucristo, que gustó la muerte en cruz según el gran designio salvífico de Dios...El misterio del cordero, ordenado sacrificar por Dios como Pascua (Ex 12,1-11), era figura de Cristo, con cuya sangre quienes creen en El ungen sus casas, es decir, a sí mismos...Y el mismo Dios, que prohibió a Moisés hacer imágenes, le mandó, sin embargo, fabricar la serpiente de bronce y la puso como signo por el que se curaban quienes habían sido mordidos por las serpientes. Con ello anunciaba Dios un gran misterio: la destrucción del poder de la serpiente -autora de la transgresión de Adán- y, a la vez, la salvación de quienes creen en Quien por este signo era figurado, es decir, en Aquel que iba a ser crucificado para liberarnos de las mordeduras de la serpiente: idolatrías y demás iniquidades".[11]

La cruz es el símbolo del cristiano por excelencia. Marcado con la cruz en el bautismo, el cristiano levanta la cruz en todo tiempo y lugar, como símbolo de su perte­nencia a Cristo crucificado. Como Pablo no quiere "conocer cosa alguna sino a Jesucristo, y éste crucificado" (1Cor 2,2). En la cruz de nuestra vida es donde nos ha salido Dios al encuentro. Sin la cruz no le hubiéramos conocido. Por ello, San Cirilo de Jerusalén dirá a los catecúmenos:

"Gloria de la Iglesia católica es toda acción de Cristo. ¡Pero la gloria de las glorias es la cruz!, como decía Pablo: '¡En cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo!' (Ga 6,14). La brillante corona de la cruz iluminó a los que estaban ciegos por la incredulidad, libró a los que estaban prisioneros del pecado y redimió a todos los hombres...Pues, si entonces nuestros primeros padres fueron arrojados del paraíso por haber comido del árbol, ¿no entrarán ahora más fácilmente en el paraíso los creyentes, por medio del Arbol de Jesús?...No nos avergoncemos, pues, de confesar al Crucificado. Que nuestros dedos graben su sello en la frente, como gesto de confianza. Y la señal de la cruz acompañe todo: sobre el pan que comemos y la bebida que bebemos, al entrar y al salir, antes de dormir, acostados y al levantarnos, al caminar y al reposar. La fuerza de la cruz viene de Dios y es gratuita. Es señal de los fieles y terror de los demonios. Con ella los venció Cristo 'exhibiéndolos públicamente, al incorporarlos a su cortejo triunfal' (Col 2,15). Por eso, cuando ven la cruz recuerdan al Crucificado y temen a Quien 'quebrantó la cabeza del dragón' (Sal 74,14). No desprecies, pues, tu sello por ser gratuito. Toma la cruz, más bien, como fundamento inconmovible y construye sobre ella el edificio de la fe".[12]

Pero la cruz es también el escándalo del cristianismo. La cruz es signo de salvación y signo de contradicción, piedra de escándalo. Ante ella se define quienes están con Cristo y quienes en contra de Cristo. A cada paso nos encontramos con la cruz en la vida, como piedra, en que nos apoyamos, o como piedra, en la que tropezamos y nos aplasta: Cristo crucificado es la señal de contradicción, "puesto para caída y elevación de muchos" (Lc 2,34). Ante la cruz quedan al descubierto las intenciones del corazón (Lc 2,35; Mt 2,1ss). Es inevitable "mirar al que traspasaron" (Jn 19,37), "como escándalo y necedad" o "como fuerza y sabiduría de Dios" (1Cor 1,17-25). La cruz es la piedra "que desecharon los arquitectos, pero que ha venido a ser piedra angular".

 "La fe en Dios Padre Todopoderoso puede ser puesta a prueba por la experiencia del mal y del sufrimiento. A veces Dios puede parecer ausente e incapaz de impedir el mal. Ahora bien, Dios ha revelado su omnipotencia de la manera misteriosa en el anonadamiento voluntario y en la Resurrección de su Hijo, por los cuales ha vencido el mal. Así, Cristo crucificado es 'poder de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres' (1Co 2,24-25)" (CEC 272). "Sólo la fe puede adherir a las vías misteriosas de la omnipotencia de Dios. Esta fe se gloría en las debilidades con el fin de atraer sobre sí el poder de Cristo" (273). "El camino de la perfección pasa por la cruz" (2015).

Cruz gloriosa

En las Comunidades no sólo se predica la Cruz de Cristo, sino que se ilumina la cruz de cada cristiano, como camino de salvación, lugar del encuentro con Dios. La salvación de Dios no se nos ofrece sino bajo la forma de cruz. Sólo por la cruz seguimos a Cristo: "El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y que me siga" (Mc 8,34). "Confesar a Cristo crucificado significa decir que estoy crucificado con Cristo", dice Orígenes. El bautismo nos incorporó a la muerte de Cristo, para seguirle con la propia cruz hasta la gloria, donde El está con sus llagas gloriosas (Rm 6,3-8). Por eso, como dice San Ambrosio, comentando a San Pablo:

"Llevamos siempre y por todas partes en nuestro cuerpo el morir de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo...(2Cor 4,10-12). El primero en levantar, como Vencedor, el trofeo de la cruz es Cristo. Después se lo entrega a los mártires, para que a su vez lo levanten ellos. Quien lleva la cruz, sigue a Cristo, como está escrito: 'Toma tu cruz y sígueme' (Mc 8,34p)".[13]

En el Camino, en sus catequesis se anuncia la Cruz gloriosa y también en las celebraciones se la canta con el texto de un anónimo cristiano antiguo:

 

La cruz gloriosa

del Señor resucitado,

es el árbol

de la salvación;

de él yo me nutro,

en él me deleito,

en sus ramas crezco,

en sus ramas yo me extiendo.

 

Su rocío me da fuerza,

su Espíritu como brisa me fecunda;

a su sombra he puesto yo mi tienda.

En el hambre es la comida,

en la sed es agua viva,

en la desnudez es mi vestido

Angosto sendero, mi puerta estrecha,

escala de Jacob, lecho de amor

donde nos ha desposado el Señor.

 

En el temor es mi defensa,

en el tropiezo me da fuerzas

en la victoria la corona,

en la lucha ella es mi premio.

 

Arbol de vida eterna,

misterio del universo.

Columna de la tierra

tu cima toca el cielo

y en tus brazos abiertos

brilla el amor de Dios.

 

 Cristo muerto y resucitado

d) CRISTO MUERTO Y RESUCITADO[14]

Jesucristo muerto y resucitado es la obra de Dios que se nos ofrece gratuitamente para que nuestros pecados sean destruidos y nuestra muerte sea aniquilada. Jesús es el camino que Dios ha abierto en la muerte. Por el poder del Espíritu Santo, el hombre puede pasar de la muerte a la vida, puede entrar en la muerte, sabiendo que no quedará en ella; la muerte es paso y no aniquilación. Al actuar así, Dios ha mostrado el amor que nos tiene. No decía la verdad la serpiente al presentar a Dios como enemigo celoso del hombre. La gloria de Dios no está en el sometimiento del hombre, sino "en que el hombre viva".[15] En la obediencia filial a la voluntad de Dios reside la vida y la libertad del hombre. En la desobediencia y rebelión del hombre contra Dios, sólo puede hallarse muerte.[16]

Cristo va a la pasión siguiendo los designios del Padre, en obediencia a la voluntad del Padre: "Cristo, siendo Hijo, aprendió por experiencia, en sus padecimientos, a obedecer. Habiendo llegado así hasta la plena consumación, se convirtió en causa de salvación para todos los que le obedecen" (Hb 5,8-10). En su sangre se sella la alianza del creyente y Dios Padre: "Tomando una copa y, dadas las gracias, se la dio y bebieron todos de ella. Y les dijo: Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos" (Mc 14,23-24),"para el perdón de los pecados", añaden Mateo y Lucas. Esto es lo que Pablo ha recibido de la tradición eclesial, que se remonta al mismo Señor, y que él, a su vez, transmite:

"Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en que iba a ser entregado..., después de cenar, tomó la copa, diciendo: Esta copa es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebáis, hacedlo en memoria mía. Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga" (1Cor 11,23-26).

 En todos estos textos aparecen las palabras "por vosotros", "por muchos", que expresan la entrega de Cristo a la pasión en rescate nuestro. El es el Siervo de Yahveh, que carga sobre sí nuestros sufrimientos y dolores, azotado y herido de Dios y humillado. Herido, ciertamente, por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas, soportando El el castigo que nos trae la paz, pues con sus cardenales hemos sido nosotros curados. El tomó, pues, el pecado de muchos e intercedió por los pecadores (Cf. Is 52,13-53,12). Pedro, además, presenta la pasión de Cristo a los cristianos, como huellas luminosas por donde caminar:

"Pues para esto habéis sido llamados, ya que también Cristo sufrió por nosotros, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas. El no cometió pecado ni encon­traron engaño en su boca; cuando le insultaban, no devolvía el insulto; en su pasión no profería amenazas; al contrario, se ponía en manos del que juzga con justicia. Cargado con nuestros pecados subió al madero, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas nos han curado" (1p 2,21-24).

La hora de la pasión es la hora de Cristo, la hora señalada por el Padre para la salvación de los hombres: "Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en El, sino que tengan vida eterna" (Jn 3,16). Siendo, pues, la hora señalada por el Padre, la pasión es la hora de la glorificación del Hijo y de la salvación de los hombres (Cf Jn 12,23-28). La pasión es la hora de pasar de este mundo al Padre y la hora del amor a los hombres hasta el extremo (Jn 13,1). Por ello también la hora de la glorificación del Padre en el Hijo (Jn 17,1). Con la entrega de su Hijo a la humanidad, Dios se manifiesta plenamente como Dios: Amor en plenitud. No cabe un amor mayor, como dice San Agustín en un bello texto:

"Cree, pues, que bajo Poncio Pilato fue crucificado y sepultado el Hijo de Dios. 'Nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por los amigos' (Jn 15,13). ¿De veras es el amor más grande? Si preguntamos al Apóstol, nos responderá: 'Cristo murió por los impíos' y añade: 'Cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo' (Cf Rm 5,6-10). Luego en Cristo hallamos un amor mayor, pues dio la vida por sus enemigos, no por sus amigos".[17]

Dios no se ha dejado vencer en su amor por el pecado del hombre. Su amor se ha manifestado en la resurrección de Jesús, -hecho pecado-, más fuerte que todos nuestros pecados. En realidad Dios no nos ha visto como malvados, a pesar de nuestros pecados. Dios nos ha amado porque nos ha visto esclavos del pecado, sufriendo bajo el pecado. El hombre, más que pecador, es un cautivo del pecado.

"Cristo murió por amor a nosotros cuando éramos todavía enemigos. El Señor nos pide que amemos como El hasta a nuestros enemigos, que nos hagamos prójimos del más lejano, que amemos a los niños y a los pobres como a El mismo" (1825). "Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: 'No he venido a llamar a justos sino a pecadores' (Mc 2,17). Les invita a conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos y la inmensa 'alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta' (Lc 15,7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida 'para remisión de los pecados' (Mt 26,28)" (545).

Esta es una de las intuiciones teológicas del Camino Neocatecumenal. A veces en la Teología Moral, una concepción exclusivamente ética del pecado ha impedido ver la dimensión teológica y existencial del pecado. Jesús reprochará a los fariseos el cumplimiento de la Ley como pretensión de autojustificación ante Dios y defenderá, en cambio, a los pecadores que están agobiados por el peso de la Ley y del pecado. Dios en Cristo nos ha manifestado su amor al pecador. Este es el verdadero rostro de Dios y no el que el tentador insinúa, ni el que el hombre pretendidamente justo se forja.

Lo que en Rm 5,6-11 confiesa Pablo sobre la bondad radical de Dios hacia nosotros, siendo aún pecadores, aparece en la actuación de Jesucristo. El trato de Jesús con los pecadores, con los pobres, con los ignorantes -los am-ha-aretz, que ni conocen la Ley- suscitó la conversión de la primera comunidad de Palomeras y sigue llamando a la conversión gozosa a tantos otros destruidos por la droga, alcoholismo o situaciones angustiosas de destrucción y pecado.

La muerte en cruz era una maldición. Cristo se hizo maldito para librarnos de la maldición a nosotros, a quienes la Ley condenaba a muerte: "Cristo nos rescató de la maldición de la Ley, haciéndose El mismo maldición por nosotros, pues dice la Escritura: Maldito el que es colgado de un madero. Así, en Cristo Jesús, pudo llegar a los gentiles la bendición de Abraham" (Ga 3,13-14).

En fidelidad al Evangelio, para el Camino Neocatecumenal, la conversión brota de la gracia  y no al revés. El Dios de la misericordia, que ofrece el Reino a los pobres, es la esperanza de todos los oprimidos por el mal. Dios nos ha amado primero (1Jn 4,19). Por ello la teología del Camino es Evangelio, anuncio del Reino de Dios conquistado para nosotros no con oro ni nada corruptible, sino con la sangre de Jesucristo. "Dios nos acoge como somos sin escandalizarse de nosotros", se repite en las Comunidades. Este núcleo del cristianismo está fuertemente acentuado en la Teología y praxis del Camino. Borrachos, drogadictos, asesinos, prostitutas, ladrones... encuentran en las comunidades la esperanza de su regeneración, al ser acogidos sin sentirse acusados. Allí se les "acoge porque todos nos hemos sentido acogidos por Cristo Jesús para gloria de Dios"  (Cf Rm 15,7). Este sentirse acogido, que transparenta el amor de Dios, es el gran impulso regenerador. Dios ama al pecador y ese amor lleva a la obediencia y fidelidad a Dios.

  Este anuncio de la muerte y resurrección de Jesucristo, como camino abierto al Reino de Dios para los pecadores y pobres de la tierra, es la base del Camino Neocatecu­menal. Con este anuncio se inicia la formación de la Comunidad y la reconstrucción de la Iglesia. Frente al mundo secularizado, impregnado de ateísmo, es preciso potenciar este primer anuncio kerigmático, que ya no se puede presuponer como en épocas pasadas de cristiandad. El kerigma de Jesucristo, vencedor de la muerte, que ni la técnica ni el progreso puede vencer, es imprescindible en esta hora de Nueva Evangelización.

Cristo el Señor

 Como buen Pastor, Cristo "da su vida por las ovejas" (Jn 10,15). "Se entrega a sí mismo como rescate por todos" (1Tim 2,6), "entregándose El por nuestros pecados, para librarnos de este mundo perverso" (Ga 1,4), que "yace en poder del Maligno" (1Jn 5,19). El, que no conoció pecado, se hizo por nosotros pecado, para que en El fuéramos justicia de Dios (2Cor 5,21). En resumen, "El, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza" (2Cor 8,9). Este intercambio admirable suscitó la admiración constante de los Santos Padres: "Por su infinito amor, El se hizo lo que somos, para transformarnos en lo que El es".[18]

Y no sólo buen Pastor, Jesús es también nuestro Cordero pascual inmolado (1Cor 5,7), "Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1,29), "rescatándonos de la conducta necia heredada de nuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, Cordero sin defecto ni mancha" (1p 1,18-19). Por ello, en las Comunidades se repite en tantas formas el icono de Cristo Buen Pastor y de Cristo Cordero de Dios y se canta, con el texto del Apocalipsis:

"Digno eres, Cordero degollado, de tomar el libro y abrir sus sellos porque fuiste degollado y compraste para Dios con tu sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes sobre la tierra" (5,9-10).

 

Cristo el Señor

e) CRISTO KYRIOS[19]

Con el anuncio de Cristo muerto y sepultado, que descendió a los infiernos y fue resucitado, de quien la cruz gloriosa es signo permanente en la vida del cristiano, se comienza a iluminar la historia como historia del amor de Dios, manifestado en su mismo Hijo. De aquí se pasa a reconocer con agradecimiento a Cristo como Kyrios, Señor a quien todo está sometido.[20] Desde la experiencia soteriológica se pasa a la confesión de Jesucristo como Dios. En el poder del resucitado se reconoce su divinidad.

 La resurrección de Jesús de entre los muertos, expresada en la fórmula pasiva -"fue resucitado"-, es obra de la acción misteriosa de Dios Padre, que no deja a su Hijo abandonado a la corrupción del sepulcro, sino que lo levanta y lo exalta a la gloria, sentándolo a su derecha (Rm 1,3-4; Flp 2,6-11; 1Tim 3,16...). Cristo, por su resurrec­ción, no volvió a su vida terrena anterior, como lo hizo el hijo de la viuda de Naím o la hija de Jairo o Lázaro. Cristo resucitó a la vida que está más allá de la muerte, fuera, pues, de la posibilidad de volver a morir. En sus apariciones se muestra el mismo que vivió, comió, habló a los Apóstoles y murió, pero no lo mismo. Por eso no lo reconocen hasta que El mismo les hace ver; sólo cuando El "les abre los ojos" y "mueve el corazón" le reconocen. En el resucitado reconocen la identidad del crucificado y, simultáneamente, su transformación: "Es el Señor" (Jn 21,7).

La fe en Cristo resucitado no nació del corazón de los discípulos. Ellos no pudieron inventarse la resurrección. Es el Resucitado quien les busca, quien les sale al encuentro, quien rompe el miedo y atraviesa las puertas cerradas. La fe en la resurrección de Cristo les vino a los Apóstoles de fuera y contra sus dudas y desesperanza. Con la transformación de su vida gracias al don del Espíritu Santo, despreciando la muerte, testimoniaron la resurrección de Jesucristo confesándole como Señor: "Nadie puede decir Jesús es Señor sino con el Espíritu Santo" (1Cor 12,3).

Esta nueva situación, que viven los Apóstoles con el Resucitado, es idéntica a la nuestra. No le vemos más que en el ámbito de la fe. Con la Escritura enciende el corazón de los caminantes y al partir el pan abre los ojos para reconocerlo, como a los discípulos de Emaús. Y la vida transformada testimonia su resurrección como se repite en las Comunidades y confesaba ya San Atanasio:

"Que la muerte fue destruida y la cruz es una victoria sobre ella, que aquella no tiene ya fuerza sino que está ya realmente muerta, lo prueba un testimonio evidente: ¡Todos los discípulos de Cristo desprecian la muerte y marchan hacia ella sin temerla, pisándola como a un muerto gracias al signo de la cruz y a la fe en Cristo!...Después que el Salvador resucitó, la muerte ya no es temible: ¡Todos los que creen en Cristo la pisan como si fuera nada y prefieren morir antes que renegar de la fe en Cristo! Así se hacen testigos de la victoria conseguida sobre ella por el Salvador, mediante su resurrección. Dando testimonio de Cristo, se burlan de la muerte y la insultan con las palabras: "¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh infierno, tu aguijón? (1Cor 15,55; Os 13,14). Todo esto prueba que la muerte ha sido anulada y que sobre ella triunfó la cruz del Señor. ¡Cristo el Salvador de todos y la verdadera Vida resucitó!...

La demostración por los hechos es más clara que todos los discursos. Los hechos son visibles: Un muerto no puede hacer nada; solamente los vivos actúan. Entonces, puesto que el Señor obra de tal modo en los hombres, que cada día y en todas partes persuade a una multitud a creer en El y a escuchar su palabra, ¿cómo se puede aún dudar e interrogarse si resucitó el Salvador, si Cristo está vivo o, más bien, si El es la Vida? ¿Es acaso un muerto capaz de entrar en el corazón de los hombres, haciéndoles renegar de las leyes de sus padres y abrazar la doctrina de Cristo? Si no está vivo, ¿cómo puede hacer que el adúltero abandone sus adulterios, el homicida sus crímenes, el injusto sus injusticias, y que el impío se convierta en piadoso?...¡Todo eso no es obra de un muerto, sino de un Viviente!".[21]

Cristo el Señor

 Ser cristiano es experimentar y reconocer a Jesucristo como Señor, vivir sólo de El y para El, caminar tras sus huellas, en unión con El, en obediencia al Padre y en entrega al servicio de los hombres, en primer lugar anunciándoles a Cristo como Señor. Ser en Cristo, vivir con Cristo, por Cristo y para Cristo es amar en la dimensión de la cruz, como El nos amó y nos posibilitó con su Espíritu.

Los cristianos -que han repetido millones de veces la oración del corazón: "Señor Jesús, ten piedad de mí que soy un pecador"-, reconocen y confiesan que "para nosotros no hay más que un solo Señor, Jesucristo" (1Cor 8,6; Ef 4,5). Con la confesión de Cristo como Señor excluyen, por tanto, toda servidumbre a los ídolos y señores de este mundo, viviendo la renuncia a ellos que hicieron en su bautismo y confesando el poder de Cristo sobre ellos.

"Desde el comienzo de la historia cristiana, la afirmación del señorío de Jesús sobre el mundo y sobre la historia significa también reconocer que el hombre no debe someter su libertad personal, de modo absoluto, a ningún poder terrenal sino sólo a Dios Padre y al Señor Jesucristo: César no es el 'Señor'. La Iglesia cree que la clave, el centro y el fin de  toda historia humana se encuentra en su Señor y Maestro" (450).

En efecto, quienes antes de creer en el Señor Jesús sirvieron a los ídolos (Ga 4,8; 1Ts 1,9; 1Cor 12,2; 1P 4,3) y fueron esclavos de la ley (Rm 7,23.35; Ga 4,5), del pecado (Rm 6,6.16-20; Jn 8,34) y del miedo a la muerte (Hb 2,14), por el poder de Cristo fueron liberados de ellos, haciéndose "siervos de Dios" y "siervos de Cristo" (Rm 6,22-23; 1Co 7,22), "sirviendo al Señor" (Rm 12,11) en la libertad de los hijos de Dios, que "cumplen de corazón la voluntad de Dios" (Ef 6,6), "conscientes de que el Señor los hará herederos con El" (Col 3,24; Rm 8,17).

El Resucitado se presenta como vencedor de la muerte y así se revela como Kyrios, como el Señor, cuya glorificación sanciona definitivamente el mensaje de la venida del Reino de Dios con El. Con la Ascensión, sentándolo a su derecha, el Padre selló toda la obra del Hijo:

"El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. POR LO CUAL Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo es SEÑOR para gloria de Dios Padre" (Flp 2,6-11)

El Salvador, habiendo aniquilado a los enemigos con su pasión, sube victorioso a sentarse a la derecha del Padre, como canta San Ireneo (y tantos otros Padres):

"Esto mismo anunció David: 'Alzaos, puertas eternas, que va a entrar el Rey de la gloria' (Sal 24, 7). Las 'puertas eternas' son los cielos. Y, porque maravillados, los príncipes celestiales preguntaban: '¿Quién es el Rey de la gloria?', los ángeles dieron testimonio de El, respondiendo: 'El Señor fuerte y potente: El es el Rey de la gloria'. Sabemos, por lo demás que, resucitado, está a la derecha del Padre, pues en El se ha cumplido lo otro que dijo el profeta David: 'Dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi derecha hasta que ponga a tus enemigos como escabel de tus pies'".[22]

A la derecha del Padre está Cristo "sentado en el trono de la gloria" como Señor (Cf. Mt 19,28;25,3) o "en pie", como Sumo Sacerdote, que ha entrado en el Santuario del cielo, donde intercede por nosotros en la presencia de Dios (Hb 9,24; 10,12ss...). San Ambrosio lo comentará, diciendo:

"Esteban vio a Jesús, que 'estaba en pie a la derecha de Dios' (Hch 7,55). Esta sentado como Juez de vivos y muertos, y esta en pie como abogado de los suyos (1Jn 2,1; Hb 7,25). Está en pie, por tanto, como Sacerdote, ofreciendo al Padre la víctima del mártir bueno, lleno del Espíritu Santo. Recibe también tú el Espíritu Santo, como lo recibió Esteban, para que distingas estas cosas y puedas decir como dijo el mártir: ¡Veo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre en pie a la derecha de Dios! Quien tiene los ojos abiertos, mira a Jesús a la derecha de Dios, no pudiendo verle quien tiene los ojos cerrados: ¡Confesemos, pues, a Jesús a la derecha de Dios, para que también a nosotros se nos abra el cielo! ¡Se cierra el cielo a quienes lo confiesan de otro modo".[23]

Con la resurrección y exaltación de Jesucristo a la derecha del Padre, se inaugura el mundo nuevo: somos ya hombres celestes, porque Cristo, Cabeza de la Iglesia está en el cielo. Pero el Reino de Dios se halla todavía en camino hacia su plenitud. La Iglesia peregrina en la tierra, esperando anhelante la consumación final, confesando y deseando la Parusía del Señor, la segunda venida de Jesucristo: ¡Maranathá, ven, Señor Jesús!, cantan con fervor las Comunidades Neocatecumenales.

 

Sagrada Familia



[1] Cf Catequesis inicia­les 1ª,2ª y 7ª y Cateque­sis sobre el Credo en la Traditio y Convivencia de Itine­ran­tes en Israel de septiembre de 1979.

[2] Cf CEC 458,516,604,609. 

[3] SAN AMBROSIO, Exp. Evangelii secondum Lucam, II, 41.

[4] Cf los números siguientes del CEC sobre las diversas herejías cristológicas.

[5] ORIGENES, De Princ. II,6,2; Contra Celso IV,19; In Joan. II,26,21.

[6] Las moradas, VI,10,7.

[7] Cf. Catequesis sobre el Siervo de Yahveh de la 1ª Convivencia, que se repetirá, en múltiples formas en las convivencias de comienzo de curso de cada año.

[8] Cf. Mc 210.27;8,31;9,31; 10,33.45; 13,26; Lc 7,34;9,58;12,8-9; Mt 25,32...

[9] Cf. Catequesis del primer Escrutinio, repetida en múltiples ocasiones del Camino, por ejemplo, ver Conviven­cia de Catequistas de principio de curso de 1991.

[10] CEC 542,550,555,617,1741,

[11] S. JUSTINO, 40,1-5;94,1-2.

[12] Catequesis XIII, 1,2.36.

[13] SAN AMBROSIO, Expositio Ev. secumdum Lucam X , 107.

[14] Imposible dar referencias sobre este punto, pues se halla en todas las catequesis.

[15] S. IRENEO, Adv. haereses IV,20,7.

[16] Cf CEC 599-602;613-615.

[17]  Sermón 215,5.

[18] Cf S. IRENEO, Adv. haereses V,16,2; V,36,3.

[19] Cf todos los Kerigmas y en las Catequesis de la Iniciación a la Oración.

[20] Cf CEC 446-451.

[21] SAN ATANASIO, De Incarnatione Verbi 27.30.

[22] S. IRENEO, Expositiones, 84-85.

[23] SAN AMBROSIO, De fide III 17,137-138.

 


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