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LINEAS TEOLÓGICAS FUNDAMENTALES DEL CAMINO NEOCATECUMENAL: 7. VIDA TRINITARIA

Emiliano Jiménez Hernández

Páginas relacionadas 

                         

 VIDA TRINITARIA

a) Hijos en el Hijo por el Espíritu Santo

b) Dios uno

c) Combate espiritual

d) Libertad de los hijos de Dios

Camino neocatecumenal - Sello - Trípodo - Nueva Evangelización

a) HIJOS EN EL HIJO POR EL ESPIRITU SANTO[1]

En la pedagogía del Camino Neocatecumenal, al neocatecúmeno se le entrega el Padrenuestro -y sus catequesis respectivas- al final del itinerario de fe. Es la madre quien enseña al hijo quién es su padre y a llamarle "papá". Así después de haber reconocido a la Iglesia como madre, ésta enseña a su hijo quién es su verdadero Padre. "La salvación viene sólo de Dios; pero puesto que recibimos la vida de la fe a través de la Iglesia, ésta es nuestra madre... Porque es nuestra madre, es también la educadora de nuestra fe" (CEC 169). "Como una madre que enseña a sus hijos a hablar y con ello a comprender y a comunicar, la Iglesia, nuestra Madre, nos enseña el lenguaje de la fe para introducirnos en la inteligencia y la vida de la fe" (171). El Espíritu Santo, en la Iglesia creyente y orante, enseña a orar a los hijos de Dios" (2650).

Esta pedagogía no está en contradicción con la lógica teológica. Dios Padre es el origen y fuente primera de todo. Por eso, aunque el Padrenuestro se reciba al final, desde el comienzo del Camino Dios aparece al neocatecúmeno como el Padre que no se queda indife­rente ante su muerte, sino que manda a su Hijo querido a buscar, como pastor, a la oveja perdida, a rescatar al esclavo del pecado, a anunciar la Buena Nueva de la salvación a los pobres, a congregar en el banquete del Reino a todos sus hijos pródigos...Hablar del Hijo es ya hablar del Padre.

María, como la Iglesia, nos lleva a Cristo y Cristo nos lleva al Padre.[2] En El tenemos acceso al Padre. Ya ver a Cristo es ver al Padre: "Felipe el que me ha visto a mí ha visto al Padre". Y el Espíritu de Cristo derramado en nuestros corazones es el Espíritu del Padre, Espíritu que testimonia a nuestro espíritu que somos hijos de Dios y nos hace clamar: ¡Abba, Padre! En la acción de Dios, donde está el Hijo está el Padre y el Espíritu, como lazo de amor del Padre y el Hijo. El orden lógico o pedagógico se rompe y las tres Personas divinas aparecen juntas en su acción sobre el fiel, que se coloca bajo su acción.[3]

Y el Espíritu Santo, Espíritu del Hijo, testimonia a nuestro espíritu que somos hijos de Dios y viene en ayuda de nuestra debilidad para poder llamar a Dios "Abba, Padre". Como dice Santo Tomás:

"El Espíritu Santo hace de nosotros hijos de Dios porque El es el Espíritu del Hijo. Nos convertimos en hijos adoptivos por asimilación a la filiación natural; como se dice en Rm 8,29, estamos predestinados a ser conformes a la imagen de su Hijo, para que Este sea el primogénito de una multitud de hermanos".[4]

El Espíritu Santo es el Espíritu del Hijo. Al marcarnos con su sello nos asimila, nos hace semejantes, conforme al Hijo Unigénito. Nos hace partícipes de lo que el Hijo ha re­cibido del Padre (2P 1,4). Hermanos de Jesús (Mt 18,10; Jn 20, 17; Rm 8,29), somos hijos del Padre. Como Jesús es de Dios (Jn 8,42.47;16,25), los que creen en El son de Dios (1Jn 4,4.6;5, 19; 3Jn 11). Como El es engendrado por el Padre, ellos son engendrados por el Padre (Jn 1,13). Como El permanece en el Padre y el Padre en El, también ellos permanecen en el Padre y el Padre en ellos. En una palabra, renaciendo en Cristo por el Espíritu, nacen en Dios (1Jn 5,1.18).

Y dado que Dios Padre, origen inagotable de todo ser y de toda vida, quiere ser nuestro propio Padre y lo es por Cristo en su Espíritu, tenemos abierto el acceso a la plenitud de la vida divina en su misma fuente, Dios Padre. Por el Hijo en el Espíritu Santo, somos partícipes de la vida divina y eterna del Padre, fuente inagotable de vida, que nunca dejará de manar (Rm 8,26-39).

"La entrega (traditio) de la Oración del Señor significa el nuevo nacimiento a la vida divina. Como la oración cristiana es hablar con Dios con la misma Palabra de Dios, 'los que son engendrados de nuevo por la Palabra del Dios vivo' (1P 1,23), aprenden a invocar a su Padre con la única Palabra que El escucha siempre. Y pueden hacerlo de ahora en adelante porque el Sello de la Unción del Espíritu Santo ha sido grabado indeleble en sus corazones, sus oídos, sus labios, en todo su ser filial" (CEC 2769).[5]

La inauguración de la vida filial, que constituye el bautismo, ha de prolongarse a lo largo de toda una existencia filial. "Cuanto más entendamos la palabra de Dios, más seremos hijos suyos, siempre y cuando esas palabras caigan en alguien que ha recibido el Espíritu de adopción" (Orígenes). En efecto, sigue diciendo Orígenes, uno se convierte en hijo de aquel cuyas obras practica:

"Todos los que cometen el pecado han nacido del diablo (1Jn 3,8); por consiguiente, nosotros hemos nacido, por así decirlo, tantas veces del diablo cuantas hemos pecado. Desgraciado aquel que nace siempre del diablo, pero dichoso el que nace siempre de Dios. Porque yo digo: el justo no nace una sola vez de Dios. Nace sin cesar, nace según cada buena acción, por la que Dios lo engendra...De igual manera, también tú, si posees el Espíritu de adopción, Dios te engendra sin cesar en el Hijo. Te engendra de obra en obra, de pensamiento en pensamiento. Esta es la natividad que tú recibes por la que te conviertes en hijo de Dios engendrado sin cesar en Cristo Jesús".[6]

Shemá - Dios uno

 

b) DIOS UNO[7]

El camino de Israel por el desierto es el paradigma del itinerario de la fe, que conduce a la alianza con Dios. Este camino de vida en la libertad, Dios se lo revela al pueblo en la Thorá, que se resume en el Shemá: "Escucha, Israel: Yahveh nuestro Dios es el único Dios. Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas" (Dt 6,4). "Esto te hará feliz en la tierra que mana leche y miel" (Dt 6,3).

A lo largo del Camino, y a medida que la Palabra de Dios va iluminando al neocatecúmeno, éste aprende que Yahveh es el único Dios.[8] Y, como consecuencia, que amarlo con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas es vivir (Cfr. Lc 10,25-28). Cantar el Shemá será para las Comunidades recordar y confesar la unicidad de Dios, no sólo de una manera teórica, sino vivencial. Frente al único Dios, caen los ídolos del hedonismo, dinero, afectos, poder...[9]

La conversión al único Dios se realiza en el centro de la vida, desde las realidades que acaparan el corazón, la mente y las fuerzas del hombre. La fe en Dios cuestiona la vida en su totalidad. Se trata de confrontar la fe en Dios con las tres tentaciones que vivió y venció Jesús, que son las tentaciones de Israel y, en definitiva, de todo hombre. El Tentador instiga al hombre para que se asegure el pan (confort, comodidad, sensualidad) en el dinero, para que rechace la historia (con la necedad o absurdo de la cruz) y, para ello, le invita a postrarse ante los ídolos. Todas estas tentaciones atentan contra el puesto único debido sólo a Dios.

El hedonismo -búsqueda del placer como ley de vida-, el deseo de autonomía -la libertad autónoma como aspiración absoluta- y el afán de dinero -como fuente y fuerza de realización humana- es la triple tentación de todo hombre.

        El hombre, como el pueblo de Israel, quiere asegurarse por sí mismo la vida, sin depender de Dios. En lugar de confiar en la providencia del Padre, busca la seguridad en el dinero. Esta tentación no es simplemente de orden moral; es la prueba de la fe; entra en juego la libertad del hombre frente a Dios. El hambre, la sed, la incomodidad, el sufrimiento ponen al hombre en la situación de decidirse por Dios -"por toda palabra que sale de la boca de Dios"- o por el placer inmediato, por el plato de lentejas de Esaú, las carnes y cebollas de Egipto, aunque suponga renunciar a la promesa, a la bendición del futuro. La obsesión por la seguridad impide al hombre abrirse al futuro, a la esperanza, a Dios. Es una de las tentaciones típicas del hombre actual, de la era tecnológica y de la sociedad de consumo.

Como ya queda dicho la tentación del hedonismo brota de la tentación de la auto­nomía. El hombre rechaza la historia que Dios le presenta porque quiere él "ser Dios", "conocedor del bien y del mal". El hombre niega a Dios para constituirse en Dios de su vida, decidiendo por sí mismo lo que es bueno y lo que es malo para él. Es la tentación de Massá y Meribá, "donde los israelitas tentaron a Dios, diciendo: ¿está Yahveh entre nosotros o no?" (Ex 17,7). Ante el desierto, ante la historia concreta del hombre, en su condición de creatura con sus limitaciones, ante la cruz de la existen­cia, el hombre tienta a Dios, intimándole a poner fin a la prueba, a quitarle la cruz, a cambiarle la historia.[10] En vez de aceptar la vida que Dios le ha dado -"no tentarás al Señor tu Dios"-, el hombre o pretende utilizar a Dios para sus intereses o niega a Dios. Es lo que hace el ateísmo, "uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo" (GS 19).

Pero, cuando el hombre niega al único Dios, para sentirse autónomo, sin depender de El, entonces experimenta la desnudez y el miedo (Gn 3,10). Esto le obliga a venderse a los poderes del "señor del mundo", entregándole todas sus fuerzas. Por eso el hombre sin Dios se construye sus ídolos, su becerro de oro. El hombre se vende a las obras de sus manos, experimentando la esclavitud del éxito, de la gloria, del dinero, del poder, de la ciencia, de la técnica...

Jesús, "en todo semejante a los hombres excepto en el pe­cado" (Flp 2,6-7) y "habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados" (Hb 2,18; 4,15). El neocatecúmeno, desvelando estas tres tentaciones que le acechan cada día, acogiendo la victoria de Jesucristo sobre el Tenta­dor, puede reconocer a Dios como el único Dios de su vida: "Al Señor tu Dios adorarás y sólo a El darás culto" (Mt 4,10).[11]

Creer en Dios, como único Dios, significa retirar nuestra confianza absoluta a cualquier otra cosa. Significa superar la tentación de idolatría que nos lleva a poner la confianza en las riquezas (Mt 6,24), en el placer (Flp 3,19), en el poder (He 4,19; Mc 12,17). Pues "sabemos que el ídolo no es nada y no hay más que un único Dios. Pues aún cuando se les de el nombre de dioses, ya sea en el cielo ya sea en la tierra -y de hecho hay numerosos dioses y señores-, para nosotros no hay más que un Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos, y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros" (1Cor 8,4-6).

Creer en Dios significa llevar grabado en el corazón y vivir en la historia el Shemá: "Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas" (Mc 12,29-30).

Creer en Dios significa estar, como Abraham, como María, abiertos a lo imposible, "esperando contra toda esperanza", "pues nada es imposible" "al poder del Altísimo" (Lc 1,35-37) y reconocer agradecidamente, como creación de Dios, lo imposible acontecido: "Proclama mi alma la grandeza del Señor... por­que el Poderoso ha hecho obras grandes en mí" (Lc 1,46ss).

 

El combate espiritual de todos los días

c) COMBATE ESPIRITUAL[12]

De este modo la vida del cristiano es un combate entre la carne y el Espíritu. Para este combate en el Camino se entregan las armas, que posee la Iglesia. Contra la tentación de la comodidad y sensualidad la Iglesia ofrece el arma del ayuno, de la mortificación, como un negarse a sí mismo, dar muerte a las apetencias del hombre de pecado. Contra la tentación de la autonomía frente a Dios, está el arma de la oración, el reconocimiento en adoración de Dios como Dios. Y frente a los ídolos, que hallan su síntesis en el dinero, la limosna. La esperanza en Dios en medio del sufrimiento y de las privaciones, la fe en Dios ante lo absurdo de la historia para la razón humana y el amor a Dios por encima de todas las cosas es el triunfo de Cristo hecho vida en el cristiano. Es el Shemá cumplido: "Amar a Dios con el corazón, con la mente y con las fuerzas", como Cristo con el corazón atravesado por la lanza, con la mente coronada de espinas y manos y pies -las fuerzas del hombre- clavados en la cruz.

"En el hombre existe, porque es un compuesto de espíritu y cuerpo, existe cierta tensión, y se desarrolla una lucha de tendencias entre el 'espíritu' y la 'carne'. Pero, en realidad, esta lucha pertenece a la herencia del pecado. Es una consecuencia de él, y, al mismo tiempo confirma su existencia. Forma parte de la experiencia cotidiana del combate espiritual" (CEC 2516). "Para poder poseer y contemplar a Dios, los fieles cristianos mortifican sus concupiscencias y, con la ayuda de Dios, vencen las seducciones del placer y del poder" (2549). "El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual" (2015). "Este combate y esta victoria sólo son posible con la oración. Por medio de su oración, Jesús es vencedor del Tentador, desde el principio y en el último combate de su agonía. En esta petición a nuestro Padre, Cristo nos une a su combate y a su agonía" (2849). "Orar es una necesidad vital: si no nos dejamos llevar por el Espíritu caemos en la esclavitud del pecado" (2744).

Este es el combate de todos los días en la vida del discípulo de Cristo. El cristiano, renacido del agua y del Espíritu, tiene ya el Espíritu, es hijo de Dios, pero se encuentra aún en la carne; experimenta dentro de sí una resistencia al Espíritu, a la vida filial de obediencia al Padre. Esta lucha no termina nunca en esta vida. El amor de Dios no suprime la libertad del hombre. Es más, con la manifestación del Espíritu en el cristiano, es cuando comienza realmente la lucha. Espíritu y carne son antagónicos, enemigos irreconciliables (Cf. Ga 5,16-17). El Espíritu, derramado en el cristiano en su bautismo, es el germen de la vida nueva. Por ello, el Espíritu está en lucha con la vida pasada de pecado y de muerte. Es el drama del cristiano con la carne en tensión contra el Espíritu. La carne habita en nosotros lo mismo que habita el Espíritu. Y, por el pecado, la carne, la situación existencial del hombre, se ve poseída por una inclinación contraria a la vocación de hijo de Dios, miembro del cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo. El Camino Neocatecumenal es el tiempo de entrenamiento para esta lucha que dura toda la vida.

El hombre sabe que su vida es don de Dios. Sabe que su vida es, desde su origen, vida teologal, de diálogo con Dios. En soledad el hombre no es hombre. El pecado, que corta el diálogo, lleva siempre al hombre a la desnudez, a la necesidad de esconderse, de aislarse, al miedo, a la soledad, a la muerte (Cf Gn 3;Os 1-3).

El pecado se origina en lo más íntimo del hombre, donde el Maligno le insinúa e infunde el ansia de ser como Dios, de robar a Dios "el fuego sagrado", en su deseo de autonomía. El pecado para Jesús no es una simple transgresión de las "tradiciones humanas" (Mc 7,8) sobre purificaciones (Mt 15,2-8), ayunos (Mc 2,18-20) o reposo sabático (Mc 2,23-28;3,1-5). El pecado no es algo exterior al hombre. Tiene sus raíces en el corazón: en el corazón del hombre es ahogada la Palabra de Dios (Mc 4,18-19) y "del corazón del hombre provienen todos los pecados que manchan al hombre: intenciones malas, fornicacio­nes, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraudes, libertinaje, envidias, injurias, insolencias, insensateces. Todas estas perversio­nes salen de dentro y contaminan al hombre" (Mc 7,20-23).

Por ello, Jesús sabe que el origen último del pecado no está en el hombre. Los pecadores son, en realidad, "hijos del maligno".[13] El es el "malvado".[14]  El diablo es quien esclaviza al hombre (Lc 13,16) y le enfrenta a Dios (Mt 12,28; Lc 11,20); él arrebata la Palabra sembrada en el corazón (Mc 4,4.15) y engaña siendo "mentiroso y padre de la mentira" (Jn 8,44), llevando al hombre a la muerte, pues es "homicida desde el principio":

"No eres tú el único autor del pecado; también lo es el pésimo consejero: el Diablo. El es su autor y padre del mal, pues 'el Diablo peca desde el principio' (Jn 3,8). Antes de él nadie pecaba. Así recibió el nombre por lo que hizo, pues siendo arcángel, por haber 'calumniado' (diaballein) fue llamado Diablo (Calumniador).[15] De ministro bueno de Dios, se hizo Satanás, que significa adversario, que fomenta las pasiones. Por su causa fue arrojado del Paraíso nuestro padre Adán...".[16]

En definitiva la lucha del Diablo -diaballein=separar, dividir- es el combate por alejar al hombre de Dios. Así lo ve Jesús, que concibe su misión como llamada y oferta de la conversión, vuelta a Dios (Mc 1,15). Jesús ha venido a "reunir a los hijos dispersos de Israel" (Mt 23,37). Los pecadores son como una "dracma perdida", una "oveja descarriada" o un "hijo perdido" en un país lejano, "lejos de la casa del Padre", a quien Jesús busca y acoge (Lc 15,1-32).

El pecado cobra toda su profundidad ante la vivencia del amor grandioso de Dios, manifestado en su Hijo Jesucristo. Por ello, desde nuestra miseria, exultantes por la misericordia de Dios, podemos cantar en la Pascua, "Oh feliz culpa, que mereció tan gran Redentor". La reconciliación del perdón llena de alegría a Dios y al pecador: "alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido. De igual modo habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión". Se alegran Dios y los ángeles. Nada extraño que, al encontrar al hijo perdido, "celebre una fiesta con danzas y flautas" (Lc 15,25)

El Espíritu Santo, el Paráclito que Jesús promete, tiene como misión "convencer al mundo de pecado". Como abogado del Padre, al revisar el proceso injusto hecho por los hombres al Hijo querido, condenándolo como malhechor y blasfemo y sentencián­dolo a la ignominiosa muerte de cruz, el Espíritu convence a los hombres de su injusticia, declarándo­les culpables, declarando igualmente a Jesús inocente, acogido por el Padre. De este modo el Paráclito manifestará el sentido de la muerte de Jesús, derrota y condenación, no del hombre, sino del Príncipe de este mundo:

"Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré, convencerá al mundo de pecado, por no haber creído en mí, y de injusticia porque voy al Padre y hará el juicio del Príncipe de este mundo, que ya está condenado" (Jn 16,7-11).

El mismo día de Pentecostés halló cumplimiento esta promesa de Cristo. Pedro, "lleno del Espíritu Santo", convence a sus oyentes de pecado, por no haber creído en Cristo, condenándolo a muerte de cruz. Les anuncia la justicia que ha hecho el Padre, resucitando a su Hijo y exaltándolo a su derecha como Señor. Y les anuncia la condena de Satanás, llamándoles a acoger el perdón de Cristo.

Esto sigue haciéndolo hasta hoy en la Iglesia. Actuando en el interior del hombre, el Espíritu Santo, nos descubre los engaños de nuestra vida. Iluminándonos la cruz de Cristo nos hace sentirnos juzgados y, al mismo tiempo, perdonados por el amor de Dios, que es más grande que nuestro pecado. Ante la luz penetrante del Espíritu, caen todas nuestras falsas excusas; se derrumba todo intento de autojustificación. El fariseo, que no quiere reconocerse pecador, tendrá siempre la tentación de "apagar el Espíritu", para no "dar gracias en todo, que es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de nosotros" (1Ts 5,18-19). La conversión comienza por el reconocimiento del propio pecado.

Nuestro Testimonio: Jesús es el Hijo de Dios

 

d) LIBERTAD DE LOS HIJOS DE DIOS[17]

El cristiano, a quien el Espíritu ha infundido el amor de Dios, realiza espontánea­mente una ley que se resume en el amor: "no está bajo la ley, pero no está sin ley".[18] Esta es la verdadera libertad, como muy bien dice Santo Tomás:

"El hombre libre es aquel que se pertenece a sí mismo. El esclavo es el que pertenece a su amo. Así, el que actúa espontáneamente, actúa libremente; pero el que recibe el impulso de otro, no actúa libremente. Aquel que evita el mal, no porque es mal, sino porque es un precepto del Señor, no es libre. Por el contrario, el que evita el mal porque es un mal, ése es libre. Justamente ahí es donde actúa el Espíritu Santo, que perfecciona interiormente nuestro espíritu, comunicándole un dinamismo nuevo. Se abstiene del mal por amor, como si la ley divina mandara en él. Es libre no en el sentido de que no esté sometido a la ley divina, sino porque su dinamismo interior le lleva a hacer lo que prescribe la ley divina".[19]

La reconciliación con Dios, en el perdón de los pecados, llena de alegría a Dios y al pecador perdonado. El pecador, que ha experimentado la esclavitud y la muerte del pecado, implora a Dios que le "devuelva el gozo y la alegría" (Sal 51,10.14). Con "alegría" acoge Zaqueo a Jesús en su casa. Se "alegra" el pastor al encontrar a la oveja perdida y, lleno de gozo, invita a la alegría a "sus amigos y vecinos"; se "alegra" la dueña de la casa al encontrar la dracma perdida y lo celebra con sus amigas y vecinas: ¡Alegraos conmigo! Así "se alegra" Dios y, con El, los ángeles del cielo, por un solo pecador que se convierte..."Dichoso, pues, el hombre a quien Dios perdona su pecado" (Sal 31,2; Rm 4,5). Por ello, quien ha experimentado el pecado -"tu hermano estaba muerto"- y, luego, ha experimentado la alegría del perdón, no desea perderla y comprende que el Señor, al perdonarlo, le diga: "No peques más" (Jn 8,11).

"Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino... mostrándoles de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos y la inmensa 'alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta' (Lc 15,7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida 'para remisión de los pecados' (Mt 26,28)" (CEC 545). "(En la parábola del hijo pródigo), el mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, llena de alegría, que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza" (1439).

Sólo el fariseo, el hermano mayor, no puede comprender la fiesta del perdón ofrecida al hermano menor, porque para él el pecado supone "orgías de placer, despilfarrando la herencia del Padre" y no muerte. Como no comprenden el perdón de Jesús a la mujer sorprendida en adulterio (Jn 8,1-11) quienes, con las piedras en las manos hipócritas, se presentan como cumplidores de la ley. Lo entenderá Pablo, que dice: "la vida que vivo al presente, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí" (Ga 2,20). En este "por mí" está concentrada toda la profundidad personal del pecado, la gratuidad del perdón y el amor agradecido por el perdón. Morir por un justo entra en las posibilidades humanas, pero dar la vida por el impío, morir por el perseguidor, por el enemigo, es "la prueba del amor de Dios en Cristo" (Rm 5,7-8).

"La Ley nueva es la gracia del Espíritu Santo dada a los fieles mediante la fe en Cristo" (1965). "La Ley nueva es llamada ley de amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo más que por el temor; ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos; ley de libertad, porque... nos inclina a obrar espontáneamente bajo el impulso de la caridad y nos hace pasar de la condición del siervo 'que ignora lo que hace su señor', a la de amigo de Cristo, 'porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer' (Jn 15,15)" (1972).

El perdón es la fuente de un amor más grande; con su gratuidad crea la gratitud en el pecador perdonado. Es la experiencia de tantas Familias en misión del Camino Neocate­cumenal, que habiéndose sentido perdonados, reconciliados con Dios y sacados del infierno de su vida anterior, lo dejan todo y parten a anunciar ese amor, del que son testigos en su propia familia. Cuantas veces han repetido lo que ya decía San Ireneo:

"Dios fue magnánimo cuando el hombre le abandonó, anticipándose con la victoria que le sería concedida por el Logos. Pues, como permitió que Jonás fuese tragado por el monstruo marino (Jon 2,1-11), no para que pereciera totalmente, sino para que, al ser vomitado (2,1), glorificase más a quien le había otorgado tan inesperada salvación, así desde el principio permitió Dios que el hombre fuese tragado por el gran monstruo, Satanás, autor de la transgresión (Gn 3,1-6.14), no para que pereciera totalmente, pues tenía preparado de antemano el don de la salvación en Quien la realizaría por el signo de Jonás (Mt 12,39-40). Quiso que el hombre pasase por todas las situaciones y gustase el conocimiento de la muerte, para llegar por ella a la resurrección de los muertos (Jn 5,25; Ef 5,14) y experimentar de qué mal había sido librado. Así sería siempre grato al Señor, por haber recibido de El el don de la incorrupción, y le amaría mucho más, pues 'ama más aquel a quien más se le perdona' (Lc 7,42-43)".[20]

La Iglesia celebra el don del Espíritu Santo como perdón de los pecados. El amor de Dios, Padre misericordioso, que ha reconciliado al mundo consigo, por la muerte y resurrec­ción de Jesucristo, ha enviado el Espíritu Santo a la Iglesia para hacer presente y actual esta obra en el perdón de los pecados, como recoge la fórmula de la absolución del sacramento de la Penitencia. Por ello el Espíritu Santo trae al cristiano la verdadera liberación: "Donde está el Espíritu del Señor, hay libertad" (2Cor 3,17). "Vosotros, hermanos, fuisteis llamados a la libertad...Si os dejáis guiar por el Espíritu, no estáis ya bajo la ley" (Ga 5,13.18). Es lo que canta Pablo en la carta a los Romanos:

"Por consiguiente, ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús. Porque la ley del Espíritu, dador de la vida en Cristo Jesús, nos liberó de la ley del pecado y de la muerte. Pues lo que era imposible a la ley, reducida a la impotencia por la carne, Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó al pecado en la carne, a fin de que la justicia se cumpliera en nosotros, no según la carne, sino según el Espíritu. Efectivamente, los que viven según la carne, desean lo carnal; mas los que viven según el Espíritu, lo espiritual. Pues las tendencias de la carne son muerte; mas las tendencias del Espíritu, vida y paz, ya que las tendencias de la carne llevan al odio a Dios; no se someten a la ley de Dios, ni siquiera pueden; así, los que están en la carne, no pueden agradar a Dios. Mas  vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu, ya que el Espíritu de Cristo está en vosotros, aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el Espíritu es vida a causa de la justicia...Así que, hermanos míos, no somos deudores de la carne para vivir según la carne, pues, si vivís según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis. En efecto, todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Pero no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor, antes bien, recibisteis un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace clamar: ¡Abba, Padre!" (Rm 8,1-15).  

La ley nueva del cristiano no es sino el Espíritu Santo o su efecto propio en nosotros, es decir, la fe que obra por el amor.[21] El Espíritu es tan interior a nosotros que El es nuestra espontaneidad. Así el Espíritu nos hace libres en la verdad. Santiago puede llamar a esta ley del cristiano "ley de libertad" (1,5;2,12). Y San Pablo dirá: "Porque vosotros hermanos, fuisteis llamados a la libertad. Solamente que esta libertad no dé pretexto a la carne; sino al contrario, por medio del amor poneos los unos al servicio de los demás. Pues toda la ley queda cumplida con este solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Gál 5,13-14;Cfr Rom 7,5-6).[22]

Es la libertad, hecha capacidad de servicio a los demás. Como la vive San Pablo: "¿No soy libre? Y, siendo libre respecto de todos, me hice esclavo de todos para ganar al mayor número posible" (1Cor 9,1.19). Esta libertad, don del Espíritu, lleva al Apóstol a anunciar a Jesucristo con parresía.[23]  Es la libertad e intrepidez que da el Espíritu a los mártires frente a los torturadores. Es la libertad de los hijos de Dios, para quienes servir es reinar.

 

Somos hijos de Dios libres



[1] Cf de un modo particular las Catequesis de la Etapa de la entrega del Padrenuestro.

[2] "Por medio de María, el Espíritu Santo comienza a poner en comunión con Cristo a los hombres 'objeto del amor benevolente de Dios' (Lc 2,14)" (CEC 725).

[3] De todos modos, dado que no se podía decir todo a la vez, algún orden había que seguir en este intento de síntesis teológica del Camino.

[4] SANTO TOMAS, Contra Gentiles IV, 24,1. Y antes había dicho: "La adopción, aunque es común a toda la Trinidad, es apropiada al Padre como a su autor, al Hijo como a su ejemplar, al Espíritu Santo como a quien imprime la semejanza de este ejemplar en nosotros" (III, 23,2).

[5] "El bautismo no solamente purifica de todos los pecados, hace también del neófito 'una nueva creación', un hijo adoptivo de Dios, 'partícipe de la naturaleza divina', miembro de Cristo, coheredero con El y templo del Espíritu Santo" (1265). "Podemos invocar a Dios como Padre porque El nos ha sido revelado por su Hijo hecho hombre y su Espíritu nos lo hace conocer" (2780). "El hombre nuevo, que ha renacido y vuelto a su Dios por la gracia, dice primero Padre, porque ha sido hecho hijo" (2782).

[6] ORIGENES, Com. al Evang. de San Juan XX,293; Homi­lías sobre Jr IX,4.

[7] Cfr toda la Convivencia del SHEMA y del 2º Escruti­nio.

[8] Cfr CEC 198,201-202.

[9] CEC  2097, 2112-2113.

[10] Cf Ex 15,25;­17,1-7; Sal 95,9.

[11] "Impulsado por el Espíritu al desierto..., Satanás tienta a Jesús tres veces tratando de poner a prueba su actitud filial hacia Dios. Jesús rechaza estos ataques que recapitulan las tentaciones de Adán en el Paraíso y las de Israel en el desierto" (CEC 538). "Los evangelistas indican el sentido salvífico de este acontecimiento misterioso. Jesús es el nuevo Adán que permaneció fiel allí donde el primero sucumbió a la tentación. Jesús cumplió perfectamente la vocación de Israel... Jesús es vencedor del diablo; él ha 'atado al fuerte' para despojarle de lo que se había apropiado (Mc 3,27). La victoria de Jesús en el desierto sobre el Tentador es un anticipo de la victoria de la Pasión, suprema obediencia de su amor filial al Padre" (539). "Cristo venció al Tentador en favor nuestro" (540).

[12] Cf Anuncios de Cuaresma y convivencia del 2º Escruti­nio y Catequesis sobre la Renovación de las prome­sas bautis­males en la Elección.

[13] Mt 13,38; Jn 8,38-44.

[14] Mt 5, 37; 6,13; 12,45; Lc 7,21;8,2.

[15] El Diablo acusa siempre, calumniando a Dios (Gn 3,1-5; Mt 4,3) y a los hombres (Jb 1,6-10;2,1-6; Za 3,1; Ap 12,10), siendo, por ello, llamado Diablo "por acusar a Dios ante los hombres y a los hombres ante Dios": SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilía I: De Diabolo Tentatore; SAN ILDEFON­SO, Etimologías VIII,11,18.

[16] SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis II,4.

[17] Cf en particular Catequesis a los jóvenes del Camino con ocasión de los jubileos convocados por el Papa.

[18] SAN AGUSTIN, In Ioan.Evangelium III,2; De spiritu et littera, IX,15.

[19] SANTO TOMAS, In 2Cor, c.3,lect.3.

[20] SAN IRENEO, Adv.Haer. III,20,1-3. Al origen del Camino Neocatecumenal está esta misma experiencia en la vida personal de Kiko y de los hermanos de las barracas.

[21] Cf SANTO TOMAS, I-II,q.106,a.1 y 2; In Rm c.8, lect 1;In Hb c.8,let.2.

[22] "Justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios, santificados y llamados a ser santos, los cristianos se convierten en el templo del Espíritu Santo. Este Espíritu del Hijo les enseña a orar al Padre y, haciéndose vida en ellos, les hace obrar para dar los frutos del Espíritu por la caridad operante. Sanadas las heridas del pecado, el Espíritu Santo nos renueva interiormente mediante una transformación espiritual, nos ilumina y nos fortalece para vivir como hijos de la luz, por la bondad, la justicia y la verdad en todo" (1695).

[23] Flp 1,19s;2Co 3,7-12;Hch 4,8.31;18,25s.

 


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