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7. COMBATE CON GOLIAT: David un hombre según el Corazón de Dios según la Escritura y el Midrash

Emiliano Jiménez Hernández

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David un hombre según el corazón de Dios

 

David ha dejado el palacio real y regresado a su tierra con su padre. Un día, como de costumbre, David sacó el rebaño a pastar sobre los montes. Al llegar a la cima del lugar elegido, buscó un matorral para sentarse a su sombra y protegerse de los rayos sofocantes del sol. Era tal el calor que David no sentía ganas ni de tocar la cítara ni de canturrear sus canciones. Se quedó, a la sombra, dando vueltas, apesadumbrado, a sus preocupaciones por la suerte de Israel en guerra, una vez más, con los filisteos.

David, el pequeño, ha sido de nuevo excluido en esta ocasión. Sólo sus hermanos mayores se hallan presentes en el campo de batalla. Con él no se cuenta en los momentos importantes. Nadie piensa en David en los momentos cruciales. Es la historia del elegido de Dios, olvidado de los hombres por su insignificancia, pero amado y escogido por Dios para desbaratar los planes de los potentes. Lejos del campo de batalla, David pasa su tiempo con las pacíficas ovejas. Lejos del atronador ruido de la guerra, con su fragor de armas y gritos amenazantes, David se halla en la paz del campo, con su padre anciano en la pequeña y tranquila ciudad de Belén. Mientras en el valle del Terebinto se decide la suerte de Israel, David no escucha más que los balidos del rebaño.

El rey Saúl, para responder al ataque de los filisteos, había llamado a las armas a sus mejores hombres. Pero el enemigo era mucho más fuerte y disponía de municiones de las que carecía el ejército de Israel. Los filisteos se habían fabricado espadas y puñales, escudos y carros armados, mientras que los israelitas apenas si tenían armas de hierro. Sus únicas armas eran arcos, flechas y bastones. En estas condiciones la posibilidad de victoria era prácticamente nula para Israel. Y, a pesar de los graves riesgos de esta guerra, David se consumía por los deseos de participar en ella. En sus horas interminables y soñolientas tras las ovejas, no cesaba de preguntarse:

-¿Por qué sólo han sido llamados a las armas los hombres de más de veinte años? ¿Es que un joven como yo no puede batirse con el enemigo? Si se me permitiera enrolarme en el ejército del rey estoy seguro que lograría levantar el honor de Israel.

David con la honda



Con estos pensamientos en el cuerpo, al regresar a casa, día tras día, pedía a su padre que le permitiese ir al campamento a ver a sus tres hermanos mayores. Pero el padre siempre le repetía lo mismo:

-Aún eres demasiado joven, hijo mío, y el rey tiene necesidad de hombres maduros. Ya verás que hay suficientes soldados para, con la ayuda del Señor, vencer a esos filisteos. Anda, sigue apacentando el pequeño rebaño y piensa que también se necesita valor para ser pastor.

Pero David no entendía de qué valor hablaba el padre. Llevar el ganado a pastar, ver cómo las ovejas se mueven en busca del pasto por sí mismas y estar sentado sin hacer nada... ¿Dónde está el valor del pastor? Refunfuñando en su interior, le pasó por la mente escaparse y marchar al campamento a escondidas de su padre. Pero rechazó enseguida la idea; no estaba bien que un pastor abandonase su rebaño... En medio de estas cavilaciones, adormilado por el calor del día, se sumió en un dulce sopor hasta que se durmió con el cayado al lado y la cabeza apoyada sobre el zurrón. Pero, al rato, de improviso le despertó un horrible rugido proveniente del fondo del campo. Las ovejas, sobresaltadas, balaban y huían en remolinos por todas partes. Al ver a su rebaño desbandado por el campo, David miró alrededor para darse cuenta de lo que sucedía.

No lejos de él, David vio a un cachorro de león abalanzándose contra un cordero. Ya le había dado un zarpazo y el pobre cordero se debatía entre las fauces del león, al mismo tiempo que lanzaba sus balidos angustiados. David, sin pensar en un momento en huir, salió corriendo hacia el león. Con el cayado en la mano se abalanzó sobre él y comenzó a descargar golpes sobre su cabeza. El león, sorprendido, lanzó un furioso rugido y soltó al cordero. Por un instante el león retrocedió, pero al instante la fiera feroz saltó sobre el pastor. David, que no pensaba en sí, no se acobardó, sino que con una mano cogió al león por la quijada y con la otra lo golpeaba con todas sus fuerzas en la cabeza. Los rugidos del león, mientras se retorcía tratando de apresar entre sus zarpas a David, llenaban el aire del campo. Finalmente el león perdió sus fuerzas y se derrumbó por tierra, sin lograr ya levantarse por más que se agitaba y rugía...

David vence al león



Terminada la lucha, David, al son del arpa, logró reunir de nuevo en torno a sí a las ovejas dispersas. Al regresar en la tarde a casa, en la misma puerta, lo esperaba su padre Jesé. David hubiera preferido pasar inadvertido, pero no pudo ocultarse a su padre que, al verle aparecer con sus ropas desgarradas y los brazos llenos de arañazos, se quedó atónito, sin saber qué decir. Corrió a su encuentro y lo abrazó un largo rato. Repuesto del susto, el padre preguntó qué le había sucedido. David contó todo atropelladamente. El padre, cuya expresión había ido cambiando a medida que escuchaba al hijo, le abrazó de nuevo, ahora con admiración y amor. Complacido, el padre abrió sus labios:

-¿No te había dicho que también se requiere valor para ser pastor? ¿Eh? Y tú querías abandonar el rebaño para ir al combate. Ya has visto que para mostrar tu valor no tienes necesidad de ir a la guerra. Me siento orgulloso de ti.

Esta es una de las muchas ocasiones en que David, en la soledad del desierto, demostró su valor. La aventura más prodigiosa fue la del mamut. La verdad es que David la guardó como un secreto, pues nunca supo si fue algo más que un sueño. David encontró el mamut dormido y, tomándolo por una montaña, empezó a subir a ella. Pero, de repente, el mamut se despertó y se puso en pie. David se encontró en el aire encima de la enorme bestia. Asustado, David hizo al Señor el voto de construirle un templo alto como el mamut, si salía salvo de aquella situación. Dios entonces acudió en su auxilio. Mandó un león, que era el único animal que infundía temor al mamut. El mamut se arrodilló ante el rey de la selva y así David pudo descender fácilmente de él. En aquel momento apareció un ciervo y el león salió corriendo tras él. De este modo David se libró del mamut y del león. Con la piel del león vencido David se hizo un vestido de piel, que siempre llevó consigo como memorial de la bondad del Señor para con él. Satisfecho con su hijo, mientras acariciaba sus rojos cabellos, el padre añadió:

-Y ahora tengo una buena noticia para ti. Mañana te dejaré ir al campamento a visitar a tus hermanos. Te mandaré a llevarles trigo tostado y unos panes. También te prepararé unos quesos como regalo para el capitán del ejército. Quiero que vayas a ver cómo les va a tus hermanos y vuelvas a contármelo.

David no creía lo que oían sus oídos. Le llegaba la ocasión deseada. Podría ir al campo de batalla y, aunque sólo fuera una breve visita a sus hermanos, podría ver a los soldados de Israel, a los altos oficiales y quizá, ¿quién sabe?, hasta al mismo rey en persona... Padre e hijo se entretuvieron aún un buen rato haciendo los preparativos del viaje. Después se fueron a dormir, aunque David no logró conciliar el sueño en toda la noche. Esa noche soñó con los ojos abiertos, viendo héroes y oyendo cantos de batalla, acompañados por la melodía de su arpa.

Al despuntar el alba, David se levantó, corrió un momento al redil como para despedirse de las ovejas. Allí encontró ya a un joven a quien su padre había buscado para sustituirlo en su ausencia. David le recomendó que cuidase de los corderos y de las ovejas más delicadas y se marchó, llevándose en sus oídos los balidos del rebaño que se lamentaba de su abandono. Pero no era el momento de caer en sentimentalismos. David se echó al hombro el gran saco con todo lo que la víspera había preparado con su padre y, con paso ligero, lleno de alegría, emprendió la marcha hacia el lugar donde acampaba el ejército de Israel. Ansioso por llegar, no sentía el peso del saco ni el calor del sol, que aumentaba a medida que pasaban las horas. Inconscientemente se pasaba el saco de un hombro a otro y seguía caminando sin detenerse ni a comer siquiera.

Hacia mediodía comenzó a distinguir las primeras señales de la cercanía del campamento: los campos de mieses estaban devastados. Pronto David se topó con los centinelas que le detenían y lo sometían a todo un interrogatorio antes de dejarle seguir adelante. Sorprendido al principio, David comprendió la importancia de la seguridad del ejército y respondió con toda seriedad a cuantas preguntas le hacían. Y ya no eran sólo los centinelas y los controles, ante su vista aparecía el campamento de Israel. Primero sus ojos no divisaron más que una masa informe de gente que se movía desordenadamente, casi como un rebaño enorme de ganado. Pero, al acercarse, pudo distinguir los diversos escuadrones, cada uno en torno a la propia bandera. Ya llegaba a sus oídos un rumor sordo y creciente como de mar agitado.

Ante semejante espectáculo, David aceleró el paso, sin darse cuenta de que iba sudando por todos los poros de su cuerpo. Al llegar a la entrada del campamento, se le acercaron dos guardias que le exigieron la explicación de los motivos de su presencia en el campamento. Escuchadas sus palabras, lo acompañaron a la tienda de sus hermanos. Apenas vio a sus hermanos a la entrada de la tienda, a David le brincó el corazón y a gritos les llamó:

-¡Eliab, Abinadab, Šammá! ¿Cómo estáis?

Sin responder, los tres hermanos introdujeron a David en la tienda y, ya dentro, le preguntaron por el padre y por toda la familia. Probaron un poco de todo lo que David les había llevado. David comió con ellos, pero, a pesar del gran apetito que tenía, no dejó de fijar su vista en el rostro de sus hermanos. Estaba sorprendido. El había imaginado a sus hermanos felices y serenos, orgullosos de estar en la guerra contra los enemigos de Israel y, sin embargo, sólo advertía en ellos agitación y preocupación. Las preguntas que llevaba preparadas se le helaron en su interior. No se atrevió a preguntar el porqué de ese aire angustiado de sus rostros. David pensó que lo mejor era dejar a los hermanos y salir a llevar al capitán del ejército el don que había llevado para él. Pero apenas lo mencionó, Eliab le dijo oscamente:

-Tú te quedas aquí en la tienda a descansar; iremos nosotros a ofrecer el homenaje al capitán.

No podía creerlo ni resignarse. A pesar del tono de las palabras del hermano mayor, David se atrevió a suplicar:

-No, por favor, dejadme dar una vuelta por el campamento. Yo no he venido aquí a descansar, ya tendré tiempo de descansar cuando vuelva a casa.

Pero Eliab le cerró la boca, exclamando mientras le apuntaba con el dedo:

-Ya conozco tu atrevimiento y la maldad de tu corazón. Ya sé a qué has venido; tú lo que deseas es ver la guerra y, por ello, has abandonado el rebaño en el campo.

Una vez más aparece el contraste entre el hermano mayor y el menor. Eliab, el grande, imponente hombre rudo de guerra, se halla frente al pequeño y frágil hermano, venido del campo del pastoreo sólo para traer provistas y llevar noticias al padre de sus hijos, pero que con sus movimientos y preguntas denuncia el miedo e impotencia de quienes confían en sus fuerzas y se olvidan del Señor. David mete el dedo en la llaga y se alza como la conciencia de Israel, manifestando lo que cada fiel israelita debería hacer.

David quiso replicar, pero comprendió que era inútil y se mordió la lengua para no responder. Quiso esquivar la vigilancia de sus hermanos y salir a dar una vuelta por el campamento, pero tampoco esto le fue posible. Entonces, con la pena y la desilusión en el alma, decidió regresar a casa con el padre, que sin duda le estaría esperando.

David no quedó muy contento de su primera visita al campamento. Pero Jesé siguió mandándolo a visitar a sus hermanos para tener noticias de ellos. Y un día, durante una de estas visitas, David logró burlar la vigilancia de sus hermanos y llegó hasta el centro del campamento. Las tropas se hallaban dispuestas en círculo, prontas para la batalla. Israel y los filisteos se encontraban frente a frente sobre dos colinas separadas por el valle del Terebinto. Instintivamente David dirigió su mirada en primer lugar hacia el campamento hebreo: contempló una gran cantidad de tiendas, pero notó que entre las tiendas había un ir y venir desordenado de soldados nerviosos y con el rostro deprimido. Su corazón comenzó a batir aceleradamente...

Volviéndose a mirar hacia la otra ladera, halló ante sí otro espectáculo completamente diferente: las tiendas de los filisteos brillaban con toda clase de adornos, que en la distancia producían un efecto de magnificencia. Los soldados estaban armados hasta los dientes, dándoles un aspecto de seguridad y serenidad. Las armas de hierro forjado de los filisteos brillaban a la luz del sol. Y los soldados que no estaban de servicio cantaban y paseaban sin preocupación alguna, pero incluso los que estaban haciendo maniobras mostraban su buen humor, orgullosos de sus yelmos y lanzas forjadas que relucían al sol. Todo presagiaba su victoria. David se preguntaba:

-¿Qué puede haber pasado a nuestros soldados? Como si fuera la primera vez que se enfrentan a estos incircuncisos... ¿Por qué se sienten tan acobardados?...

Dando vueltas a sus pensamientos, David giraba la cabeza de uno a otro lado, cuando de pronto descubrió algo nuevo en el campamento de los filisteos. De entre sus tropas salió un guerrero de estatura gigantesca, con un yelmo de bronce en la cabeza y una coraza de escamas en el pecho. En una mano llevaba la lanza y en la otra una flecha; le precedía su escudero. Todo es enorme y excesivo en él: la estatura, las armas y la armadura, la voz amenazante y la certeza de la victoria. La arrogancia de sus palabras hace de su desafío un insulto ignominioso para Israel.

Con solo aparecer el gigante un silencio de tumba cayó sobre el campamento de Israel. Espada, lanza y jabalina resaltaban la insolencia de Goliat. Envalentonado, salía una y otra vez a retar a Israel, desmoralizando cada día más al ejército de Saúl. La situación se hacía exasperante. Alguno, cerca de David, murmuró aterrado:

-¡Goliat, Goliat, hijo de Orpá!, de nuevo vuelve a insultar a las filas de Israel.

David y Goliat estaban unidos por lazos de sangre. Goliat era descendiente de la moabita Orpá, la cuñada de Rut, antepasada de David. Pero David y Goliat eran tan diferentes como sus abuelas. En contraste con Rut, la piadosa y prosélita judía, Orpá se había mantenido en la idolatría, llevando una vida infame. De Goliat (padre) se decía que "era el hijo de cien padres y una madre". Pero, aunque se le escarneciera justamente de este modo, Dios no deja sin recompensa, incluso a los malvados, por sus buenas acciones. En premio a los cuarenta pasos con que Orpá acompañó a su suegra Noemí, Goliat recibió fuerza y destreza durante cuarenta días, amedrentando al ejército de Israel. Y como recompensa por las cuatro lágrimas que Orpá había derramado al despedir a su suegra, se le concedió la gracia de dar a luz cuatro hijos gigantes. El más fuerte de los cuatro era Goliat. Pero no tuvo tiempo David de recordar todas estas cosas, pues se oyó la voz atronadora de Goliat:

-Elegid uno de vosotros que venga a enfrentarse conmigo. Si me vence, todos nosotros seremos esclavos vuestros; pero, si le derroto yo, vosotros seréis esclavos nuestros... Mandad a uno de vuestros hombres y combatiremos el uno contra el otro.

Goliat esperó unos instantes y, viendo que nadie salía de las filas de Israel, volvió a lanzar palabras injuriosas, despreciando a Israel y blasfemando contra su Dios...

Los soldados israelitas escuchaban con la cabeza baja, avergonzados y furiosos. Había muchos que deseaban salir a combatir con el filisteo, sin importarles arriesgar su vida. Pero a todos les preocupaba arriesgar la suerte de Israel, si al enfrentarse con el gigante eran derrotados. El temor a llevar a Israel a la esclavitud les ataba los pies y no les permitía desahogar su rabia y humillación. Ante la figura y las palabras de Goliat, "Saúl y todo Israel" es presa del pánico.

Después de un tiempo de espera, Goliat repitió su invectiva, hasta que, después de una gigantesca risotada, se volvió a incorporar a las filas de su ejército.

El eco de aquella risa sarcástica le llegó a David como una puñalada en el corazón. Había comprendido el abatimiento del campamento de Israel. Goliat es la encarnación de la arrogancia, de la fuerza, de la violencia frente a la debilidad, que Dios elige para confundir a los engreídos. Pequeñez y grandeza se hallan frente a frente. Pero la pequeñez tiene a sus espaldas la mano de Dios, sosteniéndola. Alguien le explicó a David:

-Ya son cuarenta días que sufrimos la misma afrenta de ese filisteo incircunciso.

-Mañana y tarde, cuando nos preparamos para recitar el Shemá, él sale a injuriar a nuestro Dios.

-El rey está abochornado y no sale de su tienda, añadió otro.

La agitación de David era como el bramido del mar encrespado por las olas. Su corazón no soportaba el ultraje que se hacía a Israel y al Santo, bendito sea su nombre:

-Iré yo a dar a ese incircunciso su merecido. Estoy seguro que el Señor me ayudará.

Mientras se decía esto a sí mismo, el furor le creció dentro y no pudo contenerse. David decidió aniquilar a Goliat. El salvaría a Saúl, el benjaminita, del gigante, lo mismo que Judá, su antepasado, había rogado por la salvación de Benjamín, el antepasado de Saúl, a quien, en definitiva, odiaba Goliat. Su enemistad contra Saúl se debía a que en una refriega entre filisteos e israelitas Goliat había logrado capturar las Tablas de la Ley y Saúl se las había arrebatado de las manos. Dirigiéndose, pues, a los que se hallaban alrededor, David exclamó:

-¿Quién es ese filisteo incircunciso para ofender a las huestes del Dios vivo?

Los soldados le contaron lo que llevaban sufriendo y añadieron:

-Todos los días sube varias veces a provocar a Israel. A quien lo mate el rey lo colmará de riquezas y le dará su hija como esposa.

-Y librará de tributo a la casa de su padre, añadía otro.

David replicó:

-El Señor me ayudará a liquidarlo.

Enseguida alguien corrió a referir a Saúl las palabras de David y el rey le mandó a llamar. Cuando David llegó a su presencia, confirmó al rey sus palabras:

-Tu siervo irá a combatir con ese filisteo.

Saúl midió con la mirada a David y le dijo con conmiseración:

-¿Cómo puedes ir a pelear contra ese filisteo si tú eres un niño y él es un hombre de guerra desde su juventud?

También Saúl se fija en la pequeñez de David, que considera desproporcionada para enfrentarse con la imponencia y experiencia de Goliat. Pero David no se acobardó ante las palabras del rey, sino que con voz firme se puso a contar al rey, a los generales y consejeros sus aventuras:

-Cuando tu siervo estaba guardando el rebaño de su padre y venía el león o el oso y se llevaba una oveja del rebaño, yo salía tras él, le golpeaba y se la arrancaba de sus fauces, y si se revolvía contra mí, lo sujetaba por la quijada y lo golpeaba hasta matarlo. Tu siervo ha dado muerte al león y al oso, y ese filisteo incircunciso será como uno de ellos, pues ha insultado a las huestes del Dios vivo.

David estaba radiante viendo cómo todos lo escuchaban. Terminó su narración y, tras un breve silencio, añadió:

-El Señor, que me ha librado de las garras del león y del oso, me librará de la mano de ese filisteo.

David y Goliat




Para convencer al rey, David apela a su condición de pastor. El buen pastor, encargado de cuidar el rebaño, sabe defenderlo, combatiendo contra las fieras que lo atacan. Aunque Goliat se muestre como una bestia monstruosa, un pastor puede enfrentarlo y arrojar su carne a las fieras. Impresionado por el tono decidido con que hablaba David, el rey aceptó que saliera a combatir en nombre de Israel contra el filisteo. Saúl mandó que vistieran a David con sus propios vestidos y le puso un casco de bronce en la cabeza y le cubrió el pecho con una coraza. Ciñó luego a David su propia espada y le dijo:

-Ve y que Yahveh sea contigo.

A pesar de que la armadura había sido hecha a la medida de la alta estatura de Saúl, le caía perfectamente a David. Al ver el prodigio, Saúl se convenció de que David era el elegido para dar batalla al filisteo, pero al mismo tiempo el hecho despertó los celos de su corazón contra David. Por esto David salió de la presencia del rey, pero al momento dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. No quería presentarse al combate con la armadura del rey, sino ir al encuentro del gigante como un simple pastor:

-No puedo caminar con esto, me pesa inútilmente. A mí me bastan mis armas habituales.

Para Saúl era necesaria aquella armadura; para David, en cambio, es superflua e inconveniente, un obstáculo. Uno confía en la fuerza; el otro pone su confianza en Dios. David se despojó, pues, de cuanto le había dado el rey y salió en busca de Goliat con su cayado y su honda. David rechaza los símbolos del poder y la fuerza para enfrentarse al adversario con las armas de su pequeñez y la confianza en Dios, que confunde a los potentes mediante los débiles. Saúl y David muestran sus diferencias. El rey y el pastor. El "más alto" y el "pequeño". La espada y la honda. El rechazado por Dios y su elegido. Saúl, el fuerte, tiene miedo y no combate en defensa de su pueblo, pues no cuenta con Dios; David, en cambio, en su pequeñez, hace lo que debería hacer Saúl: como pastor ofrece su vida para salvar la grey del Señor. En su insignificancia se está mostrando rey de Israel.

Libre de la armadura de Saúl, con paso decidido David bajó la pendiente de la colina. El corazón le latía mientras las trompetas anunciaban a los filisteos que, finalmente, un israelita aceptaba el reto de Goliat. Mientras David se alejaba, el rey y los generales le seguían con la vista, bendiciéndolo y suplicando para él la ayuda del Santo, bendito sea su nombre. En su interior, mientras se va acercando a Goliat, que ha blasfemado el Santo Nombre, David recita el Shemá: "Escucha, Israel, Yahveh es nuestro Dios, Yahveh es uno". Pero, en su apuro, desde lo más hondo de sus entrañas aflora la plegaria que, de pequeño, su madre le hacía recitar al ir a dormir: "En nombre del Eterno, Dios de Israel, que Miguel esté a mi derecha, Gabriel a mi izquierda, Ariel delante de mí, Rafael detrás de mí y por encima de mí la Shekinah". Esta oración era el escudo que envolvía a David, protegiéndole mucho mejor que la coraza de escamas a Goliat.

David y Goliat



David era consciente de que todos estaban pendientes de él, pues de él dependía la suerte de Israel. Con la esperanza de terminar con la angustia del ejército, sacó su cítara y entonó un canto de alabanza al Señor:

Yahveh es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?
Yahveh es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?
Cuando se acercan contra mí los malvados para devorar mi carne,
son ellos los que tropiezan y sucumben.
Aunque acampe contra mí un ejército,mi corazón no teme...
Yahveh me protegerá y así levantaré la cabeza
sobre el enemigo que me hostiga.

Cantaré y salmodiaré a Yahveh.

Oyéndolo cantar, todo el ejército se sintió confiado, pues David les transmitió la confianza en Yahveh que él llevaba en su corazón, bajo las apariencias de su juventud insignificante ante la fuerza de Goliat.

Al llegar al valle, que separaba los dos campamentos, David se inclinó a recoger unos cantos del torrente para su honda. Pero, por más que buscaba no conseguía encontrar ninguno hasta que, de repente, vio junto a sí cinco piedras puntiagudas y afiladas, como si le estuvieran esperando. Había pensado coger una sola, pero al levantarla del suelo le saltaron a la mano otras cuatro: una se la mandaba el Santo, bendito sea su nombre, otra era don de Aarón, el primer Sumo Sacerdote y las otras tres se las enviaban los tres Patriarcas. Cada una de las piedras parecía suplicar a David: "Sírvete de mí para dar su merecido a ese malvado". Guardó las cinco en el zurrón y se dirigió hacia el filisteo.

Mientras David avanzaba hacia el campamento filisteo, Goliat salió como de costumbre a insultar al ejército de Israel. Al ir a abrir su boca insolente, Goliat notó que alguien se iba acercando hacia él. Precedido de su escudero, Goliat avanzó hacia David. Cuando pudo distinguirlo bien a través de su yelmo, Goliat vio que era un muchacho rubio el que se le acercaba y lo despreció:

-¿Acaso me tomas por un perro que vienes contra mí con un cayado? Si te acercas un paso más daré tu carne a las aves del cielo y a las fieras del campo.

Goliat ante el pequeño David se siente ofendido, no es un digno rival de su potencia. ¿Por quién lo toman? ¿Por un perro? David le había comparado con un león o un oso, algo más aceptable, pero Goliat no lo ha oído. Lo que oye es la réplica de David a sus palabras:

-Tú vienes contra mí con espada, lanza y jabalina, pero yo voy contra ti en nombre de Yahveh Sebaot, Dios de los ejércitos de Israel, a quien tú has desafiado. Hoy mismo te entrega Yahveh en mis manos y sabrá toda la tierra que hay Dios para Israel. Y toda esta asamblea sabrá que no por la espada y por la lanza salva Yahveh, porque de Yahveh es el combate y os entrega en nuestras manos.

Es la confesión de fe de David en Dios, el Señor de los últimos, que no necesita de ejércitos para derrotar a los enemigos. El es el Señor de la historia. Es lo que da confianza a David para enfrentarse a Goliat. Va con la certeza de que Dios le librará de la mano del filisteo como ya lo ha librado otras veces de las garras del león. El, el pastor, ahora se presenta como una oveja indefensa e inerme ante las fauces monstruosas del león que desea devorarlo, pero que no lo logrará porque el verdadero pastor, el Señor de los ejércitos, arrancará la presa de su boca.

David y Goliat




Goliat, al oír las palabras de David, se enfureció y ya le iba a lanzar la lanza, pero la mirada de David le frenó incomprensiblemente. Le dejó como enraizado en el suelo sin poder moverse. Tan confundido quedó Goliat, al sentir su impotencia, que no sabía ni lo que decía; por ello, se atrevió a proferir la loca amenaza de que daría la carne de David a los ganados del campo, como si los ganados comieran carne. Al oírle, David supo que ya había vencido, y replicó al filisteo que arrojaría su cadáver a los pájaros carroñeros. A la mención de los carroñeros, Goliat levantó los ojos al cielo, para ver si había alguno. Al levantar la frente empujo la visera del yelmo, descubriendo su frente. David se adelantó, corriendo a su encuentro. Y mientras corría, David metió la mano en el zurrón, sacó de él una piedra, la colocó en la honda, que hizo girar sobre su cabeza y la soltó, hiriendo al filisteo en la frente; la piedra se le clavó en la frente y cayó de bruces en tierra. La boca, que había blasfemado contra Dios, mordió el polvo.

David corrió hasta el filisteo y con desprecio puso su pie contra la boca que se había atrevido a blasfemar contra el Dios del ejército de Israel. Goliat estaba encasquetado en su armadura de pies a cabeza. David no sabía cómo arrancarle la armadura para cortar la cabeza del gigante. Entonces Urías, el hitita, se le ofreció para ayudarle, a condición de que se le diera como mujer una israelita. David aceptó la condición y Urías le mostró cómo estaban unidas las piezas de la armadura a partir de los talones de los pies. Así pudo despojar de la armadura a Goliat. Luego David tomó la espada misma de Goliat, la sacó de su vaina y con ella le cortó la cabeza.

David y Goliat



Una pequeña piedra ha bastado para derribar la montaña vacía de Goliat, montaña de arrogancia sin consistencia ante el Señor. Y, al final, de bruces y sin cabeza, Goliat queda en tierra como Dagón, el ídolo filisteo derribado en su mismo templo "por la presencia del arca del Señor". Ante el Señor cae la hueca potencia de la idolatría, derribada con la piedra de la fe, por pequeña que sea... Con las dos manos David levantó la cabeza para que la vieran bien todos los soldados, los del ejército de Israel y los filisteos. David, exultante, eleva su canto:

Te doy gracias, Yahveh, de todo corazón,
cantaré todas tus maravillas;
quiero alegrarme y exultar en ti,
salmodiar a tu nombre, Altísimo.
Has reprimido y perdido al impío,
has borrado su nombre para siempre,
no quedará memoria del enemigo.
Ha caído en la fosa que hizo,
su pie enredado en la red por él tendida,
atrapado por la obra de sus manos.

Los hijos de Israel prorrumpieron en gritos de júbilo por la grande e inesperada victoria, mientras que los filisteos, desmoralizados por la muerte de su héroe, se dieron a la fuga desordenadamente. Pero los hombres de Israel se levantaron y, lanzando el grito de guerra, persiguieron a los filisteos hasta sembrar el campo con sus cadáveres.

David, el pastor de Belén, se ha mostrado como el verdadero rey de Israel. El, y no Saúl, ha quitado la vergüenza del pueblo, quitando la cabeza a Goliat, que con su boca había blasfemado contra Israel y su Dios. Y lo ha logrado quitándose la armadura de Saúl para enfrentarse al enemigo del pueblo con las armas de la fe en su Dios. Así lo ha reconocido Jonatán, que le esperaba en la tienda de Saúl. Jonatán lo acogió con entusiasmo:

-Te he oído mientras hablabas con mi padre y he visto la batalla. En verdad no hay un héroe que pueda igualarte.


Hay algo en común entre David y Jonatán, a pesar de la diferencia de sus historias personales: el uno hijo del rey y el otro un pastor. Ambos luchan contra los filisteos "incircuncisos" animados por el celo de su fe y sostenidos por la confianza en Dios, sabedores de que "para el Señor no es difícil salvar con muchos o con pocos". No es extraño que, nada más encontrarse, se reconozcan el uno en el otro y se acepten mutuamente, uniendo "sus almas".

Desde aquel instante el alma de Jonatán se apegó al alma de David, a quien amó como a sí mismo. Jonatán, penetrando en el alma de David, descubrió el resplandor del ungido del Señor. Jonatán se despojó de su manto real y se lo dio a David junto con la espada, el arco y el cinturón. Jonatán ha dado a David los emblemas de su dignidad real, reconociendo en él al futuro rey, que sucederá a su padre en el trono. Y David, que antes había rechazado la armadura de Saúl, ahora acepta el gesto profético de Jonatán. David y Jonatán se juraron amistad eterna. Y desde entonces ambos se amaron como hermanos.

Todos aquel día cantaron a David, menos él que cantó al Señor:

Bendito sea Yahveh, mi Roca,
que adiestra mis manos para el combate,
mis dedos para la batalla;
él, mi amor y mi baluarte,
mi ciudadela y mi libertador,
mi escudo en el que me cobijo...
Oh Dios, quiero cantarte un canto nuevo,
salmodiar para ti con el arpa de diez cuerdas,
tú que das a los reyes la victoria,
salvando a David, tu servidor...
¡Feliz el pueblo cuyo Dios es Yahveh!

 

David y Goliat


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