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19. PECADO DEL 'HOMBRE SEGUN EL CORAZON DE DIOS': David un hombre según el Corazón de Dios según la Escritura y el Midrash

Emiliano Jiménez Hernández

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David un hombre según el corazón de Dios

 

No, David no construirá el templo de Jerusalén, el gran deseo de su vida. David, el hombre según el corazón de Dios, ha derramado mucha sangre, ha combatido muchas batallas. Y la sangre derramada, incluso en batalla, contamina. La sangre de la batalla cae en presencia de Dios, que desea la paz.

Pero además, ¿es cierto que David sólo ha derramado sangre en la batalla? No, no es cierto. David comienza un descenso hasta los infiernos a partir de aquel día en que, a la hora de la siesta, medio adormilado, han caído sus ojos sobre aquella bella e inolvidable mujer, que estaba bañándose desnuda. Desde aquel momento David pasa de delito en delito, de vergüenza en vergüenza, tratando de revestirse de mentiras e hipocresías, que le van encadenando y arrastrando hacia lo que nunca imaginó.

La realización de la promesa de Dios es, como siempre, gratuita. "El Señor te hará a ti una casa". A través de David, mediante su carne y su pasión, a través del polvo de su pecado, Dios realizará su promesa, elevando una casa de salvación para todos los pecadores. David mismo, encarnación de la promesa, será el primero de los pecadores, alcanzado por la fidelidad misericordiosa de Dios.

Ha muerto el rey de los ammonitas y le ha sucedido en el trono su hijo Janún. David, al llegarle la noticia, dijo:

-Tendré con Janún la misma benevolencia que su padre tuvo conmigo.

Entonces mandó a sus servidores para que le consolaran por la muerte de su padre. Pero cuando llegaron al país de los ammonitas, los jefes dijeron a Janún, su señor:

-¿Acaso crees que David les manda a consolarte para honrar a tu padre ante tus ojos? ¿No será que les envía a explorar la ciudad para después destruirla?

Janún prendió a los servidores de David, les rasuró media barba, les cortó la ropa por la mitad, a la altura de las nalgas, y los despidió. Ellos se volvieron avergonzados. Al enterarse David, envió un mensajero a decirles:

-Quedaos en Jericó hasta que os crezca la barba y luego volveréis.

La ofensa era clamorosa, una verdadera provocación. Al año siguiente, al llegar la primavera, época en que los reyes van a la guerra, David envió a Joab con sus veteranos y todo Israel a devastar la región de los ammonitas y a sitiar a Rabá. David, mientras tanto, se quedó en Jerusalén. El rey se ha vuelto indolente y perezoso. Mientras el Arca, Israel y Judá viven en tiendas, acampando al raso, David pasa el tiempo durmiendo largas siestas, de las que se levanta a eso del atardecer. Y un día, ¡al atardecer!, David se levantó de su lecho y se puso a pasear por la azotea de palacio. Desde la azotea los ojos de David cayeron sobre una mujer que se estaba bañando. Era una mujer muy hermosa. David se quedó prendado de ella y mandó a preguntar por ella. Le informaron:

-Es Betsabé, hija de Alián, esposa de Urías, el hitita.

David no puede llamarse a engaño. Sabe desde el primer momento que la mujer está casada con uno de sus más fieles oficiales, que se encuentra en campaña. Sin embargo, David no duda un minuto. Mandó a unos para que se la trajesen; llegó la mujer y David se acostó con ella, que acababa de purificarse de sus reglas. Después Betsabé se volvió a su casa. Quedó encinta y mandó este aviso a David:

-Estoy encinta.

El rey ideal de Israel, aclamado por todo el pueblo, el hombre según el corazón de Dios, se siente estremecer ante el mensaje. Pero, en ese momento, no levanta los ojos al Señor, que le ha sacado del aprisco del rebaño. David se siente aturdido. En las dos palabras del mensaje de Betsabé hay un grito terrible. Su esposo está lejos. No se puede camuflar el adulterio. Y el adulterio es castigado con la lapidación.

David, por salvar su honor, por "razones de estado", intenta por todos los modos encubrir su delito. A toda prisa mandó un emisario a Joab:

-Mándame a Urías, el hitita.

Joab se lo mandó. Cuando llegó Urías a la presencia del rey, David fingió interesarse por Joab, por la suerte del ejército y por la guerra. Luego, para poder atribuirle el hijo que Betsabé, su esposa, ya lleva en su seno, le instó:

-Anda a casa a lavarte los pies.

El soldado que vuelve de la guerra no dudará en abrazar y amar a su mujer. Así piensa David, que redondea la escena enviando un regalo a casa de Urías. Pero el soldado no es como el rey. No piensa ni actúa del mismo modo. Urías, ¿sospecha acaso lo ocurrido con su esposa? De todos modos no acepta la propuesta de David. No irá a su casa. Dormirá a la puerta de palacio, con los guardias de su señor. David se muestra amable. Ofrece a Urías obsequios de la mesa real. El rey insiste:

-Has llegado de viaje, ¿por qué no vas a casa?

Urías, sin pretenderlo, -¿o sospechando?- en su respuesta marca el contraste entre David, que se ha quedado en Jerusalén con las mujeres y algunos cortesanos, y el Arca del Señor y el ejército en medio del fragor de la batalla. Las palabras de Urías, amplias y apasionadas, al describir al ejército, denuncian el ocio y sensualidad de David:

-El Arca, Israel y Judá viven en tiendas; Joab, mi señor, y los siervos de mi señor acampan al raso, ¿y voy yo a ir a mi casa a comer, beber y acostarme con mi mujer? ¡Por tu vida y la vida de tu alma, no haré tal!

Urías retorna al campo de batalla llevando en su mano, sin saberlo, su condena a muerte. Un pecado arrastra a otro pecado. David, por medio de Urías, manda a Joab una carta. En ella estaba escrito:

-Pon a Urías en primera línea, donde sea más recia la batalla y, cuando ataquen los enemigos, retiraos dejándolo solo, para que lo hieran y muera.

Joab no tiene inconveniente en prestar este servicio a David; ya se lo cobrará con creces y David, chantajeado, tendrá que callar. A los pocos días, Joab mandó a David el parte de guerra, ordenando al mensajero:

-Cuando acabes de dar las noticias de la batalla, si el rey monta en cólera por las bajas, tú añadirás: "Ha muerto también tu siervo Urías, el hitita".

Para proteger su honor, a David no le importa la muerte de sus hombres. El rey indolente y adúltero se ha vuelto también asesino. Al oír la noticia se siente finalmente satisfecho y sereno. Así dijo al mensajero:

-Dile a Joab que no se preocupe por lo que ha pasado. Así es la guerra: un día cae uno y otro día cae otro. Anímalo.

Muerto Urías, David puede tomar como esposa a Betsabé y así queda resuelto el problema del hijo. La mujer de Urías, al oír que ha muerto su esposo, hizo duelo por él. Y cuando pasó el tiempo del luto, David mandó a por ella y la recibió en su casa, haciéndola su mujer. Ella le dio a luz un hijo.

Perece una novela rosa con un final feliz. Ha habido un adulterio y un asesinato y David se siente en paz. Con cinismo consuma su maldad y se dedica a consolar a Joab. La vida de unos cuantos soldados es un precio aceptable por la muerte de Urías. El prestigio del rey ha quedado a salvo. Pero Dios se alza en defensa del débil agraviado. Ante su mirada no valen oficios ni dignidades. Y aquella acción no le agradó a Dios.

Sin duda alguna, el chisme se difundió por toda la ciudad, pero todos guardaron silencio. Pero hay una voz que se levanta en medio del silencio cómplice de los súbditos. Es el profeta, que alza la voz de Dios, a quien ha llegado el grito de la sangre derramada. El Señor envió al profeta Natán, quien se presentó ante el rey y le contó una parábola, como quien le presenta un caso ocurrido, para que el rey dicte sentencia:

-Había dos hombres en una ciudad, el uno era rico y el otro pobre. El rico tenía muchos rebaños de ovejas y bueyes. El pobre, en cambio, no tenía más que una corderilla, sólo una, pequeña, que había comprado. El la alimentaba y ella iba creciendo con él y sus hijos. Comía de su pan y bebía en su copa. Y dormía en su seno como una hija. Pero llegó una visita a casa del rico y, no queriendo tomar una oveja o un buey de su rebaño para invitar a su huésped, tomó la corderilla del pobre y dio de comer al viajero llegado a su casa.

Con esta breve parábola, el profeta envuelve a David hasta el punto de hacerle visceralmente partícipe, para que sea él mismo quien pronuncie la sentencia. David escucha la parábola como un caso que él debe sentenciar con su autoridad suprema. Y, mientras escucha, David, que había logrado acallar su conciencia con fútiles razones, ahora, con la palabra del profeta, se le despierta. Rojo de cólera exclama:

-¡Vive Yahveh! que merece la muerte el hombre que tal hizo.

David sentencia sin preguntar nombres. Entonces Natán, apuntándole con el dedo, da un nombre al rico de la parábola:

-¡Ese hombre eres tú!

La palabra del profeta interpela y acorrala a David, es luz viva más tajante que una espada de doble filo; penetra hasta las junturas del alma y el espíritu; desvela sentimientos y pensamientos. Nada escapa a su luz; todo queda ante ella desnudo. Es a ella a quien David tiene que dar cuenta. Pues David no ha ofendido sólo a Urías, sino que ha ofendido a Dios, que toma como ofensa suya la inferida a Urías. Así dice el Señor, Dios de Israel:

-Yo te ungí rey de Israel, te libré de Saúl, te di la hija de tu señor, puse en tus brazos sus mujeres, te di la casa de Israel y de Judá, y por si fuera poco te añadiré otros favores. ¿Por qué te has burlado del Señor haciendo lo que El reprueba? Has asesinado a Urías, el hitita, para casarte con su mujer. Pues bien, no se apartará jamás la espada de tu casa, por haberte burlado de mí casándote con la mujer de Urías, el hitita, y matándolo a él con la espada ammonita. Yo haré que de tu propia casa nazca tu desgracia; te arrebataré tus mujeres y ante tus ojos se las daré a otro, que se acostará con ellas a la luz del sol. Tú lo hiciste a escondidas, yo lo haré ante todo Israel, a la luz del día.

Ante Dios y su profeta David confesó:

-¡He pecado contra el Señor!

La palabra de Dios ha penetrado en el corazón de David. Ha calado hasta lo más hondo de su ser y ha hallado la tierra buena, el corazón según Dios, y dado fruto: el reconocimiento y confesión del propio pecado, dando espacio a la misericordia de Dios. La miseria y la misericordia se encuentran juntas. El pecado confesado arranca el perdón de Dios. Natán le respondió:

-El Señor ha perdonado ya tu pecado. No morirás.

Cumplida su misión, Natán volvió a su casa. Y David, a solas con Dios, arrancó a su arpa los acordes más sinceros de su alma:

Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa.
Lava del todo mi delito, limpia mi pecado,
pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado.
Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces.
En el juicio resultarás inocente.
Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre.
Purifícame con el hisopo y quedaré limpio.
Devuélveme el gozo y la alegría,
que se alegren mis huesos quebrantados.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu;
devuélveme la alegría de tu salvación.
Enseñaré a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti.
Líbrame de la sangre, Dios, Dios de mi salvación
y mi lengua proclamará tu justicia.


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