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El Profeta Jonás: 2. HUIDA A TARSIS

Emiliano Jiménez Hernández

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El profeta Jonás huye

 

 

2. HUIDA A TARSIS

Para Israel cuanto concierne a la fe ha de ser recibido. Ninguna interpretación de la Escritura tiene validez si no está integrada en el cauce de la tradición. El Targum y el Midrash son el resultado de una tradición. Conscientes de la insondable riqueza de la Escritura y de los límites de quien la escucha o comenta, van creando una cadena de interpretación, algo así como "una conversación ininterrumpida". Puestos en sintonía con la Torá y respondiendo a ella, se va recreando la palabra que Dios ha dado "una vez" para siempre. El intérprete de la Escritura no sólo recoge y repite lo recibido, sino que lo recrea, actualizándolo. Las repeticiones son necesarias, pero son siempre nuevas, vivas. De este modo, un enano (cada uno de nosotros) subido sobre las espaldas de un gigante (la tradición) puede ver horizontes inmensos y nuevos.

Según el Talmud de Jerusalén, el mensaje profético le llega a Jonás mientras está participando en la fiesta de Sukkot, en el templo de Jerusalén, aunque Jonás vivía en Samaría. Jonás era un profeta celoso, que amaba con todo el corazón su misión. Era para él el don más grande que le había tocado en su vida, pues amaba a Yahveh, y ser su mensajero, su boca, le exaltaba hasta el colmo de la alegría. Formado en la escuela de los profetas, reconocía la Voz de Dios y se complacía en transmitirla fielmente. Su palabra era clara y convincente. Por ello le había llenado de enojo sintirse llamar "falso profeta".

¿Cómo se había ganado el sobrenombre de "falso profeta"? Escuchemos la nueva explicación: Samaría, capital del reino de Israel, había abandonado la observancia de la Ley: los comerciantes robaban en el peso y en el precio de sus mercancías, los testigos testificaban con falsedad en los juicios, los poderosos abusaban de su autoridad y los débiles se entregaban a prácticas de magia... Un buen día Dios perdió la paciencia y llamó a Jonás:

-Alzate, Jonás, y recorre las calles de la ciudad. Di a los habitantes de Samaría que, si no se convierten, hacen penitencia y cambian de vida, volviendo a la vía recta, les destruiré junto con su ciudad.

Jonás obedeció a Dios y predicó con tal celo que los samaritanos se arrepintieron y Dios renunció a su amenaza. Pero, después de algún tiempo, los samaritanos volvieron a las andadas. De nuevo Dios comunicó a Jonás su indignación y Jonás predicó por las calles de Samaría. Sus palabras de fuego impresionaron a los samaritanos, que una vez más se convirtieron y Dios les perdonó. Así se repitió varias veces el ciclo: pecado, predicación, conversión, perdón y, de nuevo, el mismo proceso. Los samaritanos, a parte pequeños lapsos de tiempo en que vivían en fidelidad, se comportaban cada vez peor, sabiendo que Dios les amenazaría pero ya les avisaría Jonás y se librarían del castigo. De este modo empezaron a burlarse del profeta, señalándole con el apodo de "falso profeta", pues nunca se cumplían sus palabras de amenaza. Jonás se sentía terriblemente molesto y su irritación crecía cada hora, pues apenas ponía los pies fuera de casa, encontraba alguien que le saludaba:

-¿Qué amenazas nos anuncias hoy, falso profeta?

Los niños, apenas le veían, gritaban a coro:

-¡Ahí viene el falso profeta!

Para huir de esta persecución, que le desgarraba los oídos y el alma, Jonás no sabía donde esconderse. En este estado, un día le llegó, clara como siempre, la voz de Dios:

-Alzate, Jonás, y ve a Nínive, la gran ciudad. Di a los ninivitas que su maldad ha colmado toda medida y que se ha agotado mi paciencia. Como he creado el cielo y la tierra, Yo les destruiré con toda su ciudad.

Apenas Dios terminó de hablar, Jonás corrió a casa. Metió en una mochila sus vestidos y el dinero que poseía y salió a la calle sin detenerse siquiera a cerrar la puerta a sus espaldas. A todo correr cruzó la ciudad y se detuvo un momento para orientarse. Sabía que Nínive se encontraba a la derecha, detrás de las montañas. Se dirigió, pues, a la izquierda y, mientras corría con la lengua fuera y la mochila al hombro, iba borbotando:

-Basta ya de predicar al viento. Si los habitantes de Samaría, hebreos que creen en Yahveh y nunca han pasado ciertos límites en su pecado, se comportan como se comportan, ¿qué puedo esperarme de los ninivitas? Ya sé cómo terminará todo. Nínive se divertirá fingiendo hacer penitencia y Dios los perdonará, ganándome la fama de falso profeta también entre los gentiles.

Jonás se dice todo esto sin dejar de correr en dirección opuesta a Nínive. Pero muy pronto le asalta el interrogante: ¿Dónde huir de Yahveh, que ha creado el cielo y la tierra y, por tanto, conoce hasta sus más ocultos rincones y los controla totalmente? En su atolondramiento, Jonás se responde a sí mismo:

-Ningún profeta ha escuchado su Voz en el mar. Pues bien, me refugiaré en el mar. Allí al menos no hay nadie a quien profetizar amenazas que nunca se cumplen.

Hizo una pequeña desviación y se dirigió a Jafa. A mediodía llegó al puerto, sudoroso y hambriento. No se había detenido a admirar los palacios ni a curiosear en los mercados, rebosantes de mercancías. No se dejó seducir por los reclamos de los vendedores ambulantes ni por el olor a pan caliente y a bollos que desprendían los hornos. Estaba agotado, hambriento y muerto de sed, pero no tenía ningún deseo de perder el tiempo en comer o beber. El temor de oír de nuevo la Voz le quemaba los pies y el espíritu. No se detuvo hasta que se halló sobre el último escollo del muelle. Ahí se detuvo, pues en las escuelas proféticas que había frecuentado, no le habían enseñado a caminar sobre las aguas como hacía Eliseo.


"En Joppe encontró un barco que salía para Tarsis" (1,3), dice la Escritura. Pero el Midrash no pone tan fáciles las cosas. Desde el muelle Jonás miró a lo largo de toda la costa y en todo el horizonte que alcanzaba su vista no había ni una nave, pues el último barco, de los que hacían la travesía Joppe-Tarsis, había partido dos días antes de su llegada. Entonces Dios entra en el juego de Jonás. Mientras Jonás se frota los ojos, Dios, que le está observando desde lo alto, decide intervenir y, en un abrir y cerrar de ojos, aparece una nave justo enfrente del profeta desconcertado. Para ponerle a prueba, Dios le facilita la huida. Suscita en el mar una gran tempestad, que obliga a un barco a regresar al puerto. Jonás, al verle, se alegra. En contradicción con su pretensión de huir de Dios, Jonás ve en el hecho una aprobación de sus planes de fuga. Dios y Jonás se unen en el mismo juego. Jonás, sin pensarlo, da un salto y se ve, con toda su persona y su mochila, en el puente de mando, donde le espera un espectáculo que no se imaginaba. En lugar de pensar en atracar la nave, los tripulantes están discutiendo todo agitados, señalando el cielo y el mar. Se trata de una tripulación de lo más extraña. La componen hombres de todos los colores, diferentes unos de otros como el día de la noche, el sol de la luna, el agua del fuego. Cada uno se expresa en su propia lengua, sin que halla dos que hablen el mismo idioma, aunque se entienden entre ellos como si todos hablaran la misma lengua.

La verdad es que Jonás presta poca atención a estos hechos tan extraños. Les observa por un momento, justo hasta que distingue entre ellos al capitán de la nave. Sin más se presenta ante él. El capitán estaba abstraído, olfateando el viento. Jonás tiene que tirarle por dos veces de la manga para que se dé cuenta de su presencia. Cuando le ve, no muestra ninguna sorpresa, ni se maravilla ni pregunta cómo ha hecho para subir a bordo. Se dirige a Jonás, concluyendo en voz alta los razonamientos que se estaba haciendo:

-Un golpe de viento, ¿entiendes? Un solo golpe de viento nos ha hecho retroceder el trayecto de dos días. Era como si la nave volara. Parecía que se iba a romper en dos el cielo. Y ahora, que hemos vuelto al punto de partida, el viento se ha calmado en esta brisa suave, y el mar sereno es una invitación a navegar.

Jonás, que no ha abierto la boca, ve en cuanto dice el capitán la mano de Dios, llevando con la tempestad la nave al puerto sólo para él. De ello Jonás concluye, con extraña lógica, que Dios aprueba su huida. Seguramente le ha pedido que vaya a Nínive para ponerlo a prueba. En su angustia brilla un rayo de alegría. Contento dice al capitán:

-¡Quiero partir con vosotros! ¿Cuando zarpamos?

-Por mí inmediatamente, replica el capitán. Pero date cuenta que nosotros nos dirigimos a Tarsis, un archipiélago perdido en medio del mar.

Jonás no hubiera podido pedir nada mejor. Para evitar que el capitán retardase la partida, le entrega, como paga por el viaje, todo el dinero que poseía: cuatro mil monedas de oro, que era el valor de toda la nave. El capitán, a su vez, temiendo que un pasajero tan espléndido se volviera atrás y reclamase su dinero, se puso en movimiento inmediatamente, llamando al orden a la tripulación:

-¡Se parte!

Jonás "pagó el pasaje y se embarcó para ir con ellos a Tarsis" (1,3). Jonás está tan ansioso de partir, dice el Midrash, que pagó todos los puestos disponibles del barco. Generalmente un barco que llega a un puerto no parte de nuevo inmediatamente, sino que espera unos días hasta conseguir un número suficiente de pasajeros que compense la travesía. Jonás, para no esperar, paga el alquiler del barco y lo paga antes de embarcarse, contra la costumbre de pagar en el momento de descender de la nave, al final del viaje. Así, pues, embarcado, se unió a cuantos estaban en el barco, "para ir con ellos a Tarsis, lejos de Yahveh" (1,3).


La llamada y envío que Dios hace a Jonás coincide con la de otros profetas, pero no la respuesta de Jonás. "Jonás se levantó para huir a Tarsis, lejos de Yahveh" (1,3). Tarsis es la ciudad fundada por los antiguos colonos orientales en el extremo Occidente entonces conocido y que los griegos llamaron Tartessos. Con Tarsis comerciaron primero los fenicios y más tarde los griegos; los primeros, con sus grandes naves comerciales; y los segundos, con naves ligeras. Desde el siglo X a.C. hay amplias noticias sobre la actividad comercial de los fenicios con el pueblo de Tarsis. Los tirios llevaban de Tarsis oro, plata, plomo y estaño. Siguiendo los pasos de los fenicios llegaron también los griegos a Occidente y conocieron el reino de Tartessos. La llegada de los cartagineses, en el siglo VI a.C., llevó a Tarsis a la ruina. Primero la destruyeron y luego la hicieron olvidar. Se quedaron con sus lugares y con sus riquezas, cerrando la puerta de Occidente a los griegos y a los romanos, hasta que éstos al fin la abrieron, en el 206 a.C. En ese momento Tarsis había entrado ya en el terreno de la leyenda.

La Biblia incluye a Tarsis en sus listas de pueblos antiguos. La conoce por su comercio con los fenicios y por su industria de metales. Jeremías afirma que las gentes, para hacerse sus ídolos, "importaban de Tarsis plata laminada y oro de Ofir" (Jr 10,9). Y Ezequiel, en su elegía sobre Tiro, dice: "Tarsis era cliente tuya, por la abundancia de toda riqueza: plata, hierro, estaño y plomo daba por tus mercancías" (Ez 27,12). En otro momento vuelve a recordar a los "comerciantes de Tarsis", que trafican con ricos metales (Ez 38,13). Además de estos aspectos industriales y comerciales, la Biblia hace referencia a Tarsis, como lo más lejano del extremo Occidente. Isaías, irónicamente, dice de Tiro que con tanto viajar hacia Tarsis ahora se encuentra sin remedio abocada a la ruina: "En cuanto se oiga la nueva en Egipto, se dolerán de las nuevas de Tiro. Pasad a Tarsis, ululad, habitantes de la costa: ¿Es ése vuestro emporio arrogante, de remota antigüedad, cuyos pies le llevaron lejos en sus andanzas?" (Is 23,5-7). El salmista ve a los reyes de Tarsis viniendo desde lejos a Jerusalén y trayendo tributos al rey Mesías: "Ante él se doblará la Bestia, sus enemigos morderán el polvo; los reyes de Tarsis y las islas traerán tributo. Los reyes de Sabá y de Seba pagarán impuestos; todos los reyes se postrarán ante él, le servirán todas las naciones" (Sal 72,9-11). También Isaías anuncia que los tesoros de oriente enriquecerán y adornarán a Jerusalén hasta hacerla esplendorosa: "Los barcos se juntan para mí, los navíos de Tarsis en cabeza para traer a tus hijos de lejos, junto con su plata y su oro, por el nombre de Yahveh, tu Dios, y por el Santo de Israel, que te hermosea" (Is 60,9).

Para la Biblia son, sobre todo, famosas las "naves de Tarsis". Poseer "naves de Tarsis" es símbolo de grandeza: "Todas las copas de beber del rey Salomón eran de oro y toda la vajilla de la casa Bosque del Líbano era de oro fino; la plata no se estimaba en nada en tiempo del rey Salomón, porque el rey tenía una flota de Tarsis en el mar con la flota de Jiram, y cada tres años venía la flota de Tarsis, trayendo oro, plata, marfil, monos y pavos reales. El rey Salomón sobrepujó a todos los reyes de la tierra en riqueza y sabiduría" (1R 10,21-23). Las citas en que aparecen las naves de Tarsis se pueden multiplicar: 1R 22,49; Is 23,1; Sal 48,8.

A partir de los descendientes de Jafet se poblaron las islas (Gn 10,2-5). Entre ellas, lejos de Israel está la isla de Tarsis, situada con su flota comercial en el corazón del mar (Ez 27,25), famosa por la abundancia de toda riqueza. Pero el viento de Dios "destroza los navíos de Tarsis" (Sal 48,8), navíos para largas travesías, que podían llegar hasta la lejana Tarsis, haciendo escala en la ciudad de Tiro.


Tarsis, la ciudad a donde Jonás intenta huir, es un símbolo. Tarsis no es una ciudad concreta, sino un nombre y un recuerdo, signo de la lejanía. Para los israelitas era como el límite extremo del mundo. Es el lugar opuesto a Nínive. Si uno busca alejarse de la Nínive asiria y huir hasta de Yahveh, ¿qué podía elegir mejor que Tarsis? No hay lugar más distante. Es tan distante que nunca se llega a él. Es casi como ir a ninguna parte. Sea cual sea el lugar donde Jonás desea dirigirse, ciertamente se embarca en la dirección opuesta a Nínive. Nínive se halla al nordeste y Jonás huye hacia el oeste. Jonás es el profeta sorprendente que, en lugar de dirigirse a la Nínive de los asirios, la ciudad populosa y corrupta del Oriente mesopotámico, y llamarla a conversión, se embarcó hacia Tarsis, la ciudad semiperdida en la penumbra del extremo Occidente.

A los ojos de Jonás, Tarsis representa, pues, el confín del mundo. Jonás, para sustraerse a su misión, huye lo más lejos posible de Dios, fuera de Israel. Ante la misión que Dios encomienda a sus siervos los profetas, varios de ellos se echan a temblar, sintiéndose incapaces de llevarla a cabo. Buscan excusas y ponen obstáculos a la misión. Moisés se encara con Dios y busca todas las excusas posibles para que Dios mande a otro, pues nadie le creerá como enviado, pues es "un hombre que no sabe hablar". Pero a la postre se deja convencer por las razones que Yahveh le da y por los poderes que le concede:

Respondió Moisés y dijo: No van a creerme, ni escucharán mi voz; pues dirán: No se te ha aparecido Yahveh. Díjole Yahveh: ¿Qué tienes en tu mano? Un cayado, respondió él. Yahveh le dijo: Echalo a tierra. Lo echó a tierra y se convirtió en serpiente; y Moisés huyó de ella. Dijo Yahveh a Moisés: Extiende tu mano y agárrala por la cola. Extendió la mano, la agarró, y volvió a ser cayado en su mano... Para que crean que se te ha aparecido Yahveh, el Dios de sus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Y añadió Yahveh: Mete tu mano en el pecho. Y le dijo: Vuelve a meter la mano en tu pecho. La volvió a meter y, cuando la sacó de nuevo, estaba ya como el resto de su carne. Así pues, si no te creen ni escuchan la voz por la primera señal, creerán por la segunda. Y si no creen tampoco por estas dos señales y no escuchan tu voz, tomarás agua del Río y la derramarás en el suelo; y el agua que saques del Río se convertirá en sangre sobre el suelo. Dijo Moisés a Yahveh: ¡Por favor, Señor! Yo no he sido nunca hombre de palabra fácil, ni aun después de haber hablado tú con tu siervo; sino que soy torpe de boca y de lengua. Le respondió Yahveh: ¿Quién ha dado al hombre la boca? ¿Quién hace al mudo y al sordo, al que ve y al ciego? ¿No soy yo, Yahveh? Así pues, vete, que yo estaré en tu boca y te enseñaré lo que debes decir. El replicó: Por favor, envía a quien quieras. Entonces se encendió la ira de Yahveh contra Moisés, y le dijo: ¿No tienes a tu hermano Aarón el levita? Sé que él habla bien; he aquí que justamente ahora sale a tu encuentro, y al verte se alegrará su corazón. Tu le hablarás y pondrás las palabras en su boca; yo estaré en tu boca y en la suya, y os enseñaré lo que habéis de hacer. El hablará por ti al pueblo, él será tu boca y tú serás su dios. Toma también en tu mano este cayado, porque con él has de hacer las señales (Ex 4,1-17).

La misma resistencia a la vocación manifiesta Gedeón: "Perdón, Señor mío, ¿cómo voy a salvar yo a Israel? Mi clan es el más pobre de Manasés y yo el último en la casa de mi padre" (Ju 6,15). Jeremías, como Moisés, objeta que no sabe hablar. Se siente como un niño, que no sabe sino balbucear y la gente le infunde pavor: "¡Ah, Señor Yahveh! Mira que no sé expresarme, que soy un muchacho" (Jr 1,6). Pero también Jeremías acepta la misión, aunque luego se queje de que Yahveh le ha convertido en "hombre de discordia y de contienda"o de que "le ha seducido" (Jr 15,10; 20,7). Su confesión es impresionante: "Se presentaban tus palabras, y yo las devoraba; era tu palabra para mí un gozo y alegría de corazón, porque se me llamaba por tu Nombre Yahveh, Dios Sebaot" (Jr 15,16). "Yo decía: No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su Nombre. Pero había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque trataba de ahogarlo, no podía" (Jr 20,9). El camino de los profetas es casi siempre una subida al Calvario. Elías es perseguido por Jezabel (1R 19); Miqueas, el hijo de Yimlá, fue encarcelado por el rey Agab (1R 22,26-27); Amós fue expulsado de Betel (Am 7,11ss); y Jeremías se vio desgarrado por la misión a la que no podía sustraerse (Jr 15,10.18; 20,9.14; 36-44).


Ahora bien entre el temor de Moisés, Gedeón y Jeremías y la actitud de Jonás hay una gran diferencia. Jonás no discute con Dios. Se aleja de Dios y huye en la dirección opuesta, rechazando la misión. Su movimiento de bajada marca el alejamiento de Dios. Mientras que la maldad de los ninivitas sube hacia Dios, Jonás desciende a Jafa, baja al barco, en el barco baja a la bodega hasta hundirse en el sueño. Jonás se niega a existir como mensajero de Yahveh, el Dios de Israel, que se interesa de todos los pueblos, que se preocupa de los ninivitas. Jonás no dice nada, pero intenta escapar de la presencia de Yahveh. Huye hacia el lejano Tarsis del extremo Occidente, aunque ya los profetas, testigos de la presencia universal de Yahveh, habían proclamado la imposibilidad de situarse fuera de su alcance: "Aunque penetren en el seol, mi mano los sacará de allí; aunque suban hasta el cielo, yo los haré bajar de allí; si se esconden en la cumbre del Carmelo, allí los buscaré y los agarraré; si se ocultan a mis ojos en el fondo del mar, allí mismo ordenaré a la serpiente que los muerda" (Am 9,2-3). A Jeremías se le presenta como quien habita en todos los lugares y en la historia de todas las naciones: "¿Soy yo un Dios sólo de cerca oráculo de Yahveh y no soy Dios de lejos? ¿O se esconderá alguno en escondite donde yo no le vea? ¿Los cielos y la tierra no los lleno yo?" (Jr 23,23-24).

Para llevar la salvación a las naciones Dios llamó a Abraham y a todos sus hijos: "Dijo entonces Yahveh: ¿Por ventura voy a ocultarle a Abraham lo que hago, siendo así que Abraham ha de ser un pueblo grande y poderoso, y se bendecirán por él los pueblos todos de la tierra?" (Gn 18,17-18). Por la obediencia de Abraham su descendencia será una bendición para todas las naciones: "Por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra, en pago de haber obedecido tú mi voz" (Gn 22,18; 28,14). Pero Jonás, hebreo, hijo de Abraham, no responde con la fe de Abraham: "Yahveh dijo a Abram: Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra. Marchó, pues, Abram, como se lo había dicho Yahveh, y con él marchó Lot. Tenía Abram 75 años cuando salió de Jarán" (Gn 12,1-4). Jonás rechaza la misión divina, sin aceptar su palabra. Como Abraham deja su patria, paga un buen precio, pero no para ir donde Dios le ha mandado, sino para huir "lejos del Señor". El Talmud dice que huyó del país donde reside la Shekinah, es decir, la presencia de Dios. Huir lejos de la faz del Señor es lo contrario de la actitud del verdadero profeta, que siempre "está ante la faz de Yahveh" (1R 18,15; 22,21; Jr 15,19; 18,20).

En realidad la expresión "lejos de la faz de Yahveh" sólo aparece otras dos veces en la Escritura, referidas las dos a Caín. Caín, después de asesinar a su hermano Abel, bajo el peso de la maldición, exclama ante Yahveh: "Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es decir que hoy me echas de este suelo y he de esconderme de tu presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará... Caín salió de la presencia de Yahveh, y se estableció en el país de Nod, al oriente de Edén" (Gn 4,13-16).


No es éste el único parentesco entre Jonás y Caín. Negarse a llevar un mensaje del Señor es lo mismo que matar al hermano. Y quien se enoja con el hermano se enemista también con Dios. Jonás y Caín son dos personas que fruncen el ceño, se irritan contra Dios y Dios les interroga por los motivos de esa cólera: "Se irritó Caín en gran manera y se abatió su rostro. Yahveh dijo a Caín: ¿Por qué andas irritado, y por qué se ha abatido tu rostro?" (Gn 4,5-6). Lo mismo hará con Jonás (4,4). Ambos abandonan la tierra de Israel y huyen vagabundos (Gn 4,14). Jonás acoge la misión que Dios le confía de la misma manera que Caín su castigo. Jonás es como Caín en estado de rebeldía y de cólera contra Dios. Pero sobre uno y otro reposa la mano protectora de Dios, que no abandona al pecador, ni siquiera al fratricida Caín (Gn 4,15)

¡Pobre Jonás, que quiere alejarse del Señor, huyendo a Tarsis! Hasta Tarsis se extiende la presencia del Señor. Un día brillará en ella la gloria del Señor, como anuncia el profeta Isaías: "Yo vengo a reunir a todas las naciones y lenguas; vendrán y verán mi gloria. Pondré en ellos una señal y enviaré de ellos algunos escapados a las naciones: a Tarsis, Put y Lud, Mések, Ros, Túbal, Yaván; a las islas remotas que no oyeron mi fama ni vieron mi gloria. Ellos anunciarán mi gloria a las naciones" (Is 66,18-19). El salmista conoce la presencia universal de Dios y la canta. No se siente acosado por ella, sino que se goza al verse protegido por su sombra en todas partes: "¿A dónde iré yo lejos de tu espíritu, a dónde de tu rostro podré huir? Si hasta los cielos subo, allí estás tú, si en el seol me acuesto, allí te encuentras. Si tomo las alas de la aurora, si voy a parar a lo último del mar, también allí tu mano me conduce, tu diestra me aprehende. Aunque diga: ¡Me cubra al menos la tiniebla, y la noche sea en torno a mí un ceñidor, ni la misma tiniebla es tenebrosa para ti, y la noche es luminosa como el día" (Sal 139,7-12).

Jonás, profeta de Dios, entiende perfectamente la misión encomendada. El sabe que no se trata simplemente de anunciar la inmediata destrucción de Nínive, sino más bien de una llamada a conversión. Y sabe también que, una vez convertida, Dios estará dispuesto a perdonarla. Según los maestros de Israel, apenas escucha el mensaje de Dios, Jonás se hace los siguientes razonamientos: Si las naciones están prontas al arrepentimiento y yo, con mi predicación, consigo que se conviertan de su mala conducta, entonces yo me convierto en un acusador de Israel, que sigue insensible a todas las exhortaciones de los profetas. Por tanto, si llevo a término mi misión, los habitantes de Nínive se convertirán y Dios les librará de su cólera, que caerá sobre Israel. Y además si anuncio la destrucción de Nínive y, por mi anuncio, ellos se arrepienten y Dios les libra de la destrucción, yo seré acusado de falso profeta y, de este modo, hasta el nombre de Dios será profanado. Al despreciar a su enviado, despreciarán igualmente a quien le ha enviado. Los orgullosos e impíos no atribuirán nunca la anulación del decreto divino a la conversión, sino que pensarán que la profecía era falsa o que Dios no tiene poder para llevarla a cabo.

Jonás, en su intuición profética, comprende que, por su culpa, tras la conversión y perdón de los ninivitas, el perjudicado será Israel. Los ninivitas, con su conversión, se merecerían el título de "bastón de la cólera de Dios", convirtiéndose en el instrumento del castigo de Israel. Por ello, Jonás busca en todas las formas alejarse de Nínive, aceptando incluso que le arrojen al mar (1,12), antes que fabricar el instrumento de la aniquilación de Israel. Jonás defiende al hijo (Israel) frente al Padre (Dios), arriesgando su propia vida con tal de salvar a Israel. Esta interpretación rabínica la recoge también San Jerónimo: "El profeta sabe, por inspiración del Espíritu Santo, que la penitencia de los paganos es la ruina de los judíos. Por eso, como buen patriota, más que envidiar la salvación de Nínive, rehúsa la perdición de su pueblo".

Jonás, el profeta rebelde, busca todas las excusas para huir de su misión. Pero, como profeta de Dios, no se equivoca. Jesucristo mismo interpela a los escribas y fariseos con el ejemplo de los ninivitas: "¡Generación malvada y adúltera! Los ninivitas se levantarán en el Juicio con esta generación y la condenarán, porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás y aquí hay algo más que Jonás" (Lc 11,29ss; Mt 12,41).


Dios confía a Israel una misión de salvación para toda la humanidad, e Israel, celoso de sus privilegios, se niega a cumplir su misión. En lugar de responder a Dios, huye de él. Es lo que hace Jonás. Dios lo manda a Nínive y se embarca hacia Tarsis. En lugar de ir al extremo Oriente se encamina al extremo Occidente, colocando entre Nínive y él el mar. Más aún. Jonás no sólo huye y se mete en el mar para sustraerse a la misión, sino que se sumerge en el sueño, tratando de hundirse en el olvido, en la inconsciencia. El pecado en su profundidad es la evasión al sueño en el que el alma se precipita. El hombre, en el letargo del sueño, pierde la capacidad de escuchar la Palabra de Dios. Mientras huye al mar, su conciencia permanece despierta en el remordimiento. Aún puede llegarle el reclamo de Dios. Pero el sueño es la muerte de la conciencia. La luz de Dios no puede penetrar en él; es como caer en la nada. Jonás se hunde en las sombras de la nada que es el sueño. No sólo no lleva el mensaje de salvación, sino que él mismo cae en el abismo. Descendiendo al fondo de la nave Jonás rompe toda comunicación con los demás, con Dios y consigo mismo. Es como descender al fondo de la muerte.

En la interpretación rabínica, buscando justificar la huida del profeta, la reacción de Jonás es vista también como expresión de su humildad. En el fondo se inspira en Moisés, el más humilde de los hombres. En su corazón se decía: Si Moisés se resistió en aceptar la llamada divina, por no sentirse a la altura de la misión que se le encomendaba de liberar a los hebreos, sacándoles de Egipto, ¿cómo voy a ser yo capaz de cumplir la misión que se me encomienda, enviándome entre los malvados? No, yo no soy capaz de ello; huiré donde Dios no se me pueda manifestar e insistir hasta convencerme como hizo con Moisés.

Jonás huye, pues, de la presencia de Dios, es decir, se aleja de Israel, que está llena de la presencia de Dios. Para Jonás es claro de dónde huir, pero el problema es a dónde huir lejos de Dios. Busca un lugar donde no haya sido proclamada la gloria de Dios. Pero el salterio le enseña que "la gloria de Dios está por encima de los cielos" (113,4) e Isaías le dice que "toda la tierra está llena de su gloria" (Is 6,3). Por ello se decide a huir al mar, donde no ha sido proclamada la gloria de Dios. No es que Jonás crea que Dios no tiene dominio sobre el mar, pero al menos en la Escritura no se dice que allí haya sido proclamada su gloria. Esto le hace pensar que el mar no es el lugar propicio para que Dios se revele a sus profetas. En su huida prefiere, pues, la vía del mar a la vía del desierto, pues en el desierto, incluso fuera de Israel, Dios se ha revelado en otras ocasiones, como por ejemplo a Elías en la cueva del Horeb, donde Dios le encontró escondido y le dijo: "¿Qué haces aquí, Elías?" (1R 19,9).


A bordo de una nave espera, pues, escapar de una segunda interpelación de Dios. Pero esto es ponerse tras los pasos de Caín, quien, al verse descubierto por Dios tras haber asesinado a su hermano, "huyó de la presencia de Dios" (Gn 4,16), le dio la espalda. Huir de Dios es salirse de sus designios, alejarse de su voluntad, sin poder jamás esconderse de él, como reconoce el mismo Caín: "¿Puedo acaso esconderme a tu mirada?" (Gn 4,14). ¿Es posible escaparse de Dios tan fácilmente como piensa Jonás? El hombre intenta siempre la huida. Mientras Dios no nos llama, es fácil frecuentar el templo, vivir cerca de Dios, hasta desear una vida piadosa. Pero cuando el Señor se fija en nosotros y nos llama, entonces nace el miedo y el deseo de escapar lejos de él. Cuando Dios se nos acerca, su presencia es fuego que abrasa. La vida entera es puesta en tensión. Todo queda patas arriba. Y lo grave es que Jonás puede poner entre Nínive y él el mar o el desierto, pero entre Dios y él, ¿que puede poner, si Dios está en todo lugar, dentro del mismo Jonás? Le seguirá como su misma sombra, aunque no fuera de él, sino en su interior. Dios le encontrará en su huida. Entre nosotros y lo que Dios nos ordena podemos poner toda la distancia que deseemos. Pero entre Dios y nosotros no hay distancia posible. Dios sigue con nosotros, en nosotros. Dios sigue y alcanza a todo fugitivo:

Vi al Señor en pie junto al altar y dijo: ¡Sacude el capitel y que se desplomen los umbrales! ¡Hazlos trizas en la cabeza de todos ellos, y lo que de ellos quede lo mataré yo a espada: no huirá de entre ellos un solo fugitivo ni un evadido escapará! Si fuerzan la entrada del seol, mi mano de allí los agarrará; si suben hasta el cielo, yo los haré bajar de allí; si se esconden en la cumbre del Carmelo, allí los buscaré y los agarraré; si se ocultan a mis ojos en el fondo del mar, allí mismo ordenaré a la Serpiente que los muerda; si van al cautiverio delante de sus enemigos, allí ordenaré a la espada que los mate; pondré en ellos mis ojos para mal y no para bien (Am 9,1-4).

Jonás, fugitivo, "baja a Joppe" (1,3), la antigua ciudad portuaria, hoy Jafa. Jonás vivía en Gat Jéfer, en el territorio de Zabulón (Jos 19,10-16). Cerca tenía el puerto de Ake, pero en su deseo de embarcarse hacia el confín de la tierra desciende hasta Joppe. Como hemos visto, el Talmud de Jerusalén explica el descenso de Jonás al puerto de Joppe diciendo que la llamada de Dios le llega, mientras está celebrando la fiesta de Sukkot en Jerusalén y, por ello, baja a Joppe, el puerto más cercano a Jerusalén. Desde luego el autor de la historia de Jonás ve el mundo desde Jerusalén. De todos modos, Jonás no hace más que descender, sea desde Gat Jéfer o desde Jerusalén. Su huida es siempre un descenso (1,3.5), una caída espiritual, que le llevará hasta tocar el fondo del abismo. Baja de Jerusalén a la costa, de la tierra al mar, del mar al fondo de la nave, desde la nave al vientre del pez, que le hace descender a los abismos del mar. El Targum Palestinense parafrasea Dt 30,12-13: "La Ley no está más allá del mar, para que uno tenga que decir: Ojala tuviéramos uno como el profeta Jonás que bajase a lo hondo del mar y nos la trajese".

Jafa es el puerto mediterráneo en donde Jonás piensa encontrar una embarcación que le lleve lejos de Nínive. De Jafa zarpaban navíos con destino a todos los puertos. Jafa, la hermosa, Joppe para los griegos, se encuentra en un lugar habitado desde la prehistoria. Se halla encuadrada en la tierra perteneciente a Benjamín, pero está en poder de los filisteos. Sin embargo, Jafa es el puerto que abastece desde el mar a Jerusalén. Por su puerto han llegado a Jerusalén los materiales que Salomón necesitó para la construcción del templo. El rey Hirán de Tiro selló con Salomón este pacto: "Nosotros, por nuestra parte, cortaremos del Líbano toda la madera que necesites y te la llevaremos en balsas, por mar, hasta Joppe, y luego tú mandarás que la suban a Jerusalén" (2Cro 2,15). Por ese mismo puerto llegaron los materiales requeridos para la edificación del segundo templo, después del exilio: "Se dio entonces dinero a los canteros y a los carpinteros; a los sidonios y a los tirios se les mandó víveres, bebidas y aceite, para que enviasen por mar a Joppe madera de cedro del Líbano, según la autorización de Ciro, rey de Persia" (Esd 3,7).

Jonás, en su huida lejos de Dios, es símbolo de Israel. El significado de su nombre es "paloma". Bajo el símbolo de la paloma, el profeta Oseas contempla a Israel: "Efraím es como una paloma ingenua y sin cordura; llaman a Egipto, acuden a Asiria. Adondequiera que vayan, yo echaré sobre ellos mi red, los cazaré como aves del cielo. ¡Ay de ellos, que de mí se han alejado!" (Os 7,11-13). Oseas retrata a Israel huyendo de Dios y, con ello, también de sí mismo, al pedir ayuda a quienes no pueden dársela, al contar con Egipto o Asiria, lugares que no están al alcance de Yahveh. Es lo que intenta Jonás. Pero Oseas dice que Efraím retorna como una paloma. Jonás es el profeta del retorno, de la conversión: enviado por Dios a anunciarla a los paganos.


Jonás es Caín, el pueblo rebelde del desierto, el pueblo del becerro de oro, el pueblo indócil a la voz de los profetas, es también Elías deseándose la muerte o Job, que no comprende el actuar de Dios. Jonás presta su nombre y su voz a la comunidad de Israel, pueblo de Dios, enfrentado con la prosperidad de las potencias extrajeras, que le persiguen. Jonás es Jeremías que, seducido por Dios, se enfrenta con él:

Me has seducido, Yahveh, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido. He sido la irrisión cotidiana: todos me remedaban. Pues cada vez que hablo es para clamar: ¡Atropello!, y para gritar: ¡Expolio!. La palabra de Yahveh ha sido para mí oprobio y befa cotidiana. Yo decía: No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su Nombre. Pero había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajada por ahogarlo, no podía (Jr 20,7-9).

Jonás es el profeta sorprendente. Es la paloma, según el significado de su nombe. La paloma es el ave elegida por Dios como símbolo de Israel. La paloma se distingue por su fidelidad a su compañero. Es la fidelidad que Dios busca en Israel: "Unica es mi paloma" (Ct 6,9). Para los rabinos Jonás es el símbolo de Israel, el pueblo fiel a su Dios. La fidelidad de Jonás es perfecta. Su fuga no se debe entender como un intento de romper sus lazos con Dios. Se trata, más bien, de la inútil pretensión de Jonás de reducir su gran receptividad profética. Piensa que en el mar, lejos de Israel, el espíritu profético no se posa sobre el hombre.

Bajo esta luz apreciamos el enorme sacrificio soportado por Jonás al huir, renunciando a la profecía. Sólo un profeta está en grado de gustar plenamente la alegría de una experiencia profética. Jonás, que ha alcanzado ese grado de alegría, renuncia a él en favor de Israel. No quiere avergonzar a Israel, que se muestra insensible a su predicación, mientras Nínive acogería su llamada a la conversión. No es a Dios a quien Jonás rechaza. Si no le reconociera no tendría necesidad de huir de él. Lo que mueve a Jonás en su huida es la contemplación de su pueblo repleto de personas que se niegan a obedecer la palabra de Dios. ¡Ellos no sienten ninguna necesidad de abrirse un camino hasta Tarsis para huir de los mandatos divinos! Se burlan de ellos en Samaría, en Judea y hasta en la santa ciudad de Jerusalén. Jonás, en cambio, huye porque está cercano a Dios, cree en él y está lleno de celo por él. No escapa de Dios, sino que busca reducir su receptividad profética. Conoce el riesgo que corre al callar el mensaje de Dios para el pueblo. Sabe que se expone a la muerte, pero está dispuesto a perder su propia vida, con tal de obrar en favor de Israel. Elige el honor del hijo (Israel) antes que el del padre (Dios).


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