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El profeta Jonás: 5. JONAS ARROJADO AL MAR

Emiliano Jiménez Hernández

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El profeta Jonás arrojado al mar

 

 

5. JONAS ARROJADO AL MAR

Frente a Israel, el pueblo elegido, que lleva en sus entrañas una palabra de salvación para todos los pueblos, los marineros nos muestran el mundo pagano que Israel debe salvar. Sobre la nave, zarandeada por la tempestad, cada tripulante invoca a su dios, mientras Jonás, expresión del pueblo elegido, se abandona al sueño. Dios desencadena la tempestad, pues el pecado del hombre no vence jamás su amor. Con la tempestad los marineros se agitan y despiertan a Jonás. Es el grito del mundo, que vive en el temor, el que despierta al profeta. Jonás no invoca aún a Dios, pero confiesa su fe en él y le anuncia a los marineros.

Jonás, enviado a llevar la salvación a Nínive, es sacudido por los paganos, que le colocan despierto ante Dios. El grito de angustia de los paganos despierta la conciencia del profeta y se ve situado en su culpabilidad. Jonás es salvado, arrancado del sueño, por aquellos a quienes él debía salvar. Es el juego de la acción admirable de Dios, que se sirve de los extraños y enemigos para salvar a los amigos, a veces más ciegos y sordos que los mismos alejados de Dios.

La confesión de Jonás, reconociéndose culpable de la tempestad del mar, lejos de tranquilizar a los marineros, les llena de temor: "Aquellos hombres temieron mucho y le dijeron: ¿Por qué has hecho esto? Pues supieron los hombres que iba huyendo lejos de Yahveh por lo que él había manifestado" (1,10). El temor anterior (v. 5) es el que se experimenta ante un peligro mortal, mientras que éste es de otro orden, es el temor de Dios. Ante Dios no vale nada ser marineros, son hombres sin más. Del temor de Dios brotan las preguntas: ¿Por qué has hecho esto?, ¿cómo se te ha ocurrido huir de semejante señor?, ¿cómo has podido pensar que podrías esconderte de su presencia? Si tu Dios es el Dios de todo el universo, es Dios del mar lo mismo que de la tierra. ¡Hombre de Dios! ¿Qué es lo que has hecho? Es la misma exclamación de Labán, cuando Jacob huye de él: "¿Qué has hecho? ¿Por qué te has fugado con disimulo y a escondidas de mí?" (Gn 31,26). Y más significativa aún es la pregunta del mismo Dios a Caín: "¿Qué has hecho?" (Gn 3,13). ¿Cómo has podido cometer una acción tan infame?

Sin embargo, habiendo sentido que Jonás es un profeta de Dios, con temor reverencial "le preguntaron: ¿Qué hemos de hacer contigo para que el mar se nos calme?" (1,11). Ante el temor de perecer, antes de terminar una larga deliberación o un juicio en regla, los marineros piden a Jonás que les diga lo que hay que hacer con él. Si tú eres el profeta, ¿dinos que hemos de hacer? ¿Está arrepentido y desea que le lleven a Nínive para que pueda cumplir la misión que el Señor le ha encomendado? ¿O desea que le devuelvan a Israel para ser juzgado allí, en su país, bajo la jurisdicción de su Dios? Ellos no quieren poner la mano sobre el ungido de Dios. "¿Quién se atreve a poner impunemente su mano sobre un ungido de Dios?" (1S 26,5). Si, como has dicho, tú temes a Dios, acepta sus mandatos y así salvarás tu vida y la nuestra.


Jonás, sacado de su letargo, reconoce su culpa y responde a la pregunta de los marineros: "Agarradme y tiradme al mar, y el mar se os calmará, pues sé que es por mi culpa por lo que os ha sobrevenido esta gran borrasca" (1,12). Jonás prefiere morir ahogado en el mar antes que convertirse en instrumento de la conversión de Nínive, bastón de castigo para Israel. Como han hecho otros profetas, Jonás está dispuesto a sacrificar su vida por Israel. Así hizo Moisés: "Volvió Moisés donde Yahveh y dijo: ¡Ay! Este pueblo ha cometido un gran pecado al hacerse un dios de oro. Con todo, dígnate perdonar su pecado..., y si no, bórrame del libro que has escrito" (Ex 33,33). Y lo mismo hizo David: "Cuando David vio al ángel que hería al pueblo, dijo a Yahveh: Yo fui quien pequé, yo cometí el mal, pero estas ovejas ¿qué han hecho? Caiga, te suplico, tu mano sobre mí y sobre la casa de mi padre" (2S 24,17). Este gran amor a Israel es el que empuja a Jonás a entregar su vida y, por este amor, la salvó: "El que pierde su vida por mí, la encontrará", dirá también Jesús.

Jeremías, amenazado de muerte por profetizar contra el templo de Jerusalén, se enfrenta a los sacerdotes y falsos profetas con palabras similares, aunque en sentido opuesto a las de Jonás: "En cuanto a mí, aquí me tenéis en vuestras manos: haced conmigo como mejor y más acertado os parezca. Empero, sabed de fijo que si me matáis vosotros a mí, sangre inocente cargaréis sobre vosotros y sobre esta ciudad y sus moradores, porque en verdad Yahveh me ha enviado a vosotros para pronunciar en vuestros oídos todas estas palabras" (Jr 26,14-15).

Jonás no se arroja personalmente al mar; sino que, considerando que los marineros no eran hebreos, creyó que ellos podrían cumplir esa acción. En definitiva no les pedía otra cosa que ejecutar la sentencia del Talmud, que condena a morir ahogado a quien se substrae a su misión profética. El profeta que no comunica la profecía recibida merece la pena de muerte a manos del cielo. Jonás reconoce que ese es su pecado y acepta morir ahogado. "Sé que es por mi culpa por lo que ha sobrevenido esta borrasca". No tengáis miedo de ser castigados como cómplices. La tempestad se ha levantado sólo contra mí. Una vez que me hayáis arrojado al mar, éste se calmará.

La paradoja e ironía se muestran en el contraste entre la confesión de fe de Jonás y su actitud. Jonás se halla en plena contradicción. Posee la sabiduría. Sabe que Dios actúa en los acontecimientos. Pero, ¿cómo se atreve a decir que "teme a Yahveh" si el temor de Dios se manifiesta en la obediencia, en poner la vida a su servicio? Jonás confiesa su fe, pero prefiere la muerte a la obediencia. Por ello, en medio del peligro mortal, no muestra ningún arrepentimiento, ninguna petición de ayuda, ninguna plegaria, ningún temor de Dios. Jonás ve la mano de Dios en la tempestad, se sabe culpable y conoce el remedio contra el peligro. Pero no se vuelve al Señor, no se convierte a él, aceptando la misión que le ha encomendado. Los marineros, en cambio, siendo paganos politeístas, invocan a sus dioses, se muestran sensibles a la presencia de Dios en el mundo, ven la tempestad como una señal de su cólera, desean aplacarlo. Cuando Jonás les confiesa su culpa, se echan a temblar, pues comprenden la enormidad del pecado, mucho mejor que el mismo Jonás. Y, sin embargo, no se atreven a tocar o maldecir a Jonás, hacen todo lo posible por salvar su vida. Sienten más respeto por la vida de aquel culpable que las gentes de Israel por la vida de Jeremías (Jr 26,25), y más que el mismo Jonás. Intentan salir del apuro con todas sus fuerzas y medios, por temor a derramar sangre inocente. Sólo, para salvar su vida y convencidos de que esa es la voluntad del Dios de Jonás, se atreven a arrojarlo al mar. Y, ante la calma del mar, que sobreviene, se convierten a Yahveh. El Dios de Jonás pasa a ser su Dios, le temen y le ofrecen un sacrificio y le hacen votos. A su pesar, Jonás se ha convertido en profeta de Dios, comenzando su misión: la salvación de los paganos.


Los marineros tratan de salvar la nave de la furia de la tempestad: "Los hombres se pusieron a remar con ánimo de alcanzar la costa, pero no pudieron, porque el mar seguía encrespándose en torno a ellos" (1,13). Los marineros no están dispuestos a seguir el consejo de Jonás. Cuanto más les habla más crece su temor. Con todas sus fuerzas intentan abrirse a base de remos un camino a través del muro de olas. Se esfuerzan como quien intenta abrir un túnel, pretendiendo atravesar la tempestad. Los marineros del barco de Jonás son hombres religiosos. Expuestos constantemente al peligro, los marineros reconocen la mano de Dios en todas partes. Sin esperanza de que la tempestad se calme, pues el mar "sigue encrespándose cada vez más", le urgen a Jonás a que les indique lo que deben hacer. "El profeta había pronunciado sentencia contra sí mismo; ellos, oyendo que adoraba a Dios, no se atrevían a ejecutarla" (San Jerónimo). Aterrorizados por la idea de hacer mal a un profeta, deciden volver a tierra firme, desembarcarlo y seguir su viaje sin él, abandonado a la suerte de su Dios. Ahora, sabiendo que la culpa de la borrasca se debe a que Jonás se ha negado a llevar el mensaje de Dios a Nínive, piensan que se acrecentarían la ira de Dios y las olas del mal si ellos tapan para siempre la boca del profeta, arrojándolo al mar. Entonces nunca se podría cumplir la misión de Jonás y nunca se aplacaría el mar. Obrar según la indicación de Jonás sería cooperar con él contra la voluntad de Dios, incurriendo también ellos en la culpa merecedora del castigo divino. Sin embargo todos sus intentos son anulados por las olas "que siguen encrespándose en torno a ellos", empujándoles cada instante más adentro del mar. Imposible alcanzar la costa, de donde sopla el viento.

"Entonces clamaron a Yahveh, diciendo: ¡Ah, Yahveh, no nos hagas perecer a causa de este hombre, ni pongas sobre nosotros sangre inocente, ya que tú, Yahveh, has obrado conforme a tu beneplácito!" (1,14). Es la oración del salmista: "Nuestro Dios está en los cielos, todo cuanto le place lo realiza" (Sal 115,3). Los marineros creen en el Nombre inefable y comienzan a invocarle, manifestando su sumisión a Dios, según se lo ha presentado Jonás, profeta siempre, incluso contra su voluntad. Su plegaria, al bordo del barco, es el grito de su angustia:

¡Ah, Yahveh, no nos hagas perecer a causa de este hombre! No somos culpables de estar con él en la misma nave. Tampoco nos condenes por el pecado que estamos a punto de cometer, arrojándolo al mar. Tú que sondeas el corazón, mira nuestras intenciones. No es nuestro deseo hacerle morir. ¿Pero no es mejor que muera uno para salvación de todos? ¡No pongas sobre nosotros sangre inocente!. "Tú, Yahveh, has obrado conforme a tu beneplácito". Tú has suscitado esta tempestad por su causa, realiza ahora tus planes. Todo está sujeto a tu voluntad. Si tú hubieses querido darle muerte de otra forma, nada te lo habría impedido. Pero si, por su huida de ti, merece la muerte a manos del cielo, nosotros te le entregamos a ti. Tú eres quien ha decidido que muera en el mar, pues sólo nuestra nave sufre los embates de la tempestad, que claramente tú has levantado contra él. No nos trates como si fuésemos asesinos.

Finalmente, los tripulantes, se ven obligados a arrojar al profeta al mar. "Y, agarrando a Jonás, le tiraron al mar; y el mar calmó su furia" (1,15). La culpa es de Jonás. La tempestad no es el castigo del pecado del mundo, sino del pecado de los elegidos. El mal en el mundo se debe a la infidelidad de los creyentes, llamados a ser luz del mundo y sal de la tierra. Si el mundo vive en tinieblas, si está corrompido, es porque los crreyentes no son luz, no son sal. Jonás, confesando su culpa, invita a todo creyente a confesar su culpa: "Sé muy bien que esta tempestad se ha alzado por culpa mía". Con la confesión de su pecado, Jonás vuelve a ser instrumento de salvación para los demás. En cuanto entra en el mar, éste se calma. Aceptar morir por los demás es la misión de los creyentes: amar al otro, dando la vida por él.


El cristiano, mirando a Cristo crucificado por los hombres, vive en el mundo perdiendo la vida para salvar a los hombres: "Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Pues, aunque vivimos, nos vemos continuamente entregados a la muerte por causa de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De modo que la muerte actúa en nosotros, mas en vosotros la vida" (2Cor 4,10-12). Aunque Jonás intente eludir su misión, no logra escapar de la presencia de Dios, Señor del mar y del viento. Dios lleva a cabo su designio, haciendo de Jonás instrumento de salvación de los paganos. Desembarazado del pecador Jonás, el barco de los recién convertidos puede navegar en paz.

Impresionados por esta manifestación de la providencia y omnipotencia de Dios, de la que han sido testigos, los marineros se convierten y reconocen a Yahveh como el único Dios, le temen y le ofrecen sacrificios. La calma sorprendente e imprevista del mar es, para ellos, la prueba de la presencia de Dios a su lado, como Señor del mar y de la tierra. La palabra de su profeta Jonás era verdadera. La impresión de esta manifestación de la mano de Dios en estos paganos les ha llevado a reconocer sinceramente su existencia y su cercanía. El Midrash asegura que arrojaron inmediatamente sus ídolos al mar, volvieron a Jafa, subieron a Jerusalén y se hicieron circuncidar. Este es el sentido de "ofrecieron sacrificios", haciendo "votos" de convertirse al hebraísmo, de dar limosna a los pobres y de llevar a sus esposas e hijos al servicio de Dios. Cumplidos estos votos, se convirtieron en verdaderos prosélitos. Por ellos, en la oración, los judíos dicen: "Y sobre los prosélitos justos y sobre nosotros vele tu piedad".

Jonás,con su palabra y con su vida, se convierte en testigo de Dios. La tarea misionera de Jonás, aunque no deseada, ha sido un éxito. El profeta ha predicado el nombre de Dios a los paganos, que le reconocen como su Dios y Señor. Las palabras de Jonás y los hechos han conducido a los primeros paganos al temor de Dios. San Jerónimo, citando el Salmo 50,14, comenta: "Jonás, fugitivo en el mar, náufrago, muerto, salva el navío que fluctuaba, salva a los paganos sacudidos por los errores del mundo hacia diversas opiniones. En cambio, Oseas, Amós, Isaías y Joel, que profetizaban por aquellos días, no lograron convertir a Judea".

El mar llena todo el cuadro. La palabra mar aparece once veces. Pero no es la voz de la tempestad lo que oímos, sino la de los marineros y la de Jonás. La confesión de Jonás está en el centro del relato. Gracias a Jonás, los marineros salvan su vida en peligro y salvan su alma, al reconocer a Yahveh, el Dios de Israel. Del miedo a la muerte pasan al "temor de Yahveh": "Y aquellos hombres temieron mucho a Yahveh; ofrecieron un sacrificio a Yahveh y le hicieron votos". Ante el prodigio realizado por Dios, calmando la tempestad, los marineros experimentan el mismo temor y la misma fe que experimentó Israel ante el prodigio del mar Rojo: "Aquel día salvó Yahveh a Israel del poder de los egipcios; e Israel vio a los egipcios muertos a orillas del mar. Y viendo Israel la mano fuerte que Yahveh había desplegado contra los egipcios, temió a Yahveh, y creyeron en Yahveh y en Moisés, su siervo" (Ex 14,30-31). Los paganos se salvan mientras Jonás se hunde en las aguas. Es el éxodo de los paganos. En ambos relatos aparece el contraste entre el mar y la tierra firme o camino "seco" (Ex 14,16.21.29). Sólo que en el Exodo se ahogan los paganos, mientras el pueblo de Israel se salva. Aquí los paganos se salvan, mientras Jonás, el hebreo, hijo de Abraham, se hunde en las aguas. En los reproches, que Jonás dirigirá a Dios (4,2), tenemos también un eco de las murmuraciones del Exodo (Ex 14,12).

Al final el nombre de Yahveh es exaltado. Jonás ni cree en la conversión de los malvados ni la quiere. Yahveh, en cambio, cree en los hombres y apuesta siempre por ellos. En su fe en los hombres, los busca hasta mediante Jonás. Quizás busca así encontrarse también con Jonás y cambiar su duro corazón. Pues Dios no desiste de sus planes. Nínive sigue esperando al profeta de Dios. Su palabra tiene que llegar hasta allí. ¿Enviará ahora a otro profeta obediente, una vez arrojado al mar el profeta rebelde? ¿O se servirá aún de Jonás? El que se encuentre a la deriva en las ondas del mar no es problema para el "que hizo el mar y la tierra firme".


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