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El profeta Jonás: 11. YOM KIPPUR

Emiliano Jiménez Hernández

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El profeta Jonás yom kippur

 

11. YOM KIPPUR

El libro de Jonás es uno de los libros más cortos de la Escritura. Consta únicamente de cuatro breves capítulos. Sin embargo, ocupa un lugar central. Jonás es leído en el momento culminate de Yom Kippur, como lectura profética (haftará), proclamada inmediatamente antes de la Ne'ila, la quinta y última oración del Kippur, que es la culminación de los diez días de la Teshuvà, iniciados en Rosh Hashaná, día de año nuevo. Israel se confronta con el libro de Jonás durante esos diez días cruciales. Lo proclama en el momento culminante de la liturgia penitencial de Kippur, cuando, después de la reconciliación con los hermanos, se espera el perdón de Dios. Cada año, el libro de Jonás ofrece a Israel la esperanza de que el amor y perdón de Dios son más grandes que nuestro pecado, sean lo que sean nuestras culpas. Jonás, mostrando la relación entre Teshuvà y Seliká, entre arrepentimiento y perdón, garantiza la certeza del perdón de Dios.

La Teshuvà (arrepentimiento y vuelta a Dios) constituye el tema principal del libro de Jonás y del Yom Kippur. Por ello Israel lee todo el libro de Jonás en la tarde de Yom Kippur, el día del gran perdón, cuando implora la misericordia de Dios por los pecados cometidos en todo el año. Es evidente que el relato de Jonás es el más apropiado para este día único, pues la historia de Jonás ilustra como ninguna otra página de la Escritura el significado de la conversión, cuyo sentido profundo sólo Dios conoce. El Midrash nos narra lo siguiente:

Se preguntó a la Sabiduría: ¿Cuál es el castigo del pecador?
Ella respondió: los pecadores sean perseguidos por su maldad (Pr 13,21).
Se preguntó a la Profecía: ¿Cuál es el castigo del pecador?
Ella respondió: El que peque es quien morirá (Ez 18,20).
Se preguntó a la Torá: ¿Cuál es el castigo del pecador?
Ella respondió: Que ofrezca un sacrificio de expiación y obtenga así el perdón.
Se preguntó al Santo: ¿Cual es el castigo del pecador?
El respondió: Que se arrepienta y obtenga así el perdón.

La eficacia de la conversión escapa a la lógica humana. Nosotros la aceptamos como un hecho evidente, porque en nosotros está enraizada la idea de que el arrepentimiento es el último recurso incluso para los grandes pecadores. Dios espera nuestra conversión, pues ante sus ojos nada vale tanto como un corazón contrito y humillado. Pero, ¿cómo puede comprender la Sabiduría, la Profecía o la Torá el valor de la conversión? El perdón es, para ellas, inconcebible. La sabiduría decreta que el pecador debe ser perseguido por su maldad y la Profecía sostiene que el pecado conduce a la muerte. La Torá proclama que el perdón sólo se puede obtener a través de un sacrificio de expiación. Hay un hecho innegable: sólo Dios ha confirmado el principio de la Teshuvà. Sin su misericordia, el destino del pecador es la muerte. Gracias a la misericordia, un instante sincero de arrepentimiento puede cancelar toda una vida de pecado y hasta puede transformar las transgresiones en méritos.

Rabbi Yannày dice que en el comienzo de la creación del mundo, el Santo observaba las acciones de los justos y las de los malvados: "Y la tierra estaba vacía" (Gn 1,2): vacía de las acciones de los malvados... "Que sea la luz" (1,3): se trata de las acciones de los justos... "Noche" (1,3): se trata de las acciones de los malvados. "Un día" (1,3): El Santo les dio un día. ¿Cuál? El día del Perdón.


La hora de la conversión suena en cada instante, pero Yom Kippur, el día del perdón, es único. Desde el comienzo de la creación, Dios había previsto que el mundo sería una mezcla de bien y mal, de justos y malvados. De hecho, El quería que las cosas fueran así, pues el hombre había sido creado para recoger la luz, rechazando las tinieblas. Sin embargo, Dios creó un día, un día único, indispensable, necesario para que el hombre resurgiera de las tinieblas y entrara en la luz: Yom Kippur. Yom Kippur ofrece al hombre una oportunidad espiritual que no puede hallar en ningún otro momento. Por ello los sabios de Israel han ligado el Libro de Jonás con la conversión y con Yom Kippur. El profeta, los marineros y los habitantes de Nínive nos ofrecen el sentido de la conversión y nos invitan a ella. Su enseñanza supera todo límite de tiempo, nacionalidad y espacio. La historia se desenvuelve en un período particular, en lugares específicos, pero sus implicaciones son universales. La conversión ha precedido a la creación del mundo. Es eterna. Del mismo modo la historia de Jonás supera los límites del tiempo y del espacio: es la lección eterna de la conversión.

Según el Zòhar, la historia de Jonás es una parábola. El profeta es el alma exiliada en un cuerpo sobre la tierra. El alma, como parte de la santidad de Dios, llega a la tierra y se deja seducir por las atracciones físicas del mundo terreno. Su única esperanza consiste en arrepentirse y sumergirse en las aguas purificadoras de la conversión, que disiparán todos los espejismos que la han desviado del camino recto. Este es el mensaje eterno y universal de Jonás. Es un mensaje de sinceridad y de pureza, leído en un momento en que Dios se sienta en el trono de la misericordia, dispuesto a mostrar su piedad a los hombres, siempre que sus hijos abran en su corazón una puerta a la conversión, auque ésta sea tan pequeña como el ojo de una aguja.

La Teshuvà es el gran don que Dios ha dado al hombre para que pueda unirse con él. El hombre pierde la vida cuando se aleja de la fuente de la vida, que es Dios. Pero Dios no abandona en la muerte a sus hijos. Antes o después, a todo hombre se le enciende la chispa interior que parecía apagada. Ese es el momento de la gracia, del don de Dios, que enciende en el interior del hombre el deseo de volver a sus orígenes, al manantial de su vida, a Dios. Si al encenderse esa chispa divina, el hombre la sofoca por miedo a tener que cambiar de vida, esa gracia pasa sin dejar nada en el hombre. La chispa se apaga y queda convertida en ceniza. Apenas se enciende esta chispa es necesario acoger el kairós y volverse a Dios, que es clemente y misericordioso, pero no fuerza nunca al hombre.

Dios ofrece el don de la Teshuvà no sólo a quienes se han alejado de él con sus graves culpas y desean retornar a él. La vida del fiel creyente es una ascensión continua hacia Dios. De conversión en conversión, de gracia en gracia, el creyente se une cada día más a Dios. Peldaño a peldaño, el justo acorta la distancia que hay entre él y Dios. Cada grada de esta escala es fundamental. Dejar pasar la gracia de la Teshuvà por indiferencia o por distracción es cortar el camino de acercamiento a Dios. El más grande justo, que no ha cometido culpas graves, espera cada día el momento en que Dios enciende en él esa chispa de la Teshuvà. Es el momento propicio, el momento que da sentido a su vida. Es lo eterno de cada día en medio de lo efímero del tiempo en este mundo, cuyas apariencias nos seducen. La Teshuvà es, pues, el gran don de Dios, no sólo a la persona singular, sino a la humanidad entera. Un hombre que se convierte y vuelve a unirse a Dios, fuente de la vida, salva al mundo de caer en la nada.


Dios acoge en cualquier momento al hombre que escucha su llamada a la conversión y retorna a él con todo su corazón, sobre todo si lo hace con el corazón quebrantado y humillado. Pero hay momentos de gracia particularmente propicios. El Yom Kippur es el momento propicio por excelencia. El sonido del shofar en ese día despierta al "hombre que duerme" y despierta en Dios la "memoria del sacrificio de Isaac". Es, pues, el día del Gran Perdón.

El profeta Jonás y los ninivitas se convierten

Maimonides, el famoso médico, filósofo, astrólogo y comentador de la Escritura, escribió una obra dedicada totalmente a la Teshuvà. Se trata de un compendio de reglas prácticas, que indican el camino adecuado de la Teshuvà. Merece la pena recoger algunas de sus indicaciones. Comienza diciendo que si alguien viola, voluntaria o inadvertidamente, un precepto de la Torá, debe confesar con los labios las propias culpas ante Dios. Los sacrificios ofrecidos por el pecado no bastan para obtener el perdón, sino que deben ser precedidos de la Teshuvà y de la confesión oral. Lo mismo vale en el caso en que uno haya causado un daño al prójimo. Aunque le haya resarcido el daño, no recibe el perdón hasta que haga la confesión de su culpa, acompañada de la Teshuvà, expresando la intención de no volver a hacerlo. Y ahora, en exilio fuera de Israel, no pudiendo ofrecer sacrificios en el templo, la Teshuvà es la única vía para expiar las culpas. Pero, aunque una persona haya sido malvada durante toda su vida, la Teshuvà en los últimos instantes de su existencia es capaz de cancelar todas sus culpas, según está escrito: "La maldad del malvado no le hará sucumbir el día en que se aparte de su maldad" (Ez 33,12).

También el día de Kippur tiene el poder de expiar las culpas de quienes viven la Teshuvà, como está escrito: "En ese día se hará expiación por vosotros para purificaros y quedaréis limpios delante de Yahveh de todos vuestros pecados" (Lv 16,30). La Teshuvà es siempre eficaz, pero lo es de un modo especial en los diez días que van de Rosh Hashanà a Yom Kippur, según está escrito: "Buscad a Yahveh mientras se deja encontrar, llamadle mientras está cercano" (Is 55,6). Sin embargo no hay que olvidar que la Teshuvà y el Yom Kippur sólo perdonan los pecados cometidos contra Dios. Las ofensas al prójimo sólo se perdonan después de haber obtenido el perdón de la persona ofendida y haber resarcido el daño. Es conveniente también recordar que las acciones de cada uno tienen consecuencias para todo el mundo. Un solo pecado más podría ser fatal para el pecador y para el mundo, mientras que una acción buena puede darle la posibilidad de salvarse a sí mismo y al mundo entero.

La Teshuvà ha sido auténtica cuando la persona no se deja arrastrar por la tentación de cometer otra vez el pecado del que se ha arrepentido, si se le presenta de nuevo la ocasión. Sin embargo la Teshuvà, aunque sólo se viva en la vejez, cuando ya no se dan las mismas condiciones de cometer los pecados de otros tiempos, es válida para salvar a la persona. Incluso vivida en el último día de la vida, o en el último momento antes de morir, obtiene el perdón de todos los pecados. Pues la Teshuvà consiste en abandonar el pecado, cancelando incluso el pensamiento de él, proponiéndose no volver a cometerlo. Por ello quien se conforma con confesar sus pecados, sin decidir alejarse de ellos, no recibe el perdón, pues está escrito: "Al que encubre sus faltas, no le saldrá bien; el que las confiesa y abandona, obtendrá piedad" (Pr 28,13).

Maimonides indica también lo que puede impedir la Teshuvà. Hay veinticuatro pecados que la obstaculizan. Yahveh puede negar la Teshuvà a quienes inducen al pecado a la comunidad, a quienes intencionalmente desvían al prójimo del recto camino, a quien ve a su propio hijo tomar un camino errado y no interviene para impedirlo. Siendo el padre responsable de las acciones del hijo, si él interviniera, el hijo desistiría del mal camino. Pero, no interviniendo, el padre se mancha con las culpas del hijo, como si las hubiera cometido él mismo. Dios puede negar la Teshuvà también a quien se dice: "peco y ya proveerá el Yom Kippur a cancelar mi pecado".

Se cierran a sí mismos la puerta de la Teshuvà quienes se alejan de la comunidad, quienes rechazan las palabras de los sabios o se burlan de los maestros, pues se quedarán sin quien les indique la vía recta; también quienes desprecian los preceptos de la Torá, pues es claro que, despreciándolos, no los buscan ni los observan, y quienes no aceptan ser reprendidos, pues ese es el medio para estimular en el pecador la Teshuvà. Quien no acepta la corrección permanece en sus pecados, que él no considera tales.

Hay otros pecados que impiden al pecador vivir una Teshuvá completa. Se trata de los pecados cometidos en perjuicio del prójimo desconocido para el mismo pecador, por lo que no le puede pedir perdón ni resarcirle del daño causado. Comete estos pecados quien maldice a la comunidad, con lo que no puede recibir el perdón de ninguno en particular. Quien divide el robo con el ladrón, porque con ello aprueba las acciones de su cómplice, induciéndolo a perseverar en su pecado. Quien encuentra un objeto perdido y no lo declara; de este modo quita al propietario la posibilidad de reclamarlo y cuando se quiera convertir no sabrá a quien restituirlo. Quien se apropia del alimento destinado a los pobres, a los huérfanos y a las viudas, personas infelices, generalmente desconocidas y que, frecuentemente, emigran de ciudad en ciudad, sin que se les pueda encontrar para restituirles lo que les pertenece. Y, finalmente, quitan al pecador la posibilidad de la Teshuvà, los pecados aparentemente poco graves, en los que uno cae sin apenas darse cuenta, por lo que nunca se arrepiente de ellos. A estos pecados hay que añadir los pecados realmente graves que, con su continua repetición, el pecador se acostumbra a ellos: se trata de la murmuración, de la maledicencia, de la ira, de los malos pensamientos y de la compañía de los malvados, de quienes se aprenden las maldades que quedan impresas en el corazón, pues "quien frecuenta los necios termina por obrar el mal" (Pr 13,20).

Todos estos pecados obstaculizan la Teshuvà, pero no la impiden del todo. Si el pecador se arrepiente es considerado un Baal Teshuvà (pecador arrepentido) y tendrá parte en la vida eterna. A todos se nos ha dado este don precioso. Los profetas, en nombre de Dios, no se cansan de invitarnos a acogerla, a acogernos a ella. Para ello, recomienda Maimonides, que el hombre se considere cada día cercano a la muerte. Debe vivir la Teshuvá apenas se le ofrece y no aplazarla a cuando sea viejo, pues podría abandonar este mundo improvisamente, cuando menos se lo espera. Todos necesitamos todos los días la Teshuvà. Pues la Teshuvà no es necesaria solamente para los pecados graves, como el robo o el homicidio. Es necesaria también para la ira, la envidia, la maledicencia, que podrían parecer pecados fútiles. Estos forman parte de nuestra vida diaria y exigen la Teshuvà lo mismo que las demás trasgresiones.

Quien vive de Teshuvà en Teshuvà que no piense que, por sus trasgresiones, nunca llegará al nivel de los justos. En realidad, Dios considera a quien se arrepiente y se convierte a él lo mismo que a quien no ha cometido pecado. Su recompensa será grande, pues se tendrá en cuenta que él, habiendo gustado el sabor del pecado, se ha privado de él, cosa que supone un gran esfuerzo. De hecho la Mishnà dice que "donde ponen los pies los Baalé Teshuvà no son dignos de estar ni los más perfectos justos". Es decir, el mérito de los pecadores arrepentidos es superior al de los justos que jamás han pecado, porque ellos deben resistir una inclinación malvada más fuerte que la de los justos. Jesús recogerá esta enseñanza, proclamando: "Os digo que habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión" (Lc 15,7). La potencia de la Teshuvà es inmensa, porque acerca al hombre a la Shekinà. Ayer una persona estaba separada de Dios y hoy, gracias a la Teshuvà, le está cerca:

Uno de los malhechores colgados le insultaba: ¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros! Pero el otro le respondió diciendo: ¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho. Y decía: Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino. Jesús le dijo: Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso (Lc 23,39-43).


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