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El profeta Jonás: 13. A LA SOMBRA DEL RICINO

Emiliano Jiménez Hernández

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El profeta Jonás y el ricino

 

 

       13. A LA SOMBRA DEL RICINO

 

El último capítulo rezuma humor por todas partes. El contraste entre el inmenso amor de Dios y la mezquindad del hombre parece un juego. Dios, que no condena a los ninivitas, tampoco quiere condenar a Jonás, aunque se burle de él. Jonás es profeta de Dios, elegido por él; debería sintonizar con los sentimientos de Dios más que nadie. Pero está tan lejos de Dios que su corazón se muestra en las antípodas de él. Frente a la misericordia de Dios aparece su egoísmo. Y lo grave es que, en lugar de mirar con los ojos de Dios, pretende achicar la mirada de Dios, reduciéndola a la visión de su corta vista. Quiere enseñar a Dios en vez de escuchar y aceptar su palabra y su actuación. Se cree con motivos para irritarse contra Dios: Me has mandado a una ciudad para anunciar su destrucción y tú la dejas en pie, como si no te importase nada dejarme en ridículo. Para eso podías haberte ahorrado el enviarme. Todo hubiera sido más fácil. Podías haber hecho sin mí lo que ya tenías decidido hacer antes de enviarme.

 

Dios no toma muy en serio el enojo de Jonás. Con una sonrisa de condescendencia le replica: “¿Te parece bien irritarse?” (4,4). Y con esta pregunta comienza una simpática discusión, en la que Dios y Jonás buscan justificar su actuación: Jonás, su cólera, y Dios, su bondad. Con su interrogante, Dios define el objeto de la discusión: ¿Tiene Jonás realmente motivos para irritarse hasta el punto de desear la muerte? Para Jonás es evidente que tiene motivos para ello: ¿No es acaso una injusticia haber perdonado y salvado a Nínive, a la que todo hebreo no puede por menos de desear todo el mal posible? No es la salvación lo que Jonás se esperaba, sino la destrucción. El ha salido inmediatamente de la ciudad como Lot salió de Sodoma para que no le sorprendiera el fuego dentro de ella. El esperaba que cayera el fuego del cielo, como Elías lo hizo caer sobre el altar del monte Carmelo (1R 18,38). En las afueras de la ciudad ha esperado “ver el destino de la ciudad”.

 

La imagen de Caín aflora en este momento. Jonás rumia en su interior el odio lo mismo que Caín. Jonás ha salido de la ciudad y se ha instalado al oriente de ella. También Caín, tras “alejarse de la faz de Dios”, “se instaló” en la tierra de Not, “al este del Edén” (Gn 4,16). Caín, como Jonás, “estaba muy enojado” porque Dios no aceptaba su sacrificio como aceptaba el de su hermano Abel. Dios, entonces, le planteó a Caín la misma pregunta que hace ahora a Jonás: “¿Por qué andas irritado, y por qué se ha abatido tu rostro?” (Gn 4,6). “¿Vale la pena irritarse de esa manera?”. Dios reprende a Caín, como a Jonás, diciéndoles que la incomprensión del actuar de Dios sólo proviene de sus propias disposiciones. A Caín y a Jonás les ciega, en el fondo, la envidia. Jonás deja la ciudad de Nínive, que se ha convertido en el lugar de la gracia de Dios, lo mismo que Caín había dejado el Edén de Dios. Lo mismo que el asesino de Abel, Jonás desea la muerte de sus hermanos. Al no conseguir la destrucción de la ciudad, desea destruirse a sí mismo, desaparecer, morir. Es frecuente en los apóstoles de Dios este celo indiscreto que la mayor parte de las veces es más soberbia que celo. Santiago y Juan van con Jesucristo y pasan por Samaría, donde los samaritanos han rechazado su palabra. Indignados por el recuerdo y llenos de celo, dicen: “Señor, mandemos que baje fuego del cielo y los consuma a todos. Y Jesús, volviéndose les reprendió” (Lc 9,54-55).

 


Jonás no es capaz de contener la amargura de se alma. Conocía el actuar de Dios (4,2), pero esperaba que esta vez no le defraudaría y destruiría la ciudad, “según sus palabras”. Jonás muestra aquí con claridad la experiencia interior de todo profeta. Está convencido de que la voluntad de Dios es salvar a los hombres, pero siempre le toca comenzar su ministerio denunciando el pecado, colocándose frente a sus oyentes como aguafiestas, lo que termina por aislarle, pues se hace odioso a todos. Y, al final, le toca cargar con las burlas de todos, pues, apenas los hombres muestran el más mínimo signo de conversión, Dios se compadece y no realiza sus amenazas. La palabra de Dios es eficaz, incluso a pesar del profeta que la anuncia. Los tripulantes, el mar, el viento, el pez, los ninivitas, los animales y hasta el ricino muestran la eficacia de la palabra, que sigue su curso hasta realizar el designio de Dios, no obstante todas las trabas que ponga Jonás.

 

La conversión de Nínive ha quedado escrita para siempre como signo de conversión y de esperanza o de juicio para todas las generaciones: “Los ninivitas se levantarán en el Juicio con esta generación y la condenarán; porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás, y aquí hay algo más que Jonás” (Mt 12,41). Los ninivitas, al convertirse, experimentan la misericordia de Dios. El contraste entre la misericordia de Dios y la actitud de Jonás llega a su cima en la última escena del relato. Jonás contaba con la misericordia de Dios cuando huyó sin pedir ni dar explicaciones. El culto y los salmos la proclaman sin cesar y los profetas nunca dejaron de predicarla: “Clemente y compasivo es Yahveh, tardo a la cólera y lleno de amor; no se querella eternamente ni guarda su rencor por siempre; no nos trata según nuestros pecados ni nos paga conforme a nuestras culpas. Como se alzan los cielos por encima de la tierra, así de grande es su amor para quienes le temen; tan lejos como está el oriente del ocaso aleja él de nosotros nuestras rebeldías. Cual la ternura de un padre para con sus hijos, así de tierno es Yahveh para quienes le temen, pues él sabe de qué estamos plasmados, se acuerda de que somos polvo” (Sal 103,8-14).

 

Pero Israel, siempre en contacto con pueblos poderosos,  ha tenido en su historia una larga experiencia de opresión, aunque ha contemplado también el pasar de los imperios potentes, mientras el pequeño reino de Israel se mantenía en pie. La caída de imperios, que se creían invencibles, ha despertado en Israel la esperanza del juicio de Dios en la historia. Sus profetas se lo proponen, hablando de un proyecto de Dios para todos los pueblos. Dios tiene preparada la copa de su ira para todas las naciones, que se alzan con arrogancia contra Dios y contra su pueblo: “Así me ha dicho Yahveh Dios de Israel: Toma esta copa de vino de furia, y hazla beber a todas las naciones a las que yo te envíe; beberán, y trompicarán, y se enloquecerán ante la espada que voy a soltar entre ellas. Tomé la copa de mano de Yahveh, e hice beber a todas las naciones a las que me había enviado Yahveh” (Jr 25,15-17).

 


La soberanía de Yahveh se muestra en el juicio con que somete a los pueblos, derribando a los potentes de sus tronos y ensalzando a los humildes. Pero la soberan��a de Yahveh se muestra también al ofrecer la conversión a las naciones, acogiéndolas bajo su providencia. Dios ofrece a las naciones la misma acogida con que ha acogido a su pueblo. Los profetas le dicen a Israel que así como Yahveh le libró a él de la esclavitud de Egipto, así libra a otros pueblos, haciéndose sentir presente en los éxodos de todas las naciones y en la guía hacia sus patrias: “¿No sois vosotros para mí como hijos de kusitas, oh hijos de Israel? ¿No hice yo subir a Israel del país de Egipto, como a los filisteos de Kaftor y a los arameos de Quir?” (Am 9,7). Yahveh acoge a los pueblos y los conduce a Sión, expresión de la salvación definitiva y universal: “Sucederá en días futuros que el monte de la Casa de Yahveh será asentado en la cima de los montes y se alzará por encima de las colinas. Confluirán a él todas las naciones, y acudirán pueblos numerosos. Dirán: Venid, subamos al monte de Yahveh, a la Casa del Dios de Jacob, para que él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos. Pues de Sión saldrá la Ley, y de Jerusalén la palabra de Yahveh” (Is 2,2-3). “Aquel día será Israel tercero con Egipto y Asur, objeto de bendición en medio de la tierra, pues les bendecirá Yahveh Sebaot diciendo: Bendito sea mi pueblo Egipto, la obra de mis manos Asur, y mi heredad Israel” (Is 19,24-25).

 

El universalismo de la salvación culmina en la sublime expresión del Segundo Isaías. En el futuro “Israel” abrazará a todos los pueblos de la tierra y Yahveh será el único Dios de todos: “Volveos a mí y seréis salvados, confines todos de la tierra, porque yo soy Dios, no existe ningún otro” (Is 45,22). “En cuanto a los extranjeros adheridos a Yahveh para su ministerio, para amar el nombre de Yahveh, y para ser sus siervos, a todo aquel que guarda el sábado sin profanarle y a los que se mantienen firmes en mi alianza, yo les traeré a mi monte santo y les alegraré en mi Casa de oración. Sus holocaustos y sacrificios serán gratos sobre mi altar. Porque mi Casa será llamada Casa de oración para todos los pueblos” (Is 56,6-7). Todas las naciones están invitadas al banquete mesiánico en Jerusalén, santuario de todos los pueblos.

 

Sin embargo, en la época postexílica, frente a esta actitud universalista, se acentúa el nacionalismo, que se cierra sobre sí mismo, excluyendo a las naciones de la salvación. Jonás es la expresión de esa actitud del pueblo, expresada con sublime ironía en el libro que lleva su nombre. Un profeta, servidor de la palabra de Dios, pretende quedarse con ella, en lugar de llevarla a sus destinatarios. Le irrita que la palabra trabaje por su cuenta y produzca el fruto que él no quiere. Mientras la palabra alberga un propósito de vida, él lo tiene de muerte. El llamado a ser mensajero de la misericordia para todos, apenas siente misericordia por sí mismo y por el ricino. Pero, echado en brazos de la muerte, al pedir que le arrojen al mar, es salvado precisamente por un pez monstruoso. Dios juega con su profeta. Yahveh, como ha expresado por sus profetas, tiene la convicción de que Nínive puede convertirse. Nínive, y todas “las naciones”, tienen cabida en la historia de la salvación. Jonás, al no aceptalo, se irrita y se queda rumiando su ira a la sombra de un ricino.

 

Nínive, la ciudad “bullanguera”, como la llama el profeta Sofonías (So 2,15), es para Jonás, como para los israelitas, la ciudad de la injusticia, de la crueldad, de la sangre derramada, el símbolo del mal. Y a esa ciudad es adonde Dios le envía, como instrumento de su bondad. No, Jonás no quiere ser cómplice de Dios en la salvación de Nínive. Si ha ido es porque Dios lo ha llevado y de ninguna manera se alegra con el perdón otorgado a sus habitantes: “Y ahora, Yahveh, te suplico que me quites la vida, porque mejor me es la muerte que la vida” (4,3). Es el grito, ya recordado, de Elías en el momento más dramático de su vida, sentado como Jonás a la sombra de una retama: “Elías caminó por el desierto una jornada de camino, y fue a sentarse bajo una retama. Se deseó la muerte y dijo: ¡Basta ya, Yahveh! ¡Toma mi vida, porque no soy mejor que mis padres!” (1R 19,4). Sí, también “Jonás ha salido de la ciudad y se ha sentado al oriente de ella; allí se ha hecho una cabaña bajo la cual se ha sentado a la sombra, hasta ver qué sucede en la ciudad” (4,5).

 

El desaliento de Elías obedece, ciertamente, a razones distintas del enojo de Jonás. El de Elías se debe a la persecución a la que están sometidos los profetas, incluido él mismo, a la deserción de la mayor parte de Israel que se ha pasado al culto de Baal. Lo que le lleva a desear la muerte es su fracaso como profeta, el hecho de que su palabra no es escuchada. Elías peregrina entonces al lugar en donde nació el culto de Yahveh. Pero en el camino le invade un mortal desaliento. Jonás, por su parte, es el hombre decepcionado que no quiere vivir para presenciar el perdón de los ninivitas. Se enoja porque su palabra ha sido escuchada y Nínive se ha convertido, abriéndose a la misericordia de Dios.


Pero Dios, “que puso una señal a Caín para que nadie le atacara” (Gn 4,15), condesciende con su profeta Jonás, acepta darle explicaciones de su conducta. Primero con una parábola en acción y luego con palabras. Es una parábola representada en tres tiempos: el ricino, el gusano y el viento del desierto. Jonás sale de la ciudad y sube a una colina para contemplar el espectáculo de la destrucción de Nínive. Y Dios, que juega con su profeta, le sigue. En su enojo, Jonás está a punto de coger una insolación. El fuego, que espera ver caer del cielo sobre la ciudad, está cayendo sobre su cabeza. El sol abrasador arde sobre él. Dios quiere que, por un momento, experimente el fuego que desea para Nínive. Pero enseguida, con ternura de padre, Dios, verdadera sombra protectora,[1] suministra una sombra a Jonás. Para librarle del fuego del sol, Dios hace crecer un ricino exactamente encima de su cabeza: “Entonces Yahveh Dios dispuso una planta de ricino que creciese por encima de Jonás para dar sombra a su cabeza y librarle así de su mal. Jonás se puso muy contento por aquel ricino” (4,6).

 

En el instante en que Jonás espera el fuego que arrase la ciudad, Dios piensa en él. Dios le ama en su pecado y espera que en su corazón brote un poco de compasión hacia los pecadores. Jonás se alegra con el ricino, pero no sabe leer el signo. Y Dios sigue su juego con el profeta, como hace con todos nosotros. Dios se divierte con nosotros. Y su juego es un juego de amor. Al final sólo queda el amor, amor a Jonás y a los demás, todos igualmente pecadores. Pecador Israel, representado por Jonás, y pecadores los gentiles, representados por Nínive: “En efecto, así como vosotros fuisteis en otro tiempo rebeldes contra Dios, mas al presente habéis conseguido misericordia a causa de su rebeldía, así también, ellos al presente se han rebelado con ocasión de la misericordia otorgada a vosotros, a fin de que también ellos consigan ahora misericordia. Pues Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia. ¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!” (Rm 11,30-33).

 

Dios intenta llegar al corazón de Jonás mediante el ricino. Jonás, como un niño, sonríe y, alegre, se dice: ¡Este ricino es verdaderamente providencial! Una simple caricia de Dios ha disipado la noche de Jonás. Dios se complace siempre en el juego de su amor, usando misericordia con el pecador. Pero desea que el pecador entre en el juego, gozando y agradeciendo la misericordia recibida. Por eso Dios sigue su juego con Jonás. Mientras, sentado cómodamente a la sombra del ricino, espera que caiga fuego del cielo y abrase la ciudad, un insecto roe las raíces del ricino y éste se seca: “Pero al día siguiente, al rayar el alba, Yahveh mandó a un gusano, y el gusano picó al ricino, que se secó” (4,7). Yahveh es el Dios que “da vida y mata” (1S 2,6), que “forma la luz y crea las tinieblas, que da la dicha y crea la desgracia” (Is 45,7). El día anterior dio vida y alegría a Jonás con la sombra del ricino, pero hoy Dios le quita la sombra, le quema por medio del sol y de un caluroso y seco viento que sopla del desierto. El viento solano sofocante borra de un soplo la alegría de Jonás. Un sólo día dura la alegría de Jonás. Dios juega con él sin olvidar la discusión en juego. El sol y el cálido viento se unen contra el profeta hasta hacerle desvanecer. Jonás, que desea que caiga fuego del cielo, ahora no soporta ni el fuego del sol sobre su cabeza. Es demasiado para él y se hunde de nuevo en la depresión. Abrumado, “se deseó la muerte y dijo: Mejor me es la muerte que la vida!” (4,8). El ricino le había hecho olvidarse de Nínive. La muerte del ricino le sumerge de nuevo en sus problemas hasta llevarle a la desesperación. Y ahí, en la desesperación, le espera Dios.


Ahora la parábola se hace palabra: “Entonces Dios dijo a Jonás: ¿Te parece bien irritarte por ese ricino” (4,9), que no has creado con tus manos, ni le has sembrado ni regado? ¿Te parece justo irritarte de esa manera por una planta tan efímera que ha crecido en una noche y al alba se ha secado? Jonás, sin sospechar a dónde le quiere llevar Dios, fuera de sí, “respondió: ¡Sí, me parece bien irritarme hasta la muerte!” (4,9). “Mejor es morir que vivir”. La cólera le abrasa, desea que mueran los ninivitas y desea su propia muerte. Sin amor la vida se hace insufrible. Cualquier sufrimiento se hace insoportable. Su voz de protesta se eleva contra Dios, pues está convencido que tiene razón al irritarse.

 

Nínive y el ricino forman una sola cosa. Dios toma la palabra de Jonás y le invita a reflexionar. Su compasión por la muerte de un simple ricino, planta de un sólo día, ¿no le abre los ojos a la compasión de Nínive?: “Y Yahveh dijo: Tu tienes lástima de un ricino por el que nada te fatigaste, que no hiciste tú crecer, que en el término de una noche fue y en el término de una noche feneció. ¿Y no voy a tener lástima yo de Nínive, la gran ciudad, en la que hay más de ciento veinte mil personas que no distinguen su derecha de su izquierda, y una gran cantidad de animales?” (4,10-11). Con ironía Dios finge que admira la compasión de Jonás por el efímero ricino, que no le ha costado nada. Pero, si El comprende la compasión y pena de Jonás, ¿por qué él se niega a comprender su compasión por Nínive, mucho más importante que el ricino? Si le apena tanto la muerte de un simple ricino, ¿no alcanza a vislumbrar lo que El siente por una ciudad inmensa con sus ciento veinte mil niños y tantísimos animales? El número de inocentes hace pensar en la cifra simbólica de ciento veinte mil, el cuadrado de doce multiplicado por mil,  expresión de la universalidad de la misericordia de Dios, que abraza a todos los hombres. Es el número de la multitud de los fieles de Cristo, marcados con el sello del Dios vivo (Ap 7,2-4; 14,1). El libro de Jonás, con su final, prepara la revelación evangílica de Dios Amor.

 

Jonás es el hombre, a quien siempre sorprenden y superan los designios de Dios. Dios ama y perdona. Más aún, Dios disculpa a los ninivitas. Oímos ya casi las palabras de Cristo en la cruz: “No saben lo que hacen” (Lc 23,24). Dios no se siente ofendido y se extraña de la irritación de Jonás ante el perdón concedido a Nínive. “Y Yahveh dijo: ¿Cómo no voy a tener compasión de Nínive, la gran ciudad, en la que hay más de ciento veinte mil personas que no distinguen su derecha de su izquierda, y una gran cantidad de animales?” (4,11). Jonás pone en evidencia el fondo de nuestro ser. Nuestro egoísmo es tal que nos lleva a poner constantemente en la balanza nuestro pequeño yo y la salvación de una multitud. Y preferimos la salvación de nuestro yo, el quedar bien, aunque con ello tengan que perecer los demás.

 

Lo llamativo de la respuesta de Dios es que ni menciona el pecado ni la penitencia de los ninivitas, sino sólo la multitud de niños y de animales que pueblan la ciudad. Si él, Jonás, muestra tanto interés por un efímero ricino, ¿cómo no va a cuidarse Dios de tantos seres vivos? Dios, en su palabra, revela su ser y su corazón. La salvación de los ninivitas no está ligada a su penitencia. Es pura gracia del corazón misericordioso de Dios. Dios no se deja manipular por los hombres. La conversión de los ninivitas no es la causa de la “conversión” de Dios. Dios no actúa según el metro de la justicia humana, sino según la medida de su corazón. Dios actúa por bondad y misericordia con todos los seres vivos, sobre todo con los más débiles, los niños y los animales.

 


Dios es compasivo y misericordioso por encima de la ruindad de su profeta. A Jonás le molesta que Dios tenga tan gran corazón que es capaz de dejar mal a su profeta, perdonando a los ninivitas convertidos por sus amenazas de destrucción. Pero Dios se ríe de sus enfados, pues le ama con el mismo corazón con que ha perdonado a los ninivitas. Dios, condescendiente con Jonás, le invita a comprender su gesto de perdón partiendo de sus sentimientos de piedad hacia el ricino. Dios apela, no a la fe de Jonás, -“ya sabía yo que tú eres un Dios de misericordia”-, sino a su corazón. Si tú sientes piedad por el ricino, ¿no sentiré yo piedad por tantos seres vivos? Escucha los impulsos profundos de tu corazón y comprenderás mi actuación. La palabra no está lejos de ti, sino en tu boca y en tu corazón. El Dios, que se ha revelado a Israel como salvador, es el mismo con Nínive, con las naciones paganas. Es siempre Yahveh, el Dios lento a la cólera y rico en misericordia. El Dios que se ha acercado a Israel en el Sinaí, dejando oír su voz y sellando una alianza con él, es el mismo Dios de Abraham que quiere abrazar a todos los hombres. En Jesucristo llega a plenitud este acercamiento de Dios a los hombres. Dios se hace realmente Enmanuel: Dios-con-nosotros. Y, al derramar su Espíritu en nuestros corazones, se hará “Dios en nosotros”.

 

El libro de Jonás supera a los demás profetas en la revelación de Dios. Jeremías hacía depender el comportamiento de Dios de la conducta de los hombres: “De pronto hablo contra una nación o reino, de arrancar, derrocar y perder; pero se vuelve atrás de su mal aquella gente contra la que hablé, y yo también desisto del mal que pensaba hacerle. Y de pronto hablo, tocante a una nación o un reino, de edificar y plantar; pero hace lo que parece malo desoyendo mi voz, y entonces yo también desisto del bien que había decidido hacerle” (Jr 18,7-10). El libro de Jonás llega hasta el corazón de Dios, que salva al hombre, no por sus méritos, sino por gracia. Dios se sirve de todo -Jonás, los marineros, el mar, el pez, los ninivitas, el sol, el ricino, el gusano- para manifestar su amor salvador. El Dios de Israel no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. La conversión del pecador es la alegría de Dios: “Os digo que en el cielo hay más alegría por un solo pecador que se convierte que por novente y nueve justos que no tienen necesidad de conversión” (Lc 15,7).

 

Jonás, en desacuerdo con Dios, que le envía a los paganos, es la antifigura del profeta. Normalmente un profeta se identifica con Yahveh hasta el punto de hacer suya la causa encomendada de modo que no se sabe si la palabra proclamada es del profeta o de Yahveh. Pero, en el caso de Jonás ocurre lo contrario. Le irrita la palabra de Dios porque, aunque en principio sea amenazante para sus enemigos, él sospecha desde el comienzo que al fin terminará en perdón. El hombre sin misericordia no acepta que Yahveh tenga misericordia. Jonás, mensajero de Dios, no sintoniza con el que pone la palabra en sus labios. Se escandaliza de Dios, que no hace justicia. Ese es su drama existencial. Si Dios no hace justicia, ¿vale la pena esforzarse por ser justo? Por eso Jonás invoca la muerte. La bondad de Dios hace que los fundamentos del mundo se le tambaleen. El escándalo irritante de la injusticia provoca la rebelión. Otros profetas sufren esa misma tentación e intentan vencerla: “Con vuestras palabras vosotros ofendéis a Yahveh. Pero vosotros preguntáis: ¿En qué le ofendemos? Cuando decís: Todo el que hace el mal es bueno a los ojos de Yahveh, y él le acepta complacido; o también cuando decís: ¿Dónde está el Dios de la justicia?” (Ml 2,17). El salmista aconseja al piadoso:

 El profeta Jonás  y el ricino

 

No te enojes por el malvado ni envidies al que comete iniquidad.  Pues se secarán pronto como el heno, como la hierba tierna se marchitan. Confía en Yahveh y haz el bien, habita tu tierra y crece en paz, pon tus delicias en Yahveh, y te dará lo que pide tu corazón. Encomienda tu camino a Yahveh, confía en él y él actuará: hará brillar como la luz tu justicia, y tu derecho como el mediodía. Descansa en Yahveh, espera en él, no te acalores por el que prospera, por el hombre que urde intrigas. Cohíbe la ira y reprime el enojo, no te exasperes, que obrarás mal; y los que obran mal son excluidos, mas los que esperan en Yahveh poseerán la tierra. Aguarda un momento, ya no está el malvado; buscas su lugar, ya no está; mas los humildes poseerán la tierra, y gozarán de inmensa paz. (Sal 37,1-11).

 

La ira de Jonás arranca de ese escándalo que cunde en el pueblo y que profetas y sabios son incapaces de acallar. El drama se hace existencial cuando se cree que Yahveh no hace justicia ni venga la injusticia. ¿Qué sentido tiene entonces la vida? ¿A qué sirve la vida de fe, si Yahveh parece que se ha pasado al lado del opresor? ¿Cómo puede permitir que los justos sean atropellados y los malvados triunfen? Jonás, escandalizado, se disocia y huye de ese Dios que no apresura la salvación de los justos ni hace nada para que el opresor desaparezca de la tierra. La explosión del escándalo tienta a Jonás, y a todos los Jonás, a rebelarse contra Dios, tomando el gobierno del mundo en sus manos. El sabe mejor que Dios cómo se debe repartir el juicio y la gracia. Le gustaría limitar la misericordia de Dios a los suyos. Al final, ante la incapacidad de cambiar los acontecimientos de la historia, se cae en el despecho y en el desprecio de la vida. Si el mundo es así, la vida no vale la pena. Es el deseo de morir que aflora repetidas veces en Jonás.

 

Sin embargo, es una actitud inconcebible en un profeta. El profeta amenaza con la muerte a aquellos a quienes ha sido enviado. Pero con ello no busca sino defender la vida: “Buscad el bien, no el mal, para que viváis, y que así sea con vosotros Yahveh Sebaot, tal como decís” (Am 5,14). “¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado ‑ oráculo del Señor Yahveh ‑ y no más bien en que se convierta de su conducta y viva?” (Ez 18,23).  “Diles: Por mi vida, oráculo del Señor Yahveh, que yo no me complazco en la muerte del malvado, sino en que el malvado se convierta de su conducta y viva. Convertíos, convertíos de vuestra mala conducta. ¿Por qué habéis de morir, casa de Israel?” (Ez 33,11).

 

A Jonás le ciega el resentimiento y no es capaz de ver el paralelo que hay entre la preocupación de Dios por todos los hombres, -tanto por el profeta arrojado al mar como por los ninivitas arrepentidos-, y la que él siente por una planta que se marchita en un día. El interrogante final proclama que al Dios de la alianza no se le pueden poner límites; su misericordia se dilata más allá de las fronteras de Israel. El profeta, los marineros, los ninivitas y hasta los animales son objeto de la misericordia divina. A Jonás le hace huir sólo el pensar en la misericordia de Dios, pero es esa misma misericordia la que lo salva cuando es arrojado al mar. Y precisamente porque Dios es misericordioso, Jonás se lamenta a las afueras de Nínive. Es la ironía suprema: el profeta que se beneficia de la misericordia, elevando un salmo de acción de gracias, se enoja cuando esa misma misericordia alcanza a otros. En la persona de Jonás, Dios se dirige a todos aquellos que, a pesar de una larga experiencia de la misericordia que el Señor ha tenido con ellos, lamentan que esa misma misericordia sea concedida a los extraños. La libertad del amor de Dios no está ligada a nada ni a nadie.

 

Jonás expresa la decepción amarga de todo elegido que pretende hacer de la elección un privilegio en lugar de un servicio. El elegido es llamado por Dios para una misión en favor de los demás. Y en la fidelidad a la misión está su única dicha. Esa es su recompensa: “Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! Si lo hiciera por propia iniciativa, ciertamente tendría derecho a una recompensa. Mas si lo hago forzado, es una misión que se me ha confiado. Ahora bien, ¿cuál es mi recompensa? Predicar el Evangelio entregándolo gratuitamente” (1Co 9,16-18).

 

El profeta Jonás y el ricino

Lo que Dios trata de hacer entender a Jonás es el íntimo sentido de toda misión profética, que no consiste en el predecir sentencias irrevocables, sino en usar palabras de fuego para sacudir la conciencia de los hombres y encender en ellos el deseo de la conversión, hallando así la salvación. Jesús presenta la conversión de los ninivitas como modelo e invitación a la conversión para Israel y para sus discípulos (Lc 11,32; Mt 12,41).

 

Dios tiene la última palabra. Y esa palabra es un gran interrogante dirigido a Jonás y, a través de él, a los oyentes del libro de Jonás. Una pregunta para los que se creen buenos y desprecian a los malos (Lc 18,9), como la pregunta del padre de la parábola del hijo pródigo, con la que San Jerónimo termina su comentario al libro de Jonás: “¿Acaso no convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado?” (Lc 15,32). Responder a esta pregunta es conocer a Dios y amar al prójimo redimido por Dios. Es también una pregunta para quienes se ven malos y buscan una esperanza. Teodoreto de Ciro nos dice:

 

Como la Palabra Unigénita de Dios tenía que aparecer a los hombres en la naturaleza humana para iluminar a todos los pueblos con la luz del conocimiento de Dios, quiere mostrar a los paganos su solicitud por ellos, ya antes de la encarnación, para confirmar con lo sucedido lo que había de suceder, para enseñar a todos que no es Dios de solos los judíos, y para mostrar la vinculación de la antigua y nueva alianza.

 

La última palabra del libro de Jonás nos deja a todos en el corazón el gran interrogante de Dios: “¿Y no voy a tener yo compasión de Nínive, la gran ciudad, en la que hay más de ciento veinte mil personas que no distinguen su derecha de su izquierda, y una gran cantidad de animales?” (4,11).

 



[1] Sal 17,8; 36,8; 57,2; 63,8; 91,1; 121,5...

 


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