LA NUEVA EVANGELIZACIÓN
Joseph Ratzinger
Conferencia pronunciada
Congreso de catequistas
y profesores de religión,
Roma, 10.XII.2000
Contenido
Estructura y método de la nueva evangelización
Los contenidos esenciales de la nueva evangelización
Introducción
La vida humana no se realiza por sí misma. Nuestra vida es una cuestión
abierta, un proyecto incompleto, que es preciso seguir realizando. La
pregunta fundamental de todo hombre es: ¿cómo se lleva a cabo este proyecto
de realización del hombre? ¿Cómo se aprende el arte de vivir? ¿Cuál es el
camino que lleva a la felicidad?
Evangelizar quiere decir mostrar ese camino, enseñar el arte de vivir. Jesús
dice al inicio de su vida pública: he venido para evangelizar a los pobres
(cf. Lc 4, 18). Esto significa: yo tengo la respuesta a vuestra pregunta
fundamental; yo os muestro el camino de la vida, el camino que lleva a la
felicidad; más aún, yo soy ese camino. La pobreza más profunda es la
incapacidad de alegría, el tedio de la vida considerada absurda y
contradictoria. Esta pobreza se halla hoy muy extendida, con formas muy
diversas, tanto en las sociedades materialmente ricas como en los países
pobres. La incapacidad de alegría supone y produce la incapacidad de amar,
produce la envidia, la avaricia.... todos los vicios que arruinan la vida de
las personas y el mundo. Por eso, hace falta una nueva evangelización. Si se
desconoce el arte de vivir, todo lo demás ya no funciona. Pero ese arte no
es objeto de la ciencia; sólo lo puede comunicar quien tiene la vida, el que
es el Evangelio en persona.
Estructura y
método de la nueva evangelización
Estructura
Antes de hablar de los contenidos fundamentales de la nueva evangelización
quisiera explicar su estructura y el método adecuado. La Iglesia evangeliza
siempre y nunca ha interrumpido el camino de la evangelización. Cada día
celebra el misterio eucarístico, administra los sacramentos, anuncia la
palabra de vida, la palabra de Dios, y se compromete en favor de la justicia
y la caridad. Y esta evangelización produce fruto: da luz y alegría; de el
camino de la vida a numeroso personas. Muchos otros viven, a menudo sin
saberlo, de la luz y del calor resplandeciente de esta evangelización
permanente. Sin embargo, existe un proceso progresivo de descristianización
y de pérdida de los valores humanos esenciales, que resulta preocupante.
Gran parte de la humanidad de hoy no encuentra en la evangelización
permanente de la Iglesia el Evangelio, es decir, la respuesta convincente a
la pregunta: ¿cómo vivir?
Por eso buscamos, además de la evangelización permanente, nunca interrumpida
y que no se debe interrumpir nunca, una nueva evangelización, capaz de
lograr que la escucho ese mundo que no tiene acceso a la evangelización
"clásica". Todos necesitan el Evangelio. El Evangelio está destinado a todos
y no sólo a un grupo determinado, y por eso debemos buscar nuevos caminos
para llevar el Evangelio a todos.
Sin embargo, aquí se oculta también una tentación: la tentación de la
impaciencia, la tentación de buscar el gran éxito inmediato, los grandes
números. Y este no es el método del reino de Dios. Para el reino de Dios,
así como para la evangelización, instrumento y vehículo del reino de Dios,
vale siempre la parábola del grano de mostaza (cf. Mc 4, 31-32). El reino de
Dios vuelve a comenzar siempre bajo este signo. Nueva evangelización no
puede querer decir atraer inmediatamente con nuevos métodos, más refinadas,
a las grandes mesas que se han alejado de la Iglesia. No; no es esta la
promesa de la nueva evangelización. Nueva evangelización significa no
contentarse con el hecho de que del grano de mostaza haya crecido el gran
árbol de la Iglesia universal, ni pensar que basta el hecho de que en sus
ramas pueden anidar aves de todo tipo, sino actuar de nuevo valientemente,
con la humildad del granito, dejando que Dios decid cuándo y cómo crecerá
(cf. Mc 4, 26-29).
Las grandes cosas comienzan siempre con un granito y los movimientos de
masas son siempre efímeros. En su visión del proceso de la evolución,
Teilhard de Chardin habla del "blanco de los orígenes": el inicio de las
nuevas especies es invisible y está fuera del alcance de la investigación
científica. Las fuentes se hallan ocultas; son demasiado pequeñas. En otras
palabras, las grandes realidades tienen inicios humildes. Prescindamos ahora
de si Teilhard tiene razón, y hasta qué punto, con sus teorías
evolucionistas: la ley de los orígenes invisibles refleja una verdad
presente precisamente en la acción de Dios en la historia. "No por ser
grande te elegí; al contrario, eres el más pequeño de los pueblos; te elegí
porque te amo...", dice Dios al pueblo de Israel en el Antiguo Testamento y
así expresa la paradoja fundamental de la historia de la salvación:
ciertamente, Dios no cuenta con grandes números; el poder exterior no es el
signo de su presencia.
Gran parte de los parábolas de Jesús Indican esta estructura de la acción
divina y responden así a las preocupaciones de los discípulos, los cuales
esperaban del Mesías éxitos y señales muy diferentes: éxitos del tipo que
ofrece Satanás al Señor "Te daré todo esto, todos los reinos del mundo..."
(cf. Mt 4, 9).
Desde luego, san Pablo, al final de su vida, tuvo la impresión de que había
llevado el Evangelio hasta los confines de la tierra, pero los cristianos
eran pequeñas comunidades dispersas por el mundo, insignificantes según los
criterios seculares. En realidad fueron la levadura que penetra en la masa y
llevaron en su interior el futuro del mundo (cf. Mt 13, 33).
Un antiguo proverbio reza: "Éxito no es un nombre de Dios". La nueva
evangelización debe actuar como el grano de mostaza y no ha de pretender que
surja inmediatamente el gran árbol. Nosotros vivimos con una excesiva
seguridad por el gran árbol que ya existe o sentimos el afán de tener un
árbol aún más grande, más vital. En cambio, debemos aceptar el misterio de
que la Iglesia es al mismo tiempo un gran árbol y un granito. En la historia
de la salvación siempre es simultáneamente Viernes santo y Domingo de
Pascua.
El método
De esta estructura de la nueva evangelización deriva también el método
adecuado. Ciertamente, debemos usar de modo razonable los métodos modernos
para lograr que se nos escuche; o, mejor, para hacer accesible y
comprensible la voz del Señor. No buscamos que se nos escuche a nosotros; no
queremos aumentar el poder y la extensión de nuestras instituciones; lo que
queremos es servir al bien de las personas y de la humanidad, dando espacio
a Aquel que es la Vida.
Esta renuncia al propio yo, ofreciéndolo a Cristo para la salvación de los
hombres, es la condición fundamental del verdadero compromiso en favor del
Evangelio: "Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibía; si otro
viene en su propio nombre, a ese lo recibiréis" (Jn 5, 43).
Lo que distingue al anticristo es el hecho de que habla en su propio nombre.
El signo del Hijo es su comunión con el Padre. El Hijo nos introduce en la
comunión trinitaria, en el círculo del amor suyo, cuyas personas son
"relaciones puras", el acto puro de entregarse y de acogerse. El designio
trinitario, visible en el Hijo, que no habla en su nombre, muestra la forma
de vida del verdadero evangelizador; más aún, evangelizar no es tanto una
forma de hablar; es más bien una forma de vivir: vivir escuchando y ser
portavoz del Padre. "No hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga"
(Jn 16, 13), dice el Señor sobre el Espíritu Santo.
Esta forma cristológica y pneumatológica de la evangelización es al mismo
tiempo una forma eclesiológica: el Señor, y el Espíritu construyen la
Iglesia, se comunican en la Iglesia. El anuncio de Cristo, el anuncio del
reino de Dios, supone la escucha de su voz en la voz de la Iglesia. "No
hablar en nombre propio" significa hablar en la misión de la Iglesia.
De esta ley de renuncia al propio yo se siguen consecuencias muy prácticas.
Todos los métodos racionales y moralmente aceptables se deben estudiar; es
un deber usar estas posibilidades de comunicación. Pero las palabras y todo
el arte de la comunicación no pueden ganar a la persona humana hasta la
profundidad a la que debe llegar el Evangelio. Hace pocos años leí la
biografía de un óptimo sacerdote de nuestro siglo, don Dídimo, párroco de
Bassano del Grappa. En sus apuntes se encuentran palabras de oro, fruto de
una vida de oración y meditación. A propósito de lo que estamos tratando,
dice don Dídimo, por ejemplo: "Jesús predicaba de día y oraba de noche". Con
esta breve noticia quería decir: Jesús debía ganar de Dios a sus discípulos.
Eso vale siempre. No podemos ganar nosotros a los hombres. Debemos
obtenerlos de Dios para Dios. Todos los métodos son ineficaces si no están
fundados en la oración. La palabra del anuncio siempre ha de estar
impregnada una intensa vida de oración.
Debemos dar un paso más. Jesús predicaba de día y oraba de noche, pero eso
no es todo. Su vida entera, como demuestra de modo muy hermoso el evangelio
de san Lucas, fue un camino hacia la cruz, una ascensión hacia Jerusalén.
Jesús no redimió el mundo con palabras hermosas, sino con su sufrimiento y
su muerte. Su pasión es fuente inagotable de vida para el mundo; la pasión
da fuerza a su palabra.
El Señor mismo, extendiendo y ampliando la parábola del grano de mostaza,
formuló esta ley de fecundidad en parábola del grano de trigo que cae tierra
y muere (cf. Jn 12, 24). También esta ley es válida hasta el fin del mundo
y, juntamente con el misterio del grano de mostaza, es fundamental para la
nueva evangelización. Toda la historia lo demuestra. Sería fácil demostrarlo
en la historia del cristianismo. Aquí quisiera recordar solamente el inicio
de la evangelización en la vida de san Pablo.
El éxito de su misión no fue fruto de la retórica o de la prudencia
pastoral; su fecundidad dependió de su sufrimiento, de su unión a la pasión
de Cristo (cf. 1 Cor 2, 1-5; 2 Cor, 5, 7; 11; 10 s; 11, 30; Gal 4, 12-14).
"No se dará otro signo que el signo del profeta Jonás" (Lc 1 29), dijo el
Señor. El signo de Jonás es Cristo crucificado, son los testigos que
completan "lo que falta a la pasión de Cristo" (Col 1, 24). En todas las
épocas de la historia se han cumplido siempre las palabras de Tertuliano: la
sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos.
San Agustín dice lo mismo de modo muy hermoso, interpretando el texto de san
Juan donde la profecía del martirio de san Pedro y el mandato de apacentar,
es decir, la institución de su primado, están íntimamente relacionados (cf.
Jn 21, 16). San Agustín lo comenta así: "Apacienta mis ovejas, es decir,
sufre por mis ovejas" (Sermón 32: PL 2, 640). Una madre no puede dar a luz
un niño sin sufrir. Todo parto implica sufrimiento, es sufrimiento, y llegar
a ser cristiano es un parto. Digámoslo una vez más con palabras del Señor:
"El reino do Dios exige violencia" (M 11, l2; Lc 10, 16), pero la violencia
de Dios es el sufrimiento, la cruz. No podemos dar vida a otros sin dar
nuestra vida. El proceso de renuncia al propio yo, al que me he referido
antes, es la forma concreta (expresada de muchas formas diversas) de dar la
propia vida. Ya lo dijo el Salvador: "Quien pierda su vida por mi y por el
Evangelio, la salvará" (Mc 8, 35).
Los contenidos
esenciales de la nueva evangelización
Conversión
Por lo que atañe a los contenidos de la nueva evangelización conviene ante
todo tener presente que el Antiguo Testamento y el Nuevo son inseparables.
El contenido fundamental del Antiguo Testamento está resumido en el mensaje
de san Juan Bautista: "Convertíos". No se puede llegar a Jesús sin el
Bautista; no es posible llegar a Jesús sin responder a la llamada del
Precursor; más aún, Jesús asumió el mensaje de Juan en la síntesis de su
propia predicación: "Convertíos y creed en el Evangelio" (Mc 1, 15). La
palabra griega para decir "convertirse" significa: cambiar de mentalidad,
poner en tela de juicio el propio modo de vivir y el modo común de vivir,
dejar entrar a Dios en los criterios do la propia vida, no juzgar ya
simplemente según las opiniones corrientes.
Por consiguiente, convertirse significa dejar de vivir como viven todos,
dejar de obrar como obran todos, dejar de sentirse justificados en actos
dudosos, ambiguos, malos, por el hecho de que los demás hacen lo mismo;
comenzar a ver la propia vida con los ojos de Dios; por tanto, tratar de
hacer el bien, aunque sea incómodo; no estar pendientes del juicio de la
mayoría, de los demás, sino del juicio de Dios. En otras palabras, buscar un
nuevo estilo de vida, una vida nueva.
Todo esto no significa moralismo. Quien reduce el cristianismo a la
moralidad pierde de vista la esencia del mensaje de Cristo: el don de una
nueva amistad, el don de la comunión con Jesús y, por tanto, con Dios. Quien
se convierte a Cristo no quiero tener autonomía moral, no pretende construir
con sus fuerzas su propia bondad.
"Conversión" (metánoia) significa precisamente lo contrario: salir de la
autosuficiencia, descubrir y aceptar la propia indigencia, la necesidad de
los demás y la necesidad de Dios, de su perdón, de su amistad. La vida sin
conversión es autojustificación (yo no soy peor que los demás); la
conversión es la humildad de entregarse al amor del Otro, amor que se
transforma en medida y criterio de mi propia vida.
Aquí debemos tener presente también el aspecto social de la conversión.
Ciertamente, la conversión es ante todo un acto personalísimo, es
personalización. Yo renuncio a "vivir como todos"; ya no me siento
justificado por el hecho de que todos hacen la mismo que yo, y encuentro
ante Dios mi propio yo, mi responsabilidad personal. Pero la verdadera
personalización es siempre también uña socialización nueva y más profunda.
El yo se abre de nuevo al tú, en toda su profundidad, y así nace un nuevo
nosotros. Si el estilo de vida común en el mundo implica el peligro de la
despersonalización, de vivir no mi propia vida sino la de todos los demás,
en la conversión debe realizarse un nuevo nosotros del camina común con
Dios.
Anunciando la conversión debemos ofrecer también una comunidad de vida, un
espacio común del nuevo estilo de vida. No se puede evangelizar sólo con
palabras. El Evangelio crea vida, crea comunidad de camino. Una conversión
puramente individual no tiene consistencia.
El reino de Dios
En la llamada a la conversión está implícito, como su condición fundamental,
el anuncio del Dios vivo. El teocentrismo es fundamental en el mensaje de
Jesús y debe ser también el núcleo de la nueva evangelización. La palabra
clave del anuncio de Jesús es: reino de Dios. Pero reino de Dios no es una
cosa, una estructura social o política, una utopía. El reino de Dios es
Dios.
Reino de Dios quiere decir: Dios existe, Dios vive, Dios está presente y
actúa en el mundo, en nuestra vida, en mi vida. Dios no es una "causa
última" lejana. Dios no es el "gran arquitecto" del deísmo, que montó la
máquina del mundo y así estaría fuera. Al contrario, Dios es la realidad más
presente y decisiva en cada acto de mi vida, en cada momento de la historia.
En su conferencia de despedida de su cátedra en la universidad de Münster,
el teólogo Juan Bautista Metz dijo cosas que nadie se imaginaba oír de sus
labios. Antes había enseñado antropocentrismo: el verdadera acontecimiento
del cristianismo sería el giro antropológico, la secularización, el
descubrimiento de la secularidad del mundo. Luego enseñó teología política,
la índole política de la fe; la "memoria peligrosa"; y, finalmente, la
teología narrativa.
Después de este camino largo y difícil, hoy nos dice: si verdadero problema
de nuestro tiempo es "la crisis de Dios", la ausencia de Dios, disfrazada de
religiosidad vacía. La teología debe volver a ser realmente teo-logía,
hablar de Dios y con Dios.
Metz tiene razón. Lo "único necesario" (unum necessarium) para el hombre es
Dios. Todo cambia dependiendo de si Dios existe o no existe. Por desgracia,
también nosotros, los cristianos, vivimos a menudo como si Dios no existiera
(si Deus non daretur). Vivimos según el eslogan: Dios no existe y, si
existe, no influye. Por eso, la evangelización ante todo debe hablar de
Dios, anunciar al único Dios verdadero: el Creador, el Santificador, el Juez
(cf. Catecismo de la Iglesia católica).
También aquí es preciso tener presente el aspecto práctico. No se puede dar
a conocer a Dios únicamente con palabras. No se conoce a una persona cuando
sólo se tienen do ella referencias de segunda mano. Anunciar a Dios es
introducir en la relación con Dios: enseñar a orar. La oración es fe en
acto. Y sólo en la experiencia de la vida también la evidencia de su
existencia. Por eso son tan importantes las escuelas de oración, las
comunidades de oración. Son complementarias la oración personal ("en tu
propio aposento", solo en la presencia de Dios), la oración común
"paralitúrgica" ("religiosidad popular") y la oración litúrgica. Sí, la
liturgia es ante todo oración: su elemento específico consiste en que su
sujeto primario no somos nosotros (como en la oración privada y en la
religiosidad popular), sino Dios mismo. La liturgia es actio divina, Dios
actúa y nosotros respondemos a la acción divina.
Hablar de Dios y hablar con Dios deben ir siempre juntos. El anuncio de Dios
lleva a la comunión con Dios en la comunión fraterna, fundada y vivificada
por Cristo. Por eso la liturgia (los sacramentos) no es un tema adjunto al
de la predicación del Dios vivo, sino la concretización de nuestra relación
con Dios.
En este contexto desearía hacer una observación general sobre la cuestión
litúrgica. Con frecuencia nuestro modo de celebrar la liturgia es demasiado
racionalista. La liturgia se convierte en enseñanza, cuyo criterio es que la
entiendan. Eso a menudo tiene como consecuencia la banalización del
misterio, el predominio de nuestras palabras, la repetición de una serie de
palabras que parecen más inteligibles y más gratas a la gente. Pero esto es
un error no sólo teológico, sino también psicológico y pastoral. La ola de
esoterismo, la difusión de técnicas asiáticas de distensión y de
auto-vaciamiento muestran que en nuestras liturgias falta algo.
Precisamente en el mundo actual necesitamos el silencio, el misterio
supraindividual, la belleza. La liturgia no es una invención del sacerdote
celebrante o de un grupo de especialistas. La liturgia –el rito– se ha
desarrollado en un proceso orgánico a lo largo de los siglos; encierra el
fruto de la experiencia de fe de todas las generaciones.
Aunque los participantes tal vez no comprendan todas sus fórmulas, perciben
su significado profundo, la presencia del misterio, que trasciendo todas las
palabras. El celebrante no es el centro de la acción litúrgica; no está
delante del pueblo en su nombre propio, no habla de sí y por sí, sino in
persona Christi. Lo que cuenta no son las cualidades personales del
celebrante, sino sólo su fe, en la que se debe reflejar Cristo. "Conviene
que él crezca y yo disminuya" (Jn 3, 30).
Jesucristo
Con esta reflexión el tema de Dios ya se ha extendido y concretado en el
tema de Jesucristo. Sólo en' Cristo y por Cristo el tema de Dios se hace
realmente concreto: Cristo es el Emmanuel, el Dios con nosotros, la
concretización del "Yo soy", la respuesta al deísmo. Hoy es muy fuerte la
tentación de reducir a Jesucristo, el Hijo de Dios, sólo a un Jesús
histórico, sólo a un hombre. No se niega necesariamente su divinidad, pero
con ciertos métodos se destila de la Biblia un Jesús a nuestra medida, un
Jesús posible y comprensible en los parámetros de nuestra historiografía.
Pero este "Jesús histórico" es una elaboración, la imagen de sus autores y
no la imagen del Dios vivo (cf. 2 Cor 4, 4 s; Col 1, 15). El Cristo de la fe
no es un mito. El así llamado "Jesús histórico" es una figura mitológica,
inventada por diversos intérpretes. Los doscientos años de historia, del
"Jesús histórico" reflejan fielmente la historia de las filosofías y de las
ideologías de este periodo.
En los límites de esta conferencia me es imposible tratar los contenidos del
anuncio del Salvador. Sólo quisiera aludir brevemente a dos aspectos
importantes. El primero es el seguimiento de Cristo. Cristo se presenta como
camino de mi vida.
Seguimiento de Cristo no significa imitar al hombre Jesús. Ese intento
fracasaría necesariamente; sería un anacronismo. El seguimiento de Cristo
tiene una meta mucho más elevada: identificarse con Cristo, es decir, llegar
a la unión con Dios. Esa palabra tal vez choque a los oídos del hombre
moderno. Pero, en realidad todos tenemos sed de infinito, de una libertad
infinita, de una felicidad ilimitada. Toda la historia de las revoluciones
de los últimos dos siglos sólo se explica así. La droga sólo se explica así.
El hombre no se contenta con soluciones que no lleguen a la divinización.
Pero todos los caminos ofrecidos por la "serpiente" (cf. Gn 3, 5), es decir,
la sabiduría mundana, fracasan. El único camino es la identificación con
Cristo, realizable en la vida sacramental. Seguir a Cristo no es un asunto
de moralidad, sino un tema "mistérico", un conjunto de acción divina y
respuesta nuestra.
Así, en el tema del seguimiento se encuentra presente el otro centro de la
cristología, al que quería aludir: el misterio pascual, la cruz y la
resurrección.
De ordinario en las reconstrucciones del "Jesús histórico" el tema de la
cruz carece de significado. En una interpretación "burguesa" se transforma
en un accidente de por sí evitable, sin valor teológico; en una
interpretación revolucionaria se convierte en la muerta heroica de un
rebelde.
La verdad es muy diferente. La cruz pertenece al misterio divino; es
expresión de su amor hasta el extremo (cf. Jn 13, l). El seguimiento de
Cristo es participación en su cruz, unirse a su amor, a la transformación de
nuestra vida, que se convierte en nacimiento del hombre nuevo, creado según
Dios (cf. Ef 4, 24). Quien omite la cruz, omite la esencia del cristianismo
(cf. 1 Cor 2, 2).
La vida eterna
Un último elemento central de toda verdadera evangelización es la vida
eterna. Hoy, en la vida diaria, debemos anunciar con nueva fuerza nuestra
fe. Aquí quisiera sólo aludir a un aspecto a menudo descuidado actualmente
de la predicación de Jesús: el anuncio del reino de Dios es anuncio del Dios
presente, del Dios que nos conoce, que nos escucha; del Dios que entra en la
historia para hacer justicia. Por eso, esta predicación es anuncio del
juicio, anuncio de nuestra responsabilidad. El hombre no puede hacer o dejar
de hacer lo que le apetezca. Será juzgado. Debe rendir cuentas. Esta certeza
vale tanto para los poderosos como para los sencillos. Si se respeta, se
trazan los límites de todo poder de este mundo. Dios hace justicia, y en
definitiva sólo él puede hacerla. Nosotros lograremos hacer justicia en la
medida que seamos capaces de vivir en presencia de Dios y de comunicar al
mundo la verdad del juicio.
Así el artículo de fe del juicio, su fuerza de formación de las conciencias,
es un contenido central del Evangelio y es realmente una buena nueva. Lo es
para todos los que sufren por la injusticia del mundo y piden justicia. Así
se comprende también la conexión entre el reino de Dios y los "pobres", los
que sufren y todos los que viven las bienaventuranzas del sermón de la
Montaña. Están protegidos por la certeza del juicio, por la certeza de que
hay justicia.
Este es el verdadero contenido del artículo del Credo sobre el juicio, sobre
Dios juez: hay justicia. Las injusticias del mundo no son la última palabra
de la historia. Hay justicia. Sólo quien no quiera que haya justicia puede
oponerse a esta verdad. Si tomamos en serio el juicio y la grave
responsabilidad que de él brota para nosotros, comprenderemos bien el otro
aspecto de este anuncio, es decir, la redención, el hecho de que Jesús en la
cruz asume nuestros pecados; que Dios mismo en la pasión de su Hijo se
convierte en abogado de nosotros, pecadores, y así hace posible la
penitencia, la esperanza al pecador arrepentido, esperanza expresada de modo
admirable en las palabras de san Juan: "Dios es mayor que nuestra conciencia
y conoce todo" (Jn 3, 20). Ante Dios tranquilizaremos nuestra conciencia,
independientemente de lo que nos reproche.
La bondad de Dios es infinita, pero no la debemos reducir a un empalago sin
verdad. Sólo creyendo en el justo juicio de Dios, sólo teniendo hambre y sed
de justicia (cf. Mt 5, 6), abrimos nuestro corazón, nuestra vida, a la
misericordia divina. No es verdad que la fe en la vida eterna quite
importancia a la vida en la tierra. Al contrario, sólo si la medida de
nuestra vida es la eternidad, también esta vida en la tierra es grande y su
valor inmenso. Dios no es el rival de nuestra vida, sino el garante de
nuestra grandeza. Así volvemos a nuestro punto de partida: Dios. Si
consideramos bien el mensaje cristiano, no hablamos de un montón de cosas.
El mensaje cristiano es en realidad muy sencillo: hablamos de Dios y del
hombre, y así lo decimos todo.
Tomado de L’OSSERVATORE ROMANO, 19 de enero de 2001