Juan Pablo II: San Ambrosio de Milán
Vea también Biografía de S. Ambrosio y obras
- 01/12/1996 -
CARTA APOSTÓLICA DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO
II
OPEROSAM DIEM
en el XVI centenario de la muerte de san
Ambrosio, obispo y doctor de la Iglesia
al Cardenal Arzobispo y al Clero, a las personas
consagradas y
a los fieles laicos de la Arquidiócesis de Milán
Al venerado hermano cardenal Carlo María
Martini, arzobispo de Milán:
Contenido
II. «La mirada fija en la palabra de Dios»
III. «Cristo es todo para nosotros»
IV. «La sobria embriaguez del Espíritu»
VI. «En cada uno esté el alma de María»
1. El día 4 de abril del año 397 Ambrosio de
Milán concluía su laboriosa jornada terrena, consumada generosamente al
servicio de la Iglesia. En los últimos días, como recuerda su secretario y
biógrafo Paulino, «había visto al Señor Jesús, que venía a él y le sonreía
(...). Y precisamente cuando nos dejó para volver al Señor, desde las cinco
de la tarde hasta la hora en que entregó su alma, oró con los brazos
abiertos en forma de cruz». Era el alba del Sábado santo. El obispo dejaba
esta tierra para unirse a Cristo Señor, a quien había deseado y amado
intensamente.
Al aproximarse el XVI centenario de ese día,
usted, señor cardenal, me ha pedido que la muerte de ese gran pastor pueda
conmemorarse con la celebración de un Año santo ambrosiano y que yo dedique
a ese acontecimiento una carta apostólica especial.
Me complace acceder a su deseo porque, como
escribía usted, san Ambrosio fue y es un don para la Iglesia entera, a la
que legó un tesoro singularmente rico en doctrina y santidad.
2. Todo en él se armonizó y encontró unidad en
el servicio episcopal, desempeñado con una entrega sin reservas. Ambrosio,
«llamado al episcopado desde el tumulto de las disputas del foro y desde el
temido poder de la administración pública», ajustó su vida a las exigencias
del ministerio que la Providencia ponía en sus manos y en su corazón; le
dedicó sus energías, su experiencia y sus grandes dotes y capacidades.
Pastor fuerte y manso a la vez, hombre que sabía amonestar y perdonar, firme
contra el error y paciente con los que yerran, exigente con las autoridades
y respetuoso del Estado, en buenas relaciones con los emperadores y cercano
a su pueblo, estudioso profundo e incansable hombre de acción, Ambrosio
resalta sobre el trasfondo de las convulsas vicisitudes de su tiempo como
figura de relieve extraordinario, cuyo influjo sigue aún vivo en nuestros
días, a pesar del paso de los siglos.
La conmemoración del XVI centenario de su
muerte, que comenzará el próximo día 6 de diciembre, coincidirá
prácticamente con el año 1997 que, según las orientaciones dadas en la carta
apostólica Tertio millennio adveniente, inaugura la segunda fase de
preparación para el gran jubileo del año 2000. En esta perspectiva, quisiera
detenerme a reflexionar sobre la persona y la obra de san Ambrosio, para
encontrar nuevos estímulos espirituales con vistas a esa histórica fecha. En
efecto, espero que el recuerdo de un pastor tan insigne, avivado por la
celebración del Año santo ambrosiano, ayude a esa amada arquidiócesis a
entrar de modo cada vez más profundo en el espíritu de preparación para el
segundo milenio del nacimiento de Cristo.
3. Para la Iglesia de Milán, será ciertamente
motivo de gran alegría ponerse, con renovado interés, a la escucha de su
antiguo pastor y casi hacer de nuevo la experiencia de aquellos innumerables
fieles -humildes o nobles, anónimos o ilustres- que se dejaron iluminar por
su palabra y, guiados por él, llegaron a Cristo. El pasado y el presente se
entrelazan en la fe viva de cada comunidad eclesial. En efecto, es propio de
los santos seguir siendo misteriosamente «contemporáneos» de cada
generación: es la consecuencia de su profundo arraigo en el eterno presente
de Dios. De alguna manera, Ambrosio habla aún desde la cátedra milanesa, y
su voz es escuchada y anhelada por toda la Iglesia. Impulsados por esta
convicción, queremos tratar de recordar sus rasgos más destacados, para
abrirnos mejor a su testimonio y a su mensaje. A este redescubrimiento nos
estimula también el amor que la Iglesia inculca hacia aquellos que,
eminentes por santidad y doctrina en los primeros siglos del cristianismo,
con razón se llaman y son realmente «Padres» en la fe. Ambrosio lo es de una
manera muy especial.
4. De todos es conocida la singularidad de su
elección, que el biógrafo Paulino atribuye a la inspirada iniciativa de un
muchacho, a quien, por lo demás, correspondió la plena confianza del pueblo
y del clero y, sucesivamente, la complacencia del mismo emperador. Ambrosio,
que nació de padres cristianos, pero que permaneció catecúmeno, según una
costumbre bastante frecuente en las familias notables de aquel tiempo, había
hecho con honor una carrera política, primero en Sirmio, en la prefectura de
Italia, de Ilírica y de África, y luego en Milán como consularis, con la
responsabilidad de gobernar la provincia de Emilia-Liguria. Ahí había podido
constatar la grave situación de la Iglesia milanesa, desorientada por el
gobierno, que duró casi dos décadas del obispo arriano Ausencio, dividida y
muy perjudicada por la difusión de esa herejía.
5. Considerándose impreparado para asumir el
ministerio episcopal, intentó repetidamente evitar ese nombramiento, pero al
final cedió ante la insistencia del pueblo que, apreciándolo por la
ecuanimidad y la honradez demostradas en su cargo de gobernador, albergaba
una fundada confianza en su capacidad de guiar con sabiduría a la comunidad
eclesial. Aceptó, por tanto recibir el bautismo, que le administró un obispo
católico el 30 de noviembre del año 374; y el 7 de diciembre sucesivo fue
ordenado obispo.
En los primeros años, con íntimo sufrimiento y
gran sencillez, debió reconocer el contraste entre su preparación específica
y el deber urgente de enseñar a los fieles y realizar las necesarias
opciones pastorales. Pero inmediatamente quiso poner las bases de una
esmerada preparación teológica y, con el consejo y el apoyo del presbítero
Simpliciano, que fue luego su sucesor en la sede de Milán, se dedicó con
empeño al estudio bíblico y teológico, profundizando en las Escrituras y
acudiendo a las fuentes más autorizadas de los grandes Padres y escritores
eclesiásticos antiguos, tanto latinos como griegos, y en primer lugar a
Orígenes, su constante maestro e inspirador.
En sus homilías y en sus escritos, Ambrosio
volvía a proponer lo que había asimilado inteligentemente, pero al mismo
tiempo lo enriquecía con su talento, dando vigor a la exposición, acuñando
fórmulas sintéticas sumamente eficaces e introduciendo adaptaciones
concretas a la situación de sus oyentes y lectores.
Así, el estudio, renovado constantemente, de la
doctrina católica era fuente de una rica y provechosa enseñanza y, a la vez,
desembocaba en una articulada acción pastoral.
6. Inmediatamente Ambrosio quiso acoger a los
que se habían extraviado siguiendo el arrianismo. Por lo general, no trataba
de arrancarlos bruscamente de las espinas de la herejía, ni siquiera cuando
se trataba de miembros del clero; esa manera de actuar no se debía a una
imprudente actitud de compromiso, sino a la loable intención de promover una
adhesión convencida a la recta fe trinitaria mediante una predicación
rigurosa y articulada. Y entre los años 378 y 382 divulgó el fruto de esas
enseñanzas en los tratados De fide, De Spiritu Sancto y De incarnationis
dominicae sacramento.
El éxito de esta estrategia pastoral fue
palpable cuando, en la primavera del año 385 y sobre todo en la del año
siguiente, la autoridad imperial fomentó la oposición arriana y pretendió
cederle una basílica. La gente entonces, apoyó a su obispo, mostrando cuán
eficaz había sido su palabra y, al mismo tiempo, cuán falsamente exagerada
era la exigencia imperial. En esa circunstancia los comerciantes soportaron
incluso los impuestos que les exigían precisamente con el fin de apartarlos
del obispo, pero no lo quisieron privar de su apoyo. Y, cuando llegaron a
amenazar a Ambrosio y a asediar las iglesias, el pueblo veló junto con su
pastor, compartiendo su inquietud, su lucha y su oración. Al final, la
autoridad imperial cedió y el obispo pudo decir a su hermana Marcelina:
«¡Qué gran alegría experimentó entonces toda la gente! ¡Cómo aplaudió todo
el pueblo! ¡Y qué gratitud mostró!». Elegido por la firme voluntad de los
milaneses, Ambrosio supo cultivar un profundo entendimiento con su
comunidad, admirablemente arraigada en los principios de la fe católica.
7. En aquella sociedad ariala en decadencia, que
ya no se regía por las antiguas tradiciones, resultaba, además, necesario
reconstruir un entramado moral y social que colmara el peligroso vacío de
valores que se había ido creando. El obispo de Milán quiso responder a esas
graves exigencias, no sólo actuando dentro de la comunidad eclesial, sino
también ensanchando su mirada a los problemas planteados por el saneamiento
global de la sociedad. Consciente de la fuerza renovadora del Evangelio,
encontró en él concretos y fuertes ideales de vida y los propuso a sus
fieles para que alimentaran con ellos su vida y así hicieran surgir, para el
bien de todos, auténticos valores humanos y sociales.
Por eso, no dudó en manifestar su clara
oposición, cuando, el año 384, el praefectus Urbis Símaco pidió al emperador
Valentiniano II que volviera a colocar en el Senado la estatua de la diosa
Victoria. A quien pensaba salvar la «arialidad» regresando a unos símbolos y
prácticas ya anticuados y sin vida, Ambrosio objetó que la tradición ariala,
con sus antiguos valores de valentía, entrega y honradez, podía ser asumida
y revitalizada precisamente por la religión cristiana. El antiguo culto
pagano -afirmaba el obispo de Milán- asociaba a Roma con los bárbaros
precisamente y sólo en la ignorancia de Dios, pero que finalmente la gracia
se ha derramado ahora entre los pueblos, «con razón se ha preferido la
verdad».
8. La fuerza renovadora del Evangelio resultó
evidente en las intervenciones del Obispo en defensa de la justicia social,
particularmente en los tres libritos De Nabuthae, De Tobia, De Helia et
ieiunio. Ambrosio critica el abuso de las riquezas, denuncia las
desigualdades y los atropellos con que unos pocos ricos explotan para su
beneficio las situaciones de pobreza y carestía y condena a los que,
fingiendo ayudar por caridad, dan en préstamo con una gravosísima usura. A
todos y en todo dirige sus amonestaciones: «La misma naturaleza es madre de
todos los hombres y, por eso, todos somos hermanos, engendrados por una
única y misma madre, unidos por el mismo vínculo de parentesco»; «tú no das
a los pobres de lo tuyo, sino que le devuelves lo suyo». Refiriéndose
específicamente a la usura, se pregunta: «¿Qué hay más cruel que dar tu
dinero a quien no tiene y exigirle el doble?». Por la salvación misma de los
pueblos, a menudo ahogados por el peso de las deudas, Ambrosio consideraba
que los obispos tenían el deber de esforzarse por extirpar esos vicios e
impulsar una caridad efectiva.
Es comprensible, por tanto, su gran alegría, e
incluso su humilde orgullo de padre, cuando le llegó la noticia de que uno
de sus destacados hijos espirituales, Paulino de Burdeos, ex senador y
futuro obispo de Nola, había regalado sus bienes a los pobres para
retirarse, junto con su mujer Terasia, a vivir una vida ascética en esa
localidad de la Campania. Ejemplos como éste observaba Ambrosio en una
carta tenían que producir necesariamente clamor y escándalo en una
sociedad presa del hedonismo, pero al mismo tiempo encarnaban, con la
eficacia insustituible del testimonio, el gran desafío moral del
cristianismo.
9. Toda la vida debía ser renovada por la
levadura del Evangelio. Al respecto, Ambrosio presenta a sus fieles un
itinerario espiritual claro y comprometedor: escucha de la palabra de Dios,
participación en los sacramentos y en la oración litúrgica, y esfuerzo moral
inspirado en el cumplimiento concreto de los mandamientos. Quien lee los
escritos de este santo obispo percibe que se trata de elementos, sencillos y
necesarios, repetidos continuamente en su predicación y en su actividad
pastoral. Sobre estas realidades Ambrosio va construyendo día a día una
comunidad viva, alimentada con los valores evangélicos y signo inequívoco
para la sociedad de su tiempo.
Eso impresionó vivamente, entre otros, a
Agustín, que llegó a Milán en el otoño del año 384. Aunque al principio iba
atraído sólo por el estilo oratorio del Obispo, pronto experimentó la
realidad y el atractivo de la vida de la Iglesia de Milán: «Veía la Iglesia
llena y que, en ella, unos avanzaban de un modo y otros de otro», recordará
con admiración muchos años después. No logró obtener del Obispo encuentros
largos y confidenciales, pero había visto en la Iglesia que guiaba una
manifestación elocuente de su sabiduría pastoral y había podido constatar de
forma convincente la validez de su enseñanza espiritual. Por eso, con razón,
consideró a Ambrosio, de quien también recibió el bautismo, su padre en la
fe.
10. No podemos pasar revista detalladamente a
todas las intervenciones del incansable pastor, que de varias maneras
contribuyeron a vivificar la comunidad y a infundir energías nuevas y
vigorosas en la sociedad. Pero conviene recordar al menos las más
significativas.
En primer lugar se puede situar su solicitud por
la formación de los sacerdotes y los diáconos. Los quería plenamente
conformados con Cristo, poseídos totalmente por él y enriquecidos con las
más sólidas virtudes humanas: la hospitalidad, la afabilidad, la fidelidad,
la lealtad, una generosidad que aborreciera la avaricia, la ponderación, un
pudor incontaminado, el equilibrio y la amistad. Su afecto, exigente y
paterno a la vez, hacia los sacerdotes era realmente desbordante: «Hacia
vosotros, a quienes he engendrado en el Evangelio, no albergo menor amor que
si os hubiera engendrado en el matrimonio».
Igualmente intensa, ya desde su primera
predicación llegada hasta nosotros en el De virginibus, fue la solicitud por
las vírgenes consagradas. Ambrosio veía su vocación arraigada en el misterio
mismo del Verbo encarnado: «¿Quién puede ser su autor sino el inmaculado
Hijo de Dios, cuya carne no experimentó la corrupción, cuya divinidad no
conoció contaminación?»; y presentaba el testimonio de las vírgenes como una
respuesta valiente, fuerte y concreta, al papel humillante al que la
decadente sociedad ariala había relegado a la mujer.
Fue constante también la atención de Ambrosio al
culto de los mártires. Con el hallazgo de sus restos y la veneración que se
les tributaba, quería proponer a los creyentes modelos de un seguimiento de
Cristo valiente y generoso; y no dejaba de ponerles en guardia contra los
peligros de los tiempos de paz, cuando a los perseguidores violentos se
sucedían otros más astutos que, «sin recurrir a la amenaza de la espada,
destruyen a menudo el espíritu del hombre, y otros que conquistan a los
creyentes más con los halagos que con las amenazas».
También las celebraciones litúrgicas,
alimentadas con las explicaciones catequéticas del Obispo y animadas por su
gran talento poético, se convertían en momento comunitario de una validísima
formación y de testimonio incisivo. Basta pensar en los himnos que compuso y
rezó él mismo en las largas horas de vigilia durante el asedio de las
iglesias: «Dicen que el pueblo se ha quedado encantado con el hechizo de mis
himnos», rebatía a los arrianos que lo acusaban. «Es exactamente así; no lo
niego. Se trata de un gran hechizo: el más fuerte de todos, pues ¿hay algo
más fuerte que confesar a la Trinidad, ensalzada cada día por el pueblo
entero? Todos se esfuerzan por proclamar su fe; todos han aprendido a alabar
en verso al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Así se han convertido en
maestros todos los que a duras penas podían ser discípulos».
11. Ambrosio, pastor sumamente activo, fue
ciertamente hombre de intenso recogimiento y de profunda contemplación. Era
capaz de tener gran concentración; por eso, sus lecturas pudieron prepararlo
al ministerio en tan poco tiempo y entre tantas actividades. Amaba el
silencio; y Agustín, que lo encontró absorto en su estudio, no se atrevió ni
siquiera a hablarle: «¿Quién hubiera osado distraerlo en su concentración?».
De ese recogimiento nacía su penetración de las Escrituras y la explicación
que de ellas hacía en sus homilías y comentarios.
De allí brotaba también la profunda
espiritualidad del Obispo. Su biógrafo Paulino subrayaba su ascesis: «Era
hombre de gran abstinencia y de muchas vigilias y fatigas; castigaba su
cuerpo con ayuno diario (...) y dedicaba largas horas a la oración, de noche
y de día». En el centro de su espiritualidad estaba Cristo, buscado y amado
con gran intensidad. A él volvía continuamente en su enseñanza. El ejemplo
de Cristo constituía también el modelo de la caridad que proponía a los
fieles y testimoniaba personalmente acogiendo «a muchísima gente angustiada,
a la que ayudaba», como nos recuerda Agustín.
12. Faltaría un elemento característico en este
breve retrato del hombre y del Obispo si no repasáramos al menos su relación
con la autoridad civil. Se hallaba aún vivo el recuerdo de las intromisiones
en la vida y en la doctrina de la Iglesia realizadas en los decenios
anteriores por los emperadores cristianos, que a veces habían apoyado la
herejía arriana y, en todo caso, habían creado graves inconvenientes y
divisiones en la comunidad de los creyentes. Cuando fue elegido obispo,
Ambrosio confirmó en muchas situaciones su gran lealtad para con el Estado,
pero también sintió el deber de promover una relación más correcta entre la
Iglesia y el Imperio, exigiendo en primer lugar una precisa autonomía en su
propio ámbito. De este modo no sólo defendía los derechos de libertad de la
Iglesia, sino que también ponía un dique al absolutismo ilimitado de la
autoridad imperial, favoreciendo así el renacimiento de las antiguas
libertades civiles, en la línea de la mejor tradición ariala.
Era un camino difícil de recorrer y
completamente nuevo. Y Ambrosio debió precisar cada vez mejor sus
modalidades y su estilo. Aunque logró conjugar firmeza y equilibrio en las
intervenciones que mencionamos antes es decir en la cuestión del altar de
la Victoria y cuando se le exigió una basílica para los arrianos-, resultó
inadecuado su juicio en el asunto de Calínico, cuando el año 388, fue
destruida la sinagoga de esa lejana localidad situada en la ribera del
Éufrates. En efecto, considerando que el emperador cristiano no debía
castigar a los culpables y ni siquiera obligarles a pagar los daños
producidos, iba más allá de la reivindicación de la libertad eclesial,
perjudicando el derecho ajeno a la libertad y a la justicia.
Por el contrario, fue admirable su actitud con
respecto al mismo Teodosio, dos años más tarde, después de la matanza de
Tesalónica, ordenada para vengar la muerte de un oficial del ejército. Al
emperador, que se había manchado con una culpa tan grave, el Obispo le
señaló, con tacto y firmeza, la necesidad de someterse a penitencia; y
Teodosio, aceptando la invitación, «lloró públicamente en la iglesia su
pecado» y «con gemidos y lágrimas invocó el perdón». En este célebre
episodio Ambrosio supo encarnar en gran medida la autoridad moral de la
Iglesia, apelando a la conciencia del extraviado, sin importarle su poder, y
erigiéndose en vengador de la sangre injusta y cruelmente derramada.
13. Verdaderamente fue grande la figura de este
santo obispo y extraordinariamente eficaz la obra que realizó en favor de la
Iglesia y de la sociedad de su tiempo. Ojalá que su ejemplo de hombre, de
sacerdote y de pastor, dé nuevo impulso a la toma de conciencia que todos
los fieles de nuestro tiempo obispos, presbíteros, almas consagradas y
laicos cristianos- necesitan para inspirar su vida en el Evangelio y
transformarse en apóstoles cada vez más celosos, en los umbrales del tercer
milenio cristiano.
II. «La
mirada fija en la palabra de Dios»
14. Junto con Jerónimo, Agustín y Gregorio
Magno, el santo obispo de Milán es uno de los cuatro doctores a los que la
Iglesia latina rinde particular veneración. Por ello, deseo prestar atención
especial a este aspecto de su personalidad, considerándolo en la perspectiva
del próximo jubileo.
Una primera indicación nos la brinda el papel
que desempeñó en la vida de Ambrosio la palabra de Dios. «Para conocer la
verdadera identidad de Cristo escribí en la carta apostólica Tertio
millennio adveniente, es necesario que los cristianos (...) vuelvan con
renovado interés a la sagrada Escritura». Ambrosio puede ser nuestro maestro
y nuestro guía, pues fue un magnífico exégeta de la Biblia, que tomaba
constantemente como objeto de su catequesis. Todas sus obras son una
explicación de los Libros inspirados.
El santo obispo dedicó una entera Expositio al
evangelio según san Lucas y en muchos de sus escritos, sobre todo en algunas
cartas, suele comentar el epistolario paulino, presentando nuevamente con
viva participación el pensamiento del Apóstol. Pero es sobre todo en los
libros del Antiguo Testamento donde se detiene con especial predilección. En
ellos encuentra una larga y ardiente preparación para la venida de Cristo,
como una «sombra» que, de modo aún imperfecto pero ya sabiamente trazado,
anticipa el anuncio de la revelación plena del Evangelio.
Leyendo en profundidad las páginas bíblicas
tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, en la línea de la concorde
tradición patrística, Ambrosio invita a captar, por encima del sentido
literal, un sentido moral, que ilumina la conducta, y un sentido
alegórico-místico, que permite descubrir en las imágenes y en los episodios
narrados el misterio de Cristo y de la Iglesia. Así, en particular, muchos
personajes del Antiguo Testamento se presentan como «tipos» y anticipaciones
de la figura de Cristo. Leer las Escrituras es leer a Cristo. Por eso,
Ambrosio recomienda encarecidamente la lectura integral de la Escritura:
«Bebe, por tanto, ambos cálices, el del Antiguo y el del Nuevo Testamento,
porque en ambos bebes a Cristo. Bebes a Cristo, que es la vid; bebes a
Cristo, que es la piedra de donde brotó el agua; bebes a Cristo, que es el
manantial de la vida; bebes a Cristo, que es el río cuya corriente fecunda
la ciudad de Dios; bebes a Cristo, que es la paz».
15. Ambrosio sabe que el conocimiento de las
Escrituras no es fácil. En el Antiguo Testamento hay páginas oscuras, que
sólo reciben plena luz en el Nuevo. Cristo es su clave, su revelador: «Es
grande la oscuridad de las Escrituras proféticas. Pero si llamaras con la
mano de tu espíritu a la puerta de las Escrituras, y si examinaras con
escrupulosidad lo que hay allí oculto, poco a poco comenzarías a captar el
sentido de las palabras, y quien te abriría no sería otro hombre, sino el
Verbo de Dios (...), porque sólo el Señor Jesús en su Evangelio desgarró el
velo de los enigmas proféticos y de los misterios de la Ley; sólo él nos ha
dado la llave del saber y nos ha brindado la posibilidad de abrir».
La Escritura es un «mar, que encierra en sí
sentidos profundos y abismos de enigmas proféticos: en este mar han
desembocado muchísimos ríos». Por su carácter de palabra viva y a la vez
compleja, la Escritura no se puede leer con superficialidad. Abre sus
tesoros a quien se acerca a ella con espíritu realmente sediento de luz,
siguiendo el ejemplo de aquel cuya oración recoge el Salmo 118: «Se consumen
mis ojos siguiendo tu Palabra» (v. 82). Como la joven esposa -comenta
Ambrosio con una imagen muy viva- corre al puerto para escrutar cualquier
nave que pueda traerle a su esposo, así el salmista «abandonaba todas las
preocupaciones de este tiempo y, como vigía siempre alerta, tenía fija la
mirada de los ojos interiores en la palabra de Dios». El mismo obispo
personificaba a ese creyente que tenía tan gran anhelo, e impulsaba a sus
fieles a hacer lo mismo.
También les pedía que «rumiaran» la Palabra,
porque es alimento sustancioso, al que se debe volver muchas veces con
paciencia y constancia, en una meditación continua: sólo así podrá
comunicarnos las inagotables sustancias nutritivas que encierra.
«Proporcionemos a nuestra mente este alimento para que, triturado y
masticado mediante una larga meditación, dé fuerza al corazón del hombre,
como el maná celestial: alimento que no hemos recibido ya triturado y
masticado, sin esfuerzo de nuestra parte. Por eso es necesario triturar y
masticar las palabras de las Escrituras celestiales, esforzándonos con toda
el alma y con todo el corazón para lograr que la sustancia de ese alimento
espiritual se derrame por todas las venas del alma». Asimismo, les decía:
«Reflexiona, por tanto, todo el día en la Ley (...). Toma como consejeros a
Moisés, Isaías, Jeremías, Pedro, Pablo, Juan, e incluso al excelso consejero
Jesús, si quieres llegar al Padre. Con ellos debes tratar; con ellos debes
confrontarte todo el día; debes reflexionar todo el día».
16. Ambrosio explica constantemente a sus fieles
las Escrituras proclamadas en la liturgia. Las usa como inspiración y
fundamento de toda su predicación y de sus escritos: de sus comentarios
bíblicos, de sus cartas, de sus discursos en funerales, de sus tratados
sobre temas sociales y de sus obras de contenido netamente espiritual. Su
estilo está salpicado de imágenes y expresiones bíblicas. Se podría decir
que no sólo él habla de la Biblia, sino que también habla la Biblia, como
transformada en la sustancia íntima de su pensamiento y de su palabra. Así,
los Textos sagrados alimentan a los oyentes, que se convierten en
conocedores cada vez más competentes. La Iglesia guiada por Ambrosio se nos
presenta realmente formada y plasmada por la palabra de Dios.
Deseo vivamente que su ejemplo impulse a poner
la Biblia cada vez más en el centro de la vida cristiana y a leerla con la
fe y la profundidad, de las que el Obispo de Milán fue eximio modelo y
seguro maestro.
III.
«Cristo es todo para nosotros»
17. El Año santo ambrosiano coincide con el
período que, en el itinerario de preparación para el jubileo, «se dedicará a
la reflexión sobre Cristo, Verbo del Padre, hecho hombre por obra del
Espíritu Santo. Es necesario destacar el carácter claramente cristológico
del jubileo, que celebrará la encarnación y la venida al mundo del Hijo de
Dios, misterio de salvación para todo el género humano».
En la línea del concilio de Nicea, cuyo enérgico
defensor fue, san Ambrosio ha sido reconocido maestro de la doctrina
cristológica y trinitaria. La enseñanza del Obispo de Milán tiene en Cristo
su centro unificador; de él recibe su esplendor teológico y su fuerza de
atracción para la vida espiritual. Por eso, recorrer sus puntos más
destacados cobra un significado particular también para la preparación al
milenio que viene.
18. En muchos de sus escritos, a partir de la
trilogía De fide, De Spiritu Sancto y De incarnationis dominicae sacramento,
Ambrosio expone su doctrina sobre la Trinidad, acerca de la cual propone
lúcidas consideraciones, que servirán de modelo en el desarrollo ulterior de
la teología trinitaria en Occidente, pero sin olvidar que el misterio de
Dios supera siempre nuestra comprensión y nuestras afirmaciones. «Hemos
aprendido que existe una distinción entre "el Padre y el Hijo y el Espíritu
Santo" (Mt 28, 19), no una confusión; una distinción, no una separación; una
distinción, no una pluralidad; (...) por divino y admirable misterio, el
Padre subsiste siempre, siempre subsiste el Hijo y también el Espíritu Santo
subsiste siempre (...). Conocemos su distinción, pero ignoramos sus
secretos; no investigamos las causas; veneramos los misterios».
Con respecto al Hijo, Ambrosio recuerda que
«está siempre con el Padre, siempre en el Padre»; es engendrado por el
Padre, fuente del ser: «Estos signos caracterizan al Hijo de Dios, de modo
que de ellos deduces que el Padre es eterno, y también que el Hijo no es
diferente de él, del Padre procede el Hijo; de Dios procede el Verbo;
reflejo de su gloria, huella de su sustancia, espejo de la majestad de Dios,
imagen de su bondad; sabiduría que proviene de aquel que es sabio; fuerza
que proviene de aquel que es fuerte; verdad que proviene de aquel que es la
verdad; vida que proviene de aquel que vive».
Cristo viene al mundo para revelar al Padre: «Es
el eterno esplendor del alma, que el Padre envió a la tierra precisamente
para darnos la posibilidad de contemplar, a la luz de su rostro, las
realidades eternas y celestiales, que antes no podíamos ver a causa de la
niebla que nos envolvía».
19. San Ambrosio tiene una visión unitaria del
plan divino de la salvación: anunciado por Dios en la antigua alianza, se
realizó en la nueva con la venida de Cristo, que reveló al mundo el rostro
del Padre y la luz de la Trinidad. Más aún Cristo Redentor está ya
significado veladamente en la obra misma de la creación, en el descanso que
Dios se concede después de haber creado al hombre. «En ese momento -observa
san Ambrosio Dios descansó, pues ya tenía un ser a quien perdonar los
pecados. O quizá ya entonces se anunció el misterio de la futura pasión del
Señor, con el que se reveló que Cristo descansaría en el hombre, él que se
predestinaba a sí mismo un cuerpo humano para la redención del hombre». El
descanso de Dios anticipaba el de Cristo en la cruz, con su muerte
redentora, y la pasión del Señor venía así a situarse desde el inicio en un
proyecto de misericordia universal, como el sentido y el fin de la creación
misma.
20. Del misterio de la Encarnación y de la
Redención habla Ambrosio con el ardor de una persona que ha sido
literalmente conquistada por Cristo y lo ve todo a su luz. La reflexión que
hace brota de la contemplación afectuosa y que, a menudo, se manifiesta en
oraciones, auténticas elevaciones del alma en medio de tratados profundos:
el Salvador vino al mundo «por mí», «por nosotros», son expresiones que se
repiten con frecuencia en sus obras.
Anunciado, de alguna manera, en todos los libros
del Antiguo Testamento, el Verbo desciende del seno del Padre y cumple su
misión en etapas sucesivas, que el Obispo, inspirándose en el Cantar de los
cantares, compara con los saltos de un ciervo, impulsado por el amor a la
humanidad y a la Iglesia. Con la Encarnación, el Verbo toma «el aspecto de
siervo, es decir, la plenitud de la perfección humana»; y asume en sí, en su
carne, toda la humanidad, confiriéndole un privilegio que no tienen ni
siquiera los ángeles.
Si en la Encarnación Cristo se unió a nosotros
con vínculos de amor, en su pasión, sufrida por la redención del mundo, ese
amor brilló en medio de los contrastes más profundos de humillación
-exaltación del Crucificado; su ultraje borró los ultrajes de todos; las
lágrimas que derramó en la cruz nos lavaron. La Redención de Cristo es
universal: «En el Redentor de todos no entraba sólo un hombre, sino todo el
mundo»; «él se humilló, para que tú fueras exaltado».
21. De aquí brotan en las obras de san Ambrosio
todas las definiciones y apelativos del Redentor, que nos lo describen en su
grandeza y benevolencia. Cristo se hizo todo a todos ; él es la plenitud y
la amplitud; es el fin de la Ley; el fundamento de todas las cosas y la
cabeza de la Iglesia, la fuente de la vida; «su muerte es vida, su sepultura
es vida, su resurrección es vida de todos». Él es «la expiación universal,
el rescate universal», el rey y mediador, el sol de justicia, luz, fuego,
camino, alegría, el único en quien podemos gloriarnos a pesar de nuestros
pecados; se hizo pobre por nosotros, humilde para enseñarnos la humildad,
compañero nuestro; es bueno, más aún, es la bondad misma: «Que este "bien"
venga a nuestra alma, a lo más íntimo de nuestra mente (...). Él es nuestro
tesoro; él es nuestro camino; él es nuestra sabiduría, nuestra justicia,
nuestro pastor y el buen pastor; él es nuestra vida. Contempla cuántos
bienes se hallan encerrados en este único bien».
22. Al presentar la figura de Cristo, el obispo
Ambrosio anticipa las estupendas temáticas que afrontarían en los siglos
sucesivos los grandes Concilios cristológicos; y con magistral síntesis nos
habla del único Cristo Señor, en sus dos naturalezas: divina y humana. He
aquí un ejemplo entre muchos, tomado del segundo libro del De fide:
«Mantenemos la distinción entre la naturaleza divina y la carne. En ambas
habla el único Hijo de Dios, pues en el mismo se encuentran ambas
naturalezas; aunque sea él quien habla, no habla siempre del mismo modo.
Contempla en él unas veces la gloria de Dios; otras, las pasiones del
hombre. En cuanto Dios, dice las cosas que son de Dios, pues es el Verbo; en
cuanto hombre, dice las cosas que son del hombre, pues habla en mi
sustancia»
. Por ser tan completo y preciso, este pasaje
fue citado en las actas de los concilios de Éfeso (431) y Calcedonia (451)
así como en el Sínodo lateranense del año 649. Pero numerosos textos del
Obispo de Milán fueron citados y meditados en aquellos tiempos, desde el De
incarnationis dominicae sacramento, traducido al griego ya pocas décadas
después de la muerte de Ambrosio, hasta los largos extractos de la Expositio
evangelii secundum Lucam, leídos y traducidos durante el tercer concilio de
Constantinopla, en el año 681.
Así, la palabra de Ambrosio, apasionado por
Cristo Señor, entraba a sostener y vivificar las grandes definiciones
cristológicas de la Iglesia antigua.
IV. «La sobria embriaguez
del Espíritu»
23. Por encima de su rica aportación doctrinal,
Ambrosio fue sobre todo pastor y guía espiritual. Sus orientaciones de vida
nos ayudan también a caminar con más soltura hacia el objetivo que he
señalado como prioritario en la celebración del primer año de preparación
para el tercer milenio: el fortalecimiento de la fe y del testimonio de los
cristianos. Al respecto escribí: «Es necesario suscitar en cada fiel un
verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de conversión y de renovación
personal en un clima de oración cada vez más intensa y de solidaria acogida
del prójimo».
En función de este exigente ideal de perfección,
al que todos estamos llamados, deseo detenerme ahora específicamente a
reflexionar sobre la enseñanza espiritual del Obispo de Milán.
24. Para ilustrar el camino espiritual propuesto
a la Iglesia y a cada cristiano, san Ambrosio recurre a las ricas imágenes
que nos brinda el Cantar de los cantares: en el amor de los dos esposos ve
representado tanto el matrimonio de Cristo con la Iglesia como la unión del
alma con Dios. Dos escritos dedicó, en particular, a este tema: la amplia
Expositio psalmi CXVIII y el breve tratado De Isaac vel anima. En el
primero, comentando en íntima relación el Salmo 118, con su prolongada
meditación sobre la Ley de Dios, y amplios pasajes del Cantar de los
cantares, el Obispo enseña que la mística de la unión esponsal con Dios debe
ser preparada por la disciplina de una vida virtuosa y que, al mismo tiempo,
el compromiso moral del cristiano no es algo cerrado en sí mismo, sino que
tiene como finalidad el encuentro místico con Dios.
Por esto, recorriendo en el De Isaac las etapas
del crecimiento espiritual, Ambrosio pone de relieve la necesidad de un
largo y arduo camino de ascesis y purificación, recomendado, por lo demás,
incesantemente en todos sus escritos. Asimismo, señala que el progresar de
etapa en etapa se orienta a ese encuentro con el Esposo divino, en el que el
alma experimenta la plenitud del conocimiento y de la unión en el amor. Es
entonces cuando la esposa del Cantar, llevando al amado a su casa (cf. Ct 8,
2), «acoge en su casa al Verbo para que él le enseñe»; y, subiendo apoyada
en él (cf. Ct 8, 5), experimenta una intimidad total con el Verbo divino:
«Ella -comenta el santo Obispo o se recostaba en Cristo o se apoyaba en él
o ciertamente, dado que estamos hablando de bodas, había sido entregada ya a
la diestra de Cristo y era llevada por el esposo al tálamo».
25. Quien se ha unido a Cristo, como la esposa
al esposo, es consciente de la presencia de Dios en su alma, toma de él la
fuerza para buscarlo y entrar en comunión con él. Nunca está solo, porque
vive con él. En efecto, Cristo tiene sed de nosotros que, hechos para él y
para Dios Trinidad, estamos llamados a llegar a ser uno con él, mediante su
inhabitación en nosotros: «Que entre en tu alma Cristo; que ponga su morada
en tus pensamientos Jesús, para cerrar todo espacio al pecado en la tienda
sagrada de la virtud».
Así se va desarrollando una relación cada vez
más profunda con Cristo: partiendo de la ascesis, condición imprescindible
para llegar a la intimidad con él, es preciso desear a Cristo, imitarlo,
meditar en su persona y sus ejemplos, orar continuamente a él, buscarlo
siempre, hablar de él, obedecerle en todo, ofrecerle nuestros sufrimientos y
nuestras pruebas, encontrando en él consuelo y apoyo.
Pero incluso buscándolo, no podremos nada por
nosotros mismos, porque únicamente Cristo es el mediador, el guía, el
camino. «Cristo es todo para nosotros» y por tanto: «si quieres curar una
herida, él es médico; si ardes de fiebre, es manantial; si estás agobiado
por la iniquidad, es justicia; si tienes necesidad de ayuda, es fuerza; si
temes la muerte, es vida; si deseas el cielo, es camino; si huyes de las
tinieblas es luz; si buscas alimento, es comida». Nuestra vida debe
desembocar en el encuentro con Cristo: «Iremos a donde el Señor Jesús ha
preparado las moradas para sus pobres servidores, a fin de estar también
nosotros donde se encuentra él: esto es lo que él ha querido». Por eso, con
san Ambrosio, podemos invocar: «Te seguimos, Señor Jesús, pero llámanos para
que te sigamos; sin ti nadie podrá subir, pues tú eres el camino, la verdad,
la vida, la posibilidad, la fe y el premio. Acoge a los tuyos, pues eres el
camino; confírmalos, pues eres la verdad; vivifícalos, pues eres la vida».
26. San Ambrosio subraya con claridad que ese
camino se propone a cada fiel y a la comunidad eclesial en su conjunto. La
meta, aunque sea tan elevada, no está reservada sólo a unos cuantos
elegidos; todos los discípulos de Jesús la pueden alcanzar escuchando la
palabra de Dios, participando con fruto en los sacramentos y cumpliendo los
mandamientos. Estos son los ejes de la vida espiritual, mediante los cuales
se entabla la íntima comunión con Dios, que colma de gracia la vida del
creyente.
Por eso, las homilías del Obispo rebosan de
conclusiones morales, presentadas a los oyentes con pasión, incisividad e
intensa fuerza persuasiva. Se dedica personalmente a la predicación a los
que se preparan para los sacramentos de la iniciación cristiana. Les explica
el valor del bautismo, mostrándoles el vínculo profundo que tiene con la
muerte y resurrección de Cristo y, a la vez, recordándoles el compromiso
moral que de él deriva: «Como Cristo murió, así también tú gustas la muerte;
como Cristo murió al pecado y vive para Dios, así también tú, mediante el
sacramento del bautismo, debes estar muerto a los anteriores halagos de los
pecados y resucitado mediante la gracia de Cristo. Es una muerte, pero no en
la realidad de una muerte física, sino en un símbolo. Cuando te sumerges en
la fuente, asumes la semejanza de su muerte y de su sepultura, recibes el
sacramento de su cruz, porque Cristo fue colgado en cruz y su cuerpo fue
traspasado por los clavos. Tú estás crucificado con él, estás unido a los
clavos de nuestro Señor Jesucristo, para que el diablo no te pueda arrancar
de él. Que, cuando la debilidad de la naturaleza humana quiera alejarte de
él, te mantenga el clavo de Cristo».
27. La profundización de la doctrina de san
Ambrosio sobre el bautismo se inserta muy bien en el «esfuerzo de
actualización sacramental» que, en el camino hacia el jubileo, deberá
distinguir también el año 1997, insistiendo precisamente en el
«descubrimiento del bautismo como fundamento de la existencia cristiana».
Pero no menos fecunda resultará la riquísima doctrina sobre la Eucaristía:
es cuerpo de Cristo, hecho realmente presente por la palabra eficaz del
sacramento, la misma Palabra divina que con poder creó las cosas al inicio
del mundo. «Después de la consagración te digo que ya está el cuerpo de
Cristo. Él habló, y se hizo; él ordenó, y fue creado». La Eucaristía es
sustento diario del cristiano, que cada día se une así al sacrificio de la
salvación: «Recibe diariamente lo que cada día te hace falta. Vive de tal
manera que seas digno de recibirlo a diario (...). Escuchas repetir que cada
vez que se ofrece el sacrificio, se anuncia la muerte del Señor, la
resurrección del Señor, la ascensión del Señor y el perdón de los pecados, y
a pesar de ello ¿no recibes cada día este pan de vida?».
28. En el himno Splendor paternae gloriae
Ambrosio invita a cantar: «Cristo sea nuestro alimento; nuestra bebida sea
la fe; alegres bebamos la sobria embriaguez del Espíritu». En el De
sacramentis, casi comentando las palabras de ese himno, el Obispo invita a
gustar el pan eucarístico, en el que «no hay amargura, sino toda dulzura», y
el vino, que produce una alegría que «no se puede contaminar con la mancha
de ningún pecado». En efecto, cada vez que bebemos el cáliz de Cristo,
recibimos el perdón de los pecados y nos embriagamos del Espíritu: «Quien se
embriaga con vino, vacila y duda al caminar; quien se embriaga del Espíritu,
está arraigado en Cristo. Por eso, se trata de una magnifica borrachera,
dado que produce la sobriedad de la mente». Al parecer con la expresión
«sobria embriaguez del Espíritu», Ambrosio quiere sintetizar su concepción
de la vida espiritual. Así nos ayuda a comprender que esa embriaguez es gozo
y plenitud de comunión con Cristo; nos enseña, además, que no se manifiesta
con una exaltación exagerada y entusiasta, sino que más bien exige una
sobriedad activa; y, sobre todo, recuerda que es un don del Espíritu de
Dios. Los que acuden diligentemente a beber de las sagradas Escrituras,
reciben esta embriaguez que «consolida los pasos de una mente sobria» y que
«riega el terreno de la vida eterna que nos ha sido dado».
La vida espiritual que el Pastor de Milán enseña
a sus fieles es, a la vez, exigente y atractiva, concreta e inmersa en el
misterio. También para la Iglesia de hoy deseo que resuene esa invitación
fuerte y comprometedora.
29. El exigente camino espiritual trazado por
Ambrosio lleva al creyente a una comunión con Cristo cada vez mayor. Por lo
demás, esa comunión no puede menos de expresarse también en una comunión de
alma y de corazón (cf. Hch 4, 32) con los hermanos en la fe. El Obispo de
Milán lo sabe y lo atestigua en sus escritos. Se trata de un aspecto de su
enseñanza muy estimulante para cuantos están comprometidos en el campo del
ecumenismo. ¿Cómo olvidar que Ambrosio, venerado tanto en Occidente como en
Oriente, es uno de los grandes Padres de la Iglesia aún indivisa?
Ciertamente, también en su tiempo, como hemos visto, había contrastes
incluso grandes y dolorosos, debidos a errores doctrinales y a otros muchos
factores. Pero, al mismo tiempo, era fuerte la necesidad de volver a la
comunión de fe y de vida eclesial. El testimonio de Ambrosio, considerado en
esta perspectiva, puede dar una contribución notable a la causa de la
unidad. Por lo demás, también en esto su conmemoración coincide con uno de
los objetivos principales del camino hacia el jubileo del año 2000.
En efecto, el valor ecuménico de su personalidad
presenta varios aspectos dignos de consideración. Basta pensar, por lo que
respecta a la dimensión más estrictamente doctrinal, en las nítidas
formulaciones cristológicas del Pastor de Milán, traducidas y apreciadas
también en el ámbito griego y en los concilios de los siglos V y VII, y que
explican la estima de que Ambrosio goza aún hoy entre nuestros hermanos de
Oriente. Incluso su grandiosa figura de obispo de la ciudad imperial, en
actitud leal pero nunca servil ante los poderosos, explica la atención que
la historiografía bizantina le ha prestado y que, junto con la estima por
sus enseñanzas, ha favorecido la permanencia de su culto en las Iglesias del
Oriente cristiano, hasta nuestros días.
No olvidemos tampoco que en el ámbito de la
Reforma protestante se ha seguido mirando con admiración los escritos del
Obispo de Milán, reconociendo en él un maestro dotado de la gracia de la
enseñanza y de gran cultura.
30. Pero hay más: Ambrosio dejó una clara
enseñanza sobre las relaciones que la Iglesia debe mantener en el diálogo
con los no cristianos. Es esclarecedora al respecto la exhortación que
dirige a sus fieles recomendándoles que «no rehuyan el trato de los que se
han separado de nuestra fe y de la comunión con nosotros, porque también los
paganos, una vez convertidos, pueden llegar a ser defensores de la fe».
Un interesante tratado de los diversos aspectos
del problema se encuentra en la Expositio evangelii secundum Lucam, donde se
presenta una clara síntesis de los métodos de evangelización de su tiempo en
relación con los paganos, los judíos y los catecúmenos.
A estos criterios se atenía el Obispo de Milán
en su catequesis, que ejercía sobre los oyentes una singular fuerza de
atracción. Muchos la experimentaron. La lejana Fritigil, reina de los
Marcomanos, atraída por su fama, le escribió que quería ser instruida por él
en la religión católica, y recibió como respuesta una «espléndida carta en
forma de catecismo».
Aunque nuestros tiempos sean diferentes, su
ejemplo puede aún suscitar interés y atraer a personalidades preocupadas por
el futuro de la humanidad, incluso fuera de las Iglesias y denominaciones
cristianas, por el prestigio de cultura sagrada y profana, de amor al
hombre, de firmeza contra las injusticias y las opresiones, de coherencia
granítica en la doctrina y en la praxis que, aún en vida, le granjearon un
reconocimiento general.
VI. «En
cada uno esté el alma de María»
31. En la perspectiva de la preparación para el
jubileo, he sugerido que en el año 1997 se contemple también el misterio de
la maternidad divina de María, ya que «la afirmación de la centralidad de
Cristo no puede separarse del reconocimiento del papel desempeñado por su
santísima Madre». Ambrosio fue un refinado teólogo y cantor inagotable de
María.
Ofreció un retrato atento, afectuoso y
detallado, describiendo sus virtudes morales, su vida interior, su
dedicación continua al trabajo y a la oración. A pesar de la sobriedad del
estilo, se trasparenta su cálida devoción a la Virgen, Madre de Cristo,
imagen de la Iglesia y modelo de vida para los cristianos. Contemplándola en
el júbilo del Magnificat, el santo Obispo de Milán exclama: «Que en cada uno
esté el alma de María para glorificar al Señor; en cada uno esté el espíritu
de María para exultar en Dios».
32. María, como enseña Ambrosio, está
completamente implicada en la historia de la salvación, como Madre y Virgen.
Si Cristo es el perfume eterno del Padre, «con él fue rociada María y,
permaneciendo virgen, concibió; siendo virgen, engendró el buen olor: el
Hijo de Dios». Unida a Cristo, cuando el Hijo, ofreciéndose por amor,
«colgado del tronco (...) difundía el perfume de la redención del mundo»,
también María compartía esa efusión de amor: «Ante la cruz estaba en pie la
Madre, y mientras los hombres huían, ella permanecía intrépida (...).
Contemplaba con ojos de piedad las heridas de su Hijo, pues sabía que por él
llegaría a todos la redención (...). El Hijo pendía de la cruz y la Madre se
ofrecía a los perseguidores (...). Sabiendo que su Hijo moría por el bien de
todos, ella estaba pronta, en el caso de que también con su muerte hubiera
podido añadir algo al bien de todos. Pero la pasión de Cristo no tuvo
necesidad de su ayuda». La actitud de María es la de una mujer fuerte y
generosa, consciente del papel que se le encomendó en la historia de la
salvación, dispuesta a cumplir su misión hasta la ofrenda de su vida. Pero
el Obispo de Milán, que tanto la celebra y la ama, en ningún momento olvida
que está totalmente subordinada y en función de Cristo, único Salvador.
33. Amadísimo y venerado hermano, a María
santísima, a cuyo bendito nacimiento está dedicada esa catedral, me complace
encomendar el éxito del Año santo ambrosiano, que la ilustre Iglesia de
Milán se prepara a celebrar. Espero que sea para los fieles un intenso
período de progreso interior en la fe, en la esperanza y en la caridad,
siguiendo las huellas de su santo Obispo y patrono, contribuyendo así a
hacer que la vida de cada uno dé abundantes frutos de testimonio cristiano.
A ese fin se orientan también los favores espirituales especiales que
enriquecen su celebración y que los fieles podrán conseguir con determinadas
condiciones, abriendo su corazón a la gracia del Señor.
Quisiera concluir esta carta con las mismas
palabras que el Santo escribió a la Iglesia de Vercelli: «Convertíos todos
al Señor Jesús. Esté en vosotros la alegría de esta vida con una conciencia
sin remordimientos, la aceptación de la muerte con la esperanza de la
inmortalidad, la certeza de la resurrección con la gracia de Cristo, la
verdad con la sencillez, la fe con la confianza, el desinterés con la
santidad, la actividad con la sobriedad, la vida entre los demás con la
modestia, la cultura sin vanidad, la sobriedad de una doctrina fiel sin el
aturdimiento de la herejía».
Con estos deseos le imparto complacido a usted,
venerado hermano, a los obispos sus colaboradores, a los sacerdotes y a los
diáconos, a las personas consagradas, así como a todos los fieles laicos de
esa arquidiócesis, que toma el nombre de su patrón, una bendición apostólica
especial, propiciadora de toda anhelada gracia celestial.
Vaticano, 1 de diciembre de 1996.
Joannes Paulus
pp. II (clerus.org)