No
es posible saber con exactitud las características de las expresiones
musicales de los siglos anteriores al proceso que puso en marcha Constantino
(a partir del edicto de Milán, del año 313) y que acabó
convirtiendo el cristianismo en religión del estado, ya que a la falta
de documentación se une el hecho de la clandestinidad de los fieles.
No obstante, todo parece indicar que esa música debió ser mayoritariamente
sagrada y no difería en lo esencial de la que venía ejecutándose
desde antiguo en las sinagogas de las comunidades hebreas (hecho éste
que se detallará más adelante), tanto en Jerusalem como en general
en el área mediterránea. La primera de estas afirmaciones se desprende
de la práctica inexistencia de música profana en las culturas
anteriores y contemporáneas al nacimiento del cristianismo y la segunda
de que éste se consideraba a sí mismo por entonces poco más
que una secta disidente dentro del judaísmo. La creciente incorporación
de gentiles a la nueva iglesia provocó sin duda la asimilación
de influencias grecolatinas en los cánticos litúrgicos, que acabaron
de enriquecerse poco después con la difusión de las tradiciones
musicales celtas, sobre todo con posterioridad a la caída del imperio
romano (476). La recitación melódica y la cantilena son con seguridad
los dos elementos hebraicos más destacados en la formación de
la nueva música, así como la teoría y los primeros rudimentos
de notación resultan clara herencia de los griegos. Por lo que hace referencia
a los celtas, las riquísimas tradiciones encarnadas en sus bardos debieron
tener una proyección más allá del estricto plano musical,
ya que es muy probable que su elaborado concepto de la escenificación
haya dado soporte a la transformación de los primitivos rituales en la
liturgia mucho más especializada de los siglos inmediatamente posteriores.
Como quiera que fuera, la primera conservación y transmisión de
la música en el sentido estricto que se haya realizado en Occidente,
lo fue por motivos prácticos: la necesidad de fijar por escrito los cánticos
que congregaban a los fieles. De estos primitivos salterios, el más vetusto
que se conoce es el denominado Códice Alejandrino, del siglo V,
que se conserva en el museo Británico. Contiene un total de trece cánticos,
incluídos un Benedictus y un Magnificat, cantos estos fundamentales en
el desarrollo actual de la liturgia y, como casi todos los ejemplares antiguos
y contra lo que comúnmente se cree, es de pequeño formato.
El mencionado fondo común que puede rastrearse en este período
formativo y en cierto sentido vacilante dejará paso, entre los siglos
IV-VI, a las diversas manifestaciones de la música bizantina y del ritual
ambrosiano de la escuela de Milán, que desembocarán en la primera
creación original del genio musical de Occidente: el canto llano Gregoriano.
Al tratar sobre el canto de los cristianos se olvida frecuentemente señalar
que su forma primitiva se tomó de las formas cantadas en las sinagogas.
Es importante señalar el olvido de este hecho y ciertamente esta ignorancia
acerca de una de nuestras principales fuentes conduce a muy diversas interpretaciones
del canto llano, así como a errores sobre los que deberemos insistir.
Es evidente que la forma melódica exacta del repertorio se ha alterado
y que ya no lo podemos considerar como un heredero directo del repertorio de
la sinagoga; innumerables influencias modificaron su aspecto musical. Sin embargo,
cuando se escuchaba atentamente el canto judío, se descubrían
en él los términos generales del discurso melódico cristiano:
la palabra elevada hasta su mayor grado posible de solemnidad gracias a la tensión
de la voz, el diálogo de los clérigos y su ritmo libre, la vocalización,
etc. Cabe preguntarse cómo se ha llegado a considerar que este dialecto
musical sea exclusivamente de origen latino. �Cuales son sus relaciones con
las músicas judaica y latina?. �Cómo a lo largo de los siglos
ha ido acumulando dicciones que desfiguran su forma original?. Estos son, en
definitiva, los problemas que plantea la existencia del Canto Gregoriano.
Sabido es que el "sustratum" de las costumbres del cristianismo primitivo tiene
sus raíces en el judaísmo. El hecho es conocido, pero al haberse
separado los cristianos de este judaísmo, se acepta corrientemente que
no han querido conservar de él ni el menor rasgo, lo cual, evidentemente,
es inexacto pues a través de la Biblia el mundo cristiano se liga profundamente
al pasado.
Muchos detalles nos llevan al culto judío: rezos, formas de devoción,
etc., y en particular, la manera de tratar los textos sagrados, o sea, declamación
melódica o cantilación. Esta manera de transmitir las tradiciones
existe aún actualmente en la Iglesia latina bajo una forma esquematizada
pero reconocible en las lecturas del Evangelio o de la Epístola en las
oraciones como el prefacio de la Misa cantada. Ningún texto importante
en los sistemas de tradición oral actuales se transmite sin esta forma
de cantilación y se tiene la certidumbre que existió ya en el
mundo judío. La dispersión de los apóstoles hacia Grecia,
Egipto e Italia, sumió al culto en una atmósfera muy diferente.
Hubo oleadas sucesivas de misioneros que partieron de los puntos m s diversos
de la cristiandad: Palestina, Siria, Grecia, Egipto... y esto durante varios
siglos. Sus costumbres se habían ya fijado y fueron ellas las que tuvieron
que enfrentarse con ambientes dispares: Galia, Península Ibérica,
etc., y en este extremo Occidente, no lo olvidemos, es el mundo donde nacer
el cartesianismo, un mundo de análisis que se opone a las reacciones
intuitivas de Oriente.
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