Un último hecho es evidente: la lucha entre un mundo de tradición
oral y un mundo de tradición escrita. El mundo judío es aún
un baluarte de la tradición oral, aunque la Biblia haya sido copiada
desde mucho antes del siglo V a.de C. Se aprende la misma aún como un
canto de memoria, sin libros, repitiéndola versículo a versículo
siguiendo al maestro. Lo mismo ocurre entre los musulmanes que aprenden el Corán.
Ritmo y melodía combinados se graban tan profundamente en la memoria
que algunos rabinos solo citan el texto con su vestidura musical.
En oposición a este mundo tradicional, los universos
griego y latino cultivaban la escritura. Sin embargo, los discursos y los textos
importantes se recitaban como los cantos, a pesar de que estas regiones de razón
"razonadora" compartan con la Galia una tendencia profunda hacia el análisis.
Ahora bien, el canto escapaba a la escritura hasta el día que probablemente
en Hispania o en la Galia se tuvo la idea de probar a denotarlo.
Corría entonces el siglo IX. Se precisaron casi tres siglos para
que la notación fuera perfectamente legible.
LA IMPLANTACIÓN
DEL GREGORIANO
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El
complejo proceso que da lugar al establecimiento de los cánones que conocemos
genéricamente como gregorianos, se desarrolla entre el papado de san
Gregorio Magno (590-604) y los decenios que continuaron al reunificador reinado
de Carlomagno (768-814), y poco tiene en realidad que ver con el pontífice
que le dio el nombre, que no era ni siquiera músico, aunque sí
con el espíritu que impulsó su vigorosa reforma litúrgica.
Quizá el punto de partida habría
que situarlo en el momento del primer desarrollo bizantino, hacia finales del
siglo IV, bajo el patriarcado de San Juan Crisóstomo, precursor de las
codificaciones que preservaron el canto litúrgico de la época
y defensor de la música ante la mayoría de los ascetas, ermitaños
y cenobitas. El emperador Justiniano (482-565) marca el siguiente hito en el
proceso de recopilación y fijación del repertorio, al regular
las modalidades de la liturgia en su imponente basílica de la "Divina
Sabiduría" (Hagia Sophia o Santa Sofía, en Estambul), y Andrés
de Creta, un siglo más tarde, fija las reglas de un nuevo género:
el Kanon.
En el siglo VIII, los monjes Juan Damasceno,
Cosmas de Majumas y Teófano, realizan una síntesis de los elementos
precedentes, por lo que se les considera los verdaderos creadores del rito bizantino.
Para cuando Carlomagno decide unificar los hábitos
musicales del Imperio, tras su coronación en Roma por León III
en el año 800, el proceso había sufrido diversas complicaciones,
entre las cuales no sería la menor el propio origen del emperador, quien
aportó numerosos elementos de la tradición musical de los francos
a las estructuras bizantinas, colaborando con ello a la creación del
conglomerado que acabaría conociéndose por el poco preciso nombre
de Canto Gregoriano.
A modo de resumen de los principales hitos de
este complejo desarrollo que permitió la fusión de las tradiciones
francas con el apogeo musical bizantino y los restos del primitivo rito romano,
puede mencionarse un manuscrito del siglo XI, conservado en la Abadía
suiza de Sankt Gallen, en el que se da una cronología de compiladores,
así como la Vita Sancti Gregorii, de Juan el Diácono, la Ecclesiastical
History of the English People (731) de Beda el Venerable o a diversos papados,
que habrían configurado una línea de sucesión ininterrumpida
entre las primitivas manifestaciones del canto llano romano y el esplendor del
ciclo carolingio.
No obstante, tras el cúmulo de pruebas y contrapruebas que se han
ido aportando para verificar o no la evolución del canto llano a través
de un proceso unificado, desde Gregorio hasta la baja Edad Media, todo parece
indicar que resulta más verosímil hablar de agregados y fusiones
antes que de esa pretendida línea sin interrupciones, cosa que hubiese
sido difícil de conseguir en los convulsos siglos por los que atravesó
el proceso.
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