Elementos fundamentales de la liturgia romana
don Nicola Bux y
don Salvatore Vitiello
(I) La participación
(II) El culto cristiano
(III) El canto gregoriano,
el silencio y...
la campanilla
vea también: Participación auténtica
Entre clérigos y "laicos comprometidos" se ha difundido la idea de que
la participación activa en la liturgia consiste en implicar en la acción el
mayor número de personas posibles, lo más a menudo posible, llevándolas a cantar
todo y a responder en voz alta, a moverse del puesto en diversos momentos, a
comulgar todos, pues de otro modo la Misa no sería valida, y más cosas por el
estilo. Existe el presupuesto irreal de que todos los participantes sean "fieles
doc" y no, mezclados entre ellos, catecúmenos, penitentes y buscadores de Dios o
de la verdad, como siempre ha ocurrido en la historia de la Iglesia y de sus
ritos.
Pero el término "acción", del que se deduce "particip-acción", se refiere según
las fuentes litúrgicas, a la gran oración, la oratio o canon eucarístico: en
síntesis, participar quiere decir rezar. Parece una cosa obvia: si la liturgia
no fuera oración ¿qué sería? ¿Una recitación, una ficción de actores y
espectadores? Sucede con frecuencia que tanto el sacerdote como los fieles
cuando rezan y actúan, están físicamente con la mirada que gira en torno a la
asamblea, por tanto distraída y no dirigida a Dios.
Resuena las palabras del profeta: "solamente me honra con los labios pero su
corazón está lejos de mí" (Is 29,13). Pero de la orientación de la oración
trataremos más tarde. Aquí apuntamos que "la definición de la Eucaristía como
oratio fue luego una respuesta fundamental tanto para los paganos como para los
intelectuales que buscaban. Con esta expresión se decía en efecto a los que
estaban buscando: los sacrificios de animales, y todo lo que había y hay en
torno a vosotros y que no puede satisfacer a nadie, ahora son liquidados. En su
lugar entra el sacrificio-palabra. Nosotros somos la religión espiritual, en la
que tiene lugar el culto divino dirigido a través de la palabra; ya no son
sacrificados machos cabríos y becerros, sino que se dirige la palabra a Dios, a
Aquel que mantiene nuestra existencia y esta palabra se une a la Palabra por
excelencia, al Logos de Dios que nos levanta a la verdadera adoración"
(J.Ratzinger, Introducción al espíritu de la liturgia, San Pablo 2001, p. 168).
Por tanto, la forma de la liturgia, esto es la Misa y los sacramentos, es la
oración: esta debe ser también restaurada en relación al contexto actual de
confrontación con los hombres no creyentes o atraídos por otras religiones. La
liturgia es la obra de la oración, el opus Dei, en una palabra: el culto de
adoración publico e integral, que nace de la certeza de la presencia de Dios que
nosotros queremos conocer, entender e intentar alcanzar.
La liturgia es el acto más manifiesto del sentido religioso: el culto, un acto
que "cultiva" (de colere) lo que es importante, análogo a todo lo que lleva a
hacer cultura, palabra que tiene la misma raíz. Vemos a Dios, que es invisible,
en los signos visibles que obra; Él habla, tenemos experiencias de ello. La
liturgia es la experiencia de Dios: lo descubrimos, lo amamos sin verlo, nos
consideramos su obra "hemos sido hechos por Él”, Él está en nosotros y nosotros
estamos en Él. Él es fuerte y nosotros somos débiles. Él es potente y nosotros
impotentes. Él es espíritu y nosotros somos cuerpo. La liturgia sirve para
llevarnos de nuevo a Dios después del pecado, para convertirnos a Él, dirigirle
a El nuestro corazón, sintiendo la necesidad de rezar, de entrar en contacto con
su santidad, a Él que es el tres veces Santo, hablamos como un hijo al Padre.
Pero estas palabras son las mismas que Él nos ha dirigido antes, en la "liturgia
de la Palabra”, llenas de amor, misericordia y paz. Nosotros le respondemos
ofreciendo el sacrificio de nuestra palabra, de nuestra razón. Sacrificio que es
uno con el de Jesucristo, la "liturgia Eucarística". Un diálogo de fe y amor que
exige contemplación y silencio, para que se pueda escuchar lo que Dios
discretamente quiere decir al corazón.
Todo esto es la oración sin la cual no existe la liturgia: más bien la liturgia
conduce a esta oración. Al sacrificio a Él agradable, para buscar en cada cosa
lo que a Él gusta y a Él no hay nada que le guste más que escuchar a Su Hijo y
la oferta del Hijo. La oración se hace da palabras, pero las palabras no hacen
la oración. La oración la hace la verdadera religión, la devoción, la piedad que
advierte su Presencia. Así la oración se convierte en relación de amor con Dios
desde la profundidad del corazón, de la conciencia.
No hay necesidad de muchas palabras entre los que se aman ni de muchos gestos.
Basta con la mirada contemplativa: saber que Él está a la puerta del corazón,
llama y espera que la libertad abra para entrar y cenar con nosotros: Él se ha
dado a sí mismo a cada uno de nosotros. Para acoger toda esto, la liturgia debe
estar entretejida de silencio; para escuchar a Dios que llama debe cesar el
ruido de las pasiones. De este modo, la liturgia expresa la verdadera religión
porque "lleva" a Dios, "une" totalmente en Dios, esconde, como dice san Pablo,
mi vida en Él: "No soy yo quien vive, es cristo que vive en mí" (Gal 2,20). Por
tanto, la participación en la liturgia nace de la conciencia de sólo basta su
Gracia (2Cor 12,9).
Elementos fundamentales
de la liturgia romana II:
El culto cristiano
La Constitución Litúrgica del Concilio Vaticano II, tras haber descrito la
presencia de Jesucristo en la Iglesia y en diversos modos en la liturgia, sobre
todo en la Eucaristía, indica que tal presencia brota de una «obra tan grande
por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados» (SC
n.7). Obra de Cristo es la liturgia en cuanto se asocia siempre a la Iglesia que
«invoca a su Señor y por El tributa culto al Padre Eterno ». La obra se muestra
como «ejercicio del sacerdocio de Jesucristo» es decir, el hombre es santificado
por medio de signos eficaces de la liturgia y así la Iglesia Cuerpo místico de
Cristo, cabeza y miembros, ejercito «el culto público e integral».
La participación es aquí en su esencia, verdaderamente eficaz para la gloria de
Dios y salvación del hombre. Además «en la Liturgia terrena preguntamos y
tomamos parte en aquella Liturgia celestial, que se celebra en la santa ciudad
de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos» (n.8), unidos al
canto de Cristo y de los santos. En tal modo se realiza el ingreso en la
liturgia celeste, el cielo desciende a la tierra, como decía Dionisio y como
describen los mensajeros de Vladimir en Constantinopla en la crónica de Néstor.
El Apocalipsis, en efecto, se muestra como el libro típico para la liturgia de
la Iglesia que no es ‘creativa’ sino imitativa (mimesi) de la del cielo.
Si la Presencia del Señor es la condición sin la cual no subsiste la liturgia,
deriva que el primer “acto” de la participación es la conversión a
Él, elevando en alto los corazones: “Están levantados hacia el Señor” es la
respuesta en el dialogo que abre la Oración Eucarística. El segundo acto
es el ofrecimiento de sí: “Ofreced vuestros cuerpos en sacrificio espiritual”
(Rm 12,1). 1). Esta cita es decisiva para la noción de culto cristiano; ofreced
(texto gr. parastêsai, lat. exhibeatis) indica el acto de poner delante de Dios
el sacrificio de sí mismos (en latín devovere).
La devoción es el ofrecimiento, acto culminante del culto cristiano y expresión
realizada del espíritu de la liturgia; el devocionismo indica en cambio la
reducción de aquel acto, al solo aspecto formal y exterior. No es esta la
enfermedad más difundida hoy entre los cristianos; es más bien la duda, la
ausencia o la poca fe, el escepticismo, la inconciencia de la Presencia de
Cristo y de Su acción en la Iglesia y en el mundo, en fuerza del Misterio
Pascual: todas cosas que pueden ser dirigidas a la pregunta por el sentido que
brota del hombre.
El tercer acto, si queremos la consecuencia de los dos primeros,
está constituido por la piedad y la devoción. “Leiturghia” quiere decir acción
del pueblo santo de Dios, caracterizado por pietas, por ello es popular. La
pietas hacia Dios, el reconocimiento y la adoración, es el espíritu de la
liturgia. Finalmente se da el acto culminante: la comunión al Cuerpo místico que
precede aquella Eucarística, se este o no en las condiciones necesaria para
recibir esta última. La comunión al cuerpo místico en la liturgia “nos hace
filósofos”, haciendo confluir fe y razón en el culto visible, porque la liturgia
romana, la liturgia cristiana tout-court, a diferencia de las otras religiones,
es el culto conforme a la razón. Todo esto hace que la participación sea
fructífera.
Hemos dado en cierto sentido los “criterios” para verificar hasta que punto en
diversas iglesias y comunidades la liturgia romana es respetada o no. Por
ejemplo, si el sacerdote quiere seguir el ars celebrandi, según el genio propio
de la liturgia romana, debería tener como referencia la celebración monástica
benedictina, ahí donde ha conservado algunos cánones: sobre todo recitar y
cantar con voz que acompaña, sin alzar el tono o peor gritar; hacer la homilía y
exhortaciones en modo sobrio y breve, evitando -como dice Jesús- la verbosidad
de los paganos que creen ser escuchados forzando las palabras. Justamente la
liturgia medieval ha enseñado a usar las campanas para su discreción en el
llamar la atención en los momentos más importantes. Finalmente desarrollar los
diversos ritos con simple solemnidad, sin ostentación alguna, de modo que
expresen la verdad del corazón; se diría en griego con eusèbeia, en latín
pietas, es decir devotio o piedad de los Padres.
Este es el culto de la verdadera religión, porque no somos nosotros los
protagonistas de la liturgia mas el Señor: “es Él que bautiza” y nosotros somos
pequeños delante a Él que debe crecer mientras nosotros disminuir. Ha sido
confrontado por Gustave Bardy el culto humilde de los cristianos con aquello
orgulloso de los paganos; en el respeto y amor por la divinidad, el culto
cristiano no debe ser espectacular. La diferencia de ellos es que nosotros
glorificamos Dios y no los hombres y sus gestas. (Agencia Fides 8/2/2007)
Elementos fundamentales
de la liturgia romana (III):
el gregoriano,
el silencio y…
la campanilla
Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - El canto gregoriano, por el hecho de que carece de todo protagonismo, es idóneo al espíritu de la liturgia romana, como los iconos lo son para la bizantina. Guilmard ha escrito que se debe tener presente el sentido del texto, la forma musical, el curso general del desarrollo melódico, el tipo de adorno, el mismo modo, el sentido musical del conjunto. Además: el grado de competencia del coro, la acústica del lugar, el número de coristas. Y no digamos menos de la voz.
El gregoriano, que armoniza cuerpo y alma, está compuesto por contemplativos más
que por grandes artistas; así inspiró a Palestrina y puede seguir inspirando la
música sagrada de los tiempos venideros. Ciertamente el gregoriano, escribía
Juan Pablo II en el Breve Iubilari feliciter de 1980, continua siendo el lazo
musical unificador de los católicos, que hace sentir, como ha dicho Benedicto
XVI, la unidad de la Iglesia.
La celebración debe conservar un equilibrio fónico homogéneo, por ello, en los
cantos y en las oraciones, la voz sumisa es el mejor, ella va conforme a la
actitud de humildad y discreción que debemos tener ante Dios. Se deben por ello
tener especial cuidado en evitar los tonos "gritados" mas bien usar los sumisos,
propios de la oración que se hace en el secreto (cfr. Mt 6,5). En este sentido
debe considerarse la liturgia monástica benedictina como el modelo en que
inspirarse. Por tanto, comenzando por el sacerdote que guía el pueblo de Dios,
se debe restablecer, especialmente en las solemnidades, el canto gregoriano en
el Ordinario - ya conocido en lengua italiana - y quizá algunas partes del
Propio.
Está luego en la liturgia el silencio, fundamental para escuchar a Dios que
habla a nuestro corazón. El alma no está hecha para el ruido y las discusiones
sino para el recogimiento; síntoma de ello es el hecho de que el ruido molesta.
Ante todo, se debe devolver a la iglesia su dignidad de templo sagrado, dónde
nadie habla en voz alta, comenzando por los sacerdotes y los ministros que dan
ejemplo. La iglesia es el lugar donde todos se dirigen a Dios en humilde
silencio o con voz baja.
Todo eso constituye el rito que es un término que significa reiteración y del
que no se debe tener miedo, porque el fiel lo necesita para hacer memoria de
Cristo. Los ritos ayudan a los fieles a la familiaridad con el lenguaje
litúrgico, gracias a la repetición de los gestos y de los cantos: una elección
estilística constante y homogénea que constituya nuestra identidad de orantes de
la Majestad de Dios, diferente de la cotidianidad ensordecedora de la vida, de
la fragmentación de lenguajes y alambiques que distraen la atención de la
centralidad del misterio.
A modo de ejemplo, son erróneos y desvían, las Orientaciones y Normas para
Acólitos y Lectores preparados por la Oficina litúrgica diocesana italiana. En
el art. 49 p. 15, acerca del momento de la consagración, después de haber
recordado la posibilidad de incensar la hostia y el cáliz consagrado, con celo
digno de la mejor causa, se indica: "No deben sumarse en este momento velas,
campanillas, maestros de ceremonias u otros ministros que sólo servirían para
reemplazar las antiguas balaustradas impidiendo la visión y la participación en
el Misterio que se celebra en el altar. Para el empleo de la campanilla, en
realidad el número 150 (del Coerimoniale Episcoporum) está escrito según las
costumbres locales, pero en nuestra Iglesia diocesana ya no existe esta
costumbre." Aparte de la equiparación de personas y cosas y la ignorancia sobre
el sentido y la función de la cerca (balaustrada en Occidente e iconostasio en
Oriente) que desde la época judía y paleocristiana distinguía el santuario o
presbiterio de la nave o aula, parece, para el redactor de susodichas notas, que
el Misterio se ve mejor sin tal "área" - hoy se usa "presbiteral o ministerial"
- y por lo tanto se puede participar. ¡Pobres cirios y… pobres balaustradas - no
incluimos el iconostasio, porque no es correcto hablar mal de los orientales -
culpables de no hacer participar a los fieles! Dónde con grave estrago, han sido
desmanteladas, no parece que haya aumentado la fe. Salvaremos el patrimonio de
la fe precisamente dejándolo en su hábitat que es la liturgia y no relegándolo a
los museos diocesanos y a los conciertos en las iglesias.
En cuánto a la campanilla, con expresión decidida, como en muchos otros casos,
un individuo decide por todos que “ya no existe esta costumbre". Pero si se va
por ahí, todavía se oye, porque parece que a pesar de todos los esfuerzos por
parte de los ministros, los fieles se distraen y la campanilla, mucho más
discreta que una llamada verbal, ayuda a recogerse en el momento más solemne.
Esta - hermana menor de las campanas - con su sonido renueva el eterno recuerdo
de Dios. ¿O queremos también abolir las campanas? Menos mal que al final las
Orientaciones y Normas en cuestión concluyen: "… la Iglesia no nos ofrece
liturgias intangibles reguladas en todas partes con normas férreas. Ofrece
posibilidades de elección y espacios de adaptación". Por tanto, por encima de
las "orientaciones y de normas”… que cada uno se arregla como pueda. ¿Es este el
espíritu de la liturgia del que hablan Romano Guardini y Joseph Ratzinger y,
entre los dos grandes teólogos, el Concilio? ¿Si la liturgia no es opus Dei, a
alabanza de Su gloria, ¿dónde encuentra su fundamento el ars celebrandi? Apremia
la formación de los futuros sacerdotes, la educación de los fieles y en primis
de los "liturgistas". (Agencia Fides 1/3/2007)