Nuestra Señora del Sagrado Corazón Mejor Conocida (Julio Chevalier)
Capítulo II
La Intercesión todopoderosa de María y el Título de Nuestra Señora del Sagrado Corazón.
Antes de probar que la intercesión de María es realmente todo-poderosa, empecemos por dejar sentada claramente una verdad capital: que Jesucristo es el verdadero Mediador entre Dios y los hombres, que sólo Él, rigurosamente hablando, merece ser escuchado, que sólo Él, por Sí mismo, tiene un poder infinito y que de sólo Él recibe María todo cuanto Ella posee.
El hombre se había rebelado contra el cielo; sus maldades, multiplicadas sin cesar, clamaban venganza. Habían establecido, entre Dios y él, un muro de división (Is 59.2).Despojado de sus prerrogativas, excluido de la herencia celestial, se hizo odioso (Rom 1,30) para Aquel que le había creado y colmado de sus misericordias.
A fin de poner término a esas enemistades ¿qué hizo Él? Un Mediador que expía por los hombres y que realiza así su reconciliación con Dios ¿Quién será ese Mediador y esa Víctima a un mismo tiempo? Jesucristo y solamente Jesucristo.
En efecto, Jesucristo es Dios-hombre y hombre-Dios al unir en su persona adorable la humanidad y la Divinidad. Estas dos naturalezas eran necesarias para el éxito de su mediación. "Convenía, dijo San Agustín, que el Mediador de Dios y de los hombres tuviera algo semejante a Dios y algo semejante a los hombres, no fuera que semejante enteramente a los hombres, hubiera estado lejos de Dios o, totalmente semejante a Dios, lo hubiera estado del hombre y, de esa forma, no hubiera sido Mediador"" (S. Agustín, Conf. Lib. X, cap. 42).
"Habiendo sido cometido el pecado por el hombre, añade el mismo Doctor, era el hombre quien debía expiarlo; mas, habiendo sido cometido contra la Majestad infinita de Dios, solamente en ella debía encontrarse una condigna satisfacción, no pudiendo ser expiado el pecado más que por Dios"".
Jesucristo, al ser hombre, pudo sufrir, ofreciendo, entre grandes gritos y torrentes de lágrimas, sus súplicas y plegarias a Aquel que podía librarlo de la muerte (Hebr 7).
Siendo Dios, al mismo tiempo, otorgaba a sus sufrimientos un valor infinito y desarmaba a la justicia divina (Rom., V. 9).
Asimismo, Dios estaba en el Cristo reconciliador con el mundo, no imputando a los hombres sus pecados (11 Cor., V, 19), puesto que el Cristo Mediador se entregó por la redención de todos (I Tim., II,5). En consecuencia, plugo al Padre reconciliar consigo, por su mediación, todas las cosas, pacificando, por la sangre de su cruz, todo, sobre la tierra y todo cuanto está en el cielo (Col. l. 20 y 21). Conseguida nuestra paz, derribó, con el sacrificio de su sangre, el muro de separación, rompiendo en su persona las enemistades; y, por medio de Él, es por quien unos y otros tenemos cabida con el Padre, unidos en un mismo espíritu (Ef 11,14,16,18).
¡He aquí, pues, nuestro verdadero Mediador! Sabemos, efectivamente, que se hace mediación tanto rogando como proponiendo condiciones para el acuerdo proyectado, o satisfaciendo a la persona ofendida por aquel que ha cometido la ofensa. Ahora bien, Jesucristo ha pedido a su Padre-Dios el perdón para los hombres y ha merecido ser escuchado en virtud de su dignidad (Hebr., V, 7). Él ha transmitido a los hombres los preceptos y los dones de Dios (Sto. Tomás, P. III, q. XXVI, art. 2); pero, sobre todo, dio satisfacción completa a Dios por los hombres, entregándose a Sí mismo para salvarlos (I Tim II,5). Y, como sólo Él tenía el poder, en virtud de la dignidad de su Persona, de dar esa satisfacción, únicamente Él es Mediador -unus Mediator-, no solamente en el sentido de conciliador, de árbitro, de abogado, sino de Mediador real, por sus propios méritos, por su redención (Ef V.2).
Es, por lo tanto, El solo Quien nos ha merecido la gracia (Rom VII, 25); en su Corazón adorable es donde se halla, como en su fuente; es ahí donde hay que ir a buscarla (Hebr IV, 16). Esto no quiere decir que no podamos recurrir a la Madre de Dios para obtener esta gracia; antes bien, la misma Iglesia y sus Doctores nos enseñan lo contrario. Es, por medio de María, por quien nos debe llegar esa gracia (s. Bern. de Siena, Serm. 3 de glor., nom. Virg. Maria, art. 3, cap. 2). Esta divina Virgen nos la puede alcanzar por su intercesión todo-poderosa y llegar a ser nuestra Mediadora ante su Hijo. Pero también, una vez más, solamente a Jesús cuya sangre divina ha reconciliado a Dios y al mundo (II Cor V. 19), sólo a Jesús se debe la gloria de ser nuestro único Mediador. A solo Él la Omnipotencia absoluta de un Dios y a Vos, ¡oh María! la omnipotencia de intercesión de una Madre especialmente amada. "Ab omnipotente Filio, omnipotens Mater facta est" (S. Bern.) Este incomparable privilegio concedido a María, lejos de equipararía a la grandeza de Dios, no hace otra cosa que, únicamente, exaltarla; y esta Omnipotencia de intercesión que le fue otorgada se convierte en una inmensa gloria para el mismo Todopoderoso.
La súplica, he ahí un medio de acción de María. Ahora bien ¿qué es la súplica? Y ¿de dónde procede su eficacia?
La súplica, la oración, es una causa segunda, un instrumento que tiene, como todo lo demás, una eficacia en solo Dios.
Estás enfermo, empleas un determinado medicamento y .. .recobras la salud: el medicamento empleado es un instrumento del que Dios se ha servido para curarte.
Sería absurdo atribuir al medicamento esa virtud curativa sin remontarse a Dios en Quien reside el principio.
Exactamente, eso es lo que ocurre con la oración.
Oramos para obtener un favor; y, de hecho, lo alcanzamos: ¿por qué? Porque Dios había determinado, desde toda la eternidad, que lo obtendríamos por medio de esa oración. No caigamos en la tentación de pensar que nuestra súplica modifique la voluntad divina, en absoluto. Más bien, es ella quien hace que resulte eficaz. Esa oración era una condición exigida por Dios; aportada dicha condición por nosotros, se produce el efecto que Dios le tenía asignado y nos llega la gracia pedida (Sto. Tom., 2. 2ae., I, cap. 8, quaest. 83, a.2).
Expliquemos más a fondo esta verdad capital.
I.- Dios todo lo sabe por un solo acto de su inteligencia. Para El no hay nada pasado ni futuro. Todo es presente.
Asimismo, todo cuanto se hará fuera de Él, por medio de Él y por sus criaturas, todos los seres y todos los acontecimientos, todos, absolutamente todos, desde los más pequeños hasta los más grandes, Dios los ve o los permite por un solo y mismo acto de su voluntad.
Ahora bien, éste no sólo regula el que las cosas adquieran realidad, sino cómo y por qué causas. Ese acto todopoderoso lo dispone todo: el encadenamiento de las causas y la producción de los efectos.
Y cuando nosotros ponemos una condición que Dios ha previsto, querido o permitido, el efecto, que Le ha previsto, que La ha querido o permitido, como su causa, se produce; mas no por una evidente modificación, sino por el cumplimiento de la voluntad divina (Sto. Tom 2.2, quaest. 83. a.2).
Digámoslo una vez más, la súplica es ese tipo de condición. Un enfermo hace bien en emplear todos los medios naturales para curarse; se encomienda a tal o cual santo, aunque sea sin éxito. Se dirige a María; hace novena tras novena, y nada consigue. . . Pero, hace una peregrinación y recobra la salud.. . ¿Cómo explicar esa curación? Dios, que antes le ha desoído, luego le escucha. ¿Es que ha cambiado? Nada de eso.
Esta es la explicación: Desde toda la eternidad, Dios había decretado que ese enfermo seria curado, no por los medicamentos ni por tal o cual plegaria, sino, en tal día, en tal lugar y por medio de tal peregrinación.
¿De dónde procede, pues, esa eficacia, allí mismo y en esa peregrinación? Evidentemente, es cosa de Dios. Él había ordenado así las cosas.
Es decir, que no hay que figurarse a Dios de una manera únicamente humana, como un rey que no habiendo previsto una cosa, modifica su voluntad cuando la tal cosa imprevista se produce. En resumen y en concreto, Dios lo prevé todo, lo regula todo, lo ordena todo. Nada, en sus disposiciones, perturba la libertad del hombre, ni siquiera tampoco las modifica en las obras del hombre (Sto. Tom 2.2, quaest. 83.a.2).
Y, así el poder de la oración en general, o de una gracia en particular, dirigida a un santo cualquiera, hecha en cualquier parte, no viene, lo repetimos, ni de la oración misma, ni del santo a quien se invoca, ni de una peregrinación llevada a cabo: ese poder no tiene otro origen, otra fuente, que la suprema voluntad de Dios; las obras hechas no son otra cosa que condiciones, instrumentos. Dios podría abstenerse de atenderla; de hecho, lo hace algunas veces; pero, generalmente, es decir, en el orden habitual, no ocurre así, no porque Él tenga necesidad de ella, sino a Él le place servirse de la oración.
Ahora bien ¿por qué le place eso? ¿por qué una oración que resulta eficaz para unos, se vuelve ineficaz para otros? ¿por qué un enfermo se cura en La Salette, tal otro en Lourdes, éste invocando a Nuestra Señora de las Victorias, aquel a Nuestra Señora del Sagrado Corazón? ¿por qué? A menudo, Dios deja ver o adivinar los designios que le hacen obrar así; pero nos los oculta, bien lo sabemos; Él lo quiere así; pero nos los oculta, bien lo sabemos; Él lo quiere así y sus motivos tiene para quererlo, razones que a nosotros no nos conciernen..."" Yo soy el Señor""..., nos dice, Ego Dominus.
Por lo tanto, sentado este principio, conociendo la oración en general, veamos ahora lo que es, en particular, la oración de la Santísima Virgen.
II.- ¿En qué se diferencia de la nuestra, desde el punto de vista del poder y de la eficacia? Helo aquí:
Ante todo, nuestra oración no siempre es escuchada, en el sentido, al menos, en que nosotros la hacemos. ¿Por qué? Porque no siempre pedimos lo que es mejor para nosotros.
Ciegos, ignorantes, pedimos de acuerdo con nuestras ideas, y Dios nos escucha según las suyas, infinitamente mejores para nosotros que las nuestras.
María no está afectada de esa ignorancia; su oración es, siempre y en todo, lo que debe ser, y Dios siempre la escucha porque jamás existe contradicción entre las ideas de Dios y las de Maria, entre su voluntad y la de María.
Otra diferencia: nuestra oración sólo tiene cierta eficacia y mayor o menor extensión. Más o menos se la concibe así: tal santo, vivo o muerto, tiene gran poder ante Dios y obtiene cosas que otros no obtendrían. Esta idea es verdadera; nuestra oración a unos u otros tiene, por así decirlo, un radio de acción más vasto o más restringido, pero sin extenderse a todo ni a todas partes.
Por el contrario, la oración de María tiene poder para todo: no hay bien, espiritual o temporal, que Ella no pueda obtener (Suárez, quaest. XXXVIII, art. IV, Disp. XXII, sec. III).
En fin, diferencia capital, Dios otorga una inmensa cantidad de bienes que nosotros no pedimos, independientes de nuestra oración, que nosotros recibimos y que otros también reciben, sin que, en modo alguno, seamos nosotros los causantes.
Nada como la oración de María. Omnia per Mariam: todo por medio de María, sin excepción, dice San Bernardo.
Ella es la condición, querida por Dios, de todo don, de todo favor, sea el que sea, natural o sobrenatural, temporal o eterno. Esta causa segunda es universal: ¡Todo por María! Totum nos habere voluit per Mariam (S. Bern. Serm. de Nativit. B.M.V. n. 7).
Así se dirigía a María San Agustín: "En ti, por Ti y de Ti, recibimos todo bien y cuanto vayamos a recibir: de ello, somos conscientes"" (Serm., de la Asunc.)
"María ha sido designada por Dios, desde toda la eternidad, Dispensadora de las gracias celestiales; y no sólo de las gracias, sino también de todos los tesoros divinos, de todos los tesoros de su Hijo, según su beneplácito" (S. Bernardino de Siena, T.I. Serm. XVI).
Así pues, cuando afirmamos que la intercesión de María es "Todo-poderosa", queremos decir que su oración es siempre atendida y que, por libre disposición, Dios ha hecho, de María, el canal único de la gracia, como Jesús es la fuente única de todo bien.
Esto, así entendido, ¿es verdad? De hecho, Dios ¿ha regulado, ha dispuesto así las cosas?
Desentrañemos esta cuestión.
¿Pudo Dios someter todo, de esa forma, a la súplica de María?
¿Era conveniente hacerlo así?
¿Lo hizo realmente?
Ante todo ¿pudo hacerlo? Y ¿qué se puede oponer a ello?
Esto no afecta a su inmutabilidad puesto que, como hemos visto, la oración de María, mucho menos la nuestra, no cambia la voluntad divina. Por el contrario, la oración de María está siempre en perfecta armonía con esa voluntad santísima; hace que se realice esa voluntad sin modificarla en nada.
¿Podrá decirse que, haciendo así, de la oración de María, la condición de todo bien, Dios parecería abdicar de su poder y darse a Sí mismo una Soberana? ¡Cómo! ¡Abdicar Dios cuando es Él quien lo regula y ordena todo!... ¿Perder Dios, en parte, su poder por servirse de un instrumento? Porque, después de todo, de ahí nace de nuevo y precisamente, la dificultad. La oración de María no es sino una causa segunda; ¿se dirá que Dios abdica de su poder por emplear ese tipo de causa? (Suárez, quaest. 38. Art. IV). ¿Acaso quedan disminuidas su luz, su fecundidad, al iluminamos Él por medio del sol, y fecundar, por medio de las savias terrestres, los gérmenes de las plantas?. . . Ciertamente, María, a juicio nuestro, es más que una simple causa segunda, particular; Ella es la causa segunda general y por excelencia. ¿Acaso también repugna esto al poder de Dios? ¡Ni pensarlo! Dios que hizo de Jesús el centro increado de todas las cosas creadas (Colos 1,7), el motor primero de todo movimiento, ¿no podría hacer de María el segundo centro, el segundo motor, dependiendo del primero y del único?
¿Será Él menos causa primera por el hecho de que haya una causa segunda recibiendo de Él y transmitiendo todos los movimientos que quiera transmitir? ¿Será Él menos fuente primera porque en lugar de dividirse en mil canales, sus aguas salgan por un canal único?
Dios, empero, busca, en todo, la unidad; y la unidad es la condición esencial de lo bello, de lo verdadero, de la vida misma y del ser.
¿No está ahora la ciencia enfrascada en demostrar esta verdad? Un paso más y tal vez llegue a probar que las innumerables fuerzas del mundo físico no son otra cosa que la materia en movimiento (P. Secchi; Unidad de las fuerzas ffsicas, p. 691-92). La astronomía hace entrever que los astros, cual enjambre diseminado en la inmensidad del espacio, giran alrededor de un centro único, sol gigantesco, astro-rey que imprime todo movimiento a cuanto se le pone en derredor.
Pues bien, repitámoslo una vez más, en el mundo espiritual existe también un astro-rey, un sol, centro único, principio de toda vida, de toda gracia y de toda gloria (Rom 1, 20); ese astro sois Vos, ¡oh, Jesús! al reunir, al recapitular en Vos mismo todas las cosas (Col. 1,17), a modo de punto central que reúne todos los radios de la esfera.
Y ahí, en el centro, en ese punto de donde irradia y en donde converge todo cuanto existe, María se nos aparece revestida y envuelta en todo el esplendor de ese sol divino (Apoc XII). Ella está allí, no por derecho natural, como Jesús, sino por una gracia absolutamente gratuita, y ese favor, por ser gratuito, no es menos glorioso para Ella.
Asimismo, igual que Dios es el primer motor, dado que ese sol central arrastra todo alrededor de él, así Jesús queda como Rey supremo, Maestro absoluto, aunque, por su liberalidad, Maria tiene sobre su Corazón adorable una "omnipotencia" de intercesión (S. Bern. de Siena, t. IV, pág. 93).
No vamos, en efecto, a representarnos a Dios de un modo demasiado humano; no vamos a creer que Maria, aun siendo "todopoderosa" sobre el Corazón de Jesús, si Dios quiere una cosa y María otra, sea Ella quien incline la balanza de su parte. Ciertamente, no, eso no es así. Ni eso es lo que se quiere decir, ni lo que se dice (Suárez, q. 38. art. VI).
No puede haber diferencia de voluntad entre Dios y María.
Si Dios concede a María lo que ha negado a cualquier otro, eso no se explica sino teniendo en cuenta que esa fue la voluntad divina desde el principio y que no la cambió después; en modo alguno, sino que Dios ha tenido, desde toda la eternidad, esa intención de otorgarlo por María y solamente por Ella.
Si la súplica de María tiene, sobre el Corazón de Jesús, la "omnipotencia" de que venimos hablando, es que Dios lo ha querido así, como un rey que quisiera que todo fuese hecho por la reina, su madre. ¿Se aducirá que un rey no podría dar siempre a su madre esa autoridad? Lo veo bien, pero ¿por qué? Porque su autoridad, por él mismo, no es absoluta, pues depende de la Constitución, de las leyes. ¿Acaso Dios depende de algo o de alguien?
Vayamos más lejos y demostremos que esa "omnipotencia" de intercesión de Maria es una gloria inmensa para Dios (Suárez, q. 38, art. VI).
En efecto, la gloria de un autor es la perfección de su obra. He ahí por qué Dios es más glorificado por la fuerza incalculable de ciertos mediadores y no por la fuerza menor de otros.
Es, pues, para Él, una gloria el que, no pudiendo hacer una criatura omnipotente por sí misma, la haga omnipotente por Sí mismo. María es una criatura privilegiada y su intercesión "topoderosa" tanto más glorifica a Dios, cuanto más real es y más amplia (S. Buenav., In Spec. Mariae, c.8).
Por lo tanto, es posible y conveniente que Dios haya regulado y ordenado así todas las cosas: Nada sin María y todo por mediación de María (S. Efrén, S. Bernardo, Cornelio a Lapide...).
Lo veremos en el curso de esta obra.