SAN ANTONIO DE PADUA ARCA DEL TESTAMENTO: 2. CAMBIO DE NOMBRE
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Autor: Emiliano Jiménez
Hernández
Fernando llega al monasterio de Coimbra en 1212. Tiene de diecisiete a
veinte años. Allí, en la recoleta ciudad medieval, situada entre verdes
colinas, encuentra Antonio un ambiente propicio para su espíritu. La Assidua
nos dice: "Se había trasladado al monasterio de Santa Cruz por amor a una
disciplina más severa y a una tranquilidad más fecunda. Había cambiado no
sólo de lugar, sino también de costumbres". Este monasterio, como el de San
Vicente, pertenece también a los canónigos de San Agustín. Más aún, éste era
la cuna de los canónigos en Portugal, y de él dependía el de Lisboa.
El monasterio de Santa Cruz de Coimbra es unos veinte años anterior al de
San Vicente de Lisboa. Su fundador, Don Telo, era un canónigo de la
catedral, que había acompañado a su obispo a Tierra Santa, quedando
impresionado por la espiritualidad del clero de Oriente. De vuelta a su
ciudad, decidió reformar su propio clero, llevándoles a una vida evangélica
de oración, de pobreza y de estudio. Reunió doce sacerdotes, adquirió el
patronato de la iglesia de Santa Cruz en las afueras de la ciudad, recibió
un terreno donado por el rey Alfonso Enríquez y en 1132 instaló allí la
pequeña comunidad, dándole como norma de vida la regla de San Agustín. Pero
Don Telo no se conformó con la formación material del monasterio. De paso
por Aviñón, en uno de sus viajes por Italia, visitó el monasterio de San
Rufo, también perteneciente a los canónigos regulares y decidió adoptar para
Santa Cruz su régimen de vida. Los dos monasterios establecieron entre sí
relaciones permanentes, uniéndose por una hermandad espiritual.
En los Sermones de Antonio encontramos numerosos rasgos de la espiritualidad
de ambos monasterios, en particular el trípode humildad, pobreza y caridad,
tan querido de san Agustín: "Entre todas las virtudes -decía Agustín- la
primera es la humildad, la segunda la humildad, la tercera la humildad; y
cuantas veces me hagas la misma pregunta, te daré la misma respuesta:
humildad". Como un eco, con su estilo adornado de imágenes, escribe Antonio:
La humildad es la madre y la raíz de todas las demás virtudes. En una
familia donde la madre representa a la penitencia, la pobreza es el hermano
del esposo; pero la humildad es la hermana y la esposa. Dichoso el pobre que
toma a la humildad en matrimonio...
La caridad consiste en el doble amor de Dios y del prójimo. Por el primero,
el hombre, como un pez en el mar, recorre los caminos del mundo para
socorrer las necesidades del prójimo que sufre; por el segundo, se eleva
como un pájaro hacia las alturas de la contemplación a fin de observar, en
la medida de sus capacidades, al Rey en su gloria.
Pero descansar en Dios no significa huir del mundo. Por un movimiento
circular repetido sin cesar, el hombre saca de Dios la fuerza para acudir en
socorro del prójimo; a su vez, las necesidades del prójimo le obligan a
elevarse hacia Dios para sacar nuevas fuerzas. Camina así de acción en
contemplación y de contemplación en acción, hasta el día en que llegue a la
posesión de la patria eterna, recompensa del hijo adoptado por la gracia de
Dios.
En el monasterio de Santa Cruz de Coimbra, en medio del esplendor de su
iglesia con las tumbas de los reyes, entre los claustros, que circundan los
jardines interiores, disfrutando de la paz, el silencio y la soledad, recibe
Fernando, durante nueve años, la formación cultural y espiritual que le
lleva al sacerdocio. En ese monasterio hay buenos maestros, unos sesenta
compañeros y una rica biblioteca con libros de Agustín, Ambrosio, Beda,
Gregorio, Isidoro de Sevilla... Con celo extraordinario cultiva su espíritu
y, siempre que sus ocupaciones se lo permiten, se dedica a la lectura
espiritual. La ciudad es la sede de los soberanos y el Arzobispo Primado
reside en Braga, muy cerca de Coimbra. Cuando en 1260 la capital pasa a ser
Lisboa, Coimbra mantiene su fama gracias a su célebre universidad, surgida
del estudio teológico agustiniano.
La participación en la liturgia coral, en la Eucaristía y en el Oficio
divino con sus lecciones y meditaciones, en los Capítulos celebrados después
de la hora de "prima", el silencio y el estudio de la regla de San Agustín,
eran parte del horario cotidiano del monasterio. En este ambiente cae, sin
saber porqué, Fernando. Las crónicas antiguas han transmitido el nombre de
su primer maestro, D. Gonzalo Mendes, que después fue prior del monasterio.
Con su ingenio agudo y su prodigiosa memoria, Fernando asimila, durante
nueve años, todo el saber de la época en el campo de la teología, de la
filosofía, y de las letras y ciencias en general. El estudio es su principal
ocupación. Esto explica el hecho de que desde el principio la iconografía le
haya representado con un libro en la mano. Pero no es sólo el estudio lo que
le interesa. Aquí, mediante la muerte al mundo, vive sólo para Cristo. Para
ello se sirve de todos las medios que le ofrece la ascética cristiana, con
la que busca dar muerte al hombre viejo para vivir únicamente en Cristo y
para Cristo. En sus Sermones escribe más tarde: "Hazte como cera blanda para
que en ti quede grabada la figura de Jesucristo". ¿De qué manera?:
Interroguemos a Cristo por qué camino va al Padre y nos dirá que por el
camino de la cruz, según leemos en Lucas: "Pues qué, ¿por ventura no era
conveniente que el Cristo padeciese todas estas cosas y entrase así en su
gloria? (Lc 24,26)". Cristo tuvo una doble herencia. Una de parte de madre:
trabajo y dolor. Otra de parte de su Padre: gozo y reposo. Como nosotros
somos coherederos suyos, debemos buscar esta doble herencia suya. Y, por lo
mismo, nos equivocamos cuando pretendemos poseer la segunda sin la primera.
Para que no busquemos la una sin la otra, Dios injertó el árbol de la vida
en el árbol de la ciencia del bien y del mal cuando el Verbo se hizo carne.
Recibamos, pues, la primera herencia, que Jesucristo nos legó, a fin de que
podamos llegar a alcanzar la segunda.
De Fernando en Coimbra conocemos que el "estudio asiduo" y la "meditación"
le ocupan "día y noche", que llama la atención por su memoria prodigiosa y
por el interés y "curiosidad en escrutar el sentido de la palabra de la
Escritura". Fernando lee y reflexiona sobre la Escritura no con frialdad,
como si el estudio y el saber le interesase por sí mismo, sino para
confrontar con ella la vida. La vida es un don de Dios y el no quiere
perderla. Desea dedicar todo su tiempo a Dios, entregado de lleno en cada
momento a lo que Dios dispone para él. Más tarde escribirá: "Nada más
precioso que el tiempo y, sin embargo, nada se desprecia con tanta ligereza.
Los días pasan y nadie se acusa de haber perdido infructuosa-mente un día
que no volverá".
La Assidua nos testimonia que "cultivaba su inteligencia con estudios
intensos y ejercitaba su espíritu con la meditación. Día y noche no
interrumpía la lectura de la palabra de Dios. Al leer los textos bíblicos
deducía su sentido literal y robustecía su fe con comparaciones alegóricas;
aplicándose a sí mismo las palabras de la Escritura, alimentaba sus impulsos
afectivos con una vida plena de virtud. Escudriñando con feliz curiosidad el
sentido oculto de las palabras divinas, se servía de la Escritura Santa para
prevenir su interior contra los ataques del error. Se entregaba además a la
lectura de las sentencias de los santos Padres de la Iglesia. Y cuanto leía
lo confiaba a una memoria tan tenaz que en poco tiempo dio pruebas de un
conocimiento tal de la Biblia como nadie lo hubiese esperado". El mismo
Antonio escribe: "En el Antiguo y en el Nuevo Testamento reside la plenitud
de toda la ciencia. Ella sola constituye el saber; ella sola hace sabios,
pues enseña a amar a Dios, a despreciar al mundo y a tener sumisa la carne".
Al estudio de la Escritura añade la lectura de los Padres, en especial de
San Agustín. Como dice de este período Juan Pablo II: "Son diez años de vida
caracterizados por la búsqueda diligente y activa de Dios, por el estudio
intenso de la teología y por la maduración y el perfeccionamiento interior".
En estos nueve años, dedicados al estudio y a la meditación de la Escritura,
se forma el maestro y predicador, que por su ciencia y santidad sorprenderá
a sus oyentes e incluso al mismo Papa Gregorio IX. Con la ayuda de los
Santos Padres aprendió a descubrir en los libros sagrados el "sentido
histórico, alegórico, moral y anagógico", según la exégesis de la Escritura
en su época. El sentido histórico o literal enseña los hechos; el alegórico
edifica la fe con la instrucción doctrinal; el figurado o moral orienta la
vida de los oyentes en su actos; y el anagógico presenta la vida
sobrenatural a la que tiende la fe, animada por la esperanza y la caridad.
Antonio privilegiará el sentido moral, pues en su predicación buscará ante
todo la conversión de sus oyentes, mover el corazón más que iluminar las
mentes. En esto será fiel a lo que Francisco propone en la Regla
franciscana: "Amonesto y exhorto a que, cuando prediquen sean ponderadas y
limpias sus palabras, para provecho y edificación del pueblo, pregonando los
vicios y las virtudes, la pena y la gloria, con brevedad de sermón, porque
palabra breve hizo el Señor sobre la tierra". Es lo que buscará Antonio:
sembrar la semilla de la Palabra de Dios en sus oyentes, aplicándola a la
vida de cada día. En un Sermón dice:
Dice Salomón en los Proverbios: Apurando las ubres se hace la manteca (Pr
30,33). Las ubres indican el Antiguo y el Nuevo Testamento; la leche, el
lenguaje alegórico; la manteca, el sentido moral. El predicador, pues, debe
sacar de ambas ubres la leche de la narración para hacer con ella la
mantequilla suavísima del sentido moral. Ten en cuenta que la leche consta
de tres sustancias: suero acuoso, queso y mantequilla. El suero significa el
sentido histórico; el queso, el alegórico; la mantequilla, el moral. Este,
cuanto más suave sea, tanto más delicadamente penetra en los corazones de
los oyentes. Y como las costumbres están corrompidas, se debe insistir más
en el sentido moral, que informa las costumbres, que en la alegoría, que
informa la fe, pues la fe, por la gracia de Dios, se encuentra extendida por
toda la tierra.
El conocimiento de las Escrituras y de la Teología, junto a sus dotes
personales, además de la intensa oración, le facilitaron sobre todo la
exposición y aplicación de la doctrina a la vida. Con ello estaba preparado
para ser ordenado sacerdote. No se conoce la fecha de su ordenación, pero
seguramente fue ordenado por estas fechas, entre sus veinticinco y treinta
años, por el obispo de Coimbra. Fray Gracián, en el Capítulo de las Esteras
de 1221, le admitirá en su Provincia, precisamente por ser sacerdote.
La vida diaria de Antonio es ejemplar, según nos la describe un franciscano
anónimo: devoto en el coro, callado en el claustro, casto en el dormitorio,
fiel en el aconsejar, manso en las reuniones capitulares, modesto en el
refectorio, discreto en los coloquios, humilde en los roces con los demás,
de parcas costumbres, simple en el rostro, ardiente de espíritu, obediente
con los superiores, desenvuelto con los compañeros, servicial con los
subordinados.
En Coimbra, lejos de los familiares, sin la distracción de las visitas,
Fernando puede dedicarse de lleno al estudio y a la vida de piedad. Pero
tampoco se puede decir que el ambiente de Coimbra sea paradisíaco. No todo
marcha bien. Una comunidad grande provoca tensiones inevitables con el poder
de la corte y con el obispo diocesano. También aquí el demonio anda
enredando la vida con el conflicto entre el poder regio y el eclesiástico.
Al subir al trono, Alfonso II usurpó los bienes de sus hermanos y en la
lucha que siguió se vieron envueltos los eclesiásticos de mayor rango. Tanto
la casa real como los nobles conceden favores y privilegios, de un lado y de
otro, a sus partidarios. Llueven excomuniones y entredichos. En 1220 tiene
que intervenir el mismo pontífice, denunciando la situación insostenible:
"Casi todos van por sus propios caminos y tras los propios intereses,
buscando excusas ante el banquete del rey eterno para su condenación. Hasta
los sacerdotes desde el altar hablan abiertamente, como en Sodoma, de sus
pecados, convirtiéndose en lazo de ruina para los fieles. No se halla uno
que levante un muro en favor de la casa de Dios".
El obispo de Coimbra está en contra del Arzobispo de Braga, primado de la
Iglesia de Portugal; y el prior de Santa Cruz ha dilapidado los bienes del
monasterio, llevando una vida disoluta, abandonando las bridas de la
disciplina interna del convento. Los dardos de Honorio III se dirigen a
ambos bandos. De este modo, hasta dentro de los muros del convento, las
disputas y abusos están a la orden del día. La comunidad de los canónigos
está dividida en dos bandos y Fernando se halla del lado opuesto al prior.
Recordando este tiempo, escribirá años después: "El superior es llamado casa
del Padre, porque debajo de él el súbdito, como hijo dentro de la casa
paterna, debe hallar refugio de la lluvia de la concupiscencia carnal, de la
tempestad de la persecución diabólica, de las apetencias de la prosperidad
mundana. Sin embargo, hoy no hay feria, no hay tribunal civil o eclesiástico
en donde no se hallen presentes monjes y religiosos. Compran y venden,
edifican y destruyen, transforman los cuadrados en círculos. En los procesos
provocan a las partes, discuten ante los jueces, exhiben abogados y
leguleyos, llevan testimonios dispuestos a jurar por cosas transitorias,
frívolas y vanas. Decidme, fatuos religiosos, si en los profetas o en los
evangelios de Cristo o en las epístolas de Pablo, si en la regla de san
Benito o de san Agustín habéis encontrado estos litigios y engaños y gritos
y protestas por cosas tan transitorias". Merece la pena leer un largo
párrafo del Sermón del primer domingo de Cuaresma:
Jesús fue conducido por el Espíritu al desierto para ser tentado por el
diablo (Mt 4,1). Jesucristo habitó en el desierto cuarenta días y cuarenta
noches y sufrió la tentación de gula, de vanagloria y de avaricia. Jesús fue
conducido a tres desiertos. Primero al del vientre de la Virgen; segundo, al
que se refiere en el evangelio de hoy; y tercero, al del patíbulo de la
cruz. Del primero dice Isaías: Envía, Señor, el cordero dominador de la
tierra desde la roca del desierto hasta el monte de la hija de Sión (Is
16,1). ¡Oh Padre!, envía un cordero, no un león; un dominador, no un
devastador; desde la roca del desierto, es decir, de la Santísima Virgen,
llamada piedra del desierto, porque es siempre virgen, intacta antes del
parto, en el parto y después del parto. Envía al monte de la hija de Sión, o
sea, la Iglesia excelsa, la Jerusalén celeste.... En el tercer desierto
Cristo estuvo coronado de espinas y en total abandono de los hombres. Pero,
con las manos clavadas en la cruz, derrotó al enemigo.
Porque el Hijo de Dios había venido a restaurar el mundo desfigurado por los
pecados, convenía que curase lo contrario con su contrario. El pecado de
Adán fue: gula, vanagloria y avaricia. Los tres pecados están mencionados en
el Génesis: Dijo la serpiente a la mujer: El día en que comáis de él se os
abrirán los ojos (gula), seréis como dioses (vanagloria), conocedores del
bien y del mal (avaricia). Obedeciendo a Dios Padre, Cristo restauró lo
perdido, curó lo contrario con lo contrario.
Adán, puesto en el paraíso, rodeado de delicias, fue derrotado. Jesús fue
conducido al desierto, donde, perseverando en el ayuno, venció al diablo.
Fíjate en la coincidencia entre ambas tentaciones en el Génesis y en san
Mateo: Dijo la serpiente: El día en que comiereis. Y, acercándose el
tentador, le dijo: Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan
en panes; vemos aquí la gula. Y luego, seréis como dioses. Entonces el
diablo lo llevó consigo a la ciudad santa y le puso en el alero del templo.
Tentación de vanagloria. Finalmente: conocedores del bien y del mal. También
le llevó consigo el diablo a un monte muy alto, le muestra todos los reinos
del mundo y su gloria, y le dice: Todo esto te daré si te postras y me
adoras. Es la avaricia. Todos los que aman el dinero o las glorias mundanas,
se postran ante el diablo y lo adoran. Pero la Sabiduría, que siempre actúa
sabiamente, superó la triple tentación del demonio con tres sentencias del
Deuteronomio... Nosotros, por quienes Jesucristo descendió al vientre de una
Virgen y se sometió al tormento de una cruz, instruidos por su ejemplo,
vayamos al desierto de la penitencia y, con su ayuda, refrenemos el ímpetu
de la gula, el viento de la vanagloria y el incendio de la avaricia.
Adoremos a Aquel a quien los ángeles sirven.
El diablo procede de lo semejante a lo semejante. Del mismo modo que tentó a
Adán en el paraíso, tentó a Cristo en el desierto y tienta a todo cristiano
en este mundo. Tentó al primer Adán con la gula, la vanagloria y la
avaricia. El tentador venció. De modo semejante tentó al segundo Adán, a
Cristo, pero fracasó. Nosotros, que participamos de ambos, de Adán según la
carne, de Cristo según el espíritu, despojémonos del hombre viejo con sus
obras, que son la gula, la vanagloria y la avaricia, y revistámonos del
hombre nuevo (Col 3,9), con el ayuno, la oración y la limosna o la humildad,
pues además de la codicia de dinero está la codicia de honores.
¡Oh religiosos! Tal debe ser el desierto de vuestra vida, el desierto al
que, para habitarlo, salisteis de la vanidad del mundo. ¿Qué salisteis a
ver? ¿Una caña agitada por el viento? La caña arraiga en el lodo de la gula
y de la lujuria, y es vacía, aunque parezca bella.
Con el paso de Lisboa a Coimbra, Fernando no había resuelto nada. En la
primera ocasión abandonará el hábito blanco de los agustinos por el sayal
ceniza de los franciscanos. Pero, a pesar de la corrupción, los años en el
monasterio le han ayudado a madurar en la fe, en la sabiduría y en la
ciencia. Todo ello ha ido confirmando su deseo de entregarse al servicio del
prójimo con todo su ser.
En los prestigiosos monasterios de Lisboa y de Coimbra es donde recibe su
formación humana y espiritual antes de hacerse franciscano, predicador,
misionero y maestro en Italia y en Francia. Pasados sus primeros años en el
ambiente de su familia rica, envuelto por las ambiciones de su condición
social, un día le tocó la gracia y decidió dejarlo todo para hacerse
sacerdote. Cambió familia y amigos, poder y dinero por el sayal blanco de
los agustinos. El ingreso en el monasterio agustino provocó un cambio
radical en su vida; era el cambio de la vida alegre y despreocupada al
silencio del monasterio. Pero la gracia sigue impulsándole a una nueva
conversión, que le llevará al cambió de nombre, de condición y de
aspiraciones. Del monasterio pasará a la celda, del lujo a la pobreza, del
aparecer al ser, del vivir en sí mismo a la renuncia total de sí mismo. Será
el paso de Fernando a Antonio. Recorriendo sus Sermones encontramos las
huellas del camino por donde Dios le va llevando:
El Hijo salió de Dios, para que tú salieses del mundo. Vino a ti, para que
tú fueses a El. ¿Qué cosa es salir del mundo e ir a Cristo, sino refrenar
los vicios y unir el alma a Dios con el vínculo del amor?
Jesús respondió a la Samaritana: Quien bebe de este agua volverá a tener sed
(Jn 4,11-13). ¡Oh Samaritana, con cuánta verdad dices que el pozo es hondo!
En realidad, la codicia del mundo, raíz de todos los males (1Tim 10,6), es
honda, porque nunca se sacia. Y por ello, todo el que beba del agua de este
pozo, que significa las riquezas y las delicias transitorias, tendrá de
nuevo sed. Sí, porque, como dice Salomón en los Proverbios: Dos hijas tiene
la sanguijuela: dame, dame (Pr 30,15). Las riquezas y las delicias, las dos
hijas del diablo, no cesan de decir: dame, dame, y nunca dicen basta.
Dios detesta la soberbia por encima de todo. Por eso dice San Pedro: Dios
resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes (1Pe 5,5). La
lujuria de la carne humilla a los engreídos. Por eso dice Oseas: La
arrogancia le sale a Israel a la cara (Os 5,5). De hecho suele ocurrir al
que no reconoce la soberbia oculta que de ella tiene que avergonzarse cuando
es conocida por el vicio de la lujuria.
Pero, si otro más fuerte que él viene, le vence... Más fuerte que el
soberbio es la humildad, de cuya fortaleza dice David a Saúl: Tu siervo ha
matado leones y osos (1Sam 17,36). El humilde cuanto más se humilla más
fuerte se hace. De él se dice: Los ojos del Señor lo contemplan y lo levanta
de su humillación y muchos se admiran de ello (Eclo 11,13). El humilde se
tiene, como David, por siervo, se echa a los pies de todos, se rebaja, se
tiene a sí mismo por menos de lo que es. Este siervo humilde mata al león de
la soberbia y al oso de la lujuria. Advierte que se dice haber matado
primero al león y después al oso, porque nadie puede mortificar en sí mismo
la lujuria si antes no expulsa del atrio de su corazón el espíritu de la
soberbia... Sobreviene, pues, la humildad por Jesucristo, que dice: Aprended
de mí que soy manso y humilde de corazón (Mt 11,29). Entra en la casa del
valiente, en el atrio del corazón, refugio de la soberbia, la vence y la
echa fuera. Efectivamente la triaca de la humildad expulsa el veneno del
orgullo. Una vez expulsado, la humildad le quita las armas en que confiaba,
para que no aparezcan más en los sentidos corporales orgullo alguno,
altivez, vicios, sino que en todo estén presentes las señales de la
humildad... Roguemos, pues, a Jesucristo, quien con su humildad venció la
soberbia del diablo, que nos conceda quebrar, con la humildad del corazón,
los cuernos de la soberbia y del orgullo; y mostrar en los sentidos de
nuestro cuerpo la señal de la humildad para que merezcamos llegar a su
gloria.