SAN ANTONIO DE PADUA ARCA DEL TESTAMENTO: 3. CAMBIO DE HÁBITO
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Autor: Emiliano Jiménez
Hernández
Al comienzo del siglo XIII, en el año 1205, la conversión de Francisco de
Asís ha arrastrado en pos de él a otros ciudadanos de su ciudad, hombres de
pueblo, mercaderes, gentes de letras e incluso sacerdotes. Todos,
renunciando a su familia y a sus bienes, desean seguir a Cristo en pobreza y
anunciar la Buena Nueva en todas partes como los apóstoles, viviendo de
limosna y compartiéndolo todo con hermandad, simplicidad y alegría. Muy
pronto se les ve recorriendo Italia, Francia y el resto de Europa.
Los franciscanos llegan a Portugal en 1217, inmediatamente después del
capítulo general de ese año. Por su aspecto y predicación, la gente les
acoge con curiosidad y, a veces, con una cierta desconfianza,
considerándolos herejes. Pero, una vez superada la primera impresión, ganan
credibilidad y comienzan a echar raíces. En Coimbra les reciben con simpatía
la reina Urraca y su cuñada Sancha. Viendo la pobreza de su vida creen
conveniente ayudarles y les donan una pequeña iglesia, situada en medio de
olivos en la pendiente de una colina cercana a la ciudad. La iglesia estaba
dedicada a San Antonio Abad. Adyacente a la iglesia levantan el pequeño
eremitorio, formado por pequeñas celdas hechas de palos y ramajes. Se llama
convento de Olivares.
En el verde altozano de los olivos, los pocos hermanos menores, rudos, sin
letras y mal vestidos, viven en gran pobreza; sólo tienen un deseo: conocer
y seguir a Cristo crucificado. Por eso gozan de la alegría de quien nada
tiene, libres de intrigas y luchas humanas, lejos de afanes de dinero y
lujo, de comodidad y placer. Desde la colina bajan, de dos en dos, a la
ciudad a pedir limosna de puerta en puerta. Y llaman con frecuencia también
a la abadía real en que vive Fernando. No hacen gala de teología ni de
ciencia profana, pero dan un claro testimonio de su radicalidad evangélica.
Visten unas pobres túnicas de saco, con los lomos ceñidos por una ruda
cuerda, con los pies descalzos o calzados con toscas sandalias de madera.
Cuentan a todos cómo su padre fundador ha abandonado en Asís su vida rica y
alegre para dedicarse totalmente al Señor, arrastrando a muchos a seguir su
camino. Su simplicidad se transparenta en sus rostros y en sus palabras; el
alegre amor y dedicación a Dios y al prójimo les confiere un atractivo
singular.
Fernando, desde el primer momento, siente una viva simpatía por ellos. Sus
pobres hábitos, su manera de presentarse sin pretensiones, su libertad con
relación a los bienes materiales contrasta fuertemente con la riqueza del
monasterio y con los abusos de los que es diariamente testigo. Al final de
su vida, recogiendo la experiencia de toda su vida, escribe:
Descendió, en efecto, sobre Jesús en el río Jordán el Espíritu Santo en
figura de paloma, ave mansa que tiene por canto el gemido. Muy difícilmente
se conserva la humildad entre riquezas y nunca o casi nunca se observa la
castidad entre delicias. Si hallareis ricos humildes y amadores de delicias
viviendo castamente, consideradlos como luminarias del firmamento. Pero,
¡ay!, temo más bien que semejantes luminarias estén teñidas de hipocresía.
Quien desee, pues, ser verdaderamente humilde, deje la carga de las
riquezas, por cuyo contacto se inficiona la humildad y se engendra la
soberbia.
Los acontecimientos políticos del incipiente reino de Portugal repercuten en
el monasterio de Santa Cruz. Sancho I, primer rey de Portugal, ávido de
riquezas y deseoso de construir suntuosos castillos, se apoya en la
burguesía para despojar de sus bienes a la nobleza y a la Iglesia. Vive en
su alcázar, cerca de Coimbra, capital del reino, y frecuenta para sus
devociones el monasterio de Santa Cruz, cuyos monjes, en guerra con el
obispo de Coimbra, son una constante preocupación para el Papa Inocencio
III. Sancho se declara abiertamente contra la Iglesia; sitia en su palacio
al obispo de Oporto y destierra al obispo de Coimbra. Este, en represalia,
decreta el entredicho de todo el obispado de Coimbra. El rey, molesto por
esta medida, manda confiscar los bienes eclesiásticos de quienes se nieguen
a celebrar la eucaristía, declarándoles enemigos personales suyos. El prior
de Santa Cruz se pone de parte del rey. Sólo la muerte de Sancho aplaca la
tirantez entre el Reino y la Iglesia.
Pero Alfonso II, que le sucede, se muestra animado de los mismos
sentimientos de su padre. El arzobispo de Compostela y el obispo de Zamora
lo excomulgan. El Papa, que busca la unión de todos los príncipes cristianos
para emprender una cruzada contra los moros, le absuelve. Pero el rey,
después de un corto intervalo, sigue su política de oposición a la Iglesia,
gravándola con impuestos cada vez más insoportables. El arzobispo de Braga
lo excomulga y el Papa Honorio III ordena a los obispos de Palencia, Astorga
y Tuy que hagan lo mismo, poniendo en entredicho a todo su reino. Santa Cruz
no queda al margen de estas luchas. El monasterio se divide. El prior,
llamado Juan, con algunos cómplices, se convierte en siervo sumiso de ambos
reyes, Sancho I y Alfonso II. Según acusaciones llegadas al Papa de parte de
algunos religiosos del monasterio, el prior está dilapidando los fondos de
la comunidad, reduciendo el monasterio a la miseria. A pesar de ser
excomulgado diversas veces, continúa celebrando los oficios. Públicamente es
acusado además de crímenes infames y vergonzosos. Pero, hipócritamente, para
desorientar a los enviados del Papa, se finge arrepentido y se retira a un
desierto para llevar allí vida eremítica, pero, una vez que se marchan, se
instala de nuevo en el monasterio. Algunos monjes siguen el ejemplo del
prior, mientras otros buscan en otra parte la paz que allí no encuentran y
otros se oponen abiertamente al prior, enviando a la Santa Sede graves
acusaciones contra él. Finalmente, el Papa Honorio III ordena a los priores
de los tres monasterios de Lisboa, -San Jaime, San Miguel y Santa
Magdalena-, que se trasladen a Coimbra e investiguen la verdad de las
acusaciones. Hecha la investigación, se llega a la conclusión de que "Juan,
prior de Santa Cruz, con algunos cómplices y partidarios suyos, ha
dilapidado hasta tal punto los bienes del monasterio que lo ha reducido a
una extrema pobreza". Antonio escribirá:
¡Ay de aquellos que de buen grado reciben presentes, que ciegan los ojos de
los sabios. Con su sangre edifican Jerusalén, es decir, con sus
consanguíneos, sobrinos y sobrinillos, otorgándoles beneficios
eclesiásticos. Es una especie de sacrilegio dar lo que pertenece a los
pobres a otro que no lo es.
En este ambiente de intrigas y defecciones dolorosas vive Fernando,
entregado a la oración y al estudio, pero sufriendo la situación del
monasterio. Había buscado en él la paz y ahora se encuentra en medio del
desasosiego. Por ello, más tarde, en sus Sermones, Antonio se mostrará muy
severo con los religiosos, que provocan tales escándalos, de los que dice:
Son compañeros de Judas. Dan los bienes del monasterio, que pertenecen a los
pobres, a sus parientes. No caminan en la verdad del evangelio y llevan una
vida engañosa. Buscan sus intereses, no los de Jesucristo. ¡Cómo se
ennegreció el oro, cómo se cambió su bello color! (Lam 4,1). El blanco de la
castidad y el rojo del deseo ardiente del Esposo celestial, color tan bello,
¡lastima! está hoy a punto de desaparecer ennegrecido por la codicia... Hoy
no se hacen ferias, no se celebran reuniones seculares o eclesiásticas en
que no haya monjes y religiosos. Compran y vuelven a vender. En causas
judiciales convocan a las partes, litigan delante de los jueces, contratan
procuradores y abogados, citan testigos dispuestos a jurar en favor de un
asunto transitorio, frívolo y vano. Decidme, oh religiosos fatuos, si en los
Profetas, o en los Evangelio de Cristo, o en las cartas de San Pablo, en la
Regla de San Benito o de San Agustín habéis encontrado esos litigios y
divagaciones, alegatos de causas judiciales por asuntos perecederos. De
manera muy diferente habla el Señor: Os digo, amad a vuestros enemigos,
haced bien a los que os aborrecen, bendecid a los que os maldicen y orad por
los que os calumnien. Al que te hiere en una mejilla ofrécele la otra, y a
quien te quite el manto no le impidas quitarte la túnica... (Lc 6,27-34).
Esta es la regla de Jesucristo, que debe ser preferida a todas las reglas,
instituciones e invenciones. Por ello, el mismo Jesucristo dice a todos
estos, tanto religiosos como clérigos: Habéis anulado la palabra de Dios por
vuestra tradición, ¡hipócritas! (Mt 15,6-9;Lc 11,42-49).
Es el recuerdo de estos años, que no ha olvidado nunca. Es el contraste
entre su monasterio y los franciscanos, que llaman a sus puertas pidiendo
limosna. A esto se añadirá otro hecho que le tocará las fibras más secretas
de su espíritu. En 1219 Francisco ha dispuesto una misión para Africa.
Francisco cree que se puede llevar los musulmanes a la fe en Jesucristo con
otros medios distintos de las armas. Los Hermanos Menores les darían
testimonio de su fe en Cristo, confesándole sencillamente con su vida
evangélica o, si era voluntad de Dios, anunciando públicamente la Palabra de
Dios. La misión está dirigida por el hermano Vital, acompañado de los
sacerdotes Berardo, Pedro y Otón y de los hermanos Adjuto y Acurcio. Parten
de Italia, cruzan Francia, Aragón y Castilla y llegan a Portugal. Un
breviario del monasterio de Santa Cruz refiere que los cinco frailes se
hospedan en dicho monasterio, precisamente durante el tiempo en que Fernando
tiene a su cargo la hospedería. Tratando con ellos, Fernando se entera de
sus planes de evangelizar a los musulmanes y se le encienden los deseos de
emular su valentía en confesar a Cristo.
Con el apoyo, en Coimbra, de la reina Urraca y, en Lisboa, de Sancha,
hermana del Rey, se embarcan para Sevilla, aún en manos de los sarracenos.
El hermano Vital se enferma y tiene que renunciar a la misión. Y, para los
demás, apenas comienzan a predicar, comienzan los problemas: condenados a
muerte, son amnistiados y expulsados de Sevilla. Pero la persecución no les
hace renunciar a la misión. Expulsados de Sevilla, emprenden la marcha hacia
Marruecos. Allí son, de nuevo, encarcelados, torturados y expuestos a las
burlas de los moros y, finalmente, puestos en libertad. Pero inmediatamente
el hermano Berardo, feliz de haber sufrido los azotes por Cristo, corre a la
plaza y comienza a gritar, llamando a los moros a conversión. El Califa,
sintiéndose desafiado públicamente, no lo resiste y corta la cabeza a los
cinco. "Ahora puedo decir que realmente tengo cinco hermanos menores", es la
exclamación de Francisco, al llegarle la noticia. A Fernando también le
llega la noticia y su vida monástica, tranquila, dedicada al estudio, es
sacudida profundamente. La idea de poder dar testimonio de su fe con el
martirio se le clava en el corazón.
Es el 16 de enero de 1220. Los cinco franciscanos, huéspedes del monasterio,
a los que Fernando ha acogido y servido con envidia, han logrado la palma
del martirio. El infante Don Pedro, hermano de Alfonso II, que se había
retirado a Marruecos con sus caballeros de armas, se hace cargo de los
restos de los mártires, colocándolos en dos preciosas urnas, que transporta
a España, llevando el precioso tesoro hasta Astorga. Allí confía las dos
urnas a quien ha sido su capellán en Marruecos, Juan Roberti, monje del
monasterio de Santa Cruz, para que traslade las reliquias a Coimbra. Así los
cuerpos de los mártires son llevados a Coimbra y enterrados en el claustro
del monasterio de los agustinos, junto a las tumbas de los reyes. La reina
Urraca sale personalmente al encuentro de los mártires, acompañada de una
inmensa multitud. Ante estos mártires, apóstoles de Cristo, que han partido
a llevar su Nombre sin cultura ni medios humanos, armados únicamente con la
fe y el amor, Fernando se siente conmovido en lo más íntimo de su espíritu.
No puede por menos de examinar y comparar su vida en la abundancia de la
abadía real con la de estos entusiastas apóstoles, ricos sólo de la palabra
de Dios. Frente a la vida cómoda, que él lleva, estos hermanos menores, con
su precariedad, son una llamada de Dios a la que no puede resistir.
Para Fernando, en crisis con los agustinos, el acontecimiento de las
solemnes exequias de los mártires, -con la presencia del rey Alfonso II y de
la reina Urraca y el cortejo de prelados, caballeros, nobles y una multitud
interminable de fieles-, es la última gota para llevar a cabo la decisión
que ha ido madurando en su interior. Dios responde a sus deseos, disipando
todas sus dudas. El hagiógrafo de la Assidua nos describe lo que siente el
corazón de Fernando:
Cuando el infante don Pedro trajo de Marruecos las reliquias de los santos
mártires franciscanos, Fernando, impulsado por el Espíritu Santo, ciñéndose
los lomos con el cíngulo de la fe, se preguntaba en su corazón: "¡Oh, si el
Altísimo se dignara hacerme partícipe de la corona de sus santos mártires!
¡Oh, si la cimitarra del verdugo me encontrara arrodillado y tendiendo mi
cuello por amor de Dios! ¿Tendré la gracia de verlo? ¿Encontraré un día esa
dicha tan deseada? En estos pensamientos permanecía embebido largamente".
Y sigue la Assidua:
No lejos de la ciudad de Coimbra, en un lugar llamado "San Antonio", vivían
algunos Hermanos Menores que, aunque iletrados, enseñaban con sus actos la
sustancia de las divinas Escrituras. Estos hermanos, fieles a la regla de su
fraternidad, iban con frecuencia a pedir limosna al monasterio en que vivía
el hombre de Dios.
Un día Fernando, habiendo acudido a saludarlos, según su costumbre, dijo en
el curso de la conversación: "Hermanos, deseo vivamente vestir el sayal de
vuestra Orden si me prometéis enviarme, cuando sea uno de vosotros, al país
de los sarracenos; deseo compartir la corona de vuestros mártires".
Fernando rompe, pues, con los agustinos y solicita a los franciscanos que le
admitan con ellos. Desea seguir las huellas de los cinco testigos de Cristo:
llevar el anuncio de la buena nueva a los infieles. Sin pérdida de tiempo,
los franciscanos, "llenos de alegría", se lo comunican al superior, el padre
Juan Parenti, provincial de España, que ha ido a Coimbra para honrar los
restos de los mártires. Tras una breve información, da su consentimiento. A
la mañana siguiente temprano, los hermanos corren al convento de Santa Cruz
llevando el sayal franciscano para Fernando.
Pero es necesario obtener también el permiso del prior y de la comunidad
agustina. El reglamente prohíbe salir del monasterio sin la licencia escrita
y ser admitido en otro convento sin ella. Es uno de los privilegios que el
Papa ha concedido a Coimbra, que colocaba al monasterio bajo la protección
de San Pedro: "que a ningún fraile, después de haber profesado en el
monasterio, le sea lícito salir del mismo sin la autorización del prior y de
toda la congregación". A pesar de la excomunión, continúa ejerciendo como
prior el padre Juan. Aunque la pérdida de un canónigo tan estimado como
Fernando constituye un daño para el convento y un motivo más para fomentar
los comentarios maliciosos que corren ya sobre los canónigos, el prior no
duda en conceder el permiso. Se libra así de un crítico incómodo. En el
umbral de la casa, el ayudante del prior, con sorna, despide a Fernando:
-Vete, vete, ahora te convertirás en santo.
Fernando le replica:
-Si un día oyes que me he hecho santo, entonces alaba a Dios.
En el oficio litúrgico de San Antonio, compuesto por Julián de Spira, se
dice que aquel día se alegraron tanto San Agustín como San Francisco. Y, aún
hoy, en el convento franciscano de Olivares la celebración de la fiesta de
San Antonio la preside un canónigo agustino.
Fernando, pues, entre abril y mayo de 1220, abandona el monasterio, que
conocía bien y no le agradaba, e ingresa en el convento de los hermanos
menores de Olivares, que no es ni convento, sino una simple casa adosada a
la pequeña iglesia, circundada de olivos. Fernando no conoce casi nada de la
nueva vida que emprende, pero intuye que es ahí donde Dios le quiere. Como
expresión del cambio de vida, pide y le es otorgado cambiar el nombre de
Fernando por el de Antonio, en honor del santo titular de la iglesia. Es el
verano de 1220. Sin elocuencia ni tanta ciencia, los nuevos hermanos le
enseñan a conocer y amar la pobreza, la castidad y la obediencia. Trasladado
de la abadía real a aquel barracón aislado, estas tres palabras adquieren un
sabor áspero, pero verdadero. Allí se hace experiencia personal y
comunitaria el seguimiento de Cristo, nacido en una gruta y viviendo en casa
de un carpintero. Vestido con el rudo sayal olivastro recorre mendigando las
calles que antes le han visto vestido de lanas blancas. El pan mendigado
tiene el sabor de la caridad. Si se burlan de él, su corazón exulta, al ver
cumplidas en él las palabras del Evangelio: "Si os odian o se burlan de
vosotros por causa mía, aquel día exultad de gozo, pues grande será vuestra
recompensa en los cielos". Al final de su vida, cuando escribe sus Sermones,
describe en qué consiste seguir a Cristo:
Jesús les dijo: En verdad os digo que vosotros que me habéis seguido..., no
dice que habéis abandonado, sino que me habéis seguido. Muchos abandonan sus
cosas y, sin embargo, no siguen a Cristo, porque, por decirlo así, se poseen
a sí mismos. Si quieres seguirme y conseguirme, te es necesario abandonarte
a ti mismo. El que sigue a otro en el camino, no mira a sí mismo, sino a
aquel a quien ha constituido guía de su vida. Abandonarse a sí mismo, no
confiar de sí en ninguna cosa, reputarse inútil cuando haya hecho todo lo
que está mandado, despreciarse como a perro muerto o a pulga viva, a nadie
anteponerse en su corazón, estimarse inferior a todos, aun a los mayores
pecadores, considerar todas sus buenas obras como paños sucios, ponerse
delante de sí mismo y llorarse como a muerto, tenerse por vil en todas las
cosas y arrojarse todo entero en Dios... Este sigue a Cristo.
El Se humilló a sí mismo y tomó la condición de siervo (Flp 2,7). Porque
Adán en el paraíso no quiso servir al Señor, el Señor asumió la forma de
siervo, para servir al siervo, para que en adelante el siervo no se
avergüence de servir al Señor.
Antonio ha tomado a Cristo como guía de su vida y Cristo le llevará por este
camino, que al final de su vida conoce tan bien. Pero ahora aún no se halla
tan libre de sí mismo y de sus planes. Cuando, al atardecer, pasea su vista
sobre las colinas y valles de Olivares, azulados como el mar, bañados por la
paz de Dios, su corazón, su mente y fantasía vuelan y sueñan con lo
contrario de lo que tiene ante sus ojos. Desea partir a la tierra seca, con
el sol hiriente y las arenas abrasadas de Marruecos. El ansia del martirio
no le deja gozar plenamente de la paz que Dios le está regalando. Aún le
queda por experimentar que, si todo es posible en Aquel que nos conforta,
solos no somos capaces de levantar una paja o de aguantar unas décimas de
fiebre. Es la próxima lección que le tiene preparada el guía de su vida,
Cristo. Aún no conoce que "la humildad es madre de la simplicidad". Más
tarde reconocerá que "cuanto más hondos pongas los cimientos de la humildad
tanto más alto se levantará el edificio".
El espíritu del hombre está en la presencia de Dios cuando piensa que no
tiene nada bueno de sí, en sí y por sí mismo, sino que todo lo atribuye a
Aquel que es todo bien, sumo bien del cual, como del centro, todos los rayos
se difunden derechamente por la circunferencia. Por lo cual El mismo dice en
Isaías: A éste es al que yo miro: al humilde y abatido de espíritu, al que
tiembla ante mi palabra (Is 66,2).
Dice el Apóstol: Nadie puede decir: Jesús es el Señor, sino en el Espíritu
Santo (1Cor 12,3). Decir Jesús es el Señor con verdad es creer en El de
corazón, confesarlo con la boca y testimoniarlo con la vida. Lo uno sin lo
otro es negarlo (Mt 7,20). La vida blasfemaría tanto como la lengua alaba.
Cristo es llamado Pontífice de los bienes eternos. Pontífice quiere decir
como quien hace un puente, un camino para los que han de seguirle. Se puso
El mismo como un puente desde la ribera de nuestra mortalidad hasta la de su
inmortalidad, a fin de pasar por El, como por un leño atravesado, a la
posesión de los bienes eternos.