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SAN ANTONIO DE PADUA ARCA DEL TESTAMENTO: 4. CAMBIO DE DIRECCION

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Autor: Emiliano Jiménez Hernández


 

San Antonio de Padua - Arca del Testamento - Predicador y místico


Fernando ha cambiado de hábito y de nombre. Su nuevo nombre es Antonio. Cada vez que le llaman siente el gozo interior de saberse un Hermano Menor de Jesucristo y de Francisco. Pero Antonio sigue reflexionando sobre su propósito de partir como misionero. El amor a Dios y a los hombres le apremia. Desea anunciar el Evangelio a los musulmanes al estilo de Francisco, con el testimonio de su vida y, si es preciso, con su vida. Lleva en su alma lo que escribe a propósito del martirio de san Pedro y san Pablo: "¡Oh amor de Cristo que haces dulces todas las cosas amargas! La pasión de los apóstoles fue horrible y amarga, pero el amor de Cristo se la hizo gozosa y dulce".

Dos años antes el Papa ha dirigido una encíclica a los sacerdotes invitándolos a llevar la buena nueva a los infieles. Francisco ha escuchado la voz del Papa y ha incitado a sus hermanos menores a seguirla; él mismo ha partido a Oriente. También Antonio desea predicar el Evangelio a los infieles. Dice la Assidua: "La sed del martirio devoraba de tal manera el corazón de Antonio, que no daba punto de reposo; por lo cual los frailes le dieron licencia para que cuanto antes marchara a tierra de sarracenos". Además, su salida del monasterio agustino ha suscitado resquemores y animosidades en algunos monjes contra los franciscanos de Olivares. Todo ello aconseja el inmediato alejamiento de Antonio de Coimbra.

Así, pues, por septiembre o primeros de octubre, acompañado del español fray Felipe, una mañana sale del convento de Olivares. Atraviesan Coimbra y se encaminan rumbo el norte, dirigiéndose hacia Oporto. Allí se embarcan los dos en la primera nave que parte para Marruecos. Pero, durante el viaje o apenas pone sus pies en tierra africana, Antonio coge la malaria, que le postra en cama. Después del desembarco persisten las fiebres. La enfermedad le dura todo el invierno y, con los primeros calores de la primavera, temiendo por su vida, le convencen de que regrese a su patria. Con dolor, no le queda más remedio que aceptarlo. Se siente débil y agotado. Y, mientras el pobre cuerpo arde de fiebre, su espíritu se quema en la lucha por descubrir los designios inescrutables de Dios.

Obligado por la enfermedad, Antonio renuncia a sus deseos y acepta los caminos de Dios, que distan de los del hombre como el cielo de la tierra. Resignado, más que gozoso, al comienzo de la primavera zarpa de la costa de Marruecos en dirección a Portugal. Pero el velero, que le lleva, es investido por una tempestad, que le arranca velas y timón. Dejado a la deriva, las olas del Mediterráneo lo llevan a la otra parte, a Sicilia. El mar es el instrumento de Dios para llevar a Antonio donde El quiere. Por el mar no se va, se deja uno llevar. Antonio, maltrecho y harapiento, desembarca al sur de Mesina. Náufrago y desorientado no sabe dónde dirigirse. Viendo su hábito franciscano, alguien le informa que allí hay un convento de su Orden. Se dirige a él y llama a sus puertas. Allí es recibido, cuidado y curado por los hermanos con la delicadeza, que les ha enseñado Francisco: "Cada uno de los frailes ame y cuide a su hermano con el mismo amor y ternura con que la madre ama sus hijos. Y si alguno de los hermanos cae enfermo, sea donde fuere, los demás hermanos deben servirle como ellos mismos desearían ser servidos. Si una madre alimenta y ama a su hijo según la carne, ¡con cuánto más afecto debe cada uno amar y alimentar a su hermano según el espíritu!".

Dos meses le cuesta recobrar la salud. El clima de la isla, la brisa templada del mar, mezclada con los aromas de los naranjos en flor, le devuelven las fuerzas y tonifican el corazón. Así, pues, pasa dos meses reflexionando acerca de los designios de Dios sobre su vida. Creía que Dios le llamaba a evangelizar Africa y Dios, con la enfermedad, le ha cerrado los caminos de Africa; luego, con la tempestad, le ha vomitado, como la ballena a Jonás, donde él nunca había imaginado. Antonio se pregunta: ¿Dónde y qué desea el Señor de mí? El está dispuesto a seguir su designio. Y, algo que ha aprendido, es que el designio de Dios no coincide con los deseos del corazón humano, por santos que parezcan, sino con la obediencia, como escribe más tarde: "Solidarios con el lobo infernal, con Satanás, se hacen quienes se niegan a llevar el yugo de la obediencia en nombre de Quien fue obediente hasta la muerte en cruz". La vocación franciscana, que ha sentido con tanta fuerza, no es la vocación a hacer la propia voluntad, sino a la pobreza y a la humildad, "al pleno abandono en las manos de Dios". Dios está formando "su alma franciscana".

Desembarcado en las costas de Sicilia, Antonio se encuentra solo ante lo desconocido. Dios le ha arrancado de su familia y de su patria, como a Abraham. Ahora se encuentra en un país del que lo ignora todo: lengua, costumbres, geografía e historia. Más aún, salió de su tierra en la plenitud de sus fuerzas y Dios le ha golpeado, como a Jacob, y ahora se encuentra débil y agotado por la larga enfermedad y el viaje por el mar. Hasta ahora ha dirigido él su vida. Ahora sólo le queda abrirse a los caminos nuevos e insospechados que Dios le irá marcando a cada paso.

Mientras le cuidan, los hermanos le dan una buena noticia. Francisco ha vuelto de Tierra Santa y convoca a todos los hermanos. En mayo de 1221, los frailes menores deben reunirse en Asís para el acostumbrado capítulo general de Pentecostés. Los Capítulos se celebraban dos veces al año: el general en Pentecostés y el de los Provinciales en la fiesta de San Miguel Arcángel. El capítulo general, al comienzo, estaba abierto a todos, sacerdotes y hermanos, fueran superiores o no. Antonio, sin estar del todo restablecido, se encamina "con esfuerzo" hacia Asís con los demás hermanos. A pie, desde Sicilia, cruza la península italiana hasta llegar a la Umbria y divisar, finalmente, las torres y almenas de Asís. Le ha dado fuerzas para el camino la curiosidad de ver al fundador de la Orden, a quien sólo conoce de oídas. Espera oír directamente la palabra de Francisco y también que le indique la vía que el Señor tiene dispuesta para él.

Al llegar a la explanada de Santa María de los Angeles, con la pequeña iglesia de la Porciúncula, cuna de los franciscanos, ante Antonio aparece un gran campamento, un hormiguero de frailes, agrupados en pequeños grupos, hospedados en las cabañas improvisa-damente construidas para la ocasión con cañas y esteras. Reina un ambiente de alegría contagiosa. Cantos y oración se alternan con las reuniones y el intercambio de experiencias. El cardenal Rainiero Capocci, delegado del cardenal Hugolino, preside las reuniones y fray Elías Bonbardone, vicario de la Orden, grita dando instrucciones y avisos.

Entre frailes y novicios son unos cinco mil; comen en veintitrés mesas, dispuestas en orden. La población, partícipe de la alegría del acontecimiento, proporciona pan y vino en abundancia. Son tantas las provisiones que les llegan que, a los siete días, los frailes se ven obligados a no aceptar más. Y, una vez terminado el capítulo, para no ofender a los donantes, los frailes se quedan en Asís dos días más "solamente para consumar los víveres ya aceptados". Así cuentan Las florecillas el ambiente de este Capítulo de las esteras:

En el llano alrededor de Santa María, unos cinco mil frailes, se sentaban en grupos de cuarenta, cien, doscientos o trescientos, ocupados exclusivamente en hablar de Dios, en rezos y devotas lágrimas... Había en aquel campo ciertos cobertizos, ya de mimbre o ramas cortadas, ya de esteras, y dispuestos separadamente para cada grupo, según las diversas provincias a que pertenecían los frailes; y por eso se llamaba el Capítulo de las Esteras. La cama era la desnuda tierra y, el que más, tenía una poca paja, servía de almohada una piedra o algún madero... Las gentes de Perusa, Espoleto, Foligno, Asís y de toda la comarca llevaron de comer a aquella santa congregación: pan, vino, habas, queso y otros buenos manjares, según necesitaban los pobres de Cristo... Terminado el Capítulo, San Francisco, confortándolos a todos, los mandó a sus provincias con la bendición de Dios y la suya, llenos de consuelo y alegría espiritual.

El tema del capítulo está tomado del salmo 143: "Sea bendito el Señor, mi Dios, que adiestra mis manos para el combate". Tornado muy enfermo después de un año de misión en Oriente, Francisco apenas habla, aunque no deja de predicar a sus hermanos: "Hijos míos, hemos prometido grandes cosas, pero mayores son las que Dios nos ha prometido. Breve es el placer del mundo, pero la pena que le sigue es sin fin. Ligeras son las penas de esta vida, pero la gloria en la otra es eterna. Que ninguno de vosotros se preocupe por lo que comerá o lo que beberá; dedicaos solamente a orar y a alabar a Dios".

Mientras se dedican a la meditación y a la oración, se examina también el estado de la Orden. En este punto es donde nacen las discusiones y divisiones, sobre todo al afrontar el tema de la Regla, problema que no se resolverá hasta el año 1224, cuando el capítulo decida adoptar la Regla II.

Lo que había comenzado como un pequeño grupo de hermanos menores reunidos en torno a Francisco, fue creciendo y, con el multiplicarse de sus miembros, surgieron los problemas de cómo organizarse, en los que Francisco no había ni pensado. Muy pronto surgieron dos corrientes: por una parte, los que querían fidelidad absoluta a la experiencia de los orígenes, con el evangelio como única norma, sin ninguna glosa; y, por otra parte, los que pensaban que un número tan grande no podía subsistir sin una estructura bien reglamentada. Durante la ausencia de Francisco en Oriente, los dos vicarios habían cambiado la Regla, ante lo que Francisco, a su retorno, reaccionó con todas sus fuerzas. Más tarde, en el capítulo de 1220, vio su impotencia y renunció al cargo de Ministro General, que asume Pedro Cattini. Pero Francisco sigue siendo la cabeza espiritual, a la que no pocos obedecen más que a la autoridad del Ministro General.

Este estado de cosas hace necesaria una nueva Regla. Francisco, con la ayuda de Cesario da Spira, se dedica a su redacción. Esta nueva Regla es la que se presenta en el capítulo de 1221, el primero en que participa Antonio. Francisco mantiene aún su prestigio, paro no goza de ningún poder y la Regla no es aceptada. Los jefes hablan con el cardenal Hugolino y éste convence a Francisco de la necesidad de modificar el texto. Aunque lo acepta, amargado, se retira al eremitorio de Santeano, en las cercanías de Chiusi. Francisco, a solas, lucha en su interior; no le cabe en la cabeza que el Evangelio no pueda vivirse como ha salido de la boca del Señor, sin necesidad de glosa alguna. Se resiste a introducir cambios, no escucha los consejos de los hermanos y sólo, ante la insistencia del cardenal Ugolino, acepta introducir normas jurídicas de tipo organizativo. Se perdió así el espíritu fresco de la regla, que hablaba, en nombre del Evangelio, directamente al corazón del hombre para convertirlo a Dios. La nueva Regla será aprobada por el Papa el 29 de noviembre de 1223. En los Sermones de Antonio podemos escuchar un eco de lo que su corazón seguramente sentía en este momento:

Dios al primer hombre le dio un solo precepto: No comerás del árbol de la ciencia del bien y del mal (Gén 2,17). Y a pesar de ser tan sencillo, no lo cumplió. Pero a los hombres de nuestro tiempo se imponen muchos y nuevos preceptos y largos reglamentos. ¿Crees que los observarán? Al contrario, se hacen transgresores. Oigan tales sujetos lo que dice el Señor en el Apocalipsis: No os impongo ninguna otra carga; sólo que mantengáis firmemente hasta mi vuelta lo que ya tenéis (Ap 2,24-25): el Evangelio.

En este Capítulo de las Esteras, Francisco se limita a una pequeña plática. Lo demás lo hace el vicario general, fray Elías. El es quien pide noventa misioneros para Alemania. Tres años antes, en 1219, Francisco había mandado unos sesenta, sin que conocieran ni una palabra de alemán. Unicamente sabían decir la palabra ja (sí) con la que lograban obtener todo. Pero un día les preguntaron si eran herejes y respondieron como siempre: ja. Fueron fustigados y devueltos a Italia. Ahora se vuelve a pedir voluntarios para una nueva misión en Alemania. Sin pensar en las dificultades, ya conocidas, se ofrecen noventa.

Antonio se encuentra envuelto en la tempestad. El, neófito en la Orden, no entiende bien la discusión y se mantiene al margen. Pero, aparte las discusiones sobre la Regla, el capítulo tiene que nombrar los nuevos superiores y la distribución de los hermanos según las necesidades de cada provincia. Antonio espera su destino. Además de la curiosidad por conocer a Francisco, es lo único que espera del capítulo. Pero, siendo un novato desconocido, que no se sabe para qué sirva, ninguno de los ministros provinciales lo pide para su provincia. Si le ha dolido la humillación o se alegró en su corazón no lo han registrado las crónicas del capítulo. El un día escribirá: "Cuanto más se disminuye el justo en la humildad de su corazón, tanto más crece Dios en él".

Al final, cuando casi todos han partido, no deseando volver a Portugal, y no teniendo ningún convento a donde dirigirse, se presenta a uno de los provinciales, que aún no ha partido. Fray Gracián, Ministro Provincial de la Romaña, en la alta Italia, que necesita un sacerdote para el eremitorio de Montepaolo, cerca de Forlí, le acepta. En el eremitorio de Montepaolo viven seis hermanos laicos y necesitan un sacerdote que les celebre la misa. Antonio es sacerdote; por ello, es aceptado y con los hermanos se encamina a pie a través de los Apeninos. Allí espera realizar el deseo que las palabras de Francisco han sembrado en su corazón: "Conocer, buscar y abrazar sólo a Jesús crucificado".

Ante la santidad del Poverello, que habla con la simplicidad del Evangelio, a Antonio se le caen de los ojos las últimas escamas que le quedan. ¿Qué valen su ciencia y sus estudios? Rechazadas por Dios sus ansias impacientes de martirio, recién llegado a la Orden, donde sólo ha hecho vivir de la caridad de los Hermanos de Marruecos y de Mesina, sin haber podido hacer nada por ellos, Antonio se siente inútil, el último de todos. En medio de la multitud de frailes, Antonio se encuentra solo y desconocido. Tan callado y escondido está que ningún provincial se fija en él; todos le toman por un simple novicio. En su interior se puede decir lo que escribe más tarde: "Conoce tus caminos en el valle, esto es, conoce tus pecados, con doble humildad. La humildad muestra al hombre tal como es en sí mismo". Con su silencio pasa desapercibido para todos, menos para Dios, que le guía hacia la misión que le tiene destinada. Juan Pablo II, en el citado mensaje para el VIII Centenario del nacimiento, comenta este período:

Partió hacia Marruecos, pero una grave enfermedad lo obligó a renunciar a su ideal misionero. Comenzó así el último período de su existencia, durante el cual Dios lo guió por caminos que jamás había pensado recorrer. Después de haberlo desarraigado de su tierra y de sus proyectos de evangelización de ultramar, Dios lo llevó a vivir el ideal de la forma de vida evangélica en tierra italiana. San Antonio vivió la experiencia franciscana sólo once años, pero asimiló hasta tal punto su ideal que Cristo y el evangelio se convirtieron para él en regla de vida encarnada en la realidad de todos los días. El dijo en un sermón: "Por ti hemos dejado todo y nos hemos hecho pobres. Pero, dado que tú eres rico, te hemos seguido para que nos hagas ricos. Te hemos seguido, como la criatura sigue al Creador, como los hijos al Padre, como los niños a la madre, como los hambrientos al pan, como los enfermos al médico, como los cansados a la cama, como los exiliados la patria. Construyó su vida en Cristo.

Durante los seis años en que Francisco y Antonio viven contemporáneamente en la misma Orden apenas si se tratan. Antonio ha conocido ahora de vista a Francisco en el Capítulo de las Esteras y no vuelve a verlo en vida. Pero, sin duda alguna, Antonio asimiló fielmente el espíritu franciscano. Con ocasión del Octavo centenario del nacimiento de Antonio, los Ministros Generales de la Familia Franciscana han escrito:

Antonio no está dentro del círculo de amigos, compañeros, colaboradores de Francisco. No obstante, vivió el franciscanismo de los orígenes con plena adhesión y docicilidad absoluta. De Francisco supo captar la sustancia de la vida y de la espiritualidad..., que se manifestaba en la imitación radical de Cristo pobre y humilde. Del espíritu franciscano de los orígenes Antonio recibió:

-el espíritu de itinerancia, de lo provisional que significa, sobre todo, la docilidad de la vida a las necesidades de los hermanos, de la Iglesia y del mundo. Marchó allí donde la obediencia lo enviaba y donde el "pueblo sediento" lo esperaba.

-el sentido de la sacralidad de la palabra de Dios, que para Antonio es "tierra fecunda", que contiene toda sabiduría: quien no conoce la Sagrada Escritura, desconoce todo los demás; anuncio de Cristo misericordioso y piadoso, humilde y crucificado.

-el seguimiento de Cristo, como salvador, rey, pobre y obediente, que invita: "deja la carga, pues no puedes seguirme corriendo si estás cargado. ¿A dónde corre? A la cruz. Corre también tú en pos de El, para que así como El ha tomado su cruz por ti, también tú por ti mismo tomes tu cruz". Es necesario seguir a Cristo "pobre y obediente", precisamente porque 'la pobreza enriquece y la obediencia libera".

Para Antonio, como escribirá en los Sermones:

Los pobres de espíritu son sencillos como palomas. El nido donde viven y hasta el propio lecho en que duermen corporalmente es áspero y pobre. No hacen mal a nadie, antes perdonan a quien les hace mal. No viven de la rapiña, al contrario, distribuyen lo propio. Alimentan con la palabra de Dios a quienes les fueron confiados; y reparten con alegría la gracia a ellos concedida. No escandalizan ni a los mayores ni a los pequeños. Se alimentan con grano limpio, es decir, con la predicación de la Iglesia, no con la de los herejes, que es inmunda. Hechos todo a todos, se preocupan de la salvación de los extraños como de los propios: a todos aman entrañablemente en Jesucristo. Se sitúan junto a los torrentes de las Sagrada Escrituras. En los agujeros de las piedras, es decir, en el costado de Jesucristo, hacen el nido (Cant 2,14), y si sobreviene la tempestad de la tentación se refugian en el costado de Cristo y allí se esconden, diciendo con el Profeta: Tú eres mi refugio, la torre fortificada frente al enemigo (Sal 61,4). Se defienden no con las uñas de la venganza, sino con las alas de la humildad y de la paciencia. En unión con la Iglesia, asamblea de los fieles, vuelan con ellos a las cosas del cielo. Su canto es gemido; sus melodías, suspiros y lágrimas. En su fecundidad nutren diligentemente a los hijos gemelos, es decir, amor de Dios y del prójimo.

Y comentando el evangelio de Lc 16,19-31, escribe:

Este rico aparece como un desconocido para Dios, pues ni siquiera tiene nombre. Es justo que su nombre no conste en el Evangelio, ya que nunca iba a ser escrito en el libro de la vida eterna. Este hombre representa a toda persona mundana, vendida al poder del pecado (Rom 7,14). De él dice el salmo: Ese es el hombre que no puso en Dios su refugio, sino en su gran riqueza confiaba (Sal 52,9). Coincide también con lo que se dice en el libro primero de Samuel: Había un hombre en Maón, que tenía su hacienda en Carmelo. Era un hombre muy rico. El hombre se llamaba Nabal (1Sam 25,2-3). Nabal quiere decir necio. El rico de este mundo es necio, porque no gusta las cosas de Dios. Más aún, no quieren considerar las obras de las manos de Dios, esto es, los pobres que El, como alfarero que modela el barro, formó con sus manos en la rueda de la predicación y coció en el horno de la pobreza. Y se viste de la misma púrpura de que se viste la meretriz del Apocalipsis (Ap 17,14).

Y un pobre llamado Lázaro. Contrapón cada cosa a su cosa; contrapón el oro al plomo para que la vileza del plomo se ponga de relieve frente al esplendor del oro. Aquel es un hombre; este se llama Lázaro. Aquel es rico; éste es mendigo: Aquel vestía púrpura y lino; este andaba lleno de llagas. Aquel banqueteaba todos los días espléndidamente; éste deseaba hartarse de las migajas que caían de la mesa del rico y nadie se las daba...

Lázaro representa a todos los pobres de Jesucristo, que El ayuda, salva y alivia. Yacía al portal del rico. Mira el arca del Señor puesta delante de Dagón (1Sam 5,2). Espera un poco y verás lo contrario: Dagón caído y el arca levantada. El que no quiso dar una miga de pan no mereció recibir una gota de agua... El rico vio a Lázaro en el seno de Abraham... y experimentó lo que dice el libro de la Sabiduría: Al verle, quedaron consternados, sobrecogidos de espanto, estupefactos por lo inesperado de su salvación. Se dirán mudando de parecer, gimiendo con el espíritu angustiado: Este es aquel de quien entonces nos burlábamos, a quien ultrajábamos, insensatos, con nuestros sarcasmos. Locura nos pareció su vida y su muerte una ignominia. ¿Cómo, pues, es contado entre los hijos de Dios y participa en la herencia de los santos?

Deseaba hartarse con las migas. Miga es un porción mínima caída del pan. El verdadero pobre se contenta con lo mínimo, desea lo mínimo; este mínimo, junto a la grandeza de Dios, le sacia y renueva. Por eso dice el pobre en el introito de la misa de hoy: Señor, en tu amor confío; en tu salvación mi corazón exulte. Al Señor cantaré por el bien que me ha hecho (Sal 13,6). El verdadero pobre espera en la misericordia de Dios, exulta en su corazón en medio de la miseria del mundo, y de esta manera cantará al Señor en la gloria eterna. Coincide también con la Epístola de hoy: Dios es amor (1Jn 4,8).


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