SAN ANTONIO DE PADUA ARCA DEL TESTAMENTO: 5. EN MONTEPAOLO
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Autor: Emiliano Jiménez
Hernández
Durante el camino hacia el norte de Italia, Antonio marcha silencioso,
meditando sobre los mil detalles de la experiencia de la Porciúncula.
Seguramente va rumiando su emoción y sus dudas. Ha visto a Francisco, pero
probablemente Francisco ni siquiera ha puesto los ojos en él. Ha escuchado y
guardado en su corazón las pocas palabras del Padre, pero también lleva en
el corazón, como un espina, las discusiones que ha oído y las disensiones
que ha palpado. Y lleva aún sin resolver el interrogante, que llevó al
Capítulo: ¿Cuál es el designio de Dios sobre su vida?
Antes de dejar los Apeninos, en una zona solitaria y silvestre, se eleva el
eremitorio de Montepaolo. Los seis hermanos laicos, que se lamentaban por la
falta de un sacerdote, que les celebrase la misa y oyera en confesión,
acogen con gozo a Antonio. Con ellos sube la pendiente que les lleva a la
ermita.
El pequeño convento está colocado sobre la cima de una colina escabrosa y de
poca vegetación, en las estribaciones de los Apeninos, frente al mar que se
divisa hacia el Levante tras la llanura del Po. Consta de una pequeña
iglesia, las celdas y un huerto. A Antonio le parece haber vuelto al
eremitorio de Olivares. Se siente contento en aquella agreste soledad,
deseoso de paz y silencio. Por ello prefiere retirarse a una gruta, aislada
en el bosque, para llevar "una vida escondida con Cristo en Dios", siguiendo
lo que Francisco había prescrito:
Quienes quieran retirarse a vivir religiosamente en las ermitas, sean tres o
al máximo cuatro. Dos de ellos hagan de madres y tengan dos o al menos uno
como hijos. Unos lleven la vida de Marta y los otros la de María. Quienes
hagan de madres hacen de Marta y los otros de María. Estos tengan una zona
recintada en la que cada uno tenga su celda en la que pueda orar y dormir.
Todos los días digan completas al atardecer y observen el silencio. Digan
las horas canónicas, se levanten para maitines y busquen en primer lugar el
Reino de Dios y su justicia. Reciten prima a la hora adecuada; después de
tercia pueden romper el silencio, hablar con sus madres, yendo donde ellas,
y cuando les parezca pueden pedir limosna por amor del Señor como pobres y
pequeños. A su debido tiempo reciten sexta, nona y vísperas. No deben
permitir a nadie entrar en el recinto donde moran y a ninguno le es
permitido comer allí. Los hermanos, que hacen de madres, procuren estar
alejados de toda persona y, por obediencia a su ministro, defiendan a sus
hijos de quien sea, para que nadie hable con ellos. Los hijos no deben
hablar con nadie, si no es con las madres y con el custodio, si él tiene a
bien visitarlos con la bendición de Dios. Sin embargo, los hijos asuman de
tanto en tanto el oficio de madres, dándose el cambio entre unos y otros.
Durante el año, que pasa en Montepaolo, Antonio completa su preparación para
la misión, que Dios aún no le ha revelado, pero que tiene dispuesta para él.
Allí no hay más libros que los indispensables para las funciones litúrgicas,
no hay biblioteca ni tiene doctos maestros, pero aprende algo más importante
del testimonio de los hermanos, que le hablan a la mente y al corazón con su
vida. Le habla igualmente la naturaleza siempre sorprendente y cautivadora,
con sus plantas, aves e insectos; le habla la voz de Cristo en la oración y
en las largas horas de contemplación silenciosa. Por ello propondrá,
comentando el pasaje bíblico de la escala de Jacob: "Subid, pues, ángeles,
prelados de la Iglesia y fieles de Jesucristo; subid, digo, para contemplar
lo dulce que es el Señor; y volved a bajar para socorrer y consolar al
prójimo, porque eso es lo que necesita".
El, que ha vivido siempre en ciudad, goza ahora del contacto directo y vital
con la naturaleza, aprendiendo el lenguaje y el sentido concreto de las
cosas. Sobre esta colina echan raíces algunos elementos que darán fuerza más
tarde a su predicación: doctor se hizo en Coimbra; "popular", en Montepaolo.
Así podrá unir al lenguaje de la erudición el de las imágenes vivas, con las
que cautivará a sus oyentes. Gracias a este año en Montepaolo logra también
entender realmente el mensaje de San Francisco.
A lo largo del día los momentos de vida comunitaria son el de la celebración
de la misa, el de la lectura de los textos de la Escritura y durante los
encuentros en torno a la sobria mesa. Antonio se encarga de lavar los
utensilios de la cocina y limpiar los pisos de la iglesia y del eremitorio.
El resto del tiempo lo pasa en la gruta, buscando a Dios en el silencio y la
soledad. En sus escritos, ha dejado dicho: "No es el juicio de los hombres
el que nos revela lo que somos. Los hombres engañan y se dejan engañar,
llaman mal al bien, y bien al mal. Cada uno vale en sí mismo cuanto vale
ante Dios y nada más". La Assidua nos relata su vida:
Cierto fraile se había arreglado una cueva que le servía de celda para
retirarse allí y dedicarse a la altísima contemplación. Cuando Antonio, que
iba explorando el bosque, la vio, se prendó de ella y, con muchos ruegos, se
la pidió al devoto fraile, que, vencido por las reiteradas súplicas del
santo, se la cedió fraternalmente. Desde entonces todas las mañanas, después
de haber tomado parte en la oración comunitaria de la mañana, se retiraba
allí, llevándose consigo un trozo de pan y un recipiente de agua para todo
el día. Así pasaba las jornadas en la soledad, forzando a la carne a servir
al espíritu. Pero, fiel a las prescripciones de la Regla franciscana,
asistía por la tarde a la conferencia espiritual, que se tenía en el
convento. Pero más de una vez, cuando se aprestaba a unirse a los demás al
toque de la campana, su pobre cuerpo se hallaba tan debilitado por las
vigilias y tan extenuado por el ayuno que se tambaleaba por el camino e,
incapaz de tenerse en pie, caía al suelo, y de no haber sido ayudado por sus
hermanos nunca hubiera podido llegar al convento.
Pero cuando el hombre se retira en busca de Dios, también el diablo va en
busca de él. No le faltan a Antonio "asaltos y amenazas de los demonios", a
los que tiene que enfrentarse con penitencias y privaciones: "La puerta del
cielo es baja y quien desee entrar necesita inclinarse; nos lo enseñó Jesús
mismo que, muriendo, inclinó la cabeza". No está la vida en la comida o la
bebida: "Así como una migaja de pan, cuando absorbe vino, es absorbida por
el vino y baja al fondo del vaso, así también los golosos, de sorbentes se
hacen sorbidos, quedándose sepultados en el infierno de su vientre". El, en
su retiro, se defiende del enemigo, escondiéndose en el costado de Cristo:
Si alguno entrare por mí, esto es, por mi costado abierto por la lanza,
llevando en su corazón la fe, el recuerdo de mi pasión y la compasión, éste
será un lugar seguro, como la paloma que se esconde en la cavidad de la roca
para substraerse al gavilán que trata de cogerla.
Antonio, en su fe, se siente sostenido por la gracia de Dios, pero también
mortifica su cuerpo, controla los sentidos y pone freno a sus afectos. Está
convencido, como escribe, que el lujurioso termina siendo un juguete en las
manos del demonio, pues los placeres de la carne, disipan toda virtud,
despojan al hombre de toda fuerza, apagando todas sus energías. La gula es
la puerta para la lujuria. Comentando Jeremías 13,7, escribe: "La faja
estaba podrida en el río Eufrates. La faja de la castidad se pudre en la
abundancia de la gula y de la embriaguez". "De la gula viene la fornicación,
como se lee en el libro de los Números: Israel se puso a fornicar con la
hijas de Moab, las cuales les invitaban a comer los alimentos ofrecidos a
los ídolos (Nú 25,1-2)" . Y con una comparación gráfica dice: "Vara de mando
de dominio es la lujuria, que todo lo tiraniza. Ella atrae la gula, que cada
día apetece la usura de la voluptuosidad con el ansia de la necesidad". Son
incontables las veces que Antonio combate la gula. Por ejemplo, comentando
Fil 3,17-19, escribe:
"Cuyo dios es el vientre". La Escritura habla siempre en símbolos para que,
lo que no se pueda discernir según sus realidades, se comprenda según su
semejanza. Por ello es comparado el dios al vientre. A los dioses se les
suele edificar templos, erigir altares, destinar ministros para su servicio,
inmolar víctimas, quemar incienso. Así, en cierto modo, la cocina es el
templo del dios-vientre, su altar la mesa y víctimas las carnes bien
aderezadas. Humo de incienso es el perfume de los sabores.
Por ello Antonio, cuyos pecados sólo Dios conoce, pues sus biógrafos no nos
han dejado noticia alguna de ellos, se siente dolorido por sus culpas, hace
penitencia y se refugia en la misericordia de Dios. Es la vida de penitencia
que llena las horas de su retiro en el eremitorio de Montepaolo. Allí repite
la oración del corazón:
¡Señor, hijo de David, ten piedad de mi! (Mt 15,22). Esta debe ser la
oración propia del alma penitente, convertida como David, quien, después del
adulterio y del homicidio, reconociendo los pecados cometidos, hizo
verdadera penitencia. Dice, pues: ¡Señor, hijo de David, ten piedad de mí!
Como si dijese: ¡Oh Señor!, tomaste carne de la familia y tribu de David,
para infundir la gracia del perdón y extender la mano de la misericordia a
los pecadores convertidos que, a ejemplo de David, esperan en tu
misericordia y hacen penitencia. Por eso, Hijo de David, ten piedad de mí.
En lo escondido de la gruta contempla, sobre todo, a Cristo y en El
encuentra la paz:
Refiere San Lucas: Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo (Lc 24,39). Nos
mostró las manos y el costado diciendo: Estas son las manos que os han
formado (Sal 119,73): ved cómo los clavos las traspasaron. Mirad el costado
donde nacisteis vosotros, fieles, mi Iglesia, como Eva nació del costado de
Adán; ved cómo fue abierto por la lanza para abriros la puerta del paraíso,
cerrada por el Querubín y la espada de fuego. El poder de la sangre, que
manó del costado de Cristo, retiró al ángel y embotó su espada; el agua
extinguió el fuego... Si escuchas y consideras bien estas cosas, oh hombre,
tendrás paz. El Señor, después de mostrarles las manos y el costado, les
dijo: La paz con vosotros.
Amante de la soledad, en Montepaolo, Antonio asimila el espíritu de los
Hermanos Menores. Es cierto que en sus Sermones no hay ninguna alusión
explícita a san Francisco, pero en ellos se trasluce todo el espíritu
franciscano, injertado en la espiritualidad agustiniana, que había asimilado
anteriormente. Para Francisco lo primero y fundamental es la conversión, el
seguimiento de Cristo pobre y crucificado. Por ello, la virtud primera es la
pobreza, seguida de la humildad y de la fraternidad, vividas con simplicidad
y alegría. Entre los canónigos regulares, en cambio, la humildad era
considerada la "madre" de todas las virtudes, en particular de la pobreza y
de la caridad. En el sermón de las diez rayas que hay en el reloj de Ajaz
(2Re 20,8-11), escribe:
En nuestro reloj tenemos y debemos ejercitar diez grados de humildad, por
los cuales el sol, que es el alma iluminada por la gracia de Dios, debe
ascender y de nuevo volver a girar. El alma del penitente debe ascender y
descender por esos diez grados. Cuanto más descienda, tanto más ascenderá. Y
esta es la verdadera señal de que el Señor la curará de toda enfermedad de
pecado y que quiere ascender al templo de la Jerusalén celestial, edificado
con piedras vivas... En suma, se trata del propio conocimiento y del
conocimiento de Dios. Quien se dejare guiar por ella es verdaderamente árbol
bueno, que da frutos buenos (Mt 7,17), porque es hijo de Dios. Como la raíz
soporta el árbol, así la humildad es soporte del alma.
Para Antonio, el verdadero pobre es el que se contenta con lo mínimo, desea
lo mínimo, porque aspira a poseer la riqueza de la vida eterna. Esta
esperanza le lleva a aceptar el peso del día y del calor, usando vestidos
austeros. El, que vive gustoso la pobreza franciscana, la exalta unida a la
caridad: "No sin gran dolor citamos las actitudes de los prelados de la
Iglesia y de los grandes de este mundo; ellos hacen esperar largo tiempo a
los pobres de Cristo, que esperan a su puerta llorando y pidiendo limosna,
para enviarles al fin, después de haber comido bien, los restos de su mesa y
los residuos de su platos".
Lo importante para Antonio, lo mismo que para Francisco, es la conversión a
Cristo en penitencia y obediencia: "El verdadero penitente es el pobre de
espíritu, el indigente, que se hace con Cristo obediente hasta la muerte".
Estos pobres de espíritu son los elegidos de Dios: "Dios ha llamado a
seguirle a los sencillos. Ha escogido lo que en el mundo es inepto y frágil,
débil y despreciable, para llamar a los sabios, a los fuertes y a los
nobles, a fin de que nadie pueda gloriarse de sí, sino en el que en Nazaret
estuvo sometido a sus padres".
Después de casi un año de retiro en Montepaolo, con ocasión de las
ordenaciones sacerdotales, baja a Forlí y allí se encuentra con lo que no
buscaba. Dios, que le ha ido preparando, llevándole por caminos siempre
sorprendentes, se decide a sacarlo del anonimato, para que comience la
misión fundamental de su vida. Podemos aplicarle sus mismas palabras:
En este lugar, los santos brillan como estrellas del firmamento. Cristo les
tiene bajo el sigilo de su Providencia, para que no aparezcan cuando ellos
quieren, sino que estén preparados para la obra establecida por El. Y cuando
sientan resonar en el corazón su mandato, salgan fuera del secreto de la
contemplación hacia las obras que exige la necesidad.
La llama que arde, escondida bajo el celemín, está para ser colocada sobre
el candelero y que alumbre a todos. La ciudad edificada sobre la montaña no
puede permanecer oculta. Está llegando la hora en que Antonio salga de su
retiro. Como dice un biógrafo, "en el invierno vemos cómo muchos árboles
aparecen despojados de sus hojas. Se diría que la vida ha desaparecido de
ellos. Pero su muerte no es más que aparente. En su interior, la vida sigue
pujante. La savia continúa circulando por sus ramas, y las raíces se
arraigan más y más a la tierra. Viene luego la primavera y aquella vida
interior sale afuera en una epifanía de frutos. Esto es lo que ocurrió con
Antonio".