SAN ANTONIO DE PADUA ARCA DEL TESTAMENTO: 7. PREDICACION EN RIMINI
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Autor: Emiliano Jiménez
Hernández
A partir del sermón de Forlí la vida de Antonio cambia totalmente. En el
capítulo celebrado por la fiesta de San Miguel, a finales de septiembre, su
provincial, el hermano Gracián, le nombra predicador para toda la región de
la Romaña, de la que es Provincial. La Provincia se extiende desde Bolonia y
Ferrara hasta Forlí y Rávena. Esta nueva misión arranca a Antonio de la paz
de su soledad en Montepaolo. Antonio escribe más tarde: "Los anunciadores
del evangelio son los pies de Cristo, pues ellos le llevan a todo el mundo".
Fiel al profeta Isaías, que dice: "Grita a voz en cuello, no desistas. Como
una trompeta, alza la voz, denuncia a mi pueblo sus pecados", Antonio
abandona el eremitorio, desciende a la llanura y contempla con sus ojos lo
que más tarde escribe, es decir, "que los sacerdotes de la Iglesia no
poseían la luz de la sabiduría y que su actuación no era mejor, de modo que
el diablo dispersaba las ovejas y el ladrón, es decir, el hereje, se las
llevaba consigo". Esto le mueve a dedicarse de lleno a su misión de
predicador, pero no sólo con la palabra, pues "el predicador, con la palabra
y con el testimonio de vida, debe ser el sol para aquellos a quien predica.
Su vida debe ser caliente y su doctrina luminosa".
Leemos en el primer libro de Samuel: Israel salió al encuentro de los
filisteos y acampó junto a la piedra del socorro (1Sam 4,1). Por tanto, en
nombre de Jesucristo, piedra del socorro, saldré contra el filisteo, contra
el demonio, a fin de poder en esta predicación liberar de sus manos al
pecador, cautivo del pecado, confiando en la gracia de aquel que salió a
salvar a su pueblo.
Es una misión nada fácil. Los predicadores en ese momento son escogidos
entre "los hombres poderosos en obras y palabras", según las directrices del
IV concilio de Letrán. Y es que por entonces son muchos los clérigos y
laicos que se atribuyen la misión de predicadores sin la preparación
teológica necesaria, buscando propagar errores y oponerse a los obispos o
simplemente con fines de lucro. Basta leer la descripción que nos hace
Antonio de estos predicadores en su sermón sobre el administrador infiel (Lc
16,1-4) para darse una idea de la situación:
Por desgracia, yo no puedo hablar de un administrador, sino de un ladrón, de
un lobo que disipa el bien que se le ha confiado. El prelado de la Iglesia
es un oso sediento de presa, que despoja al pobre pueblo. Con el mal ejemplo
de su vida arroja a los que están bajo su autoridad. ¡Cuántos, a causa del
mal ejemplo de los prelados, desprecian la fe y se vuelven hacia los
herejes..! Guarda, pues, tus rebaños, a fin de que, si alguien está
infectado por la enfermedad de la herejía y del cisma, no infecte también a
los otros.
Desde hace algunos años se están multiplicando los movimientos de reforma de
la Iglesia, predicando la vuelta a la pobreza y al espíritu del evangelio,
siguiendo a Cristo crucificado. Por el sur de Francia y el norte de Italia
aparecen valdenses, cátaros, albigenses, y pobres de Lyón con
características similares. Decepcionados por la corrupción del clero,
comienzan cumpliendo a la letra el evangelio, que manda dejar todo, darlo a
los pobres y seguir a Cristo bajo el signo de la penitencia y la cruz.
Predican la pobreza en las calles y las plazas, atacando públicamente a
obispos y clero, sobre todo por sus riquezas, en contradicción con la
pobreza evangélica practicada por Jesús y sus discípulos. Pero, en su afán
de pobreza, reviven las herejías gnósticas y maniqueas. Buscan liberarse de
la materia con el ayuno y la abstinencia de todas las obras de la carne,
comprendido el matrimonio. La misma encarnación de Cristo para ellos es
absurda, lo mismo que los sacramentos, en los que la materia es
indispensable. Son igualmente rechazados los templos y las imágenes, como
todo lo que no es puro espíritu. Se llaman a sí mismos cátaros, los puros, o
también albigenses, del nombre de la ciudad de Albí, desde donde se
difunden. Pero, en nombre del Evangelio, atacan la historia de la salvación,
los sacramentos y a la Iglesia institucional.
En Lyón se propagó la herejía de Pedro Valdo -valdenses o pobres de Lyón-.
Este, comerciante rico, impresionado con la muerte de un amigo, ocurrida
repentinamente en su presencia, vendió todos sus bienes, repartió el importe
entre los pobres y salió a predicar el Evangelio. Enseguida se le incorporan
otros muchos discípulos. No poseen nada como propio, lo ponen todo en común.
Leen las Escrituras y, en un comienzo, se muestran pacíficos. El Papa
Inocencio II les da la autorización de predicar. Pero pronto caen en los
excesos y herejías de los demás "grupos espirituales". Sus ideas se propagan
no sólo en su región, sino que se difunden rápidamente por otras. En Italia
es Rímini el centro de atracción de los herejes. En Rímini, en 1220, San
Aldebrando se enfrenta a ellos y tiene que refugiarse en el campanario de la
iglesia e inmediatamente huir, para escapar de la muerte.
Estas herejías hablan de dos Iglesias opuestas: "Una, la buena, la cátara,
la Iglesia de Jesucristo; otra, la mala, la Iglesia romana, designada como
la madre de las fornicaciones, la gran Babilonia, la cortesana y basílica
del diablo, la sinagoga de Satanás". Esto lleva al escándalo de las
divisiones en el seno de la Iglesia. Como escribe Antonio:
La túnica de Jesucristo, sin costura e inconsútil (Jn 19,23) es la fe, la
unidad de la Iglesia, que los herejes, los falsos cristianos y los
simoníacos, que trafican con las cosas espirituales, intentan dividir: los
herejes menosprecian la obediencia a la Iglesia; y los falsos cristianos
"han envejecido en el mal" (Dan 13,52); los simoníacos hacen desaparecer el
valor de la dignidad eclesiástica comprándola con dinero.
El Papa Inocencio III busca reformar a la Iglesia desde dentro, convocando
el IV concilio de Letrán (1215), que adopta disposiciones para la
preparación pastoral del clero. También apoya a las nacientes órdenes
religiosas de dominicos y franciscanos, que pretenden la vuelta al
Evangelio, como los herejes, pero en unión con el Papa y en obediencia a los
obispos. Domingo de Gúzmán y Francisco de Asís sostienen la basílica de
Letrán, amenazada de ruina, según el sueño del Papa, y que inspira uno de
los frescos del Giotto. Para reconstruir la Iglesia, Francisco, inspirándose
en el Evangelio y en los Apóstoles, envía a sus frailes de dos en dos, en
misión itinerante de ciudad en ciudad. Con su palabra simple y el testimonio
de vida llaman a conversión a todos, a los creyentes y a los infieles, a los
católicos y a los herejes. Pero, envueltos en las discusiones con los
herejes, sienten la necesidad de formar predicadores capaces de rebatir sus
sofismas con la misma Escritura, que citan los herejes. Entre los Hermanos
Menores, nadie mejor preparado para esta misión que Antonio. La Assidua nos
da esta síntesis de la actividad de Antonio:
Antonio llegó providencialmente a la ciudad y, viendo que muchos cristianos
habían caído víctimas de la herejía, reunió a todo el pueblo y comenzó a
predicar con fervor de espíritu. Iba por las ciudades, las aldeas, los
castillos y el campo, sembrando por todas partes la palabra de vida. En
Rímini, él, que no había aprendido los sofismas de los filósofos, supo
refutar con más claridad que el sol las tortuosas afirmaciones de los
herejes. Su vigorosa palabra y su doctrina echaron en los corazones de sus
oyentes raíces tan profundas que el veneno del error fue eliminado y una
multitud de creyentes se acercó lentamente al Señor. Su palabra conseguía
comunicar una oleada de gracia a quienes le escuchaban. Los de más edad se
maravillaban de que un hombre tan modesto supiera adaptar tan bien a los
sabios las realidades espirituales; los más humildes se sorprendían al ver
con qué habilidad desarraigaba las causas y ocasiones de pecado. Hombres de
todas condiciones, clases y edad se regocijaban de haber recibido de él
enseñanzas tan apropiadas para su vida.
Pero esto es una síntesis de la misión de Antonio como predicador. No todo
fue tan simple. Alegre de espíritu e infatigable predicador, también
experimentó el cansancio y el desaliento. En Rímini, precisamente, pierde la
paciencia, desconfiando de los hombres, y dirigiéndose a predicar a los
peces. En Rímini, en un comienzo, no aceptan su predicación, la gente le
escucha distraída, cuchichean y se burlan de sus apasionadas palabras. Los
herejes impiden la asistencia a sus sermones con amenazas.
El biógrafo de la Assidua dice que "en seguida reunió a toda la población de
la ciudad de Rímini". Rímini, la ciudad situada a orillas del Adriático, es
el centro de los cátaros. Al ver que Antonio se dirige directamente al
pueblo, que le escucha con admiración, los herejes reaccionan ante los
sermones encendidos de Antonio, en un primer momento, con astucia,
invitándolo a comer, con la intención de envenenarle. Más tarde se dedican a
inducir a la gente a desertar de sus predicaciones. Antonio, al ver que
nadie acude a escucharle, toma la decisión de dirigirse a la desembocadura
del río Marecchia y predicar a los peces. Al contrario de los habitantes de
Rímini, los peces corren a escuchar su predicación. Merece la pena
transcribir la narración con todo el encanto de Las florecillas:
Queriendo Cristo manifestar la gran santidad de su fidelísimo siervo San
Antonio de Padua y cuán devotamente merecía ser escuchada su predicación,
entre otras ocasiones, reprimió por medio de los peces la fatuidad de los
herejes. Estando en Rímini, donde había gran multitud de herejes y,
queriendo atraerlos a la luz de la verdadera fe y al camino de la verdad,
predicó y discutió mucho con ellos acerca de la fe de Cristo y de la Sagrada
Escritura; pero ellos no sólo no se convencían con sus santas instrucciones,
sino que, endurecidos y obstinados, ni aún quisieron oírlo; por lo que San
Antonio, por divina inspiración, se fue a la ribera del mar, cerca de la
desembocadura del río y comenzó a decir, como predicando de parte de Dios a
los peces:
-Escuchad la palabra del Señor, vosotros, peces del mar y del río, ya que no
la quieren oír los herejes infieles...
Apenas dijo esto, acudió repentinamente hacia él, a la orilla del mar, tanta
multitud de peces grandes, pequeños y medianos, que nunca en aquel mar ni en
aquel río se habían visto tantos; y todos levantaron las cabezas fuera del
agua y atendían con grandísima quietud, mansedumbre y orden, pues estaban
delante, cerca de la orilla, los más pequeños, detrás de éstos los medianos
y atrás, donde el agua era más profunda, los mayores. San Antonio comenzó a
predicarles solemnemente, diciendo:
-Oh, hermanos míos peces, también vosotros, según vuestra condición, debéis
dar gracias a Dios, que os ha creado y colmado de bendiciones. Os ha dado
como morada el agua, de modo que tenéis a vuestro gusto el agua dulce y la
salada, y os preparó muchos escondrijos para refugiaros en las tempestades.
Transparente y clara es vuestra morada, para que podáis ver siempre las vías
por donde os movéis; tenéis abundancia de alimento para vosotros y vuestros
hijos, porque el Señor os ha mandado crecer y multiplicaros. El os ha
bendecido y, cuando durante el diluvio murieron todos los otros animales,
que estaban fuera del arca, sólo vosotros fuisteis preservados de la muerte.
Además, os proveyó de aletas para que podáis discurrir por donde os plazca.
A uno de vosotros, además, le fue concedido salvar al profeta Jonás y
devolverlo a tierra sano y salvo después de tres días. Vosotros
proporcionasteis a vuestro Señor Jesucristo la moneda del censo que él, como
pobrecillo, no tenía con qué pagar. Vosotros habéis tenido el privilegio de
ser el alimento del rey eterno, Jesucristo, y de los apóstoles, antes y
después de la resurrección. Por todos estos motivos estáis obligados a
alabar y bendecir al Señor que os ha bendecido más que a ninguna otra
criatura.
A estas y semejantes palabras de San Antonio, comenzaron los peces a abrir
las bocas e inclinar las cabezas, y con estas y otras señales de reverencia
alababan a Dios de la manera que les era posible. Viéndolo, San Antonio se
alegró vivamente y dijo en alta voz:
-Bendito sea el eterno Dios, que más lo honran los peces que los hombres
herejes, y mejor escuchan su palabra los animales irracionales que los
hombres infieles.
La noticia del prodigio corre de boca en boca. Así, de nuevo, la gente
vuelve a escuchar su predicación. Sin ningún cumplido, Antonio apostrofa a
los herejes: "Hipócritas, falsos profetas contra quienes nos pone en guardia
Jesucristo, vosotros no tenéis parte en su reino, porque os habéis alejado
de su cuerpo místico, convirtiéndoos en ramas secas, sarmientos para ser
arrojados al fuego. Sois árboles sin fruto, porque toda vuestra virtud y
honradez no es más que de palabra..., oh herejes". La palabra, que ha
penetrado en las profundidades del mar, logra también alcanzar las
profundidades del corazón de sus oyentes.
Pero Antonio apostrofa igualmente a los malos predicadores, que engañan a
los fieles con razonamientos tortuosos y con mentiras. Con un lenguaje
simple y directo él arremete contra la mentira:
Cristo ha dicho: "Yo soy la verdad" (Jn 14,6). El que predica la verdad,
confiesa a Cristo; el que la calla, reniega de él... La verdad, se afirma,
engendra el odio. Algunos, pues, para no incurrir en el odio de los otros,
tapan su boca con el manto del silencio. ¡Oh predicadores ciegos, que os
exponéis a la ceguera del alma porque teméis escandalizar a los que como
vosotros son ciegos!.
Antonio no teme escandalizar. No le importa exponerse al odio de los demás.
Ya lo ha sufrido en el monasterio de Coimbra y Dios le ha bendecido. Como
ahora confirma su palabra con la fuerza del Espíritu y los prodigios que la
acompañan. El sabe muy bien que los milagros no son obra suya, sino de la
potencia de Dios, que acompaña a sus enviados. Antonio escribe:
Le rasurará asimismo toda la barba de suerte que no ponga confianza en
ninguna de sus obras como si fueran suyas propias. La razón es porque
debemos confiar sólo en Aquel que nos hizo y no en las obras que hemos
hecho. Y, en verdad, el que nos hizo es todo bien, el sumo bien. Y el bien
que hemos hecho es como paño de mujer menstruosa. Distingue, pues, tú mismo
el bien en que has de poner tu confianza. Debes ponerla, sin duda, en el
Señor Jesucristo, bien nuestro, a quien dice el profeta: Tú eres bueno.
Puesta la confianza en Dios, a Antonio los milagros le parecen algo normal:
Jesús dijo de sus discípulos: En mi nombre expulsarán demonios, hablarán
nuevas lenguas, pisarán serpientes y, si algún licor de venenos bebieren, no
les hará daño. Pues bien, quien haya recibido estas cuatro cosas, también
puede obrar la quinta en el prójimo: Pondrán las manos sobre los enfermos y
éstos quedarán curados. El enfermo se llama así porque necesita de remedio o
de medicamento. El enfermo es el pecador, el cual tiene mucha necesidad de
medicamento para que quede curado y vuelva a la penitencia; el predicador le
conforta, no sólo con la palabra, sino también con el ejemplo de la santa
operación.
El milagro que Antonio desea siempre es el de la conversión del pecador. Si
Dios es capaz de convertir al pecador, mucho más fácil es cualquier otro
milagro, como signo para llevar al hombre a la conversión. Ya lo dijo
Jesucristo: "¿Qué es más difícil, decir: perdonados son tus pecados, o
decir: levántate, toma tu camilla y anda?".
Antonio no teme el milagro, como no teme las injurias, sólo teme el aplauso
de las gentes, de las que el diablo se sirve para que los enviados de Dios
se atribuyan a sí mismos lo que es de Dios, robándole su gloria. Sobre esto
escribe:
Como se examina el oro en el crisol, así el hombre es probado por boca de
quien le alaba. El fuego de la alabanza consume el fuego de la paja y baña
de más brillantez la plata y el oro. La injuria infligida pone de relieve lo
que cada hombre esconde en su interior.
La elocuencia de los prelados y de los predicadores se ha tornado escoria o
vanagloria. Y el vino de la predicación se ha aguado con la mezcla de la
adulación y el sórdido lucro temporal.
Está comentando Is 1,21-23: "¿Cómo te has prostituido, ciudad fiel, en otro
tiempo llena de justicia? Tu plata se ha tornado escoria. Antes habitaba en
ella la justicia, ahora el homicidio; tu vino puro se ha aguado. Tus
príncipes son prevaricadores, compañeros de bandidos. Todos aman las dádivas
y van tras los presentes; no hacen justicia al huérfano, no tiene a ellos
acceso la causa de la viuda". Y comentando también a Isaías (2,20), -"Aquel
día arrojará el hombre sus ídolos de plata y sus simulacros de oro, que se
había hecho para adorar a topos y murciélagos"-, añade:
¡Ay! ¡Cuántos predicadores y prelados de nuestro tiempo, sirviéndose de la
elocuencia y sabiduría que les ha conferido el Señor, se fabrican ídolos,
los adoran; buscan, en efecto, ser enriquecidos y honrados, siendo llamados
maestros y saludados en el foro... El hombre carnal, que sabe a tierra, de
la plata de la elocuencia y del oro de la sabiduría se fabrica ídolos, es
decir, topos de avaricia y murciélagos de vanagloria, que son obras de
tinieblas.
La vida de los predicadores y prelados repercute en el pueblo, que sigue el
camino de sus guías, que les llevan "al mar, es decir, a la amargura de los
tormentos, fruto de la amargura de los pecados":
Por eso dice el Génesis que cuando salieron del oriente para el occidente
encontraron una llanura en la tierra de Senear (Gén 11,2). Del oriente de la
gracia parten los hijos de Adán para el occidente de la culpa y cuando
hallan la llanura de gozos mundanos se sitúan en la tierra de Senear, que
significa corrupción. En la corrupción de la gula y de la lujuria construyen
la casa de su vivir; no como cristianos, sino como paganos que toman en vano
el nombre de su Dios. Toman en vano el nombre de Dios los que llevan consigo
no la realidad del nombre, sino el nombre sin la realidad. Entran así al
mar, es decir, a la amargura de los pecados, desde la cual llegarán luego a
la amargura de los tormentos.
"El diablo cerca la Iglesia con la empalizada de los herejes y con la
fortificación de los falsos cristianos (Cf Eclo 9,14-15). Pero, Jesús dice,
no temáis, pequeño rebaño (Lc 12,32), este cerco, porque el Señor, con la
tentación, os dará modo de resistirla (1Cor 10,13)". Con esta confianza,
puesta en el Señor, a predicadores y prelados recomienda, en cambio, lo que
él vive primero y escribe después en el Sermón del domingo de Ramos:
Decid a la hija de Sión: He aquí que tu Rey viene a ti, manso y sentado en
una asna (Mt 21,4-5). La hija de Jerusalén es la santa Iglesia. A ella llega
el Rey, Cristo, manso, justo, salvador y pobre. Así debe ser también el
obispo: manso para los súbditos; justo con los soberbios, derramándoles vino
y aceite; salvador de los pobres; pobre en medio de las riquezas. Dicho de
otra manera: manso en la injuria sufrida; justo en dar a cada cual lo que le
pertenece; salvador por la predicación y la oración; pobre por la humildad
de corazón y desprecio de sí mismo.
El perfumero, es decir, el predicador, debe preparar en el corazón del
pecador, ungüentos saludables (Eclo 38,7). La unción se compone de dos
elementos: vino y aceite; el vino que fluyó de la vid verdadera, cuyo zumo
fue exprimido en el lagar de la cruz. Y el aceite con que en el día de
Pentecostés fue ungida la primitiva Iglesia; ungida con la sangre de
Jesucristo y con la gracia del Espíritu Santo. Con estos dos elementos debe
el ungüentario preparar las unciones, para ungir los miembros de Cristo, los
fieles de la Iglesia.