SAN ANTONIO DE PADUA ARCA DEL TESTAMENTO: 13. SERMONES
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Autor: Emiliano Jiménez
Hernández
Palabra y vida en Antonio corren por el mismo binario. La impetuosa palabra
va acompañada por el testimonio radical de su vida cristiana. Fe y amor se
abrazan sin divorcio posible. Este y no otro es el secreto de la fuerza de
atracción que ejerce su predicación. "La fe sin el amor es vana. La fe con
el amor es lo propio del cristiano. Creer en Dios es amarle; creyendo,
remontarse hacia El; creyendo, adherirnos a El e incorporarnos a sus
miembros".
La época de Antonio marca el paso del románico al gótico. Son los nuevos
vientos llegados de Francia. Se advierte un ansia de elevación y de
esbeltez. La ojiva refleja la espiritualidad de la teología. Arcos
apuntados, arbotantes y pilares, bóvedas de crucería con sus nervios firmes,
junto con las vidrieras, son el símbolo de la teología que hallamos en los
Sermones de Antonio. En ellos no desea otra cosa que elevar templos vivos a
Dios, como racimo gótico de agujas vivientes en el cuerpo de la Iglesia.
Como cimiento firme del edificio coloca la Escritura, sobre la que se alzan
las piedras sillares de los fieles, edificados en la liturgia y en la
sabiduría patrística. Las ojivas, vidrieras y agujas, que dan color y
esbeltez al edificio son el amor de Dios, manifestado en Cristo y difundido
en la Iglesia por el Espíritu Santo en la liturgia. Porque para Antonio
Cristo es siempre Cristo-Iglesia: "La uva es la humanidad de Cristo,
prensada en el lagar de la cruz, y que hoy da a beber a los apóstoles". "En
el Jordán Cristo oyó para sí y para todos los bautizados: Este es mi querido
Hijo".
Antonio ha sido un estudiante serio y apasionado, dotado de agudeza de
ingenio y de una prodigiosa memoria. Ahora es un predicador docto y popular.
Es el predicador santo, dotado del carisma de la palabra, que alcanza las
fibras más escondidas de los oyentes: "Su modo de comportarse, humanamente
desarmado y desarmante, con su lenguaje libre y firme, tan humano y tan
penetrante, le hacen el predicador escuchado con afecto y con temor. No
afirma nada que no esté en la palabra de Dios o que brote de ella como agua
de la fuente. Apasionadamente se sumerge con la palabra, de doble filo, en
la realidad viva de los problemas más urgentes y vitales, de los vicios, que
desenmascara sin tapujos. Se siente un enviado de Dios y habla con su
autoridad, con la parresía de San Pablo".
Para Antonio, Cristo es la fuente de la gracia, que se comunica a los
hombres, distribuyendo carismas personales, con los que cada persona realiza
su vocación. Al hombre se le pide la disponibilidad para acoger estos dones
y fidelidad al designio de Dios sobre cada uno. Ciertamente, la predicación
de Antonio, sin perder el espíritu franciscano de la sencillez, no se limita
a exponer simplemente "el vicio y las virtudes, la pena y la gloria con
brevedad de sermón", como dice la regla de San Francisco, sino que se amolda
a las necesidades de la época y a las exigencias del público, sobre todo
cuando se dirige a los herejes. Antonio, sin pretensiones de sabio, cita
toda la Biblia y se apoya en los Santos Padres y hasta recurre a los
escritos de autores paganos para ilustrar la verdad y refutar el error.
De su intensa actividad como predicador no nos queda nada. De aquellas
predicacio-nes, que tocan el corazón de las gentes, que no se cansan de
escucharlo, que les mueve a conversión, no tenemos más que el pálido
reflejo, el contenido doctrinal, en los sermones escritos. Con el oído
atento nos acercamos a estos escritos para descubrir el eco escondido de su
palabra viva y elocuente. Siempre es un don para nosotros escuchar al doctor
evangélico, al maestro o, más bien, al apóstol, al santo. Ciertamente, a un
escrito le falta siempre la elocuencia de los gestos, el tono de la voz, los
comentarios, que actualizan la palabra, aplicándola a las circunstancias
concretas de los oyentes. Pero ya en los Sermones escritos se advierte el
sentido práctico de Antonio, su ingenio, su sentido del humor, su forma
gráfica de presentar las ideas hasta hacerlas casi tangibles a través de las
imágenes, alegorías y comparaciones que usa y comenta.
Como Ministro Provincial del norte de Italia, Antonio llega a Padua a fines
del 1227. Después de haberse consumado en la cátedra y en el púlpito, en los
confesionarios y en las celdas conventuales, se entrega a escribir los
Sermones para los domingos del año. Algo más de un año tarda en redactar el
primero, debido a las muchas interrupciones, que le impone su cargo de
Ministro General. Pero en el Capítulo de 1230, cuando es inaugurada la
catedral de Asís, pide y le es concedido dejar el cargo. Desea dedicarse a
la que es su vocación: la predicación. Seguramente también está cansado.
Entre los superiores de la Orden hay muchos contrastes, celos y ansias de
poder. Antonio, visitando conventos, siente que esta tela de araña le oprime
el alma. Desea verse libre de tanta intriga y dedicarse a predicar el
Evangelio a las gentes. Dejado, pues, el cargo, vuelve a Padua y se dedica
de lleno a las confesiones, al estudio y a la predicación. Pero, desde Roma,
el Cardenal Rainaldo dei Conti, más tarde Papa Alejandro IV, le pide que
escriba los Sermones para las fiestas de los santos. Tomando, de nuevo,
papel y pluma, escribe en latín más de mil páginas.
Antonio, aunque no busca hacer literatura, ama describir la realidad y, para
ello, se sirve de las imágenes más vivas y penetrantes que encuentra. La
Escritura es la fuente principal de inspiración. Y con la Biblia la
naturaleza, que le ofrece las imágenes más elocuentes del Creador. Sus
páginas, están cargadas de pasión y, a veces, de impetuosidad despiadada y
desbordante. La humanidad, a la que se dirige con amor apasionado, emerge de
sus escritos con palpitante vigor, con sus vicios y miserias. Obispos y
priores, canónigos y abades, sacerdotes y frailes, son el blanco de sus
flechas; les denuncia sus lujos, ambiciones, avaricias y lujurias. Les
describe sin tapujos. Y, para hacerse entender mejor, se sirve de semejanzas
llenas de fantasía. El avaro es un escarabajo; el ambicioso se comporta como
el perro cuando se le arroja un hueso; el hipócrita es un ladrón nocturno;
el prelado negociante es un lobo; el lujurioso es un oso; el diablo tentador
es una araña hábil y paciente; la hiena es el hereje, un erizo que minimiza
y justifica los propios pecados; el soberbio es el águila, que al volar más
alto que las demás aves, por sus alas de arrogancia y vanagloria, desea ser
tenido por superior a todos. En otro sermón, comentando Is 34,13, escribe:
En el dragón está significada la malicia venenosa del odio y la denigración;
en el avestruz la mentira y la hipocresía; en el asno la lujuria y la
pereza; en el toro la soberbia; en los velludos la avaricia y la usura, que
mutuamente se convidan, pues la avaricia llama a la usura y la usura a la
avaricia; en el chacal la perfidia herética; en el erizo la excusa artera
del pecador.
Fiel discípulo de Agustín, Antonio es apasionado y concreto, nunca un puro y
frío especulador. Parte siempre de la observación de la naturaleza y del
hombre en su situación concreta. Antonio nunca escribió libros, sino
únicamente sermones o, más bien, una síntesis de su predicación, con la que
sólo pretende indicar al hombre la vía para acercarse a Dios, moviendo todos
sus sentidos y sentimientos para que se ponga en camino hacia El desde el
estado en que se encuentre. No hace ciencia, sino que comunica sabiduría
para suscitar en los hombres la vivencia cristiana. Sabe teología, y mucha,
pero no le interesa ser teólogo, sino apóstol que busca la conversión al
Evangelio, la conversión a Cristo. Como Doctor evangélico de la Iglesia con
sus escritos nos ayuda a escrutar las Escrituras para encontrarnos en ellas
con Cristo, pues "ignorar las Escrituras es desconocer a Cristo". Como
recuerda Juan Pablo II "la Escritura era para él la tierra fecunda, que
engendra la fe, fundamenta la moral y atrae al alma con su dulzura".
Amante, además, de la liturgia desde sus tiempos en los conventos agustinos
de San Vicente y de Santa Cruz, construye sus Sermones concordando las
palabras de ambos Testamentos usadas en la liturgia dominical de la Iglesia,
con los otros textos bíblicos de la liturgia. La liturgia del día le ofrece
el punto de partida para presentar el sermón como comentario de la Biblia y
como iluminación concreta de la vida. Palabra, liturgia y vida cristiana
forman un trípode inseparable en todos los Sermones. La palabra proclamada y
celebrada es la palabra que ilumina y sostiene la vida de los cristianos. No
cabe el divorcio entre la fe, la celebración y la vida. Como dice él mismo:
Jesucristo, que nos congregó con sus brazos extendidos en la cruz, nos
apacienta cada día con la doctrina del Evangelio y con los sacramentos de la
Iglesia.
Antonio hace un amplio uso del Antiguo Testamento: unas 3700 citas. Pero lee
el Antiguo Testamento con la clave y el sentido espiritual que le
proporciona el Nuevo, del que hay en los Sermones otras 2400 citas.
El Nuevo Testamento estaba ya en el Antiguo; en el Nuevo se esclarece, pues,
el Antiguo. Como dice Ezequiel: La rueda estaba en la rueda (Ez 1,16), que
quiere decir, el Nuevo Testamento estaba ya en el Antiguo; y la cortina
arrastra la cortina (Ex 26,3), es decir, en el Nuevo Testamento se esclarece
el Antiguo.
La red de citas, que traza en torno al Evangelio del día, ofrece una
concordancia de toda la Escritura, que se explica por sí misma, y se
despliega hasta ofrecer el sentido pleno y último de la Palabra de Dios,
hecha presente y viva en la celebración litúrgica, arrastrando a los fieles
a la conversión del amor a sí mismos al amor a Dios y al prójimo. En
definitiva lo que busca Antonio es dar muerte al hombre de pecado para
formar el hombre interior, el hombre nuevo, que reproduce en su vida el
Evangelio o, mejor, la imagen de Jesucristo, que nos ha dibujado el
Evangelio. Comentando Ez 4,1 compara al pecador con el ladrillo, que toma
forma entre dos tablas:
Dice el Espíritu Santo a Ezequiel, o sea, al predicador: Y tú, hijo del
hombre, toma un ladrillo y dibuja en él la ciudad de Jerusalén. El ladrillo
por las cuatro propiedades que tiene es símbolo del pecador. Adquiere forma
entre dos tablas, se le da una forma determinada, se endurece al fuego y se
vuelve rojo. Así mismo el corazón del pecador ha de formarse entre las
tablas del Antiguo y del Nuevo Testamento. Entre los montes, o sea, entre
los dos Testamentos, dice el Profeta, fluirán las aguas (Sal 104,10), es
decir, el agua de la doctrina. Y con razón dice que se forma, porque el
pecador, deformado por el pecado, adquiere forma por la predicación de uno y
otro Testamento. Al ladrillo se le da una extensión determinada, pues la
anchura del amor ensancha el corazón estrecho del pecador, conforme está
escrito: Tu mandamiento es inmenso (Sal 119,96). El ladrillo se endurece con
el fuego: una vez que desaparece la humedad de que está lleno el espíritu de
éste se fortalece gracias al fuego de la tribulación, para que no se derrame
por el amor de las cosas temporales, pues dice Salomón: Como el horno al
oro, la lima al hierro, la trilla al grano, así modelan al justo las
tribulaciones (Eclo 27,6 y Sab 3,6). El ladrillo se vuelve rojo. Con esto se
da a entender la audacia del celo santo, al que se refiere el Profeta: me
devora el celo de tu casa (Sal 69,10), es decir, de la Iglesia o del alma
fiel. Como dice Elías: Ardo en celo por la casa de Israel (1Re 19,10).
Cuatro son, pues, las cosas significadas con el ladrillo: la ciencia de uno
y otro Testamento para instruir al prójimo; amor desbordante a los demás;
paciencia en la tribulación para sufrir oprobios por amor de Cristo y la
audacia del celo para acabar con el mal. Hazte, pues, con un ladrillo y
traza en él la ciudad de Jerusalén.
Así, pues, en nombre del Señor cogeré un ladrillo, es decir, el corazón de
cualquier oyente y escribiré en él los artículos de la fe de la Iglesia, las
virtudes del alma y los premios de la patria celestial, sacando y explicando
frases de ambos Testamentos.
De este modo la conformación o dar forma al pecador significará llevarle a
Cristo, cuya vida se ha desenvuelto en la pobreza y humildad por su
nacimiento; se ha manifestado en su vida pública como misericordia
inagotable y sabiduría perenne; y, finalmente, en el momento de su entrega,
pasión, muerte y resurrección, como paciencia y obediencia. Uniéndose a
Cristo en la pasión, el pecador llega a destruir en él el cuerpo de pecado y
por la caridad se hace capaz de amar a Dios y al hombre, imagen de Cristo, a
quien la caridad llevó a la cruz:
El Señor te manda lo mismo que mandó a Abraham, como se refiere en este
domingo: Toma a Isaac, tu hijo único, al que amas, vete al país de Moria y
ofrécelo allí en sacrificio (Gén 22,2). Isaac quiere decir risa o gozo y
significa, en sentido moral, nuestra carne que ríe cuando las cosas
temporales le sonríen, y goza cuando satisface sus deseos. Toma, pues, a tu
hijo, tu propia carne, que amas, que tan afectuosamente nutres... Y en el
Evangelio de hoy leemos: Tomó Jesús a sus doce discípulos y les dijo: Mirad
que subimos a Jerusalén (Mt 20,17-18). Toma tú también a tu hijo y sube con
Jesús y los Apóstoles a Jerusalén y allí, sobre el altar, es decir,
meditando en la Pasión del Señor y en la cruz de la penitencia, ofrece tu
cuerpo en holocausto, hasta que quede todo quemado. Ofrece, pues, todo tu
hijo, todo tu cuerpo a Jesucristo, que se ofreció al Padre por completo para
destruir este cuerpo de pecado (Rom 6,6)...
Los Sermones dominicales comienzan en el domingo de Septuagésima, porque en
las lecturas del primer nocturno de los maitines de dicho domingo se
comenzaba la lectura del Génesis. Con él quiere comenzar, aunque comenta
también los evangelio de los domingos, las epístolas y los introitos, además
de las lecturas del Breviario. Su predicación se centra plenamente en el
ciclo litúrgico, que la Iglesia propone. En vez de seguir dando más
explicaciones sobre los Sermones lo mejor es que gustemos algunos párrafos
de ellos.
La Palabra de Dios es la fuente de su oración, de su vida, de su predicación
y de sus escritos. Como dice ya en el prólogo "No sabe de letras quien
ignora las Sagradas Escrituras". De la Palabra de Dios nos dice:
Palabra del Señor, palabra de paz y de vida, de gracia y de verdad, aquella
palabra que conoció Isaías, hijo de Amós, en la visión que tuvo acerca de
Judá y Jerusalén, es decir, acerca del amor. Palabra del Señor, que mora
dentro de sí, pacíficamente. ¡Oh palabra, no digo hiriente, sino embriagante
del corazón! ¡Oh dulce palabra de esperanza dichosa, que conforta al
pecador! ¡Oh palabra refrigerante como el agua fresca para el alma sedienta,
feliz mensajera que trae buenas nuevas de tierras lejanas! Este es el blanco
susurro de aura suave o, por mejor decir, la inspiración de Dios
todopoderoso.
Dos querubines de oro cubren con sus alas el carro del Antiguo y del Nuevo
Testamento, en que se halla la plenitud de la sabiduría. Así cubren el arca
de la alianza del Señor... Arca es el alma fiel y se llama alianza del Señor
porque el alma contrajo con El en el bautismo la alianza perpetua. Esta arca
se cubre con las alas de los querubines cuando el alma, por la predicación
del Nuevo y del Antiguo Testamento, se protege y defiende contra el ardor
seductor de la prosperidad mundana, de la lluvia de la concupiscencia carnal
y del furor de las sugestiones del demonio.
Esta Palabra de Dios, se encarna en Jesucristo, icono viviente, imagen
visible de Dios. Dios y hombre verdadero, Jesucristo nos muestra a Dios y el
camino del hombre hacia Dios. Jesucristo, Hijo de Dios, como David (1Cro
28,18),
es misericordioso por la Encarnación, de mano fuerte por la Pasión y de
agradable aspecto por la bienaventuranza eterna. Muestra su misericordia
prodigando su gracia en favor de los principiantes, y tanto más resplandece
su bondad cuanto más lo necesita el corazón. Y es fuerte de mano cuando a
los proficientes hace progresar en la virtud. Como la madre cariñosa toma de
la mano a su hijo pequeño que hace esfuerzos por subir y lo lleva tras ella,
así el Señor con ternura toma de la mano al penitente humilde para que pueda
ascender por la escala de la cruz al más alto grado de perfección y pueda
ver en su gloria al Rey de rostro encantador que los ángeles desean
contemplar. Por lo cual, nuestro David, el Hijo de Dios, Señor clemente y
compasivo (Sal 111,4), prodigó el oro de la inteligencia para conocer las
Santas Escrituras, pues, "les abrió (a sus discípulos) la inteligencia para
que comprendieran las Escrituras" (Lc 24,45). Les dio oro purísimo, sin la
menor mancha de escoria de herética malicia.
Cuando un fuerte armado guarda la entrada de su casa, están seguros sus
bienes; pero si llega uno más fuerte que él, le vencerá, le quitará las
armas en que confiaba y repartirá sus despojos (Lc 11,21-22). Antes de la
venida de Cristo, casa del diablo era todo el mundo; no por creación, sino
por la prevaricación del primer hombre. Por su desobediencia, Dios permitió
que el diablo tuviese poder sobre la descendencia del hombre. Campeaba el
diablo a sus anchas... hasta que descendió del trono real, es decir, del
seno del Padre el invencible guerrero y se lanzó con los dos pies, la
divinidad y la humanidad, en medio de la tierra destinada a la ruina (Sab
18,15) por la actuación del diablo. Así libró a aquellos que, por temor a la
muerte, estaban de por vida sujetos a servidumbre (Heb 2,15). Pues si llega
uno más fuerte que él, le vencerá... El más fuerte es Jesucristo, de cuya
armadura dice Isaías: Se revistió de la justicia como de coraza, y puso en
su cabeza el casco de la salvación (Is 59,17). Coraza de Jesucristo era la
justicia, con la que expulsó al diablo de la casa que ocupaba pacíficamente.
Por haber levantado el diablo la mano contra Cristo, sobre el que no tenía
derecho alguno, mereció perder a Adán y su descendencia, sobre quien se
creía tener algún derecho... Recibió Jesucristo las vestiduras de nuestra
humanidad, para vengarse del diablo, el enemigo, y librar de sus garras a su
esposa, que es nuestra alma. Le venció y le despojó de sus armas al hacer de
los hijos de ira hijos de gracia. David tiró a tierra a Goliat con la honda
y una piedra (es la lectura del Antiguo Testamento); así Cristo con la honda
de la humanidad y con la piedra de la Pasión venció al diablo. Por lo cual
dice David: Empuña el escudo y la adarga, y álzate en ayuda mía (Sal 35,2).
Coge tu armadura, oh hijo de Dios, es decir, tu cuerpo humano, y tu escudo,
es decir, la cruz, para que así armado puedas derrotar al diablo, que tenía
al género humano aherrojado en la cárcel.
Al final de su sermón del domingo XII después de pentecostés eleva esta
oración:
¡Señor Jesús! Dirige tu mirada sobre la herencia que, para no morir sin
dejar testamento, has confirmado a tus hijos con tu sangre, y concédeles
proclamar tu palabra con confianza. La vida de tus pobres, redimidos por ti,
no la abandones porque no tienen otra herencia fuera de ti. Sosténlos,
Señor, con el poder de tu báculo, porque son pobres tuyos. Protégelos y no
los abandones, para que sin ti no se desvíen del camino recto, y guíales
hasta el final de su camino para que viviendo hasta el fin en ti puedan
alcanzarte a ti, que eres su meta.
La respuesta de Cristo a esta súplica es el don del Espíritu Santo, que
reforma e ilumina la imagen de Dios en el hombre:
Con la venida del Espíritu Santo, la imagen de Dios, deformada y oscurecida
en el hombre, quedó reformada y se iluminó mediante la inspiración del
Espíritu Santo, que sopló en el rostro del hombre y le inspiró la vida (Gén
2,7). Y asimismo se refiere en los Hechos de los Apóstoles: De repente vino
del cielo un ruido como de viento impetuoso (He 2,2). Y ten en cuenta que se
dice vehemente el Espíritu Santo porque eleva el alma a las alturas. Y el
profeta David dice: Grabada está sobre nosotros, Señor, la luz de tu
semblante (Sal 4,7). Rostro del Padre es el Hijo. Y como por el rostro
conocemos a una persona, así conocemos al Padre por el Hijo. La luz del
semblante de Dios es el conocimiento del Hijo y la iluminación de la fe,
marcada e impresa como un sello en los corazones de los Apóstoles el día de
Pentecostés. De esta forma el hombre se convirtió en alma viviente (Gén
2,7).
Antonio muere con el nombre de la Virgen en los labios, nombre que ha
invocado durante toda su vida. A ella dedica seis sermones. Cuando habla de
ella se abandona al impulso del corazón y de la fantasía para cantarla con
toda clase de imágenes. "El esposo habla a la esposa en los Cantares: Suene
tu voz en mis oídos; que tu voz es dulce y encantador tu rostro (Cant 2,14).
Voz dulce es toda alabanza en honor de la Virgen gloriosa; suena dulcísima
en los oídos del Esposo, es decir, Jesucristo, Hijo de la Virgen.
Levantemos, pues, todos y cada uno, la voz en loor de la Santísima Virgen y
digamos a su Hijo: Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te
amamantaron" (Lc 11,27). Es el canto de un enamorado, en el que desborda el
entusiasmo y la devoción que siente por ella:
Ave gratia plena... Nada es aquí de carne, nada es de tierra, sino todo
espíritu, porque todo es gracia. A la primera mujer, hecha de tierra, carne
de carne, hueso de hueso, le dice Eva; pero a la Bienaventurada Virgen
María, cuya conversación ya estaba en el cielo, le dice Ave, llena de
gracia. Forzoso era que entre la mujeres oyera ser bendita la que ya entre
los ángeles era bendita. Este es el Tabernáculo, no hecho por mano de
hombres, sino por la gracia del Espíritu Santo construido y dedicado.
Dice la esposa en el Cantar de los Cantares: Yo soy la flor del campo y el
lirio de los valles. La bienaventurada María eligió esta flor, desechando
todas las demás, y se adhirió a ella y de ella recibió cuanto había
menester. Vivía de aquel a quien lactaba. Aquel a quien nutría le daba la
vida.
Se dice en el Génesis: Plantó luego el Señor Dios un jardín en Edén, al
oriente, y allí puso al hombre para que lo guardase y cultivase (Gén 2,8;
vulgata). Pero lo cultivó y guardó mal. Fue, pues, necesario que el Señor
Dios plantase otro paraíso mucho mejor: María Santísima, para que retornasen
a él los desterrados. En este Paraíso fue puesto el segundo Adán, que lo
cultivó y guardó. Grandes cosas cultivó, como ella misma dice: Grandes cosas
hizo en mí (Lc 1,49). La guardó cuando la conservó íntegra; la cultivó
cuando la hizo fecunda. Gracias a su custodia no perdió la flor de la
virginidad. Antes la tierra, maldita por las obras de Adán, producía con el
trabajo del hombre espinos y abrojos. Nuestra tierra, es decir, la Virgen,
sin trabajo del hombre, produjo el fruto bendito, que ofreció en el templo
hoy (fiesta de la Presentación) a Dios.
El arco iris se origina al entrar el sol en la nube. Así, entrando el Sol de
justicia, el Hijo de Dios, en la nube, o sea, en la gloriosa Virgen, fue
transformada en arco iris refulgente, signo de alianza, de paz y de
reconciliación entre Dios y los pecadores. Por eso se dice en el Génesis:
Pondré mi arco en las nubes del cielo como señal de mi pacto con la tierra
(Gén 9,13). Del arco iris dice el Eclesiástico: Pon la vista en el arco iris
y bendice al que lo hizo. ¡Qué hermoso es su esplendor! Con su círculo de
gloria abarca el cielo (Eclo 43,12-13). Contempla el arco iris, es decir, la
belleza y santidad de María, y bendice con el corazón, la boca y las obras a
su Hijo que así la creó. Pues ella, bendita entre todas las mujeres, abarcó
el cielo, es decir, rodeó la divinidad con el cerco de su gloria.
Seguro acceso al Señor tienes, ¡oh hombre!, pues tienes ante el Hijo a la
Madre y al Hijo ante el Padre. La madre muestra al Hijo el pecho y los
senos. El Hijo muestra al Padre el costado y las llagas. Ningún rechazo
habrá allí donde concurren tantas muestras de amor.
Con la encarnación del Hijo en el seno de María comienza la peregrinación de
la Iglesia, pues Cristo salió del seno del Padre y vino al mundo para
sembrar y edificar la Iglesia:
La verdad brotó en la tierra. Cristo es la verdad brotada de la tierra, a
saber, de la Virgen. La verdad de la misma fe brotó de la Madre Iglesia.
Aquella precedió para que ésta siguiera.
La Iglesia, para Antonio, es pasión y sufrimiento. La ama con amor filial
renovado cada día por encima de la experiencia de la realidad eclesial, que
contempla y le estremece. Antonio es incapaz de fingir, no acepta silencios
ingenuos, interesados o cómplices. La reforma propuesta por el IV Concilio
de Letrán corre el riesgo de quedarse en simple ideal. Antonio alza su voz,
habla de la Iglesia con la pasión, la libertad y la esperanza del profeta. A
su Iglesia santa, pero necesitada cada día de conversión, Antonio le
recuerda que es "cuerpo de Cristo", "mujer vestida de sol, que engendra una
multitud de hijos "del agua y del Espíritu Santo", "casa del pan, es decir
de Cristo", "ciudad de Dios", "campo de Dios"... Pero esta Iglesia, este
cuerpo de Cristo "está crucificado y muerto". El clero calla y se enriquece,
se mancha por la simonía y el concubinato, prefiere las vestimentas
suntuosas a las virtudes, el poder al servicio. Hay, además, religiosos
sedientos de alabanzas humanas, divididos entre sí, pobres sólo de frutos
espirituales: "disputas en los capítulos, abandono del coro, murmuración en
el convento, mesa abundante en el refectorio, comodidades en el dormitorio".
Y los fieles se encuentran enfermos de lujuria, de avaricia, de usura, de
violencia, de abusos de poder... No obstante esto, la Iglesia sigue siendo
la "tierra buena" donde cae la palabra de Dios y produce treinta, sesenta,
ciento por uno. Antonio mira a la Iglesia con ojos de profeta y no desespera
ante sus pecados. Conoce su misterio y su historia:
Dios dijo: Produzca la tierra yerba verde (Gén 1,11). Tierra es el cuerpo de
Cristo, que fue triturado por nuestros pecados (Is 53,5). Tierra que fue
cavada y labrada por los clavos y la lanza. De ella se dice: la tierra
cavada dará frutos en el tiempo deseado (Is 53,5). La carne de Cristo en que
cavaron dio el fruto del Reino celestial. Produjo hierba verde con los
Apóstoles, semilla de predicación con los mártires y árboles que dan fruto
por los confesores y vírgenes...
... Esta estatua de Nabuconosor (Dn 2,31-33) representa a la santa Iglesia,
que con los apóstoles tuvo la cabeza de oro, según se lee en los Cantares:
Su cabeza de oro finísimo. Los brazos y el pecho, en donde el valor es más
subido, los tuvo de plata: la Iglesia de los mártires, que permanecieron en
pie, llenos de valor en el combate. Por eso dice el Esposo en los Cantares a
esa misma Iglesia: Garganta de oro haremos para ti (1,10). Los collares son
unas cadenas que se tejen con varillas de oro y de plata. Las gargantillas
de la Iglesia fueron la humildad y la pobreza, que ella tuvo en tiempo de
los apóstoles, y que en la era de los mártires fueron como taraceadas de
plata, es decir, rubricadas con su sangre para que aparecieran más
hermoseadas. La plata y el oro de la sangre de los mártires es la que
purifica sus vestidos; unidos con la pobreza y humildad de los apóstoles,
presentan ante los ojos de nuestra mente una maravillosa belleza. De igual
modo tuvo la Iglesia hierro y cobre en los confesores, que, con la voz de su
predicación, quebrantó la perversidad de los herejes. El coro de los
confesores, calzados con el cobre de la predicación y el hierro de la
constancia indomable, hollaron las serpientes y los escorpiones, es decir, a
los herejes y cismáticos. Por eso dice el Señor por boca de Jeremías: Yo he
contado hoy con una ciudad fuerte, y con una columna de hierro y un muro de
cobre contra toda la tierra... Fíjate en estas tres palabras: ciudad,
columna y muro. En la ciudad fuerte está simbolizada la unidad, que en
verdad hace fuertes y con tal fortaleza protege; en la columna de hierro
está simbolizado el amor fraterno, que sostiene firmemente; en el muro de
cobre está simbolizada la fuerza invencible de la paciencia y la asiduidad
en la predicación, con la que derrotan a los forjadores de la mentira.
El conocimiento de Dios es el anhelo de Antonio en sus estudios y también en
su contacto con la creación. Por ello su deseo, para sí y para los demás, es
la vida eterna, entrar en la comunión de amor de la misma Trinidad:
La granada significa la unidad de la Iglesia triunfante y la diversidad de
premios. Se llama granada, porque tienen dentro granos de olor agradable.
Como en la granada se ocultan todos los granos bajo una sola corteza y, sin
embargo, cada grano tiene su alveolo distinto, así en la vida eterna todos
los santos tendrán una sola gloria, un denario y un goce. Sin embargo, cada
uno tendrá su celda o habitación propia, porque en la misma Trinidad son
diversas las personas. Pues una es la claridad del sol, otra la de la luna y
otra la de las estrellas. Sin embargo, en desigual claridad, será igual el
gozo, porque así me gozaré de tu bien como del mío, y tú del mío como del
tuyo. De ahí la palabra del Señor: En la casa de mi Padre hay muchas
moradas.