SAN ANTONIO DE PADUA
ARCA DEL TESTAMENTO:
14. DOS SERMONES
(FRAGMENTOS)
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Autor: Emiliano Jiménez
Hernández
El monasterio de Santa Cruz de Coimbra se inspiraba en la espiritualidad de
los maestros Hugo y Ricardo de San Víctor de París. Para el monasterio de
San Víctor de París la Biblia ocupaba el primer puesto entre todas las
ciencias, siendo la primera preocupación del teólogo deducir de la Escritura
la enseñanza destinada a fortalecer la fe y a modelar la vida cristiana.
Para ello, esas escuelas recurrían a los Padres de la Iglesia: Orígenes,
Jerónimo y sobre todo a Agustín, que había enseñado a extraer los sentidos
de la Biblia: el sentido literal y el sentido espiritual, que a su vez
comprendía la alegoría, aplicaciones morales y referencias a la vida futura.
En los Sermones, Antonio no hace más que aplicar estos métodos de exégesis
con miras a los predicadores encargados de instruir la fe de los cristianos
y reformar sus costumbres. Busca la gloria de Dios y la edificación de las
almas.
Antonio, el docto, no se dedica a especulaciones abstractas; conoce bien la
condición de vida de los hombres e instituciones y busca su conversión. En
sus escritos le gusta fotografiar la vida de un modo simple, que todos
puedan entender. Se fija en tres momentos fundamentales: nacimiento,
decisiones personales y muerte. Se entretiene, sobre todo, en el segundo
momento. Antonio sostiene que la vida es una continua conversión al plan de
Dios sobre el hombre. El camino de la salvación y de la vuelta al Padre es
una conversión continua, pues la vida es un combate permanente entre el bien
y el mal. Después de haber recogido tantas citas de cada uno de los treinta
y seis sermones, deseo ofrecer dos amplios fragmentos, que nos muestren,
además del contenido, el estilo de los Sermones.
1. ACOGIDA DE LOS PECADORES: (Tercer domingo de Pentecostés)
Los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús para oírle (Lc 15,1). Se
dice en el segundo libro de Samuel que Benaías hijo de Yehoyadá bajó y mató
a un león dentro de un pozo, un día de nieve (2Sam 23,20). Banaías quiere
decir albañil del Señor y significa el predicador, el cual, con la argamasa
de la palabra divina junta las piedras vivas, los fieles de la Iglesia, en
la unidad del espíritu (Esd 3,7). De este albañil dice el Señor al profeta
Amós: ¿Qué ves, Amós? Yo respondí: Una llana de albañil. El Señor dijo
entonces: ¡He aquí que yo voy a poner una llana en medio de mi pueblo
Israel! (Am 7,8). La llana es un hierro ancho, con que se enlucen las
paredes, porque encierra con cal o con barro las piedras. La llana
representa la predicación, que el Señor ha puesto en medio del pueblo
cristiano, para que sea común a todos y abarque con su anchura al justo y al
pecador y una en Cristo a los creyentes con la cal de la caridad.
El predicador debe ser hijo de la ciencia y del conocimiento. Debe primero
saber lo que predica; luego debe reconocer en sí mismo si vive conforme a lo
que predica. De este conocimiento careció Balaán (Nú 24,15-16). El ojo de la
razón del predicador perverso está cerrado; el cual, aunque vea por la
ciencia la doctrina del Altísimo, sin embargo, no la conoce por experiencia.
En cambio, el verdadero predicador desciende de la contemplación de Dios
para instruir al prójimo, y mata al león, es decir al diablo, o el pecado,
que está en la cisterna, en el alma fría de los pecadores.
Como dice el Evangelio de hoy: Los publicanos y pecadores se acercaban a
Jesús para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Este
acoge a los pecadores y come con ellos. (Lc 15,1). Jesús acoge a los
pecadores cuando infunde en los penitentes la gracia de la reconciliación.
Leemos en San Lucas: Corrió el padre a su encuentro, se echó a su cuello y
le besó efusivamente (Lc 15,20). El beso del padre significa la gracia de la
reconciliación divina. Jesús come con ellos, con los penitentes, a quienes
su gloria saciará de riquezas en el día del descanso eterno. Así leemos en
el segundo libro de Samuel: Todas las tribus acudieron entonces a David, en
Hebrón, y le dijeron: Aquí nos tienes, somos tu misma carne y sangre (2Sam
5,1). Con unidad de espíritu, todos se presentan a David, que es figura de
Jesucristo, en Hebrón, es decir, en la contrición del corazón. En la
contrición del Espíritu Santo, Cristo se une como esposo al alma, su esposa
arrepentida de sus pecados.
Aquí nos tienes, dicen, somos hueso de tus huesos. Así los penitentes dicen
a Cristo: Ten compasión de nosotros, perdona nuestros pecados, porque somos
hueso de tus huesos y carne de tu carne. Por nosotros, los hombres, te
hiciste hombre, para redimirnos. En efecto, por tus padecimientos aprendiste
a ser compasivo. No podemos decir a un ángel: Aquí estamos, somos hueso de
tus huesos, carne de tu carne. Pero a ti, Dios, Hijo de Dios, que tomaste
nuestra carne, verdaderamente podemos decir: Aquí estamos, somos carne de tu
carne, hueso de tus huesos. Por consiguiente, ten compasión de tus huesos y
de tu carne. Eres nuestro hermano, nuestra carne (Gén 37,27) y, por eso,
estás obligado a tener misericordia y compadecerte de las miserias de tus
hermanos. Tú y nosotros tenemos un solo Padre; tuyo por naturaleza, nuestro
por gracia. No nos prives, pues, de la herencia del Padre, porque somos tus
huesos y tu carne. Los hijos de Israel se llevaron de Egipto los huesos de
José a la tierra prometida (Jos 24,32). Tú, de las tinieblas de este Egipto,
llévanos a nosotros, tus huesos, a la tierra de la bienaventuranza, porque
somos tus huesos y tu carne. Con razón dice: Los publicanos y los pecadores
se acercaban a Jesús.
Para oírle. Sobre esto también concuerda lo que dice el segundo libro de
Samuel, donde dice que el rey David se levantó y vino a sentarse a la
puerta. Se avisó a todo el ejército y toda la gente se presentó ante el rey
(2Sam 19,9). Jesucristo, Rey de reyes, nuestro David, que nos libró de la
mano de nuestros enemigos, se levantó cuando salió del seno del Padre y se
sentó a la puerta, es decir, se humilló, encarnándose en la Santísima Virgen
María, de la cual dice Ezequiel: Esta puerta permanecerá cerrada. No se
abrirá, y nadie pasará por ella, porque por ella ha pasado el Señor, el Dios
de Israel. Quedará, pues, cerrada. Pero el príncipe sí podrá sentarse en
ella para tomar su comida en presencia del Señor (Ez 44,2-3). Estuvo cerrada
para el príncipe de este mundo, el diablo (Jn 12,31); y sólo el príncipe
Cristo se sentó en esa puerta por la humildad de la carne asumida; para
comer su pan delante del Señor, o sea, para cumplir la voluntad de Dios. Mi
alimento, dice, es cumplir la voluntad de mi Padre (Jn 4,34).
Los apóstoles anunciaron a todo el pueblo que el Rey estaría sentado en
aquella puerta, es decir, que había tomado carne de María Santísima. De esta
forma toda la multitud de los penitentes y de los fieles vino delante del
rey, dispuesta a obedecerle en todo. Y Este acoge a los pecadores. Con esto
concuerda lo que se lee en el segundo libro de Samuel: Absalón fue llamado,
entró donde el rey y se postró rostro en tierra delante del rey. El rey
David besó a Absalón (2Sam 14,33). Este es el penitente que, por medio de la
penitencia, ha hecho la paz con Dios Padre, a quien ofendió pecando. Este,
llamado, con el corazón contrito entra en la presencia del rey por la
confesión y lo adora rostro en tierra, mortificando la tierra de su carne y
teniéndose por vil e indigno. El rey lo acoge como hijo con el beso de la
reconciliación.
De esta acogida habla el introito de la misa de hoy, donde el pecador
convertido dice: Mírame, ten piedad de mí, que estoy solo y desdichado.
Alivia los ahogos de mi corazón, hazme salir de mis angustias. Ve mi
aflicción y mi penar, quita todos mis pecados (Sal 25,16-18). Mírame con
ojos de misericordia, tú que miraste a Pedro, y ten piedad de mí, perdonando
mis pecados; porque estoy solo, acompáñame; estoy pobre, vacío, llena tú
este vacío. Y come con ellos. Concuerda esto con lo que se lee en el libro
de Samuel, donde se dice que Meribbaal comía a la mesa de David como uno de
los hijos del rey. Vivía en Jerusalén y comía siempre a la mesa del rey
(2Sam 9,11-13). Es lo que dice también el Señor en el Evangelio: Dispongo un
Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mi, para que comáis y
bebáis a mi mesa en mi Reino (Lc 22,29-30).
Con esto concuerda la epístola de hoy, en la cual Pedro dice a los pecadores
convertidos: Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios para que,
llegada la ocasión, os ensalce; confiadle todas vuestras preocupaciones,
pues El cuida de vosotros (1Pe 5,6-7). Bajo la poderosa mano de Dios, que
derriba a los poderosos y exalta a los humildes (Lc 1,52), humillaos para
que os exalte hasta la mesa celeste en el tiempo de su visita.
Pidamos, pues, a nuestros Señor Jesucristo que haga que nosotros pecadores
nos acerquemos a El y le escuchemos. Que se digne acogernos y alimentarnos
consigo a la mesa de la vida eterna...
Ayúdenos el mismo que libertó la oveja perdida, Adán con toda su
descendencia, de las fauces del lobo, que es el diablo, y, gozoso, cargó con
ella sobre sus hombros, sujetos a la cruz, devolviéndola a la casa de la
felicidad eterna. Con semejante hallazgo dio gozo también a los ángeles.
2. EL BUEN PASTOR (Domingo segundo después de Pascua).
Jesús dijo a sus discípulos: Yo soy el buen pastor (Jn 10,11). Cristo nos
apacienta todos los días en el sacramento del altar con su carne y sangre.
Nuestro pequeño y humilde David (1Sam 16,11), como buen pastor, apacienta
las ovejas. Este es nuestro Abel, que fue pastor (Gén 4,2). A cerca de este
pastor dice Ezequiel: Yo suscitaré para ponérselo al frente un solo pastor
que las apacentará, mi siervo David, esto es, mi Hijo Jesús; él mismo las
apacentará y será su pastor (Ez 34,23). Y en Isaías: Como pastor pastorea su
rebaño; recoge en brazos los corderitos, en el seno los lleva, y trata con
cuidado a las paridas (Is 40,11). Habla como un buen pastor, que al llevar o
traer su rebaño de los pastos, toma en sus brazos los corderos pequeños, que
no pueden caminar y los lleva en su seno; y va al paso de las paridas,
preñadas y cansadas.
De modo semejante nos apacienta Jesucristo todos los días con el Evangelio y
con los sacramentos de la Iglesia; nos reunió con sus brazos extendidos en
la cruz, como dice San Juan: Para reunir en uno a los hijos de Dios que
estaban dispersos (Jn 11,52). Como una madre toma al hijo, así nos tomó en
el seno de su misericordia. Por lo cual dice Oseas: Yo enseñé a Efraín a
caminar tomándolo en mis brazos (Os 11,3). Nos nutre con su sangre como si
fuera leche. En el pecho fue herido por la lanza en el monte Calvario de
nuestra salvación, para darnos su sangre como la madre da la leche al hijo.
Y nos acogió en sus brazos extendidos en la cruz.
De ahí lo que dice San Pedro en la epístola de hoy: El llevó nuestros
pecados en su cuerpo sobre el madero, a fin de que, muertos a nuestros
pecados, vivamos para la justicia; con sus heridas hemos sido curados (1Pe
2,24). El mismo cuida de las preñadas, es decir, de las almas de los
penitentes, cargadas con el peso del pecado, herederos de la vida eterna.
Por eso dice en el Exodo: Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios,
y cómo os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí (Ex 19,4).
Hunde a los egipcios, esto es, a los demonios y los pecados en el mar Rojo,
es decir, en la amargura de la penitencia (Sal 136,10), enrojecida con la
sangre de las lágrimas y de la mortificación, y levanta a los penitentes
sobre las alas del águila cuando, menospreciando los bienes terrenos, los
eleva a los celestiales, para que contemplen, sin encandilarse, el sol de
justicia. Con razón dice: Yo soy el buen pastor.
El buen pastor da la vida por sus ovejas (Jn 10,11). Esto es lo propio del
buen pastor: dar la vida por las ovejas. De ellas dice Pedro al final de la
epístola: Erais como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al pastor
y guardián de vuestras almas (1Pe 2,25). ¡Mira que gran misericordia! De
ella se dice en el introito de la misa de hoy: De la misericordia del Señor
está llena la tierra.
Las ovejas por las que dio su vida el buen pastor, Jesucristo, son las siete
Iglesia de las que habla el Apocalipsis, que se lee este domingo (Ap
1,10-16). Los siete candelabros de oro significan todas las iglesias, que
arden y están iluminadas por la sabiduría del Verbo divino. Como el oro,
purificado en el crisol, extendido a golpes, se convierte en un candelabro,
así la Iglesia llega a la perfección cuando es purificada por las
tribulaciones y alargada por los golpes de las tentaciones. Y en medio de
los siete candelabros vi a un hombre semejante al Hijo del hombre, es decir
a Cristo, con cinto de oro ceñido al pecho, es decir, con el cíngulo de la
caridad, por la cual se entregó a la muerte por nosotros...
Sus pies, los predicadores que le llevan por todo el mundo, parecían de
auricalco acrisolado, porque brillan con la claridad de la sabiduría y con
la sonoridad de la elocuencia. Su voz es como ruido de grandes aguas, pues
su voz es manantial de gracia. Por lo cual continúa: Tenía en su mano
derecha siete estrellas, o sea, los siete dones del Espíritu Santo. Las
siete estrellas son también los obispos, que deben ser luz para los demás
con la palabra y el testimonio. Y de su boca salía una espada de dos filos.
De su boca, o sea, por insinuación suya, salió la predicación, que pone a
raya las obras de la carne con el Antiguo Testamento y refrena las
concupiscencias con el Nuevo. Su rostro como el sol cuando brilla con toda
su fuerza. Rostro de Cristo son los buenos prelados de la Iglesia y todos
los santos. Conocemos a Cristo a través de ellos, como si fuesen su rostro.
Brillan como el sol cuando está en toda su fuerza, es decir, a mediodía y
sin nubes, es decir, se volverán semejante al verdadero sol, Jesucristo. Y
el rostro del prelado son sus obras, a través de las cuales es conocido como
lo es por su rostro. Por sus frutos los conoceréis (Mt 7,16). Si sus obras
son buenas, resplandecerán como el sol cuando está en todo su esplendor. De
ahí la palabra del Señor: Brille así vuestra luz delante de los hombres,
para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está
en los cielos (Mt 5,16). Si tal fuere el prelado, de verdad podrá decir: Yo
soy el buen pastor.
Dichoso el prelado de la Iglesia que puede decir con verdad: Yo soy el buen
pastor. Para ello es necesario que sea semejante al Hijo del hombre y esté
en medio de los siete candelabros de oro, que ve San Juan. Estos indican las
siete cualidades necesarias del prelado de la Iglesia: pureza de vida,
conocimiento de la Sagrada Escritura, facilidad de expresión, oración,
misericordia para con los pobres, disciplina para con los súbditos, cuidado
solícito del pueblo que le fue confiado. Estos son los siete candelabros que
iluminan todas las Iglesias reunidas por el espíritu de gracia septiforme.
En medio de ellos el prelado, semejante al Hijo del hombre, que es
Jesucristo, debe caminar en pobreza, humildad y obediencia, vestido con
túnica talar, que significa la castidad del cuerpo y del corazón.
Cantad al Señor un cántico nuevo (Sal 96,1). El cántico nuevo es el
conocimiento de la Sagrada Escritura. Todas las ciencias mundanas y
lucrativas son un cántico viejo, el canto de Babilonia. Sola la Teología es
cántico nuevo, que resuena dulcemente a los oídos de Dios y renueva el alma.
Esta debe ser el cántico de los prelados. ¿Por qué los hijos de Israel, que
son los prelados, bajan al país de los filisteos (1Sam 13,19-20), que
significa los que se tambalean por la bebida? Descienden precisamente para
embriagarse con la bebida de la dignidad transitoria, de la gula y de la
lujuria, con la ambición de la vanagloria y del dinero y, después de haberse
embriagado, caer en lo profundo del infierno... Más bien debían perseverar
en la oración, que realmente ilumina. Dice el Apocalipsis: La ilumina la
gloria de Dios y su lámpara es el Cordero (Ap 21,23). El cordero se
caracteriza por la inocencia y la sencillez, virtudes especialmente
necesarias al que ora. Lo contrario del espino. El espino es la avaricia,
amarga y sin fruto. La ortiga significa la lujuria de la carne, En vez de la
ortiga el Señor hace crecer el mirto de la continencia (Is 55,13).
La puerta es Cristo (Jn 10,9). No entra por ella quien busca los propios
intereses, en vez de buscar los de Cristo (Flp 2,21). Es salteador el que,
por simonía, consigue una prelatura, usurpando el oficio de pastor. Hace
suyas las ovejas que ha robado al Señor. Y ladrón es el que finge ser un
santo; se hace pasar por oveja cuando en realidad es un lobo. Con la espada
de la discordia y de la envidia, los ladrones y salteadores, los prelados
simoníacos, se matan unos a otros, cuando se calumnian, murmuran y ladran
contra sí mismos. Como asalariados, sólo sirven a la Iglesia por el salario
que perciben. De ellos dice San Juan: En verdad os digo: vosotros me
buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los
panes y os habéis saciado (Jn 6,26).
Este mercenario no es pastor sino ídolo. De ahí lo que dice Zacarías: ¡Ay
del pastor e ídolo que abandona las ovejas! (Zac 11,17). Dice pastor inútil
o ídolo. Lo dice corrigiéndose, como si dijera: no es realmente pastor sino
ídolo. El ídolo tiene nombre de Dios, pero no lo es. Lo mismo sucede con el
mal pastor, que abandona el rebaño, porque no son suyas las ovejas. El
mercenario vende, como negociante, la paloma de la gracia de Dios (Jn 2,13),
que ha de ser dispensada gratuitamente, y así se convierte la casa de Dios
en casa de negocio. Según dice Oseas: Canaán tiene en su mano balanzas
engañosas, es amigo de hacer fraudes (Os 12,8). Canaán quiere decir
negociante (Nú 14,43;Pr 31,21) y significa el mercenario de la Iglesia que,
entregado a negociar, no cuida las ovejas de Dios. En su mano tiene una
balanza engañosa, porque predica una cosa y vive otra (Mt 23,4). Predica la
pobreza, siendo avariento; la castidad, siendo lujurioso; el ayuno y la
abstinencia, estando dominado por la gula; pone cargas pesadas e
insoportables en los hombros de los hombres y él ni con el dedo quiere
moverlas (Mt 23,4).
El asalariado, que no es pastor, a quien no pertenecen las ovejas, ve venir
el lobo, abandona las ovejas y huye. Aquel abandona y éste arrebata; aquel
huye y éste dispersa. El diablo, como el lobo, prepara emboscadas a las
ovejas, a los fieles de la Iglesia, agarrándolos por la garganta para que no
confiesen sus pecados. Tan grande es su soberbia que no puede, lo mismo que
el lobo, doblar su cerviz a la humildad. Embiste de frente con el ímpetu de
la tentación. Sólo puede ser burlado por los santos, que ya conocen sus
astucias.
Sigue diciendo: Yo soy el buen pastor y conozco mis ovejas y las mías me
conocen a mí. Como me conoce el Padre y yo conozco al Padre, y doy mi vida
por mis ovejas (Jn 10,14-15). Después de presentar al pastor fingido,
contrapone la imagen del verdadero pastor, Cristo, que conoce a sus ovejas,
marcadas con su carácter. Estas ovejas tienen su nombre y el nombre del
Padre escrito en su frente (Ap 14,1). Con esto coincide lo que se lee en el
Apocalipsis: Y oí el número de los marcados con el sello (Ap 7,4-8).
Con el simbolismo de los doce nombres de las tribus de Israel se indica la
perfección de la gloria y de la gracia; para alcanzarla hay que estar
marcado con la Tau en la frente. De ahí la palabra de Ezequiel: Llamó el
Señor al hombre vestido de lino y le dijo: pasa por la ciudad, por
Jerusalén, y marca con una Tau (cruz) la frente de los hombres que gimen y
lloran por todas las prácticas abominables, que se cometen en medio de ella
(Ez 9,4). El hombre vestido de lino es Jesucristo, vestido con el lino de
nuestra carne. El Padre le mandó que grabase una Tau, es decir, la señal de
la cruz y la memoria de su Pasión, en la frente, o sea, en el espíritu de
los penitentes, que gimen por la contrición y se duelen en la confesión de
todas las abominaciones, que ellos mismos u otros cometen o han cometido. Es
el cordón rojo de Rajab puesto en la ventana (Jos 2,17-18), que es el signo
de la Pasión del Señor, puesto, como recuerdo para nuestros sentidos, en la
ventana. Por eso debemos hacer lo que el Señor mandó en el Exodo: Tomaréis
un manojo de hisopo y lo mojaréis en la sangre que está en la vasija y
untaréis el dintel y las dos jambas de la puerta (Ex 12,22). A todos los que
estén marcados con esta señal, el Señor los conocerá y ellos conocerán al
Señor. Por eso dice: Yo conozco mis ovejas y ellas me conocen a mí, como el
Padre me conoce y yo conozco al Padre. El Hijo conoce al Padre por sí mismo,
nosotros conocemos al Padre por el Hijo (Mt 11,27).
Y doy mi vida por la ovejas. Esta es la prueba de amor para con el Padre y
para con las ovejas. De esta manera también a Pedro, habiendo hecho por tres
veces confesión de amor, le fue encomendado apacentar las ovejas y morir por
ellas (Jn 10,15). Por eso el Señor le dice tres veces: Apacienta, apacienta,
apacienta (Jn 21,15-17). No le dijo: Trasquila, trasquila, trasquila.
Las ovejas son los fieles de la Iglesia de Cristo. Esta es la mujer de la
que se dice en el Apocalipsis: Una gran señal apareció en el cielo: una
mujer, vestida de sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce
estrellas sobre su cabeza; está encinta y grita con dolores de parto y con
el tormento de dar a luz (Ap 12,1-2). Esta mujer significa, pues, la
Iglesia, llamada justamente mujer por la fecundidad de tantos hijos, nacidos
del agua y del Espíritu Santo. Mujer vestida de sol. El sol es Jesucristo,
que habita una luz inaccesible (1Tim 6,16). Con su fe y su gracia está
vestida la santa Iglesia. Date cuenta que el sol tiene tres propiedades:
blancura, fulgor y calor; la blancura de la castidad, el brillo de la
humildad y el calor de la caridad. Con estas tres virtudes está hecho el
manto del alma fiel, esposa del Esposo celestial.
Con la luna bajo sus pies. Luna, por sus continuos cambios, significa la
inestabilidad de este estado miserable. Por eso se dice en el Eclesiástico:
El necio cambia como la luna (Eclo 27,12; Vulgata). Desde el cuarto
creciente de la soberbia hasta la luna llena de la concupiscencia carnal, y
viceversa, el necio, es decir, el amante de este mundo, está cambiando. La
Iglesia debe tener bajo sus pies esta mudanza de las cosas caducas. Fíjate
que en la luna se dan tres propiedades, opuestas a las del sol: mancha,
oscuridad y frialdad. El cuerpo del pecador está manchado con la lujuria, se
ciega con la oscuridad de la soberbia y se enfría con el hielo del odio y
del rencor. La mujer debe tener esta luna bajo sus pies.
Y una corona de doce estrellas sobre su cabeza... Las doce estrellas son los
doce Apóstoles, que iluminan la noche de este mundo. Vosotros, dice el
Señor, sois la luz del mundo (Mt 5,14). La Iglesia tiene hijos que concibió
de la semilla de la palabra de Dios; grita como parturienta por los que
hacen penitencia; sufre tormentos por dar a luz a los pecadores que
convierte. Por eso, ella misma dice con palabras de Baruc: Os despedí con
duelo y lágrimas, pero Dios os devolverá a mí con gozo y alegría (Bar
4,19-23). Esto acontece el miércoles de ceniza, cuando los penitentes son
echados fuera de la Iglesia, y el Jueves Santo, cuando son recibidos...
Te pedimos, Señor Jesús, que tú, el buen Pastor, nos guardes a nosotros, tus
ovejas, nos defiendas del mercenario y del lobo, y nos corones en tu reino
con la corona de la vida eterna.