Modo de consolar a María santísima en los dolores de la Pasión de su Hijo Jesús, y algunos pormenores de la misma.
REVELACIÓN 19

Quiero, hija, enseñarte, dice la Virgen a santa Brígida, lo que es el mundo con una comparación de una danza, en la cual hallarás tres cosas: alegría vana, voces confusas y trabajo superfluo. Y si alguno, lleno de tristeza y melancolía, entra en la casa donde hay este regocijo y danza, al verlo su amigo, deja la danza y va a consolarlo, sintiendo su tristeza. Esta danza y confusión representa el mundo, que siempre anda en continua solicitud y cuidado, y a los necios les parece una verdadera alegría.

Hay en el mundo tres cosas: alegría vana, palabras chocarreras y trabajo inútil; porque todo aquello por cuanto el hombre trabaja y se afana, lo deja en pos de sí, nada lleva consigo. Por tanto, el que anda de este modo en el mundo, debería considerar, que cuando yo estaba en él, no tuve alegría ni día bueno, sino que todo fué dolor y tristeza, y condoliéndose de mí, podría imitarme apartándose del mundo. Porque en la muerte de mi Hijo tenía el corazón como atravesado con cinco lanzas. La primera era la vergonzosa y afrentosa desnudez que padeció en la columna mi Hijo carísimo y poderosísimo, sin tener nada con que cubrirse. La segunda lanza era las acusaciones que le hacían, diciendo que era un traidor, mentiroso y revoltoso, cuando yo sabía que era justo y verdadero, y que a nadie ofendió ni quiso ofender. La tercera lanza fué para mí la corona de espinas que hirió tan cruelmente su santísima cabeza, que la sangre que de ella corría le bañaba la boca, la barba y los oídos. La cuarta era la lamentable voz que dió en la cruz, con la que clamó a su Padre, diciendo: Padre, ¿por qué me has abandonado? Como si dijese: Padre, no hay quien se compadezca de mí sino tú. La quinta lanza que atravesaba mi corazón, era su muerte tan cruelísima; porque mi corazón estaba traspasado por tantas lanzas cuantas eran las venas, que abiertas, dejaban correr su preciosísima sangre. Fueron horadadas las venas de sus manos y pies, y el dolor de los nervios traspasados subía inconsolablemente al corazón, y de aquí volvía a los nervios; y como su corazón era muy fuerte y de exquisita complexión, porque estaba formado de excelente naturaleza, luchaban entre sí la vida y la muerte, y entre estos dolores se alargaba la vida con mayores ansias.

Llegada la hora de la muerte, rompíasele el corazón por el insufrible dolor, y al punto estremeciéronsele todos sus miembros, y la cabeza que se reclinaba en la espalda, la levantó un poco; los ojos, que los tenía medio cerrados, los abrió algo más; abrió también la boca, y dejó ver la lengua llena de sangre; los dedos y los brazos, que los tenía encogidos, se le extendieron; y al expirar, inclinó la cabeza sobre el pecho, las manos se le desgarraron un poco más, y los pies sustentaron todo el peso del cuerpo.
En el mismo instante mis manos quedaron como si las hubieran cortado; mis ojos se obscurecieron; mi rostro palideció como el de un difunto; mis oídos no podían oir nada; mis labios no pudieron articular una sola palabra, entorpeciéronse mis pies y perdí los sentidos. Levantéme, y viendo a mi Hijo más llagado que un leproso, resigné en él toda mi voluntad, porque sabía que todo aquello había sido por voluntadsuya, y si él no quisiera, nadie hubiera podido ofenderle: dábale gracias por todo, y mezclábase con mi tristeza cierta alegría, porque veía al que nunca pecó, que había querido, por tan grande caridad, sufrir todo aquello por los pecadores. Por consiguiente, todos cuantos están en el mundo consideren y tengan siempre a su vista, cómo me hallaba yo en la muerte de mi Hijo.