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Notas
[1] Y es que, tal como enseñó la Sacrosanctum Concilium (documento del Vaticano II)al delinear los principios que fundan la praxis litúrgica, las acciones litúrgicas, situadas en el horizonte de la historia de la salvación cuyo fin es la redención humana y la perfecta glorificación de Dios, actualizan la obra de nuestra redención gracias a la presencia operante de Cristo en la liturgia en la que asocia para tal fin a la Iglesia, haciéndonos de esta forma pregustar la liturgia de la Jerusalén celestial. Por eso, con autenticidad, podemos afirmar que la liturgia es la cumbre y la fuente de toda la acción de la Iglesia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no iguala ninguna otra acción de la Iglesia. Más aún, la vida litúrgica de la Iglesia no mira sólo a sí misma y al bien de los bautizados, sino que tiene verdaderamente una dimensión cósmica y universal. Sin duda, la Iglesia ha vivido y vive del espíritu que la anima.
[2] Cfr. Jn 19, 25-27: La Eucaristía actualiza, de forma sacramental, el Misterio Pascual de Cristo; el cual supone, de manera inseparable, el sacrificio de Cristo en la cruz y su resurrección (cfr. EE 5). El Misterio Pascual de Cristo es el momento culminante de toda la vida de Jesús, ofrecida como holocausto continuo, como víctima que se entrega absolutamente, sin reservas perseverantemente a la voluntad del Padre.
Benedicto XVI … ha expresado todo este proceso y sus efectos en nosotros con palabras muy sugestivas: "¿Qué está sucediendo? ¿Cómo Jesús puede repartir su Cuerpo y su Sangre? Haciendo del pan su Cuerpo y del vino su Sangre, anticipa su muerte, la acepta en lo más íntimo y la transforma en una acción de amor. Lo que desde el exterior es violencia brutal, la crucifixión, desde el interior se transforma en un acto de un amor que se entrega totalmente.
Esta es la transformación sustancial que se realizó en el Cenáculo y que estaba destinada a suscitar un proceso de transformaciones cuyo último fin es la transformación del mundo hasta que Dios sea todo en todos (cfr. 1 Co 15, 28). Desde siempre todos los hombres esperan en su corazón, de algún modo, un cambio, una transformación del mundo. Este es, ahora, el acto central de transformación capaz de renovar verdaderamente el mundo: la violencia se transforma en amor y, por tanto, la muerte en vida. Dado que este acto convierte la muerte en amor, la muerte como tal está ya, desde su interior, superada; en ella está ya presente la resurrección. La muerte ha sido, por así decir, profundamente herida, tanto que, de ahora en adelante, no puede ser la última palabra.
Esta es, por usar una imagen muy conocida para nosotros, la fisión nuclear llevada en lo más íntimo del ser; la victoria del amor sobre el odio, la victoria del amor sobre la muerte. Solamente esta íntima explosión del bien que vence al mal puede suscitar después la cadena de transformaciones que poco a poco cambiarán el mundo. Todos los demás cambios son superficiales y no salvan. Por esto hablamos de redención: lo que desde lo más íntimo era necesario ha sucedido, y nosotros podemos entrar en este dinamismo. Jesús puede distribuir su Cuerpo, porque se entrega realmente a sí mismo" (BENEDICTO XVI, Homilía del 21 de agosto de 2005).
María, junto a su Hijo y de forma particular junto a la cruz, se hizo a sí misma holocausto, participando en el holocausto de su Hijo. Con el Hijo, que se entregó como víctima por nuestro bien, se entrega su Madre.
Y esta entrega es imagen de la obra que Dios puede y quiere reproducir en nosotros, si lo dejamos. Así se lo suplicamos en la Plegaria Eucarística: "que Él nos transforme en ofrenda permanente" (Pleg. Euc. III) "a cuantos compartimos este pan y este cáliz, que, congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos en Cristo víctima viva para alabanza de tu gloria" (Pleg. Euc. IV) y así "al participar aquí de este altar, seamos colmados de gracia y bendición" (Pleg. Euc. I)
[3] "Si Él ha querido llamar eternamente al hombre a participar de la naturaleza divina (cfr. 2 P 1, 4), se puede afirmar que ha predispuesto la divinización del hombre según su condición histórica, de suerte que, después del pecado, está dispuesto a restablecer con gran precio el designio eterno de su amor mediante la humanización del Hijo, consubstancial a Él" (JUAN PABLO II, Encíclica Redemptoris Mater 51, 3).
"Él nos llamó desde la eternidad "en" y "mediante" Cristo para que fuéramos "santos", es decir, para que participáramos de la "vida santa" de Dios, de su infinita transcendencia. Eso constituye la "consagración" de todos los bautizados, más bien, se puede decir que en el proyecto de Dios cada ser racional tiene esta vocación. La consagración se identifica con la divinización del hombre y ésta con su cristificación que ocurre por la efusión del Espíritu" (CONGREGACIÓN PARA Los INSTITUTOS DE VIDA CONSAGRADA Y LAS SOCIEDADES DE VIDA APOSTÓLICA, Jubileo de 1a vida consagrada. 2 de febrero del año 2000, Apéndice I.A: Consagración-Vocación, n. 2).
[4] Su Santidad Juan Pablo II nos explica en la EE: «Las celebraciones eucarísticas me hacen experimentar intensamente su carácter universal y, por así decir, cósmico. ¡Sí, cósmico!» (EE 8). Esta dimensión cósmica de la Eucaristía, que posee en virtud de los méritos y del señorío universal de Cristo, hace de la Eucaristía la columna vertebral del universo y podemos rastrearla a cuatro niveles.
En primer lugar, en relación con la creación entera: la Eucaristía «une el cielo y la tierra. Abarca e impregna toda la creación. El Hijo de Dios se ha hecho hombre, para reconducir todo lo creado, en un supremo acto de alabanza, a Aquél que lo hizo de la nada» (EE 8).
En segundo lugar, para beneficio de toda la humanidad: «Ciertamente [la Eucaristía] es un don en favor nuestro, más aún, de toda la humanidad» (EE 13).
En tercer lugar, redimensiona y reconduce la historia: «Cada vez que el Hijo de Dios se presenta bajo la pobreza» de las especies sacramentales, pan y vino, se pone en el mundo el germen de la nueva historia» (EE 58).
Y finalmente, en cuarto lugar, las tres dimensiones anteriores se proyectan en la tensión escatológica: «Cuando María exclama "mi alma engrandece al Señor, mi espíritu exulta en Dios, mi Salvador...", María rememora las maravillas que Dios ha hecho en la historia de la salvación, según la promesa hecha a nuestros padres (cf. Lc 1, 55), anunciando la que supera a todas ellas, la encarnación redentora. En el Magnificar, en fin, está presente la tensión escatológica de la Eucaristía. Cada vez que el Hijo de Dios se presenta bajo la "pobreza" de las especies sacramentales, pan y vino, se pone en el mundo el germen de la nueva historia, en la que se "derriba del trono a los poderosos" y se "enaltece a los humildes" (cf. Lc 1,
52). María canta el "cielo nuevo" y la "tierra nueva" que se anticipan en la Eucaristía y, en cierto sentido, deja entrever su "diseño" programático» (EE 58).
[5] La Eucaristía es un sacrificio de acción de gracias al Padre, una bendición por la cual la Iglesia expresa su reconocimiento a Dios por todos sus beneficios, por todo lo que ha realizado mediante la creación, la redención y la santificación. "Eucaristía" significa, ante todo, acción de gracias (Catecismo de la Iglesia católica n. 1360).
La Eucaristía es también el sacrificio de alabanza por medio del cual la Iglesia canta la gloria de Dios en nombre de toda la creación. Este sacrificio de alabanza sólo es posible a través de Cristo: él une los fieles a su persona, a su alabanza y a su intercesión, de manera que el sacrificio de alabanza al Padre es ofrecido por Cristo y con Cristo para ser aceptado en él (CEC 1361).
[6] «A los gérmenes de disgregación entre los hombres. que la experiencia cotidiana muestra tan arraigada en la humanidad a causa del pecado, se contrapone la fuerza generadora de unidad del cuerpo de Cristo. La Eucaristía, construyendo la Iglesia, crea precisamente por ello comunidad entre los hombres» (EE 24). La Eucaristía hace la Iglesia, colmándola de la caridad de Dios y espoleándola a la caridad.
La unidad en la humanidad y la unidad en la Iglesia solo podrá alcanzarse si
permanecemos unidos en Cristo por vínculos de amor. Esta unión en Cristo nace de la relación personal y viva con el Señor, de ahí la importancia sustancial de responder, personalmente, deforma adecuada a la pregunta que nos dirige el Señor a cada uno de nosotros: «¿y vosotros quién decís que soy yo?» (Mt 16, 15). Estos vínculos de amor que construyen la unidad son gestados precisamente en la celebración de la Eucaristía, ya que en ella escuchamos la única y misma Palabra divina y comemos el mismo pan y bebemos del mismo cáliz, para así asociarnos al «sacrificio vivo y santo» del Señor: «para que fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, y llenos del Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» (Plegaria eucarística III).
Dando, en definitiva, cumplimiento a las palabras del apóstol: «Mas ahora, en Cristo
Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad, anulando en su carne la Ley de los mandamientos con sus preceptos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la Enemistad» (Ef 2, 13-16).
El que quiere recibir a Cristo en la Comunión eucarística debe hallarse en estado de gracia. Si uno tiene conciencia de haber pecado mortalmente no debe acercarse a la Eucaristía sin haber recibido previamente la absolución en el sacramento de la Penitencia. (CEC 1415)
[7] Él habla «aquí y ahora», en la celebración eucarística, a los que quieren escucharlo. El comienzo de la vida espiritual cristiana es la actitud de escucha. Creer en Cristo es escuchar su palabra y ponerla en práctica; lo que es lo mismo que la actitud de docilidad a la voz del Espíritu Santo, el Maestro interior (cfr. CEC 1697, 1995, 2672, 2681) que nos guía a la verdad completa (Jn 16. 13): verdad en el conocer y verdad en el obrar.
[8] Sal 71, ls.7-13: salmo responsorial propio de esta Misa; Sal 46, 2; 95, 7; Is 66, 18s s. «Cuando vino para comunicar a los hombres la vida de Dios, el Verbo que procede del Padre como esplendor de su gloria, e1 Sumo sacerdote de 1a nueva y eterna Alianza, Cristo Jesús, al tomar la naturaleza humana, introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se canta
perpetuamente en 1as moradas celestiales. Desde entonces, resuena en el corazón de Cristo la alabanza a Dios con palabras humanas de adoración, propiciación e intercesión: todo ello lo presenta al Padre, en nombre de los hombres y para bien de todos ellos, el que es príncipe de la nueva humanidad y mediador entre Dios y los hombres» (Ordenación General de la Liturgia de las Horas, n. 3).
[9] Cfr. Sal 130, 1-3: salmo responsorial propio de esta Misa. El silencio es necesario para el recogimiento, la interiorización y la oración interior. El silencio al que nos referimos no es vacío, ausencia, desembarco en un «nirvana gnóstico» y alienante. Es presencia, receptividad, respuesta a Dios que nos habla «aquí y ahora», y reacción a su acción en nosotros también «aquí y ahora». Si la palabra no está anclada en este silencio, puede desgastarse, transformarse en ruido, en palabrería, incluso en aturdimiento.
65 Los momentos de silencio, la experiencia de interiorización, si son auténticos buscan
ser prolongados fuera de la celebración. Es a lo que se refiere Sta. Teresa de Jesús cuando emplea frases como: «Muchas veces se engolfa el alma o la engolfa el Señor en sí, por mejor decir» (Libro de la vida, cap. 20, 19), tan usadas por ella. Se trata, en definitiva, de pasar de la experiencia litúrgica del silencio a la «espiritualidad del silencio» que nos abre a la dimensión contemplativa de la vida ordinaria; para que nuestra vida, según la voluntad de Dios, pueda ser: «alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado» (Ef1, 6).
Son varios los momentos particularmente importantes para prolongar la experiencia del silencio: la oración personal en lo oculto de la propia habitación (Mt 6, 6), el silencio de los
días de retiro y, sin duda, los ratos de adoración, oración y contemplación delante del Santísimo Sacramento.
[10] Cfr. Lc 1, 48… escuchando al Ángel..., escuchando y guardando, en definitiva, la Palabra ¿Cómo concibió la Santísima Virgen?: escuchando. Escuchando las profecías de Dios. S. Agustín nos lo explica con las siguientes palabras: «Os pido que atendáis a lo que dijo Cristo, el Señor, extendiendo la mano sobre sus discípulos: Éstos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre, que me ha enviado, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre. ¿Por ventura no cumplió la voluntad del Padre la Virgen María, ella, que dio fe al mensaje divino, que concibió por su fe, que fue elegida para que de ella naciera entre los hombres el que había de ser nuestra salvación, que fue creada por Cristo antes que Cristo fuera creado por ella?
Ciertamente, cumplió santa María, con toda perfección, la voluntad del Padre, y, por esto, es más importante su condición de discípula de Cristo que la de madre de Cristo, es más dichosa por ser discípula de Cristo que por ser madre de Cristo. Por esto, María fue bienaventurada, porque, antes de dar a luz a su maestro, lo llevó en su seno.
Mira si no es tal como digo. Pasando el Señor, seguido de las multitudes y realizando milagros, dijo una mujer: Dichoso el vientre que te llevó. Y el Señor, para enseñarnos que no hay que buscar la felicidad en las realidades de orden material, ¿qué es lo que respondió?: Mejor dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. De ahí que María es dichosa también porque escuchó la palabra de Dios y la cumplió; llevó en su seno el cuerpo de Cristo, pero más aún guardó en su mente la verdad de Cristo. Cristo es la verdad, Cristo tuvo un cuerpo: en la mente de María estuvo Cristo, la verdad, en su seno estuvo Cristo hecho carne, un cuerpo. Y es más importante lo que está en la mente que lo que se lleva en el seno» (San Agustín, Sermón 25, 7s:versión castellana para el Oficio de Lecturas del 21 de noviembre, La Presentación de la Santísima Virgen).
Y ¿cuándo tomaremos en serio lo que dice Orígenes?: " Quiero exhortarlos con ejemplos tomados de la religión. Ustedes, que suelen asistir a los misterios divinos (=celebración de la eucaristía), saben muy bien cómo, cuando reciben el cuerpo del Señor, lo guardan con todo cuidado y toda veneración para que ni siquiera caiga un poco para que no se pierda nada del signo consagrado. Nos consideramos culpables, y con todo derecho lo creemos así, si cae algo al suelo por ser negligentes. Ahora bien, si esgrimimos respecto al Cuerpo (del Señor) tanto cuidado y respeto, ¿cómo pueden creer que tratar con negligencia el sacrificio de la Palabra de Dios es de menor importancia que hacerlo con el cuerpo?". (ORIGENES secundum translationem Rufini - In Exodum homiliae 13, 3, CLCL-3 Cl. 0198).
Estas consideraciones no son exageraciones de los antiguos. El Concilio Vaticano II habla en la misma línea: " La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo. Pues, sobre todo en la sagrada liturgia, nunca ha cesado de tomar y repartir a los fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo ". (DV 21)
48 Cfr. Lc 2, 41-52 y Mt 12, 46-50: evangelios propios de esta Misa; Jn 1, 14. Y concibió en lo más interno de su ser: en sus entrañas-corazón. Entrañas purísimas reflejo de su corazón «sin división».
(Como la Virgen María) El cristiano también debe aprender a ser discípulo-madre de Cristo. Lo primero es ser discípulo: escuchando, creyendo y poniendo por obra su Palabra. Como fruto del ser discípulo, el cristiano se transforma en madre de Cristo: lo lleva en su seno, lo gesta hasta que llega el momento de que nazca el «hombre nuevo»; cuando comulgamos el Cuerpo y la Sangre del Señor, esta maternidad empieza a realizarse en nosotros de forma sacramental.
[11] La Eucaristía (= acción de gracias) es la cristalización de la espiritualidad de la acción de gracias por los dones recibidos de Dios. Agradecer es algo propio de quien se siente amado, renovado, perdonado: «gratuitamente», sin mérito alguno. «En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias SIEMPRE y EN TODO LUGAR, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno... Y a nosotros, pecadores, siervos tuyos, que confiamos en tu infinita misericordia, admítenos en la asamblea de los santos...; y acéptanos en su compañía, no por nuestros méritos, sino conforme a tu bondad» (Plegaria Eucarística I). La «acción de gracias» es, además, lo opuesto
absolutamente a la murmuración. El murmurador se cree con derecho, nada le es suficiente y provoca la queja del mismo Dios: «¿Hasta cuándo esta comunidad perversa, que está murmurando contra mí? He oído las quejas de los israelitas, que están murmurando contra mí» (Nm 14, 27). Cfr. Za 2, 14-17; Is61, 9-11: primera lectura propia de esta Misa; Is 61, 9-11 y So 3,14.
La alegría es uno de los frutos del Espíritu Santo (Ga 5, 22): «que nos consuela en toda tribulación nuestra para poder nosotros consolar a los que están en toda tribulación, mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios» (2 Co 1, 4). La alegría cristiana no niega el sufrimiento, sino que lo transforma en esperanza del gozo de la mañana de Pascua. Por el contrario, la tristeza es síntoma de enfermedad, es síntoma de temor, es síntoma, en definitiva, del pecado. «Por esencia, la alegría cristiana es participación en la gloria insondable, a la vez divina y humana, que se encuentra en el corazón del Cristo glorificado, y esta
participación en la alegría del Señor no se puede disociar de la celebración del misterio eucarístico» (Pablo VI, Exhortación Apostólica Gaudete in Domino, II, IV).
[12] Toda la celebración de la Eucaristía es reflejo de este nuevo orden de cosas: uniformidad en los movimientos, aclamaciones y respuestas «una voce dicentes», el «beso santo de la paz» (cfr. Rm 16, 16; 1 Co 16,20; 2 Co 13, 12; 1 Ts 5, 26). Por este camino se llegará a una verdadera «eclesiología de comunión», cuya alma es la «espiritualidad de comunión», por la que puedo reconocer al otro como un don para mí, porque el otro es Cristo... (cfr. Novo Millennio ineunte 43; Ecclesia
de Eucharistia, Cap. IV; CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Communionis notio. Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión, 28 de mayo de 1992).
La comunión (unidad, paz, concordia, caridad) da paso, ineludiblemente a lareconciliación y al perdón mutuo. Donde no existe reconciliación y perdón mutuo es imposible que se pueda dar la comunión.
[13] La Iglesia obliga a los fieles a participar los domingos y días de fiesta en la divina liturgia (cf. OE 15) y a recibir al menos una vez al año la Eucaristía, si es posible en tiempo pascual (cf. CIC, can. 920), preparados por el sacramento de la Reconciliación. Pero la Iglesia recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más frecuencia aún, incluso todos los días (Catecismo de la Iglesia católica n. 1389).
[14] La postura física que adoptamos en la celebración eucarística busca ayudar y expresarlas actitudes del corazón. El estar en pie confiesa la libertad de los hijos de Dios que han sido constituidos sacerdotes. El estar sentados nos hace presente la receptividad cordial de María. Cuando estamos de rodillas o profundamente inclinados queremos hacernos pequeños delante del Altísimo. La genuflexión ante la Eucaristía expresa la fe en la presencia real del Señor Jesús. Pero en todos los casos, si hay autenticidad, solo queremos mostrar un sentimiento: adoración. «La adoración es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura ante su Creador. Exalta la grandeza del Señor que nos ha hecho (cfr. Sa1 95, 1 6) y la omnipotencia del Salvador que nos libra del mal. Es la acción de humillar el espíritu ante el "Rey de la gloria" (Sal 24,
9 10) y el silencio respetuoso en presencia de Dios "siempre mayor" (S. Agustín, Sal. 62, 16). La adoración
de Dios tres veces santo y soberanamente amable nos llena de humildad y da seguridad a nuestras súplicas» (CEC 2628).
[15]Carta Apostólica Novo Millennio ineunte, n. 43: "Espiritualidad de la comunión (eclesiología del Vaticano II) significa ante todo una mirada del corazón sobre todo hacia el
misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el
rostro de los hermanos que están a nuestro lado. Espiritualidad de la comunión significa, además, capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como uno que me pertenece (...) Espiritualidad de la
comunión es también capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de
Dios: un don para mí, además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente".
[16] El Espíritu Santo es un espíritu «parlante», que habla como agua mansa y dice continuamente: «hoy conviértete». Hoy renuncia a Satanás y a todas sus obras y a todas sus pompas y a todos sus engaños; y acoge la Palabra viva y eficaz de Dios, ponla en práctica, sométete a la santa voluntad del Padre que te ama eternamente, hasta el extremo, y encontrarás paz, la alegría, la felicidad... la vida eterna. Porque lo que te pesa, lo que te hace sufrir y te destruye, son las cargas que te impone el enemigo, no el yugo de Cristo que es suave y liviano (cfr. 41 11, 30).
¡Escuchemos la voz del Espíritu de Cristo que en nuestro interior quiere hacer morada or la comunión de su Cuerpo y Sangre, y cantemos!: «Dios omnipotente y misericordioso, que admirablemente creaste al hombre y más admirablemente aun lo redimiste; que no abandonas al pecador, sino que lo acompañas con amor paternal. Tú enviaste tu Hijo al mundo para destruir con su pasión el pecado y la muerte y para devolvernos, con su resurrección, la vida y la alegría. 'ú has derramado el Espíritu Santo en nuestros corazones para hacernos herederos e hijos tuyos. Y tú nos renuevas constantemente con los sacramentos de salvación para liberamos de la servidumbre del pecado y transformarnos, de día en día, en una imagen cada vez más perfecta de tu Hijo amado...» (Ritual de 1a Penitencia, Oración final de acción de gracias, n. 137).
[17] Cfr. 1 Ja 3, 1. La Eucaristía llama al hombre y lo estimula a la conversión, purificando el corazón penitente, consciente de las propias miserias y deseoso del perdón de Dios: nos libera de la autocomplacencia, nos mantiene en la verdad delante de Dios, nos lleva a confesar la misericordia del Padre que está en los cielos, nos muestra el camino que nos espera, nos conduce al sacramento de la Penitencia, nos abre a la alabanza y acción de gracias, nos ayuda a ser benévolos con el prójimo.
La Eucaristía llama al cristiano a sumergirse en el infinito amor de Dios por nosotros, a ser recreados por las entrañas de misericordia de Dios (cfr. Lc 1, 78), lo cual lo capacita para ser misericordioso (cfr. Col 3, 12): «sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial»(Mt 5, 48). Cfr. Sal 102, 1-4.8s.13s.17s y Jn 19, 25-27... Así como Dios tiene «entrañas de misericordia» (con capacidad de recrearnos), la que no conoció el pecado tiene «corazón misericordioso» (con capacidad de comprendernos y desde su espíritu mover nuestro espíritu) gracias al cumplimiento de la palabra
profética: «¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!— a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones» (Lc 2, 35).
[18] Cfr. Jn 14, 15; Pr 4, 4; Ez 24, 13s; Ef 5, 14. Percibir, contemplar y meditar la belleza del amor que se muestra en las palabras del Verbo Encarnado. Al percibir el amor encontramos un refugio seguro, al contemplar la belleza se provoca en nuestro interior la atracción irresistible hacia «lo bello» y al «escuchar y entender» la Palabra despertamos del sueño de la muerte.
[19] Para prepararse convenientemente a recibir este sacramento, los fieles deben observar el ayuno prescrito por la Iglesia (cf CIC can. 919). Por la actitud corporal (gestos, vestido) se manifiesta el respeto, la solemnidad, el gozo de ese momento en que Cristo se hace nuestro huésped. (Catecismo de la Iglesia católica n. 1387).
[20] Cfr. 2 Co 5, 17-21: primera lectura propia de esta Misa; Hb 5,1 s; Sal 144, 8s; Rin 5,10. Mirar al hombre como lo mira Dios, mirar al débil y pecador como lo mira Cristo: «y al ver no tienen pastor» (Mt 9, 36). Esa es la misma mirada de María, que, atenta a la necesidad, a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que descubre que a la humanidad le falta el vino que alegra la vida del hombre y le dice a su Hijo: «No tienen vino» (Jn 2,3). Esta es la misma mirada de la Iglesia, es la mirada del cristiano, del hombre nuevo.
Esta forma de mirar es totalmente desconocida para el hombre-Adán y para el mundo. El pecado lleva al hombre-Adán a verse a él mismo y al otro desnudos, se siente vulnerable ante la alteridad. Esto le provoca sentir la «experiencia originaria» (sobre el riquísimo concepto de «experiencias originarias» ver JUAN PABLO II, Hombre y mujer, Ed. Cristiandad, Madrid 2000) del miedo y su única salida: esconderse (cfr. Gn 3, 10). Los filósofos existencialistas han expresado perfectamente esta forma de mirar al otro: «el infierno son los otros» (cfr. JEAN-PAUL SARTRE, A puerta cerrada, Ed.
Alianza, Madrid 1989).
[21] Cfr. Hb 10, 23; 2 Tm 1, 14. Siendo la Eucaristía la fuente y la cumbre de la vida y
comunión de la Iglesia, «la celebración de la Eucaristía, no obstante, no puede ser el punto departida de la comunión, que la presupone previamente, para consolidarla y llevarla a perfección» (EE 35). El punto de partida de la comunión es la fe íntegra. Fe que, básicamente, es Trinitaria y que supone el conocimiento de la economía trinitaria y la participación
(como experiencia personal) de la salvación en mi vida: salvación-redención que viene del Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo y me conduce hacia el Padre.
De ahí que el signo de la cruz, al comienzo de la Misa, manifiesta a la Iglesia que, como «pueblo congregado», se reúne en nombre de la Santísima Trinidad; y de esta manera responde al Padre celeste que llama a sus hijos para estrecharlos consigo por Cristo, en el amor del Espíritu Santo. El fruto de la comunión, que nace de la fe íntegra, es la edificación de la Iglesia, reflejo visible de la comunión trinitaria (Cfr. EE 34).
La Santísima Virgen María, la «llena de Gracia» (Lc 1, 28), conoció por su propia
experiencia su ser más profundo, configurado por el plan salvífico de Dios: hija del Padre,
esposa del Espíritu Santo y madre del Hijo. Fe-experiencia que nace de la unidad de Dios y que se derrama en la unidad de su propio ser. Por eso, ciertamente, es la madre y maestra de la comunión. porque nos engendra y educa en la participación de la vida Trinitaria. Es el alma, el espíritu, que vivifica por su intercesión la vida del cristiano y de la Iglesia que tantas veces
parece que se apaga, cuando desaparece la alegría vital, cuando todo se impregna de amargura hasta el extremo de vernos a nosotros mismos y a todos los que nos rodean como
algo repulsivo. Ella entonces dice: «no tienen vino» (Jn 2, 3) y Dios mismo transforma nuestra agua de incapacidad de amor y alegría, en el vino nuevo que inaugura el banquete del Reino de los Cielos. Ella, sentada junto al trono de su Hijo, el Rey del Universo a quien le están «sometidas todas las cosas» (1 Co 15, 28), es soberana de la unidad, la paz y la caridad: de la comunión.
La Fe íntegra precede a la celebración de la Eucaristía, pero a la vez la expresa
haciéndola realidad en la vida y en las obras, obras de vida eterna, del cristiano y, finalmente, también es fortalecida y alimentada gracias al hecho de que todos escuchamos una misma
Palabra y comemos y bebemos un mismo pan y un mismo cáliz.
Así se reproduce en el cristiano el modelo diseñado en la «llena de gracia»: en ella la feíntegra precedió a la Encarnación del Verbo, la realizó y la llevó hasta su plenitud. Ella fue la que «guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2, 19) y por eso es doblemente bienaventurada: «¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!... ¡Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan!» (Lc II, 27s).
[22] La Iglesia recibe la fuerza espiritual necesaria para cumplir su misión en la Eucaristía. Así la Eucaristía es la fuente y cumbre de toda la evangelización: se puede llamar a la Eucaristía con justicia el Pan de la misión, es el pan que se le da a Elías (cfr. EE 61), quien «con la fuerza de aquel alimento, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte del Señor» (1 Re19, 8).
Es el alimento que nos permite descubrir (cfr. Sal 76, 20) y seguir las huellas de Cristo (cfr.1 P 2, 21) para seguirle a dondequiera que vaya (cfr. Ap 14, 4). Y nos protege de tentar a Dios, intentando que siga nuestras huellas, que Él se amolde a nuestros planes y se ajuste a nuestras ideas. Ya que «se te ha declarado, hombre, lo que es bueno, lo que Yahveh de ti reclama: tan sólo practicar la equidad, amar la piedad y caminar humildemente con tu Dios» (Mi 6, 8).
[23] Cumplimos este mandato del Señor (= “Haced esto en memoria mía”) celebrando el memorial de su sacrificio. Al hacerlo, ofrecemos al Padre lo que él mismo nos ha dado: los dones de su Creación, el pan y el vino, convertidos por el poder del Espíritu Santo y las palabras de Cristo, en el Cuerpo y la Sangre del mismo Cristo: Así Cristo se hace real y misteriosamente presente (Catecismo de la Iglesia católica n. 1357)
Por tanto, debemos considerar la Eucaristía
– como acción de gracias y alabanza al Padre
– como memorial del sacrificio de Cristo y de su Cuerpo,
– como presencia de Cristo por el poder de su Palabra y de su Espíritu (CEC 1358)
Ante la grandeza de este sacramento, el fiel sólo puede repetir humildemente y con fe ardiente las palabras del Centurión (cf Mt 8,8): "Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme". En la Liturgia de S. Juan Crisóstomo, los fieles oran con el mismo espíritu
Hazme comulgar hoy en tu cena mística, oh Hijo de Dios. Porque no diré el secreto a tus enemigos ni te daré el beso de Judas. Sino que, como el buen ladrón, te digo: Acuérdate de mí, Señor, en tu Reino (CEC 1386).
[24] (La disposición interior de "no anteponer nada al Oficio divino"). La belleza de esta disposición interior se manifestará en la belleza de la liturgia, hasta tal punto que donde cantamos, alabamos, exaltamos y adoramos juntos a Dios, se hace presente en la tierra un trocito de cielo. No es temerario afirmar que en una liturgia totalmente centrada en Dios, en los ritos y en los cantos, se ve una imagen de la eternidad… eleva nuestros sentidos hacia "lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman" (1 Co 2, 9). (Benedicto XVI, visita a Heiligenkreuz 2007)
[25] (Jesucristo) vino para volver a dar a la creación, al cosmos, su belleza y su dignidad: esto es lo que comienza con la Navidad y hace saltar de gozo a los ángeles. La tierra queda restablecida precisamente por el hecho de que se abre a Dios, que recibe nuevamente su verdadera luz y, en la sintonía entre voluntad humana y voluntad divina, en la unificación de lo alto con lo bajo, recupera su belleza, su dignidad. Así, pues, Navidad es la fiesta de la creación renovada. Los Padres interpretan el canto de los ángeles en la Noche santa a partir de este contexto: se trata de la expresión de la alegría porque lo alto y lo bajo, cielo y tierra, se encuentran nuevamente unidos; porque el hombre se ha unido nuevamente a Dios.
Para los Padres, forma parte del canto navideño de los ángeles el que ahora ángeles y hombres canten juntos y, de este modo, la belleza del cosmos se exprese en la belleza del canto de alabanza. El canto litúrgico -siempre según los Padres- tiene una dignidad particular porque es un cantar junto con los coros celestiales. El encuentro con Jesucristo es lo que nos hace capaces de escuchar el canto de los ángeles, creando así la verdadera música, que acaba cuando perdemos este cantar juntos y este sentir juntos.
En el establo de Belén el cielo y la tierra se tocan. El cielo vino a la tierra. Por eso, de allí se difunde una luz para todos los tiempos; por eso, de allí brota la alegría y nace el canto (Benedicto XVI, homilía de Nochebuena 2007).
[26] La Eucaristía nos educa a gozar junto con los otros, sin retener para nosotros mismos la alegría recibida como don. Alegrarnos siempre en el Señor (Flp 3, 1), alegría del encuentro fraterno y alegría de compartir la misma alegría. La alegría de la Eucaristía será verdadera cuando nos haga decir con verdad: «Hemos visto al Señor» (Jn 20, 24).
Cantar la Misa (no simplemente cantar en la Misa) es un buen síntoma de que
ciertamente el Señor Jesús ha venido a hacer comunión con nosotros, a hacer «pascua» en nosotros: ¡Nos colmarás de alegría, Señor, con tu presencia! (cfr. Is 9, 2; Sal 16, 11). En
nuestra asamblea eucarística, la asamblea celestial se nos une y canta con alegría las alabanzas del Cordero inmolado que vive para siempre, porque con Él ya no hay más luto, ni llanto, ni lamento. Gozo y alegría que serán colmados en nuestro destino definitivo, cuando los que compartimos y compartiremos la muerte de Jesucristo, compartamos con El la gloria de la
resurrección, «cuando Cristo haga resurgir de la tierra a los muertos, y transforme nuestro cuerpo
frágil en cuerpo glorioso como el suyo... en tu reino, donde esperamos gozar todos
juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte como tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas» (Plegaria Eucarística III).
[27] Él habla «aquí y ahora», en la celebración eucarística, a los que quieren escucharlo. El comienzo de la vida espiritual cristiana es la actitud de escucha. Creer en Cristo es escuchar su palabra y ponerla en práctica; lo que es lo mismo que la actitud de docilidad a la voz del Espíritu Santo, el Maestro interior (cfr. CEC 1697, 1995, 2672, 2681) que nos guía a la verdad completa (Jn16. 13): verdad en el conocer y verdad en el obrar. Cfr. 2M 1, 3; Sal 40, 8s; Mc 3,31-35; Jn 6, 63.E1 culto que Dios quiere: «llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores
verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad» (Jn 4, 23s).
Este nuevo culto, el que Dios quiere, se ha realizado en plenitud en Cristo que «al
entrar en este mundo, dice: Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo —pues de mí está escrito en el rollo del libro— a hacer, oh Dios, tu voluntad!» (Hb 10, 5-7).
El relato de Jesús en el huerto de Getsemaní es una descripción admirable de la
profunda realidad antropológica, teológica y cristológica que configura el culto que Dios quiere(cfr. CEC 2746-2751).
Escuchar la Palabra de Dios y ponerla por obra es ciertamente la lámpara (cfr. Sal 118, 105-112) que ilumina nuestros pasos en esta vida y produce como fruto «hacer la voluntad de Dios»; fruto que madura en el vivir cotidiano de la vida del cristiano, para lo cual es necesario tener afinado el oído del corazón. La lectura personal de las Sagradas Escrituras, su meditación y contemplación son los instrumentos adecuados para tal fin.
[28] Cfr. Lc 11, 34-36. Es urgente descubrir la humildad de la vida de Nazaret y la necesidad que tenemos, para nuestra vida, de esa humildad. Es una humildad propia de los comienzos. Del que cada día comienza de nuevo. Del que cada día se considera como «recién llegado».
No hay rechazo más escandaloso de esta imagen que cuando de la vida del cristiano y de la Iglesia se apodera el espíritu del «deseo de ser», de ser importantes, de ser estimados, de la «lucha por el poder», de la carrera por ser considerados y por imponerse a los demás. Es la antítesis de Cristo, el «cordero manso» (Jr 11,19).
Pidamos el don de la humildad:
«Jesús manso y humilde de Corazón, óyeme. Del deseo de ser lisonjeado, líbrame Jesús. Del deseo de ser alabado, líbrame Jesús. Del deseo de ser honrado, líbrame Jesús. Del
deseo de ser aplaudido, líbrame Jesús. Del deseo de ser preferido a otros, líbrame Jesús. Del deseo de ser consultado, líbrame Jesús. Del deseo de ser aceptado, líbrame Jesús.
Del temor de ser humillado, líbrame Jesús. Del temor de ser despreciado, líbrame Jesús. Del temor de ser reprendido, líbrame Jesús. Del temor de ser calumniado, líbrame Jesús. Del temor de ser olvidado, líbrame Jesús. Del temor de ser puesto en ridículo, líbrame Jesús. Del temor de ser injuriado, líbrame Jesús. Del temor de ser juzgado con malicia, líbrame Jesús.
Que otros sean más estimados que yo, Jesús dame la gracia de desearlo. Que otros crezcan en la opinión del mundo y yo me eclipse, Jesús dame la gracia de desearlo. Que otros
sean alabados y de mí no se haga caso, Jesús dame la gracia de desearlo. Que otros sean
empleados en cargos y a mí se me juzgue inútil. Jesús dame la gracia de desearlo. Que otros sean preferidos a mí en todo, Jesús dame la gracia de desearlo. Que los demás sean más santos que yo, con tal que yo sea todo lo santo que pueda, Jesús dame la gracia de desearlo.
Oh Jesús que, siendo Dios, te humillaste hasta la muerte, y muerte de cruz, para ser ejemplo perenne que confunda nuestro orgullo y amor propio: concédenos la gracia de aprender y practicar tu ejemplo para que, humillándonos como corresponde a nuestra miseria aquí en la tierra, podamos ser ensalzados hasta gozar eternamente de ti en el cielo. Amén»(CARDENAL RAFAEL MERRY DEL VAL, Letanías de la humildad). ¡SANTA HUMILDAD DE CRISTO! ¿QUIÉN TE ENCONTRARÁ?
[29] Ilumina el camino de la vida de la Iglesia y del cristiano porque la humildad es el camino necesario e ineludible para llegar a lo que el Señor nos tiene reservado. «El que se ama a sí mismo no puede amar a Dios; en cambio, el que, movido por la superior excelencia de las riquezas del amor a Dios, deja de amarse así mismo ama a Dios. Y, como consecuencia, ya no busca nunca su propia gloria, sino más bien la gloria de Dios. El que se ama a sí mismo busca su propia gloria, pero el que ama a Dios desea la gloria de su Hacedor.
En efecto, es propio del alma que siente el amor a Dios buscar siempre y en todas sus
obras la gloria de Dios y deleitarse en su propia sumisión a él, ya que la gloria conviene a la
magnificencia de Dios; al hombre, en cambio, le conviene la humildad, la cual nos hace entrara formar parte de la familia de Dios. Si de tal modo obramos, poniendo nuestra alegría en la
gloria del Señor, no nos cansaremos de repetir, a ejemplo de Juan Bautista: Él tiene que crecer y yo tengo que menguar.
Sé de cierta persona que, aunque se lamentaba de no amar a Dios como ella hubiera
querido, sin embargo, lo amaba de tal manera que el mayor deseo de su alma consistía en que
Dios fuera glorificado en ella, y que ella fuese tenida en nada. El que así piensa no se deja
impresionar por las palabras de alabanza, pues sabe lo que es en realidad; al contrario, por su gran amor a la humildad, no piensa en su propia dignidad, aunque fuese el caso que sirviese a
Dios en calidad de sacerdote; su deseo de amar a Dios hace que se vaya olvidando poco a poco de su dignidad y que extinga en las profundidades de su amor a Dios, por el espíritu de humildad, la jactancia que su dignidad pudiese ocasionar, de modo que llega a considerarse siempre a sí mismo como un siervo inútil, sin pensar para nada en su dignidad, por su amor a la humildad. Lo mismo debemos hacer también nosotros, rehuyendo todo honor y toda gloria, movidos por la superior excelencia de las riquezas del amor a Dios, que nos ha amado de verdad» (DIADOCO
DE FOTICÉ, Sobre
la perfección espiritual, Caps. 12.13.14: versión castellana para el Oficio de Lecturas del viernes II del Tiempo Ordinario).
[30] El Himno del Oficio de lectura del martes IV presenta así la Palabra de Dios:
¡Espada de dos filos / es, Señor, tu palabra! / Penetra como fuego / y divide la entraña. // ¡Nada como tu voz, / es terrible tu espada! / ¡Nada como tu aliento, / es dulce tu palabra! // Tenemos que vivir / encendida la lámpara, / que para virgen necia / no es posible la entrada. /No basta con gritar/solo palabras vanas, /ni tocar a la puerta / cuando ya está cerrada. // Espada de dos filos que me cercena el alma, / que hiere a sangre y fuego / esta carne mimada, / que mata los ardores /para encender la gracia. // Vivir de tus incendios, / luchar por tus batallas, /dejar por los caminos /rumor de tus sandalias. / ¡Espada de dos filos / es, Señor, tu palabra! 88 Amén.
Verbum Domini: Palabra que sale de la boca de Dios. Palabra viva con la que Dios interpela al hombre... ¡nos interpela a nosotros! Y nos interpela en lo más íntimo de nosotros mismos (cfr. Hb 4, 12), hasta el punto de dejar al descubierto las intenciones más profundas de nuestro corazón (cfr. Lc 2,35). Y es que Dios tiene un deseo «incontrolable» de comunicarse con el hombre, de comunicar, de hacer participar, a su creatura de su ser, su propia vida: la vida trinitaria. Un solo ejemplo: «Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí: a los Baales sacrificaban, y a los ídolos ofrecían incienso. Yo enseñé a Efraím a caminar, tomándole por los brazos, pero ellos no conocieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer» (Os 11, 1-4).
[31] La Eucaristía nos educa a gozar junto con los otros, sin retener para nosotros mismos la alegría recibida como don. Alegrarnos siempre en el Señor (Flp 3, 1), alegría del encuentro fraterno y alegría de compartir la misma alegría. La alegría de la Eucaristía será verdadera cuando nos haga decir con verdad: «Hemos visto al Señor» (Jn 20, 24).
Cantar la Misa (no simplemente cantar en la Misa) es un buen síntoma de que
ciertamente el Señor Jesús ha venido a hacer comunión con nosotros, a hacer «pascua» en nosotros: ¡Nos colmarás de alegría, Señor, con tu presencia! (cfr. Is 9, 2; Sal 16, 11). En
nuestra asamblea eucarística, la asamblea celestial se nos une y canta con alegría las alabanzas del Cordero inmolado que vive para siempre, porque con Él ya no hay más luto, ni llanto, ni lamento. Gozo y alegría que serán colmados en nuestro destino definitivo, cuando los que compartimos y compartiremos la muerte de Jesucristo, compartamos con El la gloria de la
resurrección, «cuando Cristo haga resurgir de la tierra a los muertos, y transforme nuestro cuerpo
frágil en cuerpo glorioso como el suyo... en tu reino, donde esperamos gozar todos
juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte como tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas» (Plegaria Eucarística III).
[32] Los acólitos "… en la liturgia son mucho más que simples ayudantes del párroco, son sobre todo servidores de Jesucristo, el Sumo y eterno Sacerdote. Están llamados en particular a ser … amigos de Jesús, profundizando y cultivando esta amistad con El" (Alocución de Juan Pablo II a los acólitos. Agosto 2001 Plaza San Pedro - Roma)
[33] Los Ostiarios son los hermanos que deberían tener un amor particular por la Liturgia y por el servicio a los hermanos. Digo deberían, porque hay aquí muchos que aspiran a este carisma para realizarse o para sentirse realizados. Imaginaos que uno en la vida ha estado siempre sometido y no se siente realizado, que ocasión mejor que la de Ostiario, que es una figura digamos fundamental para la comunidad y para mandar a los demás. Hay muchos hermanos que han destruido la comunidad y a si mismos por sobresalir.
Dice Jesús que quien quiera ser el primero que sea el último. El primero no existe en este servicio, existe el último, y tú hermano, que te prestas para hacer este servicio, ten presente que eres el siervo de todos, que eres el último. El Ostiario debe hacerse humilde tomando ejemplo de Cristo, su Señor, debe servir a los hermanos, siervo detrás de los siervos. El primer Ostiario de la comunidad, como para todos los otros carismas, es el Responsable, es él el que coordina a los demás. Un Ostiario hace el servicio en la oración y no en la murmuración. La murmuración viene de Satanás. Sabemos que cuando Israel murmuró en el desierto contra Dios aparecieron las serpientes venenosas en el campamento. Un Ostiario no debe buscar su propio interés, no debe sufrir especialmente cuando algún hermano le toca una flor, o le dice que esto no está bien puesto así, ¡sino que va mejor así! Cuantos de vosotros, decir la verdad, cuantos de vosotros se han encontrado en esta situación. ¡Y cuantos hermanos así de pesados hay en la comunidad! Decidme cuantas veces lo habéis pensado. ¡No hermanos!, no. ¡Recordad que el otro es Cristo!, que si tu murmuras contra tu hermano, si tu le juzgas, ¡murmuras y juzgas a Cristo!, porque en la comunidad ¡el otro es Cristo!, no lo olvidéis, ¡El otro es Cristo! (CONVIVENCIA DE KIKO ARGÜELLO CON LOS RESPONSABLES Y OSTIARIOS DEL CAMINO NEOCATECUMENAL)
[34] Tened la mente libre de las cosas del mundo; purificad vuestra mente. ¡Fijadla en Dios! No esperéis ser recompensados por los hombres, y repetid siempre: Somos siervos inútiles, ¡porque quién se humille será ensalzado! Haced aquello que se os haya dicho con humildad, lo repito, ¡con humildad y sin murmurar! Muchos Ostiarios no viven las celebraciones, ¡porque están siempre con ansia! No hermano, no estés en ansia porque tengas miedo de que tu hermano te juzgue. Te agitas, te preocupas, tienes sudor frío... Durante la celebración tienes que tener el oído abierto para escuchar la Palabra, estate atento porque el adversario rápidamente te lleva a verdes pastos para que no escuches nada, ¡y te engaña! Otra cosa importantísima: la celebración de la Palabra no tiene que ser considerada de menor importancia que la Eucaristía. Muchos ponen rápidamente una alfombra, la cruz etc... tanto da la liturgia de la Palabra, no es la Eucaristía... ¡Debes preparar de la misma manera, con cuidado y con amor, porque, te repito, ya lo he dicho, nosotros somos hombres que a través de los signos llegamos al conocimiento de Dios! (Catequesis DE KIKO ARGÜELLO CON LOS RESPONSABLES Y OSTIARIOS DEL CAMINO NEOCATECUMENAL)
[35] Cfr. Hch 2, 1ss; Jn 17, 20-26: evangelio propio de esta Misa; Flp 2,1s. El «hacedor» de la comunión es el Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo (el Siervo de Yahveh que no se resistió al mal que le hacían (cfr. Mt 5, 39) y de esta forma venció al mal con el bien (cfr. Rm 12, 17.21). El Espíritu Santo, como es Espíritu, solo modela nuestro espíritu de forma espiritual, esto es en la oración (cfr. CEC 2558). Además, para que el milagro de la comunión pueda realizarse, suscita carismas que, «presidiendo en la caridad», gobiernan sirviendo a la comunión; administran,
como José (cfr. Gn 51, 55-57), los tesoros del amor, la unidad, la caridad y la comunión, atesorados en el Triduum sacrum en el que se enmarca el mysterium paschale (EE 2), a la Iglesia y la humanidad entera que está hambrienta y clama.
[36] La Eucaristía es, en sentido específico, «memorial» de la muerte y resurrección del Señor; pero ambos extremos, absolutamente inseparables (EE 5), incluyen todo lo que ha hecho y dicho el Señor y toda la historia de la salvación, hasta el punto de impulsar a «que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1, 10). Cfr. 1 Co 13, 12. Esta experiencia de «ver de nuevo a su Señor inmortal», ¿quedó reservada a la Iglesia naciente? De ninguna manera. Nosotros podemos disfrutar hoy de aquellos milagros (en el tiempo
verbal imposible para nuestra gramática: «pasado en presente»), ya que «a aquel lugar y a aquella hora vuelve espiritualmente todo presbítero que celebra la Santa Misa, junto con la comunidad cristiana que participa en ella» (EE 4).
Del «memorial» eucarístico brota, de forma natural pero por virtud sobrenatural, una vida distinguida por la «gratitud», por el «"asombro" eucarístico» que nos lleva
necesariamente a un serio sentido de «responsabilidad» ante nuestra vida, la vida de la Iglesia y la vida de toda la humanidad.
[37] Para evangelizar el mundo son necesarios apóstoles «expertos» en la celebración, adoración y contemplación de la Eucaristía (cfr. JUAN PABLO II, Mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones 2004, 3). Y en consecuencia: ¿cómo anunciar a Cristo sin volver, regularmente, a conocerlo en los santos misterios?; ¿cómo dar testimonio sin alimentarse de la fuente de la comunión eucarística con Él?; y ¿cómo participar en la misión de la Iglesia, libre de todo individualismo, sin cultivar el vínculo eucarístico que nos une con cada hermano de fe, incluso con cada hombre?
«Nuestra misión es de amor, de auténtico amor, de verdadero amor, con todas sus consecuencias —que las tiene muy graves el amor— y con todas sus exigencias —que son muy grandes las exigencias del amor—. Porque hay que entregarse del todo, hay que darse del todo. La santidad no olvidemos que es amor... No hay más deber que hacer lo que Dios quiere en cada momento. Que esto os entre por los ojos y por los poros de vuestro cuerpo, y penetre hasta el fondo del alma: que no hay otra santidad más que ésta: cumplimiento de la voluntad de Dios. Lo demás es mentira, engaño de Satanás... como el demonio no puede con nosotros, no tiene más resorte que entretenemos, y nosotros nos dejamos entretener.
Planes, organizaciones,... Pero, si después, la oración, la compenetración con el Señor, la vida íntima de unión con Él se esfuma con tanto apostolado, con tanta actividad y con tantas empresas, al fin y al cabo nos ha jugado una mala partida el diablo: nos ha entretenido, haciéndonos jugar al apostolado» (José MARÍA GARCÍA LAHIGUERA, Santidad sacerdotal, Ed. S. Pablo, Madrid 1998, 44s).
"La adoración... llega a ser... unión. Dios no solamente está frente a nosotros, como el totalmente Otro. Está dentro de nosotros, y nosotros estamos en él. Su dinámica nos penetra y desde nosotros quiere propagarse a los demás y extenderse a todo el mundo, para que su amor sea realmente la medida dominante del mundo. Yo encuentro una alusión muy bella a este nuevo paso que la última Cena nos indica con la diferente acepción de la palabra adoración en griego y en latín. La palabra griega es proskynesis. Significa el gesto de sumisión, el reconocimiento de Dios como nuestra verdadera medida, cuya norma aceptamos seguir. Significa que la libertad no medida de la verdad y del bien, para llegar a ser, de esta manera, nosotros mismos, verdaderos quiere decir gozar de la vida, considerarse absolutamente autónomo, sino orientarse según la y buenos. Este gesto es necesario, aun cuando nuestra ansia de libertad se resiste, en un primer momento, a esta perspectiva. Hacerla completamente nuestra sólo será posible en el segundo paso que nos presenta la última Cena. La palabra latina para adoración es ad orado, contacto boca a boca, beso, abrazo y, por tanto, en resumen, amor. La sumisión se hace unión, porque aquel al cual nos sometemos es Amor. Así la sumisión adquiere sentido, porque no nos impone cosas extrañas, sino que nos libera desde lo más íntimo de nuestro ser" (BENEDICTO XVI, Homilía en la Solemnidad de 1a Asunción de la Virgen María, 15 de agosto de 2005).
Observación I
Si no se dice otra cosa, las notas provienen de la obra de
MOLINERO ESPADAS, ANTONIO CÉSAR, Para el “asombro eucarístico”, Catecumenium Enero-Junio(2006)116 -133
Observación II
Todos tenemos sueños al respecto. Si cree que sea útil un sueño suyo, para completar la lista haga llegar su sueño al web-hermano.