Comentarios de Sabios y Santos a las lecturas del Domingo 7 Tiempo Ordinario B: Preparemos la Fiesta con ellos
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A su disposición
Exégesis: R.P. José María Solé Roma, C.M.F. sobre las tres lecturas
Exégesis: R.P. José A. Marcone, I.V.E
Comentario Teológico: R.P. Leonardo Castellani - “Yo puedo perdonar los pecados”
Santos Padres: San Ambrosio - La curación del paralítico
Aplicación: R.P. Raniero Cantalamessa OMCap - Del remordimiento a la alabanza: Cristo continúa perdonando los pecados
Aplicación: R.P. Ervens Mengelle, I.V.E. - Jesús, el sacerdote
Aplicación: Mons. Fulton Sheen: La incredulidad de los escribas y fariseos
Aplicación: R.P. Gustavo Pascual, I.V.E. - La salud corporal, signo de la salud espiritual
Ejemplos predicables
Exégesis: R.P. José María Solé Roma, C.M.F. sobre las tres lecturas
Sobre la Primera Lectura (Isaías 43, 18-19. 21-22.24-25)
El Profeta presenta la inminente liberación. Dios va a realizar con su Pueblo maravillas insospechadas:
- Los prodigios realizados en el Éxodo de Egipto van a quedar inmensamente superados por la nueva obra de liberación y redención que Dios prepara (18). El Éxodo es el punto de partida de la Historia Salvífica. Esta avanza en línea siempre ascendente. El Éxodo es el germen, germen con un dinamismo divino en su entraña (19). Es Dios quien planea, dirige, realiza la Historia Salvífica. De ahí su perenne vitalidad, su eterna novedad: “Mirad: Todo cristiano es una creación nueva” (2Cor 5, 17). Dijo el que estaba sentado en el Trono: “Mirad: Todo lo renuevo” (Ap 21, 5).
- El pueblo de la Nueva Economía es también del todo 'nuevo'. El de la Alianza del Sinaí ha sido desobediente, olvidadizo de Dios, propenso a la idolatría: “No me has invocado; te has cansado de mí, Israel” (21 b). En vez de someterse a la santa voluntad de Dios ha intentado someter a Dios a sus caprichos; en vez de honrar y glorificar a Dios le ha fastidiado con sus incesantes rebeldías (24 b). Dios va a formarse un Pueblo nuevo de fieles adoradores y servidores: “El Pueblo que Yo he formado cantará mis alabanzas” (21 a).
- Esta renovación no es meramente exterior y superficial. Se trata de la obra divina que los teólogos llamarán justificación y santificación. Dios arranca de nuestro corazón el pecado y nos enriquece de su Gracia, de su misma Vida divina. Obra maravillosa. La creación del universo de la Gracia supera sin medida la creación de la Naturaleza: “Esta será la Alianza Nueva: Pondré mi Ley en su interior, y sobre sus corazones la escribiré; perdonaré su culpa y de sus pecados no me acordaré más: Yo seré su Dios y ellos serán mi Pueblo” (Jer 31, 34). Isaías ve también la Nueva Alianza en la que Dios, por obra de una maravillosa y misteriosa Redención, tendrá fieles adoradores; purificados de todo pecado: redimidos: “Yo soy, Yo soy quien borro tu culpa y no me acordaré ya más de tus pecados” (25). Evidentemente, la Redención del pecado que tenemos por Cristo Redentor es infinitamente superior a la redención de Egipto y de Babilonia.
Sobre la Segunda Lectura (2Corintios 1, 18-22)
Pablo se defiende de quienes le acusaban de acomodaticio y voluble; acusación que de rechazo dañaba la doctrina que él predicaba:
- Cristo, que es el mensaje que Él predica, no es compromiso, doblez o acomodación: “Jesucristo, Hijo de Dios, que os hemos predicado, no fue sí y no, sino en Él todo es sí” (19). Cristo es “el Verdadero” (1Jn 5, 20); Cristo “es la Verdad” (Jn 14, 6). Cristo es el “sí' de Dios, 'por cuanto en Él son 'sí' todas las promesas de Dios” (20). Cristo es el 'sí' por cuanto en El hallan cumplida saciedad todos los anhelos humanos. Cristo es el 'sí' por cuanto en El hallan respuesta y solución todos nuestros interrogantes y problemas. Y es, por su sacramento, prenda y pregusto de nuestra perfecta felicidad (Dom VII Postcom.).
- Y como es el 'sí', es el 'amén' (20 b). “Amén” es una expresión aramea que significa: firme, fiel. Los Profetas nos dan la equivalencia: “Dios Amén'= 'Dios Fiel” (Is 65, 16). El Apocalipsis da a Jesús el apelativo: 'Amén': “Esto dice el Amén” (Ap 3, 14). Frente a toda creatura que es limitación e impotencia, inconstancia y versatilidad, falsía y zozobra, Cristo es 'Amén': es perfección y eficacia, firmeza y eternidad, verdad y fidelidad. Los cristianos en Él estribamos. Es nuestro apoyo que no puede fallar. Por eso, por medio de Él, elevamos al Padre nuestra glorificación (20 b), seguros de que seremos aceptos al Padre. Toda nuestra liturgia, dice San Agustín, se resume en cantar 'Amén' y Alleluia: “Tota actio nostra: Amen et Alleluia” (P. L. 39, 1632).
- Pablo, en virtud de la elección que de él ha hecho Cristo para el apostolado, participa de esta firmeza, verdad y fidelidad de Cristo. También él es 'sí' y 'amén'. Todo apóstol que de verdad conecte con Cristo es el 'sí' y el 'amén' de Cristo. Y como tal deben los fieles aceptarle y acogerle. En virtud del carisma del apostolado: “Es Dios quien nos consolida en Cristo; quien nos ungió; quien nos marcó con su sello; quien como arras nos dio el Espíritu en nuestros corazones” (22). Los fieles, al adherirse a quien ricamente Dios acredita, se adhieren a Cristo mismo.
Sobre el Evangelio (Marcos 2, 1-12)
La curación del paralítico -'hijo' le llama Jesús- va a ser un 'signo' de su misión Mesiánica:
- La misión de Jesús es Salvífica. Debe redimirnos de la esclavitud del pecado. El paralítico es un símbolo muy expresivo de las cadenas con que nos esclaviza el pecado. El Redentor, para que entendamos que nos, trae esta Redención del pecado, cura al paralítico: “Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene el poder de perdonar los pecados, dice al paralítico: Yo te lo ordeno: “Levántate”” (11). Jesús es el verdadero y único Redentor. Ningún hombre podía redimirnos del pecado.
- La sublime serenidad con que Jesús dice al paralítico: “Tus pecados quedan perdonados” (5) nos indica la llegada de la Nueva Economía. Isaías (43, 25) y Jeremías (31, 34) prenunciaron esta Nueva Alianza en la que Dios ya no se acordará de nuestros pecados. Tenemos ya al Redentor que los expiará todos. Y nos deja su Redención en los sacramentos que borran nuestros pecados.
- Apropiémonos esta Redención con fe, amor y gratitud: “Dios por Cristo nos reconcilió consigo; y a nosotros nos confió el ministerio de la reconciliación. En nombre, pues, de Cristo os lo rogamos: Reconciliaos con Dios” (2Cor 5, 18. 20).
- Sepamos mirar a los hombres con esta mirada y prestarles esta ayuda misericordiosa trascendente.
Ayudemos a tanto enfermos y paralíticos juntos. Ellos n saben, ni pueden solos ir a Cristo. Su médico, guiémoslos y conduzcámoslos. ¡Cuán hermoso servicio! ¡Abrir caminos de Cristo a los hombres y de los hombres a Cristo!
(SOLÉ ROMA, J. M., Ministros de la Palabra. Ciclo B, Ed. Herder, Barcelona, 1979)
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Exégesis: R.P. José A. Marcone, I.V.E
Composición de lugar
(Mc 2, 1-12)
El evangelista San Marcos sitúa la primera actividad apostólica de Jesús en el norte de Palestina, en lo que se conocía por Galilea, más específicamente, en la ciudad de Cafarnaúm. Jesús hizo de esa ciudad el centro de su ministerio público en Galilea. Dos domingos atrás leíamos en el evangelio de Marcos que Jesús, luego de predicar en la sinagoga de esa ciudad, se dirige a la casa de Pedro, donde cura a la suegra de Pedro, que estaba enferma en cama.
En el evangelio que hemos leído hoy (2,1-12) se dice que “había corrido la voz de que estaba en casa”. ¿A qué ‘casa’ se refiere? Sin duda, a la casa de Pedro. En el siglo XX se hicieron en la zona pacientes e importantes excavaciones e investigaciones arqueológicas. Sacaron a la luz una imponente sinagoga y una serie de habitaciones dispuestas como pequeños barrios, es decir, un complejo de casitas construidas con piedras de basalto y que tenían algunas partes en común, como el ingreso, uno o dos patiecitos y el hogar para hacer fuego. Allí vivían en clan. Cerca del lago de Galilea se encontró una de estos ‘barrios’, una de cuyas casas había sido convertida en templo y tenía alrededor unas paredes que la circundaban y la protegían. Todo esto coincide con el testimonio escrito de una mujer cristiana que estuvo peregrinando por toda Tierra Santa alrededor del año 350. Esta famosa peregrina, llamada Egeria, dice: “En Cafarnaúm, de la casa del Príncipe de los apóstoles hicieron una iglesia cuyas paredes se conservan hasta hoy tal como estaban”1. La puerta de esta casa daba a la plaza mayor, donde había un espacio bastante amplio donde Marcos dos veces recuerda (1,33 y 2,2) la reunión de toda la ciudad. Hoy esa casa está cubierta por una gran iglesia; ha quedado como encerrada en un templo donde se puede celebrar la misa con la vista de las paredes donde vivió el primer Papa y donde habitó el mismo Señor Jesucristo.
Gracias a estos descubrimientos arqueológicos se puede saber bien cómo estaban construidas estas casas: las paredes con piedras de basalto talladas rústicamente en forma cuadrada y pegadas con una mezcla de ripio y barro. Del lado externo de la casa había una escalerita que llevaba al techo, para repararlo. El techo estaba hecho con una reja de madera cubierta de una capa hecha con cañas y barro mezclado con paja. Por eso no fue tan difícil para los cuatro hombres que llevaban al paralítico poner por obra su genial idea.
“La casa de Simón Pedro, la cual se transformará enseguida en domus ecclesia, es ya hoy, por la presencia de Cristo, un lugar sagrado en el cual Jesús “dice la palabra” (Mc 2,2), es decir anuncia la buena noticia de la salvación, perdona los pecados y sana al paralítico. Todo esto es como un preanuncio y figura de lo que será la Iglesia de Cristo, bajo la guía de Pedro, en todas partes del mundo: la Iglesia es y debe ser ‘el sacramento universal de la salvación’ (Lumen Gentium, 48), lugar de reconciliación y de salvación, casa de consuelo y de esperanza para todos los pobres de la tierra”.2
Notas
1 Cf. MARCHESI, G., Il Vangelo della Speranza, Città Nuova Editrice, Roma, 1990, p. 291. Todos los datos arqueológicos los toma de CORBO, V., Cafarnao, la cittá di Gesú, in AAVV, La Storia di Gesú, vol. 2, p. 393.
2 Cf. MARCHESI, G., idem, pp. 305-306.
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Comentario Teológico: R.P. Leonardo Castellani - “Yo puedo perdonar los pecados”
(Mt 9,1-8; Mc 2,1-12; Lc 5,18-26)
En la curación del paralítico de Cafarnaúm verificada en Galilea, en el fin del primer año, hace Cristo la primera afirmación implícita de su Divinidad; no es extraño que este suceso lo relaten los tres Sinópticos, resumido Mateo (IX, 1) y con más pormenores Marcos y Lucas. Es muy importante.
¿Por qué hizo una afirmación solamente implícita? Es obvio que así había de ser. Cristo no podía subirse a una cátedra y proclamar. “Miradme: yo soy Dios.” Lo hubiesen tenido por loco y nadie lo hubiese creído; y lo que es peor, algunos lo hubiesen creído... mal. La mitología pagana estaba llena de dioses que bajaban disfrazados a la tierra para sus hazañas no muy pulcras: para seducir mujeres o vengarse de sus enemigos, que eran los milagros que hacían Júpiter, Juno o Apolo. Los gentiles narraban eso; y los hebreos luchaban contra eso. Por eso quizá se asustó un poco el idólatra Pilato –no lo bastante– cuando los acusadores de Cristo le gritaron: “Éste dice que es Hijo de Dios.” En los Actos de los Apóstoles leemos que a Pablo y a Bernabé los quisieron adorar como dioses los habitantes de Listra en Licaonia después del milagro del hombre cojo. Salió el sacerdote de Júpiter con un toro para hacerles un sacrificio, de lo cual se indignaron grandemente los dos judíos; a los cuales los habitantes de esa pequeña ciudad griega tomaron por Júpiter y Mercurio: por Júpiter a Bernabé, que era grandote; y por Mercurio a San Pablo, que llevaba la palabra. Así pues, si Cristo hubiera dicho rotundamente desde el principio que era Dios, lo hubiesen tenido por idólatra y pagano. Tenía que revelar un misterio absoluto, algo increíble e incomprensible; y por eso su revelación tenía que ser progresiva y cauta; como dice muy bien Grandmaison, “pedagógica”.
Después de la primera Pascua que celebró en Jerusalén en marzo del año 30 –de nuestra cronología: 36 ó 37 en realidad de verdad– y de unos ocho meses que pasó en Judea, se trasladó Jesús a Galilea después de la muerte del Bautista (a esto llaman la “Primera Misión Galilea”) por Caná, Nazaret, Cafarnaúm, y después por toda la comarca que rodea el Lago de Genesareth. En Cafarnaúm sobre el Lago tuvo lugar este milagro, así como otros muchos; era para Cristo la hermosa ciudad ribereña una especie de centro de operaciones. Allí se habían trasladado su madre y sus parientes, vendido el pequeño taller de San José.
Multitud de gente de todas partes le seguían; entre ellos muchos fariseos, cuya hostilidad ya se había despertado; y probablemente estaba en la casa de uno de ellos, invitado a comer; pues dice Lucas que estaba aquello lleno de “doctores de la ley”. Algunos fariseos invitaban a comer a Cristo, lo cual está muy bien. Pero no siempre con buena intención: era rutina, curiosidad o malicia, más bien que amistad. La muchedumbre se apiñaba de tal manera delante de la casa, que tapaba la puerta; y los buenos vecinos que querían hacer curar a un paralítico, traído en una camilla, no podían entrar. En vez de decir: “no hay nada que hacer” y marcharse con su carga viva, dieron vuelta a la casa, subieron por el gallinero a la terraza, levantaron el techo –es posible que haya habido allí una abertura o trampa– y descolgaron al muerto con camilla y todo por medio de cuerdas –digo, al muerto de miedo– plantándolo delante del Taumaturgo; con lo cual se frotaron las manos y dijeron. “Hemos cumplido.” No le debe haber hecho mucha gracia al dueño de la casa. Confianzudos se pueden llamar éstos realmente. Muestra la excitación que rodeaba por entonces la persona de Cristo. La comarca pastoril y campesina estaba como fuera de sí.
“Ánimo, hijo, te perdono tus pecados”. No esperaban oír eso. Un sobresalto corrió por la corona, quizás gestos de asombro o murmullos. “¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones?”, dijo Cristo volviéndose a los circunstantes. En efecto, pensaban: “Éste blasfema. Nadie puede perdonar pecados sino Dios”. No pensaban mal en eso último, porque es verdad; pero hacían mal en juzgar ligeramente blasfemo a un hombre santo.
“¿Qué es más fácil decir: Te perdono tus pecados, o decir: Levántate y anda?”. Decirlo es igualmente fácil; la cuestión es hacerlo. “Pues bien, para que veáis que el Hijo del Hombre tiene sobre la tierra poder de perdonar los pecados -se volvió al inválido y dijo-, tú levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”. Así lo hizo el favorecido, el cual pacatamente, en vez de salir corriendo, se llevó su sofácama a cuestas, como le mandaron: porque hoy día los muebles están caros. Los que casi salieron corriendo fueron los de afuera al verlo: “Llenos de temor decían: hemos visto lo increíble”.
Esa afirmación nunca se había dado sobre la tierra: “yo puedo perdonar los pecados”. Jamás los hebreos habían soñado –ni ningún otro pueblo del mundo a osadas– que un hombre pudiese condonar las deudas del hombre con Dios; porque en realidad nadie puede, sino el Hijo del Hombre, y a quien Él quisiere delegarlo. Este milagro es el preludio de la institución del sacramento de la Confesión.
Los hebreos celebraban cada año la fiesta de la Expiación “el día diez del séptimo mes”, que ellos llaman Etaním o Tishri. Mataban un novillo por el Pecado y un carnero en Holocausto, o sea en adoración de Dios; y tomando un macho cabrío, Aarón (el sacerdote) le gritaba en voz alta sus pecados y los pecados del pueblo, cargándoselos al pobre “cabrón emisario”. Después un hombre lo llevaba al desierto y lo abandonaba con una patada; y a la vuelta tenía que cambiarse los vestidos, quemarlos y lavarse el cuerpo. El rito tal como está en el Levítico, XVI, es terrible, lleno de sangre y fuego: el sacerdote debía hundir sus manos en la sangre del novillo y untar con ella por todo los dos cuernos del altar; y los restos quemarlos todos, hasta los excrementos. El pueblo empeoró el rito, no llevando el chivo emisario al desierto, sino a un precipicio; y precipitándolo con grandes insultos y alaridos. Todo esto para significar el apesgamiento1 del pecado, su asquerosidad, y una especie de rudo arrepentimiento. Pero si los pecados así acusados “quedaban perdonados” o no eso nadie lo podía decir, fuera de Dios.
Entre los romanos se llamaba culpa al pecado grave y peccatum a cualquier tropiezo que fuese, por ejemplo pecar contra la gramática: peccare significa en latín “tropezar”: pede cadere. Sólo los hebreos y los cristianos vieron el pecado en relación con Dios. Entre los paganos se pecaba contra el hombre, contra la sociedad, en último caso contra el Destino o Fatum, no contra Dios... ¿contra qué Dios, señor mío, si los dioses de ellos era más inicuos y corrompidos que los hombres? Pero el pecado es tan temible porque es una relación con Dios; va contra el autor del orden universal; y lo que es peor, del orden sobrenatural o adopción divina, que ya hemos explicado. Herimos a Dios: “contristamos al Espíritu Santo en nosotros”.
El pecado es el objeto de la religión, porque es la primera relación y la más universal, del hombre con Dios. El primer nombre nuestro con respecto a Dios es pecador. El decir “yo no tengo ningún conflicto con Dios” es declararse hombre irreligioso. La peor herejía de nuestros tiempos es la supresión –supuesta– del pecado. Ahí tienen una obra célebre en nuestros tiempos, la novela de ochocientas páginas “De aquí a la Eternidad” de James Jones, que escandalizó a Norteamérica y de la cual hicieron una cinta. Es un gran fresco muy verídico y minucioso del ejército norteamericano en tiempo de paz, en Hawai, antes del desastre de Pearl-Harbour: “our brave boys”. Un montón de hombres sometidos a una disciplina rígida: bravos, sufridos, altivos, estoicos: una sociedad pagana. Allí se ha suprimido el pecado contra Dios: se peca contra el Reglamento o contra el Camarada o contra el Superior, o contra la Patria. Se ha echado fuera el pecado cristiano; y por tanto todo el Cristianismo. El Pecado retorna en forma de inhumanidad, angustia, crueldad, desesperación. Es un verdadero horror, que sobrecarga el alma: hizo bien el intendente de Buenos Aires al prohibir hace poco su traducción. No se puede dar una idea sin leer el enorme libro de lo que es eso.
El indiferentismo religioso dice: “Uno se pueda salvar fuera de la Iglesia”, primero. Luego dice: “Todas las religiones son buenas”. Después dice: “Todas las religiones son malas”; que es justamente la conclusión de James Jones hacia el final de su encuesta. Finalmente dice: “No hay pecado”; y en este grado el indiferentismo es la cumbre de la irreligiosidad. Suprimid el pecado, la religión queda eliminada por la base.
El hombre que está en pecado es un paralítico. Jesucristo escogió bien su ejemplo. Ni siquiera puede ir por sus propios pies a los pies del Salvador para ser salvado. Hay que agarrarlo entre cuatro, llevarlo en andas, alzarlo y romper un techo; y descargarlo con una cabria. “Y viendo la fe de ellos –dice el Evangelio– se enterneció Jesús”. Es necesario para eso una enorme fe, principio del perdón de los pecados2.
(CASTELLANI, L., El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1977, pp. 343-347)
Notas
1 “Apesgamiento”, del verbo “apesgar” : “Hacer peso o agobiar a alguien”; “ponerse muy pesado” (Diccionario de la Real Academia Española).
2 “Pero Cristo, ungido Pontífice de los futuros Bienes - Para siempre entró en un tabernáculo mejor y perfecto - No hecho de manos de hombres, no de la creación ésta. Ni por la sangre de cabrones y burros - Y la aspersión de cenizas de la vaca - Realizada la Redención Eterna - Entró de una vez en el Santuario. Porque si la sangre de cabrones y novillos - Y la aspersión de las cenizas de la vaca Purifica a los inmundos - Con la pureza de la carne. Cuánto más la sangre de Cristo - Ofrecido él mismo a sí mismo por el Espíritu Eterno -Inmaculado a Dios - Purificará nuestras conciencias de las obras muertas - ¡para servir al Dios vivo! Por esto es Mediador de la Nueva Alianza - Por su muerte - Para redención de las culpas hechas bajo la Otra Alianza - Que reciban los que han sido llamados - Las Promesas de la Alianza Eterna” (San Pablo, Epístola a los Hebreos, IX, 11).
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Santos Padres: San Ambrosio - La curación del paralítico
“Y he aquí que unos hombres que traían en una camilla un paralítico, buscaban introducirle y presentárselo, pero, no encontrando por dónde meterlo, a causa de la muchedumbre, subieron al terrado y por el techo le bajaron en la camilla y le pusieron en medio delante de Jesús”.
La curación de este paralítico no es común ni carece de sentido, puesto que nos dice que antes el Señor ha orado: no para ser ayudado, sino para ejemplo; pues Él nos ha dado un modelo para imitarlo, no ha recurrido a una actuación de menesteroso. Y como estaban allí reunidos los doctores de la Ley de Galilea, Judea y Jerusalén, entre otras curaciones de enfermos, se nos describe cómo fue curado este paralítico.
Ante todo, como ya lo hemos dicho, cada enfermo ha de recurrir a intercesores que piden para él la salud: gracias a ellos la osamenta dislocada de nuestra vida y la cojera de nuestras acciones serán restauradas por el remedio de la palabra celestial. Luego existen consejeros del alma que, no obstante la debilidad del cuerpo, elevan más alto el espíritu humano. Más aún, por su ministerio, de elevarse y abatirse, él será colocado ante Jesús, digno de ser visto por los ojos del Señor; pues el Señor mira la humildad: “Porque Él ha mirado la humildad de su esclava” (Lc 1,48).
Viendo su fe, dice. El Señor es grande: a causa de unos perdona a los otros, y mientras prueba a unos, a otros perdona sus faltas. ¿Por qué, ¡oh hombre!, tu compañero no puede nada en ti, mientras que ante el Señor su siervo tiene un título para intervenir y un derecho para impetrar? Aprende, tú que juzgas, a perdonar; aprende, tú que estás enfermo, a implorar. Si no esperas el perdón de faltas graves, recurre a los intercesores, recurre a la Iglesia, que ora por ti, y, en atención a ella, el señor te otorgará lo que Él ha podido negar.
Y aunque nunca debemos descuidar la realidad histórica y creer que el cuerpo de este paralítico ha sido curado verdaderamente, reconoce, sin embargo, la curación del hombre interior, a quien han sido perdonados sus pecados. Afirmando que sólo el Señor puede perdonarlos, los judíos confesaron vigorosamente su divinidad, y su juicio traiciona su mala fe, puesto que exaltan la obra y niegan la persona Más aún, el Hijo de Dios les ha exigido el testimonio sobre sus obras, sin pedir la adhesión a sus palabras; pues la mala fe puede admitir, mas no creer; luego no falta el testimonio a la divinidad, mas sí la fe para la salvación. Pues es más válido para la fe que se den testimonios involuntariamente, y es una falta más perniciosa negar una cosa cuando se está convencido de ella por sus propias afirmaciones. Es, pues, gran locura que este pueblo infiel, habiendo conocido que sólo Dios puede perdonar los pecados, no crea en El cuando perdona los pecados. En cuanto al Señor, que quiere salvar a los pecadores, El demuestra su divinidad por su conocimiento de las cosas ocultas y por sus acciones prodigiosas; añadió: “¿Qué es más fácil: Decir que tus pecados han sido perdonados, o decir: Levántate y anda?”.
En este lugar hace ver una imagen completa de la resurrección, puesto que, sanando las heridas del alma y del cuerpo, perdona los pecados del alma y ahuyenta la enfermedad del cuerpo, lo cual quiere decir que todo el hombre ha sido curado. Aunque es grande perdonar los pecados a los hombres — ¿quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios, el cual los perdona también por aquellos a los que ha dado la potestad de perdonarlos?—, sin embargo, es mucho más divino resucitar los cuerpos, siendo el mismo Señor la resurrección.
Este lecho que se manda transportar, ¿qué otra cosa significa sino que se manda levantar el cuerpo humano? Es ese lecho que David lava cada noche, como leemos: “Todas las noches inundo mi lecho, y con mis lágrimas humedezco mi estrado” (Ps 6,7). Este es el lecho del sufrimiento donde yacía nuestra alma, víctima de los graves tormentos de su conciencia. Más cuando se conduce según los preceptos de Cristo, no es un lecho de sufrimiento, sino de reposo. La misericordia del Señor ha cambiado en reposo lo que era muerte: es El quien ha cambiado para nosotros el sueño de la muerte en gracia de delicias.
Y no sólo ha recibido la orden de transportar su lecho, sino también de llevarlo a su casa, es decir, de retornar al paraíso; pues es la verdadera casa, la primera que acogió al hombre; y que fue perdida no por derecho, sino por fraude. Con razón se restituye la casa a la venida de Aquel que debía desatar los nudos del fraude y restaurar el derecho.
No media ningún intervalo antes de la curación: en el mismo instante de las palabras se tiene la curación. Los incrédulos lo ven levantarse, se admiran de su salida, y desean más temer las maravillas de Dios que creer; pues, si ellos hubieran creído, no hubieran temido, sino amado; pues “el amor perfecto excluye todo temor” (1Io 4,18). Entonces éstos, que no amaban, calumniaban. A estos calumniadores les dice: “¿Por qué pensáis mal en vuestro corazón?” ¿Quién habla así? El Sumo Sacerdote. El veía la lepra en el corazón de los judíos; muestra que son peores que los leprosos. Aquél, una vez purificado, recibió la orden de presentarse ante el sacerdote; éstos son repudiados por el sacerdote, no sea que con su lepra contagien a otros.
(SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), BAC Madrid 1966, pp. 234-237)
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Del remordimiento a la alabanza: Cristo continúa perdonando los pecados
Lo más importante que la Biblia tiene que decirnos acerca del pecado no es que somos pecadores, sino que tenemos un Dios que perdona el pecado y, una vez perdonado, lo olvida, lo cancela, hace algo nuevo
Raniero Cantalamessa
Un día que Jesús estaba en casa (tal vez en la casa de Simón Pedro, en Cafarnaúm), se reunió tal multitud que no se podía de modo alguno entrar por la puerta. Un grupito de personas que tenía un familiar o amigo paralítico pensó superar el obstáculo destapando el techo y descolgando al enfermo por los bordes de una sábana ante Jesús. Él, vista la fe de aquellos, dice al paralítico: «Hijo, tus pecados te son perdonados».
Algunos escribas presentes piensan en sus corazones: «¡Blasfemia! ¿Quién puede perdonar los pecados, sino Dios sólo?». Jesús no desmiente su afirmación, pero demuestra con los hechos tener sobre la tierra el poder mismo de Dios: «Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados –dice al paralítico--: “A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a casa”».
Lo que ocurrió aquel día en casa de Simón es lo que Jesús sigue haciendo hoy en la Iglesia. Nosotros somos aquel paralítico, cada vez que nos presentamos, esclavos del pecado, para recibir el perdón de Dios.
Una imagen de la naturaleza nos ayudará (por lo menos me ha ayudado a mí) a entender por qué sólo Dios puede perdonar los pecados. Se trata de la imagen de la estalagmita. La estalagmita es una de esas columnas calizas que se forman en el fondo de ciertas grutas milenarias por la caída de agua calcárea desde el techo de la cueva. La columna que pende del techo de la gruta se llama estalactita, la que se forma abajo, en el punto en que cae la gota, estalagmita. La cuestión no es el agua y su flujo al exterior, sino que en cada gota de agua hay un pequeño porcentaje de caliza que se deposita y hace masa con la precedente. Es así que, con el paso de milenios, se forman esas columnas de reflejos irisados, bellas de contemplar, pero que si se miran mejor se parecen a barrotes de una celda o a afilados dientes de una fiera de fauces abiertas de par en par.
Lo mismo ocurre en nuestra vida. Nuestros pecados, en el curso de los años, han caído en el fondo de nuestro corazón como muchas gotas de agua calcárea. Cada uno ha depositado ahí un poco de caliza --esto es, de opacidad, de dureza y de resistencia a Dios— que iba haciendo masa con lo que había dejado el pecado precedente. Como sucede en la naturaleza, el grueso se iba, gracias a las confesiones, a las Eucaristías, a la oración. Pero cada vez permanecía algo no disuelto, y ello porque el arrepentimiento y el propósito no eran «perfectos». Y así nuestra estalagmita personal ha crecido como una columna de caliza, como un rígido busto de yeso que enjaula nuestra voluntad. Se entiende entonces de golpe qué es el famoso «corazón de piedra» del que habla la Biblia: es el corazón que nos hemos creado nosotros mismos, a fuerza de convenios y de pecados.
¿Qué hacer en esta situación? No puedo eliminar esa piedra con mi voluntad sola, porque aquella está precisamente en mi voluntad. Se comprende pues el don que representa la redención obrada por Cristo. De muchas maneras Cristo continúa su obra de perdonar los pecados. Pero existe un modo específico al que es obligatorio recurrir cuando se trata de rupturas graves con Dios, y es el sacramento de la penitencia.
Lo más importante que la Biblia tiene que decirnos acerca del pecado no es que somos pecadores, sino que tenemos un Dios que perdona el pecado y, una vez perdonado, lo olvida, lo cancela, hace algo nuevo. Debemos transformar el remordimiento en alabanza y acción de gracias, como hicieron aquel día, en Cafarnaúm, los hombres que habían asistido al milagro del paralítico: «Todos se maravillaron y glorificaban a Dios diciendo: “Jamás vimos cosa parecida”».
Aplicación: R.P. Ervens Mengelle, I.V.E. - Jesús, el sacerdote
Como hemos escuchado Jesucristo busca demostrar su virtud para perdonar los pecados. Es claro para nosotros. Sin embargo, lo que dice Cristo antes de obrar el milagro suscita la perplejidad de los fariseos: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. ¿Por qué esto suscita perplejidad?
1. El sacerdocio de la Antigua Alianza
Es verdad que es Dios solo quien puede perdonar los pecados, pero también es verdad que Dios mismo había instituido, en el pueblo judío, un grupo de hombres que tuviera la función de interceder para alcanzar ese perdón: “Todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados” (Hb 5,1). Observemos que dice en lo que se refiere a Dios y también por los pecados.
Prácticamente, en todas las religiones ha existido el sacerdocio; siempre los hombres han intuido la necesidad de contar con un mediador ante la divinidad, a los efectos de que la divinidad fuese propicia para ellos. Muchas veces se ha caído en abusos o en cosas abominables. Así, por ejemplo, los sacerdotes egipcios cultivaban la magia, considerando que podían hacer a los dioses cualquier cosa que ellos quisieran. O, entre los aztecas, se realizaban sacrificios humanos. De todos modos, con deformaciones o no, el mediador o sacerdote ha existido siempre. De manera particular, era necesario cuando la divinidad había sido ofendida y estaba airada; para aplacar su ira se acudía al mediador, al sacerdote y se ofrecían sacrificios.
Ahora, a los judíos Dios mismo les dijo cómo rendirle culto: “...dentro del pueblo de Israel, Dios escogió una de las doce tribus, la de Leví, para el servicio litúrgico (cf. Nm 1,48-53)... Un rito propio consagró los orígenes del sacerdocio de la Antigua Alianza (cf. Ex 29,1-30; Lv 8). En ella los sacerdotes fueron establecidos para intervenir en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Instituido para anunciar la Palabra de Dios y para restablecer la comunión con Dios mediante los sacrificios y la oración, este sacerdocio de la Antigua Alianza...” (CEC 1539-1540).
Por eso, los fariseos decían: “¿Por qué este habla así? Está blasfemando...” ya que Dios había establecido otra cosa, porque “es bien manifiesto que nuestro Señor procedía de Judá, y a esa tribu para nada se refirió Moisés al hablar del sacerdocio” (Hb 7,14).
Ahora, este sacerdocio del AT ¿era eficaz para alcanzar el perdón de los pecados y obtener la comunión con Dios? El NT es muy claro: “...allí se ofrecen dones y sacrificios incapaces de perfeccionar en su conciencia al adorador” (Hb 9,9). ¿Y por qué eran incapaces? “Es imposible que sangre de toros y machos cabríos borre pecados” (Hb 10,4): “...este sacerdocio de la Antigua Alianza, sin embargo, era incapaz de realizar la salvación...” (CEC 1540). El AT parece ser más radical; no sólo eran incapaces, sino que incluso no agradaban a Dios: “Sacrificios y oblaciones no quisiste... holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron” (Sal 40,7), cosas ofrecidas conforme a la Ley del AT (cf. Hb 10,8). Entonces ¿para qué existía?
2. El sacerdocio de Cristo
“La liturgia de la Iglesia ve en el sacerdocio de Aarón y en el servicio de los levitas... prefiguraciones del ministerio ordenado de la Nueva Alianza...” (CEC 1541). “Todo ello es figura del tiempo presente...” (Hb 9,9); “sombra y figura de realidades celestiales” (Hb 8,5). Eso tenía un carácter puramente transitorio, para preparar a los hombres a la venida de Cristo: “Todas las prefiguraciones del sacerdocio de la Antigua Alianza encuentran su cumplimiento en Cristo Jesús, “Único mediador entre Dios y los hombres” (1Tm 2,5)...” (CEC 1544).
La respuesta de Jesús, va en este sentido. Si prestamos atención al relato, podemos observar que hay, en la respuesta de Cristo, una curiosa divergencia respecto a lo que eran los pensamientos de los escribas. En efecto, estos pensaban “¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?” Pero Cristo no dice, por ejemplo, “para que veáis que yo soy Dios y puedo perdonar los pecados...etc”, sino que Él dice: “Para que veáis que el Hijo del hombre tiene autoridad (exousía) para perdonar los pecados”. ¿Por qué?
La expresión “Hijo del hombre” está tomada del profeta Daniel (cf. Dan 7,9-10.13-14): es un hombre pero que “viene sobre las nubes del cielo”, es decir, pertenece al ámbito de Dios: señala la naturaleza humana y la naturaleza divina. Pues bien, la condición de mediador exige que alguien entre en contacto con los dos extremos. ¿Qué mejor que quien es, por naturaleza, hombre y Dios? Jesús señala su condición sacerdotal.
Y el pueblo judío ¿sabía que debía venir algo nuevo, diverso de lo que ellos tenían? Había, sí, varios textos en el AT que preparaban el NT. En la primera lectura: “Yo estoy por hacer algo nuevo”. Salmo 40: “Sacrificio y oblación no quisiste, pero me has formado un cuerpo; holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron, entonces dije: ¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios tu voluntad!” (7-9); el profeta Jeremías afirma que se ha de realizar una nueva alianza (cf. Je 31,31-34), lo cual implica un nuevo mediador, un nuevo sacerdote; por ello, tercer texto, el Sal 109 habla de un nuevo orden sacerdotal, “el orden de Melquisedec” y dice la carta a los Hebreos: “Si la perfección estuviera en poder del sacerdocio levítico (AT) ¿qué necesidad había ya de que surgiera otro sacerdote a semejanza de Melquisedec y no a semejanza de Aarón?” (Hb 7,11). O sea estaba indicado que iba a haber un cambio, no se conocía el momento, cuándo iba a tener lugar. Por eso Cristo en su respuesta a los escribas dice “para que sepáis...”
Entonces ¿qué es lo que Cristo quiere manifestar con este milagro? Que Él, en cuanto hombre, tiene poder para perdonar los pecados o, dicho de otro modo, que Él es Sacerdote, ya que todo auténtico sacerdote es un hombre con facultad para intervenir en nombre de Dios para perdonar los pecados (cf. Hb 5,1). Pero, si no pertenece a la tribu de Leví, ¿cómo es que es sacerdote? No queda otra salida que concluir que se trata de ese nuevo sacerdote prometido en el AT. En otras palabras, Cristo al hacer el milagro corrobora su facultad de perdonar los pecados no sólo en cuanto Dios, sino en cuanto hombre; y con esto, está haciéndoles saber a los escribas que ha llegado la nueva disposición establecida por Dios, la Nueva Alianza (cf. 1ª lectura).
Así también se entiende lo que refieren los otros evangelistas al narrar este episodio: “Al ver esto, la gente temió y glorificó a Dios, que había dado tal poder a los hombres” (Mt 9,8); “hoy hemos visto cosas increíbles (parádoxa, Lc 5,26) como si otros milagros de Cristo no hubiesen sido igualmente maravillosos.
Queda un aspecto importante: no hay perdón de los pecados sin sacrificio, ni hay sacrificio sin sacerdote. Esto está indicado en la primera lectura de hoy, aunque veladamente. Hay que tener en cuenta de dónde está tomada esa lectura: es un texto de Isaías que corresponde a la sección en la cual el libro refiere la figura del Siervo de Yahvé, aquel personaje que realizaría la redención por su propio sacrificio. En la lectura de hoy, el texto traducido “me has abrumado con tus pecados”, dice, según la Biblia de Jerusalén: “me has convertido en Siervo (ebed) con tus pecados”. Y Cristo: sangre derramada para el perdón de los pecados.
Así, lo que no conseguían los sacrificios del AT, que era purificar las conciencias, lo realizaría Cristo con su Cruz: “Mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados” (Hb 10,14). Esta perfección se ve aquí por la salud restablecida en el paralítico: “La curación de este paralítico representa la salvación del alma” (San Beda, In Marc 2,3-5)
3. El único sacerdocio de Cristo
Así, pues, sólo Cristo es el verdadero mediador o pontífice, sacerdote. Los anteriores sacerdotes, los del AT, ya vimos que son sólo figuras, prefiguraciones. ¿Y ahora? “Sólo Cristo es el verdadero sacerdote, los demás son ministros suyos” (Santo Tomás cf. CEC 1545) “El único sacerdocio de Cristo se hace presente por el sacerdocio ministerial sin que con ello se quebrante la unicidad del sacerdocio de Cristo” (CEC 1545).
Más aún, “toda la comunidad de los creyentes es, como tal, sacerdotal. Los fieles ejercen su sacerdocio bautismal a través de su participación, cada uno según su vocación propia, en la misión de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey. Por los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación los fieles son consagrados para ser... un sacerdocio santo” (CEC 1546). Como todo sacerdote, cada bautizado debe ofrecer sacrificios a Dios ¿qué sacrificios? “Os exhorto hermanos a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual” (Rom 12,1). “El sacerdocio común de los fieles se realiza en el desarrollo de la gracia bautismal: vida de fe, de esperanza y de caridad, vida según el Espíritu...” (CEC 1547).
“El sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común, en orden al desarrollo de la gracia bautismal… Es uno de los medios por los cuales Cristo no cesa de construir y de conducir a su Iglesia. Por esto es transmitido mediante un sacramento propio, el sacramento del Orden” (CEC 1547)
4. Conclusión
“Teniendo, pues, tal Sumo Sacerdote que penetró los cielos –Jesús, el Hijo de Dios- mantengamos firmes la fe que profesamos... acerquémonos confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para una ayuda oportuna” (Hb 4,14.16). Pidamos también por aquellos que no se acercan a Cristo: “Es tal el poder que tiene la fe, que puede salvar no sólo al que cree, sino también a otros en virtud de la fe de los creyentes. El paralítico de Cafarnaúm no era en verdad un creyente; pero aquellos que lo transportaban, y que lo bajaron del techo, tenían la fe... Los que lo habían llevado, creían; pero al que era paralítico sobrevino la curación” (Cirilo de Jerusalén, Cateq 5,8)
(MENGELLE, E., Jesucristo, Misterio y Mysteria , IVE Press, Nueva York, 2008. Todos los derechos reservados)
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Aplicación: Mons. Fulton Sheen: La incredulidad de los escribas y fariseos
La oposición y el odio de los fariseos, escribas y guías del templo contra nuestro Señor crecía de dentro hacia afuera, como sucede en la mayoría de corazones humanos. Primeramente le odiaron en sus corazones; luego manifestaron su odio a los discípulos de Jesús; más adelante lo manifestaron abiertamente al pueblo; y por último no se recataron de mostrarlo a Jesús.
La mala disposición de su corazón se reveló cuando en Cafarnaúm fue llevado un paralítico a la presencia de Jesucristo. En vez de curarlo inmediatamente por medio de un milagro, nuestro Señor le perdonó los pecados. Como la enfermedad, la muerte y el mal eran efectos del pecado, aunque no necesariamente un pecado personal en un individuo determinado, procedió a atacar la raíz de la enfermedad, o sea el pecado, y se lo perdonó:
“Tus pecados te son perdonados”.
(Mc 2, 5)
En lugar de considerar el milagro como una prueba de aquel que lo realizaba, sus enemigos
“Discurrían en sus corazones, diciendo:
¿Por qué habla este hombre así?
¡Blasfema! ¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?”
(Mc 2, 7)
Ellos veían claramente que Cristo estaba obrando como Dios. El Antiguo Testamento decía que tal poder correspondía a Dios. Sólo Dios podía perdonar los pecados, es verdad, pero Dios podía hacerlo y lo estaba haciendo ahora mediante su naturaleza humana. Más adelante transmitiría este poder a sus apóstoles y a los sucesores de éstos:
“A los que perdonéis los pecados,
Perdonados le serán”.
(Jn 20, 23)
Pero los hombres que ejercieran esta autoridad seguirían siendo solamente instrumentos humanos de su divinidad, de la misma manera, aunque en un grado más elevado, que la naturaleza humana de Jesucristo era el instrumento de su naturaleza divina. Aunque los pensamientos de los fariseos permanecían dentro de la mente de ellos, ningún pensamiento escapa, sin embargo, al conocimiento de Dios.
“Y conociendo Jesús en su espíritu
Que discurrían de esta manera dentro de sí mismos,
Les dijo: “¿Por qué discurrís tales cosas en vuestros corazones?
¿Qué es más fácil, decir al paralítico:
Tus pecados te son perdonados;
O decirle: Levántate, y alza tu camilla y anda?
Pues para que sepáis que el Hijo del hombre
Tiene potestad en la tierra de perdonar los pecados
[Dice el paralítico]:
A ti digo: ¡Levántate, alza tu camilla y vete a tu casa!”
Y levantándose, y alzando al punto la camilla,
Salió delante de todos ellos”.
(Mc 2, 8-12)
En sus corazones, Él era culpable de blasfemia porque pretendía tener el poder de Dios. Referente a su autoridad para perdonar pecados, Jesús les dio una prueba palpable de que su pretensión estaba justificada. Aunque no podían negar lo que habían visto, no reconocieron su poder. La fe en Cristo iba aumentando entre la gente del pueblo, pero disminuyendo entre los fariseos, escribas y doctores de la Ley y de todos los pueblos de Galilea y Judea, así como en Jerusalén. Los milagros no constituyen necesariamente un remedio de la incredulidad. Si la voluntad se halla pervertida, toda la evidencia del mundo no será bastante a convencer, ni siquiera una resurrección de entre los muertos.
A partir de aquel entonces los pensamientos de los escribas y de los otros no fueron sino malos. Ahora sus labios proferían expresiones de odio contra los discípulos del Señor.
(FULTON SHEEN, Vida de Cristo, Madrid, Barcelona, Ed. Herder. 1996, pp. 262-)
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Aplicación: R.P. Gustavo Pascual, I.V.E. - La salud corporal, signo de la salud espiritual
(Mc 2, 1-12)
Dos obstáculos tenía el paralítico para llegar a Jesús, uno personal, el impedimento para caminar por sí mismo, su parálisis y un obstáculo exterior, la multitud de gente que rodeaba al Señor.
El obstáculo personal lo va a salvar por los que lo transportaban y el obstáculo exterior por la abertura de un agujero en el techo de la casa donde estaba Jesús, por donde lo introdujeron y lo pusieron delante del Señor.
El obstáculo personal son las cosas que nos impiden ir a Jesús por nosotros mismos. ¿El pecado? El pecado no nos impide ir a Jesús a no ser cuando se nos ha hecho vicio y no nos permite caminar para la curación. El vicio debilita la voluntad, paraliza los buenos deseos, porque aunque los buenos deseos estén en nuestra cabeza, la voluntad no los secunda. El hombre vicioso está acostado en la camilla de sus malos hábitos y está como encadenado a ella. La lleva consigo a donde es transportado, la tiene siempre consigo.
Los obstáculos externos que nos impiden llegar a Jesús pueden ser entre otros: el perder la buena estimación que tienen de nosotros, que nos vean postrados en una camilla, que vean nuestros vicios externos, no darnos tiempo voluntariamente para ir a buscar a Jesús poniendo miles de excusas, el juicio y amor propios, el apego a nuestra mala vida, la falta de libertad en la que nos tienen encadenados los vicios, la vergüenza, dejar los buenos propósitos ante cualquier dificultad, la insaciable sed de placeres sensibles, los criterios mundanos, etc.
Al paralítico lo tuvieron que llevar entre cuatro. Al vicioso lo tienen que llevar. En esto juegan un papel muy importante los conocidos y amigos. Ayudar al enfermo para que llegue a Jesús. Es importante buscar la manera para que el enfermo quiera ser transportado. Rezar para que lo pida, ofrecerle ayuda, hacerse encontradizo sutilmente. Pedir ser llevado ante Jesús es una gracia inmensa que no hay que dejar pasar.
Los que llevan al enfermo tienen que buscar la manera de llegar a la presencia de Jesús que es en definitiva el que sana. Quizá es la única oportunidad que tienen, quizá Jesús no vuelva a estar tan cercano. No podemos volvernos con el enfermo aunque haya muchas dificultades. La hora de la gracia ha llegado, hay que actuar. Los obstáculos siempre estarán pero hay que ingeniárselas para no volver sin cumplir con el objetivo, aunque muchas veces, el enfermo se eche atrás. Comenzar y terminar. Se dio la buena disposición en el enfermo, Jesús quiere curar, hay que tener fe y fortaleza para llegar a Jesús.
Algunas veces no salimos de nuestra mala vida porque no nos dejamos ayudar. Muchas veces no nos acercamos más a Jesús porque no nos dejamos llevar por otras personas. En nuestra vida interior somos como paralíticos para avanzar si no nos dejamos llevar por un director espiritual o un confesor. Respecto a nosotros mismos somos malos consejeros. El que se deja guiar por sí mismo se deja guiar por un tonto, dice San Bernardo.
Jesús se admira de la fe de los que llevaban al paralítico, fe que también tenía el paralítico cuando pidió ser transportado.
Estos hombres no pararon hasta poner al enfermo frente a Jesús, aunque según narra el evangelista tuvieron que romper el techo de la casa. Imaginemos la escena. Jesús hablando, la gente atenta, ruidos en el techo, cascotes que se desprenden, un tragaluz abierto a la fuerza y el paralítico que es descolgado en su camilla ante la sorpresa de todos.
Jesús viendo su fe le dice al paralítico: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. ¿El paralítico venía buscando el perdón de los pecados o su curación física? Seguramente su curación física, aunque había relación para ellos entre pecado y enfermedad. Las palabras de Jesús sorprenden a todos. Al paralítico porque esperaba otra cosa, a la gente que quería ver un signo, a los fariseos que piensan mal de Jesús, lo juzgan como blasfemo ya que sólo Dios puede perdonar los pecados. Jesús obra así para que la revelación mesiánica vaya creciendo, para que vayan conociendo un aspecto más del verdadero Mesías: su poder de perdonar los pecados. También para enseñar que es más importante la salud espiritual que la física y, muchas veces, ésta última es permitida para la salud del alma.
Jesús conoce el juicio interno errado de los escribas y se lo manifiesta. Luego prueba que se equivocaron al juzgar, porque El tiene poder para perdonar pecados. Lo prueba por la curación física. Es más fácil la curación física que la espiritual, una es de orden natural, la otra de orden sobrenatural. Ambas sobrepasan el poder humano tal cual se presenta en este hombre. La física puede probarse ante la vista de todos, la espiritual no. Jesús la prueba a través del signo. El poder de la curación física prueba la verdad del taumaturgo y de sus palabras, luego prueba la curación espiritual.
El “Hijo del hombre” tiene poder para perdonar los pecados. El hombre Jesús puede perdonar los pecados porque es Dios. Y ese hombre que perdona puede trasmitir el poder de perdonar así como trasmitió el poder de curar y de hacer milagros.
Los apóstoles hacían milagros a pesar de ser imperfectos porque su poder procedía de Dios y no de ellos mismos. Los apóstoles perdonaban los pecados, aunque fuesen imperfectos y pecadores, porque lo hacían por el poder trasmitido por Jesús que es Dios.
Jesús prueba su divinidad conociendo el pensamiento, el corazón de los escribas, curando al paralítico y perdonando los pecados.
El paralítico lleno de alegría cogió su camilla y se fue a su casa. Abandonó para siempre la camilla en un rincón olvidado de la casa y comenzó una vida nueva caminando sin llevarla consigo. El vicio había sido derrotado y la libertad llegaba a su plenitud.
La gente se admira del milagro y del poder que Dios comunica a los hombres1. Ciertamente todavía no conocían la divinidad de Jesús pero intuyen que Dios puede comunicar su poder a los hombres para perdonar pecados y para hacer milagros. En este versículo se encierra el asombro ante el sacramento de la penitencia, sacramento instituido por Jesús, por el cual trasmite su poder de perdonar a otros hombres para que en su nombre, en su Persona, perdonen los pecados de los hombres.
1 Cf. Mt 9, 8
El pájaro atado a un cordel.
El santo arzobispo Anselmo de Canterbury vio un día en un jardín, frontero al suyo, a un muchacho muy entretenido jugueteando con un pobre pájaro, al que retenía con un cordel atado a una pata. De vez en cuando lanzábalo al aire; el pájaro creía estar ya libre y se remontaba gozoso; entonces el mozo tiraba de la cuerda y el animalito caía nuevamente a tierra. Y ese juego repetíalo una y otra vez, entre risas y algazara. El Santo se afligió mucho de ver atormentar de aquella suerte a un inocente animalito. Cuando he aquí que desatóse el nudo del cordel y el pájaro desapareció ligero en los aires, dejando al rapazuelo llorando y pataleando. El Santo se holgó de aquel desenlace y reíase muy a su gusto. Como alguien le preguntara por los motivos de su alegría, San Anselmo refirió el suceso, añadiendo: "Mi satisfacción ha sido mucha, porque he creído ver en el pobre pajarito recobrando su libertad, un símbolo de lo que acontece con el alma cuando el sacerdote absuelve a un penitente; se desata de las garras del Maligno y vuela libre y gozosa en el aire puro del Bien." Atendamos y consideremos las palabras de la absolución, que son riquísimas de sentido: "Ego te absolvo a peccatis tuis (“Yo te absuelvo de tus culpas”). ¿Qué mayor don se nos puede hacer? ¿Qué mayor maravilla puede darse? Las manchas que parecían indelebles, se esfuman y desaparecen; las cadenas con que el mal nos aprisionara, se aflojan, y al fin nos sentimos libres, puros y sin mácula.
(Spirago, Catecismo en ejemplos, t. IV, Ed. Políglota, 2ª Ed., Barcelona, 1940, pág. 131)
El zapatero remendón
Según un cuento de Tolstoy, titulado «Quien ve a su prójimo ha visto a Dios», un anciano y piadoso zapatero remendón sueña una noche que Jesucristo pasará ante él al día siguiente. Desde la ventana de su taller, que se halla en un sótano, está mirando con sumo interés a los que pasan. Ve a una pobre mujer que, desesperada, va a suicidarse con su hijo. La invita a entrar, la consuela y la socorre lo mejor que puede. Luego pasa un pobre hombre de estos que van quitando la nieve de la calle. Está transido de frío. El zapatero le invita y le hace entrar en su cuartito para que se caliente y tome un bocado. Y así hasta anochecido. El zapatero espera hasta medianoche. No ha visto pasar a Jesús. Cansado y un poco desilusionado, se prepara para acostarse, pero antes, como de costumbre, quiere leer algún pasaje de la Escritura. Abre el libro y su mirada tropieza con estas palabras: «Siempre que lo hicisteis con alguno de estos mis más pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis.» El zapatero siente subir una oleada de calor de su corazón y comprende que Jesucristo le ha visitado varias veces durante el día en la persona de sus hermanos necesitados.
(Mauricio Rufino, Vademecum de ejemplos predicables, Ed. Herder, Barcelona, 1962, nº 578)
(cortesía: iveargentina.com)