EL ESPIRITU SANTO, DADOR DE VIDA, EN LA IGLESIA, AL CRISTIANO: III. EL ESPIRITU SANTO EN LA VIDA DEL CRISTIANO 3.1 ESPIRITU DE FILICACIÓN
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III. EL ESPIRITU SANTO EN LA VIDA DEL CRISTIANO
a) Dios Padre en el
Antiguo Testamento
b) Espíritu filial en Jesús
c) Espíritu filial en el
cristiano
III. EL ESPIRITU SANTO EN LA VIDA DEL CRISTIANO
3.1. ESPIRITU DE FILIACION
a) Dios Padre en el Antiguo Testamento
San Pablo habla de la adopción de Dios en relación al Pueblo de Israel
(Rom 9,4). Esta adopción expresa la gratuidad de la elección divina,
inspirada únicamente en el amor de Dios, que crea una relación
particular entre Dios y su Pueblo. Cuando Dios está formando a su
Pueblo, lo llama hijo suyo, su primogénito (Ex 4,22-23). Todos los
israelitas, en cuanto miembros del pueblo elegido, son hijos de Dios
(Dt 14,1), objeto de su protección y misericordia:
Bendice, alma mía, al Señor,
y no olvides sus amores.
El, que tus culpas perdona,
que cura todas tus dolencias,
rescata tu vida de la fosa,
te corona de amor y ternura...
Como se eleva el cielo sobre la tierra,
se eleva su bondad sobre sus fieles...
Como un padre siente ternura sobre sus hijos,
siente el Señor ternura por sus fieles. (Sal 103,2-4.11.13).
"Padre de los huérfanos y defensor de la viudas", se llama a Dios en
los Salmos (68,22). Israel es el hijo predilecto, el hijo del corazón:
Vienen con llanto y los guío con consuelo; los llevo a torrentes de
agua, por camino recto, donde no tropiecen, porque soy para Israel un
padre, y Efraím es mi primogénito (Jr 31,9).
Isaías, ante las ruinas del templo y el pueblo en el destierro, elevaba
una conmovida súplica a Dios, recordándole sus amores de Padre:
Quiero recordar las misericordias de Yahveh, su gran bondad para con la
casa de Israel. El fue su salvador en todas sus angustias. Mas ellos se
rebelaron y contristaron a su Santo Espíritu y El se convirtió en su
enemigo. ¿Dónde está el que los sacó del mar, el pastor de su rebaño?
¿Dónde el que puso en Israel su Santo Espíritu? El Espíritu de Yahveh
los llevó a descansar. Así guiaste a tu pueblo para hacerte un nombre
glorioso. Pero, ahora, ¿dónde está tu celo y tu fuerza, la conmoción de
tus entrañas? Porque tú eres nuestro Padre, ya que Abraham no nos
conoce, ni Israel nos recuerda. Tú, Yahveh, eres nuestro Padre, tu
nombre es 'el que nos rescata' por siempre...¡Ah si rompieses los cielos
y descendieses! (Cfr. Is 63,7-64,11).
Incluso, alguna vez, el israelita piadoso se atrevió, como individuo, a
dirigirse a Dios como Padre (Sab 14,3;Eclo 23, 1.4). Pero en el Nuevo
Testamento la palabra Padre y su correspondiente Hijo
adquieren un significado del todo particular. Ningún israelita se
atrevió a dirigirse a Dios con la familiaridad íntima que encierra la
palabra "ABBA".[1]
Cristo fue el primero que la usó, sólo El tenía derecho a hacerlo como
Hijo unigénito del Padre. Y los cristianos, después, en la medida en que
participamos de la filiación de Cristo (Rom 8,29), por haber recibido su
Espíritu, podemos invocar al Padre con la misma palabra familiar,
expresando todo el abandono filial en el Padre.
Al dirigirse a Dios en la oración, Jesús emplea el término arameo Abba,
que no tiene paralelos en todo el Antiguo Testamento. Abba es la palabra
con la que los niños se dirigen a su padre: "papá". Jesús, al enseñar a sus
discípulos a orar con la oración del Padre nuestro, inyecta en la oración
una nota de confianza total. Cierto, sólo puede orar así quien ha renacido
del agua y del Espíritu, quien se ha hecho niño. Sólo el que es como un niño
puede abrir su corazón al Padre sin temor, con toda la intimidad y ternura
que encierra el término Abba. Sin el Espíritu del Hijo, que
testimonia a nuestro espíritu que somos hijos de Dios y ayuda a nuestra
debilidad a pronunciar la palabra Abba, ningún hombre se atrevería a
hacerlo. Es la gran novedad de la oración cristiana.
El Antiguo Testamento no nos revela a Dios en su relación trinitaria de
Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por ello el israelita no podía sentirse hijo
en el Hijo, gozando del mismo Espíritu.
El Padre no ha cesado de decir: "Tú eres mi hijo amado, en quien me
complazco". Y Jesús no ha cesado de decir: Tú eres mi Padre, he venido para
hacer tu voluntad". Recordemos que las "misiones" de la segunda y tercera
personas son la manifestación en la creación y en la historia de las
"procesiones" eternas. Así, pues, la generación eterna del Hijo se
manifiesta en una humanidad que, al entrar en el mundo, dice: "Tú eres mi
Padre, tú me has preparado un cuerpo; aquí estoy para hacer tu voluntad"
(Sal 40,7;Heb 10,5-9).
Cuando el Espíritu Santo cubre con su sombra a María, en el seno de María se
forma una humanidad a la que el Padre dice con verdad: "Tú eres mi Hijo
amado" (Heb 1,5ss). El Espíritu Santo santifica el germen concebido en
María, dándole un alma filial, un amor filial. Jesús, concebido en María por
el Espíritu Santo, puede decir desde este momento lo que leemos en la carta
a los Hebreos:
Al venir al mundo, Cristo dice: "Sacrificio y oblación no quisiste; pero me
has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te
agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo -pues de mí está escrito en el
rollo del libro- a hacer, oh Dios, tu voluntad" (10,5-7).
Cristo, por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios (He
9,14).
Este espíritu filial llena los días y las noches de Jesús en oración e
intimidad con el Padre. El diálogo entre el Padre y el Hijo "Tú eres mi
Hijo-Tú eres mi Padre" es permanente. El Evangelio recoge solo algunos
momentos de este intercambio de amor. A los doce años, Jesús dirá a José y a
María: "¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que tenía que estar en la casa de
mi Padre?" (Lc 2,49). En el Bautismo, al ser ungido con el Espíritu Santo
para su misión, se oyó la voz del cielo: "Tú eres mi Hijo amado, en ti me
complazco"según Mc 1,10-11. Pero Lucas nos dice que Jesús, después del
bautismo, se puso en oración -y
ya conocemos su oración: "Tú eres mi Padre, aquí estoy para hacer tu
voluntad"- y entonces el Espíritu Santo descendió sobre El y se oyó la voz
del cielo: "Tú eres mi Hijo, yo hoy te he engendrado" (Lc 3,21-22; Sal 2,7).
"El Padre engendra a su Hijo incesantemente, en un hoy perpetuo, eterno",
comentará Orígenes2.
Le engendra eternamente en su seno y le engendra como Hijo en todas las
etapas de su vida como Mesías: concepción, bautismo, unción mesiánica (He
10,38), resurrección, glorificación, hasta que la humanidad de Jesús es
revestida plenamente de la condición de Hijo de Dios (Filp 2,9-11).
El espíritu filial de Jesús se expresa en la obediencia, como Siervo fiel a
la misión que el Padre le ha confiado. Aunque Satanás se interponga,
tratando de confundirlo con sus tentaciones: "Si eres Hijo de Dios no seas
siervo, no sufras hambre, muestra el poder de Dios, reina sobre el mundo",
Jesús, con la fuerza del Espíritu, se mantendrá fiel al Padre: "Adorarás al
Señor, tu Dios, a El solo darás culto".
"Para el Hijo, -dirá San Agustín-, haber nacido es tener el ser de su Padre.
Y de igual manera, ser enviado es conocerse como enviado del Padre"3.
Su alimento es hacer la voluntad del que le ha enviado y llevar a término su
obra (Jn 4,34;Mt 7,21). Su doctrina no es suya, sino del que le envió (Jn
7,16). Vive por el Padre (Jn
6,57). Por ello dirá:
No hago nada por mi cuenta, sino que lo que el Padre me ha enseñado, eso es
lo que hablo (Jn 8,28;12,49-50;14,10). Yo hago siempre lo que le agrada a El
(Jn 8,29). Pues el mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el
Padre me ha ordenado (Jn 14,31).
Y esto no son sólo palabras. Apenas lo ha dicho, añade en el mismo
versículo: "Levantaos, vámonos de aquí" (Jn 14,31). Y deja el Cenáculo para
ir a Getsemaní. Allí el diálogo eterno y de toda la vida de Jesús se carga
de realismo humano: "¡Abba, Padre, todo te es posible; aparta de mí este
cáliz! pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú" (Mc 14,36). "Tú
eres mi Padre, yo he venido para hacer tu voluntad". "Ahora mi alma se
encuentra turbada. ¿Y qué voy a decir: Padre, líbrame de esta hora? ¡Si
precisamente para esto he llegado a esta hora! ¡Padre, glorifica tu
nombre!". Y el Padre que responde: "Vino entonces una voz del cielo: 'Lo he
glorificado y de nuevo lo glorificaré" (Lc 12,27-28).
En el abandono de la cruz: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado4,
la esperanza y confianza en el Padre emergió de su corazón de Hijo:
A ti se abandonaron nuestros padres,
esperaron y tú los libraste;
clamaron a ti y fueron salvados,
en ti confiaron y no quedaron confundidos...
desde el vientre materno ya eres tú mi Dios (Sal 22,5-6.11).
Así, Jesús, con los salmos en los labios (Sal 31,6), muere diciendo: "Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23, 46). Y poner su espíritu en las
manos de Dios no significa para El morir (Sal 31), sino, al contrario,
reencontrar la vida segura y la paz. La respuesta del Padre llegó al tercer
día: "Tú eres mi Hijo", como anuncia Pablo:
Nosotros os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los padres
Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús, como está
escrito en los salmos: Hijo mío eres tú, yo te he engendrado hoy...A
quien Dios resucitó no experimentó la corrupción (He 13,32-37).
Ahora, resucitándolo de la muerte, el Padre engendra a Jesús como su Hijo
en poder, como Señor:
Pablo, siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación, escogido para el
Evangelio de Dios, que había ya prometido por medio de sus profetas en las
Sagradas Escrituras, acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la
carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad,
por su resurrección de entre los muertos, Jesucristo Señor nuestro (Rom
1,1-4).
El mismo Hijo de Dios, el mismo Cristo, después de haber tomado la condición
de siervo, después de haber obedecido hasta la muerte de cruz -"Tú eres mi
Padre, yo he venido para hacer tu voluntad"-, El mismo ha recibido de Dios,
su Padre, en su humanidad, la condición de Hijo de Dios con poder, con
título de Señor5.
El mismo Espíritu Santo, cuyo poder había suscitado en María un retoño del
linaje da David, ha hecho nacer, como don escatológico, a Jesús según la
gloria que corresponde al Hijo de Dios. Ahora el mismo Jesús puede dar el
Espíritu (1Cor 15,45;Jn 7,37-39), haciéndonos partícipes de su espíritu
filial.
c)
Espíritu filial en el cristiano
El Espíritu que ha hecho de la humanidad de Jesús, nacido de María según la
carne (Rom 1,3;Gál 4,4), una humanidad consumada de Hijo de Dios, por su
resurrección y glorificación6,
hace de nosotros, carnales por nacimiento, hijos de Dios, hijos en el
Hijo, llamados a heredar con El. Como "Espíritu de adopción" (Rom 8,15), nos
hace clamar: "¡Abba!¡Padre!" (Rom 8, 14-17). En lograda síntesis nos dice
San Pablo: "Cuando se cumplió la plenitud de los tiempos envió Dios a su
Hijo, nacido de mujer, sometido a la Ley, para rescatar a los que estaban
sometidos a la Ley, para que recibiéramos la condición de hijos. Y la
prueba de que sois hijos es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu
de su Hijo, que grita: ¡Abba, Padre! (Gál 4,6). Santo Tomás lo comenta:
El Espíritu Santo hace de nosotros hijos de Dios porque El es el Espíritu
del Hijo. Nos convertimos en hijos adoptivos por asimilación a la filiación
natural; como se dice en Rom 8,29, estamos predestinados a ser conformes a
la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito de una multitud de
hermanos7.
La adopción, aunque es común a toda la Trinidad, es apropiada al Padre como
a su autor, al Hijo como a su ejemplar, al Espíritu Santo como a quien
imprime la semejanza de este ejemplar en nosotros8
El Espíritu Santo es el Espíritu del Hijo. Al marcarnos con su sello nos
asimila, nos hace semejantes, conforme al Hijo Unigénito. Nos hace
partícipes de lo que el Hijo ha recibido del Padre (2Pe 1,4). Hermanos de
Jesú9,
somos Hijos del Padre. Como Jesús es de Dios (Jn 8, 42.47;16,25), los
que creen en El son de Dios (1Jn 4,4.6;5,19; 3Jn 11). Como El es engendrado
por el Padre, ellos son engendrados por el Padre (Jn 1,13) y llevan en ellos
el germen (Jn 3,9); como El permanece en el Padre y el Padre en El, también
ellos permanecen en el Padre y el Padre en ellos. En una palabra,
renaciendo en Cristo por el Espíritu, nacen en Dios (1Jn 5,1.18).
El Espíritu Santo, enviado por Dios, es el que hace que, en el Hijo y con el
Hijo, los redimidos puedan dirigirse a Dios como Padre. Dios Padre quiere
ser para nosotros Padre. El Espíritu nos certifica no sólo que estamos
redimidos y que Dios vuelve a aceptarnos como hombres, en relación pacífica
de criatura y Creador, liberados de su ira. Ya esto sería maravilloso y
suficiente. Pero el don del Espíritu, derramado en nuestro interior, nos
testifica que Dios nos acoge como Padre, nos acepta como hijos, con el
cariño que tiene a su Hijo Unigénito. Este es el nuevo, único don del Padre:
en el Espíritu podemos llamarle Abba, Padre, pues nos ha adoptado realmente
como hijos. Por el Espíritu del Hijo que nos ha otorgado "nos llamamos hijos
de Dios y ¡lo somos!" (1Jn 3,1;4,5).
Se cumple el designio del Padre, que nos llamó a ser hijos en el Hijo por el
Espíritu:
Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de
los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio. Pues a
los que de antemano conoció, también de antemano los destinó a reproducir la
imagen de su Hijo, para que El fuera el primogénito de muchos hermanos (Rom
8,28-29).
Por cuanto nos eligió en El antes de la creación del mundo, para ser santos
e inmaculados en su presencia. En su amor nos había predestinado a ser hijos
adoptivos suyos por medio de Jesucristo...En El fuisteis sellados con el
Espíritu Santo de la Promesa, el cual es arras de nuestra herencia (Ef
1,4-5.13-14).
"Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en
nosotros" somos amados con el mismo amor con que el Padre ha amado a su Hijo
y "dará también la vida a nuestros cuerpos mortales por el Espíritu que
habita en nosotros"10.
Es decir, nos constituye hijos en el Hijo por el mismo Espíritu, con la
sola diferencia de que él es Hijo por naturaleza y nosotros lo somos por
adopción (Gál 4,5;Rom 1,15. 23).
Pero somos realmente hijos por adopción y por gracia. Formamos con el
Hijo un solo ser filial:
Cristo es al mismo tiempo el Hijo único y el Hijo primogénito. Es el Hijo
único como Dios; es Hijo primogénito por la unión salvífica que ha
establecido entre El y nosotros, haciéndose hombre. Por ello, en El y por
El, somos hechos hijos de Dios, por naturaleza y por gracia. Lo somos por
naturaleza en El, y solamente en El; lo somos por participación y por
gracia, por El en el Espíritu11
Hijos en el Hijo por el Espíritu Santo, también a nosotros el Padre nos
dice: "Tú eres mi hijo". Y nosotros, participando del Espíritu del Hijo, le
decimos: ¡Abba, Padre! El Espíritu Santo es en nosotros como un agua viva
que "murmura: ven hacia el Padre"12.
Pues Cristo nos "ha abierto el acceso al Padre en un mismo Espíritu" (Ef
2,18). Somos hijos y podemos invocar a Dios como Padre porque "hemos
recibido el Espíritu de su Hijo" (Gál 4,6).
Y si el Padre, enviándonos el Hijo y el Espíritu Santo, nos dice: "Tú eres
mi hijo", nosotros podemos responderle con Cristo: "Tú eres mi Padre, heme
aquí para hacer tu voluntad". Lo decimos cuando, acogiendo la enseñanza de
Jesús, elevamos nuestra oración: "Padre nuestro, santificado sea tu Nombre,
venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el
cielo" (Mt 6,9-10).
Y la oración se prolonga luego en el "culto espiritual" de la vida (Rom
12,1) según el Espíritu, en nuestra lucha contra la carne, para vivir en el
amor, como siervos de Dios, que entregan su vida por los otros, acelerando
el rescate de este mundo de la corrupción con la manifestación de los hijos
de Dios (Rom 8,18-25;Ef 1,3-14).
El mismo Espíritu en Cristo y en nosotros, miembros de su cuerpo, nos lleva
a reproducir su imagen en nuestra vida. En Cristo, como Cabeza, se encuentra
en plenitud total, en nosotros según la medida del don de Dios y de nuestra
acogida.
Y dado que Dios Padre, origen inagotable de todo ser y de toda vida, quiere
ser nuestro propio Padre y lo es por Cristo en su Espíritu,
tenemos abierto el acceso a la plenitud de la vida divina en su misma
fuente, Dios Padre. Por el Hijo en el Espíritu Santo, somos partícipes de la
vida divina y eterna del Padre, fuente inagotable de vida, que nunca dejará
de manar (Rom 8,26-39). "Os infundiré mi Espíritu y viviréis", había
prometido Dios por boca de Ezequiel (37,14). En el don pascual que Cristo
nos hace se cumple la promesa: "Yo vivo y también vosotros viviréis" (Jn
14,19). El Espíritu es el Dador de vida (Jn 6,63; 2Cor 3,6), creador de la
nueva vida, la vida divina, la vida eterna en los que el Padre ha dado como
hermanos a su hijo (Jn 17,1-2).