EL ESPIRITU SANTO, DADOR DE VIDA, EN LA IGLESIA, AL CRISTIANO: 3.5 MAESTRO DE ORACION
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a) El Espíritu nos incorpora a la oración de Cristo
b) El Espíritu hace eclesial la oración del cristiano
c) El Espíritu nos introduce con Cristo en el seno del Padre
d) Oración en el Espíritu
e) Invocación del Espíritu Santo
a) El Espíritu nos incorpora a la oración de Cristo
El Nuevo Testamento concluye con la oración del Espíritu y la Esposa
suspirando por la venida de Cristo, con la que concluirá su obra de
salvación: "Amén, ven, Señor Jesús, Maranathá" (Ap 22,20).
Esta es la Oración de la Iglesia y del cristiano en su peregrinación por
la tierra. El Espíritu Santo se une al cristiano que implora entrar
plenamente, cara a cara, en la relación del Hijo con el Padre. La
inserción en Cristo, por obra del Espíritu Santo, nos hace partícipes de
aquella relación de amor que es la vida, más aún, que es el mismo ser
del Hijo de Dios. La novedad de la oración cristiana, suscitada por el
Espíritu Santo, está en el hecho de que la misma oración de Cristo se
nos comunica a nosotros. Cristo, al comunicarnos su Espíritu, se nos da
El mismo, nos incorpora a El, como su cuerpo, ora con nosotros o
nosotros con El, introduciéndonos de esta manera en el misterio de su
relación personal, filial, con el Padre. El Espíritu nos une a Cristo y
por Cristo llegamos al Padre.
Dios mismo se comunica a nosotros, actúa en nosotros para suscitar en
nuestro interior los actos de la vida filial, los de "Cristo en
nosotros" (Filp 2,5). Especialmente el grito, la invocación del Nombre
de Dios en la forma en que lo hizo Cristo: "Dios ha enviado a nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo que grita: ¡Abba!¡Padre!". Así
El Espíritu Santo viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no
sabemos orar como conviene, pero el Espíritu mismo intercede por
nosotros con gemidos inenarrables, y el que escruta los corazones conoce
cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los
santos es según Dios (Rom 8,26).
La presencia del Espíritu de Cristo en el cristiano le garantiza el orar
con espíritu de hijo.[1]
Y mientras el Espíritu de Cristo inspira la oración del cristiano,
Cristo mismo, a la derecha del Padre, intercede por el cristiano.[2]
Y entonces el Padre otorga su favor en forma incomparablemente mejor de
lo que podemos nosotros pedir o pensar (Ef 3,20).
El Espíritu Santo es el Paráclito, el Consolador que Cristo pide
al Padre como don para sus discípulos y el Padre, escuchando la oración
del Hijo, le envía para que esté siempre con ellos (Jn 14,16). Es el
Espíritu que ha conducido la vida de Cristo y que El desea para los
suyos. Cristo mismo lo pidió al Padre para sí: "Cuando Jesús estaba en
oración, se abrió el cielo, y bajó sobre El el Espíritu Santo" (Lc
3,21-22).
Es la experiencia de la primera comunidad, reunida en el Cenáculo con
María, la Madre del Jesús, cuando "todos ellos perseveraban en la
oración, con un mismo espíritu" (He 1,14). Y "estando todos reunidos",
descendió sobre ellos el Espíritu Santo (He 2,1).[3]
La presencia del Espíritu Santo en el cristiano, hace de éste "un templo de
Dios" (1Cor 3,16). Habitando en él el Espíritu, el cristiano queda
consagrado para el culto a Dios. Y si Cristo y el Espíritu son el apoyo y el
impulso de la oración del cristiano, entonces esta oración es una oración
eclesial. El cristiano que ora no está nunca solo; por el Espíritu está
siempre orando con Cristo, cabeza y cuerpo, con el Cristo total. Por ello,
la Iglesia es la gran orante ante el Padre (Ef 3,21). En la oración todos
los creyentes están unidos ante el rostro del Padre, como si fuesen una sola
persona: "Somos uno en Cristo Jesús" (Gál 3,28).
El cristiano, que ora, hace, pues, la experiencia de la comunión eclesial,
ora con y por los demás4,
participando en la oración de todos los demás y entrando así en esa
circulación misteriosa de la "communio sanctorum": participación con los
santos de las cosas santas. Así puede gozar de la experiencia a la que
invita Pablo a los fieles de la comunidad de Efeso:
Dejaos llenar del Espíritu Santo, recitando entre vosotros salmos, himnos y
cánticos espirituales, cantando y salmodiando con todo vuestro corazón al
Señor, dando constantemente gracias por todo a Dios Padre, en nombre de
nuestro Señor Jesucristo (5,19).
Es lo que los Apóstoles contemplaron en su Maestro: "En aquel momento, Jesús
se llenó de gozo en el Espíritu Santo y exclamó: Yo te bendigo,
Padre, Señor del cielo y de la tierra" (Lc 10,21). Es la oración de
exultación y alabanza al Padre, que brota en Jesús del gozo interior "en el
Espíritu Santo". Esta misma oración la suscita el Espíritu en los
discípulos en casa de Cornelio, cuando "los presentes recibieron el don
del Espíritu Santo y glorificaban a Dios" (He 10,45-47).
Y esta es la oración de la Iglesia de todos los tiempos en la conclusión de
cada salmo, de la plegaria eucarística y, según la recomendación de San
Pablo, en la incesante oración de cada día: "Gloria al Padre, al Hijo y al
Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de
los siglos. Amén". Esta "breve, densa y espléndida doxología"5,
es la vida, el respirar del cristiano en la Iglesia.
En medio de todas las tribulaciones, la Iglesia se siente sostenida por el
Consolador, el Espíritu Paráclito:
Las Iglesias por entonces gozaban de paz en toda Judea, Galilea y Samaría;
se edificaban y progresaban en el temor del Señor y estaban llenas de la
consolación del Espíritu Santo (He 9,31).
c) El Espíritu nos introduce con Cristo
en el seno del Padre
El Espíritu ora en nosotros. Y no es que nos sustituya, sino que nos infunde
el poder orar como hijos de Dios, pues "todos los que se dejan guiar por el
Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios...Pues recibimos un espíritu de
hijos adoptivos, que nos hace exclamar: ¡Abba!¡Padre!" (Rom
8,14-15).
Esto es lo que la tradición patrística, fiel a la Escritura, ha llamado
"nuestra deificación". Este es el fruto propio del Espíritu, principio de
nuestra vida escatológica (1Cor 15,44ss). El Espíritu que habita en nuestros
corazones es nuestra unión con Dios. El es presencia, don, habitación
de Dios mismo en esa profundidad, "intimior intimo meo", más interior
que mi mismo interior. De esta manera, el corazón del fiel, habitado por el
Espíritu Santo, es el lugar donde Dios se encuentra consigo mismo, donde se
da la inefable relación de las personas divinas entre sí. Es lo que pidió
Jesús al Padre para sus discípulos: "Padre, quiero que, donde yo esté, estén
conmigo los que Tú me has dado...para que el amor con que Tú me has amado
esté en ellos y yo en ellos" (Jn 17,24.26).
El cristiano, vivificado por el Espíritu del Padre y del Hijo, entra en
comunión con la inefable oración de Dios en su vida trinitaria. Cristo por
su Espíritu vive en nosotros y nos introduce con El, hijos en el Hijo, en el
misterio de su relación personal con el Padre. De este modo, el cristiano,
en su oración, entra en el diálogo de la Trinidad, contempla al Padre con la
mirada de Cristo, lo ama con el amor de Cristo, que es el Espíritu Santo,
que está en Cristo y habita en el corazón del cristiano. El cristiano, como
familiar de Dios, hijo del Padre en Cristo Jesús (Gál 4,5), participa en el
diálogo entre el Padre y el Hijo, es acogido en el seno de la vida que se
desenvuelve entre las personas divinas, como partícipe de su naturaleza (2Pe
1,4;Ef 2,18).
En el coloquio inefable y eterno, el Padre dice una Palabra sustancial,
engendrando al Hijo, y el Hijo se da incondicionalmente al Padre en el
Espíritu y reposa en el seno del Padre (Jn 1,18). En esa comunicación
inefable, que se da en el seno de la Trinidad, en ese flujo y reflujo, -pericoresis-,
de conocimiento y de amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, en el lazo
o beso del Espíritu Santo...ahí introduce el Espíritu al cristiano en su
oración.
En la medida en que el Espíritu hace al cristiano uno con Cristo,
según la oración misma de Cristo (Jn 17,20-21), la oración pasa de ser
monoteísta a ser trinitaria, filial: diálogo de hijo en el Hijo con el Padre
en la fuerza del Espíritu Santo, que sostiene nuestra debilidad (Rom 8,26).
El Espíritu es quien articula en nosotros la palabra: ¡Abba, Padre", para
poder poner en práctica la invitación de Jesús: "Cuando vayáis a orar,
decid: Padre nuestro" (Lc 11,2;Mt 6,9). En la carta de Judas leemos la
exhortación "a orar en el Espíritu Santo" (v.20). Y Pablo nos exhorta a
vivir "siempre en oración y súplica, orando en toda ocasión en el Espíritu"
(Ef 6,18).
El Espíritu nos lleva a orar reconociendo a Dios como Dios. Hace que el
deseo de Dios sea nuestro deseo, llevándonos a desear vivir en la voluntad
del Padre y no que Dios haga la nuestra. El Espíritu educa nuestro deseo, lo
dilata y ajusta al deseo de Dios. El Espíritu, que Dios ha derramado en
nuestros corazones, dilata el corazón hasta hacerle desear nada menos que a
Dios mismo, y solo a Dios. El Cántico espiritual de San Juan de la Cruz no
expresa más que esto:
¡Ay!, ¿quién podrá sanarme?
Acaba de entregarte ya de vero,
y no quieras enviarme
de hoy más ya mensajero
que no saben decirme lo que quiero...
Apaga mis enojos,
pues ninguno basta a desacellos,
y veante mis ojos
pues eres lumbre dellos,
y sólo para ti quiero tenerlos6
Como maestro de oración, el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad,
para introducirnos con Cristo en la intimidad del Padre. Por ello, la
oración de la Iglesia y del cristiano se dirige, normalmente, al Padre, por
Cristo en el Espíritu Santo. Las doxologías de la liturgia son siempre
trinitarias, según este esquema: Al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo.
Por el Hijo en el Espíritu tenemos acceso al Padre. La Iglesia, "templo de
Dios en el Espíritu", con "Cristo como piedra angular", entra en comunión
"con el Padre en un sólo Espíritu"7
A. Hamman, después de su estudio de la oración en la Iglesia primitiva,
puede concluir:
La oración cristiana es ante todo la expresión de la fe, comunión en el
misterio de Cristo. Ella transciende todas las otras formas de oración,
porque es la oración de los hijos de Dios en el único Hijo. Es la
contemplación del misterio que Jesús vino a revelar a los hombres y en el
que los introduce por la fe y la Iglesia (filii in Filio). Se centra
y cifra en el grito que el Espíritu lanza en el alma del fiel y de la
Iglesia: Abba, Padre. La comunidad de los fieles -y cada uno de sus
miembros- percibe la invocación del Espíritu que confiesa el nombre del
Padre y comulga a su vez por la oración y la confesión en el misterio
percibido. Toda oración inmerge al discípulo de Cristo en pleno misterio
trinitario. Esto es lo que le da su dimensión e interioridad. Este carácter
teologal constituye la novedad de la fe de la Iglesia. Por esto la oración
cristiana supone primeramente una aceptación del Señor y termina en
contemplación reconocida de la gracia recibida por obra de Cristo y en el
Espíritu8.
Todo ha partido del Padre, que se nos ha comunicado enviando a su Hijo y al
Espíritu Santo, engendrándonos como hombres nuevos, partícipes de su ser,
de su bondad y santidad. Y todo vuelve al Padre en alabanza de los labios
(Heb 13,15), de la vida entera, ofrecida como culto en el Espíritu (Rom
12,1; Jn 4,24;1Pe 2,5) y vivida en el amor fraterno (Heb 13,16ss). Este
culto asciende hasta el Padre por Cristo, sacerdote único de la nueva y
definitiva alianza, porque somos miembros de su cuerpo, gracias al Espíritu
Santo, el mismo en El y nosotros, pues "hemos sido bautizados en un solo
Espíritu para formar un solo cuerpo" (1Cor 12,13;Ef 4,4).
e) Invocación del Espíritu Santo
Al Padre mismo pedimos que nos envíe el Espíritu Santo. "Y si vosotros, que
sois malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿con cuánta más razón
el Padre que está en los cielos no dará el Espíritu Santo a quienes se lo
piden?" (Lc 11,13). Pero, algunas veces, la oración sale del alma pidiendo
directamente al Espíritu Santo su venida a nosotros: "Ven, Espíritu
Creador", "Ven, Espíritu Santo". Nos dirigimos a El, como si El fuera la
inclinación de Dios hacia nosotros.
A los himnos litúrgicos, se pueden añadir otras oraciones dirigidas al
Espíritu Santo, pidiendo su venida, como las de San Simeón el Nuevo Teólogo
(+1022):
Ven, luz verdadera. Ven, vida eterna. Ven, misterio oculto. Ven, tesoro sin nombre. Ven, realidad inefable. Ven, persona inconcebible. Ven, felicidad sin fin. Ven, luz sin ocaso. Ven, espera infalible de todos los que deben ser salvados. Ven, despertar de los que están dormidos. Ven, resurrección de los muertos. Ven, oh poderoso, que haces siempre todo y rehaces y transformas por tu solo poder. Ven, oh invisible y totalmente intangible e impalpable. Ven, tú que siempre permaneces inmóvil y a cada instante te mueves todo entero y vienes a nosotros, tumbados en los infiernos, oh tú, por encima de todos los cielos. Ven, oh Nombre bien amado y respetado por doquier, del cual permanece prohibido expresar el ser o conocer la naturaleza. Ven, gozo eterno. Ven, corona imperecedera. Ven, púrpura del gran rey nuestro Dios. Ven, cintura cristalina y centelleante de joyas. Ven, tú que has deseado y deseas mi alma miserable. Ven tú, el Solo, al solo, ya que tú quieres que esté solo. Ven, tú que me has separado de todo y me has hecho solitario en este mundo. Ven tú, convertido en ti mismo en mi deseo, que has hecho que te deseara, tú, el absolutamente inaccesible. Ven, mi soplo y mi vida. Ven, consuelo de mi pobre alma. Ven, mi gozo, mi gloria, mis delicias sin fin9.
Otra, de pocos años después, es la oración de Juan de Fécamp:
Ven, oh consolador buenísimo del alma que sufre. Ven, tú que purificas las
manchas, tú que curas las heridas. Ven, fuerza de los débiles, vencedor de
los orgullosos. Ven, oh tierno padre de los huérfanos. Ven, esperanza de los
pobres. Ven, estrella de los navegantes, puerto de los que naufragan. Ven,
oh gloriosa insignia de los que viven. Ven tú el más santo de los
Espíritus, ven y ten compasión de mí. Hazme conforme a ti10.
¿Y cómo no recordar la oración de Sor Isabel, dirigida a "sus Tres": "¡Oh,
Dios mío, Trinidad a quien adoro!", que, en la parte dirigida al Espíritu
Santo, reza así:
¡Oh, fuego abrasador (Dt 4,24), Espíritu de amor!, descended a mí para que
se realice en mi alma una especie de Encarnación del Verbo. Que yo sea para
El una especie de humanidad complementaria en la cual pueda El
renovar su Misterio.
Y el Espíritu viene y une su voz a la plegaria de la Iglesia y, de este
modo, "el Espíritu y la Esposa dicen al Señor: '¡Ven!'" (Ap 22,17). Y el
Esposo, Cristo, viene a actualizar su Pascua para nosotros en la
Eucaristía, pasándonos con El al Padre. Y la vida se hace una eucaristía,
un canto de alabanza:
La Palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza; instruíos y
amonestaos con toda sabiduría, cantad agradecidos a Dios en vuestros
corazones con salmos, himnos y cánticos inspirados por el Espíritu, y todo
cuanto hagáis, de palabra y de obra, hacedlo en el nombre del Señor Jesús,
dando gracias por medio de El a Dios Padre (Col 3,16-17).
[6]
Y, comentando la canción 37, escribe: "El alma ama a Dios con
voluntad de Dios, que también es voluntad suya; y así le amará tanto
como es amada de Dios, pues le ama con voluntad del mismo Dios, en
el mismo amor con que El a ella la ama, que es el Espíritu Santo,
que es dado al alma según lo dice el Apóstol:Rom 5,5.