EZEQUIEL, Parábolas, alegorías, cantos, enigmas y
acciones simbólicas:
3. CENTINELA
DE ISRAEL
Emiliano
Jiménez Hernández
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3. CENTINELA
DE ISRAEL
Ezequiel,
llamado por Dios, acepta en silencio el envío como profeta a los
desterrados de la casa de Israel. Con ello termina la visión. La gloria
de Dios se alza y desaparece. Ezequiel no ve hacia dónde se ha ido; sólo
percibe, a sus espaldas, el estruendo que hace el carro de Dios al
alejarse, algo semejante al estruendo de un gran terremoto.
Ezequiel vive
el contraste que acompaña la vida de todo profeta. Se siente penetrado
por el espíritu de Dios, que le hace caminar con ardor hacia su misión,
y se siente abatido por su debilidad, que no desaparece con la llamada
de Dios. Empujado por la mano de Dios, se siente decidido e impotente,
por lo que se queda en silencio ante la vista de los desterrados:
-Entonces, el
espíritu me levantó y oí detrás de mí el ruido de una gran trepidación:
“Bendita sea la gloria de Yahveh, en el lugar donde está”, el ruido que
hacían las alas de los seres al batir una contra otra, y el ruido de las
ruedas junto a ellos, ruido de gran trepidación. Y el espíritu me
levantó y me arrebató; yo iba amargado con quemazón de espíritu,
mientras la mano de Yahveh pesaba fuertemente sobre mí. Llegué donde los
deportados de Tel Abib que residían junto al río Kebar ‑ era aquí donde
ellos residían ‑, y permanecí allí siete días, aturdido, en medio de
ellos (3,12-15).
En Babilonia,
entre los deportados, se difunde una falsa esperanza, alentada por
falsos profetas que anuncian que el exilio es algo pasajero. Piensan que
muy pronto serán liberados junto con su rey. Lo que menos pasa por su
mente es la inminente destrucción de Jerusalén y el aumento del número
de los deportados. Jeremías les escribe una carta para disipar sus
ilusiones: “Edificad casas y habitadlas; plantad huertos y comed su
fruto; tomad mujeres y engendrad hijos e hijas; casad a vuestros hijos y
dad vuestras hijas a maridos para que den a luz hijos e hijas, y medrad
allí y no mengüéis; procurad el bien de la ciudad a donde os he
deportado y orad por ella a Yahveh, porque su bien será el vuestro” ( Jr
29,5-7). Pero el pueblo, que no acogió la predicación de Jeremías antes
del exilio, se niega igualmente a creerle ahora en el destierro.
En ese momento
Dios elige, de entre los desterrados, a Ezequiel para que transmita el
mismo mensaje, aunque a los exiliados les suene duro y desagradable.
Frente al optimismo de los desterrados, Ezequiel anuncia la destrucción
de Jerusalén. Ezequiel se une a ellos y durante siete días participa de
su abatimiento (3,15).
San Gregorio
Magno, en sus homilías sobre el libro de Ezequiel, comenta
ampliamente este silencio del profeta. Para él la palabra verdadera nace
del silencio. La semana de silencio en medio de los desterrados le
permite a Ezequiel identificarse con ellos, participando de su
desolación con amor y compasión. Y en el silencio aguarda que Dios ponga
en sus labios las palabras justas, que él comunicará a los demás una vez
maduradas en su interior a través de la experiencia personal. Sólo tiene
una palabra que dar quien ha aprendido a callar y nadie puede pretender
dar a los demás lo que él mismo no ha escuchado en su corazón. La
palabra que alimenta es la palabra que el pastor ha rumiado antes de
darla a las ovejas de su rebaño. Saben hablar suavemente de Dios porque
han aprendido a amarlo con todas sus entrañas.
Enviado a
predicar, Ezequiel pasa siete días en silencio. No aprende a hablar
quien no sabe callar. Guardar silencio significa dejar que la palabra
penetre hondo en el corazón antes de darla a los demás. El Eclesiastés
señala que “hay un tiempo para callar y un tiempo para hablar” (Qo 3,7).
No dice que hay un tiempo para hablar y un tiempo para callar, sino que
pone primero el callar y luego sigue el hablar. No se aprende a callar
hablando, pero sí se aprende a hablar callando. Del silencio brota la
palabra verdadera, que nutre a quien la escucha. Así, pues, al cabo de
siete días, en que Ezequiel permanece en silencio y abatido, el Señor
hace resonar su palabra en los oídos del profeta:
-Hijo de
hombre, yo te he puesto como centinela de la casa de Israel. Cuando
escuches una palabra de mi boca, les darás la alarma de mi parte (3,17).
El profeta es
llamado centinela. Ezequiel recibe la misma misión que han recibido
Isaías (Is 52,8; 56,10) y Jeremías (Jr 6,17). Para cumplir su misión de
atalaya es puesto en alto. Sólo desde lo alto puede ver a lo lejos lo
que viene. Sólo desde lo alto puede dar la alarma, hacerse sentir (Cf
Is 21,6-11). Puesto por encima, -con su vida santa, dice San
Gregorio Magno-, puede advertir a los demás de los peligros o también
anunciarles una buena noticia. Isaías invita a “subir a un monte alto al
centinela que tiene alegres noticias que comunicar a Sión” (Is 40,9).
Estando en alto y vigilante es como cumple su misión. Es, pues, la
lámpara puesta sobre el candelero para iluminar a cuantos están en casa
(Mt 5,15). Pero una lámpara que no arde en sí misma no enciende el
ambiente que la circunda. De Juan Bautista se dice que “era la lámpara
que arde y alumbra” (Jn 5,35), ardiente por el celo que le quemaba las
entrañas y esplendente por la palabra. De aquí que san Gregorio señale
el discernimiento como una cualidad necesaria para ejercer el ministerio
de centinela. El gusto interior de la palabra y la luz de la vista le
lleva a oler el peligro antes de que llegue.
Esta misión de
atalaya, el profeta la cumple con el malvado y con el justo. En sus
manos está la vida del malvado y la salvación del justo. A uno y a otro
tiene que poner en guardia, según la palabra que Dios ponga en sus
labios para ellos. Se repite la frase “te escuchen o no te escuchen”. El
profeta cumple su misión y se salva transmitiendo fielmente la palabra
de Dios, independientemente de la acogida que tenga en sus oyentes.
La misión de
atalaya es fundamental en Ezequiel como profeta de los desterrados. En
medio de los paganos, los exiliados están siempre tentados por el
paganismo que les circunda. Ezequiel recibe la misión de vigilar sobre
ellos para que se mantengan fieles a Yahveh. El profeta abre el oído del
corazón para acoger la palabra de Dios y luego puede abrir los labios
para comunicar la palabra que ha resonado en su interior. Como dice el
salmista: “Tiendo mi oído a un proverbio, al son de la cítara descubriré
mi enigma” (Sal 49,5). Ezequiel es invitado a escuchar y a hablar:
“Cuando escuches una palabra de mi boca, tú se la dirás de parte mía”
(3,18).
Dios pedirá
cuenta al centinela de la muerte del justo si, por culpa suya, se desvía
del camino de la verdad (3,20-21), y de la muerte del pecador si no le
advierte del peligro que corre siguiendo el camino de la muerte. Pablo
era consciente de esta misión y, por ello, no se calla ni una palabra
del Señor: “Os testifico en el día de hoy que yo estoy limpio de la
sangre de todos, pues no me acobardé de anunciaros todo el designio de
Dios” (Hch 20,26-27). Dios le advierte a Ezequiel:
-Cuando yo
diga al malvado: “Vas a morir”, si tú no le adviertes, si no hablas para
advertir al malvado que abandone su mala conducta, a fin de que viva,
él, el malvado, morirá por su culpa, pero de su sangre yo te pediré
cuentas a ti. Si por el contrario adviertes al malvado y él no se aparta
de su maldad, morirá él por su culpa, pero tú habrás salvado tu vida
(3,18-19).
El profeta,
centinela del pueblo, debe mantenerse en pie y correr a avisar al
prójimo de cuanto le incumbe: “Vete, corre, sacude a tu prójimo, no
concedas el sueño a tus ojos ni reposo a tus párpados” (Pr 6,3-4).
Ezequiel se
halla entre los deportados por Nabucodonosor a Babilona el 597. Allí el
Señor le llama a guiar a los exiliados a la conversión del corazón para
que Yahveh renueve con ellos su alianza. Pero, al ser constituido
centinela de Israel, su misión consiste en tener el ojo bien abierto,
orientado, como la cara de los desterrados, hacia los israelitas que se
han quedado en Jerusalén, pues allí es donde se decide la suerte de todo
el pueblo de Dios.
La ternura del
amor de Dios, comenta san Gregorio Magno, es inefable. Dios se irrita con su
pueblo, pero no del todo, sino que sigue amándolo. Si no se sintiera airado
con los israelitas, no les habría deportado a Babilonia, entregándoles a la
esclavitud. Pero, si no les amara, no habría mandado con ellos al profeta
Ezequiel, como centinela, para que no perezcan. Dios castiga las culpas,
pero defiende a los pecadores. Es como una madre que castiga a su hijo
cuando comete una culpa, pero, si lo ve en peligro de caer en un precipicio,
le tiende la mano con amor solícito, para que no se hunda en él.
Por orden divina,
Ezequiel desciende de la colina al campo, y allí, en medio del valle donde
están los desterrados, contempla de nuevo la gloria de Dios, como la había
contemplado en la visión anterior. Dios está en el exilio con el profeta y
con los deportados. La mano del Señor se posa sobre el profeta y le lleva en
medio del pueblo, pues allí en el valle quiere comunicarle su palabra. El
Señor le dice:
-Levántate, sal a
la vega, y allí te hablaré.
Ezequiel se
levanta y va a la vega, y “he aquí que la gloria de Yahveh estaba parada
allí, semejante a la gloria que yo
había visto junto al río Kebar, y caí rostro en tierra” (3,22-23).
Cada vez que se le
muestra la gloria de Dios, Ezequiel cae rostro en tierra. La gloria de Dios
le ilumina la debilidad de su condición. Ante Dios el hombre se siente polvo
y ceniza. Pero, si el hombre acepta la verdad de su ser, entonces Dios le
ensalza: “Entonces, el espíritu entró en mí, me puso en pie y me habló”
(3,24). Ezequiel nos describe su relación con Dios mediante dos expresiones.
Por una parte, “la mano de Dios se posa sobre él” y lo echa por tierra. Y,
por otra, el espíritu de Dios le penetra hasta los huesos y le pone en pie o
le levanta y le lleva por los aires.
El espíritu de
Dios pone en pie a Ezequiel y le habla. Así Ezequiel queda constituido
profeta de Dios. Y Dios le ha dicho cuál es la misión de un profeta: gritar
desde lo alto, advirtiendo a los demás del peligro. Pero ahora, con ironía
increíble, Dios le dice:
-Ve a encerrarte
en tu casa. Hijo de hombre, he aquí que se te van a echar cuerdas con las
que serás atado, para que no aparezcas en medio de ellos. Yo haré que tu
lengua se te pegue al paladar, quedarás mudo y dejarás de ser su censor,
porque son una casa de rebeldía (3,24-26).
El silencio y la
inmovilidad de Ezequiel forman parte de su ministerio profético. El lenguaje
del cuerpo es más elocuente que la palabra de la lengua. La parálisis del
profeta, atado con cuerdas, prefigura el asedio inminente de Jerusalén. La
lengua pegada al paladar es expresión de la esclavitud del pueblo, que no
podrá cantar los cantos de Sión en tierra extranjera (Sal 137). Es expresión
igualmente del silencio de Dios. Al callar el profeta, la palabra de Dios,
fuente de vida, no llega al pueblo. Este silencio es una palabra tremenda.
Lo había previsto y anunciado el profeta Amós: “He aquí que vienen días
‑oráculo del Señor Yahveh ‑ en que yo mandaré hambre a la tierra, no hambre
de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra de Yahveh. Entonces vagarán
de mar a mar, de norte a levante andarán errantes en busca de la Palabra de
Yahveh, pero no la encontrarán” (Am 8,11-12).
Es el mismo Dios
quien ata con cuerdas al profeta y quien le pega la lengua al paladar. Dios
le inmoviliza seguramente con una enfermedad que le deja mudo por un tiempo,
hasta “cuando yo te hable” (3,27).