EZEQUIEL, Parábolas, alegorías, cantos, enigmas y acciones simbólicas: Índice y Presentación
Emiliano
Jiménez Hernández
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14. Por la gloria de mi nombre
16. El horno de fundir la plata
17. Apólogo de las dos hermanas adúlteras
18. Parábola de la olla al fuego
20. Elegía por el naufragio de Tiro
21. El profeta como centinela de Israel
23. Cambio del corazón de piedra por uno de carne
Ezequiel es
uno de los cuatro profetas mayores. Sin embargo, es quizás el menos
conocido de ellos. Fuera de tres o cuatro pasajes de su libro, muy pocos
podrían recordar algo más de él. Y es que no es un profeta fácil.
Ezequiel propone frecuentemente lo que en hebreo se llama mashal,
un término genérico que abarca parábolas, alegorías, proverbios, cantos,
enigmas...
Al mashal
añade las acciones simbólicas. Se trata de parábolas en acción, que son
profecías hechas con gestos simbólicos, que anuncian lo que significan y
de alguna manera realizan lo significado. No se trata sólo de dar
expresión plástica a una realidad, sino de suscitarla. Dios habla y
actúa sacramentalmente. Y el profeta es boca y manos de Dios entre los
hombres.
La propia vida
de Ezequiel se carga de significado simbólico. Al estilo de Oseas,
Ezequiel interpreta como acontecimientos simbólicos sus sufrimientos, su
enfermedad, la muerte de su esposa, su mudez y su curación... Ezequiel
se sabe expresión del designio de Dios para Israel: “Yo soy para
vosotros un símbolo” (12,11). Dios mismo se lo dice: “Yo he hecho de ti
un símbolo para la casa de Israel” (12,6; 24,27).
Ezequiel, más
joven que Jeremías, es en parte contemporáneo suyo. Los dos profetas son
muy diversos en cuanto al carácter y al lenguaje. Pero Ezequiel toma
muchos temas de Jeremías, los asimila y los desarrolla, recamándolos,
hasta llevarles a su plenitud de contenido. Sobre un verso de Jeremías,
Ezequiel compone toda una sinfonía. El mensaje es frecuentemente el
mismo, pero el molde es diverso. No se puede negar la originalidad de
Ezequiel aunque asuma tantos temas tocados por Jeremías.
Las acciones
simbólicas siempre tienen algo llamativo, a veces son extrañas. Con ello
reclaman la atención de los destinatarios. Y con su extrañeza pueden
mostrar lo inesperado del actuar de Dios que dichas acciones anuncian.
P. Auvray, en su comentario del libro de Ezequiel, introduce a los
profetas con esta observación: “Cualquiera que haya viajado por el
Oriente habrá seguramente observado en la plaza de un pueblo o junto a
sus puertas, en medio de un mercado o de un bazar, una escena muy
característica: un corro de espectadores, de toda edad y condición, casi
siempre de pie, rodea a un hombre solo, que está charlataneando,
gesticulando, interpelando a los oyentes, representando sucesivamente el
papel del dolor y de la alegría, del miedo, de la cólera y de la piedad.
Encantador de serpientes, actor o músico, o simple narrador de
historias, ese tipo propio del Oriente, nos permite evocar ciertas
actitudes de los profetas”. Esta evocación vale un poco para todos los
profetas, pero de un modo particular retrata al profeta Ezequiel.
A Ezequiel le
gustan las imágenes de tonos fuertes, ama los colores vivos, con los que
crea escenas que nos dejan deslumbrados. Con frecuencia no logramos
entender su significado a primera vista, con lo que nos obliga a
detenernos y mirar en profundidad. En particular son significativas las
escenas en que él participa corporalmente, con gestos personales, con
los que expresa simbólicamente el mensaje divino. Ezequiel escenifica la
palabra de Dios. La fantasía rápida y los trazos fuertes de las imágenes
que se cruzan y mezclan hacen de Ezequiel un profeta impresionista o
surrealista. Esas curiosas acciones, llevadas a cabo en silencio, se
convierten en palabra concreta, cuando apuntando con el dedo, abre la
boca y dice: ¡Eso es Jerusalén!” (5,5).
Los israelitas, exiliados en Babilonia, se dicen unos a otros acerca de Ezequiel: “vamos a escuchar que palabra nos trae de parte de Yahveh”. Corren en masa a escucharle. Les agrada su palabra como “una canción de amor, graciosamente cantada, con acompañamiento de buena música” (33,30ss). Pero esto hace que se deleiten oyéndole y no tomen en serio su palabra. Ezequiel se queja ante Dios de que, por su culpa, todos le llaman “charlatán de parábolas” (21,5).
Los profetas
son ante todo predicadores, especialistas en la palabra. En su
predicación se sirven de parábolas, alegorías, símbolos y metáforas y
acciones simbólicas. Las acciones simbólicas pueden ser narraciones
dramáticas incluidas en su predicación. Pero lo más probable es que
muchas de ellas sean primero acciones realizadas en silencio y luego,
ante la pregunta suscitada, narraciones explicativas.
De Ezequiel se
dice que es un profeta místico por sus visiones. La verdad es que todo
profeta es un místico, como todo místico es profeta. Ven más allá de la
realidad inmediata y buscan palabras para traducir lo inefable. El mundo
de Dios, vivamente contemplado o experimentado, necesita de símbolos con
los que comunicar lo que “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón
del hombre llegó, lo que
Dios preparó para los que le aman” (1Co 2,9). En Ezequiel encontramos
unidos el sacerdote y el profeta, el poeta y el teólogo, traspasado
además por la presencia de Dios en su vida.
Las
dificultades que suscita el libro de Ezequiel son muchas. Siempre
suscitó ciertas sospechas, entre los judíos y entre los cristianos. En
el sínodo de Jamnia, en los años 90-95 de nuestra era, en que los
rabinos formaron el canon de la Biblia hebrea, ya encontraron una gran
dificultad para incluir en él el libro de Ezequiel. Les era difícil
reconciliar sus prescripciones con la Torá. Ante tal dificultad, según
cuenta el Talmud de Babilonia, Rabí Jananías Ben Ezequías se encerró en
el granero con víveres y 300 alcuzas de aceite para alumbrarse durante
el tiempo que le llevó explicar todas aquellas discrepancias. Si no
hubiera sido por él el libro de Ezequiel hubiera sido excluido de la
Escritura (Misnah, Menahot, 45a).
San Jerónimo
puso de relieve otro tipo de dificultades. En el prefacio a su
traducción del libro dice que, según la tradición rabínica, no estaba
permitido leer el principio y el final de este libro hasta tener la edad
en que los sacerdotes empiezan a ejercer su ministerio, es decir, hasta
los treinta años, porque “se necesita la plena madurez humana para el
perfecto conocimiento y la comprensión mística” (San Jerónimo, PL
25,17).
En cambio
Orígenes es un entusiasta admirador de Ezequiel. En una de sus
confidencias personales nos revela que “durante un tiempo se sentía
lleno de admiración por Isaías, antes de compararlo con Ezequiel”, el
profeta de su preferencia. Lo que le llena de admiración es la firmeza
con que denuncia las abominaciones de Jerusalén, sin que le importe
arriesgar con ello su vida.
En el concilio
de Trento también se habló de la dificultad de entender el libro de
Ezequiel y este fue uno de los argumentos para impedir la traducción de
la Biblia en lengua vulgar, pues podía representar un peligro para
ciertos lectores. Y, sin embargo, hay que decir que Ezequiel es el gran
actor que puede llegar fácilmente al pueblo sencillo, que es mucho más
sensible a lo que se representa que a lo que se explica. Ningún otro
profeta se ha servido tanto como él de los dramas y símbolos
representados. A las personas serias, estudiosas, de mentalidad
occidental, muchas de estas acciones les pueden parecer juegos
infantiles, pero Ezequiel se toma muy en serio su actuación. Para él es
Dios quien le ha llamado a ser profeta y quien le invita a representar
su palabra ante la mirada de sus oyentes. Y además su temperamento
enfermizo le predispone a toda suerte de originalidades. Su prodigiosa
imaginación le lleva a transformar una simple metáfora o una frase, que
desde hace tiempo son de dominio público, en una extensa alegoría. Todo
lo traduce en gestos, en visiones, en símbolos. Su mensaje se reviste de
imágenes plásticas, a veces un poco chocantes.
Así, por
ejemplo, a Ezequiel le cuentan que los habitantes de Jerusalén se
repiten el proverbio: “la ciudad es el perol y nosotros la carne”.
Entonces, para mostrar cómo el perol, la ciudad santa, no les protegerá,
va a buscar un gran perol, lo llena de alimentos y, a continuación, lo
vuelca ante la mirada atónita de quienes se han reunido a su
alrededor... Dios muestra su presencia entre los exiliado llegando al
río Kebar sobre un carro arrastrado por cuatro animales fantásticos...
La restauración de Israel la muestra como un ejército de huesos
desparramados en el campo, que se ponen en pie y recobran la vida...
Nabucodonosor es una gran águila que transporta a Babilonia una rama de
cedro, el rey de Israel... Los reyes de Israel son cachorros que una
leona cría y que van cayendo en las redes del enemigo...
Estas visiones
de Ezequiel, como los símbolos e imágenes de los que se sirve para
traducir sus experiencias, se abren paso directamente o a través del
Apocalipsis hasta extenderse por la iconografía, las miniaturas
medievales, el arte y la teología cristianas.
Ezequiel, el
profeta del exilio, es, pues, “un gran pintor de imágenes”, poeta y
maestro en el arte de los símbolos; los cuadros que pinta son
originales, modernos, impresionistas; en ellos vuelca para nosotros la
experiencia de la acción de Dios en Jerusalén y en Babilonia. Deportado
en el año 597, comienza su ministerio cinco años después en Babilonia,
la “tierra de Caldea, junto al río Kebar”, donde vive hasta el final de
su vida, aunque tenga siempre la mirada puesta en Jerusalén, donde la
mano de Dios le transporta frecuentemente en visión.
Como profeta a
Ezequiel le tocó vivir e interpretar el momento más duro de la historia
de Israel: el exilio. Recibe la vocación profética “en tierra de los
caldeos”, junto al río Kebar, “hallándose entre los desterrados”
(1,1-3). No conocemos muchos datos sobre su vida personal. Es hijo de un
sacerdote llamado Buzi. También él es sacerdote, según se deduce de su
lenguaje y de su conocimiento e interés por el templo. Pero, al ser
desterrado lejos de Jerusalén, no puede ejercer su ministerio
sacerdotal. Sabemos que está casado y que queda viudo muy pronto. No se
sabe que tuviera hijos. A lo largo de su vida son frecuentes las
visiones en las que actúa como protagonista y como espectador. A veces
se muestra insensible ante hechos trágicos, pero en general posee una
sensibilidad exquisita, más fina y delicada que ningún otro profeta,
inclinado al abatimiento y a la soledad. Extraño para un profeta, se
queda completamente sin habla durante un largo período de su vida. El
silencio y la soledad se hacen acción simbólica, que habla más
elocuentemente que la misma palabra. La abundancia de elementos visuales
confieren al lenguaje de Ezequiel una notable plasticidad.
Ezequiel, el
profeta casi desconocido, es un profeta atractivo por su lenguaje e
imágenes atrevidas. Bajo la apariencia de una frente dura, que Dios le
impone, se esconde un corazón sensible a apasionado. Quizás sea
necesario hurgar un poco bajo su piel para descubrir su interior
apasionante. En el drama de sus acciones simbólicas se oculta el drama
de su vida, unida a Dios y al pueblo, desgarrado por la pasión de Dios y
el amor al pueblo. Ezequiel ejerce su ministerio profético entre los
años 593 y 571, inmediatamente antes y después de la caída de Jerusalén
en el año 587. En esta época la historia de Israel gira sobre sus goznes
y Ezequiel participa intensamente de estos hechos.
Ezequiel
ejerce su ministerio profético entre los desterrados durante unos
veintidós años, aunque no sabemos cómo ni cuándo murió. En su misión hay
dos etapas claramente diferenciadas. En la primera, hasta la caída de
Jerusalén en el 587, se enfrenta a las falsas esperanzas de una pronta
repatriación de los desterrados. En este período, la palabra y las
acciones simbólicas buscan llevar al pueblo a reconocer su pecado,
convirtiéndose a Dios, para evitar la destrucción de la ciudad santa y
del templo, donde habita la gloria de Dios.
La segunda
etapa corresponde al período posterior a la destrucción de Jerusalén,
cuando el pueblo cae en la desesperación. Ante la depresión del pueblo,
que se queda sin esperanza, Ezequiel empieza a predicar la resurrección
de la nación. Ezequiel se alza de su mudez con una palabra de salvación.
La primera parte anuncia el juicio de Dios, porque su pueblo es infiel.
Y la segunda parte anuncia la salvación, porque el Dios de Israel es un
Dios fiel.
“Un sacerdote
se vuelve profeta”, es el título del libro de L. Monloubou. Este es
Ezequiel: sacerdote y profeta. Son dos misiones diversas y, al mismo
tiempo, complementarias. En la persona de Ezequiel se unifican. El
sacerdote es el hombre de la tradición, llamado a conservar con
fidelidad el patrimonio de la revelación de Dios, sedimentado en la vida
del pueblo de Dios a lo largo de su historia. El profeta, en cambio, es
la persona llamada a enfrentar una situación nueva en la que la
fidelidad a Dios requiere nuevas formas de expresarse. Sacerdote y
profeta son personas llamadas a ser fieles a Dios y a su alianza. El
sacerdote vive su fidelidad a Dios mirando, sobre todo, al pasado, pues
desea custodiar las riquezas que Dios ha dado a su pueblo. El profeta
vive su fidelidad a Dios mirando, sobre todo, al futuro, proponiendo al
pueblo una respuesta nueva, original, a las exigencias de Dios en la
historia. El sacerdote es la memoria del pueblo, el archivo histórico de
Israel, por lo que el libro de Ezequiel está lleno de fechas y medidas.
Ezequiel, sacerdote y profeta, vive la tensión de ambas vocaciones.
El profeta es
un elegido de Dios para transmitir la palabra de Dios a los hombres. El
profeta habla, en nombre de Dios, para los hombres que tiene ante él.
Habla siempre para el hoy de la historia. Ezequiel nos habla a nosotros
hoy. Y nosotros podemos cerrar los oídos a su palabra con la misma
excusa de los israelitas. Podemos repetir las palabras que ellos
cuchicheaban cuando le oían: “La visión que éste contempla es para días
lejanos, éste profetiza para una época remota” (12,27). El Señor también
nos dice a nosotros: “Yo, Yahveh, hablaré, y lo que yo hablo es una
palabra que se cumple sin dilación. Sí, en vuestros días yo pronunciaré
una palabra y la ejecutaré” (12,25). “No se retrasarán más mis palabras,
lo que diga lo cumpliré” (12,28).
Ezequiel es el
hombre de la palabra inesperada de Dios. Siendo sacerdote, no se deja
condicionar por la tradición sacerdotal. Su espíritu está abierto a la
novedad y al cambio. Los momentos dramáticos de la historia de Israel,
que le toca vivir, le abren a la actuación sorprendente de Dios. Vive en
su carne los acontecimientos de su tiempo y la palabra de Dios, que
anuncia al pueblo, la digiere antes en sus entrañas, la calienta en su
corazón.
Ezequiel,
profeta inmerso en la historia, invita a sus oyentes o lectores a vivir
atentos a lo que ocurre en ellos y a su alrededor, a vivir con los ojos
y oídos abiertos para ver y escuchar el rumor de los pasos de Dios bajo
el ruido ensordecedor de los hechos. Ezequiel, el profeta que espera
contra toda esperanza, invita a los creyentes a empezar cada día de
nuevo, a convertirse al Señor para no hacer del pasado su futuro. Dios
crea la vida de la nada y la saca también de la muerte. Lo ha hecho con
Cristo y lo hace con cuantos creen en él.
Gracias a la
alegoría espiritual, Orígenes actualiza e interioriza en cada alma los
acontecimientos del pueblo de Israel. Y San Gregorio Magno nos invita a
“conocer en las palabras de Dios el corazón de Dios”. Para ello, dice,
hay que romper la cáscara de las palabras y penetrar en el sentido
profundo, espiritual. Gregorio compara la Escritura con el pedernal, que
tiene el fuego escondido en su interior. Si tomamos el pedernal en la
palma de la mano lo sentimos frío, pero si lo golpeamos con el eslabón
entonces saltan chispas de fuego. Lo mismo sucede con la Escritura. Si
nos limitamos al sentido literal, externo, sus palabras nos dejan frío.
Pero, si uno penetra con el eslabón del Espíritu en el interior de las
palabras, entonces siente, como los discípulos de Emaús, que “le arde el
corazón cuando él le habla en el camino y le explica las Escrituras” (Lc
24,32).
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