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EZEQUIEL, Parábolas, alegorías, cantos, enigmas y acciones simbólicas: 6. LA GLORIA DE DIOS ABANDONA EL TEMPLO

 

Emiliano Jiménez Hernández

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El profeta Ezequiel: la gloria de Dios abandona el templo

 

 

                            6. LA GLORIA DE DIOS ABANDONA EL TEMPLO

 

Ezequiel nos invita a asistir a un juicio, donde el fiscal, en vez de narrar los delitos, los muestra en una pantalla. Se trata de una visión, no de una audición. El profeta nos señala el lugar, el año y el día: “El año sexto, el día cinco del sexto mes, estaba yo sentado en mi casa y los ancianos de Judá sentados ante mí, cuando se posó sobre mí la mano del Señor Yahveh” (8,1).

Ezequiel está en su casa, en Babilonia. Ha pasado un año desde la visión inaugural junto al río Kebar. Las acciones simbólicas, con que Ezequiel ha representado la destrucción de Jerusalén, quizás han llevado a los exiliados a barruntar que entre ellos hay un profeta. Los ancianos de Israel le visitan y se sientan ante él. Acuden a consultarle algo o simplemente a escuchar al profeta de Dios. Quizás se lamentan ante Ezequiel por el exilio que están sufriendo por las infidelidades de sus antepasados. Los ancianos se han reunido con Ezequiel para entablar un juicio a Dios. Si Él ha elegido Jerusalén para poner en ella su morada, Él debe velar por ella, para salvar su templo.

Entonces  la mano de Dios se posa sobre Ezequiel y le traslada en visión a Jerusalén para que contemple con sus ojos las abominaciones que contaminan la ciudad santa. Es la Jerusalén actual, y no la de los antepasados, la que Dios le muestra. Ezequiel va a mostrar que el castigo destructor empezará precisamente por el templo, porque en él se dan las mayores abominaciones idolátricas. Los ancianos son testigos mudos de la visión del profeta, que él les narra con palabras.

El profeta mira y ve a uno con aspecto de hombre, como en la visión del comienzo (c. 1). La gloria de Dios va a presidir el juicio de la casa de Israel. Ezequiel describe el aspecto del Hijo de hombre que contempla: “Desde lo que parecían ser sus caderas para abajo era de fuego, y desde sus caderas para arriba era algo como un resplandor, como el fulgor del electro”(8,2).

El profeta Ezequiel: el ajuar desterrado

El juicio, en la visión de Ezequiel, se lleva a cabo en el lugar de los hechos. Por ello, en su narración, nos dice Ezequiel: “Alargó una especie de mano y me agarró por un mechón de mi cabeza; el espíritu me elevó entre el cielo y la tierra y me llevó a Jerusalén, -en visión divina-, a la entrada del pórtico interior que mira al norte. Y he aquí que la gloria del Dios de Israel estaba allí; como yo la había contemplado en la llanura” (8,3-4) de Babilonia.

La gloria de Dios, razón de ser del templo, se muestra sobre él como un resplandor sin imagen. Es lo contrario de la abominación de la estatua de Astarté colocada en el templo por Manasés (2R 21,7; 2Cro 33,7) o de la Reina del cielo, cuyo culto denuncia Jeremías (Jr 7,18; 44,15-19). Ezequiel, como primer delito, contempla también una estatua, sin que diga de qué ídolo. El Señor le invita a fijar los ojos sobre ella:

-Hijo de hombre, levanta tus ojos hacia el norte (8,5).

            “Levanté mis ojos hacia el norte y vi que al norte del pórtico del altar estaba la estatua de los celos” (8,5). A la izquierda del altar de los holocaustos, que estaba en el centro del atrio interior está el ídolo que provoca los celos de Dios. Se trata de la violación manifiesta de la alianza sellada en el Sinaí. Una estatua en el templo, -o en la puerta norte de la ciudad-, es una afrenta al Señor, que no admite ser representado por ninguna imagen (Ex 20, 4; Dt 5,8), según declara en el Decálogo. Aunque la estatua pretenda ser una imagen de Dios es siempre un ídolo. El Señor nombra al acusado y Ezequiel lo repite ante los ancianos. Me dijo:

-Hijo de hombre, ¿ves las grandes abominaciones que la casa de Israel comete aquí para alejarme de mi santuario?  Pues todavía has de ver otras grandes abominaciones (8,6).

A esta primer delito sigue el siguiente. Yahveh mismo invita al profeta a que penetre en el santuario para ser testigo de mayores abominaciones. Así, después de atravesar los corredores del atrio, forzando una pequeña abertura, Ezequiel se encuentra con cámaras secretas, en las que hay imágenes de reptiles y bestias abominables. Es Dios, que conoce los secretos del hombre y del santuario, quien guía a Ezequiel:  “Me llevó a la entrada del atrio. Yo miré: había una grieta en el muro” (8,7). Y me dijo:

-Hijo de hombre, abre un boquete en el muro (8,8).

Ezequiel, hijo de Buzi, sacerdote, se queda boquiabierto ante lo que ve: “Abrí un boquete en el muro y se hizo una abertura”, que conduce a un recinto secreto. Se trata seguramente de las celdas de los sacerdotes, que estaban construidas a lo largo del muro que separaba el atrio interior del exterior. El Señor le invita a entrar por el boquete del muro:

-Entra y contempla las execrables abominaciones que éstos cometen ahí.

Dios quiere que su profeta traspase la fachada del templo, la fachada blanqueada de su pueblo y contemple la verdad de su interior. Los ojos de Ezequiel, son los ojos de Dios, que no miran las apariencias, sino el corazón (1S 16,7), desvelando la hipocresía y doblez del pueblo: “Entré y observé: toda clase de representaciones de reptiles y animales repugnantes, y todas las basuras de la casa de Israel estaban grabados en el muro, todo alrededor” (8,10).

Se trata de todos los ídolos secretos de Israel. Cada uno tiene, en su estancia, en su interior, sus propios ídolos. Cuando el hombre pierde la fe en Dios, su alma se vende a los ídolos más absurdos. Por fuera, como en el templo, no se ve nada, pero en lo escondido brotan los miedos, la angustia y... los ídolos. Ezequiel, con su palabra de verdad, saca a la luz la ambigüedad y falsedad de la conciencia de los hombres. 

No sólo está la estatua erigida en el atrio del templo, sino que los muros están cubiertos de grabados de ídolos egipcios. Israel, liberado de la esclavitud de Egipto, con el culto a sus ídolos se somete de nuevo a esa esclavitud. Es una nueva violación del Decálogo (Dt 4,18). Y setenta hombres, de los ancianos de la casa de Israel, estaban de pie delante de ellos cada uno con su incensario en la mano. Y el perfume de la nube de incienso subía. El Señor me dijo entonces:

-¿Has visto, hijo de hombre, lo que hacen en la oscuridad los ancianos de la casa de Israel,  cada uno en su estancia adornada de pinturas? Están diciendo: “Yahveh no nos ve, Yahveh ha abandonado esta tierra” (8,11-12).

Sigue la visión del tercer delito y finalmente del cuarto..El proceso va hacia un punto culminante de lo abominable. Son cuatro escenas de idolatría en el templo mismo de Jerusalén. Me condujo al atrio interior de la Casa de Yahveh. Y he aquí que a la entrada del santuario de Yahveh, entre el vestíbulo y el altar, había unos veinticinco hombres que, vuelta la espalda al santuario de Yahveh y la cara a oriente, se postraban, mirando hacia el sol. Entre el vestíbulo y el altar es el lugar donde los sacerdotes deben llorar en momentos de calamidad o de peligro para obtener piedad del Señor. Pero lo que ve Ezequiel es exactamente lo contrario: han dado la espalda al Señor y se han vuelto a adorar al sol. Se trata de una “conversión” al revés, abandonan al Señor para volverse a los ídolos. El Señor le dice a Ezequiel:

-¿Has visto, hijo de hombre? ¿Aún no le bastan a la casa de Judá las abominaciones que cometen aquí, sino que colman la tierra de violencia, para irritarme? Mira cómo se llevan el ramo a la nariz. Pues yo también he de obrar con furor; no tendré para con ellos una mirada de piedad, no les perdonaré. Me invocarán a voz en grito, pero yo no les escucharé (8,13-18).

La negación de Dios tiene como consecuencia inmediata que la tierra “se llena de violencia” (8,17). Cuando la gente comienza a decir o a pensar que “el Señor ha abandonado el país” o que “el Señor no ve”, entonces el hombre abre la puerta a la violencia y al engaño. El hombre que no vive bajo la mirada de Dios, sin darse cuenta, desencadena en su interior una inclinación a la injusticia, a la violencia contra el prójimo, envenenando las relaciones humanas. Y como los israelitas dan la espalda a Dios, también el Señor les da la espalda, aparta de ellos su mirada de piedad para no escuchar sus llantos y súplicas (8,18).

Después de la representación del delito, Ezequiel nos narra la ejecución de la sentencia . El Señor la ejecuta a través del ejército de Babilonia. Nabucodonosor es su siervo o su martillo para golpear a Israel. Sólo se salvarán los que llevan la marca protectora de Dios (9,4). La gloria de Dios se detiene en el umbral del templo y Yahveh ordena a “un hombre vestido de lino”:

-Pasa por la ciudad, por Jerusalén, y marca con una cruz en la frente a los hombres que gimen y  lloran por todas las abominaciones que se cometen en medio de ella (9,5).

El profeta Ezequiel: el ajuar desterrado

El lino, propio de las vestiduras sacerdotales (Lv 16,4.23.32), hace pensar que Ezequiel, hijo de sacerdotes, asigna a estos el papel de marcar a los fieles del Señor, para que se libren de la matanza. Otra misión sacerdotal es la de intercesor, que él ejerce, horrorizado ante la matanza que contempla. Mientras los “seis hombres” encargados de herir a cuantos no llevan la marca de la Tau en su frente, Ezequiel se “queda solo”, cae rostro en tierra y exclama:

-¡Ah, Señor Yahveh!, ¿vas a exterminar a todo el resto de Israel, derramando tu furor contra Jerusalén? (9,8).

Ezequiel, profeta de Dios para el pueblo, se identifica con Dios y con el pueblo. Participa de los sentimientos de Dios y anuncia al pueblo la sentencia de muerte que merecen sus pecados. Pero, al mismo tiempo, sufre con el pueblo y grita a Dios, intercediendo por el pueblo. Simultáneamente es mensajero de Dios y defensor del pueblo. Es algo que caracteriza al verdadero profeta. Lo ha hecho así el gran profeta, Moisés (Ex 32,11-13), y después de él Amós (Am 7,2.5) y Jeremías, a quien Dios, en un cierto momento, prohíbe que interceda por el pueblo: “En cuanto a ti, no pidas por este pueblo ni eleves por ellos plegaria ni oración, ni me insistas, porque no te oiré” (Jr 7,16). Sin embargo, a los falsos profetas, que no buscan sino el propio interés, Dios les echa en cara precisamente el que no intercedan por el pueblo pecador: “He buscado entre ellos alguno que construyera un muro y se mantuviera de pie en la brecha ante mí, para proteger la tierra e impedir que yo la destruyera, y no he encontrado a nadie” (22,30).

Ezequiel, desde lo hondo de sus entrañas, eleva el grito de intercesión. Pero Dios no escucha la súplica de su profeta, sino que justifica de nuevo la sentencia decretada (9,9-10), aunque la ejecución aguarda a que el “hombre vestido de lino acabe de marcar a los inocentes” (9,11). A continuación el Señor ordena que abrasen a la ciudad entera en la hoguera del fuego sagrado (10,1ss). Ezequiel transmite el mandato de incendiar el templo y la ciudad, sin describir el incendio. Quizás sus oyentes no comprendieron la palabra del profeta hasta que oyeron contar al nuevo grupo de desterrados el horror del incendio de Jerusalén (2R 25,9; Lm 2,3-4; 4,11).

La orden de exterminio alcanza a cuantos no han sido marcados y  se ha de iniciar por el santuario. Esto es significativo, pues para Israel, un cadáver es la máxima impureza ritual; si un sacerdote tocaba un cadáver era excluido del culto. Ahora el Señor ordena matar en su templo, es decir, Yahveh profana, desacraliza su propio templo. Lo hace mediante sus instrumentos, los mensajeros que vienen del norte, de donde llegará el ejército babilonio. Los soldados de Nabucodonosor no perdonarán nada y hasta en el santuario derramarán sangre humana.

Simultáneamente comienza a desarrollarse una segunda escena: la partida gradual de la gloria de Yahveh, pues el templo desacralizado ya no es el lugar para la gloria del Señor. En diversas partes de estos capítulos se ve que la gloria del Señor se aleja lentamente, podría decirse, con desagrado, pero se va. Antes de que la orden de destrucción sea ejecutada, la gloria de Dios abandona el templo y la ciudad:

-La gloria de Yahveh se elevó de encima de los querubines y salió hacia el umbral de la Casa y la Casa se llenó de la nube, mientras el atrio estaba lleno del resplandor de la gloria de Yahveh (10,4).

Es como si el arca se levantase por sí misma y saliese del Santo de los Santos, donde se hallaba como signo de la presencia de Dios y, por tanto, como señal de su firme protección del pueblo. Ezequiel, que en visión está en Jerusalén, asiste al alzarse de la gloria de Dios para abandonar el templo y la ciudad:

-La gloria de Yahveh salió de sobre el umbral de la Casa y se posó sobre los querubines. Los querubines desplegaron sus alas y se elevaron del suelo ante mis ojos, al salir, y las ruedas con ellos. Y se detuvieron a la entrada del pórtico oriental de la Casa de Yahveh; la gloria del Dios de Israel estaba encima de ellos. Era el ser que yo había visto debajo del Dios de Israel en el río Kebar; y supe que eran querubines (10,18-20).

Dios, su Gloria, abandona el templo. Y, en una segunda etapa, abandona la ciudad de Jerusalén. La Gloria de Dios se detiene a las afueras de la ciudad santa, sobre el monte de los Olivos. El Señor sale de la ciudad por la puerta oriental, la “Puerta Dorada” o, como se la llama ahora, “La Puerta Hermosa”. La tradición judía ha imaginado que Dios, al abandonar la ciudad santa, morada que él se había elegido, hace lo mismo que todos los emigrantes, al momento de partir de Jerusalén. Al llegar al Monte de los Olivos se detiene y se vuelve para contemplar por última vez la ciudad amada. Con melancolía y como si se sintiera obligado el Señor deja la ciudad sólo porque la maldad de los hombres le obliga a hacerlo. El Señor, después de contemplar la ciudad desde el monte de los Olivos, se aleja de la ciudad:

            -Los querubines desplegaron sus alas y las ruedas les siguieron, mientras la gloria del Dios de Israel estaba encima de ellos. La gloria de Yahveh se elevó de en medio de la ciudad y se detuvo sobre el monte que está al oriente de la ciudad.  El espíritu me elevó y me llevó a Caldea, donde los desterrados, en visión, en el espíritu de Dios; y la visión que había contemplado se retiró de mí. Yo conté a los desterrados todo lo que Yahveh me había dado a ver (11,22-25).

El Espíritu es el protagonista de la visión. El Espíritu a Ezequiel le  “levanta entre el cielo y la tierra”, llevándole por los pelos a Jerusalén. Y, terminada la visión, es el Espíritu quien arrebata a Ezequiel y le lleva en volandas con los desterrados de Babilonia. Allí cuenta a los exiliados lo que el Señor le ha revelado. Así Ezequiel va y viene, de Babilonia a Jerusalén y de Jerusalén a Babilonia. En ambos lugares se encuentra con quienes se sienten el resto de Israel. Los que se quedan en Judá se consideran el pueblo elegido. Jeremías les desengaña con la escenificación del cesto de higos (Jr 24), y Ezequiel con la parábola de la olla (11,3 y 24,1-4).

Después de la partida de la gloria el templo es un edificio cualquiera. Puede ser destruido sin tocar a Yahveh. Jerusalén es una olla que da a sus habitantes, no la protección, sino la muerte. Unos años después, los hechos confirman la palabra de Jeremías y de Ezequiel. El incendio de la ciudad, la destrucción del templo y la deportación en masa acreditan la palabra de ambos profetas. Los exiliados son el verdadero resto de Israel. El Señor mismo es su santuario en tierra extranjera mientras esperan el retorno a la patria donde reconstruirán el templo (Cf Jr 24,7). Ezequiel, una vez que “la gloria de Dios se elevó sobre la ciudad de Jerusalén y se detuvo en el monte, al oriente de la ciudad” (11,23), dirige su palabra de consuelo y esperanza a los exiliados. Esta palabra, anticipada en este momento, será la última palabra de Ezequiel:

            -Yo os recogeré de en medio de los pueblos, os congregaré de los países en  los que habéis sido dispersados, y os daré la tierra de Israel. Vendrán y quitarán de ella todos sus monstruos y abominaciones; yo les daré un solo corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo: les quitaré el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que caminen según mis preceptos, observen mis normas y las pongan en práctica; serán mi pueblo y yo seré su Dios (11,17-20).

Pero, mientras llega esa hora, Dios, que no es capaz de permanecer lejos de su pueblo, le sigue en el exilio. Así manda a Ezequiel que se lo comunique a los deportados:

-Sí, yo los he mandado entre las naciones, y los he dispersado por los países, pero yo seré un santuario para ellos, por poco tiempo, en los países adonde han ido (11,16).

 El profeta Ezequiel: el ajuar desterrado

 


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