Emiliano
Jiménez Hernández
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14. POR LA GLORIA DE MI NOMBRE
La historia de
Israel, narrada en los capítulos 16 y 23, aparece aquí sin imágenes.
Ezequiel se remonta a la elección de Israel en Egipto, para narrar su
éxodo y camino por el desierto hasta llegar a la tierra prometida. Pero
toda la historia del pueblo de Dios es vista desde la perspectiva
sombría del pecado. Israel es la “casa rebelde” desde sus orígenes.
Parece un texto escrito para una liturgia penitencial en el que se
examina la historia del pecado y rebeldía del pueblo.
Los ancianos de
Israel visitan a Ezequiel. Van a consultar a Yahveh y, para ello, se
sientan ante su profeta. El encuentro tiene lugar en los meses de
julio-agosto del 591 antes de Cristo, es decir, dos años después de su
vocación (20,1). Una vez más nos quedamos sin saber lo que desean
consultar. Antes de que los ancianos expongan su consulta, el profeta
adivina sus intenciones y les habla en nombre de Dios. La palabra de
Dios le llega a Ezequiel y le invita a “hacerles saber las abominaciones
de sus padres” (20,4). Ezequiel ha presentado las abominaciones de
Israel crudamente a través de diversas alegorías. Ahora hace un
recorrido lúcido y desencarnado por la historia, dividiéndola en
diversos períodos. La primera etapa es la de la elección en Egipto:
-El día que yo
elegí a Israel, alcé mi mano hacia la raza de la casa de Jacob, me
manifesté a ellos en el país de Egipto, y levanté mi mano hacia ellos
diciendo: Yo soy Yahveh, vuestro
Dios. Aquel día alcé mi mano hacia ellos, jurando sacarlos del
país de Egipto hacia una tierra que había explorado para ellos, que mana
leche y miel, la más hermosa de todas las tierras( 20,5-6).
La tierra de
Israel, recordada desde el exilio, es para Ezequiel “la perla de las
naciones, que manaba leche y miel”. Pero llama la atención que para
Ezequiel la infidelidad del pueblo comienza ya en sus orígenes. El libro
de los Jueces habla de un primer período de fidelidad (Ju 2,7); lo mismo
encontramos en el profeta Oseas, que señala un tiempo en el que Israel
vive su luna de miel en sus relaciones esponsales con Dios (Os 2,17).
También Jeremías pone en labios de Dios esta declaración: “De ti
recuerdo tu cariño juvenil, el amor de tu noviazgo” (Jr 2,2). En
Ezequiel no hay nada de esto. El amor de Dios a Israel es totalmente
gratuito. El pueblo, que Dios elige y salva de la esclavitud de Egipto,
ya estaba inmerso en las abominaciones de los egipcios. Dios les invita
a liberarse de dichas abominaciones y no le escuchan:
-Y les dije:
Arrojad cada uno los monstruos que seducen vuestros ojos, no os
contaminéis con las basuras de Egipto; yo soy Yahveh, vuestro Dios. Pero
ellos se rebelaron contra mí y no quisieron escucharme. Ninguno arrojó
los monstruos que seducían sus ojos; ninguno abandonó las basuras de
Egipto (20,7-8).
Dios califica a
Israel como “casa de rebeldes”. Es la fórmula que repite Ezequiel como
si ese fuera el nombre propio, distintivo de Israel. La rebelión de
Israel no es una cosa del momento, como si de repente hubiera levantado
la frente para oponerse a Dios. Esto aparece así en Isaías: “¡Cómo ha
podido volverse adúltera la ciudad fiel! Sión estaba llena de equidad,
la justicia albergaba en ella, pero ahora moran en ella asesinos” (Is
1,21). Isaías se sorprende por el cambio operado en Sión: la ciudad fiel
se ha rebelado. En Ezequiel no ha habido cambio alguno. La infidelidad
es congénita en Israel. Ha sido rebelde desde el principio: “Ellos y sus
padres han pecado contra mí hasta este mismo día” (2,3).
Los orígenes bastardos (16,3) de Jerusalén ya eran un preludio de
su posterior historia de infidelidades.
Una segunda nota
llamativa es que Dios salva al pueblo sin que el pueblo muestre ninguna
señal de arrepentimiento. El perdón de Dios precede a toda señal de
conversión. El libro de los Jueces nos había acostumbrado a sentir que
en la angustia de la opresión el pueblo gritaba a Dios y Dios suscitaba
un Juez que les salvaba. En Ezequiel la actuación salvadora de Dios
llega antes de que el pueblo se vuelva a él. Ante el pecado, es cierto,
Dios “piensa derramar su furor sobre ellos y desahogar en ellos su
cólera, en medio del país de Egipto” (20,9), pero no lo hace. Podemos
preguntarnos qué es lo que mueve a Dios a frenar su ira y Ezequiel nos
responde:
-Porque tuve
consideración a mi nombre y procedí de modo que no fuese profanado a los
ojos de las naciones entre las que ellos se encontraban, y a la vista de
las cuales me había manifestado a ellos, sacándolos del país de Egipto.
Por eso, los saqué del país de Egipto y los conduje al desierto (20,10).
Es esta una
afirmación que se repite varias veces en el libro de Ezequiel. Dios
lleva adelante la historia de la salvación, no obstante las
infidelidades del pueblo, por el honor de su nombre. La gloria de Dios
es el fin de la creación y de la historia. Por ello el pecado del hombre
y la muerte que engendra no pueden ser la última palabra. El designio de
Dios se cumple salvando al hombre del pecado y de la muerte. La historia
es historia de salvación.
El pecado entra
en la historia, pero el poder creador de Dios es más fuerte que el
pecado. Ezequiel, al comienzo de este capítulo, recibe el encargo de
Dios: “Muéstrales las abominaciones de sus padres”. Y Ezequiel hace la
historia del pecado, de las abominaciones, palabra típica del
vocabulario de Ezequiel. Para Amós el pecado es sobre todo violación de
la justicia. Oseas ve el pecado como infidelidad, traición al amor
esponsal de Dios. Isaías considera el pecado fundamentalmente como
autosuficiencia, como pretensión del hombre de ocupar el lugar de Dios.
Ezequiel ve el pecado sobre todo como abominación, como contaminación o
profanación de la santidad de Dios. Israel es el pueblo santo, porque es
el pueblo consagrado a Dios, pertenece al Señor. Pecar es romper el lazo
que liga al pueblo con Dios.
Si Israel peca el
nombre de Dios es menospreciado, blasfemado, profanado. Es echar lo
santo con lo impuro. Es lo que aparece en las fases sucesivas, que sólo
enumero. La segunda fase es la del desierto, en donde viven dos
generaciones. De la primera dice el Señor:
-Les di mis preceptos y les di a conocer mis normas, por las que
el hombre vive, si las pone en práctica. Y les di además mis sábados
como señal entre ellos y yo, para que supieran que yo soy Yahveh, que
los santifico. Pero la casa de Israel se rebeló contra mí en el
desierto; no se condujeron según mis preceptos, rechazaron mis normas
por las que vive el hombre, si las pone en práctica, y no hicieron más
que profanar mis sábados. Entonces pensé en derramar mi furor sobre
ellos en el desierto, para exterminarlos. Pero tuve consideración a mi
nombre, y procedí de modo que no fuese profanado a los ojos de las
naciones, a la vista de las cuales los había sacado. Y, una vez más alcé
mi mano hacia ellos en el desierto, jurando que no les dejaría entrar en
la tierra que les había dado, que mana leche y miel, la más hermosa de
todas las tierras. Pues habían despreciado mis normas, no se habían
conducido según mis preceptos y habían profanado mis sábados; porque su
corazón se iba tras sus basuras. Pero tuve una mirada de piedad para no
exterminarlos, y no acabé con ellos en el desierto (20,11-17).
Ezequiel acusa a
Israel repetidamente de su violación del sábado. La ley del sábado es
significativa para la comunidad que vive en el exilio, en medio de los
paganos. La celebración del sábado es una proclamación de la soberanía y
santidad de Dios (20,20). El sábado es la señal establecida entre Dios y
su pueblo. Con su celebración Israel confiesa su fe en Dios (21,12) y
testimonia ante los paganos que Yahveh es su Dios y único Señor.
Santificando el nombre de Dios en la celebración del sábado, Israel no
se confundirá ni se disolverá entre las naciones.
El tercer período
corresponde a la segunda generación del desierto:
-Y dije a sus hijos en el desierto: No sigáis las reglas de
vuestros padres, no imitéis sus normas, no os contaminéis
con sus basuras. Yo soy Yahveh, vuestro Dios. Seguid mis
preceptos, guardad mis normas y ponedlas en práctica. Santificad mis
sábados; que sean una señal entre yo y vosotros, para que se sepa que yo
soy Yahveh, vuestro Dios. Pero los hijos se rebelaron contra mí, no se
condujeron según mis preceptos, no guardaron ni pusieron en práctica
mis normas, aquéllas por las que vive el hombre, si las pone en
práctica, y profanaron mis sábados. Entonces
pensé en derramar mi furor sobre ellos y desahogar en ellos mi
cólera, en el desierto. Pero retiré mi mano y tuve consideración a mi
nombre, procediendo de modo que no fuese profanado a los ojos de las
naciones, a la vista de las cuales los había sacado. Pero una vez más
alcé mi mano hacia ellos, en el desierto, jurando dispersarlos entre las
naciones y esparcirlos por los países. Porque no habían puesto en
práctica mis normas, habían despreciado mis preceptos y profanado mis
sábados, y sus ojos se habían ido tras las basuras de sus padres. E
incluso llegué a darles preceptos que no eran buenos y normas con las
que no podrían vivir, y los contaminé con sus propias ofrendas, haciendo
que pasaran por el fuego a todo primogénito, a fin de infundirles
horror, para que supiesen que yo soy Yahveh (20,18-26).
Y, finalmente,
está el período de la ocupación de la tierra prometida:
-En esto todavía
me ultrajaron vuestros padres siéndome infieles. Yo les conduje a la
tierra que, mano en alto, había jurado darles. Allí vieron toda clase de
colinas elevadas, toda suerte de árboles frondosos, y en ellos
ofrecieron sus sacrificios y presentaron sus ofrendas provocadoras; allí
depositaron el calmante aroma y derramaron sus libaciones. Y yo les
dije: ¿Qué es el alto adonde vosotros vais?; y se le puso el nombre de
Bamá, hasta el día de hoy. Pues bien, di a la casa de Israel: Así dice
el Señor Yahveh: Conque vosotros os contamináis conduciéndoos como
vuestros padres, prostituyéndoos detrás de sus monstruos,
presentando vuestras ofrendas, haciendo pasar a vuestros hijos por el
fuego; os contamináis con todas vuestras basuras, hasta el día de hoy,
¿y yo voy a dejarme consultar por vosotros, casa de Israel? Por mi vida,
oráculo del Señor Yahveh, que no me dejaré consultar por vosotros
(20,27-31).
La historia del
pecado tiene una conclusión sumamente triste. El pueblo elegido renuncia
a la elección y aspira a ser como los demás pueblos:
-Y no se
realizará jamás lo que se os pasa por la imaginación, cuando decís:
Seremos como las naciones, como las tribus de los otros países,
adoradores del leño y de la piedra (20,32).
“Servir al leño y
a la piedra” es una expresión despectiva, que indica el culto a los
ídolos. Israel cae en esa degradación. Pero el pecado del hombre nunca
vence al amor de Dios. Por ello, ante lo que el pueblo imagina o dice,
Dios reacciona:
-Por mi vida,
oráculo del Señor Yahveh, que yo reinaré sobre vosotros, con mano fuerte
y tenso brazo, con furor derramado. Os haré salir de entre los pueblos y
os reuniré de los países donde fuisteis dispersados, con mano fuerte y
tenso brazo, con furor derramado; os conduciré al desierto de los
pueblos y allí os juzgaré cara a cara. Como juzgué a vuestros padres en
el desierto de Egipto, así os juzgaré a vosotros, oráculo del Señor
Yahveh. Os haré pasar bajo el cayado y os haré entrar por el aro de la
alianza; separaré de vosotros a los rebeldes, a los que se han rebelado
contra mí: les haré salir del país en que residen, pero no entrarán en
la tierra de Israel, y sabréis que yo soy Yahveh. En cuanto a vosotros,
casa de Israel, así dice el Señor Yahveh: Que vaya cada uno a servir a
sus basuras; después, yo juro que me escucharéis y no profanaréis más mi
santo nombre con vuestras ofrendas y vuestras basuras (20,33-39).
El exilio es un
nuevo éxodo, pero al revés: “yo os llevaré al desierto de los pueblos”.
Para Israel el paso del desierto, como lugar de conocimiento de Dios,
significó en el primer caso lugar de los primeros amores, ahora como
lugar de la vuelta a Dios. Como en el primer éxodo, Dios interviene
ahora con fuerza y saca a su pueblo de en medio de las naciones, para
hacer de él un pueblo santo, que le servirá fielmente en el “monte
santo”:
-Porque será en mi santa montaña, en la alta montaña de Israel ‑ oráculo del
Señor Yahveh ‑ donde me servirá toda
la casa de Israel, toda ella en esta tierra. Allí los acogeré
amorosamente y allí solicitaré vuestras ofrendas y las primicias de vuestros
dones, con todas vuestras cosas santas. Como calmante aroma yo os acogeré
amorosamente, cuando os haya hecho salir de entre los pueblos, y os reúna de
en medio de los países en los que habéis sido dispersados; y por vosotros me
mostraré santo a los ojos de las naciones. Sabréis que yo soy Yahveh, cuando
os conduzca al suelo de Israel, a la tierra que, mano en alto, juré dar a
vuestros padres. Allí os acordaréis de vuestra conducta y de todas las
acciones con las que os habéis contaminado, y cobraréis asco de vosotros
mismos por todas las maldades que habéis cometido (20,40-43).
El pueblo reconoce su pecado al experimentar el perdón de Dios. El amor
gratuito de Dios, manifestado en el perdón, abre los ojos para reconocer el
mal. Antes Israel tenía ojos y no veía, oídos y no escuchaba. Era presa de
las tinieblas, que le cegaban y arrastraban lejos de Dios y de sí mismo. A
la luz del amor de Dios se les ilumina el propio pecado y sienten vergüenza
de él (36,31; 39,26; 43,10-11). De este modo, con el castigo purificador y
con la salvación gratuita, el Señor muestra la santidad de su nombre a los
ojos de las naciones y ante la casa de Israel:
-Sabréis que yo soy Yahveh, cuando actúe con vosotros por consideración a mi
nombre, y no con arreglo a vuestra mala conducta y a vuestras corrompidas
acciones, casa de Israel, oráculo del Señor Yahveh (20,44).
Dios manifiesta su santidad salvando en vez de destruir, creando de nuevo en
lugar de dejarse vencer por el pecado del hombre:
-Cuando yo reúna a la casa de Israel de en medio de los pueblos donde
está dispersa, manifestaré en ellos mi santidad a los ojos de las naciones
(28,25).
Para Ezequiel, como para Oseas, ser Dios y no hombre, -“conocerán que yo soy
el Señor”- se manifiesta en el hecho de que Dios no destruye (Os 11,8-9),
sino que salva gratuitamente (Cf 16,62; 20,42.44; 22,16; 34,27.30; 36,36.38;
37,6.13-14.28).
Las expresiones “gloria del Señor”, “santidad”, “santificación del nombre
divino” y “profanación de su santo nombre” son expresiones típicas de
Ezequiel. La santidad es la nota esencial de Dios, es por ello la cualidad
que más le acerca a los hombres, creando así una íntima relación entre él y
su pueblo. Israel puede invocar el santo nombre de Dios; el nombre de Dios
es igualmente invocado sobre Israel y, de ese modo, se hace fuente de vida y
santidad para Israel.