Emiliano
Jiménez Hernández
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16. EL HORNO DE FUNDIR LA PLATA
Ezequiel amplía
una imagen que Isaías sólo enunciaba: “Tu plata se ha hecho escoria...
Voy a volver mi mano contra ti y purificaré al crisol tu escoria, hasta
quitar toda tu ganga” (Is 1,22.25). También Ezequiel parte de la
acusación de Israel convertido todo él en escoria. Dios se desahoga con
su profeta, diciéndole:
-Hijo de hombre,
la casa de Israel se me ha convertido en escoria; todos son cobre,
estaño, hierro, plomo, en medio de un horno; ¡escoria son!
(22,17).
En la casa de
Israel todo lo que fue precioso se ha pervertido. Por ello Dios mismo
transforma a Jerusalén en horno de fundición. Se trata en primer lugar
del fuego de castigo, aunque sea un castigo purificador. Dios reúne a
Israel en el horno, atiza el fuego, y funde los metales, hasta lograr
que desprendan toda su ganga. ¡Quién sabe si quedará algo de plata!:
-Por haberos
convertido todos en escoria, por eso voy a juntaros en medio de
Jerusalén. Como se pone junto plata, cobre, hierro, plomo y estaño en el
horno, y se atiza el fuego por debajo para fundirlo todo, así os juntaré
yo en mi cólera y mi furor; y os fundiré (22,19-20).
Todos los que,
según la descripción de Jeremías, corren hacia Jerusalén (Jr 6,1ss),
buscando en la ciudad un refugio frente al invasor, no se dan cuenta de
que están entrando en el horno, que va a arder muy pronto. El fuego es
la cólera de Dios. El aliento de Yahveh enciende el horno, decía el
profeta Isaías (Is 30,33; 10,17):
-Os reuniré,
atizaré contra vosotros el fuego de mi furia, y os fundiré en medio de
la ciudad. Como se funde la plata en medio del horno, así seréis
fundidos vosotros en medio de ella, y sabréis que yo, Yahveh, he
derramado mi furor sobre vosotros (22,21-22).
La imagen del
crisol donde se refinan los metales preciosos, para separar de ellos
toda ganga y escorias, es un símbolo corriente para indicar la
purificación del pueblo o de la persona (Pr 17,3; Jb 23,10; Za 13,9).
Pero Ezequiel, como con tantas otras imágenes conocidas, la transforma
radicalmente. Ezequiel no ve al pueblo como plata impura, que debe ser
purificada, sino como total impureza sin nada de plata. La fundición no
sirve, pues, para limpiar de escorias la plata, sino para quemar todo,
pues no hay nada que salvar.
La imagen del
horno ocupa el centro del capítulo. Antes está la amplia enumeración de
los delitos que hacen que Israel merezca el título de escoria. Entre los
pecados de la lista resuena la repetición de la sangre derramada, que
hace que Jerusalén pierda su nombre de ciudad de paz, ciudad justa y
fiel (Is 1,26) y se gane el apelativo de ciudad sanguinaria
(22,2). La sangre derramada y no cubierta con tierra grita en labios de
Ezequiel pidiendo venganza. Ni príncipes ni levitas se preocupan de
protegerse de la sangre derramada, según se lee en el Deuteronomio (Dt
21,1-9). Y eso que son muchas las sangres que se han derramado en
Jerusalén. El homicidio es un sacrilegio que profana la tierra, porque
la vida del hombre es sagrada para Dios.
Homicidios e
idolatrías resumen los crímenes cometidos contra Dios y contra el
prójimo (22,2-4). Con ellos Jerusalén acelera la hora de su destrucción,
convirtiéndose en objeto de burla para las naciones. Impurezas rituales,
con que ofenden a Dios, y desórdenes, con que ofenden al prójimo (22,5),
son otros de sus pecados. Los reyes se han distinguido por la sangre que
han derramado, desde David, que mató a Urías, pasando por el malvado
Manasés, hasta Sedecías:
-Ahí están dentro
de ti los príncipes de Israel, cada uno según su poder, sólo ocupados en
derramar sangre (22,6).
Y Ezequiel sigue
enumerando los preceptos del Señor, que su pueblo ha quebrantado:
-En ti se desprecia al padre y a la madre, en ti se maltrata al forastero
residente, en ti se oprime al huérfano y a la viuda. No tienes respeto a mis
cosas sagradas, profanas mis sábados. Hay en ti gente que calumnia para
verter sangre. En ti se come en los montes, y se comete infamia. En ti se
descubre la desnudez del propio padre, en ti se hace violencia a la mujer en
estado de impureza. Uno comete abominación con la mujer de su prójimo, el
otro se contamina de manera infame con su nuera, otro hace
violencia a su hermana, la hija de su propio padre; en ti se acepta
soborno para derramar sangre; tomas a usura e interés, explotas a tu prójimo
con violencia, y te has olvidado de mí, oráculo del Señor Yahveh (22,6-12).
Con sus pecados contra el prójimo, Israel se está olvidando de Dios,
defensor del débil e indefenso. Sobre todo es la sangre lo que provoca la
intervención de Dios:
-Mira, yo voy a batir palmas a causa de los actos de pillaje que has
cometido y de la sangre que corre en medio de ti ¿Podrá tu corazón resistir
y tus manos seguir firmes el día en que yo actúe contra ti? Yo, Yahveh, he
hablado y lo haré. Te dispersaré entre las naciones, te esparciré por los
países, borraré la impureza que hay en medio de ti, por ti misma te verás
profanada a los ojos de las naciones, y sabrás que yo soy Yahveh (22,16).
Los profetas ven a Jerusalén como un enorme crisol y sus habitantes les
parecen escoria; necesitan ser fundidos para que aparezca el oro y la plata
(Is 1,22.25; Jr 6,28-30). Ezequiel toma esta imagen de Isaías, que se la ha
suministrado también a Jeremías. Pero mientras en Isaías la imagen tiene un
sentido positivo, Ezequiel con ella pone de manifiesto los matices negativos
de la purificación. El fuego del crisol es una realidad que abrasa y
destruye. Jerusalén es el crisol arrasado por el fuego junto con sus
habitantes. Ante la ciudad incendiada, el templo destruido, las gentes
diezmadas y dispersas, el desconcierto es total. Muchos piensan que todo ha
concluido, sin que haya para Israel esperanza alguna de supervivencia.
Profanada en medio de las naciones donde Dios ha dispersado a Israel, Dios
intenta purificarla en el crisol del fuego. Pero no todos quedan
purificados. Jerusalén no se deja lavar con la lluvia ni purificar con el
fuego. Ezequiel termina este capítulo enfrentándose con las diversas clases
de dirigentes, que no acogen la predicación y se quedan en su pecado. En
primer lugar nombra a los reyes, que
“como leones rugen al desgarrar la presa” (22,25); devoran a la
gente, arrebatando sus riquezas. Siguen los sacerdotes, que violan las cosas
santas en provecho propio (22,26). En tercer lugar, Ezequiel acusa a los
jueces, que “como lobos” (22,27) derraman sangre y eliminan a la gente para
enriquecerse. Están también los profetas “enjalbegadores”, que ofrecen
visiones falsas y profecías mentirosas (22,27). Y finalmente los ricos
terratenientes, que “hacen violencia y cometen pillaje, oprimiendo al pobre
y al indigente y maltratando al forastero sin ningún derecho” (22,29).
A través de las imágenes del león rugiente y del lobo voraz, aplicadas a las
clases dirigentes, Ezequiel denuncia la situación de violencia e injusticia,
que reina en Israel. Frente al miedo o sensación de impotencia de los
débiles, Ezequiel muestra el acoso, la amenaza, el acecho, la avidez, la
voracidad, el desgarro y aniquilamiento a que someten a sus víctimas los
potentes. Ezequiel pinta con colores vivos las fauces, colmillos y garras,
añadiendo la sensación auditiva del rugido. El león rugiente es la mejor
imagen de los malvados que devoran a los humildes. Pedro se sirve de la
misma imagen para describir al diablo, que “ronda como león rugiente,
buscando a quién devorar” (1P 5,8). Con sus acciones han provocado la cólera
del Señor:
-He buscado entre ellos alguno que construyera un muro y se mantuviera de
pie en la brecha ante mí, para proteger la tierra e impedir que yo la
destruyera, y no he encontrado a nadie. Entonces he derramado mi ira sobre
ellos; en el fuego de mi furia los he exterminado: he hecho caer su conducta
sobre su cabeza, oráculo del Señor Yahveh (22,30-31).
Esta es una palabra que Dios dirige a los falsos profetas. El verdadero
profeta se diferencia del falso en que se coloca en la brecha y combate
contra Dios en defensa del pueblo. Hay en estas palabras una profecía de
Cristo, el profeta que se coloca en la brecha frente a Dios para salvar a
los hombres pecadores (Cf Hb 5,1ss).