Emiliano
Jiménez Hernández
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21. EL PROFETA COMO CENTINELA DE ISRAEL
La primera etapa
de la misión de Ezequiel empieza y termina en silencio. Al principio,
como muestra de abatimiento por la misión que se le encomienda; y al
final, porque la dureza de sus oyentes hace inútil su misión.
A los doce años
de la deportación, el día 5 del décimo mes (julio del 586), se le
presenta a Ezequiel un fugitivo de Jerusalén, que la da la noticia: “Han
destruido la ciudad” (33,21-22). Yahveh ha posado su mano sobre él la
tarde anterior. A Ezequiel, mudo desde la muerte de su esposa, con la
noticia de la caída de Jerusalén se le desata la lengua. Comienza una
nueva etapa en su actividad profética. Su palabra, brotada ahora del
silencio de la mudez, es una palabra nueva. La vida nace de la
esterilidad; la palabra, del silencio.
Ezequiel, profeta
de Dios, ha estado mudo durante el asedio de Jerusalén, porque Dios ha
callado en la última hora de Jerusalén. El Señor se ha impuesto silencio
a sí mismo durante la caída de la ciudad, encanto de sus ojos. Ha
asistido desde cerca, pero sin intervenir, a la muerte de su ciudad
elegida, con su templo y murallas. Ezequiel desde lejos, en Babilonia,
vive la misma suerte. Con la muerte de su esposa comparte en silencio el
dolor de Dios por la destrucción de su morada. Ahora Ezequiel recibe de
nuevo la palabra de Dios. Es casi como una nueva vocación,
con la que es constituido en atalaya de Israel. .
-La palabra de
Yahveh me fue dirigida en estos términos: Hijo de hombre, habla a los
hijos de tu pueblo (33,1).
Hasta la
destrucción de Jerusalén, Ezequiel en Babilonia, lo mismo que Jeremías
en Palestina, se dedica a acusar a Israel de sus pecados; las palabras,
con las que se ha nutrido y ha dado al pueblo, han sido “lamentaciones,
llantos y ayes” (2,10), ahora serán sobre todo palabras de esperanza,
dirigidas a superar el desaliento del pueblo. Dios instruye a su profeta
sobre su ministerio. El profeta es boca de Dios, no tiene una palabra
propia, transmite la palabra que Dios pone en sus labios. El profeta es
ante todo un centinela. Dios le encarga que se lo diga al pueblo:
-Les dirás: Si yo hago venir la espada sobre un país, y la gente
de ese país escoge a uno de los suyos y le ponen como centinela; y éste,
al ver venir la espada sobre el país, toca el cuerno para advertir al
pueblo: si resulta que alguien oye bien el sonido del cuerno, pero no
hace caso, de suerte que la espada sobreviene y le mata, la sangre de
este hombre recaerá sobre su propia cabeza. Ha oído el sonido del cuerno
y no ha hecho caso: su sangre recaerá sobre él. En cambio, el que haya
hecho caso, salvará su vida. Si, por el contrario, el centinela ve venir
la espada y no toca el cuerno, de suerte que el pueblo no es advertido,
y la espada sobreviene y mata a alguno de ellos, perecerá éste por su
culpa, pero de su sangre yo pediré cuentas al centinela (33,2-6).
Con esta parábola
se define la función del centinela. Ezequiel no es el primero en
utilizar esta imagen para caracterizar la misión del profeta. Ya
Jeremías habla de los centinelas que el Señor da a su pueblo para que
den la alerta en caso de peligro (Jr 6,17). También Oseas (Os 5,8; 6,5),
Habacuc (Ha 2,1) e Isaías (Is 21,6) llaman centinelas a los profetas.
Ser centinela es una cualidad que distingue al verdadero profeta del
falso. Los falsos profetas no suben a las brechas para ver lo que ocurre
y advertir al pueblo (Ez 13,5). El verdadero profeta vigila y está
atento a la palabra de Dios y, a su luz, interpreta los acontecimientos
de la historia. La imagen de centinela evoca también la urgencia y el
peligro que se cierne sobre el pueblo, pues el profeta aparece en los
momentos críticos del pueblo. Él en esos momentos difíciles escruta las
señales de los tiempos.
El vigía salva su
vida porque está atento a los peligros que acechan a los demás y les da
la voz de alarma. Del mismo modo el profeta salva su vida en la medida
en que es fiel a su misión. Pero hay una paradoja en esta llamada de
Dios a ser centinela precisamente cuando no hay ciudad ni murallas donde
instalarse para dar el grito de alarma. ¿Y contra quién ha de alertar?
Contra Dios mismo. Es Dios quien tiene la espada desenvainada. Destruida
su ciudad santa, su espada no vuelve al reposo de la vaina, prosigue
amenazante tras los desterrados si, con el castigo de Jerusalén, no se
convierten a Él. Pero Dios no desea la muerte de sus hijos rebeldes,
sino que se conviertan y vivan. Por ello les pone un centinela, que les
advierta antes de que llegue a ellos la espada. Ezequiel es ese
centinela para los desterrados:
-A ti, también,
hijo de hombre, te he hecho yo centinela de la casa de Israel. Cuando
oigas una palabra de mi boca, les advertirás de mi parte (33,7).
En la
presentación de Ezequiel como centinela nos encontramos con una imagen
impresionante: la espada que camina, la espada del juicio de Dios, que
avanza en busca de su pueblo. El profeta, solo, en la noche, ve el
peligro inminente, mientras sabe que el pueblo duerme, sin ningún deseo
de que le despierten. Él, vigía atento, debe dar la alarma, sonar la
trompeta y romper la paz del pueblo.
Es sorprendente
este modo de actuar de Dios, que desenvaina la espada y, sin embargo
quisiera que ninguno fuera herido por ella. Porque desea que todos se
salven de su espada avisa al profeta: ¡Ay, de ti, si alguien perece por
tu culpa, porque no has gritado lo suficiente para salvarlo! El acoso de
Dios es una palabra de amor. Dios no desea sorprender a su pueblo y
aniquilar a todos. Sí, eliminará a quienes no escuchen la palabra, pero
salvará a quienes la acojan:
-Si yo digo al
malvado: “Malvado, vas a morir sin remedio”, y tú no le hablas para
advertir al malvado que deje su conducta, él, el malvado, morirá por su
culpa, pero de su sangre yo te pediré cuentas a ti. Si, por el
contrario, adviertes al malvado que se convierta de su conducta, y él no
se convierte, morirá él debido a su culpa, mientras que tú habrás
salvado tu vida (33,8-9).
La parábola sobre
la misión del profeta se actualiza en la vida de Ezequiel. Él queda
implicado en su misión de atalaya. “No duerme ni reposa el centinela de
Israel” (Sal 121,3-5). No duerme el Señor, no puede dormir tampoco su
profeta. Es un centinela, un vigilante. Está en juego la vida de las
personas. Aunque sean malvadas, Dios no desea su muerte. Amenaza,
pronuncia incluso la sentencia de muerte, pero retrasa la ejecución para
dar tiempo al arrepentimiento y poder ser clemente:
-Y tú, hijo de
hombre, di a la casa de Israel: Vosotros andáis diciendo: “Nuestros
crímenes y nuestros pecados pesan sobre nosotros y por causa de ellos
nos consumimos. ¿Cómo podremos vivir?” Diles: “Por mi vida, oráculo del
Señor Yahveh, que yo no me complazco en la muerte del malvado, sino en
que el malvado se convierta
de su conducta y viva” (33,10-11).
La culpa, en el
momento de la pena, puede adquirir proporciones inmensas y llevar al
hombre a la desesperación. Satanás, que incita a pecar, después del
pecado agranda la culpa para quitar toda esperanza de salvación. Es el
acusador. El Paráclito convence al hombre de pecado, pero no le condena
(Jn 16,8ss). Cuando el hombre cree que ya no hay esperanza, Dios le
envía a su profeta con una palabra de vida, con el anuncio de la vida
nueva que Dios le ofrece:
-Convertíos,
convertíos de vuestra mala conducta (33,11).
Dios mismo se
sorprende de la insensatez humana. Con ojos de extrañeza Dios pregunta a
su pueblo y sigue preguntándonos a nosotros:
-¿Por qué queréis
morir, casa de Israel?
(33,11).
El profeta, al
dar la señal de alarma, está anunciando que aún hay tiempo para evitar
la muerte. Todavía se puede cambiar el curso de los acontecimientos. El
malvado aún puede desandar el camino que le lleva al precipicio.
Ezequiel da la alarma a cada persona. Ni la justicia actual es una
garantía perpetua ni el pecado presente es una desgracia irremediable.
Dios ofrece a Israel, pecador, la posibilidad del presente, el kairós
del momento saludable, el “aquí y ahora” de la palabra que salva. Un
acto puede cambiar todo:
-Y tú, hijo de hombre, di a los hijos de tu pueblo: La justicia del justo no
le salvará el día de su perversión, ni la maldad del malvado le hará
sucumbir el día en que se aparte de su maldad. Pero tampoco el justo vivirá
en virtud de su justicia el día en que peque. Si yo digo al justo:
“Vivirás”, pero él, fiándose de su justicia, comete la injusticia, no
quedará memoria de toda su justicia, sino que morirá por la injusticia que
cometió. Y si digo al malvado: “Vas a morir”, y él se aparta del pecado y
practica el derecho y la justicia, si devuelve la prenda, restituye lo que
robó, observa los preceptos que dan la vida y deja de cometer injusticia,
vivirá ciertamente, no morirá. Ninguno de los pecados que cometió se le
recordará más: ha observado el derecho y la justicia; ciertamente vivirá
(33,12-16).
Mientras Isaías y Jeremías dan la alarma para salvar al pueblo, Ezequiel, en
estos momentos, se interesa por la vida de cada persona. Con la urgencia del
momento crítico que vive Israel, cada miembro del pueblo, si es justo se
salva (33,13), si es malvado, muere si no se convierte (33,14-16). La
palabra de Dios se hace personal, busca penetrar en el corazón singular de
cada uno. Dios no quiere que se pierda ni uno de sus hijos. Es lo que dirá
Jesús en el Evangelio (Jn 6,39). Para salvar al mayor número Pablo se gasta
y desgasta, se hace “todo a todos, para salvar a toda costa a algunos” (1Co
9,22). Pablo, lo mismo que Ezequiel, se siente centinela y no puede
sustraerse a su misión: “¡Ay de mí si no anunciase el Evangelio!” (1Co
9,16).
El día de la caída de Jerusalén, el 19 de julio del 586, Ezequiel queda mudo
e inmóvil (24,26-27) hasta que un fugitivo, el 5 de enero del 585, le
comunica la noticia (24,26-27). Con la noticia recobra el habla (33,21-22).
Desde el asedio de Jerusalén, Ezequiel no transmitió ningún mensaje a los
exiliados, dejó que los acontecimientos hablaran por sí mismos. Y ahora,
cuando la catástrofe confirma su palabra, se hace famoso. La gente acude a
escuchar su palabra. Es para ellos “un cantor de baladas”. Dios le advierte
que no se deje engañar: “tú eres para ellos como una canción de amor de uno
que tiene hermosa voz y toca la cítara diestramente” (33,32). La predicación
satisface al oído y al sentimiento, pero no cambia la vida de los oyentes.
Dios advierte de la gravedad de esa actitud frente al profeta:
-Y tú, hijo de hombre, mira que los hijos de tu pueblo se burlan de ti junto
a los muros y a las puertas de sus
casas. Se dicen unos a otros: “Vamos a escuchar qué palabra viene de
parte de Yahveh”. Y vienen a ti en masa, y se sientan delante de ti;
escuchan tus palabras, pero no las ponen en práctica. Y mientras halagan con
su boca, su corazón sólo anda buscando su interés. Tú eres para ellos como
una canción de amor, graciosamente cantada, con acompañamiento de buena
música. Escuchan tus palabras, pero no hay quien las cumpla (33,30-32).
Los oyentes de Ezequiel, con el tiempo, han pasado de la resistencia y
oposición a su palabra a una actitud diversa, pero igualmente perversa.
Escuchan al profeta, pero no tienen ninguna intención de poner en práctica
su palabra en la vida. Les divierte la palabra del profeta. Le toman como
poeta más que como profeta. Como quien les divierte con bellas coplas.
Alimenta más la curiosidad que la fe. Todo el esfuerzo del profeta por
encarnar la palabra en la historia sólo sirve para alagar el oído de los
oyentes. Le alaban, pero no le toman en serio, no se convierten.
Antes de que Dios se lo advierta, Ezequiel mismo lo había notado y se había
quejado ante Dios de que, por su culpa, todos le llamasen “charlatán de
parábolas”: Yo dije:
- ¡Ah, Señor Yahveh!, ésos andan diciendo de mí: ¿No es éste un charlatán de
parábolas? (21,5).