Emiliano
Jiménez Hernández
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24. VISIÓN DE LOS HUESOS SECOS
La visión
simbólica de los huesos secos que, por la fuerza de la palabra de Dios,
se revisten de carne y, bajo la fuerza del Espíritu, reciben la vida, es
una de las visiones más significativas del profeta Ezequiel. Es una
visión que se convierte en parábola al ser ofrecida como respuesta a una
lamentación de la casa de Israel. Así el mismo Ezequiel nos interpreta
el sentido de la visión. En la queja del pueblo tenemos reflejada la
situación espiritual en que se encuentran en el momento de la visión.
Con una metáfora expresiva el pueblo anda diciendo:
-Se han secado
nuestros huesos, se ha desvanecido nuestra esperanza, todo ha acabado
para nosotros (37,11).
El pueblo, tantas
veces engañado con las promesas ilusorias de los falsos profetas, se
niega a escuchar a Ezequiel, que promete en nombre de Dios una
recreación de la tierra de Israel. Es inútil soñar la vida cuando la
muerte está celebrando su victoria. ¿Para qué hablar de esperanza cuando
se ha perdido hasta el deseo de vivir? Dios, con esta parábola, responde
a la pregunta radical de la existencia humana. Dios es capaz de crear la
vida de la nada y también de la muerte.
Con la caída de
Jerusalén desaparecen la realeza, el templo, el culto y la tierra santa.
Es un momento dramático en que Israel pierde la esperanza. Toda la ación
del profeta es una lucha contra el desaliento. Para vencer el desánimo
es necesario que el aliento, el espíritu de Dios penetre hasta los
huesos del hombre, le haga revivir, le recree desde la nada en que se ve
hundido.
Hay que despertar
la imaginación hasta sentir el peso de la mano de Dios, que se posa
sobre el profeta. La mano de Dios no aplasta al profeta, sino que le
alza y conduce a la vega, que se halla llena de huesos. Lo primero que
llama la atención de Ezequiel es que los huesos son incalculables y
están muy secos, casi calcinados. El soplo vital ya hacía tiempo que
había partido de ellos:
-La mano de
Yahveh fue sobre mí y, por su espíritu, Yahveh me sacó y me puso en
medio de la vega, la cual estaba llena de huesos. Me hizo pasar por
entre ellos en todas las direcciones. Los huesos eran muy numerosos por
el suelo de la vega, y estaban completamente secos, irreversiblemente
muertos (37,1-2).
La mirada se
pierde en una de las llanuras ilimitadas y anónimas de Mesopotamia, en
las que el paisaje se extiende en un espacio sin contornos. Es una
llanura árida, sin un hilo de hierba ni el color de una flor; sólo hiere
la vista el gris de los huesos calcinados, que la llenan. Dios hace
cruzar al profeta en medio de los huesos y mientras el profeta está
absorto en la contemplación de tantos huesos tan secos, Dios le
interpela:
-Hijo de hombre,
¿podrán vivir estos huesos?
(37,3).
No se trata de
una pregunta dogmática sobre el poder de Dios. Ezequiel no duda que Dios
es Señor de la vida y de la muerte, puede por tanto devolver la vida a
los muertos. Lo que no conoce Ezequiel es qué es lo que Dios piensa
hacer con esos cadáveres. Por eso se refugia en su ignorancia, dejando a
Dios toda iniciativa:
-Señor Yahveh, tú
lo sabes (37,3).
Este paisaje de
muerte, que hace de fondo de la visión, hay que mantenerlo presente en
la memoria. Sobre él se perfila la imagen del profeta, protagonista y
espectador del acontecimiento, que él mismo nos describe. Su mano pasa a
identificarse con la mano del Señor. Y su palabra pasa a ser Palabra de
Dios:
-Profetiza, hijo
de hombre, sobre estos huesos (37,4).
Pero no es la
fuerza de Ezequiel la que infunde la vida a los huesos secos, sino el
Espíritu de Dios, que él invoca para que venga de los cuatro vientos.
Los vivos no han escuchado la palabra de Ezequiel. Ahora Dios le manda
dirigir su palabra a los muertos:
-Huesos secos,
escuchad la palabra de Yahveh (37,4).
Ezequiel como
actor habla, como espectador de la acción de Dios contempla asombrado el
resultado de su palabra, acompañada de la potencia creadora de Dios:
-Así dice el
Señor Yahveh a estos huesos: He aquí que yo voy a hacer entrar el
espíritu en vosotros, y viviréis. Os cubriré de nervios, haré crecer
sobre vosotros la carne, os cubriré de piel, os infundiré espíritu y
viviréis; y sabréis que yo soy Yahveh (37,5-6).
La palabra de
Ezequiel es palabra de profeta, lleva toda la fuerza de Dios, se hace
eficaz, suscitando el espíritu que da vida a los huesos secos. Como
quien no se cree lo que ve, Ezequiel constata: “Yo profeticé como se me
había ordenado, y mientras yo profetizaba se produjo un ruido. Hubo un
estremecimiento, y los huesos se juntaron unos con otros. Miré y vi que
estaban recubiertos de nervios, la carne salía y la piel se extendía por
encima, pero no había espíritu
en ellos”.
Como el día de la
creación, el proceso tiene dos tiempos. Primero Dios forma al hombre con
el barro de la tierra y luego le infunde el soplo de vida. Aquí no se
parte del barro, sino de los huesos, que se ajustan unos con otros y se
recubren de carne, nervios y piel, pero aún están sin vida. Por ello
sigue Ezequiel narrando lo que hace y lo que contempla. Siente como un
hormigueo de vida que penetra piel, huesos, carne, nervios, según sale
de sus labios la palabra de Dios, que penetra en su oído:
-Profetiza al espíritu, profetiza, hijo de hombre. Dirás al espíritu: Así dice el Señor Yahveh: Ven, espíritu, de los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos para que vivan (37,9).
El término hebreo
ruah significa, a la vez, viento y espíritu; de ahí el juego de
palabras: “desde los cuatro vientos, ven, Espíritu” (37,9). Con el
Espíritu germina la vida. Si el hombre “exhala el espíritu” muere; si
Dios, le infunde su Espíritu, el hombre revive. El hombre, recreado por
el Espíritu de Dios, vuelve a la vida, a una vida nueva, a una vida
según el Espíritu (Rm 8,4). De nuevo Ezequiel experimenta el asombro del
don de la vida, los cadáveres se alzan del suelo y se ponen de pie,
resucitados:
-Yo profeticé
como se me había ordenado, y el espíritu entró en ellos; revivieron y se
pusieron en pie: era una muchedumbre inmensa (37,10).
A la acción sigue
la palabra que la aclara. La visión se hace parábola. Así la palabra se
hace palabra eterna, con eficacia para todos los tiempos. Entonces me
dijo:
-Hijo de hombre,
estos huesos son toda la casa de Israel. Ellos andan diciendo: Se han
secado nuestros huesos, se ha desvanecido nuestra esperanza, todo ha
acabado para nosotros (37,11).
A la casa de
Israel, al pueblo de Dios, disperso entre las naciones, con la tierra
prometida convertida en un cúmulo de ruinas, al pueblo que se halla
sumido en la desesperanza y ha perdido el sentido de la vida, Dios le
dice por su profeta:
-He aquí que yo
abro vuestras tumbas; os haré salir de vuestras tumbas, pueblo mío, y os
llevaré de nuevo al suelo de Israel. Sabréis que yo soy Yahveh cuando
abra vuestras tumbas y os haga salir de vuestras tumbas, pueblo mío.
Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis; os estableceré en vuestro
suelo, y sabréis que yo, Yahveh, lo digo y lo hago, oráculo de Yahveh
(37,12-14).
Dios hace “salir
de las tumbas” a su pueblo. Dios, para formar su pueblo, le hizo “salir
de Egipto”, que era como una tumba para los hebreos. Ahora, en la
recreación de su pueblo, Dios les hace salir de la muerte, para
llevarles en un nuevo éxodo a la tierra. Dios le repite a Ezequiel las
palabras que en otro tiempo dijo a Moisés: “Anda, sube de aquí, tú y el
pueblo que sacaste de Egipto, a la tierra que yo prometí con juramento a
Abraham, a Isaac y a Jacob” (Ex 33,1).
La metáfora pasa de huesos a tumbas. Dios, creador de la vida, es igualmente
vencedor de la muerte. El sólo desea que su pueblo viva, que viva
reconociéndole como dador de vida mediante su espíritu. Este es el mensaje
de Pascua que celebra la liturgia cristiana. En la Vigilia Pascual resuena
con toda su fuerza esta página del profeta Ezequiel.
Ezequiel anuncia la restauración de Israel en el momento en que ha perdido
toda esperanza. Cuando el pueblo se siente muerto, Ezequiel le anuncia que
Dios le puede hacer renacer. Este significado literal del texto, en la
lectura de Israel y de los Padres de la Iglesia, se carga de un significado
más profundo, anunciando una esperanza plena: la resurrección de los
muertos. A la pregunta de Dios ¿pueden revivir estos huesos?, Ezequiel
responde: sólo tu lo sabes. Con esta respuesta, Ezequiel pone la
resurrección en manos del Dios vivo y dador de vida: “Así sabréis que yo soy
Yahveh, que lo dije y lo hice” (37,14).
La liturgia cristiana propone también este texto como posible lectura en las
misas de difuntos, como expresión de la fe en la resurrección. Aunque no sea
ese el sentido originario de la narración, Ezequiel ha creado un símbolo que
desborda su misma intención. Proponiendo el viento, es decir, el espíritu
como principio de vida, el profeta ha dado expresión a las ansias más
radicales del hombre, al mensaje más gozoso de la revelación. La victoria de
la vida sobre la muerte es el mensaje de Pascua. Es legítimo proclamar esta
palabra a la luz de Cristo resucitado como símbolo de la resurrección.