HISTORIA DE LA IGLESIA PRIMITIVA: 11. Herejías y Concilios
a)
Herejías trinitarias
b) Herejías cristológicas
c) Herejías soteriológicas
a) Herejías trinitarias
Al final del siglo III, la Iglesia está
sólidamente implantada en Occidente. Pero apenas si ha rebasado los
medios de las grandes ciudades, excepto en los alrededores de Roma y de
Cartago. Por otra parte, está sólo comenzando a penetrar en las esferas
culturales y a expresarse en latín. En Oriente, en cambio, la Iglesia,
que tiene ya tres siglos detrás de sí, ha alcanzado una notable
extensión. Además, el cristianismo tiene todo un pasado literario y
teológico. Orígenes ha proporcionado un extraordinario esplendor al
pensamiento cristiano. Alejandría cuenta con un gran obispo, Dionisio,
que ha estado antes a la cabeza de la escuela catequética. Lo más
importante de su obra es su correspondencia. Un primer grupo de ésta son
las Cartas pascuales, cuyo objeto es anunciar la fecha de la Pascua.
En su correspondencia Dionisio nos ofrece un
eco de los grandes problemas de la Iglesia en su época: persecuciones,
controversias teológicas, problemas de disciplina eclesiástica. En ella
expresa el afán de comunión entre las diversas iglesias locales y,
particularmente, con la de Roma. Es la expresión de la colegialidad de
la Iglesia antes de los concilios ecuménicos.
Alejandría y Antioquía son dos focos de
cultura cristiana. Cuando la verdad revelada se acerca a hombres, la
razón trata de "comprender" la revelación. Entonces surgen dos peligros:
el racionalismo y el fideísmo. El racionalismo abriga la secreta
esperanza de poder traducir a puros conceptos las verdades reveladas. El
fideísmo, en cambio, pone su afán en conservar la tradición tal como se
ha recibido, dudando de la capacidad de la razón para ilustrar la
revelación. La Iglesia no acepta ninguna de estas dos soluciones
extremas. Así la Iglesia ha dado base a la teología.
El problema de la teología se siente
fuertemente a medida que el cristianismo se difunde en el mundo de la
cultura helenística. El siglo II es su primera época, pero no la
clásica. En los siglos siguientes, los griegos, sobre todo, emprenden la
dogmatización de las verdades de fe, que luego formulan los concilios.
Todos los concilios de la Iglesia antigua se celebran en suelo griego,
con participación predominante de obispos y teólogos griegos. Más tarde
esa herencia la recoge Roma. La Iglesia ortodoxa de Oriente, después del
VII Concilio Ecuménico (787), ya no formula más dogmas. No los necesita,
pues la liturgia pasa a ocupar el lugar de la teología, en cuanto que la
confesión de la verdad se expresa en forma litúrgica, es decir, en
adoración y alabanza.
El primer problema teológico que surge
consiste en la interpretación del misterio trinitario, que da lugar a
diversas herejías, como el monarquianismo o sabelianismo, que propugna
una unidad tal en la Trinidad que destruye la distinción de personas. El
judaísmo no conoce más que una forma de monoteísmo: el de la fe en un
solo y único Dios. Pero Jesús trae el mensaje del Padre; en cuanto
Mesías, se coloca a su lado como Hijo y anuncia el envío del Espíritu
Santo. Sobre las relaciones íntimas de las tres personas no da muchas
explicaciones: "Yo y el Padre somos una cosa" (Jn 8,16); "el Padre es
mayor que yo" (Mt 24,36); "cuando venga el Espíritu tomará de lo mío"
(Jn 16,13). Y, en el mandato de bautizar, pone a los tres en igualdad,
uno junto a otro (Mt 28,19). Según esta predicación, Jesús enseña a la
Iglesia a creer en Dios Padre, creador del cielo y de la tierra, en Dios
Hijo y en Dios Espíritu Santo, en el Dios uno y trino. El problema surge
al querer explicar cómo Dios es uno, siendo Dios tanto el Padre como el
Hijo; a partir del siglo II éste es el centro de las controversias
doctrinales.
El primer intento de explicación lo hacen los
apologetas, especialmente Tertuliano. Manteniendo inquebrantable la
plena divinidad del Hijo, no se apartan de la fe ortodoxa. Pero en su
empeño por encontrar la formulación de su profesión de fe, consideran al
Hijo subordinado de algún modo al Padre (subordinacionismo). La idea
básica de la Escritura, que siempre presenta al Padre como único Señor y
la voluntad del Padre como la últimamente determinante, parece que
reclama esta visión monarquiana. La fe es irreprochable, pero su
formulación defectuosa. Otros, en cambio, como los modalistas o
patripasianos, niegan la plena divinidad del Hijo o consideran al Hijo
como una simple apariencia del Padre. Estas herejías no tienen gran
importancia hasta la aparición de Arrio.
El final del siglo III es un período
importante en la historia del dogma trinitario. Se oponen diversos
intentos imperfectos de formulación dogmática de los datos bíblicos y
tradicionales. Tales discusiones aparecen durante los pontificados de
Víctor, Ceferino y Calixto. Epígono, discípulo de Noeto de Esmirna,
enseña el monarquianismo. Su teología carga el acento sobre la unicidad
de la sustancia divina hasta negar que el Hijo tenga una subsistencia
propia. Ceferino y Calixto le son favorables. Hipólito, se les opone.
Precisamente en ese contexto aparece Sabelio, un cirenense de la
Pentápolis (H. E.VII,6), que llega a Roma en tiempos de Ceferino. Con
Sabelio, el monarquianismo toma un cariz netamente heterodoxo.
Desde entonces, el monarquianismo se suele
designar con el nombre de sabelianismo, por ser Sabelio su principal
representante. Sabelio habla de un Dios en tres personas, usando la
palabra persona según su sentido clásico de papel en el teatro, de
máscara. Así el mismo Dios, en cuanto actúa como creador es llamado
Padre; cuando aparece en el papel de redentor encarnado, se le llama
Hijo; y en su papel de dispensador de gracia recibe el nombre de
Espíritu Santo.
Dios se manifiesta en tres modos distintos,
por lo esta herejía recibe también el nombre de modalismo. En otra
dirección, el monarquianismo mantiene la distinción real entre el Padre
y el Hijo, pero, para no poner en peligro la unicidad de Dios, subordina
el Padre al Hijo, por lo que recibe el nombre de subordinacionismo.
El asunto prosigue cuarenta años más tarde.
El año 257, en que muere Sabelio, en Cirenaica gana influencia su
doctrina. Después de su condena en Roma, Sabelio había vuelto a su
patria, abriendo en ella una escuela. Los habitantes de Cirenaica se
dividen sobre la cuestión. Algunos obispos, ganados por los sabelianos,
no se atreven a hablar del Hijo. Ambas partes envían documentos a
Dionisio de Alejandría (H. E. VII,6). Este escribe una memoria sobre la
cuestión, enviando una copia de la misma a Roma, al presbítero Filemón.
También escribe a Ammón, obispo de Berenice, en Cirenaica, sobre el
mismo tema (VII,26), y a los demás obispos de la región.
Estas primeras cartas no logran convencer a
los obispos sabelianos. Dionisio envía entonces una nueva carta a Ammón
y a Eupator, en la que expone de forma más detallada la distinción entre
el Padre y el Hijo, punto que niegan los sabelianos. Los habitantes de
Cirenaica apelan entonces al obispo de Roma, Dionisio, que acaba de
suceder a Sixto y con quien Dionisio de Alejandría ha mantenido
correspondencia cuando era solamente presbítero (VII, 7-6).
Este recurso a Roma es interesante desde el
punto de vista de la historia del primado romano en materia doctrinal.
Conocemos por Atanasio los reproches que hacen los obispos de Cirenaica
a Dionisio de Alejandría. Dicen que separa al Hijo del Padre y le aleja
de él. Afirma que el Hijo no existía antes de haber sido engendrado y
que hubo, por tanto, un tiempo en que no existía. En consecuencia, no es
eterno, sino que ha sobrevenido ulteriormente. El Hijo es, pues, una
creación (poiema) y un producto (geneton). Es ajeno al Padre en cuanto a
la esencia, como la viña al viñador o el navío al constructor. En fin
-dice el mismo Dionisio-, me acusan falsamente de decir que Cristo no es
consustancial (homoousios) a Dios.
El papa Dionisio reúne un sínodo en Roma, que
condena las proposiciones incriminadas. Dirige a los cirenenses una
carta sobre la manera de refutar el sabelianismo, en la que no nombra al
obispo de Alejandría y, por otra parte, manda a éste una carta personal.
A esta carta responde Dionisio con una Refutación y Apología, en la que
precisa las fórmulas que podían prestarse a falsa interpretación en su
doctrina. Mantiene la afirmación de las tres hipóstasis, pero negando
que sean separadas. Pide que se interpreten las comparaciones que le han
sido reprochadas relacionándolas con otras, como la de la fuente y el
río, la de la raíz y la planta. Reconoce que no admite el término
homoousios porque no está en las Escrituras, pero acusa a sus
detractores de haber pasado en silencio la exposición donde él afirma
prácticamente la misma doctrina. Indica en qué sentido entiende la
palabra poiema aplicada al Verbo y afirma claramente que no ha habido un
tiempo en que no existiera. Dionisio de Alejandría profesa su pleno
acuerdo con el obispo de Roma, aunque mantiene su vocabulario y
perspectiva propia. Ambos obispos condenan los errores: el monarquiano y
el subordinaciano.
Pero mantienen las diferencias de las
escuelas teológicas romana y alejandrina en materia trinitaria. Quedan
varias cuestiones sin explicar; más tarde se harán nuevas precisiones,
cuando el arrianismo las plantee de nuevo.
Un conflicto semejante se desarrolla en
Antioquía. Pablo de Samosata sucede en 260 al obispo Demetriano. Pablo
no tiene una teología elaborada sobre la generación del Verbo. Por ello
se presta fácilmente a acusaciones de modalismo y adopcionismo. Los
arrianos le consideran como su predecesor. El concilio convocado en
Antioquía el año 261 reúne a los obispos más significados de Oriente,
para discutir las ideas de Pablo, que es condenado solemnemente. Durante
los debates que preceden a la condena, los Padres de Antioquía toman dos
posiciones que más tarde serán fuente de dificultades. La primera se
refiere a la palabra homoousios, aplicada a la Trinidad. Ya Dionisio la
excluía como no escriturística. En Antioquía la rechazan porque la
consideran expresión del modalismo de Pablo. Así se explica por qué los
Padres orientales se muestran tan reticentes frente a ella cuando
Occidente quiere imponerla en Nicea.
Mucho más peligrosa es la segunda herejía, el
arrianismo. Su autor es Arrio, natural de Libia. En reacción contra el
monarquianismo, exagera la distinción entre el Padre y el Hijo, llegando
a la conclusión de que el Hijo es creado de la nada, tiene principio, es
pura criatura, dotado de grandes excelencias sobre todas las demás
criaturas, pero no es Dios.
A Alejandro, patriarca de Alejandría, esta
doctrina le parece grave y el año 321 convoca un sínodo en Alejandría,
que condena esta doctrina y excomulga a Arrio. Este sale entonces de
Egipto y hace muchos adeptos en Palestina y luego en Nicomedia, donde
consigue atraer a la herejía a su obispo, Eusebio, que será su principal
apoyo. Así, pues, al resultar inútiles los intentos de dominar este
movimiento, Constantino, sin comprender el alcance de las doctrinas en
cuestión, pero interesado en mantener la paz de la Iglesia, convoca un
Concilio en Nicea. Es el primer concilio ecuménico, celebrado en el año
325 en el palacio de verano del emperador.
Con las grandes facilidades dadas por el
emperador, se reúne un gran número de prelados, tal vez unos 260. Ocupa
la presidencia del concilio el obispo Osio de Córdoba, que participa de
parte del emperador. El Papa Silvestre envía como delegados a los
presbíteros romanos Vito y Vicente. Entre los obispos que asisten está
Alejandro de Alejandría, acompañado de su diácono San Atanasio. En la
discusión, se propone la expresión homoousios, afirmando que el Hijo es
consustancial con el Padre; por tanto, verdadero Dios como Él, eterno y
sin principio: el Hijo es "Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de
Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza
(homoousios) del Padre". Esta fórmula, presentada por Osio, se la conoce
como el símbolo de Nicea. Solamente dos obispos libios se niegan a
firmar el símbolo de Nicea y, junto con Arrio, son desterrados. Poco
después les sigue Eusebio de Nicomedia. Desde el primer momento, el
empeño de los arrianos es ganarse a Constantino, de quien obtienen que
levante el destierro de Arrio el año 328. Entonces dirigen sus esfuerzos
contra San Atanasio, la columna de la ortodoxia nicena. Los arrianos lo
deponen en un sínodo celebrado por ellos en Tiro el año 335, logrando
que Constantino lo destierre. Por cinco veces sale Atanasio al
destierro.
Sin embargo, gracias al apoyo del emperador
Constante y del Papa Julio, el Concilio de Sárdica, del 343, presidido
por Osio, vuelve a proclamar el símbolo de Nicea, a pesar de la
oposición de los arrianos. San Atanasio vuelve del destierro y hace su
entrada triunfal en Alejandría, en octubre de 346. Pero con la muerte de
Constante, el año 350, y del Papa Julio, el 352, los arrianos vuelven a
recobrar sus fuerzas, y desde 353 a 360 celebran sus mayores triunfos.
El 355 tiene lugar el sínodo de Milán, qué significa un gran triunfo de
la violencia arriana, apoyada por Constancio. A esto siguen los actos
violentos de Alejandría del 356, en que a duras penas puede San Atanasio
escapar al desierto. El arrianismo está en su apogeo. Cuando Gregorio
Nacianceno es nombrado obispo de Constantinopla, sólo puede celebrar en
una insignificante capilla, porque todas las otras iglesias de la ciudad
están en poder de los arrianos.
Una vez arrojado violentamente de su sede
Atanasio, los arrianos quieren doblegar al Papa Liberio. Como no
consiguen nada con sus halagos, apoyados siempre por Constancio, lo
llevan al destierro de Tracia. Allí pasa unos dos años; pero en 358
vuelve a Roma. Lo mismo hacen con Osio. Pero, como el apogeo del
arrianismo se basa en el apoyo imperial, al faltarle éste por la muerte
de Constancio el 361, se deshace rápidamente. La división en su seno
lleva al arrianismo a su ocaso. Algunos confiesan que Cristo es
completamente desemejante de Dios, mientras otros, llamados
semiarrianos, le conceden cierta semejanza. Bajo la influencia de los
Capadocios, Gregorio Nacianceno, Gregorio Niseno y Basilio de Cesarea,
los semiarrianos se unen a los católicos. Los arrianos sufren su último
golpe cuando Teodosio sube al trono y les cierra las iglesias de
Constantinopla. Atanasio, vuelto del destierro, emprende una campaña de
atracción, y, poco a poco, la mayor parte de los semiarrianos se
reconcilia con la Iglesia.
El macedonianismo es también una herejía
trinitaria. En efecto, como Arrio niega la divinidad del Hijo, Macedonio
niega la divinidad del Espíritu Santo. San Atanasio se opone a ella en
un sínodo del año 362. También se le oponen San Gregorio Nacianceno y
San Gregorio de Nisa. Pero, como no se consigue el efecto deseado, es
finalmente condenado en el Concilio I de Constantinopla, segundo
ecuménico, del año 381, convocado por Teodosio I, en unión con el papa
San Dámaso. En este Concilio se condena a los pneumatómatos y se publica
el símbolo niceno-constantinopolitano, llamado de San Epifanio.
b) Herejías cristológicas
Las herejías cristológicas se refieren a la
manera de entender la unión entre la divinidad y la humanidad de Cristo.
Apolinar de Laodicea es quien comienza la serie de herejías
cristológicas. Partidario decidido de Nicea y fiel aliado de San
Atanasio, reacciona contra el arrianismo, pero insiste de tal modo en la
divinidad del Verbo que niega que la naturaleza humana sea completa.
Para explicarlo, toma como base el principio de Platón, que distingue en
el hombre cuerpo, alma sensible y alma espiritual. Aplicado a Cristo, en
su humanidad falta el pneuma.
Apolinar lo juzga necesario, pues, según él,
dos naturalezas completas no pueden formar un supósito, y, por otra
parte, si no se le quita el pneuma humano, Cristo no puede ser
impecable. Para Apolinar el ser humano no puede estar exento del pecado
a causa de la debilidad y tiranía de la carne. Para que Cristo goce de
la impecabilidad es necesario que un espíritu divino, y no el humano,
guíe esa carne que asume para hacerse semejante a nosotros. A esta
doctrina se oponen San Atanasio y San Basilio. El Papa San Dámaso la
anatematiza y, finalmente, el Concilio I de Constantinopla del 381,
segundo ecuménico, la condena, juntamente con el macedonianismo. En el
concilio se establece claramente que Jesucristo es verdadero Dios y
verdadero hombre.
Ahora, en las controversias cristológicas, no
se trata de determinar si en Cristo hay dos naturalezas, sino de saber
cómo están unidas. El peligro está en acentuar unilateralmente bien el
elemento divino o el humano de Jesucristo. Para salvar la integridad de
la naturaleza, la escuela de Antioquía mantiene ambas naturalezas
separadas, defendiendo que su unión es meramente extrínseca. Parten del
principio de que dos naturalezas completas no pueden formar una persona.
Es lo que defienden Diodoro de Tarso y Teodoro de Mopsuestia; pero quien
desarrolla ampliamente estas ideas es Nestorio, patriarca de
Constantinopla, por lo que la herejía se llama nestorianismo. Según
ellos, las dos naturalezas son tan completas, que forman dos personas,
la divina, que es la segunda persona de la Trinidad, y la humana,
correspondiente al hombre Jesús. Una de las consecuencias de esta
concepción es que la Virgen no es Madre de Dios. Además, destruye el
valor de la redención, pues, es simplemente la persona humana la que
sufre.
A esta doctrina tan peligrosa se opone la
teología alejandrina, de un modo particular San Cirilo de Alejandría,
que defiende la unión real de ambas naturalezas en una única persona.
Habiendo descubierto la herejía y a su autor, envía a Roma abundante
información. Al mismo tiempo Nestorio escribe al Papa Celestino,
enviándole sus homilías y otros escritos. El Papa Celestino, informado
por ambas partes, reúne un sínodo en Roma el año 430, y en él proclama
la doctrina católica de una persona en Cristo y, para intimar esta
solución a Nestorio, encarga a San Cirilo de Alejandría. En efecto, San
Cirilo compone entonces los doce anatematismos en que se condensa la
doctrina ortodoxa frente a la nestoriana; pero Nestorio, en vez de
aceptarlos, responde con otros doce antianatematismos.
En estas circunstancias, a petición del
propio Nestorio, Teodosio II convoca el Concilio de Efeso el año 431, el
tercero ecuménico. En él Nestorio es excluido de la Iglesia, del
sacerdocio y de toda dignidad eclesiástica. Pero San Cirilo, patriarca
de Alejandría, procede con cierta impaciencia y comienza el Concilio
antes de que lleguen los legados pontificios y el Patriarca de
Constantinopla con sus obispos sufragáneos, y en su primera sesión
condena a Nestorio.
Pero, tras la llegada del patriarca de
Constantinopla, se organiza una especie de contraconcilio, en el que se
revoca la condena de Nestorio, condenando, en cambio, a Cirilo. Sin
embargo, al llegar poco después los legados pontificios, aprueban
plenamente las primeras sentencias, con la aprobación del emperador. El
pueblo, al tener noticia de la declaración del Concilio, prorrumpe en
grandes vítores a la Madre de Dios. Una vez aceptadas las decisiones del
Concilio, Teodosio II destierra a Nestorio a un convento cerca de
Antioquía. Poco después lo hace internar en el llamado desierto de
Arabia, y como sigue siendo motivo de inquietudes, lo relega al oasis de
Egipto, una especie de prisión de Estado. Nestorio durante este tiempo
escribe sus obras Tragedia, Teopaschita y, sobre todo, el Libro de
Heráclides.
Juan de Antioquía y Teodoreto de Ciro tienen
dificultad en aceptar las decisiones del Concilio, pues sospechan que
San Cirilo cae en el extremo opuesto del monofisismo. Entonces Cirilo da
toda clase de explicaciones, con lo que se llega al edicto de unión del
433 con Juan de Antioquía, y a la reconciliación de Teodoreto de Ciro en
el año 444. El nestorianismo, oprimido por el Imperio, va desapareciendo
o retirándose, aunque se forman núcleos en Persia y se extiende hacia
Judea y Turquía. Así, se han conservado hasta nuestros días diversos
núcleos.
La escuela de Alejandría, para evitar el
peligro del nestorianismo, defiende que la unión de la humanidad con la
divinidad es tan perfecta en Cristo que forman una sola naturaleza. Y,
para asegurar la redención, la naturaleza humana desaparece, absorbida
en la naturaleza divina. De ahí el nombre de la nueva herejía:
monofisismo. Al ser el monje Eutiques su principal defensor se denomina
también eutiquianismo. Mas, por otra parte, le prestan todo su apoyo el
nuevo patriarca de Alejandría, Dióscoro, y el valido del emperador,
Crisafio.
De este modo, el monofisismo adquiere muy
pronto una fuerza arrolladora. Por su parte, la ortodoxia tiene como
defensores principales al patriarca Flaviano, Teodoreto de Ciro y
Eusebio de Dorilea. En el sínodo de Constantinopla del 448, Eutiques
tiene que responder sobre el modo de unión de la humanidad con la
divinidad. En ésta y otras ocasiones, habla de la fusión de ambas
naturalezas, o absorción de la humana por la divina. Informado el Papa
San León Magno, compone la célebre Epístola dogmática, en la que expone
la doctrina de las dos naturalezas, y ordena que sea admitida por todos.
En adelante forma la base de todas las discusiones.
Ni Eutiques ni Dióscoro aceptan la Epístola
dogmática. Al contrario, redoblan su actividad en favor del monofisismo,
que culmina con la celebración del sínodo de Efeso el año 449. Aunque el
Papa envía sus legados, el sínodo se realiza sin contar con ellos. Todo
es un tejido de violencias por parte de Dióscoro y los monofisitas. Sin
hacer caso de las decisiones del Papa, deponen a Teodoreto, y en
particular al patriarca de Constantinopla, Flaviano. Ante la protesta de
éste, lo mandan al destierro; son tantas las penalidades que sufre, que
muere en el camino. Los legados del Papa escapan a duras penas. Uno de
ellos, Hílaro, se dirige a Roma, donde informa al Papa. Así termina este
sínodo, símbolo del apasionamiento de Dióscoro y Eutiques. Al tener
noticias fidedignas por cartas de Teodoreto, de Eusebio y del mismo
Flaviano y, sobre todo, por el relato verbal de su legado Hílaro, el
Papa designa a la asamblea, no como Concilio, sino como Latrocinio, y
así se conoce en la historia.
La caída del valido Crisafio, la muerte de
Teodosio II en el año 450 y la subida al trono de su hermana Pulqueria,
de convicciones profundamente ortodoxas, dan por resultado un cambio
radical. Inmediatamente se envían cartas de sumisión al Papa, y
Pulqueria propone la celebración de un Concilio. León I accede a los
deseos de la emperatriz. El Concilio se reúne en Calcedonia en octubre
del año 451. El primer acto de la asamblea, formada por unos seiscientos
prelados, es juzgar a Dióscoro; lo excomulgan y arrojan del concilio.
Luego se lee la Epístola dogmática, que todos acogen con las palabras:
"Dios ha hablado por la boca de León". Proclamados luego los símbolos de
Nicea y de Constantinopla, termina el concilio.
Los emperadores dan exacto cumplimiento a las
decisiones de Calcedonia; pero no terminan las contiendas monofisitas.
Desterrados Dióscoro y Eutiques, apenas se tienen ya noticias de ellos;
sin embargo, desaparecida la mano fuerte de Pulqueria y Marciano, los
monofisitas vuelven a la batalla. El monofisismo es la herejía más
fuerte y más popular de la antigüedad cristiana.
Tras la resolución del concilio de Calcedonia
sólo queda una cuestión por resolver: Si Cristo es verdaderamente
hombre, ¿cómo se explica la ausencia de pecado en él? Sergio, patriarca
de Constantinopla, intenta solucionar la dificultad afirmando que Cristo
tiene una sola voluntad, la divino-humana. El monotelismo de Sergio es
un monofisismo disimulado, pues al afirmar que en Cristo existe una sola
energía y una sola voluntad niega la integridad de las dos naturalezas.
Sergio propone esta concepción como un modo
de unir a los ortodoxos con los monofisitas, y el emperador Heraclio
(610-641) la toma por eso con todo empeño. El monje Sofronio, más tarde
patriarca de Jerusalén, es el primero en darse cuenta del peligro de
esta herejía e informa al Papa Honorio sobre ella. Como al mismo tiempo
éste recibe cartas de Sergio, el Papa escribe las dos cartas célebres,
en las que intenta imponer silencio a ambas partes sobre estas materias.
Sobre estas dos cartas, se basa la célebre cuestión del Papa Honorio.
¿Erró el Papa Honorio en estas cartas? En realidad, en estos documentos
doctrinales el Papa habla con su autoridad, como lo hizo San León Magno
con su Epístola dogmática. De hecho en las cartas no se contiene ningún
error. Honorio habla en ellas de una voluntad moral, no física, en lo
que consiste el error y herejía. Su defecto es de carácter práctico: el
querer echar tierra encima e imponer silencio a todos.
Entre tanto, el monotelismo sigue triunfante.
Heraclio, a propuesta de Sergio, publica el año 638 la Ekthesis,
documento que pretende unificar a todos. Pero no obtiene la deseada
unión. En 647, el patriarca Paulo publica el Typos, con el mismo objeto,
pero tampoco consigue nada. El nuevo emperador Constante II (641-668)
toma con energía la defensa de la herejía. Contra ella lucha hasta su
muerte Sofronio. Luego, particularmente, lucha San Martín I (649-655),
que condena solemnemente la herejía y a sus defensores. Por ello es
apresado y llevado a Oriente, donde muere mártir de sus sufrimientos. La
segunda víctima es San Máximo el Confesor, que defiende la ortodoxia;
también él es desterrado y mutilado, hasta que muere mártir.
El nuevo emperador Constantino IV Pogonato
(668-685) trae la paz a la Iglesia.
Apenas sube al trono, invita al Papa Agatón
(678-681) a celebrar un Concilio, que se celebra en Constantinopla,
desde noviembre de 680 a septiembre de 681. Por haber tenido lugar en la
sala imperial llamada trullos, es denominado Trulano I, sexto concilio
ecuménico. Los ciento setenta prelados reunidos proclaman la doctrina de
las dos voluntades en Cristo, condenando el monotelismo. Sin embargo,
también condenan al Papa Honorio. ¿Qué significado tiene esta
condenación? Lo que aprueba el Papa, que es lo único que tiene valor
conciliar, es la condenación de Honorio, no como hereje, sino por su
negligencia al no haber atajado la herejía. Este mismo alcance tiene la
condenación que luego se repite diversas veces en la Iglesia. Con esto
el monofisismo no desaparece, sino que continúa, más o menos arraigado,
en algunos territorios de Egipto, Abisinia, Siria y Mesopotamia, entre
los coptos, melquitas, jacobitas, etc. Aún en nuestros días se sostienen
cerca de un millón de monofisitas.
c) Herejías soteriológicas
De un carácter muy diverso son las herejías
llamadas soteriológicas, por referirse a la sotería, o medios de
salvación. La primera y principal es la promovida por el monje Pelagio,
oriundo de Britania. El y su amigo Celestino se hallan en Roma hacia el
año 410, donde proponen esta nueva doctrina. El hombre, dicen, puede por
si solo obrar el bien; no necesita para ello el auxilio sobrenatural de
la gracia. Posee una naturaleza perfecta, ya que no se transmite el
pecado de Adán. Con semejante doctrina se niega, no sólo la necesidad de
la gracia, sino también la necesidad de la redención y, en consecuencia,
el cristianismo. Pelagio, personalmente, es un hombre lleno de fervor.
Agustín lo llama vir sanctus. Pero sus discípulos, especialmente
Juliano, obispo de Eclano, desarrollan sus ideas hasta construir el
pelagianismo propiamente dicho.
Al entrar los visigodos en Roma, el año 410,
Pelagio y su amigo Celestino se trasladan a Cartago, donde continúan
esparciendo sus ideas y ganando muchos adeptos. Al poco tiempo, mientras
Pelagio se dirige a Oriente, Celestino es descubierto en Cartago, y un
sínodo del año 411 condena varias proposiciones suyas sobre el pecado
original. Entonces comienza a intervenir en esta materia San Agustín,
que se gana, en su lucha contra el pelagianismo el título de Doctor de
la gracia. Poco a poco publica las obras básicas sobre esta materia, en
las que defiende la necesidad absoluta de la gracia para toda buena obra
y para la perseverancia final.
En Oriente Pelagio procura ganarse fama de
director de almas. Vive algún tiempo retirado en Belén, donde atrae a su
causa a Juan de Jerusalén. Con su apoyo, obtiene triunfos resonantes,
como los del Concilio de Jerusalén, y, sobre todo, el de Dióspolis del
año 415. Con expresiones ambiguas, Pelagio logra engañar incluso a los
enviados apostólicos. Pero también en Oriente es descubierta la herejía.
San Jerónimo es el primero en darse cuenta de ella, y en su Comentario
sobre Jeremías la pone de manifiesto.
San Agustín vigila desde Africa. El año 416
reúne dos sínodos en Cartago y en Mileve, donde se condena la herejía y
envía las actas a Roma. Entonces, bien informado, Inocencio I (401-417),
condena por vez primera la herejía. Cuando San Agustín recibe, en 417,
esta respuesta pontificia, exclama: "Roma ha hablado; se terminó la
controversia. Ojalá termine también el error". Por desgracia, éste no
termina, pues Pelagio y Celestino siguen poniendo en juego todas sus
artes de disimulo. Cada uno por su cuenta envía al Papa Zósimo su
confesión. Este, recién elegido Papa, cae en el lazo de los dos herejes
y cree en su inocencia. Al enterarse de ello, San Agustín intensifica su
actividad, celebra dos sínodos en Cartago en los años 417 y 418.
Este último, sobre todo, es de gran
transcendencia, por haber condenado la doctrina pelagiana en ocho
cánones, aprobados luego por el Papa. Con esto, el Papa se convence de
la culpabilidad de los herejes, e invita a Pelagio y Celestino a que se
defiendan; pero, como no se presentan, publica la célebre Epístola
tractoria, en la que condena la doctrina pelagiana e invita a todo el
episcopado a aceptar esta condenación. Pero no todos los obispos aceptan
la decisión pontificia. El obispo Julián de Eclano, con otros diecisiete
prelados italianos, se niegan a aceptarla. Así se inicia la última etapa
del pelagianismo, que consiste en un duelo literario entre Julián de
Eclano y San Agustín. Al fin, Julián es desterrado a Oriente, donde vive
algún tiempo sin ninguna significación.
Frente a las exageraciones pelagianas, San
Agustín insiste en el poder divino, defendiendo cómo todo lo bueno del
hombre depende absolutamente de Dios, y la perseverancia final es don
enteramente gratuito. Juzgando esta doctrina dura y exagerada, los
monjes de Adrumeto piden una explicación a San Agustín mismo, y él se la
da en sus obras Sobre la gracia y el libre albedrío y De la corrección y
la gracia. Los monjes se dan por satisfechos y no vuelven a insistir.
El pelagianismo, sin embargo, se prolonga en
el llamado semipelagianismo, que sostiene que la gracia es necesaria,
pero no para el comienzo de la conversión, ni tampoco se necesita una
gracia particular para la perseverancia final. Esta doctrina nace en el
célebre monasterio de San Víctor, de Marsella, y se extiende luego al no
menos célebre de Leríns. Su principal portavoz es Juan Casiano, que
disfruta de gran prestigio. Contra ellos se levantan principalmente los
escritores laicos, Próspero de Aquitania e Hilario, los primeros en
reconocer su peligro. Pero, no se atreven a impugnarla, por ser
defendida por Juan Casiano. Por ello se dirigen a San Agustín, que
publica, ya anciano, las dos obras Sobre el don de la perseverancia y
Sobre la predestinación de los Santos. Aunque no satisface a los
marselleses, como se les llama, no replican en vida de San Agustín.
Pero, después de la muerte Agustín y de Casiano, Gennadio de Marsella,
Fausto de Riez y San Vicente de Leríns siguen defendiendo su doctrina a
lo largo del siglo V. Es célebre también la obra tendenciosa contra San
Agustín, titulada El predestinado.
Próspero e Hilario continúan como defensores
de la ortodoxia. Es notoria la obra del primero De la gracia y el libre
albedrío, y el poema Sobre los ingratos. El Papa San Celestino (422-432)
interviene, exhortando a seguir a San Agustín. Ya en el siglo VI
defienden la ortodoxia San Fulgencio de Ruspe, San Avito de Vienne y,
sobre todo, San Cesáreo de Arlés. Por iniciativa de éste se celebra, el
año 529, el sínodo de Orange (Arausicanum II), que condena en
veinticinco cánones toda la doctrina de los pelagianos y semipelagianos.
Con la aprobación de Bonifacio II (530-532), estos cánones obtienen el
valor de doctrina de la Iglesia.
Para concluir este capítulo es conveniente
señalar que, a través del apogeo y de las difíciles crisis que sufre la
Iglesia, el Primado se robustece más y más. Este es ejercido y
reconocido prácticamente en la celebración de los Concilios ecuménicos y
en la solución de las grandes discusiones dogmáticas. El interés de los
emperadores y de los patriarcas de Oriente por atraerse al Romano
Pontífice en las cuestiones del nestorianismo, monofisismo,
monotelismo... es la confirmación de ello. En este período toman también
una forma definitiva los patriarcados, y así, finalmente, aparecen
reconocidos en Calcedonia (451) los cuatro patriarcados: Alejandría,
Antioquía, Jerusalén y Constantinopla, para Oriente. Y el de Roma, para
el Occidente. El sistema de provincias eclesiásticas y de los
metropolitanos sigue el desarrollo iniciado. Asimismo las diócesis, con
sus obispos, que se multiplican extraordinariamente.